martes, 24 de julio de 2018

La China Mendoza, María Luisa: La O por lo redondo

22/Julio/2018
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Con él, conmigo, con nosotros tres es el inicio de la literatura de 1968. María Luisa Mendoza fue la primera en hablar de la masacre del 2 de octubre en esa excelente novela y nadie parece recordarlo. Marcela del Río, sobrina de don Alfonso Reyes, es otra autora del ’68 que hemos olvidado. Los líderes estudiantiles escogieron el periódico El Día para publicar sus manifiestos y María Luisa Mendoza habló incontables veces del Movimiento en su columna “La O por lo redondo”. Fundadora y gran colaboradora del periódico El Día, en un momento dado dirigió al suplemento cultural El Gallo Ilustrado e hizo una columna muy celebrada: “El buen llantar”.
Quise mucho a la China Mendoza. Se parecía a Jesusa Rodríguez en sus reivindicaciones, sus gritos, su inventiva y su capacidad de imponerse con su ingenio y su seducción. La conocí en un departamento pequeño con vista al Paseo de la Reforma, casada con Eduardo Deschamps, de Excélsior. El lujo de la pareja era un sillón rojo de alto respaldo: “Ahí hacemos el amor”, me lo señaló la China. Alberto Gironella y “Bambi” (Ana Cecilia Treviño) la festejaban y la China empezó a vestirse con trajes Chanel que cortaba y cosía “Bambi” con muchos botones y galones de general. Monsiváis y Sergio Pitol visitaban a “la Mendoza”. Crítica de teatro, la China Mendoza cubrió toda una época con su ingenio, su barroquismo y su creatividad. Su columna “La O por lo redondo” era lo primero que leíamos en El Día en aquel ’68 y sus editoriales al lado de los de José Alvarado y Francisco Martínez de la Vega fueron el sostén del Movimiento Estudiantil.
Enamorada del presidente chileno Salvador Allende, lo siguió durante todo su periplo en México al lado del entonces presidente Luis Echeverría Álvarez. También viajó a Chile, invitada por Salvador Allende, e hizo sobre él un documental: Compañero presidente.
Enamorada de su lugar de nacimiento, Guanajuato, le fue leal a su barroquismo, a sus calles empinadas, a la Presa de la Bulla, la casa de Diego Rivera y la iglesia de Nuestra Señora de Guanajuato. Nunca dejó de ponderar a su estado, por el cual resultó diputada a mucha honra, porque su padre también lo había sido.
Joaquín Mortiz publicó sus tres novelas: Con él, conmigo, con nosotros tres, De Ausencia El perro de la escribana, que innovaron con su peculiar talento una forma del lenguaje que le surgía de las entrañas. Con su voz reclamadora y sonora, solía gritarle desde la calle a Joaquín Diez Canedo, antes de subir la escalera de la editorial Joaquín Mortiz: “¡Joaquín, te amoooooo!”, los vecinos salían a ver qué diablos podía estar pasando y Joaquín se escondía tras su sillón catedralicio para luego advertirle con su pipa todavía en la boca: “China, por favor no hagas eso. ¿No te has dado cuenta de que soy tímido?”
La China se quejaba con él: “Nadie me quiere, nadie me publica, nadie me paga, nadie me pela. Nadie me mira, le hacen caso a Zutanita que es una tarada, imbécil. Ayer, en la exposición de Cuevas, Fulanito se hizo el que no me conocía… ¿Tú crees? Todos me olvidan. No me mencionan, no me invitan, no me incluyen en las antologías, no existo… Me va tan mal como a Elena Garro. Oye Joaquín, vamos a tomarnos un tequilita…”
-China, son las once de la mañana…
Gran compañera de viaje, de conferencias y exposiciones de Sergio Pitol y de Carlos Monsiváis, se separó de ellos al acercarse al entonces presidente de la República Luis Echeverría Álvarez.
Héctor Azar, Gabriel García Márquez y el arquitecto Manolo Larrosa, a quienes ella consideraba sus hermanos, murieron antes que ella no sin reconocer su talento, su ingenio, su originalidad, su capacidad amatoria y su Volkswagen. Inventó palabras como “gentedad” y otras muchas memorables. Escucharla fue un privilegio, el estallido de infinitas luces de Bengala, ocurrencias que enriquecían el lenguaje y hacían felices a sus oyentes. Alberto Gironella y Carmen Parra la adoraron y la Chinaconservó en los muros de su casa en la calle de Sabino obras de Pedro y Rafael Coronel, Cuevas, Corzas y Parra, así como iconos y santos traídos de París, Varsovia, Barcelona, Madrid, porque hasta San Petersburgo conoció, siempre a la búsqueda del tiempo perdido de Proust. Su casa revelaba su personalidad avasalladora, sus conocimientos de pintura y literatura, sin olvidar el teatro del que fue crítica y puntal en un momento de su vida. Las dos amamos a los perros y ella me llevó a un psicoanálisis de grupo con un médico que usaba un horrible traje rojo vino, Jaime Cardeña (a mí el que me gustaba era Ramón Parres), quien me corrió porque yo no soltaba la sopa y sólo recortaba al prójimo y de paso también a él.
Ahora ya todo eso se lo llevó el viento y pienso en la China volando en el cielo, cometa de papel de china, a quién pronto iré a alcanzar para planear las dos envueltas en periódicos invisibles, acompañadas por el sonido hoy también inaudible de un batallón de aguerridas máquinas Remington de las que ya nadie tiene el menor recuerdo.

La China Mendoza: Ausencia Bautista soy yo

22/Julio/2018
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Hacia fines de la década del ochenta y hasta mediados de los noventa, busqué y entrevisté a los escritores mexicanos cuya literatura me interesaba o había despertado en mí alguna seducción. Fue así como conversé con varios de ellos, y este fue el caso de María Luisa la China Mendoza, cuya novela De ausencia (1974) me parece notable. No la traté muchas veces, pero coincidimos en varias actividades literarias. En una de las últimas compartimos mesa, en la Sala Manuel m. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en julio de 2012, durante la presentación del libro Nahui Ollin: Sin principio ni fin, de Patricia Rosas Lopátegui, con la autora y con Beatriz Espejo, Silvia Molina y Nadia Ugalde. María Luisa Mendoza murió el 29 de junio de 2018. Rescato esta entrevista que realizamos en mayo de 1990, con motivo de sus sesenta años de edad.

Al recordar su infancia, se define como voraz devoradora de libros, en lo cual mucho tuvo que ver la debilidad de su organismo. “Fui una niña enfermiza –dice–, siempre estuve en cama, tuve todo el inventario de las enfermedades infantiles y ello provocó en mí a la ávida lectora, lo mismo que debió provocar a la escritora. En mi infancia, mientras mis primos jugaban al sol y se metían al mar o al lago, yo leía; porque estaba encerrada, maniatada por alguna enfermedad que podía ser tos ferina, rubeola, anginas, tifoidea, eczema nervioso, reuma, en fin una de tantas enfermedades que hicieron nacer en mí la vocación de lectora y escritora”.
Es María Luisa Mendoza, a quien sus amigos del medio literario conocen como la China; autora de tres novelas significativas en nuestras letras, la segunda de las cuales es, sin duda alguna, su obra más destacada: Con él, conmigo, con nosotros tres (1971), De ausencia (1974) y El perro de la escribana(1980). Ha publicado también un libro de cuentos: Ojos de papel volando (1985) y dos volúmenes de ensayos: La O por lo redondo (1971) y Las cosas (1976). En 1989 apareció un tomo que recoge una parte sustancial de su obra periodística: Trompo a la uña.
Guanajuatense (nacida el 17 de mayo de 1930), María Luisa Mendoza ejerció el periodismo muchos años, sin descuidar su vocación de narradora. Con un estilo inconfundible paladea las palabras, las arracima y luego las va desgranando en la página para llegar a donde desea. Huye de la línea recta; prefiere el camino oblicuo. A propósito de esta actitud, el crítico estadunidense John s. Brushwood ha escrito: “El lenguaje de María Luisa Mendoza trastoca la realidad con sus largas oraciones, con varias reflexiones intercaladas, con sus juegos de palabras y su ritmo coloquial que genera un efecto de canto sin fin, su proustianismo popularizado”.
Con voz segura y por momentos enfáticamente disgustada por el trato que, a decir de ella, le han dado los grupos intelectuales de México, María Luisa Mendoza les reclama y les advierte: “Es increíble la misoginia que hay en México. A las escritoras nos ningunean; desde luego ya no nos pueden evadir o ignorar, pero sí ningunear. Yo soy una gran ninguneada de la literatura de mi patria y a veces mis más íntimos amigos me ningunean. Pero no me importa, porque no soy monedita de oro, pero sí voy a ser muertita de oro, porque cuando yo me pele, mi obra será validada cuando toda la runfla de mafiosos desaparezca de la faz de mi tierra, de la faz de mi país.”

La pasión por escribir

¿Cómo se inició en la literatura?
–Escribiendo mis diarios; los prodigiosos, llevados y traídos, cursilones, diarios. Un diario es siempre cursi, pero escrito por una mujer es aún más cursi. Sin embargo, cuando releo esos diarios, avergonzadísima de la cursilería espeluznante de toda mi adolescencia, veo que hay en lo profundo de toda aquella hojarasca la pasión por escribir. Los diarios son deleznables, nada de ellos es recuperable, salvo el ejercicio mismo de la escritura. Por otra parte, yo aprendí a escribir leyendo. Si no se lee no se puede escribir, es inútil.
¿Qué es para usted la literatura?
–Es mi geografía real, el mapa de mi destino, donde me desenvuelvo mejor que en otro lugar; porque allí no envejezco, no carezco de belleza, soy un ser feliz. La literatura es el universo de la imaginación. A mí no me importa estar sola, no ir a un viaje o no recibir una presea, pero sí me importa carecer de un libro o perder la vista. Dejar de ver es terrible, pero dejar de leer es peor; mejor es morirse. (Hace cinco años yo estuve a punto de perder la vista y fue algo realmente angustiante.)
¿Dentro de qué generación literaria se inscribe?
–Formo parte de la generación del ’30. Y tengo tanta importancia como escritora en esta generación, como las moneditas de oro que se echan los críticos al aire para ver si sale águila o sol. Yo soy un águila o un sol y les aseguro que siempre estaré presente aunque los críticos no me nombren.
¿De qué escritores se siente deudora?
–De Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, que fue la gran revelación de mi vida literaria urbana. De Marcel Proust, quien junto con Carpentier es mi punto de apoyo literario, y de muchos otros aventadores de oro, del oro de las palabras perfectas: Virginia Woolf, Thomas Mann, Henry James, Scott Fitzgerald, Simone de Beauvoir, Georges Simenon y, desde luego, Cervantes y Pérez Galdós. También del teatro de O’Neill y García Larca. Y entre mis preferencias poéticas están Gorostiza y Sabines.
¿Qué tanto cree en la disciplina y qué tanto en la inspiración?
–Creo que son más importantes el método y la disciplina que la inspiración, aunque la pobre inspiración está tan desprestigiada que hay que defenderla de nuestros antirrománticos y cursilones contemporáneos que la consideran como una tomadura de pelo. La inspiración existe, no es un acto de fe, existe, pero no puede llegar al escritor que no está ejercitándose en una técnica y en un plan preconcebido. Sin esto último sencillamente no se puede hacer literatura. Hay que tener entrega y escribir todos los días. Los escritores de fines de semana no existen. Yo he mermado mi literatura pretendiendo escribir nada más los fines de semana. El sueño de mi vida sería dejar todo y nada más escribir. Admiro mucho a los escritores como Gabriel García Márquez que escriben a diario. En una ocasión él me dijo: “Si no sientes la necesidad de escribir todos los días, no eres escritor.”
¿Cuál es su relación con las palabras?
–En mi literatura jamás voy directamente a las cosas, voy bogando en un mar revuelto para poder llegar al punto. Esto también lo he tenido que domar. A veces no quisiera barroquear tanto. En mi literatura las palabras pesan y cuelgan mucho de las ramas. En mis últimos libros me he exigido no ser tan glotona y atascada en el paladeo de las palabras. Me he puesto a dieta de palabras. Con todo, este paladeo refleja la recuperación de una sensualidad que en mí es evidente. Lo que nunca podré es escribir como Voltaire o como Ramón Xirau, que es mi ideal en severidad.

La literatura femenina no existe

¿Cuál es su libro más satisfactorio?
–De ausencia. Ese es mi amor. Es la novela que escribí con más gusto y con más plenitud. Puse en la protagonista todo cuanto yo hubiese querido ser. Ausencia vivió un tiempo que a mí me hubiera gustado vivir: el final del siglo pasado y el principio de este.
¿De dónde tomó las características de Ausencia Bautista?
–Todos los escritores tomamos a nuestros personajes de nosotros mismos: de lo que quisimos ser o de lo que quisiéramos llegar a ser. Desde luego, también de la observación de personajes reales. Yo no me juzgo Proust ni mucho menos, pero en mi pequeñísima circunstancia hay una recuperación de la historia. Ausencia Bautista surge de la recreación, de un caso real de una mujer que, junto con su amante, mata a un inglés. Esta crónica se halla en un libro del padre Marmolejo y corresponde a un hecho de fines del siglo pasado. En un principio, la idea fundamental era el crimen, el hecho de sangre, pero al final de mi novela quedó tan sólo como un episodio más. En De ausencia ni siquiera se sabe a ciencia cierta si ese crimen se realiza, y esa es la duda que yo quise dejar en el lector. Desde luego, y parafraseando a Flaubert, Ausencia Bautista soy yo. Claro que sí.
¿Existe la literatura femenina?
–No, existe la literatura escrita por mujeres, que es distinto. Y es muy buena literatura. En el medio literario mexicano hay graves omisiones. Por ejemplo, dos mujeres de las que nunca se habla son Martha Robles, muy buena novelista e investigadora universitaria, y Marcela del Río, que es una dramaturga muy respetable y una novelista de muy buena factura. Jamás se habla de ellas. Se empieza a hablar de Ethel Krauze, que también solía omitirse. Desde luego, estas omisiones no son privativas para con las mujeres. Ahí está el caso de ese grandísimo escritor que es Ricardo Garibay, del que muy poco se habla. En los resúmenes de fin de año, que sin falta se hacen en las páginas culturales de los diarios, se omite. ¿Cómo es posible? Entre estas omisiones agrégueme a mí, porque mi precioso nombre, castellanísimo, no lo registran por lo visto.
¿A qué escritores mexicanos admira?
–A Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jaime Sabines, José Gorostiza, Miguel Guardia y su poesía íntima y cerrada y de la que tampoco nadie habla, Margarita Michelena, Vicente Leñero y Ricardo Garibay que, como ya dije, me deslumbra.
¿Qué es lo que más admira en un escritor?
–En primer lugar el hecho de que pueda dejar la pompa y la carne de este mundo para escribir con asiduidad. Desde luego, la palabra y el estilo. Por eso adoro a Sabines, porque me devuelve una palabra prístina, tremendamente sensual y con una alegría y una libertad extraordinarias, además de una formidable carencia de esnobismo. Creo que lo que más admiro en un escritor es la vocación, la disciplina y el estilo, junto con la palabra. Por eso sor Juana Inés de la Cruz es otro de los personajes de mi vida; adoro a sor Juana, porque también fue una escritora con las palabras preñadas: todos los hijos que no tuvo están en cada una de las sus palabras. Además, vamos a ver quién duda de su inteligencia.
¿Y qué me dice de Rosario Castellanos?
Ella tuvo todo eso de lo que le estoy hablando: vocación, fidelidad a la escritura, disciplina. Ahí está su gran obra. Como poeta me parece formidable y me gusta mucho como novelista. Hay quienes la ven como perdonándole la vida por sus novelas. Pero Balún Canán es una gran novela. En general, toda la obra de Rosario Castellanos es magnífica, como lo es también la de Elena Garro, en quien igualmente hay una espléndida vocación.

La ingratitud de la crítica en México

¿Cuál es su relación con el poder?
–Muy cercana, muy plena. Yo vengo de una familia política. Mi padre era un político bastante sobresaliente, y me refiero a su brillantez y a su honradez, a su honestidad intachable. Yo crecí entre políticos, y cuando tuve la posibilidad de una actividad política protagónica la ejercí. Me gusta mucho la política en sí. Lo que me cansa es la batalla dentro de la política, ese intríngulis en el cual yo no entro y que tiene que ver con la adulación y el sobajamiento de dignidades.
¿Cuál es su opinión de la crítica literaria mexicana?
–La crítica literaria en México es muy ingrata, muy poco generosa, muy atada a las convenciones de los papados ya sea del Kremlin o del Vaticano o, en fin, de los símbolos que usted quiera de un poder circular. Los críticos mexicanos están metidos en su propia y pequeña visión y no quieren salir de ella porque les da miedo estar fuera del rebaño. Cometen adulación o estragos en el honor de los escritores. A los que no formamos parte de ese cogollo poderoso sencillamente nos silencian. Como verá, no tengo buena opinión de la crítica literaria mexicana, si es que se le puede llamar así.
¿El problema, entonces, son los grupos literarios?
–Es lo mismo. Los grupos literarios son pedantes, racistas, interesados. No es un edén tratarlos. A mí, quizás, lo que me falta es pedantería y vanidad.
¿Le preocupa la vejez?
–Sí, profundamente. La rechazo, me asusta mucho lo que habrá de ser esa carencia de eficacia, de cuerpo rápido, de movimientos inmediatos, de pensamientos ágiles, de posibilidades amorosas, en fin, de futuro. Lo contrario, precisamente, que mueve a la juventud: tener un futuro, saber que mañana todavía hay tiempo. La carencia de tiempo es lo que más me asusta de la vejez. Claro que es preferible llegar primero a la vejez que a la muerte.
De no ser escritora, ¿qué le hubiese gustado ser?
–Escritora, nada más. O sí, tal vez me hubiese gustado ser guapa. No es cierto, es mentira; sólo escritora. Eso sí, me hubiera gustado ser escritora de éxito

María Luisa La China Mendoza (1930-2018): historias de liberación y desencanto

22/Julio/2018
Jornada Semanal
José María Espinasa

En los primeros años setenta del siglo pasado, una periodista de talento, que había llamado la atención, irrumpe en el panorama de la novela con una sensibilidad a flor de piel, más cercana a la poesía que a la narrativa, y con un lirismo menos asfixiado que el que habían puesto sobre la mesa Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila e Inés Arredondo. Si las mencionadas habían abrevado ampliamente en la veta abierta por Katherine Mansfield en el cuento, Mendoza ha leído con atención a Marcel Proust y a Virginia Woolf, y toma de los poetas sus claves para encontrar el tono –Gorostiza, Sabines, sor Juana– y además desplaza el peso del entorno familiar y lo centra en sus protagonistas femeninas, claramente trasuntos de un yo personal, y en su relación con la familia y el terruño, de una manera muy distinta de la de Jorge Ibargüengoitia, ambos oriundos de Guanajuato.
Su primera novela, Con él, conmigo, con nosotros tres (1972), tomado de José Gorostiza, plantea de otra manera una idea de la convivencia en esa santísima trinidad con algo de profano, y como había hecho Elena Poniatowska con Lilus Kikus y Hasta no verte Jesús mío, abre el cerrado y enrarecido universo que parecía ser el ámbito femenino, y como en ella, aunque de manera muy distinta, Mendoza se interesa en el contexto político. Y en la novela, la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas se volverá una especie de leitmotiv de la narración, una especie de monólogo interior en el que se avanza y se avanza sin aparentemente moverse del lugar o, mejor dicho, del momento pesadillesco en que se desata la represión, pero todo interiorizado, sin ninguna intención épica o heroica.
Así, esta autora despliega los temas y registros que narradoras como Arredondo y Dávila plantean, pero les da un ritmo diferente, heredero de algunos pasajes de Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, y emparentado con el tono vertiginoso de Andamos huyendo Lola. Se trata, el conjunto de los tres libros –Con él, conmigo, con nosotros tres, De ausencia, El perro de la escribana– de una extraordinaria trilogía en la que el sentimiento femenino asfixiado en la mojigatería y los sobreentendidos de la provincia respetable, las convenciones de una burguesía que le confiere un lugar más que secundario extraño a la mujer y a su sexualidad. La más lograda –De ausencia– se centra en un solo personaje que está poseída más que por el amor por el deseo sexual y en el que la muerte irrumpe como un elemento que cierra el dilema. En realidad el tema, en cierta manera, de las tres novelas, es el envejecimiento de la mujer como un infierno al que la condena ese deseo, porque no se trata de la irrupción de la enfermedad sino del deterioro de la belleza, como si la ventaja que tuviera una mujer fea o envejecida fuera no sentir de la misma manera ese paso del tiempo.
La narradora usa la atmósfera acumulada en la ciudad de su infancia y juventud, los rumores, los dimes y diretes, las leyendas, la relación con los objetos –telas, muebles, casas– y las costumbres casi vueltas liturgia de la vida diaria. Pero así como el cuerpo se vacía de sentido al envejecer, esa misma sociedad pierde su estructura interna y se derrumba. El contexto es el mismo, por ejemplo, de las novelas de Ibargüengoitia, la mirada está teñida de un cínico escepticismo que les da su tono de aguafuerte. En cambio, en María Luisa Mendoza hay, sin duda, un cariño y una ternura por ese “terruño”, pero eso no hace menos cruel la mirada. La diferencia estriba en que se trata de una mirada femenina asumida por ella y no del humor quirúrgico del autor de Las muertas. Por eso también los estilos son tan distintos –la frase corta y sintética en él, la de ella sinuosa y proliferante, como si nunca fuera a acabar, con una libertada rítmica asombrosa y con una arquitectura casi imperceptible, frente a la muy evidente de su coterráneo.
Hay que aclarar que las novelas son claramente diferentes en su tramado anecdótico, pero que su tono y ritmo es muy similar. En Con él, conmigo, con nosotros tres el disparador es la matanza en Tlatelolco, pero de allí se proyectan vectores al pasado dejando el hecho histórico como un horizonte o como un ancla que impide que se pierda el contacto con la realidad. O como un lastre para el zepelín que sirve de disparador para su segunda novela, De ausencia, en la que el cambio más importante es la acentuación del desencanto en el destino prometido. La muchacha de provincia adquiere un cinismo que era hasta hace poco imaginable que no fuera constitutivo al medio y a ella misma en su origen.
La narrativa escrita por mujeres se construyó en esas anécdotas tópicas que encontraron su verdadera dimensión en el tratamiento literario. Mendoza le otorga un cierto lirismo y digamos que sitúa el punto de vista narrativo y el tono que de él se desprende un poco antes, en el tránsito de la niñez a la juventud. La ronda de amigas, la familia, el impulso amoroso, están menos construidos y eso le permite desatar su lirismo. Otra vez el ’68 es visto como un juego de niños, una travesura, que es castigada de manera excesiva por el padre autoritario. Por eso la prosa toma a veces un tono de canción infantil en la repetición de palabras, tiene el juego como horizonte, la seguridad de un mundo intocable por el mal que, sin embargo, es el blanco de esa oscuridad que lo hace posible: lo crea para malversarlo. La ausencia de hijos en la vida de la autora se refleja en una angustia central en sus novelas.
De hecho, las dos últimas –De ausencia y El perro de la escribana– serán como una variación de esta primera formando una trilogía realmente fascinante de una de las apuestas más personales de nuestra narrativa. A pesar de que fueron bien recibidas por los lectores, en la obra de esta escritora perjudicó su militancia política en el pri –fue diputada federal por Guanajuato en la liii legislatura, 1985-1988– y poco a poco fue dejando de escribir (o al menos de publicar sus textos), limitándose a algunos cuentos y a antologías diversas de sus escritos.
La lucha contra el tiempo es una guerra perdida como lo es contra la muerte –y hay que diferenciar una de otra, son dos luchas distintas–, pero la manera en que se manifiesta –la vejez– la hace terrible y desoladora. Los personajes de sus novelas parecen empezar a ser viejas apenas acaban de ser niñas. La juventud ya es un proceso de deterioro. Por eso De ausencia puede tener mil historias que se reducen a una: envejecer. Y sus amantes –el árabe, el minero– son excusas en que se manifiesta ese envejecimiento. Y todo envejecimiento es tan doloroso porque tiene sobre todo futuro: siempre se puede envejecer más. Por eso, la muerte en todo caso resulta un alivio. Y si llevamos esto hasta el extremo: las mujeres nacen viejas por esa misma condición social que les impone la extrañeza. Por eso la literatura mexicana, que había reconocido en años anteriores la condición de otredad del indio, del rebelde, del revolucionario, del religioso incluso, se encuentra con una otredad doble: la de la mujer, más radical y en cierta manera inexpresable en el lenguaje de los hombres. De allí la distancia que tienen no sólo con la narrativa anterior sino incluso con la de sus propios contemporáneos (pongo un ejemplo: en Juan García Ponce, la mujer es siempre joven, incluso cuando envejece).
En Mendoza, la familia, por ejemplo, es contexto y horizonte, pero pasa a segundo plano, no es un asunto central, mientras que el deseo sí. En eso se diferencia de Luisa Josefina Hernández. Incluso no representa algo que hay que proteger, la considera ya perdida, incluso aunque sus personajes hablen o añoren los hijos, la descendencia. La institución social, religiosa, moral e ideológica que representa la familia en sus novelas ya no tiene una presencia conflictiva y no adquiere su destrucción o derrumbe ningún rasgo trágico.
Mendoza abre una vía que después tendrá sus secuelas en narraciones tan distintas como Arráncame la vida Como agua para chocolate al dar carta de identidad a ese monólogo de conciencia que, sin embargo, suma muchas voces diferentes gracias a la identificación con lo femenino arquetípico, y que tampoco tiene conciencia de sí mismo sino que es un torrente aleatorio, a veces casi surrealista, y con dejos psicoanalíticos, dispuesto al arrebato. De allí que pueda pasar de la ronda infantil al bolero y de allí a la poesía de sor Juana, sin miedo a las cursilerías.
En sus narraciones se ve claramente el dilema entre el arrebato de la intensidad y el dolor del silenciamiento de los impulsos. En esa encrucijada conquista su tono y a la vez accede a la novela (los cuentos de esta autora son piezas bastante menores) y a la mudez. Después de El perro de la escribana, Mendoza guarda un silencio que ha sido poco atendido. ¿Percibió que su tono se agotaba en la repetición de claves nostálgicas y recursos líricos o la angustia la enmudeció? Es probable que el mismo ejercicio de liberación que significó su uso del monólogo interior le limitara los registros. El paso, entre las escritoras mujeres, del cuento, que les cuadró también en un período –Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Elena Garro, Inés Arredondo–, a la novela no fue fácil: el dique lo rompe Los recuerdos del porvenir por su calidad, pero ya antes Luisa Josefina Hernández, y una autora de la generación anterior (Ana Mairena) habían propuesto una nueva sensibilidad narrativa. Mientras la novela de la Revolución desemboca en una dirección en la novela urbana –La región más transparente(Fuentes), Los errores (Revueltas), José Trigo (Del Paso)– en otra lo hace en Los recuerdos del porvenirBalún Canán.
Mendoza se sitúa equidistante de esas corrientes apelando únicamente al universo interior femenino que se manifiesta, sí, en un contexto, pero que va más allá. En palabras de Guadalupe Dueñas, algunas de estas escritoras configuran lo que ella llamó “las viudas de López Velarde”. Y en efecto, Mendoza pertenece a esa línea: la mirada sobre Genoveva o sobre Fuensanta ya no es la de sus admiradores sino que son ellas mismas las que se describen. Ausencia es un personaje arquetípico y su vivencia más que descrita es encarnada en palabras y ritmos. Como el zacatecano, la China presta oído al habla de la calle, a las consejas del vecindario, a los tiempos de las casas señoriales de esos pueblos mineros –San Luis Potosí, Zacatecas, Guanajuato– que conforman un microcosmos diferenciado.
Lo que en los cuentos es veladura, en estas novelas es ya puesto a la luz. Insisto en que esto provoca a la vez una liberación y una angustia, sentimientos simultáneos en que al menos en Mendoza provocan un silencio posterior (ella dijo en diversas ocasiones que se encontraba trabajando sobre otras novelas, incluso señaló que una de ellas es sobre el exilio español en nuestro país, pero es probable que se tratara de otra manifestación de lo que se podría llamar el síndrome de Rulfo con “La cordillera”). Así, Mendoza es heredera más bien de La suave patria que de los poemas de Zozobra. De hecho, hay una voluntad paródica en su retrato social que recuerda el tono de la “gota categórica” o de las “campanadas como centavos”. Incluso en cierto momento su manera de adjetivar y su sintaxis se vuelcan sobre una libertad que resulta más precisa e intensa que el vocablo aceptado

domingo, 8 de julio de 2018

Alí Chumacero: la construcción de un monumento

8/Julio/2018
Confabulario
José Homero

Para Dionicio Morales los contrarios son preponderantes en la poesía de Alí Chumacero. La pareja que destaca es la del mar y el desierto, además del amor y la ruina, o del monumento que crea el amor y la ruina que impone el tiempo. En el estudio introductorio a la antología Amor entre ruinas1, que efectúa un corte a partir de la temática amorosa, amén de fechar poemas, procedencias y procedimientos, explora la semántica del concepto y postula una posible lectura de esta poesía tan elusiva y en sus resonancias compleja. El linaje bíblico sería una de sus peculiaridades. Quien ha nutrido su voz con las melifluas carnes del dátil sabe que arena y agua son tan consustanciales como instante y eternidad, como fertilidad y esterilidad. Aunque ciertamente en este cuerpo textual abundan las menciones a los orbes inversos del océano y el desierto, a la espuma y al polvo, no lo es menos que dicha correspondencia propone una concepción que acaso podríamos ceñir enunciados como fertilidad y esterilidad.


Una criba de estos poemas, distribuidos en tres escuetos volúmenes: Páramo de sueños, 1944; Imágenes desterradas, 1948; y Palabras en reposo, 1956, ofrecería un abanico de imágenes signadas por la oposición. Los amantes y el amor conocen una ensoñación marítima; el amor es espuma y del encuentro amoroso surge una floración. Poeta de símbolos e imágenes arraigadas en la tradición, cuyo uso en varios momentos recuerda al utensilio del epíteto, Chumacero vincula al erotismo con la fecundación. El atributo acuático prohija vergeles, los cuales cifra la rosa, símbolo decisivo dentro de este sistema textual. Lo contrario, el tiempo del presente en que se remonta el cauce del tiempo, entendido como una dimensión, es desierto, páramo, naufragio. Y acaso por ello, si bien uno de los poemas más celebrados, “Amor entre ruinas”, precisa los derroteros del amor en nuestra cotidianidad, no menos cierto es que el romántico –en el sentido del término oriundo: trascendentalismo a partir del amor– “Poema de amorosa raíz” se antoja insoslayable complemento. Reminiscente de la filosofía de Empédocles, enfatiza el amor como fuerza genésica confrontada con la esterilidad y la no-creación; un fundamento que antecede al origen del cosmos mismo.


Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.


Ecos del páramo

Un verso resume con precisión los polos entre los que se desarrolla la poesía de Chumacero; “Igual que rosa o roca”, del poema “Vencidos”. Sería oportuno asentar la importancia de la rosa y la roca para comprender las dualidades que urden este imaginario. Para Ramón Xirau, roca y rosa revisten la discrepancia entre instante y eternidad, entre fluidez y petrificación temporal; un aspecto que consiento existe aunque no constituye, desde mi perspectiva, la oposición fundamental. Rosa y roca entrañan a la vida y la muerte. El parentesco fónico entre esos dos símbolos privilegiados, la flor (rosa), la terrenidad (roca), nos guía precisamente al jardín central de esta construcción. Jacobo Sefamí, que la ha estudiado con prolija inteligencia, ha dicho: “la dualidad muerte fugaz-muerte perenne rige casi toda la obra poética de Chumacero. De la rosa o de la roca parte toda recreación del mundo.”


Amor y desamor se revisten con los atributos agrarios de la fertilidad y la esterilidad que encarnan en rosa y roca, mar y desierto. Otro duplo atendería las oposiciones verbales y sobre todo la dinámica del ascenso-descenso, observada por Evelyn Picón-Garfield. Aunque de acuerdo a José María Espinasa, dicha pareja también sustentaría una pesquisa fenomenológica sobre el acto de ver y la ceguera. La pertinencia de estos análisis, me parece, radica en que además de corroborar la impresión de que todo asedio a la obra Chumacero precisa de un diseño binario, encausa nuestra atención hacia los acontecimientos, los actos que ocurren entre ese limbo que configuran los opuestos.


Marco Antonio Campos, recurriendo a una equivalencia del gusto popular, llama a la poesía de Chumacero “crepuscular”. Calificativo justo con la condición de que recuperemos la noción de crepúsculo. ¿Entre qué momentos sucede?, ¿cuáles son los periodos que separa? Si he apuntado que más que los límites importa la superficie que estos delimitan, cabría entonces recorrer esta configuración para señalar los cauces. Cabe sorprendernos de que una escritura tan declaradamente terrena, consciente de que todo conocimiento procede de los sentidos, parezca escenificarse en un escenario abstracto que no vacilo en comparar con el espacio analítico de la imaginación ilustrada. Esa suerte de campana neumática, que a decir de Vicente Quirarte preside la obra de Contemporáneos, determina no pocos de los poemas de Chumacero. Sea el espacio donde cae la rosa aporística o donde se erige la estatua, sean esos sitios aislados de la ciudad que son los jardines o las ínsulas del deseo que constituyen hoteles, posadas y mesones, esta virtualidad acontece entre dos periodos y por ello pareciera escrita desde un altozano o bien desde el limbo; siempre desde una ausencia. Una cesura que permite observar el tiempo pasado y columbrar el venidero. Sólo que en una visión tan desolada, el día por venir ya está aquí: es la caída y por ende su correspondiente campo es desértico. El páramo, eco de la tierra baldía: “un alto simulacro de ruinas”.



Comarca ficticia que permite confrontar tiempos y territorios distintos, la poesía de Alí admite una interpretación sustenta en la dualidad, cara a las lucubraciones mitologizantes de Roger Callois y Mircea Eliade. Una primera y no infiel lectura argüiría que el poeta es un expulsado de la esfera sacra, con la cláusula de que no olvidemos que para este poeta el único dominio consagrado es el cuerpo femenino. Indicada esta particularidad, la rosa del sentido se abre y podemos advertir que en realidad el territorio cargado de significación negativa es la vida entera del hombre nacido de mujer, corto de días y harto de sinsabores. También que será en este ámbito, el lugar de los sentidos, donde se encuentra un sucedáneo, el “mentido paraíso” que la mujer ofrece; ese “simulacro de ruinas”, que ya citamos.


De este modo, los poemas de Alí antes que privilegiar el amor terrenal, recuerdan su imbricación. Sustentan que sólo el erotismo, esa isla que engendran los amantes y que los une con todas las parejas de amantes que la historia registra, nos permite acercarnos a la esencia vital. Durante la regencia del Amor surgen las flores, el mar se agita, las manos ven, los ojos tocan. Fuera de ello, sólo el poema, la recuperación así sea mediante el recuerdo, permite remontarse a ese lugar cargado de valencia positiva donde prevalece sin embargo la convicción de que se trata de un pálido trasunto del paraíso primordial:


Vuela el amor sobre la orilla, salva
tribus, memorias, abre eternidades
para que en ellas el engaño triunfe
y luego, cuando baja la marea
pierde su furia contra airada zona
y la caricia es triste duración.


Relámpago entre eternidades

“Regresaré así a mi origen, descansado ya del viaje, a cumplir la antigua idea de que el hombre es sólo un relámpago entre dos eternidades”. Tales palabras, pronunciadas por Chumacero, durante el homenaje que le rindió la ciudad de Acaponeta el 23 de abril de 1987, remiten curiosamente al verso último de “Cuerpo entre sombras”, uno de los poemas postreros del poeta; y a decir de Morales, una transformación del verso de Carlos Pellicer “en el tiempo entre dos eternidades”. Lo que me interesa aquí es la concepción de la vida, ese “periodo de tiempo durante el cual estamos vivos”, más que como un relámpago, como una ocurrencia. Si he apuntado que los contrarios delimitan un territorio, el cual puede manifestarse como espacial o temporal, nada mejor que la imagen del relámpago para representar la vida.


Una figura vecina con sus rasgos semejantes, como son la brevedad y el aislamiento, es la isla, que en “Responso del peregrino” se convierte en la Isla de Pathmos, metonimia que representa la vida misma, según explicación del propio Chumacero. Si la vida es precisamente un breve lapso, también lo es que se trata de un “valle de lágrimas”, como gusta repetir este escritor magistral, que a decir de Jaime Ramírez Garrido aconseja no rehuir el lugar común. Analizando la imagen de Pathmos, Alí menciona que se trata de la vida plena de infortunio. Para entender cabalmente la alusión deberíamos remitirnos a las explicaciones consecuentes. La tempestad, más que el amor, como quiere Dionicio Morales en su lectura del magistral responso, se transforma en la propia vida. Nada más preciso entonces que relatar isla, tempestad y relámpago. Si la vida permite esta comparación es precisamente por su brevedad y su dureza. De ahí a tejer un admirable tapiz con una historia de tempestad y naufragio apenas si hay un paso. No deberíamos dudar en convertir la crítica en una suerte de narrativa, siguiendo los derroteros por los que se internan los amantes, las huellas de la estatua y completar nuestras observaciones con estampas coloridas.

/Lector instruido en la filosofía moderna, singularmente en las obras de Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y Albert Camus, para Chumacero la existencia acontece entre dos tiempos:


…el denodado/alucinar de quien anhela y sabe
que entre el ardid de la sonrisa todo
sueña y descansa en el navío fúnebre.


Habría que reparar en esta acotación y en las correspondencias que entabla con otro cantor del cuerpo femenino y de la poética del intersticio: Octavio Paz. Si no pocos poemas pacianos postulan la experiencia estética como un suceso entre dos realidades y permiten una lectura a raíz de El ser y el tiempo, las imágenes, más herméticas, menos notorias de Chumacero, coinciden en mostrar no sólo al existir como una ocurrencia sino a todo lo verdaderamente memorable como una germinación entre lindes opuestos. El “Amor entre ruinas” de Chumacero, tan comentado y notorio, verdadera imagen que declara y enuncia el sentido de esta obra, del mismo modo que el relámpago o la isla, sugiere al “Himno entre ruinas” de Paz.


En tanto vivimos en el dominio de la caída, antes que postular una estética metafísica deberíamos fincar una terrena. En apariencia, Chumacero, con su melodía sutil, que él ha explicado en términos musicales remitiendo al impresionismo de Claude Debussy, con su ausencia de color, con sus símbolos y metonimias de sello culterano, es curiosamente uno de nuestros poetas más vivos y sensuales. No sorprende entonces esa aparente paradoja que ha motivado el reparo de críticos y comentaristas: la vida del poeta. No se trata de oponer la jovialidad de su talante a la seriedad de su obra, un truco para el infantil asombro del lector, sino de indicar la secreta coherencia que une al autor con su producción: ambas coinciden en configurar a la existencia como desdichada con efímeros momentos de gracia. Beber, bailar, amar, la alegría preconizada por el Eclesiastés, constituyen esos momentos que Alí encuentra en la vida y asienta en su poesía.


La evocación remite a un acto pasado. Si la existencia está regida por el infortunio y los únicos momentos felices se vinculan al amor, el papel de la memoria es recuperar sensaciones. Doble infortunio, en tanto la dicha ha huido y la evocación altera los sucesos. Si la poesía condensa la temporalidad –en la interpretación de Xirau–, o bien vuelve a ésta cristalización, según Morales, también es cierto que el procedimiento resulta indisociable no sólo de una concepción del arte sino ante todo del mundo. De idéntica manera en que se desdeña la correspondencia entre biografía y obra que proclaman la terrenidad y la fiesta, así tampoco se advierte que esa consagración del momento que propone es intrínseca a un programa estético de raigambre romántica, a condición que entendamos dicha índole en su dimensión original y no en la versión sentimental. En diversas entrevistas el poeta ha enfatizado su noción del poema como un producto destinado a durar. Si rastreamos sus opiniones críticas encontraremos ese eje, no sólo en sus reflexiones sobre el trabajo poético sino también con relación a otras disciplinas estéticas: danza, pintura, música o escultura. Mientras la vida transcurre y las cosas suceden, el arte se ocupa de la detención del devenir. No habría que olvidar las resonancias heraclíteas de sus principios, como él mismo se ha encargado de indicar. “Responso del peregrino” es para el caso ilustrativo, con su imagen de la alondra pero también palpitan las ideas de Empédocles de Agrigento, quien postulaba un incesante fluir del universo, una alternancia entre Amor y Odio. Tal es la tesis del Responso…: nosotros moriremos pero nuestros hijos, las generaciones siguientes, continuarán el ciclo, esa alternancia entre infortunio y dicha, entre Amor y Odio.

Cristalización, detención del fluir, ¿a dónde nos conduce esto? Espinasa, en su juiciosa y bella exploración de “Los ojos de la estatua”, explica que la estatua es la petrificación de una mirada viva. Por su parte, Xirau advierte la cualidad temporal y el aspecto petrificante (“estructural, arquitectónico, escultórico”, lo llama). Cierto, los poemas remiten a un periodo feliz pero sobre todo convierten en perdurable, en posible de reiterarse, así sea en las distintas voces de los lectores, un momento de otro modo perdido. Y es por ello que surge la posibilidad del amor en un cuerpo distinto.


Lector de Heidegger, a Chumacero no debió escapársele, por un lado, la visión de la poesía como un suceso en el tiempo de los dioses desterrados; por el otro, que el arte, enfrentado a una existencia desprovista de sentido, yergue su solitaria llama como un monumento. Es en este sentido que pienso debe leerse la obra entera de Chumacero: como un monumento, detención de la cualidad temporal de la existencia, memoria y elogio de esa condición mortal; y a la vez, manifestación que nos permite revelarnos como seres verdaderos.


Amor detiene al tiempo
y el tiempo se detiene en su carrera,
convertido en el témpano que al agua inmoviliza


 

Nota: 1. Amor entre ruinas, prólogo y selección de Dionicio Morales, colección Ars Amandi, CNCA/Centro Cultural Tijuana, Gobierno del Estado de Nayarit, 109 pp. México, 1999.

Alí Chumacero, la trágica armonía

8/Julio/2018
Confabulario
Ernesto Lumbreras

El 1 de julio de 1918, después de 13 años de ausencia, el poeta nayarita Amado Nervo, pone pie en territorio nacional. Desde el Puerto de Veracruz envía telegrama al General Cándido Aguilar, ministro de la Secretaría de Relaciones Exteriores, anunciando su arribo a México en la expectativa de recibir en la capital su nueva misión diplomática. Poco días antes de tan relevante acontecimiento, el 9 de julio, nace Alí Chumacero Lora (1918-2010), en Acaponeta, pueblo situado a 120 kilómetros de Tepic. La coincidencia del retorno del más popular de nuestro líricos con el nacimiento de uno de los poetas de mayor complejidad discursiva —y en consecuencia, autor de una selecta y fiel minoría—, proyecta un relevo simbólico de estafetas entre estos dos autores tan lejanos en vida como en obra. No obstante esas diferencias, el lugar del poeta de En voz baja (1909) siempre tuvo un lugar dominante en la biblioteca del escritor de Páramo de sueños (1956) como en sus trabajos y reflexiones de crítica literaria.

En aquel momento, el poeta modernista estaba por cumplir 48 años; nunca recuperado de la pérdida de su “amada inmóvil”, tal vez intuía que el hilo de la vida no le alcanzaba para otro ciclo solar como infelizmente ocurrió en mayo de 1919. En cambio, para el recién nacido, la generosidad de las Parcas habían dotado una madeja de 92 vueltas al astro rey. Siempre orgulloso del paisanaje común, Chumacero no escatimó elogios para la obra de su coterráneo: “Amado Nervo es el intelectual reflexivo, el prosista acertado, el poeta hondísimo, el hombre sereno que nuestra historia literaria reconoce como una figura que, a la lucidez y a la inteligencia, unió la más vehemente pasión por un mundo no siempre acorde con sus deseos.”1 Ahora, cien años después de aquel cruce en la realidad de los mortales de estos dos escritores, el centenario del poeta de Imágenes desterradas (1948) impone una relectura a su rigurosa y breve obra poética como a los territorios de sus otros haceres, fecundos y generosos.


Además del poeta de piezas memorables como “El responso del peregrino” o “Salón de baile”, a Alí Chumacero se le recuerda como extraordinario lector de galeras y tipógrafo excepcional, especialmente, en esa universidad de las letras nacionales que fue el Fondo de Cultura Económica. Fue también amanuense y espeleólogo estelar de la lengua de Cervantes como escritor consuetudinario y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua; maestro socrático y epicúreo de varias generaciones de narradores y poetas en el legendario Centro Mexicano de Escritores; crítico del arte de la reseña y la monografía en la contra reloj del periodismo por varios lustros en Tierra nueva, Letras de México, El hijo pródigo, México en la Cultura de Novedades, La Cultura en México de Siempre!, El Nacional, Revista de la Universidad entre otra publicaciones de la segunda mitad de nuestro siglo XX; personaje carismático, irónico y procaz de la vida literaria y mundana sobre la que ha dejado anécdotas mordaces y chistes con ingenio artístico y jiribilla de carpa que se repiten, aquí y allá, con el efecto estruendoso de la carcajada y del festejo.


Después de cursar sus estudios primarios en su pueblo natal, de leer la invitación al viaje en el tren o en el río que cruzan Acaponeta, su familia decide enviarlo a Guadalajara. Para 1930 se le ve retratado en un grupo del Colegio López Cotilla según la iconografía que reproduce Pastor de la palabra, Alí Chumacero (2004); en ese mismo álbum, aparecen sus credenciales que lo acreditan como miembro de la Federación de Estudiantes de Jalisco, del club recreativo y cultural Amado Nervo y de un programa de descuentos para ver películas en algunos cines de la capital tapatía. La segunda mitad de la década de los treinta está por comenzar y la administración del General Cárdenas, para desconcierto de propios y extraños, empieza a definir su plan de gobierno, polémico y sin precedentes. Justo en esos años de furores políticos, Chumacero conoce y frecuenta a quienes serán sus cómplices y compañeros de letras en las próximas décadas: José Luis Martínez y Jorge González Durán. Al lado del primero, el nayarita pasará un par de semanas en la cárcel municipal acusados de comunistas. No pasará mucho tiempo para que estos “tres alegres compadres” se vayan con su música a otra parte y abandonan la aburrida y decente Perla de Occidente.


“En apariencia, Chumacero, con su melodía sutil, que él ha explicado en términos musicales remitiendo al impresionismo de Claude Debussy, es curiosamente uno de nuestros poetas más vivos y sensuales”. /Jorge Serratos / EL UNIVERSAL

Para junio de 1937, el poeta en ciernes vive en la ciudad de México, en compañía de sus hermanos, gracias al dinero que envía su padre. Habita un cuarto de vecindad de la calle de Costa Rica, en las inmediaciones del barrio de Tepito. Vino a la Capital con el propósito de continuar sus estudios de preparatoria pero, por la avidez de ponerse al día en materia de poesía y poetas, pospone sus anhelos escolares. Se despacha con voracidad y beneficio la Generación del 27, a los poetas de Contemporáneos, a Claudel, Valéry, Eliot, Perse, Huidobro… Con esa sed libresca, la mayor parte de su tiempo transcurre en la Biblioteca Nacional donde, de paso, habrá de escribir –un 15 de abril de 1938, según recuerda el propio poeta− el primer poema que merece la hoja impresa, “Poema de amorosa raíz”, hermoso texto que es digno de figurar en cualquier antología de poesía amorosa en castellano: “Cuando aún no había flores en las sendas / porque las sendas no eran ni las flores estaban / cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas, / ya éramos tú y yo.”

Poco tiempo después, Martínez, González Durán, Chumacero y Leopoldo Zea sueñan con tener una revista literaria; gracias a los buenos oficios y a la complicidad del Dr. Mario de la Cueva, entonces Secretario General de la UNAM, este sueño se hará realidad y, en enero de 1940, aparece el primer número de la revista Tierra nueva, aventura editorial que duraría tres años. Revisando los índices de sus 13 números, salta a la vista la confluencia de varias generaciones de escritores mexicanos que coinciden en sus páginas, la de Ulises y Contemporáneos, la de Taller y las de un buen número de autores españoles que llegaron a México después de la Guerra Civil española; este escenario de encuentro transgeneracional se habrá de repetir y enfatizar en las dos revistas que Octavio G. Barrera animó por esos años, Letras de México y El hijo pródigo donde Alí Chumacero destacaría como uno de los colaboradores más constantes y versátiles en las faenas editoriales y literarias. Afortunadamente para el lector curioso, la edición de Los momentos críticos (1987) reúne una vasta compilación realizada por Miguel Ángel Flores del trabajo extenuante y programático de crítica literaria que el poeta realizó a lo largo de 30 años.

La década de los cuarenta es central en la gestación y publicación de la mayor parte de su obra poética, concentrada y poliédrica, meditada y de múltiples pliegues. A la edición en el suplemento de Tierra nueva del número 6, su primer libro, Páramo de sueños, se publicaría en 1944 por la UNAM; en 1948, la editorial Stylo publicaría su segunda colección de poemas, Imágenes desterradas. Con estos dos volúmenes, Chumacero pone sus cartas sobre la mesa y muestra una obra poética imposible de obviar por su resolución formal, pulcra y melodiosamente acabada, libre de resabios anecdóticos y de sentimentalismos donde, sobre todo, vale la imagen que se desdobla como un caleidoscopio o se repite como eco o reflejo a la búsqueda de una expresión más acabada; sin ocultar sus orígenes y filiaciones poéticas y, también, filosóficas, los poemas del nayarita parten de los presupuestos teóricos del simbolismo y de la poesía pura −Mallarmé y Valéry, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén y Pedro Salinas, los poetas colombianos de Piedra y cielo, así como varios de los Contemporáneos− para despegar hacia una exploración cada vez más personal. Con la publicación de su tercer y último libro, Palabras en reposo (FCE, México, 1956), Alí Chumacero entra a una dimensión mayor en su propuesta poética y nos entrega uno de los libros esenciales de la poesía mexicana, categórico en su decir musical y conceptual, con indagaciones extremas en los zonas abismales de la condición humana, incandescente o hermético en un primer avistamiento para después, con la exigencia y la curiosidad de un lector atento, desvelarnos un paisaje de familiar transparencia, relatos de los hombres y las mujeres que sobreviven a la soledad y al ruido de la gran ciudad.


Durante los últimos años de la década de los sesenta y toda la década siguiente su obra estuvo en un limbo hasta que, con la publicación de su Poesía Completa (1980) obtuvo, “tardíamente”, el Premio Xavier Villaurrutia de 1984. A partir de ese reconocimiento, las premios, homenajes y reediciones de su libros estuvieron a la alza. En 1986 obtuvo el Premio Internacional Alfonso Reyes; al año siguiente recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, en 1996 se le entregó la Medalla Belisario Domínguez por parte del Senado mexicano y en el 2004 el Premio Centenario Gilberto Owen, entre otros estímulos de mucho mérito. El reto actual para su poesía, de cara al encuentro de nuevos lectores, se puede resumir en este verso del propio Chumacero: “Sobre el mármol unánime, el presente / su juventud prolonga.”

Las otras literaturas de Alí Chumacero

8/Julio/2018
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado


La literatura es más amplia y trascendente

de lo que la gente se sospecha.

Antonio g. Barreda



Es común que escritoras y escritores abarquen en su propia obra diversos géneros del frondoso árbol de la literatura. También hay autores que escalan una sola rama de ese árbol literario: poetas, narradores, dramaturgos o ensayistas que concentran su obra en el género afín a sus preferencias y aptitudes.

A veces se da el caso de escritores que pese a recorrer diferentes ramas del árbol de las letras son encasillados en una de ellas. En la literatura mexicana tenemos el ejemplo del poeta Alí Chumacero (1918-2010), a quien siempre recordamos ubicado en una rama principal del tronco literario: la poesía. Sin embargo, su obra se extiende a otros géneros ya que publicó abundante crítica y ensayos sobre literatura y arte. El escritor nayarita también cultivaba el discurso, rama menos robusta y frondosa del árbol de las letras que subsiste suspendida en el aire, a merced del viento. Para completar una vida dedicada a la palabra escrita, trabajó durante más de seis décadas ejerciendo el oficio de hacer libros, los frutos del árbol literario.



Poesía, ensayo y discurso



Sabemos que la prosa es el arma de la razón, mientras que la poesía es sólo un reflejo del
incendio intuitivo. Esto indica que la prosa debe pervertirse con el fulgor de la poesía, y ésta ha
de afirmarse en algunos engaños de la prosa.

Alí Chumacero



Para Alí Chumacero, la literatura fue una innegable aptitud y un evidente destino. Ese “algo más” que Alfonso Reyes apuntaba como necesario para ser escritor, Chumacero lo reveló en su definitiva trilogía poética: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1947), Palabras en reposo (1956). Obra exigua para algunos, pero de calidad tan reconocida, que concedió a su autor certificación literaria para prevalecer como poeta y convertirse en referente de la literatura mexicana.

Alí Chumacero fue bardo de madurez precoz y poesía de intenso fulgor estilista. Completó su obra en pocos años, algo que extrañó a muchos pero que él mismo explicaba sin ambages: “Es mejor dejar una línea perdurable que un grupo de libros que se tire al cesto de la basura.”

A pesar de no publicar más libros de poemas después de 1956, Chumacero nunca dejó de hacer literatura. El poeta escribió numerosas reseñas y ensayos sobre el sentido de la poesía, la narrativa y el arte, publicados entre 1940 y 1973, en revistas y suplementos culturales donde participaba como redactor y editor. Una obra, que en su conjunto, constituye una guía razonada sobre literatura y arte, lecturas y autores. Una parte importante de esos textos está a disposición de los lectores en el volumen, Los momentos críticos, recopilado y catalogado por Miguel Ángel Flores en 1987.

Todo comenzó en 1940 cuando tres jóvenes escritores de provincias, José Luis Martínez, Jorge González Durán y Alí Chumacero, con el apoyo del filósofo Leopoldo Zea, y el patrocinio de Mario de la Cueva, coordinador de Humanidades de la unam, gestaron y dieron a luz la revista Tierra Nueva. Los tres escritores, amigos en Guadalajara, se habían reagrupado en México donde pronto encajaron en la movida literaria capitalina. Al poco tiempo ya frecuentaban la tertulia del Café París, centro de reunión de artistas y escritores, donde alternaron con reconocidos autores que publicaban en revistas literarias de la época: Contemporáneos, Barandal, Taller poético, Taller y Letras de México.

En Tierra Nueva, Alí Chumacero comienza a publicar su obra como poeta y como crítico literario. También se ocupa del formato y se interesa por la tipografía. El poeta desde muy joven es un compulsivo lector que ahora encuentra en la Biblioteca del Congreso –organizada en 1936 por Francisco Gamoneda en el convento de Santa Clara en la calle de Tacuba–, el sitio ideal donde saciarse, “excelente no sólo porque cerraba a las ocho de la noche, sino también porque tenía una repisa llena de novedades. Ahí comencé a leer a los escritores que no había podido conocer en Guadalajara: Novo, Pellicer, Villaurrutia y Owen”. La revista sobrevive hasta 1942, para Chumacero fueron dos años intensos que cimentaron su inclinación literaria.

Antes de la desaparición de Tierra Nueva, Octavio g. Barreda invitó a Alí Chumacero a colaborar en la revista Letras de México, donde asiste a Ermilo Abreu en el trabajo editorial. En 1943, se unió al nuevo proyecto de Barreda, la revista El Hijo Pródigo; en ella hace reseñas y publica un ensayo sobre Ramón López Velarde, uno de sus poetas de referencia. Sobre esta época comentaba con ironía: “Me ligué mucho con Octavio Barreda, que hacía la revista, yo la manejé también, estuve en la imprenta, era el esclavo.” En estas tres relevantes publicaciones, donde convergen los Contemporáneos, la nueva generación de autores mexicanos y los escritores españoles exiliados, publica la primera parte de su obra crítica y poética.

Cuando las revistas de Octavio Barreda dejaron de salir, Alí Chumacero se une a la estela de Fernando Benítez y, de 1947 a 1964, colabora en sus proyectos editoriales. Primero en El Nacional y la Revista Mexicana de Cultura, donde escribe fundamentalmente sobre poesía, escritores mexicanos, literatura francesa y española. Después lo secunda en su etapa de México en la Cultura, suplemento del periódico Novedades, donde Chumacero publica el grueso de su obra como crítico literario: decenas de reseñas en la sección “Panorama de los últimos libros” y ensayos sobre géneros y autores. La mayoría de los libros analizados eran publicaciones de la editorial argentina Losada y del Fondo de Cultura Económica (fce) donde trabajaba.

En 1962 vuelve a acompañar a Fernando Benítez en un nuevo proyecto, el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, donde colabora hasta 1964. Durante los treinta años que dedica a la labor crítica, Alí Chumacero participó en otras publicaciones: la revista Universidad de México, entre 1946 y 1960, en una sección llamada “Por el mundo de los libros”; en 1961 colabora en la revista Nivel; y hasta 1964 en el suplemento cultural En las Artes, Letras y Ciencias, del periódico Ovaciones, que dirigían Enmanuel Carballo y Alfredo Leal Cortés, donde publicó decenas de artículos, el último con motivo del fallecimiento de Octavio Barreda. Posteriormente, de 1972 a 1974, colaboró en el suplemento cultural de El Universal. También escribió varios prólogos en libros y antologías del fce.

Los ensayos de Alí Chumacero son, como él mismo apuntaba, de carácter periodístico, “lo que Guillermo de Torre ha llamado, crítica de urgencia, y que Azorín denominó, crítica de actualidad”. Cuando se releen conservan la frescura de una visión literaria lúcida y profunda que fue madurando con la experiencia. El poeta justificaba su pasión por la crítica con estas palabras: “No hay contradicción entre el poeta y el crítico: para escribir poesía se emplea la imaginación,
y para escribir crítica se hace uso de la razón y el conocimiento.”

La percepción que tenía sobre el ensayo literario, y su trabajo en este género, se resume en estas frases extraídas del discurso de presentación de su libro Los momentos críticos (20/ix/1987): “La crítica es una creación dentro de otra creación, un lenguaje sobre otro lenguaje. La crítica explica y enjuicia: explica desde el punto de vista del autor y enjuicia desde el punto de vista del crítico. Yo nunca fui más allá de la reseña, entre la crítica que explica y la que juzga, elegí desde un principio la primera.”

No podemos dejar de lado su comentada reseña, “El Pedro Páramo de Juan Rulfo”, donde Alí Chumacero emitió un dictamen equivocado: “Mi falla con la novela de Rulfo, que ha causado cierta sonrisa, es que al final dije que el libro estaba muy bien pero que no estaban controlados los tiempos […] Pero, advertí, después de todo es la primera novela de Rulfo, ya se corregirá.” (“Entrevista con Mario Bojórquez”, 2006). Por su parte, Juan Rulfo explicaba: “En la Revista de la Universidad, el propio Alí Chumacero comentó que a Pedro Páramo le faltaba un núcleo al que concurrieran todas las escenas. Pensé que era algo injusto, pues lo primero que trabajé fue la estructura, y le dije a mi querido amigo Alí: ‘Eres el jefe de producción del Fondo y escribes que el libro no es bueno.’ Alí me contestó: ‘No te preocupes, de todos modos no se venderá ’.” (“Cómo escribí Pedro Páramo”, Domingo, abril, 1985)

Otra falla sucedió en su análisis sobre Muerte sin fin, el poema de José Gorostiza. Chumacero nos lo cuenta con esa chispa de humor que le caracterizaba: “Me equivoqué de tal manera que cuando me encontré con Gorostiza me dio una palmadita y me dijo: ‘Me gusta mucho que mis amigos me digan qué quiso decir lo que escribí.’ Una forma burlesca y muy graciosa de decirme que lo que yo había expresado no tenía que ver nada con el poema.” (Bojórquez, 2006)

Tal vez por estas experiencias, el poeta y ensayista hacía esta advertencia a quienes se dedican a la crítica literaria: “Si el crítico dicta cátedra ante los lectores advirtiéndoles que la verdad está de su parte, no debe olvidar que sus aseveraciones serán revisadas por otros críticos, y quizá resulte advertido de que sus reflexiones no fueron cer­teras.” (“Discurso presentación de Los momentos críticos”).

En las últimas décadas de su vida, Alí Chumacero nos ha dejado un buen número de discursos pronunciados en los múltiples homenajes y premios recibidos, en presentaciones de libros y exposiciones de arte. En ese indefinido género del discurso, el poeta declamó textos de gran interés, cargados de estrofas poéticas y axiomas literarios. Sus discursos fueron recopilados por Jorge Asbun Bojalil en el volumen Alas de centella (uam, 2008).



Tipografía y edición



Yo soy más que un escritor, un tipógrafo,

un hombre de libros, que hace y lee libros.

Alí Chumacero



Hay otro aspecto relacionado con la literatura en la vida de Alí Chumacero: su labor como editor. Empezó en revistas donde se desempeñaba como tipógrafo y asesor de publicaciones. En 1950 entró como corrector en el departamento técnico del fce, cuando Arnaldo Orfilia era presidente y Joaquín Díez-Canedo gerente de la editorial. Junto a ellos participó en la edición de los libros de la serie Letras Mexicanas, donde se publicaron las obras de Alfonso Reyes, Mariano Azuela, Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia, entre otros autores.

Hay quienes equiparan las obras de Alí Chumacero y Juan Rulfo pues comparten trascendencia y brevedad. Ambos son nacidos en 1918 y mantuvieron una larga amistad. Los dos disfrutan de una beca en el Centro Mexicano de Escritores y coinciden en el departamento de ediciones del Instituto Indigenista, donde trabajan durante un año. También tuvieron una relación de editor y escritor: Chumacero intervino en la edición de los dos libros de Rulfo, cuando el fce publicó la obra del narrador jaliciense.

A este respecto, se propagó un rumor que llegó a convertirse en leyenda literaria: se aseguraba que el poeta ayudó al narrador a organizar y retocar sus textos. Una afirmación desmentida por Alí Chumacero: “Se ha dicho que yo le corregí la novela. Eso es simplemente una graciosa estupidez. Yo no le corregí ni una coma a lo escrito por Juan Rulfo, absolutamente nada. Yo hice la edición como tipógrafo.” (“Entrevista con Leopoldo Lezama”).

En 1959, Alí Chumacero es nombrado subgerente del departamento técnico del fce y en 1962, cuando Díez-Canedo deja la editorial para fundar Joaquín Mortiz, ocupó su puesto como gerente de producción. Una faceta poco conocida de su trabajo es que fue redactor de solapas de los libros del Fondo, sus textos tienen un
lenguaje preciso y sugestivo que inducen a
la lectura de la obra.

Alí Chumacero trabajó en el fce hasta el final de su vida. En 2008 recordaba: “Desde muy joven trabajé en imprentas; aprendí de todo para formar libros, y ese oficio tan bonito es en el que sigo: corregir un libro, revisar una traducción, calcular un original, en fin, hacer todo el mecanismo de la estructura de un libro y de su hechura misma.” (“Entrevista con Moramay Herrera y Alberto Arriaga”).

En resumen, la vida de Alí Chumacero fue de dedicación plena a la literatura: en la creatividad lírica, el ensayo literario, el discurso, y en el oficio de hacer libros dentro del engranaje editorial. También apoyó a jóvenes autores que acudían a él buscando opinión o asesoría.

Hubo una constante en su vida que el poeta siempre resaltaba, su inclinación desde niño a la lectura. Para él, esa había sido la clave de su vínculo con la literatura: “De las lecturas surge el escritor como de la piedra, la estatua”. Los libros publicados, reseñados y leídos son los frutos del árbol de la literatura que el poeta, crítico y editor cosechó durante su larga vida. Todos ellos están actualmente a disposición de los lectores en la Biblioteca de México José Vasconcelos donde se encuentra la biblioteca personal de Alí Chumacero, integrada por 45 mil volúmenes que incluyen libros, folletos y publicaciones periódicas.

“Más que un escritor soy un lector, de manera que he leído muchos libros y he escrito muy pocos. Esto se agradece. Cuántos lectores quisieran que unos escritores hubieran escrito menos y hubieran leído más libros.”

De la perfección al silencio: cien años de Alí Chumacero

8/Julio/2018
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Junto con José Gorostiza, de todos los poetas mexicanos el más concentrado, el menos desbocado y uno de los más intensos es Alí Chumacero, acerca del cual José Emilio Pacheco afirmaría (en su ensayo “Chumacero o hay demasiada luz en las tinieblas”) que, desde su primera composición publicada en 1940 (“Poema de amorosa raíz”), encarnó la paradoja, en nuestro ámbito, “de ser el más intelectual y el más antiintelectual”.
Nacido en Acaponeta, Nayarit, el 9 de julio de 1918, y muerto en Ciudad de México en 2010, Chumacero buriló una obra breve, ceñida, en la que regaló a los lectores algunos de los poemas perfectos de la lírica mexicana del siglo xx, pues, como poeta, Alí Chumacero pertenece a ese siglo, en gran medida heredero, como él mismo lo reconoció tantas veces, de los Contemporáneos, sus maestros.
Para Pacheco, “su aprendizaje en el silencio fue también su aprendizaje del silencio. En dieciocho años hizo lo que tenía que hacer, dijo cuanto tenía que decir, y desde entonces limitó su actividad poética a la no menos difícil e inventiva de lector”.
No pocas veces se ha hecho el paralelismo de brevedad y silencio entre la obra narrativa de Juan Rulfo (1917-1986) y la poética de Chumacero. Tres libros componen la producción literaria de Rulfo: El Llano en llamas (1953), Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1956); tres libros también integran la obra poética de Alí Chumacero: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). En ambos la obra no se mide por la cantidad de páginas, sino por la intensidad y la maestría en Chumacero, y por la genialidad en Rulfo.
Dos veces entrevisté a Alí Chumacero: en febrero de 1992, cuando tenía setenta y cuatro años, y en septiembre de 2009, cuando había cumplido ya noventa y uno. (Moriría un año después: el 22 de octubre de 2010.) Ya era un gran escritor maduro cuando lo conocí a mediados de la década de los ochenta, y dos cosas que lo hicieron célebre, además de su maestría y su silencio poéticos, eran su sentido del humor y su ausencia absoluta de solemnidad. A propósito de ellas, Pacheco escribió que, en el trato diario, la conducta de Chumacero, fue siempre “una defensa contra la solemnidad de quienes se toman en serio a sí mismos y andan por el mundo proclamando que son poetas hasta cuando no escriben”.
Pasión, rigor formal, autocrítica, cultura literaria, perfección y silencio caracterizan la obra de Chumacero. A Marco Antonio Campos, amigo suyo y uno de sus mayores estudiosos, le dijo: “La autocrítica, que en mí fue extrema, es en cierta forma la reversión de lo que he opinado sobre la obra ajena: mis juicios acerca de las otras obras se han revertido sobre aquello que en horas muy solitarias he decidido convertir en palabras.”
Sin embargo, contra toda suposición obvia y contra toda lectura superficial, Chumacero no es un poeta intelectual en el sentido libresco, sino inteligentemente emotivo. En 1992 le pregunté: ¿Qué es lo que domina en tu poesía: la inteligencia o la pasión? Y su respuesta no pudo ser más lógica para quienes nos hemos emocionado con poemas tan entrañables como “Poema de amorosa raíz”, “Elegía del marino”, “Monólogo del viudo”, “Alabanza secreta”, “La imprevista”, “La noche del suicida”, “Al monumento de un poeta”, “Salón de baile”, “El triunfo del sosiego”, “Losa del desconocido” y otros más que forman parte de lo que Octavio Paz denominó “una liturgia de los misterios cotidianos”. En aquella ocasión, el autor de Palabras en reposo me dijo:
“Pienso que la poesía sin sentimiento, sin pasión, es endeble y más bien libresca. La poesía debe ser un arranque del ser, del sentimiento; del corazón, diríamos cursimente. Y no debe ser, de ninguna manera, una cosa inventada. No es un ajedrez, sino un juego de futbol: un juego en el que se pone todo; una forma de que el ser mismo se exprese. Para mí, la poesía arranca del sentimiento, de la sensibilidad, de la emoción, y se convierte en palabras a fin de que quien lea esas palabras pueda, a su manera, resucitar esa emoción que tuvo el poeta. Diríamos que la poesía es un punto de referencia, de comunicación, entre el poeta y el lector, con la idea de que éste logre recrear en sí mismo la emoción inicial que produjo esa poesía.”
La afirmación, la certeza, el principio de que la poesía no debe ser nunca “cosa inventada”, fantasía, ficción, es lo que hace que este gran poeta intelectual y a la vez pasional que es Chumacero consiga hacer vivir en el lector una experiencia íntima y no un trozo de “literatura”. En la creación literaria, como lo supo Verlaine y como lo reafirmó Chumacero, con excepción de la auténtica poesía, “todo lo demás es literatura”.
Fruto de esta emoción es el arranque inolvidable del “Responso del peregrino” (“Yo, pecador, a orillas de tus ojos/ miro nacer la tempestad”), que cumple todas las expectativas de la pasión, lo mismo que cada uno de los versos del “Monólogo del viudo” que así inicia y nos transforma para siempre: “Abro la puerta, vuelvo a la misericordia/ de mi casa donde el rumor defiende/ la penumbra y el hijo que no fue/ sabe a naufragio, a ola o fervoroso lienzo/ que en ácidos estíos/ el rostro desvanece. Arcaico reposar/ de dioses muertos llena las estancias,/ y bajo el aire aspira la conciencia/ la ráfaga que ayer mi frente aún buscaba/ en el descenso turbio.”
Y ni qué decir de la perfección de “Alabanza secreta”, “Salón de baile” y “Losa del desconocido”. Son poemas que hay que leer una y otra vez y que, en cada lectura, brindan su esencia de palabra precisa y profundo sacudimiento emocional. Pero no sólo es la emoción, es también la inteligencia que se cumple en el espíritu: “Inmóvil a la orilla del torrente,/ yo era el aprendiz de la violencia, el sorprendido/ olivo y el laurel mudable, porque a solas/ solía renacer cuando salía de aquel inmundo cuarto.”
Pocas veces la poesía mexicana es más profunda y a la vez más sencilla, más elemental sin ser jamás superficial, como en la obra de Alí Chumacero. Pocas veces nos hace ver, como escribió Rosario Castellanos, “que la palabra tiene una virtud:/ si es exacta es letal/ como lo es un guante envenenado”. De “Salón de baile”: “Sudores y rumor desvían las imágenes,/ asedian la avidez frente al girar del vino que refleja/ la turba de mujeres cantando bajo el sótano. [...]/ Desde su estanque taciturno increpan los borrachos/ el bello acontecer de la ceniza, y luego entre las mesas/ la tiranía agolpa un muro de puñales. [...]/ Cuando cede la música al fervor de la apariencia, grises/ como las sílabas que olvida el coro,/ casi predestinados se encaminan los rostros a lo eterno.”
Quizá no haya dístico a la vez más enigmático y más sencillo en su cifra y en su significado que este barroco, elemental e inolvidable que abre la “Losa del desconocido”: “Cuando hayas terminado, mira este muro ardiente/ donde la bestia cumple su reposo.”
En 1992, Chumacero me reiteró lo que ya había dicho otras tantas veces: “Dejé de escribir precisamente porque ya había dicho todo.” Y al preguntarle cómo juzgaba, pasado el tiempo (medio siglo), su obra poética, sentenció:

Pienso que mi último libro, Palabras en reposo, va a quedar como un libro digno de aprecio en la literatura mexicana. Los dos libros juveniles no creo que sean reprochables; son textos muy vivos; todavía no tienen la concentración del último, pero en conjunto los tres se complementan. Creo que ayudan a dar una imagen de un escritor.

A los noventa y un años me habló del que consideraba su mejor poema (“Responso del peregrino”) y al que ya se había referido, extensamente, con Marco Antonio Campos, para el indispensable libro de éste, El poeta en un poema (1998). “Responso del peregrino” es, sin duda, su obra maestra. Próximo a morir, resumió su génesis e intención con admirable síntesis:

Luego de la primera época a la que corresponden textos como “Poema de amorosa raíz”, empecé a hacer otro tipo de poesía, muy cercana a la de José Gorostiza; de ahí resultó el “Responso del peregrino”, el cual considero mi mejor poema; hecho entonces a mi novia que luego sería la madre de mis hijos. Es un poema que está dividido en tres partes que corresponden a tres momentos sucesivos de la creación poética. En la primera, hablo de la Virgen de Lourdes. Mi mujer, que ya murió, se llamaba Lourdes. Cuando escribí el poema, ella era mi novia, y el poema evoca a Lourdes confundiendo, y fundiendo, las dos personas: la Virgen de Lourdes y mi próxima esposa. Por eso escribo: “Elegida entre todas las mujeres,/ al ángelus te anuncias pastora de esplendores”, y luego digo: “Oh, cítara del alma, armónica al pesar,/ del luto hermana: aíslas en tu efigie/ el vértigo camino de Damasco/ y sobre el aire dejas la orla del perdón.” En la segunda parte hago un juego con la vida misma de los hombres casados con la mujer que aman, el nacimiento de los hijos y el paso de los años hasta llegar a la muerte. La muerte era, claro, la mía, en la idea de que ocurriría antes que la de Lourdes. El destino descifró mi misterio y me hizo sobrevivir, muchos años, a mi mujer, pero ahí se hace una evocación de lo que sería mi muerte y la presencia, al lado de mis restos, de los seres queridos. Finalmente, en la tercera parte hice una presentación de la posición de mi mujer, que era creyente en Dios, y la mía, que no es la de un ser muy creyente. Ahí se miran las dos posiciones, una frente a otra, pidiéndole yo a ella que rece por mí, que ruegue por este pecador, diciéndole que, en el fondo, soy un hombre bueno. Lo primero es absolutamente cierto y lo segundo a lo mejor también es verdad.

Nada habría que agregar después de esto. Pero si faltase algo por decir, únicamente sería que, en el centenario natal de Alí Chumacero, lo que celebramos son esas bondades del hombre, del poeta y de su poesía