domingo, 30 de septiembre de 2012

Jorge Ibargüengoitia: una amenidad sin amenazas

30/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Nunca la vida cotidiana ha sido enaltecida de manera tan diáfana y eficiente como en los textos de Jorge Ibargüengoitia, narrador guanajuatense a quien resulta difícil considerar escritor si por tal figura entendemos la del intelectual petulante que sabe de todo, nunca duda y ocupa una posición en el mundo de las ideas de la cual se siente fatalmente responsable. Y no es que se trate de un autor diletante (en el peor sentido del término, o sea el político), de otro enfant terrible de la literatura mexicana –el último fue José Agustín y quedamos curados de espanto–, sino sencillamente ocurre que Ibargüengoitia encarnó al humorista en estado puro cuya prosa asume en sí misma el tono más precisamente ambivalente y lúdico de todos cuantos en México han escrito ficción.
Pasa que no intentaba ser chistoso: lo era a pesar suyo. Se ceñía, en ese sentido, al ideal creativo de Shaw: para bromear lo único que necesito es decir la verdad. Porque Ibargüengoitia supo hallar, como nadie, la tesitura adecuada para ser gracioso y ameno sin la amenaza de devenir mordaz, irónico, satírico o paródico por obligación o consigna: solo escribía –a veces, incluso, con ligereza e incorrección sintáctica– desde una perspectiva que por fuerza nos agarraba desprevenidos, y con un sabor y una sazón de chef especializado en platos tan sencillos, suculentos y agradables que es difícil, aun hoy, dar con la receta de su prosa, con el guión de su guiño peculiar.
Entre la década de los cincuenta en que empezó a escribir teatro, del que se retiraría con El atentado diez años después –harto de los egos desmesurados que tan bien germinan en ese medio– y hasta el avionazo de 1983 que fijó en seis novelas su producción narrativa, transcurrieron treinta años de actividad literaria y periodística en la que Ibargüengoitia supo asumir al escritor ajeno a mafiosas afinidades y se ganó el respeto de quienes (Julio Scherer, Octavio Paz) supieron ver en su corpachón de peso completo y su rostro adusto la equívoca imagen de un espíritu irreconciliable con el mundo, pero no por ello enemigo de hechizarlo en retratos, estampas, historias honestas que no pretendían sino exhibir, de un modo casi escandaloso en su nitidez, lo absurdo de nuestras opiniones, la íntima ridiculez de la existencia en un mundo despistado y solemne, insolente, confuso y hostil.
El humor que a veces provocan sus libros, escribió Gabriel Zaid, “es un extraño efecto de sobriedad después de un susto”. La clave de su escritura podría estar, se me ocurre, en la frase adverbial que he subrayado, a veces, porque nada es tan depravado y vulgar como ser siempre chistoso, acatar la obligación atroz de hacer reír: con Ibargüengoitia debemos estar siempre a la expectativa pues quizá nos estemos carcajeando de algo terrible o anodino, pero tal vez hayamos dejado pasar una agudeza aparentemente trivial, una espléndida ocurrencia irreconocible a la primera lectura.
Como Mariano José de Larra, a quien se parece más de la cuenta (hasta el extremo de ser todo lo contrario), pergeñó artículos breves así de memorables como sus novelas y cuentos. Paradójico discípulo de un escritor poco ameno –Rodolfo Usigli, quien supo advertir, en un curso de composición dramática, su facilidad para los diálogos–, Jorge Ibargüengoitia murió a los cincuenta y cinco años, hace casi treinta. Su novela breve Los relámpagos de agosto (1964) puede considerarse el fulminante punto de partida de su obra narrativa lo mismo que el de llegada (paródica, lúcida, desopilante) de ese solemne ciclo de obras que los académicos llaman la novela de la Revolución Mexicana.

Crónicas marcianas o un adiós a Bradbury

30/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

El pasado 5 de junio murió Ray Bradbury, quizá el autor más querible del género llamado ciencia ficción. Permítanos recordarlo aquí ante todo por las Crónicas marcianas, que desde mitad del siglo pasado le dieron inmediato renombre y decenas de miles de lectores.
Es difícil hallar a un narrador de ciencia ficción que acople en sus libros, como Bradbury, un lenguaje poético y relatos tan melancólicos e imaginativos como los que hallamos en Crónicas marcianas (1950) y El hombre ilustrado (1951); no menos ocurre en Fahrenheit 451, su emblemática novela de argumento inolvidable.
Al terminar de leer las Crónicas... da la impresión de que no falta ni sobra nada. Es tal la madurez narrativa de Bradbury que no parece un libro hecho por un escritor de genio de treinta años, y es tal la espléndida madurez psicológica en sus páginas, que uno no lo puede imaginar tan joven. Ya sea cuando utiliza los diálogos o cuando escribe en tercera persona, su prosa es ligera y exacta como el vuelo de un pájaro.
En las Crónicas... Bradbury relata las tres primeras expediciones fracasadas a Marte, la casi total aniquilación de la población marciana por una epidemia absurda contagiada por los terrestres, los primeros asentamientos, la llegada de decenas de miles de personas, la guerra atómica en la Tierra que hace regresar a la inmensa mayoría de los terrestres para que no se extinga todo vestigio de civilización y, finalmente, el nuevo inicio adánico de dos familias de terrestres en Marte…
Salvo pequeñas mutaciones y variaciones, pero haciéndonoslo verosímil, Bradbury nos muestra un planeta habitable que en buen número de aspectos tiene una vida parecida a la Tierra: días con mañanas y noches, cielos estrellados, lunas mellizas, clima templado pero también tórrido, aire enrarecido, valles verdes y valles oscuros, largos canales y mares muertos, montañas y colinas azules, oficinas, calles, casas con cuartos, bibliotecas, academias, manicomios con psiquiatras… Los marcianos llaman a su planeta Tyrr y marcianos y marcianas tienen nombres con triple vocal o triple consonante: Aaa, Iii, Xxx, Uuu, Rrr.
Salvo un capítulo que acaece en la tierra, en las páginas del libro tenemos la imagen de que los expedicionarios y los nuevos pobladores se hallan en Marte, pero el Planeta Rojo, como sugerimos, es para ellos en mucho una prolongación de la vida en la Tierra, o con más exactitud, de la vida diaria en Estados Unidos, como si Estados Unidos y los estadunidenses representaran simbólicamente para Bradbury todos los países y todos los pueblos de la Tierra. Quienes llegan son sólo hombres y mujeres de raza blanca y de raza negra, y provienen de ciudades, pueblos y villorrios de eu, y aun la moneda corriente es el dólar. Por hipnosis, telepatía o autosugestión, los marcianos, antes de la epidemia letal, son capaces de entender admonitorias letras de canciones en inglés, de hablar el inglés y transformarse mental y corporalmente de modo que pueden ser iguales a los recién llegados.
En 1954, cuatro años después de la publicación, Jorge Luis Borges destacaba que de las historias de este libro, que lo llenaban de terror y de soledad, prefería ante todo “La tercera expedición” y “El marciano”. En esta última, Borges señaló que encerraba “una patética variación de Proteo”; en aquélla ‒añadimos nosotros‒ hay un juego einsteniano con el tiempo, o para precisar, los hombres viajan desde la Tierra en el año 2000, pero llegan a Marte en 1926, y encuentran un pueblo idéntico a un pueblo estadunidense de Illinois, y en medio de esa engañosa felicidad no saben, sino muy tarde, que es un teatro sobre el viento armado.
Pero las Crónicas marcianas tienen seis o siete historias tan hermosas y terribles como las preferidas por Borges. Pongamos algunos ejemplos. Una en especial, “Aunque siga brillando la luna”, me emociona hondamente. Bradbury relata cómo uno de los tripulantes, Spender, consciente de que tarde o temprano los hombres destruirán la civilización de Marte, se rebela y empieza a matar a sus compañeros para evitar que se prendan las primeras lumbres de la catástrofe. Spender sabía que “los habitantes de la Tierra tenemos un talento único para arruinar las cosas grandes y hermosas”. Pese a la comprensión noble del capitán Wilder, el propio capitán es quien acaba matándolo para que no lo hagan ferozmente los otros tripulantes. Como lector, uno acaba sintiendo una desolada simpatía por víctima y victimario.
Impregnada asimismo de ternura es la historia de Benjamín Driscoll, quien planta miles de semillas que harán crecer decenas de miles de árboles para volver oxígeno el aire enrarecido del planeta rojo; otra, “Un camino a través del aire”, es la divertida y angustiosa huida de los negros hacia Marte para no seguir siendo explotados por los blancos en la Tierra, la cual encontraría una conmovedora continuación en un cuento de El hombre ilustrado, “El otro pie”; una más, como la “Casa Usher ii”, es a la vez una anticipación turbadora de Fahrenheit 451 (1953), en la que un hombre, a quien le volvieron ceniza una biblioteca de 50 mil volúmenes, y un cineasta, al que quemaron sus películas, se vengan letalmente de los destructores del arte, es decir, ultiman a aquellos que en nombre de la realidad cegaban la fantasía y el sueño.
Como se ve, detrás de las melancólicas historias de las Crónicas marcianas (y de muchos de sus libros) encontramos a un autor que es un moralista impecable e implacable. En sus narraciones encontramos a menudo lúcidos recados implícitos contra el racismo, el clasismo, la ambición sin moral, el afán devastador en la utilización de la alta tecnología, la caza de brujas contra las minorías étnicas, el desprecio a lo que es o a quien es diferente, el odio de las oligarquías política y empresarial al conocimiento representado ante todo en el libro, la avidez del dinero sobre los valores éticos, que vuelven al hombre un objeto sin alma…
Algunas historias de El hombre ilustrado que acontecen en el sistema interplanetario son tan inquietantes e imaginativas como las que leemos en las Crónicas marcianas. Sin Ray Bradbury, sin el gran Ray Bradbury, la ciencia ficción no hubiera tenido a un escritor que diera a sus narraciones tan honda y alta poesía.

Bradbury por siempre

30/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

La magia sólo está en lo que dicen los libros,
en cómo unían los diversos aspectos del Universo
 hasta formar un conjunto para nosotros

Ray Bradbury

Ray Bradbury es uno de los más peculiares autores de ciencia ficción. Lo cual ya es un decir, pues parte del encanto en tal género literario es, precisamente, la invención de lugares, situaciones y personajes insólitos. Pero, más que inventar monstruos y sistemas planetarios elaboradísimos, como suelen hacer otros autores proclives a la fauna y flora fantásticas, Ray se dedicó a sacar a la luz partes esenciales del género humano, con especial dedicatoria para sus compatriotas. Lo que Ray hizo era, sin ningún adjetivo, literatura de primer nivel. Sin duda no tan solemne como quisieran los seguidores de otras vertientes de la creación literaria, pero en su momento eso era destacable, pues muchos autores de ciencia ficción, como el celebérrimo Asimov, tuvo su época donde la idea era ser muy serio, muy académico, para que se valorara la aportación literaria del género fantástico o de ciencia ficción. A veces con humor (en Crónicas marcianas: “La palabra ‘intelectual’, claro está, se convirtió en el insulto que merecía ser”), a veces con textos sobre la interioridad de los personajes, locales o extraterrestres, Bradbury dio un enfoque humanista a sus cuentos. Este autor logró con sus visiones futuristas recabar millones de lectores en todo el mundo, lo cual no es poca cosa. Menos ahora, cuando el actual momento histórico-político evidencia la necesidad impostergable de que ciudadanos y políticos lean. Lo que sea, pero que lean. Ya quisiéramos tener un presidente que fuera capaz de distinguir a Borges de Borgues, pero con conocimiento de la obra; o uno preparado para mencionar cinco libros, los que fueran, para mostrar que lee algo más que los discursos que le colocan enfrente. De ahí lo inevitable de iniciar con la novela más famosa de Bradbury: Fahrenheit 451, donde los bomberos oficiales se dedican a quemar libros, con el foxiano silogismo de que leer te hace infeliz.
Como argumento de novela de ficción, el de Fahrenheit 451 ha sido sobreexpuesto. A nadie sorprende una trama donde el gobierno busque someter al pueblo por medio del control mental o de la ignorancia: entre menos sepamos, seremos más fáciles de manejar; entre menos acceso tengamos a los bienes culturales, será menor nuestra capacidad de abstracción, pensamiento y crítica. Las variantes para “evidenciar” la manipulación de la que solemos ser parte, colman series televisivas y filmes de mucho presupuesto. Y conste que en su mayoría van dirigidas al público estadunidense. El dato mayor es que esa problemática es real y vigente en México: el promedio de lectura anual es apenas de un libro; y eso quienes leen. Una de las críticas a la literatura fantástica o a la ciencia ficción es que los personajes terminan por ser planos, que se trabaja con estereotipos para que el desarrollo se dé en la trama y no en los protagonistas. No es el caso del personaje central, el bombero Montag, uno de los quemadores de libros, pues dentro de la novela lo vemos despertar a una precaria conciencia, al inicio, cuando ve morir en llamas a la anciana que prefiere perecer entre los libros que estar sin ellos (los críticos de Bradbury suelen referirse a esta escena como una metáfora fácil); luego hay un despertar conceptual al vivir la fuerza de la poesía (con una simple lectura desarma a las burdas amigas de su zafia esposa) y al final Montag cambia por completo al quemar a su jefe y huir en un discutible final feliz, para encontrarse con los “hombres-libro”, quienes hacen memoria en espera de lograr imprimir los textos aprendidos. Empero, por contraposición, se evidencia que prácticamente el resto de la población en la novela es una caterva de semipensantes incapaces de ver más allá de lo inmediato. Incluso la mujer con la que Montag dialoga lo dice: “La gente no habla de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original.” La ausencia de vínculo entre Montag y su esposa se muestra como algo cotidiano en esa sociedad ‒¿futurista?‒ tan parecida a la de la época en que se publicó el libro.

Esta obra de Bradbury fue un éxito en su momento, pero no sólo literario: se volvió un ejemplo de la cultura como símbolo de libertad. Cuando fue publicado el libro estaba el senador McCarthy, emblemático político gringo, para confirmar que lo dicho por Bradbury no era ficticio, sino perfectamente viable: cortar el acceso a los bienes culturales, en este caso los libros. En Europa estaban frescas las quemas de textos hechas por los nazis. Sería fácil mostrar cómo hay nuevos mecanismos para evitar que los libros lleguen a sus receptores, y cómo en la educación primaria mexicana realmente hay poca intención de crear niños lectores, pero la visión de Bradbury permanece en cuanto a que el individuo puede modificar su entorno, al caso, la posibilidad de leer cuanto quiera. Aunque esta novela parte del supuesto de un Estado represor, no deja de mostrar la complicidad social para amoldarse a políticas públicas cuestionables. La crítica constante de Ray no es sólo para el gobierno gringo, donde en esto de engañar y manipular apenas tienen rival, sino también para esa población que se amolda para sobrevivir con comodidad, dentro y fuera de ese país (que el colonialismo cultural es otro tema). Quizá la parte de la novela más deseable para desarrollar en el actual panorama editorial, no es ya la pertinencia de los libros impresos o su valor, sino el hecho de que la tradición oral deba ser cuidada como fuente de conocimiento humano. A pesar de los muchos intentos en registrar las leyendas, cantos y conocimientos que hoy se siguen transmitiendo en forma hablada por generaciones, como si el registro fuera más valioso que la información, no podemos olvidar que lo humano es lo primordial, lo que debe prevalecer. Debe añadirse que, como podría decirse de casi cualquier texto de Bradbury, con independencia de la novedad o trascendencia de la idea misma que se desarrolla, la escritura de Fahrenheit 451 logra un pulso de gran atracción por su composición cercana a lo poético. En unas cuantas líneas podemos captar el sorpresivo deleite que resulta para el bombero la quema de los libros: “la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia”. Para hablar de la profunda atracción que siente por la mujer que acaba de conocer el bombero, la describe: “El rostro de ella también se parecía mucho a un espejo. Imposible, ¿cuánta gente había que refractase hacia uno su propia luz? Por lo general, la gente era ‒Montag buscó un símil, lo encontró en su trabajo‒ como antorchas, que ardían hasta consumirse.” Es fácil mencionar la necesidad que sólo los libros pueden colmar en cualquier persona y cómo la premisa esencial del texto nos llega: el libro como complemento del alma debe prevalecer. Pero el mérito de Bradbury es lograr ese mensaje con la profundidad y eficacia que suele dejarse a un lado ante el mensaje evidente del título: “Montag sólo tuvo un instante para leer una línea; ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos. ‒¡Montag, sube! La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres. Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira! Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.” La sutileza en la escritura de Bradbury se olvida ante la eficacia de su narración: cuando está por inmolarse junto con sus libros, la anciana que habrá de prenderse por propia mano, Montag elucubra sobre las hogueras y su relación con la noche y el día: “La alarma siempre llega de noche. ¡Nunca durante el día! ¿Se debe a que el fuego es más bonito por la noche? ¿Más espectacular, más llamativo?” Otro detalle: cuando Montag está a punto de leer ante las aterrorizadas amigas de su esposa: “Una mosca agitó levemente las alas dentro de su oído”, como si la mosca de la lectura estuviera acechándolo, como si la inquietud que está a punto de despertarse para nunca morir estuviera anticipando su existencia. Y la lectura de dos poemas dedicados al amor y al desconsuelo que éste suele provocar, lleva a una de las oyentes a llorar desconsolada, atacada por esa mosca que susurra visiones poéticas al bombero redimido.

En medio de tantos mensajes sobre la interioridad humana, el único elemento tecnológico franco, el perro mecánico, acecha a Montag, como si las máquinas estuvieran a la espera de la caída del hombre. Quizá para recordarnos que Fahrenheit 451 es una novela de ciencia ficción.
Con una obra tan amplia como la de Ray, es fácil caer en omisiones. Pero la crítica social es continua. En el cuento “Las langostas” (de Crónicas marcianas) se hace referencia al género humano como si fuera de insectos, capaces de arrasar con cultivos en horas, pero extrapolado a las culturas que van recibiendo a los conquistadores estadunidenses. Una constante en la ciencia ficción es la migración a otros mundos, ante la insuficiencia de espacio o de condiciones favorables en nuestro planeta. Y como Marte es lo más cercano y durante mucho tiempo se especuló sobre la existencia de canales de agua, mirar hacia allá para fantasear sobre el hombre y su destino interplanetario era cosa esperable. Son varios los cuentos de Bradbury donde se pone en evidencia esa percepción de reproche sobre la costumbre gringa de arrasar con lo que le es ajeno. La invasión de Bagdad en 2003, con la destrucción de obras únicas e invaluables, apenas sería una muestra de esta manía denunciada por Bradbury. Como buen observador, enfatiza que desde la forma de nombrar inicia la destrucción de la otredad. En “La elección de los nombres” se advierten dos vertientes muy gringas: la de dar prioridad a quienes llegaron primero, como si ese mero hecho hiciera más valiosos a los fundadores, y la de establecerse como punto de referencia. Así como en México se habla de la existencia de ciertas familias que controlan todo el país (nada que ver con el narco), en Estados Unidos también se menciona esa peculiar alcurnia derivada de haber bajado del barco Mayflower para colonizar el nuevo continente en 1620; lo que resulta todavía más discutible en un país donde supuestamente todos son iguales a todos. Pero ahí reside parte de la importancia de Bradbury: en exponer lo criticable, pero sólo para hacerlo visible a quienes quieren ver. Y si es viable edificar ciudades estadunidenses, también podría hacerse un paisaje similar, como desglosa en varios textos, en los que lo mismo se da un tenue humor macabro que la exposición abierta de las voraces políticas estadunidenses. Muchas variantes que el autor denostaba van apareciendo en sus cuentos sobre Marte, en “Un camino a través del aire” el racismo se muestra con claridad. Sobre todo, la necesidad de los gringos de autorreferenciarse surge en varios textos. Queda ver si nosotros podríamos resistir un análisis similar con nuestros inmigrados y nuestros indígenas.
Más que por lo anecdótico, la obra de Bradbury perdura por su manufactura y por los puntos intemporales que toca del alma humana.

Borges se copia

30/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Rodolfo Alonso

Primero me pareció imposible, casi increíble, sólo atreverme a imaginarlo, y cerré y guardé el libro de inmediato, avergonzado de mí mismo.
Pero fui y busqué el otro. Lo abrí. Era evidente. No podía creerlo. Después, tan intrigado como para volver a cerciorarme, los fui a buscar de nuevo. Los abrí ambos, busqué la página. Los confronté. Y allí estaba, imposible negarlo. La frase, las palabras y los signos exactos que componían esa frase están allí.
Me quedé confundido. En semejante autor eso no podía ser un ardid, ni una minucia, ni mucho menos un simplísimo error, aun desatendido. Eso a cualquiera iba a pasarle, pero no a él. Presa de cierto pánico, me arrojé desconfiado pero ansioso a las aguas insondables de la memoria digital, para indagar en esos archivos confusos e infinitos alguna prueba, algún testimonio, algún otro... Algún otro que también se hubiera dado cuenta.
Pero no, no había nada. Alguna señal de que no era todo cosa mía, trampa de mi imaginación, sombra de sombras, sueño de mi ensueño. Decidí sosegarme, imponerme silencio.
Pasó el tiempo. Pero la cosa seguía allí, sin disolverse. Tenía que enfrentar lo imprevisible, constatar el hecho. Volví entonces a ambos libros adonde me reconducía el hilo habitualmente fiel de mi recuerdo, busqué en cada uno el cuento, la página, la cita. Y tuve que aceptarlo. Una y otra frase eran exactamente iguales. Y el hecho se hacía, pues, flagrante. Tan flagrante como impenetrable, en su deslumbradora nitidez. Porque se trataba de Borges, ese escritor que ejerce el adjetivo como el torero su estocada final. Un escritor en cuya entera obra no se repite ni siquiera un artículo, ni siquiera una coma. Una obra que conjuga exquisita modestia con la exigencia más altiva. Pero aquí están las pruebas. Y tenía que ser en el justamente memorable cuento “El sur”, que cierra a toda orquesta ese libro, Ficciones, donde empezó a consolidar su nombre. En la segunda parte que él subtituló (precisamente) Artificios y fechó en 1944, puede leerse lo siguiente: “Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.” Es bello, es preciso, es justo, es tocante. Pero veamos. No mucho tiempo después, ya en pleno vuelo, nada menos que en El aleph, libro que como es sabido apareció originalmente en 1949, pero en uno de los cuatro cuentos que le agregó según su Posdata de 1952, puede volver a leerse en el relato “El hombre en el umbral”, que convoca otro ámbito, obviamente oriental, pero que en la adenda mencionada confiesa inspirado por la “momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que hay en la calle Paraná, en Buenos Aires”, esta otra frase que Pierre Ménard bien pudiera haber reclamado sin duda como suya, como originalmente suya, pero que la enconada persistencia de nuestra flaca memoria insiste en reiterar como del todo semejante a la primera: “Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.”
¿Qué hacer, frente a eso? Lo mismo que vine haciendo ininterrumpidamente desde entonces: callar, no decir nada. ¿Quién iba a creerme? ¿Yo, descubrirlo en eso, a él? Y lo que es peor, aún, ¿quién iba a creer, salvo un personaje suyo, que Borges se había copiado literalmente a sí mismo, que había repetido en dos cuentos de temas y asuntos diferentes, letra por letra, signo por signo, la misma frase idéntica? Me fue imposible evitar recaer en mi mutismo. Por momentos, imaginé que no era sino otra sutilísima ironía de Borges, y que si se me ocurriera salir a vocear que el rey está desnudo sólo recogería burlas, lástimas, sarcasmos.
¿Quién podía imaginar que él, nada menos que Borges, no había hecho de esa repetición una trampa para incautos, sino que, directamente, o se le había escapado o tanto le gustó que lo hizo adrede?
Por si fuera poco, además de ese literal citarse a sí mismo, en ambos cuentos también son similares, aunque no ya idénticas, las frases precedentes. Donde se cambia de situación y de contexto, pero el personaje sigue siendo básicamente el mismo. Y hasta con idéntica, o casi idéntica función.
Dice en “El sur”: “En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo.” Y dice en “El hombre en el umbral”: “A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo.” Sólo que aquí intercala, antes de la frase que vimos repetida en ambos casos, esto acaso imprescindible: “Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia.” Lo cual agrava el hecho. O insisto, me parece, puede ser, también lo embebe de ironía.
Nunca sabremos con exactitud, del todo, a ciencia cierta, totalmente, qué lo movió a él a hacer esa jugada. Nunca sabremos si no se dio cuenta (cosa impensable, aterradora) o, como todo pareciera indicar, lo hizo adrede, a propósito.
¿Y entonces, Borges, estoy diciendo Borges, no tuvo otro remedio que recurrir a la reiteración porque sintió que era el momento justo para hacerlo, que precisamente estas palabras debían estar de nuevo allí?
¿O acaso fue el justo momento el que le demandó, a él, que era eso lo que debía insertarse en ese punto? ¿Lo que correspondía, ahí? ¿Se le puede haber escapado, a él, algo como eso? ¿Lo hizo adrede? ¿Quiso demostrarnos que lo de Pierre Ménard* seguía siendo, como siempre lo fue, nunca una broma ni una zancadilla sino una demostración, una evidencia?
Yo sé que voy a hacer el ridículo. Que voy a caer en esa trampa que él me ha tendido especialmente, sólo a mí, a mí solo en todo el ancho mundo. Y que Pierre Ménard no se privará de reír, discreto claro, para sí, con el mohín un poco despectivo de quien sabe la cosa.
“¡Maten a Borges!”, dicen que les gritó Gombrowicz a sus entonces muy pocos jóvenes seguidores locales, cuando logró escapar, después de décadas, de su empantanamiento en Buenos Aires, y puso proa a la Europa que iba también a consagrarlo. ¿Maten a Borges? Probablemente una metáfora, una alusión, un símbolo. Una boutade, un latiguillo, un acertijo, una jugada de ajedrez que no cualquiera lograría asumir, si a lo literal se limitara. De cualquier modo, estoy seguro, ni soy yo ni esta leve digresión quien va a lograrlo. Lo más probable, y acaso preferible, es que el asunto siga desapercibido. Como una simple errata.
Pero se lee en “El sur”: “En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.”
Y al leer “El hombre en el umbral” ineludiblemente él también dice: “A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.”
El mismo hecho de que ambos libros sean de edición consecutiva en pocos años, primero uno, después el otro, no resuelve el asunto. Es más, lo agrava. Si la reiteración se hizo a propósito, el mismo hecho de ubicarla en su obra inmediata tiene la honestidad de darnos la pista, demuestra la inocencia con que lo hizo. Pero también nos deja, al hacerlo, lo impensable: que él no se dio cuenta. Que no lo percibió, cosa inaudita. Y no se dio cuenta entonces a lo largo de toda su vida. Y en toda reedición de dichos libros. Y en sus obras completas. Reeditadas una y otra vez. No, si lo hizo, lo hizo a sabiendas. Y si no se dio cuenta, peor aún. ¿Maten a Borges?
1 Ese acento mío casi automático en Ménard, me reiteró dudando. Busqué este otro original y comprobé que él no lo empleaba, incluso desde el título. Es aceptable, pensé: se corre el riesgo imperdonable de resultar pedante. Pero algo más allá, en una bibliografía adjudicada al personaje, el acento circunflejo en la palabra Nîmes volvía todo a cero. Es decir, había contradicción y, por lo tanto, culpa: un texto no debe desdecirse. Y menos para alguien como él. Viéndome miserable, cerré todos los libros y me fui. Pero, como él mismo hizo magistralmente tantas veces, no pude contenerme y añadí esta nota al pie.

Ramón López Velarde revisitado (II Y ÚLTIMA)

30/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

La poesía de López Velarde debe ser leída con paciencia y paladeada gota a gota. Así nos entregará todos sus significados, las gracias de sus adjetivos novedosos y su originalidad irreductible. Su autor la gozó y la sufrió al mismo tiempo, y ejercitó en ella la mayor y más profunda de las sinceridades. Por lo tanto, contiene sentido del humor, ternura, burla, la tragedia de la separación de los amantes, asombros ante el misterio de lo femenino, dicotomías constantes y “funestas dualidades: “Me asfixian en una dualidad funesta/, Ligia, la mártir de pestaña enhiesta/ y de Zoraida la grupa bisiesta.” Pertenecía a la cultura católica y era víctima de las obsesiones sexuales de la Iglesia. Esta circunstancia agrandaba el conflicto entre el canon y el deseo. De esta lucha brotaron algunos poemas en los cuales mezclaba su “interno drama” con el gozo de la carne y sus bellos contactos. “Como quien sabe que mi interno drama/ es, a la vez, sentimental y cómico”, dice en ese canto de elogios a la “creatura pequeñita y suprema,/ adueñada de la cumbre del corazón”.

Quisiera poner un ejemplo de esa aventura del espíritu que es el adentrarse en la poesía de López Velarde: era yo cínicamente joven y ya había caído gozosamente en la fascinación lopezvelardiana. Una tarde leí uno de sus poemas y, de repente, me detuve, pues estaba perdido y ya no entendía lo que tenía ante mis ojos (“y escucho con mis ojos a los muertos” es la mejor definición de la lectura que conozco. La hizo Quevedo en el retiro de su torre manchega): “Sara, Sara, golosina de horas muelles,/ racimo copioso y magno de promisión que fatigas/ el dorso de dos hebreos.” Leí de nuevo y la golosina, las horas de beatitud y la belleza de la mujer concebidas como un “magno racimo” de gracias y abundancias, quedaron claras. La promisión y el dorso de los dos hijos de Israel era lo que debía encajar en el conjunto de la compleja imagen. De repente recordé algunas cosas de la infancia en Los Altos de Jalisco y del terror de la Iglesia católica ante la lectura de la Biblia (por aquello del “libre examen”, pero también por la detenida y bella descripción del cuerpo de la amada en el Cantar de los cantares). Además, pensé en el sucedáneo que se inventó: los libros de Historia sagrada y sus hermosas ilustraciones. Se me hizo patente la que mostraba a dos hebreos saliendo de la tierra de promisión con un prodigioso racimo de uvas colocado en una robusta vara. Sus dorsos se abrumaban por el peso de los frutos milagrosos. Volví a leer el poema y todo quedó en ese lugar donde el misterio y la realidad se unen para darle forma. Esta experiencia de lectura me da cierta autoridad para proponer algunas formas de aproximación a la obra de López Velarde. Piensen los lectores en la ternura del recuerdo infantil plasmada en “el ave que el párvulo sepulta/ en una caja de carretes de hilo”, en los improvisados y efímeros mandatarios que llevaban “la trigarante faja en sus pechugas al vapor” o en la paz bucólica del campo interrumpida por el diablo petrolero (Tabasco y Campeche entienden de estas cosas). Por otra parte, a los poetas se les ocurre que el progreso consiste en asegurar que todas las mañanas nazca para todos “el santo olor a la panadería”. A la mayor parte de los políticos este desiderátum les parece una tontería lírica. Por esos terrenos íntimos y civiles anda la poesía de López Velarde. La última antología les abrirá las puertas de la obra de un poeta nacional que es, al mismo tiempo, autor de varias profundas “partituras del íntimo decoro”. 

sábado, 29 de septiembre de 2012

Los traductores

29/Septiembre/2012
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Lo fundamental tiende a ser o a volverse invisible. Porque son fundamentales y porque su trabajo está en todas partes los traductores tienden a desvanecerse en la invisibilidad, y también porque cuando mejor hacen su oficio menos huellas quedan de él, hasta el punto de que parece que no hayan intervenido. Notamos que una traducción “nos chirría” de una manera parecida a como notamos el chirrido en los cambios de marchas que hace un conductor atacado o inexperto. Salta una palabra rara, un giro que visiblemente pertenece a otra lengua, y solo en ese momento recapacitamos de verdad en el hecho de estar leyendo una traducción. Que pensemos casi exclusivamente en el traductor cuando intuimos que se ha equivocado es una prueba simultánea del valor de ese trabajo y del poco reconocimiento que suele recibir, más todavía en unos tiempos en los que los textos circulan por Internet sin la menor constancia de su origen y en los que algunas personas imaginan que no hay mucha diferencia entre un traductor automático y un corrector automático de ortografía.
Pero quizás siempre ha sido así. Yo reparé en que la mayor parte de los libros que leía habían sido traducidos por alguien casi tan tardíamente como en que las películas tenían un director. Llevo toda la vida agradeciendo el efecto que tuvieron sobre mi imaginación y mi vocación las novelas de Julio Verne —no me acostumbro a escribir Jules—, pero nunca he pensado en las personas casi siempre anónimas que las traducían, seguramente con muy escaso beneficio, para las editoriales Bruguera, Sopena o Molino. La primera vez que supe el nombre de uno de los traductores de Verne fue cuando en los años de avaricia lectora de la universidad encontré las nuevas traducciones de algunas de sus mejores novelas que Alianza encargó a Miguel Salabert, que también tradujo de nuevo por aquellos años La educación sentimental y Madame Bovary. Pero quién habría traducido para mí sin que yo lo supiera El conde de Montecristo, o el Diario de Daniel o Papillon o Sinuhé el egipcio, por no ponernos exquisitos en el recuento de lecturas, o aquellas páginas de La peste que me parecía adecuado llenar de frases subrayadas, quizás con la esperanza de que alguien (del sexo femenino preferiblemente) tomara nota admirativa de mi agudeza intelectual.
Un amigo editor y poeta muy querido y monstruosamente sabio me aseguraba hace poco que ha decidido dejar de leer traducciones, porque ha llegado a la convicción de que le compensa más concentrarse en las literaturas de lenguas que ya conoce. Como en su caso éstas incluyen, que yo sepa, el castellano, el catalán, el francés, el alemán, el italiano, el latín y el inglés, tengo la impresión de que mi amigo no es muy representativo. Los demás, en mayor o menor medida, necesitamos la mediación continua de los traductores, y es un indicio de nuestra creciente penuria intelectual que en estos tiempos de abaratamientos y recortes se note tanto la baja consideración del oficio, la poca recompensa que obtienen los mejores y la prisa o el descuido con que se dejan pasar traducciones mediocres o directamente inaceptables. Curiosamente, también la mala traducción tiene sus admiradores, y su influencia literaria: cada vez más encuentra uno artículos de periódico e incluso páginas de novelas que están escritos como si fueran traducciones inexpertas del inglés, o incluso atroces doblajes de películas. Se ve que por los caminos de la ignorancia y el papanatismo estamos volviendo a los tiempos de mi adolescencia, cuando las estrellas del pop autóctono no tenían idea de inglés pero afectaban un acento americano al cantar en español.

Quien más depende del traductor, claro, es el escritor mismo. Eres en otra lengua exactamente lo que tu traductor haga de ti. En la mayor parte de los casos, y salvo ese amigo mío políglota que bien puede saber más lenguas de las que yo creo, o haber aprendido alguna más desde la última vez que hablé con él por teléfono (quizás tenga todavía más capacidad de hablar por teléfono que de aprender idiomas), uno está entregado de pies y manos: un día recibes un libro que debe de ser tuyo porque está tu nombre en la portada, y quizás tu foto en la solapa, pero eso que seguramente se parecerá mucho a lo que tú escribiste hace tiempo es del todo indescifrable, a veces tanto como si estuviera escrito en los caracteres de una antigua lengua extinguida. Hace falta un acto de fe: si uno sabe cuántas veces ha disfrutado, ha aprendido, se ha emocionado, leyendo traducciones del ruso o del japonés, o del hebreo, o del griego, cabe perfectamente la posibilidad de que ahora suceda el efecto inverso. Gracias al traductor ocurrirá un prodigio: lo que tú has escrito resonará en la conciencia de alguien en una lengua del todo ajena a ti, en lugares del mundo en los que no vas a estar nunca. Personas que te parecen tan ajenas como habitantes de la Luna resulta que son casi exactamente como tú. Puedo atestiguar que casi cada día, por ejemplo, Elvira Lindo recibe desde Irán cartas de lectores adolescentes y jóvenes que se han vuelto adictos a las aventuras de Manolito Gafotas en farsi. Lo más singular, sin dejar de serlo, resulta ser inteligible en casi cualquier parte. Algo se pierde siempre hasta en la mejor traducción, pero también se gana algo, o se fortalece algo, quizás el núcleo de universalidad que hay siempre en la literatura.
Durante un par de días, en Ámsterdam, he convivido con un grupo de traductores de mis libros: al holandés, al francés, al alemán. Algunos, de tanto trabajar conmigo durante años, ya eran amigos míos: Philippe Bataillon, Willi Zurbrüggen; a los demás los he ido conociendo estos días: Jacqueline Hulst, Ester van Buuren, Adri Boon, Erik Coenen, Frieda Kleinjan-van Braam, Tineke Hillegers-Zijlmans. Un mismo libro se vuelve otro ligeramente distinto en la imaginación de cada lector: pero esa multiplicación, esa metamorfosis, es más acentuada aún en el caso de cada traductor. El traductor es el lector máximo, el lector tan completo que acaba escribiendo palabra por palabra el libro que lee. Él o ella es quien detecta los errores y los descuidos que el autor no vio y los editores no corrigieron. Él se ve forzado a medir el peso y el sentido de cada palabra con mucho más escrúpulo que el novelista mismo. Willi Zurbrüggen utilizó un término musical para hablar de su trabajo: lo que más se parece a una traducción, sobre todo entre lenguas tan distintas como el español y el alemán, es la transcripción de una pieza musical.
Escuchaba hablar a estas personas, tan distintas entre sí, tan iguales en su devoción por el trabajo que hacen, y sentía gratitud y algo de remordimiento: una palabra que yo elegí por azar o instinto, una frase a la que dediqué tal vez unos minutos, les han podido causar horas o días de desvelo. Aprender sobre los límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir.

Ultreia

Septiembre/2012
Nexos
Luis Jorge Boone

Al principio creí que un escritor joven era alguien en busca de su propio ritual. Vislumbraba la madurez como una época de blindada laboriosidad, una playa de aguas mansas abierta las veinticuatro.

Ahora no. La escritura no es un fin, sino una manera de transitar. No tiene forma fija. Las manías complicadas me provocan curiosidad, pero mi austeridad es casi franciscana: una Pilot azul extrafina y una libreta. El olor de tinta y hojas, los vaivenes de la caligrafía, el cansancio de la mano: así sé que en efecto estoy haciendo algo. Las primeras versiones de casi todo están en papel. La computadora aparece de la segunda en adelante.

En Monclova, con un ventilador a diez centímetros de la espalda, un vaso con refresco y hielo entre las piernas, sudando de todos modos. En la ciudad de México, de madrugada, con la televisión encendida, en la mesa del comedor. Recostado sobre mi lado izquierdo, en la cama, mientras mi hija recién nacida dormía su siesta. Una anotación rápida a media acera. En el hotel, la central camionera, el aeropuerto (pero pinto mi raya: nunca en cafecitos de la colonia Roma defeña). Dondequiera que ese “núcleo de necesidad” (que dice Houellebecq que uno está siempre gestando/aguardando) se insinúe, asome, o de plano me asalte.

A veces escucho música. A veces no. Un artista, un álbum, una época, una sola pieza. Suelo repetir mi selección hasta el cansancio, hasta que se vuelve un tapiz de sensaciones, un oleaje que me sostiene. “Ballad of the Absent Mare” de Leonard Cohen, “La jaula de oro” de Los Tigres del Norte, “Drive my Car” en versión de Sir Paul, el “Adagio” de Albinoni, “Kiko and The Lavender Moon” de Los Lobos, “Nieves de enero” de Chalino Sánchez. Han sido el riel sobre el que monto la escritura. Sabrá Dios si se note.

Del poema al ensayo a la novela al cuento a la reseña. Modos distintos de investigar la realidad (Vila-Matas, aprox.). Los peregrinos del Camino de Santiago se gritaban “ultreia”, “vamos más allá”, para animarse entre sí.

Así: más allá: a lo que todavía no sabemos.

La disciplina es la administración de uno mismo. Es lo que me queda de cuatro años y medio de universidad, y esa lección no venía en los libros. Pero la idea de trabajar bajo horario y agenda ajenos me produce una incomodidad infranqueable. La presión de la escritura no debe estar supeditada a otros apuros. Es como si te pidieran correr los cien metros planos pero con calzado de payaso. ¿Para qué mezclar? La presión impuesta me paraliza. Sólo sé manejarla cuando la moldeo a mi manera. Por eso paso sin ver de grupos, manifiestos y polémicas (vuelo sin escalas hacia el más completo patanismo).

Hace poco me preguntaron si formaba parte de una mafia. Si es así, respondí, estamos bastante desorganizados. Cuando un texto va encaminado me gusta acumular tiempo y arrojarme a su amplitud como un pato millonario sobre su piscina de centavos. Tener horas y horas por delante. No me pongo metas, pero si avanzo de forma considerable me siento un mejor sujeto. Cuando esto no es posible, escribo entre salidas, llamadas telefónicas y todos los deberes del pagano. No creo en eso de que el artista debe aislarse para crear. El que espera la beca para escribir no es escritor, es un becario. La vida es una pista de comando, un bufé de distracciones. La escritura se sobrepone a todo esto, resiste, y aporta un sentido.

Once libros publicados. Hay quien me dice que me tome un descanso. Lo hago. No escribo todos los días y no me preocupa. Escribir es una parte de mi vida, y no la más importante. A veces tomo notas, espío, hago mapas, me documento mínimamente. Y leo. Mucho. Cultivo, sin afán, el “núcleo de necesidad”.

Me gusta mi trabajo (o vocación, depende del humor), sentir que libro atolladeros y alcanzo metas. Escribir puede representar un esfuerzo pero no un sufrimiento. Me da, sobre todo, la satisfacción del trabajo terminado y (dejémoslo así) bien hecho. Soy el hijo de un obrero y soy un obrero.

Que trabaja con palabras: un obrero.

¿Ahorita…? Escribo sobre una mesa de concreto con manchas secas de grasa, sentado en un banco largo de concreto: área de asadores del balneario de Congregación Santa Gertrudis, pueblo coahuilense donde hay un ojo de agua. Luego de media hora de carretera, un remojón más o menos exprés y una comida de pollo asado.

¿Para qué mentir? Cuando estoy en Monclova tengo la impresión de que las ideas fluyen con mayor soltura, los callejones escriturales se abren, el work in progress de veras progresa. Nada es más fácil, pero todo gana presencia. El aire alrededor de las cosas se aclara. El cielo se ve despejado, aunque vaya a llover. El cerro está igual de lejos que siempre, tiene las mismas piedras y espinas. Será una bronca subirlo, se llevará su tiempo, no será en línea recta.

Pero el aire es transparente. Ultreia. Se puede ver. 

Crédulos y desencantados

29/Septiembre/2012
Laberinto
Armando González Torres

Los plagios de Alatristre y Bryce, así como las complicidades tejidas a su alrededor, son episodios de la picaresca literaria que resultarían risibles si no avalaran connivencias entre grupos de interés, dispendio de recursos públicos y un clima de impostura intelectual. Por eso, resulta sorprendente la complacencia de muchos escritores ante actos que afectan el prestigio del gremio y el núcleo del proceso creativo y del diálogo intelectual. En otros textos, me refiero específicamente a estos casos, así como a la estructura de incentivos que contribuye a su florecimiento. Sin embargo, me sigo preguntando qué lleva a un “creador” a, literalmente, robar textos.  Aventuro una hipótesis mediante dos estereotipos, el crédulo y el desencantado, que representarían formas antagónicas de entender la creación y el plagio.  El crédulo no quiere copiar,  no concibe su elocuencia en letra ajena; experimenta una auténtica alegría y revelación cuando escribe; siente apego por la propia voz (a la que aspira a elevar sobre el lugar común) y busca un diálogo abierto con el lector, por lo que no teme importunarlo con la eventual dificultad o la aventura. Podría decirse que el crédulo encuentra en la escritura una realización instintiva semejante a la procreación y no delegaría en otro la labor de engendrar sólo por acumular más descendientes.  El desencantado, por su parte, entiende el acto de escribir como la mera fabricación de un producto y aspira a la maximización de tiempo y resultados, pues no concibe a sus lectores como interlocutores, sino como estadísticas, por lo que su escritura no se dirige a dialogar,  sino a complacer.  El desencantado es más propenso a copiar, pues la concepción del texto como un simple pretexto para mantener la presencia mediática es el inicio de la banalización del oficio, luego sólo hace falta algo de cinismo para robar artículos.
Sin duda, la vocación de casi todos los artistas parte de la credulidad  y, como dice Joseph Brodsky, “Toda carrera literaria empieza como una búsqueda personal de santidad, de autosuperación”. También es cierto que durante la trayectoria del creador se presentan encrucijadas: cuando el escritor es sometido a la demanda excesiva, cuando el éxito satura de compromisos extra-literarios. En esta etapa, el artista enfrenta la disyuntiva de conservar esa credulidad que se traduce en concentración y congruencia o desencantarse y  adherirse incondicionalmente al curso de la producción en serie.  Por supuesto, la productividad y el éxito no implican la pertenencia al bando de los desencantados: hay muchísimos escritores prolíficos y reconocidos (Paz, Coetzee, Naipaul) que han preservado esa curiosidad, rebeldía y fuego interior de los crédulos; en cambio hay novatos que vegetan con los clichés y la mezquindad del desencantado.  En realidad, la mayoría de los escritores no somos ni crédulos, ni desencantados puros, oscilamos peligrosamente entre esas dos orillas.

jueves, 27 de septiembre de 2012

La muerte de Capistrán es irreparable

27/Septiembre/2012
La Jornada
Elena Poniatowska

Seguro Miguel sabe, Voy a preguntárselo a Miguel, Capistrán tiene toda esa información, Con preguntarle a Capistrán y a su memoria privilegiada basta.
La muerte de Miguel Capistrán nos priva de la memoria del México de los años 30, de saber qué pensaba José Gorostiza y cómo era el grupo de los Contemporáneos. También nos priva de un hombre generoso como pocos que daba sus informaciones a manos llenas y nunca pedía reconocimiento.
Prudente, leal, discreto y modesto, Capistrán fue un historiador y un periodista. La muerte lo tomó de sorpresa cuando empezaba a irle bien: el 9 de octubre ingresaría a la Academia Mexicana de la Lengua y preparaba su discurso con entusiasmo.
Lo conocí cuando ambos éramos jóvenes y guapos y él estaba a punto de convertirse en un potentado de Televisa, ya que le habían encargado hacer los programas Encuentro, Comunicación, Diálogos de la lengua y Testimonios para Imevisión. Él solo era capaz de convencer y convocar a Torres Bodet, Pellicer, Gorostiza, Novo, Elías Nandino y Octavio Paz de que se sentaran frente a la cámara y dialogaran.
Coordinó el viaje de Jorge Luis Borges a México y lo reunió con Salvador Elizondo y Juan José Arreola, Dámaso Alonso y Emmanuel Carballo. Borges le consultaba todo (al menos en México). También fue clave en el Premio Jorge Cuesta, que él mismo obtuvo en su tierra, Córdoba, Veracruz, que produjo a otros grandes de la literatura: Sergio Pitol, Emilio Carballido, también sus buenos amigos.

El 19 de septiembre de 1985, a las 8:30 de la mañana me llamó porque nos había invitado a Felipe, a Paula y a mí a Córdoba y a Veracruz para participar en un coloquio. Después iríamos a la laguna de Catemaco y a la playa e iríamos al café del hotel Diligencias, toda una fiesta. Elena, se cayó el edificio en que vivíamos mi familia y yo, ya no vamos a poder viajar. Inmediatamente fui con Paula a la funeraria en la que se velaba a hermanos y parientes, en la avenida Álvaro Obregón, tremendamente dañada por el terremoto. A partir de entonces ya no dejamos de vernos y comer en la casa con su gran amigo Michael Schuessler, quien siempre lo acompañó y con quien escribió México se escribe con J, que juntos presentamos en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes.
Miguel Capistrán era una fuente de sabiduría y su muerte es para todos nosotros irreparable. Nunca fue mezquino ni chismoso ni mal intencionado. Al contrario, lo caracterizaba el respeto con el que hablaba de unos y de otros. Siempre me dio una sensación de nobleza. Capistrán todavía nos hacía mucha falta y a él todavía le hacía falta ser un poquito feliz y tener el reconocimiento de un ámbito cultural y académico en el que va a dejar un hueco muy difícil de llenar.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Ramón López Velarde revisitado I

23/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Fue breve el periplo vital de Ramón López Velarde. Partió de Jérez para pasar por Aguascalientes, Zacatecas, San Luis Potosí y llegó a la ciudad capital de “la suave patria”. En su seno se extinguió cuando apenas se acercaba a los treinta y tres años. “No se ha visto/ poeta de tan firme cristiandad./ Murió a los treinta y tres años de Cristo/ y en poético olor de santidad”, decía nuestro vanguardista total, José Juan Tablada, en el poema-retablo que dedicó a la memoria de López Velarde, el padre soltero de la moderna poesía mexicana.
En los años que pasó en el Seminario de Aguascalientes se acercó a los clásicos grecolatinos y se inició en la lectura de los autores del Siglo de Oro de España. Ya estudiante de Derecho en San Luis Potosí lo deslumbraron los simbolistas franceses, especialmente Baudelaire (“entonces era yo seminarista sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”, dice en uno de esos poemas en los que acostumbraba hacer burla de sí mismo), y leyó con cuidado a Othón (sabemos que admiraba su “Idilio salvaje”), Nervo, Gutiérrez Nájera, Lugones, Laforgue, Francis Jammes y Darío.
La antología publicada por el gobierno del DF, contiene poemas representativos de las distintas etapas de la obra de López Velarde, y viene a sumarse a dos esfuerzos editoriales que buscaron difundir masivamente la poesía de nuestro padre soltero. Me refiero a la antología publicada en los cincuenta, en los Cuadernos de la Secretaría de Educación Pública, y a la que apareció en el número 49 de la colección Material de Lectura de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Intentaré en este breve prólogo comunicarles mi experiencia como lector de la poesía de López Velarde. No pretendo asestarles verdades inapelables o convertirme, como lo han afirmado algunos académicos de ánimo prusiano, en dueño absoluto de la “interpretación y glosa” de la obra del poeta jerezano.
En primer lugar, pienso que la poesía tiene tantas interpretaciones como lectores que en ella se adentren, y está muy lejos de mi ánimo la pretensión de figurar como un especialista en los terrenos de una obra que admiro sin restricciones y leo constantemente. Su relectura me entrega algo nuevo, me obliga a rectificar sensaciones anteriores, me hunde en la perplejidad y me levanta gracias al asombro producido por la íntima esencia lírica de todas y cada una de sus palabras. Por otra parte y, para mayor abundamiento, sabemos que el poema habla por sí solo. Por eso el término “interpretación” no tiene mucho sentido. Recuerdo una respuesta dada por García Lorca  en una lectura de su “Poeta en Nueva York”. Ante la pregunta así formulada: “¿Qué quiso decir en este poema?”, Federico, educada, pero tajantemente, contestó “lo que dije”. Un comentarista como el que en este momento los abruma con sus quisicosas (Unamuno dixit), debe limitarse a dar un testimonio, tanto de su experiencia de lector de los poemas antologados, como de su entusiasmo renovado en cada lectura. Los hechos de que camine ya los cortos pasos de la compasivamente llamada “plenitud adulta” y de que sea oriundo de la misma región cultural de López Velarde, tal vez agreguen algunos aspectos curiosos, y eventualmente útiles, a estas observaciones.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Ernesto de la Peña o la persistencia de los clásicos

18/Septiembre/2012
La Jornada
Javier Aranda Luna

“Nosotros somos raza de muy breve vigencia/, de rápido estertor y ausencia larga… y nuestro cuerpo, pudridero del hombre, falaz mansión de los dioses”. Animado por estos versos le pregunté a Ernesto de la Peña, uno de los mayores conocedores de las religiones en el mundo, quién era Dios para él o qué era.
Alzó los hombros y después me dijo: es el gran deseo incumplido de los que no creemos en él.
El traductor de Los Evangelios, el experto al que teólogos y rabinos consultaban para cimentar su credo, ya me había anticipado en una comida lo que decían sus versos y no precisamente de manera velada: que era un hombre sin fe, un ateo feliz que gracias a sus estudios sobre asuntos religiosos había llegado a conclusiones similares a las del científico Stephen Hawking: que no hay nada después de la muerte, que todo termina aquí, que no somos hijos de alguna divinidad.
Era un ateo pero no un iconoclasta. Mejor aún: era capaz de encontrar en religiones de todo el mundo algunas de las expresiones artisticas más elevadas de la música y la literatura.
Hace tiempo pensé que la llamada conjura del silencio, que el famoso ninguneo del que se había quejado Octavio Paz eran cosa del pasado.
La muerte del escritor Ernesto de la Peña me mostró prácticamente lo contrario: el erudito sin pedantería que conocía más de 30 idiomas, el humanista que aborrecía la deshonestidad de los políticos con sotana o sin ella, el melómano contratado por el Metropolitan Opera House como comentarista, el minucioso lector del Quijote y Hamlet y La Comedia y Rilke y Holderlin y Mallarmé y de la Biblia en la que encontró espléndidas metáforas y algunos tufos de misoginia, había permanecido en buena medida, al margen de la llamada república de las letras. Un poco por voluntad propia, es cierto pero sobre todo por el famoso ninguneo.
¿Por qué este fenómeno cultural de erudición notable, como Carlos Monsiváis llamaba a De la Peña, había sido tan poco valorado? ¿Por su presencia en medios como la radio y la televisión?

Si uno revisa el indispensable Diccionario de escritores mexicanos de Aurora Ocampo, sorprenden las escasas referencias a la obra de este poeta. ¿Por qué? ¿Por no coleccionar títulos ni diplomas? ¿Por no haber entrado al circuito commercial de las novedades literarias?
Uno de los propósitos de Ernesto de la Peña fue, al parecer, compartir sus asombros y su gusto por los clásicos al mayor número posible de personas. Y si no logró eso como hubiera querido, la persistencia de sus obsesiones en la radio y la televisión nos hizo ver que autores como Goethe, Cervantes, Homero, Dante o Shakespeare son, en realidad, una actualísima voz de la tribu, la voz de lo que llamamos condición humana. “Es obligado –decía–, leer a los clásicos y es necesario alejarse de los libros de moda”.
De los muchos mitos que abordó Ernesto de la Peña en su obra de ficción, en sus traducciones y ensayos, tuvo un lugar destacado la accidentada y sorprendente leyenda del rey Arturo, el más famoso soberano irreal de Europa.
En sus textos da cuenta cómo se construyó el reino de ese reino legendario donde cupo una isla, Avalon, que surge y se sumerge entre las aguas, y aquel mago profeta que ha inundado la fantasía de varias generaciones con sus historias inverosímiles y sus profecías: Merlín, una de las más notables creaciones de la imaginación literaria.
Ahora que Ernesto de la Peña cambió de costumbres, como dice el poeta, nos convendría acercarnos a sus textos para encontrarnos con algunos de los mejores momentos de la tradición literaria: con la sulamita y el unicornio, el dubitativo Tomás, o el Cristo niño, con el infierno circular de Dante, o con el poeta que escribió en un réquiem para cualquier hombre muerto que no podremos saber, ni siquiera en el alba de la vida, para qué esta estación perecedera, por qué los hombres somos raza de muy breve vigencia, de rápido estertor y ausencia larga.
Ernesto de la Peña nació en una biblioteca el 21 de noviembre de 1927. Hace unos días, el 10 de septiembre, murió en otra.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Rafael Bernal el pionero de la novela policiaca

17/Septiembre/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

En 1969, el nombre de Rafael Bernal saltó a la palestra de las letras mexicanas con una novela de detectives: El complot mongol; esa historia que tiene como protagonista a Filiberto García, un hombre que ni es héroe ni es antihéroe, se ha ganado el gusto de los lectores que la han convertido en una obra de culto. Sin embargo, el éxito de esa historia que va más allá de novela policiaca -es un drama existencia y un cavilar sobre la soledad y la muerte-, ha puesto a su autor casi en el olvido.
Si bien es cierto que bastó una sola obra para que Rafael Bernal (Ciudad de México, 28 de junio de 1915) alcanzara la inmortalidad, su bibliografía supera los 20 títulos; el narrador de quien hoy se cumplen 40 años de su muerte -ocurrida en Berna, Suiza, el 17 de septiembre de 1972, cuando ejercía la diplomacia, que fue otro de sus múltiples oficios- es celebrado.
¿Qué ha hecho que ese escritor viva en el olvido y sólo se le recuerde como el autor de El complot mongol? Las razones son varias y distintas, las señalan el académico Vicente Francisco Torres, y los escritores Élmer Mendoza y Juan José Rodríguez.
¿Tiene que ver acaso con la confección perfecta de El complot mongol?: pues se trata de un thriller al que no le falta ni le sobra nada, hay un investigador duro, hábil con la pistola y con los puños; orientales misteriosos e inescrutables; la intervención de investigadores de potencias hegemónicas; la historia de la chica bella en apuros; las persecuciones, muertes y un final sorpresivo.
El investigador y académico de la UAM Azapotzalco, Vicente Francisco Torres, asegura que los lectores desconocen el resto de sus libros porque las ediciones son poco accesibles y poco publicitadas. “Hoy la publicidad pesa más que el análisis literario”, señala el estudioso de la obra de Rafael Bernal, y agrega que éste no sólo escribió novela, sino también cuento, ensayo y obras de teatro.
Pero también es un escritor mal conocido porque su trabajo diplomático lo mantuvo lejos de México, sumado a que no hizo vida literaria social. A ello se suma el hecho de que era un hombre de derecha y un sinarquista.
Juan José Rodríguez dice que “lo que más ha opacado la obra de Bernal, no es tanto el éxito de El Complot Mongol, sino sus filiaciones políticas. El señor creyó en el sinarquismo, era alguien de derecha y eso es un pecado que, para muchas generaciones tanto de izquierda como ligadas al priísmo tradicional en el poder, fue un asunto difícil de digerir o, simplemente, aceptar”.
Y es que el autor de Asesinato en una lavandería china, recuerda que a Bernal se le acusa de haber sido quien le colocó personalmente una tela negra al Benemérito en el Hemiciclo a Juárez “pero como acotaba su viuda, en aquel momento él ya era un hombre mayor y enfermo y dicho acto lo hicieron dos jóvenes manifestantes”.
Hombre de su tiempo
En su libro La otra literatura mexicana, donde Torres aborda la literatura de tres grandes de las letras mexicanas: Rafael Bernal, Francisco Tario y Ramón Rubín, asegura que Bernal es uno de los poco prosistas mexicanos que, como José Revueltas y Martín Luis Guzmán, vivieron intensamente su tiempo y su vida.
“Se dice que fue de derecha, que encapuchó a Juárez y que fue sinarquista, pero ¿eso qué importa si su obra literaria es valiosa, si cuestionó lo que a estas alturas nadie puede negar que estaba y está mal -el sindicalismo, la reforma agraria, la burocracia- y, sobre todo, si sabemos que fue un hombre honrado, que vivió de su trabajo -guionista de radio y televisión, dramaturgo, diplomático- y no murió en la opulencia siempre sospechosa?”, señala Torres.
Élmer Mendoza, también escritor de novelas policiacas, asegura que Bernal no es un escritor olvidado, y que el hecho de que sea frecuentado sólo por El Complot, no es grave. “El sueño de todo autor es escribir una obra maestra y Bernal lo consiguió. ¿Qué sería de Cervantes sin Don Quijote?”
Destaca que El complot mongol es una obra de gran finura “y en efecto, ha borrado el resto de la obra de Rafael Bernal; pero no es un accidente, es una obra clásica, maestra, y un laboratorio para aprender”.
Rodríguez afirma que hoy en día el autor de otras obras como Memorias de Santiago Oxtotilpán, Caribal. El infierno verde y Gente de mar, está siendo revalorado y que algunas de sus obras han sido reeditadas; ahí están El gran océano -publicada hace unos días por el FCE, 20 años después de la primera edición-, y los trabajos de Vicente Francisco Torres, dedicados a la rehabilitación literaria de Bernal.
En reciprocidad, Idalia Villarreal, heredera y viuda, donó el acervo personal de Bernal -constituido por unos 600 volumenes- a la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia.
Los temas de su literatura
Por la calidad de su trabajo, Bernal debería estar entre los escritores mexicanos más reconocidos, porque su obra es una de las más completas del siglo pasado, su producción es de vanguardia y se debate entre el reconocimiento y el olvido.
Juan José Rodríguez dice que como sus temas fueron la provincia algunos críticos lo vieron de soslayo, en ese tiempo, como sucedió con Ramón Rubín y muchos otros autores similares. “No olvidemos que uno de sus libros está dedicado al martirio del Padre Pro y su primer libro, en este caso de poemas, se titulaba Federico Reyes, el cristero.
Rodríguez afirma también que Bernal tiene novelas valiosas. “A mí me gusta mucho Gente de mar, que si bien no me parece bien resuelta, aporta elementos de realismo muy interesantes a la literatura marina. Tenemos a un grupo de náufragos en una isla que están dedicados a reparar un barco... Son detalles que casi no han tocado otros escritores de la aventura marina y Bernal los manejó con maestría”.
Francisco Vicente Torres, por su parte, asegura que en la obra de Rafael Bernal hay cinco obsesiones capitales: la narración policiaca, el cristianismo, la selva como un espacio corruptor, el mar con sus habitantes y el fracaso de la Revolución convertida en gobierno y todo ello lo lleva a señalar que “Bernal es un autor consumado pero olvidado”.
Afirma Torres: “Estoy seguro que la obra de Bernal crecerá con el tiempo, tal como sucede con la obra de Francisco Tario. Cuando la gente lea sus escritos sobre el mar, los piratas, la guerra cristera y la selva hará juicios más equilibrados y el autor ocupará el lugar que le pertenece”.
A pesar de que su obra ha sido estudiada por Vicente Francisco Torres, Alfonso de María y Campos, Eduardo Antonio Parra y Francisco Prieto; que ha sido objeto de estudio de tesis universitarias como Pesquisa biobibliográfica de Rafael Bernal de Mauricio Bravo Correa en la UNAM; su obra cumbre y multicitada es El complot mongol que fue llevada al cine por el director Antonio Eceiza en 1978 y fue adaptada a versión de cómic en 2000, en un proyecto que quedó inconcluso, por desgracia.
A 40 años de su muerte, Rafael Bernal sigue oculto detrás del éxito de una sola de sus obras, pero cultivó todos los géneros literarios. Élmer Mendoza dice que sería correcto que más mexicanos lo leyeran y que deberíamos hacerle un homenaje, “es un autor al que no se puede olvidar. Filiberto García -protagonista de El complot- es un detective poderoso. Vicente Francisco Torres concluye enfático: “estoy seguro que la obra de Bernal crecerá con el tiempo”.