martes, 29 de mayo de 2012

El hereje

25/Mayo/2012
Laberinto
David Toscana

Quizá sea correcto que un profesor de literatura hable bien de autores disímbolos y aprecie a todos los clásicos. A fin de cuentas, ha de abarcar amplios mundos y tal vez no sea su papel influir en el gusto de los alumnos, sino abrirles puertas al variado mundo de las letras.

Cuando un escritor hace lo mismo, cuando se expresa con igual entusiasmo de Borges o Rulfo, de Tolstoi o Dostoievski, de García Márquez o Vargas Llosa, entonces percibo algo falso en él, o peor aún, algo tibio.
Hace unos días me escribió un escritor alemán. “Estuve leyendo a Borges”, me dijo. “¿Qué le ven los latinoamericanos a este escritor sin alma?”. Mi respuesta fue poco ilustradora: “No lo sé”, le dije, “jamás me he conmovido un ápice cuando lo leo”.

Un amigo que conoce mi distancia con Borges me regaló un libro: El antiborges. Me quedé en la página siete. ¿Por qué un ateo necesitaría un libro que argumenta a favor del ateísmo?

Los dioses están para las masas. Los escritores podemos amar a los profetas, a los pecadores, a los parias. Hemos de ser radicales, extremistas. Irreverentes.

El crítico debe ser amplio de miras. El escritor ha de ser estrecho. El crítico sabe que todo cabe en una novela; el escritor se anda con mandamientos, con un credo. Un credo personal, claro está, no venido de las alturas.
¿Que si soy un admirador de Rulfo? Sí, lo soy. Y sin embargo hay cuentos de Jesús Gardea o de Eduardo Antonio Parra que me gustan más que cualquiera de El llano en llamas. Decir esto es una herejía, ¿pero qué le vamos a hacer?
Wagner es un gran músico; eso es indiscutible. A mí me aburre. Apenas voy en sus oberturas cuando digo “ya basta”. El sonsonete de las valquirias viene una y otra vez, como si no lo hubiésemos entendido en la primera oportunidad, como si el mero aumento de volumen le diera otro significado.

Mil veces prefiero alzar mi copa mientras canto Libiamo, libiamo ne’ lieti calici che la bellezza infiora. Con Verdi puedo celebrar que estoy vivo. Más aún con Rossini. Con Wagner me siento en una interminable misa sin fe.Tolstoi escribió una especie de Antiwagner. Ese sí lo leí entero y lo gocé.

Pero aunque disfruto leyendo a Tolstoi, me parece un autor bastante inferior a Dostoievski. El propio Isaac Bashevis Singer le lanza un reclamo. “A mí qué me importan los detalles del vestido de Anna Karenina. ¿Por qué no me hablas de su vida sexual?”.

Es larga la lista de dioses a los que no les rezo; también la de olvidados pecadores que amo. Y es que ¿de qué va a escribir un escritor que no sea un hereje? La literatura está llena de ejemplos. Libros tibios. Correctos. Inofensivos. Policiacos.

Pero no nos equivoquemos. No estoy tratando de demeritar a algunos escritores o músicos. Estoy hablando de que cuando se pasea por el Olimpo, y sólo por el Olimpo, se tiene el derecho de poner cerebro y corazón donde se sientan emocionados, conmovidos, seducidos, irritados, exaltados, iracundos. Esto no es una burda cuestión de gustos mal labrados. Quien diga que prefiere a Paulo Coelho por sobre García Márquez es un redomado imbécil sin importar el cristal con que se mire.

domingo, 27 de mayo de 2012

Rainer María Rilke: cartas al tiempo

27/Mayo/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés

La obra poética de Rainer María Rilke no se circunscribe, como podría pensarse, a sus poemas. Su obra escrita en prosa, como Los cuadernos de Malte Laurids Brigge y el conjunto de textos epistolares, conocido como Cartas a un joven poeta, demuestran una sensibilidad poética que rebasa los géneros literarios. Las Cartas a un joven poeta son el resultado de una estrecha correspondencia entre Rilke y Franz Xaver Kappus, a quien le debemos, en palabras de Vicente Quirarte, “haber tenido el valor para dirigirse al maestro, haber conservado sus cartas y publicarlas veinte años después de la muerte de su autor”. Esa inocencia con la que Kappus habría de acercarse al consagrado poeta es lo que, quizá, enterneciera a Rilke, quien en una serie de cartas respondió no sólo a las preguntas de su interlocutor sino a los cuestionamientos que él mismo se formulaba. En sus cartas, Rilke no se limita a proponer una preceptiva literaria o poética, habla desde lo íntimo y sus ideas acerca de la poesía emergen de una manera confesional y total.
Hay que acotar que al publicar las cartas de Rilke, Kappus decidió omitir las propias con la idea ferviente de que sólo el poeta debería hablar, mostrando una verdadera lección de humildad: “Lo único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer María Rilke. Importante también para muchos que se desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños.”
En la primera carta, fechada en París, el 17 de febrero de 1903, Rilke insta al joven Kappus a que indague en sí mismo en lugar de preguntar si sus versos son “buenos”: “Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí […] Ahora bien (ya que me permite aconsejarlo), le suplico renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia afuera; sobre todo, es lo que debe evitar en lo sucesivo. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. No hay más que un solo camino. Entre en usted. Busque la necesidad que lo obliga a escribir, examine si sus raíces penetran hasta lo más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir.” Rilke plantea un problema esencial respecto al arte de la poesía: la diferencia abismal entre el oficio de poeta y la simple escritura de poemas. El oficio de poeta implica la asunción absoluta, el reconocimiento y autodescubrimiento del propio ser, mientras que la escritura es un acto circunstancial, un hecho derivado de un primer movimiento que es el saberse poeta. Rilke marca el punto de inicio de una poética propia de la que nacen sus aspiraciones no sólo artísticas sino vitales: la introspección, el camino de la soledad para poder comprender, de una manera mucho más profunda, el misterio de la vida, tal como lo dictan los siguientes versos de sus Sonetos a Orfeo: “Eres, amigo mío, solitario, porque…/ Paulatinamente nosotros nos apropiamos del mundo/ con gestos de la mano y con palabras,/ tal vez su más endeble y peligrosa parte.”

sábado, 26 de mayo de 2012

Las afinidades

26/Mayo/2012
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Carlos Fuentes era un escritor caballeroso y cordial al que yo casi nunca leí, o leí algo, hace muchos años, y ya dejé de leer, no por nada, no porque me disgustara su manera de escribir o porque me produjeran rechazo sus posiciones políticas, o porque al verlo de cerca me hubiera parecido hostil o arrogante. Todo lo contrario. Las pocas veces que me encontré con él a lo largo de los años fue amable y generoso conmigo. Cuando yo solo había publicado una o dos novelas y lo conocí una tarde en la rotonda del hotel Palace de Madrid habló conmigo con una cordialidad sin afectación, hasta con un aire como de camaradería que uno agradece mucho a esa edad en la que es tan habitual ser destinatario de gestos de desdén o de condescendencia. Apenas 10 años antes, yo había alimentado apasionadamente mi vocación de novelista leyendo en un cuarto de pensión a los escritores de la quinta mitológica a la que Carlos Fuentes pertenecía. Ahora, en la rotonda de aquel hotel de lujo en el que yo había entrado casi furtivamente para nuestra cita, guiado por un funcionario muy amable de la Embajada de México, Carlos Fuentes conversaba conmigo y mostraba interés por lo que yo escribía.
Pero yo no me sentía muy capaz de poder corresponderle, porque mi relación con su literatura había sido escasa y terminado hacía tiempo. Algunos de sus libros habían estado en mi atropellada biblioteca de los 20 años, junto a los de los otros nombres de su generación o un poco mayores —de Borges, Onetti, Rulfo y Cortázar a Vargas Llosa y Carpentier y García Márquez y Manuel Puig—, pero el tiempo y las mutaciones del gusto me habían alejado por completo de él. Había empezado La muerte de Artemio Cruz y me había cansado al cabo de algunas páginas. Había comprado sus cuentos con la misma pasión descubridora que me llevaba a sus coetáneos, porque leer cuentos latinoamericanos en aquella época era un trastorno formativo para la imaginación, pero de ellos el único que me había gustado de verdad era Aura, que no he releído desde entonces. Hay escritores a los que uno admira mucho durante algún tiempo y de los que luego parece que se desprende, sin propósito, sin esfuerzo, casi sin motivo, probablemente sin justificación. A mí me sucedió eso con Alejo Carpentier, y a partir de un cierto momento con García Márquez. Lo que tanto me había gustado dejó de apetecerme. Los mismos rasgos que me habían seducido en un estilo me lo volvían luego indigesto. No reivindico esos cambios de gusto: pueden ser certeros y pueden ser equivocados; lo importante es que son involuntarios, y que se corresponden con modificaciones profundas en la sensibilidad, y sobre todo que uno ha de tener la dosis de honradez con uno mismo imprescindible para reconocerlos. Sin que uno sepa por qué algunos escritores le gustan y otros no; algunos lo siguen acompañando a lo largo de la vida y otros se le quedan atrás; y algunos los encuentra de pronto y se pregunta por qué motivo, por culpa de qué prejuicio o descuido no los leyó mucho antes.
El problema no es que uno tarde, o que no llegue nunca. El problema verdadero es que uno se mienta a sí mismo, por obedecer a una difusa coacción exterior que se convierte en policía íntimo, más eficaz aún cuando uno no se da cuenta de que está obedeciéndolo. La literatura, si es algo, es el reino de la libertad. Hay una tal variedad de libros admirables y son tan distintos entre sí que cualquiera que busque sin prejuicio y dejándose guiar por su instinto bien adiestrado en muchas lecturas encontrará exactamente aquellos que le corresponden, los que se le parecen, como se nos parecen según Baudelaire esos países en los que nos está esperando la felicidad. A uno le puede gustar Tolstói y a la vez Dostoievski o el uno y no el otro o ninguno de los dos y aun en este caso habrá otro novelista en el que podrá sumergirse como en la misma vida. El mismo libro que no nos llega a una cierta edad se apoderará de nosotros tan solo unos años más tarde. Y si no ese, otro. Hay tantos que el único peligro que no corremos es el de quedarnos sin lectura. Pero el lector, cualquiera de nosotros, desea más o menos inconfesablemente que le guste lo que la atmósfera del momento determina que debe gustar, lo que está en la lista de los diez mejores al final del año, o, igual de arbitrariamente, lo que es tan poco leído que por fuerza ha de ser muy bueno, como si existiera algún tipo de correlación entre la fama o el número de lectores de un libro y su calidad, o su falta de ella. A Franz Kafka no lo leía nadie en su tiempo y era un escritor magnífico; Dickens no era ni es peor porque lo leyera todo el mundo.
En último extremo, las elecciones personales no dependen de la calidad objetiva, tan difícil de establecer inapelablemente en las artes, sino de ciertas afinidades que son más poderosas porque no son del todo conscientes. Qué hace que uno se enamore de una cara y no de otra, y no de ninguna otra. Amar una cara es amar un alma, dice Thomas Mann en La montaña mágica. Y un amor pasional puede acabarse en unas semanas o unos meses, como aseguran el cine y las novelas, o durar una vida entera. A mí García Márquez o Alejo Carpentier me gustaron mucho y luego dejaron de gustarme, pero Borges, Onetti, o Cervantes, o Marcel Proust, o Montaigne, me gustan más cuanto más tiempo pasa y cuanto mayor me hago. Y Malcolm Lowry no me gusta menos por haberlo descubierto después de los cincuenta años. A los veintitantos tuve entre las manos Bajo el volcán y no recuerdo si lo empecé y no seguí leyendo o si lo dejé en una estantería y ya no lo abrí nunca.
No se sabe qué parte de intuición o de capricho hay en estas afinidades viscerales. Son peligrosas porque pueden responder simplemente a la distracción, al prejuicio. Pero uno, como lector, lo que no puede es negar su existencia. Si me paro a pensarlo creo que Carlos Fuentes me daba la impresión de escribir novelas no sobre personajes sino sobre temas de antemano importantes: la Conquista, el Mestizaje, la Identidad colectiva de los mexicanos o los latinoamericanos. Quizás me alejaba de él no una literatura que apenas había leído sino un cierto personaje de escritor: el que adquiere una figura pública tan agigantada que acaba representando o simbolizando un país entero, toda una literatura, un continente; el escritor proconsular o papal, que habla por un micrófono desde una tribuna, no el que escribe a solas en su cuarto y parece que nos está murmurando al oído, Borges urdiendo poemas en voz baja en su penumbra de casi ciego, John Cheever tecleando en una máquina de escribir en un sótano: palabras que nacen de una soledad y parece que llegan sin mediación a otra.

Carlos Fuentes y el PRI

19/Mayo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

La dupla Octavio Paz (1998) y Carlos Fuentes (2012) ha terminado. La dupla fue posible por el PRI.
Son irrepetibles. Aunque gane el PRI, despertará otro dinosaurio. Lo dijo Marx: la historia sucede dos veces, una como tragedia, otra como farsa.
Paz y Fuentes son dos variantes de un mismo tipo de intelectual hegemónico: autores cosmopolitas y, al mismo tiempo, nacionalistas, que poetizaron la Historia de México creada por el PRI.
Autores revolucionarios —de estética vanguardista— e institucionales —apoyados por el aparato del Estado—: Vanguardistas Tradicionales, son la Literatura Revolucionaria Institucional.
Paz y Fuentes probaban que México era “moderno”.
Pero Fuentes murió criticando duramente el regreso del PRI; y Paz, elogiando a Salinas, Zedillo y Televisa. Esto no se dice en México porque Paz designó sucesores que cuidan su imagen de Mesías Anti-Tropical.
¿Qué hizo posible el poder de los intelectuales revolucionario institucionales?
Representar a la aristocracia mexicana. Su escritura, oralidad, vestimenta, modo de ser eran elegante espiritualización de las clases altas de la Ciudad de México.
Por eso la constante alusión a lo seductor e integral, al Aura de estas figuras que nos pusieron al tú por tú con lo más “bello” y “moderno”.
La cultura alta —universal, simultánea y refinada— soñada por la aristocracia mexicana.
En su inicio, los hizo posibles el apoyo estratégico del Fondo de Cultura Económica —editorial del Estado— cuya distribución canónica les aseguró ser leídos como voceros cumbre del Espíritu Nacional.
Luego Televisa y empresarios que veían en ellos Paz y Progreso.
Su aristocracia cultural (ideológica) estaba ligada a la clase política, que necesitaba su compañía, distinción y photo-op para darse baños de cultura alta, y que a intelectuales aseguraba vaso comunicante político.
Su prestigio fue impulsado por funcionarios de alto nivel como prueba de no ser representantes de un régimen vulgar. Unos a otros se legitimaron.
Los intelectuales revolucionario institucionales tuvieron como causa y efecto servir de instrumento de ascenso de clase cultural.
El régimen les dio las condiciones para que ellos fueran Caciques-Quijotes a cambio de promover Democracia Dulcinea, en páginas donde por fin fuésemos “contemporáneos de todos los hombres” (en pleno subdesarrollo y desigualdad).
Sin embargo, Fuentes acumuló tanto poder que terminó independizándose del régimen en mayor medida que Paz, hasta el grado en que esta simbiosis hubiera tenido un giro en el sexenio de Peña Nieto.
Al ocurrir su sorpresiva muerte en el umbral del retorno fársico, el PRI hubiera llegado con el último líder de lo intelectuales revolucionario institucionales en su contra.
Peña Nieto se salvó por una agripina aspirina. Puede el PRI descansar en espectral Paz.

domingo, 20 de mayo de 2012

El lector y el crítico

28/Marzo/2010
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

A decir de Alfonso Reyes, “sin cierto olvido de la utilidad, los libros no podrían ser apreciados”. Más aún: la excesiva persistencia de la utilidad puede dañar el gusto por lo que se hace. Por ello, Reyes sostiene que “para el profesional sin vocación (que sin duda los hay), la lectura puede llegar a ser una tarea enojosa, como el teatro para el inspector de espectáculos o como para la cortesana las caricias”.
¿Exageraba Reyes? No lo creo. La lectura antes que cualquier cosa produce en el lector un disfrute disparado por los intereses más variados, pero disfrute al fin. Es un ejercicio de amenidad y con frecuencia de deleite que no debe ser anulado por una vocación profesional mal entendida. Por ello, no hay peor motivo para leer un libro que el exclusivo propósito de escribir una reseña crítica.
No son pocos los profesionales de la “crítica literaria” que consideran que ya es suficiente servicio (por lo que les van a pagar) si sólo solapean y cuartaforrean los libros que detestan. No ponen, desde luego, alegría ninguna (no digamos ya amor) en lo que hacen, de la misma manera que procede, según la observación de Alfonso Reyes, la cortesana (asqueada) con sus desapasionadas caricias profesionales.
Dedicarse a prodigar caricias profesionales en la crítica (sea de poesía o de otro género) a lo único que puede conducirnos es al hartazgo, ya no sólo hacia los malos libros o hacia aquellos que consideramos malos, sino en general hacia cualquier libro. ¿Puede un hombre culto estar harto de los libros? Hipócritamente, muchos dirán que no. No vaya a ser que los tilden de antiintelectuales o, peor aún, que los consideren brutos. Pero, en una carta, Alfonso Reyes, más sincero que muchos, le escribió lo siguiente a Jorge Luis Borges: “Estoy deleitado con El Aleph. Acaso por culpa de mis obligaciones didácticas, me siento harto de los libros. Usted me reconcilia con las letras.”
El gran problema de algunos críticos profesionales es que acaban por no disfrutar los libros, sino sólo (y esto si acaso) la escritura de su crítica que, con demasiada frecuencia, pierde de vista el libro que disparó la crítica. Son abundantes las reseñas literarias mediante las cuales nos enteramos más de la “extraordinaria” vida del crítico que de alguna virtud, así sea pequeña, del libro que presuntamente disparó la crítica. De hecho, hay críticos que definitivamente piensan que lo único importante es lo que escriben, no lo que leen. De ahí que se puedan dar el lujo de no leer los libros que critican.
¿En qué momento el lector se echó a perder el gozo y comenzó a leer los libros con el único objetivo de producir críticas, es decir caricias profesionales? Sin duda, en el momento mismo en que hizo rutina y férrea disciplina un ejercicio placentero adulterado por un fin interesado y mercenario. En uno de sus ensayos de La experiencia literaria, Reyes se permite el siguiente sarcasmo: “Erudito conozco que se dispensaba de leer y se recorría todo un libro deslizando sobre las páginas una tarjeta en blanco en busca de las solas mayúsculas; más, aún, en busca de la letra A: ¡es que trataba de despojar las citas sobre Ausonio! ¡Habladle a él de la amenidad de la lectura!”
A lo largo de su dilatada experiencia con los libros, y bien que sabía de lo que hablaba, Reyes llegó a la siguiente conclusión: “Verdad amarga que el deleite de leer, cuando no hay verdadero amor, disminuye conforme sube la categoría de los lectores.” Lo que, si no hay obligación, comienza casi siempre con alegría, puede tornarse, producto de la práctica rutinaria, en demanda enojosa y contrariedad. “No puedo salir a caminar, a dar un paseo o a contemplar el mundo y a ejercitar el pensamiento y la emoción, ¡porque tengo que leer un libro!” Y quien esto puede decir, y de hecho lo dice, lo expresa, entre dientes, con rabia.
¡Tener que leer un libro! ¡Vaya deber ingrato! Tarea enojosa de la que sólo nos salva el espíritu poético que en la voz del gran Fernando Pessoa nos dice: “¡Ay, qué placer/ no cumplir un deber!/ ¡Tener un libro que leer/ y dejarlo de hacer!”
Mientras no entendamos que el escritor y el lector (aun en el caso de que sean profesionales del libro) no deben sufrir lo que hacen, sino disfrutarlo lo más intensamente posible, mientras no lo entendamos, digo, seguirá habiendo malhumorados que despotriquen todo el tiempo desde un oficio (el de lector, el de escritor) que, como alguna vez dijo Augusto Monterroso, no debería perder jamás su amateurismo, su poética definición de “quehacer aficionado”.

Un icono laico

26/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El discurso de Elena Poniatowska en el funeral de Carlos Monsiváis reitera que en México no hacer hagiografía es un milagro. Aquí la izquierda es de derecha: a sus intelectuales les da envoltorio de santones.
¿“Monsi” por Monseñor? Analícese el Buen Discurso sobre Monsiváis: se le retrata como santo popular, redentor reventado, Jesús chilango, ¡San Chido!
Su canonización y la insistencia en su “don de ubicuidad” evidencian que en el imaginario secreto su identidad es la santidad.
Y, aunque parezca contradictorio, en la “nueva literatura mexicana” no se quiere mucho a Monsiváis ¡por el mismo catolicismo de clóset! Ante sus ojos, Monsi-Malo cometió el pecado de estar politizado, infierno tan temido de un trío de generaciones derechitas. Para ellas, Monsi es impuro porque tenía “ideología” y era popular, ¡qué naco!
(En México, los alternativos son elitistas.)
Monsiváis, sin duda, cargó con lastres del PRItérito (hizo crítica selectiva, quedó callado ante tropelías de amistades políticas) y usó el retruécano, el re-contra-código y la ironía para decir y no decir lo que desdecía. Monsiváis era Kant imitando a Cantinflas. What?
En la televisión sus ocurrencias sólo las reíamos sus lectores para no sentirnos solitos.
Si Wittgenstein y Monsiváis hubiesen hablado abiertamente de su homosexualidad habrían hecho una obra menos críptica, en detrimento de su gracia retórica y en ganancia de su función social. En política de la identidad, Monsiváis tuvo recato.
Estoy convencido de que Gloria Trevi y Juan Gabriel nunca entendieron que se burlaba de ellos. Y no lo entendieron porque Monsiváis, a todas luces, era fan.
Cacique en literatura, monaguillo en política, Loco Mía en espectáculo y angloparlante en religión y, en todo lo demás, valiente ambivalente. Así fue Monsiváis, nacionalista or not?
Su ambivalencia (y anfibología) hace posible que los políticos que ridiculizaba en sus columnas, ya muerto, lo postulen como gloria nacional.
Whitman versaba que todo poeta —Monsiváis fue poeta de la prosa antipoética— es contradictorio (contenedor de multitudes). Gracias a su estupenda contra-dicción, Monsiváis innovó la prosística. Era un neobarroco o, mejor dicho, un Novobarroco que rebasó los géneros literarios tradicionales hacia una estrategia crónica: la omnivoracidad.
Monsiváis, cúmulo único, no renovó su estilo pero con su estilo renovó una literatura.
En una época en que lo políticamente correcto es ser sarcástico y apolítico —ser Bart Simpson—, Monsiváis fue más radical. Se atrevió a ser icono laico, literatura queer entre líneas y —escándalo mayor para los neo-puristas— escritor comprometido, ¡lo cual ya pasó de moda según Vogue, Letras Libres y Cosmopolitan!
Antisolumne ante todo y, a la vez, museo y tianguis, biombo y Biblia, 1968 y PRD, Monsiváis, DF de las Letras.

El género Monsiváis

Julio/2010
Letras libres
Juan Villoro

Durante décadas, la presencia de Carlos Monsiváis en un sinfín de presentaciones de libros, coloquios, manifestaciones y convites fue vista como algo obvio e inevitable. “Soy un lugar común de la Portales”, dijo alguna vez. Su comparencia en tantos sitios sugería la posibilidad de que contara con replicantes. Lo extraño –el fracaso del evento– hubiera sido que las cosas sucedieran sin tomarlo en cuenta.

Desde muy pronto dejó de ser un mero testigo de los hechos para incorporarse a ellos como protagonista indirecto. Era demasiado célebre para pasar inadvertido. Su cabellera revuelta, su chamarra de mezclilla, su gran mandíbula cruzada por la sonrisa de quien aún no sabe qué pensar (o ya sabe pero prefiere no decirlo), determinaban el acontecer. El icono estaba ahí. Ignorarlo era como no advertir que ya llegó Blue Demon. Al verlo, los cantantes alteraban su repertorio y los ponentes sus citas. Con frecuencia, le pedían que subiera al estrado. No podía ser un cronista neutro de la realidad porque contribuía a crearla. La cultura de masas lo imitó y posó sin recato para él.

Esto no perjudicó su escritura porque los sucesos desnudos le interesaban poco. No buscaba la trama de lo real, sino su representación. En su caso, el editorialista no se separaba del narrador. Uno de sus recursos favoritos consistía en recolectar o inventar declarantes anónimos que discutían los hechos. La voz de la ciudad, el coro griego, el patio del mundo, el rumor popular fueron sus auténticos protagonistas. Las anécdotas, los detalles, la ropa, los sabores, los sueños y las manías de sus testigos nunca le interesaron tanto como lo que pudieran opinar. Sus crónicas eran un simposio interrumpido por sucesos, la asamblea donde distintos oradores polemizaban para contar la historia.

Monsiváis entendía su oficio como un tumultuoso acto de presencia, no sólo a través de los textos, sino de su activísima producción oral. Retratista de voces, recibía el homenaje de los ecos. Identificarse con sus palabras significaba propagarlas. A veces, el rumor de lo que había dicho parecía más veloz que sus declaraciones.

La ironía, el dislate, los datos exactos y las paradojas que ponía en juego en sus escritos alimentaban su conversación. El género Monsiváis era un continuo que pasaba de la página a las llamadas telefónicas, los apodos que ponía con temible certeza, los programas de televisión, los aforismos con los que respondía preguntas al término de sus conferencias. El registro de su oralidad daría para varios libros. Al menos uno de ellos debería estar integrado por parodias e imitaciones. Con técnica teatral, alertaba sobre las debilidades propias y ajenas, llevándolas a un disfrutable exceso. Odiaba hacerse el amable y despreciaba la cortesía protocolaria. Ante la pedantería y la falsa erudición, reaccionaba con firmeza. Si alguien le preguntaba por una magnífica película coreana, respondía: “Me molestó mucho lo que sucedió con las copias que no pudieron ser exhibidas en Uzbekistán.” “Si confundes, quedas de maravilla”, me dijo después de enfrentar a un sabelotodo.

En 2009, en el Festival Hay de Cartagena de Indias, un norteamericano se dirigió a él con una mezcla de interés e insolencia: “Me gustó lo que dijo, pero nadie me puede decir quién es usted, ¿podría recomendarme alguno de sus libros?” Monsiváis fingió paciencia franciscana y contestó: “Me limitaré a dos: El llano en llamas y Pedro Páramo. Algunos maledicientes dicen que no los escribí yo, pero nunca les respondo a mis detractores.”

Su interés por los liberales del siglo xix mexicano también tiene que ver con la combinación de periodismo y oratoria, la discusión que convierte a cada acto público en parte de la Obra. La cultura como proselitismo non-stop.

Medir el tamaño de su ausencia es imposible porque intervino en demasiadas zonas del arte y la política, en forma no siempre evidente. Fue el mayor árbitro entre lo culto y lo popular y uno de los principales dictaminadores del gusto en un país que no sabía que tantas cosas distintas valieran la pena.

Coleccionista de artesanías, grabados y fotografías, también lo fue de las palabras con que los poderosos se incriminan sin saberlo. Su columna “Por mi madre, bohemios” fue el museo del ridículo de los obispos, los políticos y los grandes empresarios de México.

En su casa recibía borradores de desplegados, cartas de renuncia, respuestas para una polémica. “Si mandas eso, te hundes”, mascullaba entre dientes a algún solicitante, y sugería modificaciones que luego aparecían como ideas ajenas. Su impronta de ghost-writer está en numerosos textos, no siempre asociables con sus intereses.

También actuó en películas, escribió letras de canciones, hizo sketches de teatro de revista. Todo esto ingresó en su escritura y volvió a salir de ahí, modificado por los lectores.

El Monsiváis oral y el Monsiváis escrito crearon un género intransferible, el de la realidad comentada, la leyenda instantánea que aspira a colectivizarse, el mito exprés que no tiene copyright.

La condición fragmentaria y dispersa de su obra se explica en gran medida por su renuencia a verse como autor único y definitivo. Necesitaba palabras ajenas para parodiarlas, citarlas in extenso, polemizar con ellas. Sus ideas más genuinas surgían de una dramaturgia en la que intervenían los otros, aliados o adversarios, santos provisionales o diablos de pastorela.

Solía llegar a las conferencias con una carpeta en la que guardaba apuntes para las más distintas circunstancias. Ese hipertexto portátil era emblema de sus pasiones múltiples, que no admitían la conclusión. Su obra es desconocida en la medida en que sólo un mínimo porcentaje se ha publicado en libros. Su futuro como prolífico autor de libros póstumos reclama un editor que no caiga en pecado de beatería y se atreva a discriminar y organizar con imaginación los materiales.

Monsiváis fue una forma de la atmósfera. Sus miles de cuartillas y sus participaciones en todos los foros llegaban con previsible constancia. Con su muerte, lo que dábamos por sentado adquiere inaudita desmesura. Carlos Monsiváis dejó de pertenecer a la vida diaria para incorporarse al género que redefinió: la leyenda. ~


La otra raza cósmica de Vasconcelos

21/Agosto/2010
Laberinto
Evodio Escalante

Lo menos que puede decirse es que estamos ante una auténtica sorpresa. A más de cincuenta años del fallecimiento del más controvertido de nuestros pensadores, nadie imaginaría que andaba por ahí volando en el aire un libro inédito de José Vasconcelos. La publicación de La otra raza cósmica resulta por este motivo un hallazgo notable, producto directo del interés de Heriberto Yépez por destacar la figura de quien es para él el primer intelectual post-nacional que ha dado el país. En trance de escribir un libro sobre Vasconcelos, y hurgando en la de por sí abundante bibliografía del “escritor mexicano que más ideas ha tenido”, Yépez encontró unas conferencias que habría sustentado Vasconcelos en la Universidad de Chicago en 1926 y que no fueron incorporadas a las obras completas del autor: eran por lo tanto completamente desconocidas entre nosotros. Las tradujo en excelente español y les encontró un título a la vez propicio y provocador. Por la cercanía temporal y por la veta temática (la primera edición de La raza cósmica es de 1925), nos encontramos, en efecto, ante lo que bien podría ser la otra cara de una misma moneda: la tesis mesiánica de una raza mestiza que estaría destinada a implantar una nueva época en la historia del mundo, inaugurando con ello una etapa definitiva de progreso, armonía y disfrute estético, permanece en lo esencial la misma, aunque eso sí, atemperado en este caso el proverbial anti-yanquismo del autor por la doble circunstancia de dirigirse a un público norteamericano culto y, acaso, (atrevo la conjetura) porque ya avizoraba Vasconcelos que cierta simpatía de los círculos dirigentes del país anglosajón podría hacerle falta a la hora en que emprendiese sus futuras campañas políticas.
No por ello, de ningún modo, es un libro oportunista. De hecho, La otra raza cósmica podría antojarse en varios sentidos superior a su precedente inmediato. No se nos olvide que la prosa de Vasconcelos, arrebatada y arbitraria en largos pasajes, podía ser en sus momentos de felicidad estilística tan sugerente y fluida como la de su amigo Alfonso Reyes. Pero no se nos olvide tampoco que era un visionario, un pensador ebullente y original, muchas de cuyas ideas se diseminaron con éxito en nuestro medio, y que el propio Reyes en sus textos sociales llegó a reciclar de manera explícita algunos de sus conceptos como puede constatarlo quienquiera que revise las páginas de su famoso Discurso por Virgilio (1931). La prosa que ahora Yépez como buen “partero de las ideas” rescata del limbo de la inexistencia pertenece a la mejor estirpe vasconceliana: suelta, inventiva, magnánima, elevada y poderosa pero también flexible. El Vasconcelos demócrata e idealista brilla en estos textos con un resplandor que le permite codearse sin complejos con cumbres como Sarmiento, Bolívar y Andrés Bello. Así de poderoso y efectivo es el talante de su logos.
El libro está dividido en tres secciones, lo que corresponde a las tres conferencias impartidas por el autor: I. Similitud y contraste; II. La democracia en América Latina; y III. El problema racial en Latinoamérica. El filósofo de la historia y el experto en asuntos de geopolítica que quería ser Vasconcelos emergen desde los primeros renglones del texto. Impresionan su visión global de la historia de México, su idea del “desarrollo interrumpido” de las etnias indígenas de nuestro país, su manera de alabar el instinto de mestizaje con el que llegaron aquí los españoles, su visión ciclónica del paisaje americano, su descripción tumultuosa de la altiplanicie como escarpa geográfica que obliga al titanismo de sus habitantes, y más en lo amplio, su visión de la América toda como dividida en tres grandes zonas o regiones que imponen modos distintos de civilización, desde la América del Norte hasta la Patagonia. Como ombligo de su ejercicio de anatomía geográfica: las selvas, las zonas tórridas, que se yerguen como tremendo reto al impulso constructor de los hombres. Vasconcelos reitera aquí una tesis que ya había sostenido en La raza cósmica: “El mundo futuro será de quien conquiste la región amazónica.” En la versión de Chicago leemos: “Existe un periodo destinado a llegar en el cual la humanidad, apropiadamente provista con una adecuada técnica, se echará a cuestas la conquista y la explotación de la zona tórrida. (…) tengamos en mente que la raza que conquiste los trópicos será la ama del futuro.”
Si en La raza cósmica excluía de modo tajante a los Estados Unidos de su proyecto de fusión universal, en la medida en que ese país representaría “el último gran imperio de una sola raza”, las conferencias de Chicago se limitan a proponer un contraste que estaría obligado a fructificar: mientras que Norteamérica se ha desarrollado de acuerdo con una ley de similitud de razas, esfuerzos y condiciones, Latinoamérica encarnaría una suerte de ritmo variado de cambios y contrastes, que es el elemento mismo del mestizaje. Será el futuro, adelanta el filósofo, quien habrá de decidir si se impone la llamada Ley de similitud o si resulta más productiva la Ley de contrastes.
Surge el asunto estético. ¿Por qué lo blanco nos parece siempre lo más bello? Vasconcelos establece un interesante relativismo cultural, no exento de agudeza. Si sucede así, nos dice, es porque el criterio blanco de belleza es el que predomina en la era actual de la historia. Lo que no quiere decir que siempre tenga que ser así. A lo que agrega un interesante argumento que acaso no hubiera disgustado a los seguidores de Marx: la belleza física está relacionada con la serenidad y la paz mental propia de las clases dominantes. “En otras palabras —observa Vasconcelos—, una raza de esclavos no puede ser bella porque el trabajo duro y la miseria tienden a dejar su impronta en el cuerpo.” Entiéndase bien: no el trabajo como realización de las facultades humanas, sino como actividad ardua y brutal, que lastima los miembros y deforma los rostros.
El capítulo sobre la democracia contiene los alegatos más poderosos del libro. Lo que está en el caldero es el problema del inveterado caudillismo latinoamericano, modelo de dominación oriental o despótica que impide que la justicia y el respeto ante los demás triunfen en nuestras tierras. Si en La raza cósmica el tema apenas aparecía mencionado en una tacaña frase (“el cesarismo es el azote de la raza latina”), en los discursos de Chicago Vasconcelos se explaya con inteligencia y conocimiento de causa. Sus juicios sobre algunos de nuestros principales personajes históricos como Iturbide, Fray Servando, Benito Juárez, Lerdo y Madero me parecen agudos y ponderados, nada qué ver con la visión maniquea de una desafortunada historia de México que escribió varios años después ya despechado por el tremendo fraude que sufrió durante las elecciones presidenciales del 29. Sin ahondar más en el tema, me limito a decir que en la visión de Vasconcelos, mientras que es el despotismo el que ha hundido en la miseria a los pueblos latinoamericanos, son los gobiernos democráticos, sobre todo si están encabezados por hombres de cultura (como Sarmiento, Montalvo o Bello) los que conducen a la prosperidad. No por ello, empero, deja de reconocer que el gran déspota Porfirio Díaz también impulsó de modo sustantivo el crecimiento económico del país, aunque en definitiva lo condena en tanto que todo tirano, ejemplo de dominio unipersonal, “está destinado a traer una nueva era de odio, destrucción y caos”.
El capítulo final está dedicado a exaltar el papel de la raza mestiza. Por principio de cuentas, el autor añade una observación interesante que le desconocíamos, en el sentido que los indígenas mesoamericanos no constituyen de ninguna manera una raza primitiva. Acepta que pueden ser una raza decaída, en la que de seguro hay vestigios de la gran época de la Atlántida, pero no primitiva como tal. Un enorme paso adelante si se considera que para su contemporáneo el “humanista” Reyes los antiguos pobladores del Anáhuac son —y la frase me suscita escalofríos— “un pasado absoluto” (véase de nuevo el antes mencionado Discurso por Virgilio). Por lo demás, Vasconcelos sostiene que el mestizo representa un elemento totalmente nuevo en la historia, sin verdaderos asideros en el pasado, lo que de modo necesario lo proyecta hacia el porvenir. Retomo el argumento en su aspecto medular: “…el mestizo no puede remontarse por entero a sus padres, ya que no es exactamente como ninguno de sus ancestros, y al ser incapaz de vincularse plenamente con el pasado, el mestizo está siempre dirigido al futuro, es un puente hacia el porvenir.” Ningún país como México, añade el autor, puede mostrar “todos los signos y los efectos de esta peculiar psicología mestiza”.
No todo, empero, es miel sobre hojuelas. Su valoración del zapatismo, por ejemplo, revela no sólo un dejo peyorativo contra los campesinos alzados en armas sino igualmente una consideración muy unilateral acerca de las comunidades indígenas en general, las cuales, según esto, “carecen de estándares civilizatorios en los cuales apoyarse.” Su diversidad, opina Vasconcelos, resulta una limitación. El indio, enfatiza: “No tiene lenguaje propio, (y) nunca tuvo una lengua común para toda la raza.” La lengua de España resulta así elevada a canon insuperable de todo proceso civilizatorio. Lo cual ya es mucho decir…
En fin. Estoy consciente de que resumo de manera apresurada y parcial un libro muy rico en argumentos del mejor Vasconcelos. En estos días que corren, cuando ciertos personajes de la academia se entregan al deporte de menospreciar los variados aportes de este pensador… sin siquiera haberlo leído, me parece que la aparición de La otra raza cósmica es una buena oportunidad para iniciar la tarea pendiente.


Ruritania, el país de los diputados

18/Octubre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Podría dedicar estas páginas a narrar o considerar la vileza que resuman ciertos diputados, pero en estos momentos de desesperación pública toda crítica hacia estas personas se transformaría directamente en una celebración. Para ellos, como ha sido evidente, la palabra representa un universo desconocido. Para ellos sólo la acción. Y esta parece también lejana. La cuestión es que se han contado tantos chistes sobre el desaliño o la distracción de Einstein que nadie podría inventar uno nuevo. Sí, he cambiado de tema. Einstein tenía dos paraguas, uno en su casa y otro en la universidad donde impartía sus clases. Cierto día, cuando la lluvia cae sin cesar, un estudiante le recuerda que debe llevarse el paraguas porque de lo contrario se mojará. Einstein responde que es muy olvidadizo y que precisamente es por eso que tiene dos paraguas. Sin embargo, le parece absurdo llevarse la sombrilla pues de ese modo tendría dos en casa y ninguna en la universidad. ¿De que valdrían sus precauciones si en la universidad no tiene un paraguas? Y dicho esto marcha desguarecido bajo la lluvia con rumbo hacia su casa.
Lo anterior lo ha narrado Kundera en un ensayo en el que también ha recordado las palabras de Gombrowicz acerca de la novela crítica: “entre más erudita más tonta es”. Qué necedad asociar la erudición con la tontería, aunque no puedo negar que en ciertos casos la relación es bastante justa. Aunque sólo en unos cuantos casos (más relacionados con el arte que con las ciencias). Una madre judía le obsequia dos corbatas de distinto color a su hijo. Cuando el hijo estrena una de ellas la madre inmediatamente pregunta: “¿Acaso no te gustó la otra?” Quiero decir que no se trata de un chiste, sino de observaciones irónicas acerca de realidades simbólicas profundas, es decir ¡chistes!, bromas, lugares comunes que cuando tocan la médula hacen evidente lo ridículo del vivir. Quizás por esa razón Kundera tituló La broma a una de sus novelas y quizás también por eso afirma que Kafka comienza su novela América contando un chiste que, en realidad, se extiende a todas sus obras. Contar chistes es una actividad nihilista pues la risa prevista no parece ser otra cosa que una cortina de humo para cubrir el vacío o la nada. ¿Qué es esto? ¿Acaso se puede cubrir el vacío?
Cierta vez, Rafael Pérez Gay me comentó que detestaba los chistes (no recuerdo si también detestaba a las personas que los contaban), pero de inmediato comprendí que ese desprecio compartido por mí podría deberse quizás al miedo de enfrentar nuevamente y de manera tan grotesca la nada. Por ello, Kafka eligió los procesos judiciales y la burocracia como la representación más aguda de la broma que nos hace la nada para recordarnos que la tierra firme no existe.
Como tantos escritores que acuden a la biografía para dar energía a sus novelas, el sudafricano J.M Coetzee ha relatado en su libro Verano, el desprecio que su padre acumulaba contra los presidentes o monarcas de los países africanos. Y ya que comencé este artículo hablando de diputados, no estará de más citar íntegramente las palabras del padre de Coetzee: “A los dirigentes de los estados africanos los despacha con la palabra ‘bufones’: tiranuelos que a duras penas saben escribir su propio nombre, que van de un banquete a otro en sus Rolls Royces con chofer que visten uniformes al estilo de Ruritania festoneados de medallas que ellos mismos se han concedido. África: un territorio de masas hambrientas y bufones homicidas que las tratan con prepotencia”. Estas palabras vertidas hace 40 años me hacen recordar lo que no deseaba recordar. ¡Los diputados! Me guardaré otra vez mis palabras hacia ellos, como se las guardó el padre de Coetzee que sospechaba que nada se podía hacer entonces y que lo más sabio era saltarse, mientras leía el periódico, las páginas de política para ir directamente a las de deporte o cultura. ¿Saben dónde está Ruritania? Averígüenlo y se llevarán una sorpresa.

Ya me aburrió hablar del narco

26/Noviembre/2011
Laberinto
David Toscana


Siempre me ha dado por tomar la mochila e irme a recorrer montes y valles a pie o en bicicleta. Hace unos años, gozaba de ciertos privilegios por ser mexicano. En el instante de comentar que venía de México o de Mexico o de Mexique o de Meksyk o de Mexiko o de Meksika o de Messico, a mi interlocutor le brillaban los ojos, la sonrisa y, a veces, la nostalgia.
Ah, México, allá estuve una vez. Ah, México, qué país tan bello. Ah, México, señoritas bonitas. Sombrero. Amigo. Acapulco. Mariachi. Tortillas. Piñata. Tequila. Y era normal retirarme sin tener que pagar la pizza o el bratwurst o la multa.
En aquel entonces, hablábamos de la historia precolombina, la cocina, en especial del mole y los chiles en nogada, el Día de Muertos. Las playas eran las mejores del mundo. Los pintores mexicanos, señor mío, los de Oaxaca, esos colores que nos hacen sentir vivos.
Si era algún joven europeo al que le gusta jugar al pobre por quince días, me contaría de su breve estancia en Chiapas.
Si era alguien a quien le gustara leer, los temas eran Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Sor Juana. Y no faltaba quién se declarase admirador de Volpi.
En el Cono Sur se sabían de memoria los parlamentos del Chavo del ocho. En los Balcanes, las mujeres me llamaban Corazón, pues era la palabra que, según ellas, más se repetía en las telenovelas mexicanas. Los japoneses charlaban sobre la lucha libre. Los españoles no decían mucho, pues no acaban de encariñarse con sus parientes pobres.
Luego del vino, vodka o lo que viniera a cuento, se podía echar mano de un repertorio de canciones mexicanas, ya fuera en español o en sus respectivas traducciones.
En cierta ocasión detuve mi bicicleta en un biergarten en Pegnitz, Alemania. Se realizaba una celebración y yo moría por una cerveza. Cuando se corrió la voz que por ahí había un mexicano, el grupo musical me hizo pasar al frente y alrededor de mil personas me cantaron algo llamado “Fiesta mexicana” y que fue popular en los años setenta.
En esos años gozaba del orgullo de ser mexicano. Hoy sigo estando orgulloso, no lo puedo evitar, pero trato de ocultarlo.
Lo oculto porque todos esos que me hablaban de Chichén Itzá, música, mezcal y Topolobampo, ahora me quieren preguntar por el narco, la violencia, la corrupción y las matazones.
Y el tema ya me aburrió.
En todo lugar me hacen las mismas preguntas y yo doy las mismas respuestas.
Hubo un tiempo en que México estaba en los sueños del mundo. Entonces sus embajadores eran Pedro Infante, El Santo, los enormes poetas, la pintura. Eran sus siglos de historia, arte y artesanía. Eran Los Panchos. La marimba. Era el sol de las playas. La Ciudad de los Palacios. Los tacos, el chile. Los embajadores eran Diego y Frida. El huapango de Moncayo. Hugo Sánchez. José Alfredo Jiménez.
Ahora son unos hombres que no conozco, que nunca han escrito un poema y quizá no hayan leído un libro. No saben quién fue el último emperador azteca. Tampoco parecen darse cuenta de que la vida está colmada de belleza.
Pero andan armados.
Y de ellos tengo que hablar a dondequiera que voy.

La avanzada del desencanto

Mayo/2012
Nexos
Margarito Cuéllar

Juan Domingo Argüelles ha dicho que nadie está obligado a leer a los jóvenes por el solo hecho de vivir una etapa de la vida que es al fin y al cabo una enfermedad pasajera. Lo dijo con otras palabras, aunque en el fondo la poesía joven es más un adjetivo que sinónimo de vitalidad, energía pura, juego, ánimo experimental, provocación y desafío formal y temático. Si atendemos a la edad, el amasijo hecho por jóvenes, maduritos y viejos en nombre de la poesía sólo tiene dos resultados: colgarse de las amarras del tiempo o del libro de arena del olvido.

¿Cómo interpretar las edades de la poesía? ¿Por los años vividos o por el tono de un poema? ¿Por la energía para subirse a un escenario y desternillar de risa al auditorio? ¿Por las fronteras de una convocatoria para una beca, un premio o algún otro estímulo a costillas del proteccionismo oficial?

Hay puntos que parecen cruzar las líneas generacionales de la poesía mexicana escrita por jóvenes: a) El pasado es anacrónico; una vez reciclado y exprimido es inevitable oprimir delete, o guardar, no vaya a ser que el futuro reclame su atención. b) El lector es lo de menos —no hacen falta hipócritas-semejantes-hermanos—; para retroalimentarse no hay más ruta que la del propio poeta, habitante plenipotenciario de su propia república. c) La estafeta, entregada de manera voluntaria o por la fuerza, incluye un kit completo de vicios —herencia maldita de los grandes centros urbanos—, enemistades, trampolines para alcanzar la fama, palabras clave para reseñar la obra del compañero de círculo, o si se puede premiarlo. d) ¿A quién le importa que la poesía no se venda? Los subsidios no tienen complejos, la edad no estorba para merecerlos.

Una larga lista de nombres. Atisbos, promesas, reafirmaciones, señales de humo: poetas nacidos en los años setenta y ochenta. Echarse un clavado en el bosque y encontrar los claros requiere vocación masoquista. De la selva en llamas emergen poemas, algunos versos, detectives salvajes que se hacen visibles en la niebla.

Las promesas de ayer avanzan de manera vertiginosa a una madurez en la que tienen que elegir entre ser becarios de por vida, pasando del Kindergarten (becas estatales) a las categorías Boy Scout (cachorros del Fonca o de la Fundación para las Letras Mexicanas) y de ahí el salto a la categoría Pantalones Largos: el Sistema Nacional de Creadores, donde hay la posibilidad de alternar: primero beneficiario, después miembro del jurado.

Y ojo, el currículum se mama en la cuna; la altura no se alcanza de un salto, los grandes no nacen por generación espontánea: premios de poesía, una primicia editorial, competir con los de la fila de atrás arrebatándoles, ¿por qué no?, la estafeta de estímulos mayores.

Brújulas
Algunas brújulas orientan al viajero. En 2002 apareció la controvertida El manantial latente de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela. Del mismo año es Árbol de variada luz de Rogelio Guedea. Un orbe más ancho (2007) de Carmina Estrada. Al año siguiente Luis Felipe Fabre hizo su apuesta con Divino tesoro, al que siguieron Mar de vértigos de Alberto Trejo (2008) y El oro ensortijado, poesía viva de México de Mario Bojórquez, Alí Calderón, Jorge Mendoza y Álvaro Solís (2009). 20 años de poesía, selección e introducción de Jorge Fernández Granados (2010), agrupa a los jóvenes creadores del Fonca. Daniel Téllez reunió algunas voces en Esas distancias de algo (2010); lo mismo hicieron Iván Cruz Osorio, Benjamín Morales y Manuel de J. Jiménez en Región de ruina. Generación literaria del Bicentenario (2010) y el arriba firmante, acompañado en la aventura por Luis Jorge Boone, Mario Meléndez y Mijail Lamas en Vientos del siglo (UNAM, 2012).

Los que iniciaron con el vértigo de los 20 años hace un par de décadas: Luigi Amara, María Rivera, Kenia Cano, Luis Enrique del Ángel, Rogelio Guedea, Álvaro Solis, Balam Rodrigo, Ricardo Venegas y Luis Felipe Fabre, aportan un legado que se solidifica y a veces se diluye. O se revierte en géneros como la narrativa, en el caso de Julián Herbert y César Silva Márquez.

Galería de voces
El lector abre Cabaret Provenza (colección Centzontle del FCE, 2008), de Luis Felipe Fabre (1974) y advierte que el autor “…es considerado como uno de los mejores poetas hispanoamericanos de tiempos recientes… posee una voz indiscutible y notablemente única en la poesía contemporánea de nuestra lengua”. El poeta —dice la nota— concibe el poema como “lo prefiguró Mallarmé”, posee la geometría versal del desamparo de José Asunción Silva y las breves estrofas de Emily Dickinson; se le compara con Décio Pignatari, Haroldo de Campos y sus versos emparentan con los mejores de Lezama Lima y Gonzalo Rojas.

¿Afán por canonizar lo que se hace visible o mercadotecnia editorial? El libro no lo necesita pues los lances de Fabre —equilibrista del poema— son tan arriesgados que lo mismo va por la cuerda floja del discurso popular que por la red de una escritura nerviosa, juguetona y nunca acartonada:

Grandes pechos los de estas meseras
[comestibles:
sus nombres están tatuados en la
[corteza de los árboles
y en los corazones de los traileros.

Los nacidos de la mitad de los años setenta en adelante parecen imprimir a su poesía una fuerza mayor. Desde Legión (2003), Luis Jorge Boone se muestra como un poeta maduro: “Convencido de decirlo todo;/ de nombrarlo todo./ Explico en lengua de reyes/ —meticuloso y principal— la intención de mis versos./ Señalo la salida del laberinto,/ paso revista a este ejército de cosas/ sin dejar ventanas abiertas al ladrón”. Todo para el poeta coahuilense es el desierto, la palabra, la infancia, los muertos que se cargan a la espalda, las mujeres, las sombras, los sitios habitados. Con Galería de armas rotas (2004), Traducción a lengua extraña (2007), Novela (2008) y Los animales invisibles (2010), Boone se reafirma como una voz sólida de variados registros, inmersa en la tradición y la búsqueda de atmósferas nuevas. Para él “todo limbo es ninguna parte” y lo mismo nos exhibe en su galería una retrospectiva de animales invisibles que el concierto de un pianista frente al mar: “El pianista posa sus manos sobre las teclas y las olas del mar se detienen a escuchar el vals que recorre en su palma la línea del destino”.

Otro norteño, Francisco Alcaraz, apuntala su poesía hacia un entorno urbano en el que el día transcurre como “un hermoso escombro del espíritu”. Se mueve del río de la prosa al verso libre para negar la ciudad misma. La memoria del dolor y la evocación al padre y a la madre desde las entrañas del tiempo. Autor de La musa enferma (2003), Alcaraz construye sus poemas con los escombros del tiempo y cuando el amor se hace presente e ilumina la página es menester salir en llamas y sin posibilidad de retorno.

El acercamiento de Hernán Bravo Varela (1979) —como lector y traductor— a la obra de William Shakespeare, Emily Dickinson, Gerard Manley Hopkins, Oscar Wilde, E.E. Cummings y William Carlos Williams, hace que su poesía se aleje del estruendo y ofrece pequeñas acuarelas que sugieren el color más que pintarlo.

Óscar de Pablo (1979) se da a conocer con Los endemoniados (2004), al que siguieron Sonata para manos sucias (2005) y Debiste haber contado otras historias (2006). Abreva en la crónica y en la anécdota, y desde la ciudad traza un imaginario en la que el humor corroe a su blanco: “Observemos a este/ depredador hambriento que se acerca:/ es un poeta joven de género bucólico/ que apenas ha aprendido a cazar por sí solo”.

Poeta de la conversación y el lenguaje directo, del soneto en prosa y la elegía, De Pablo es dueño de un ritmo preciso y lejano a la retórica y al sueño barroco. Algunos de sus versos recuerdan al mejor Efraín Huerta y a César Vallejo, aunque pronto toma aire y traza su propio vuelo con ánimo fresco y luminoso.

Eduardo Saravia (1977), autor de Memoria de la noche (2008) e Historia natural de la sombra (2010), plantea un escenario sombrío, más no por ello carente de intensidad. Sus referentes son la infancia y el entorno familiar, el miedo, el delirio, la enfermedad; todo al servicio del poema y no del lamento. Las cosas —un vestido blanco y triste en el armario, por ejemplo— renacen como reliquias de un pasado en el que todo parece al borde del abismo.

Eduardo Padilla (1976) ha escrito de Wang vector (2003) y Zimbabwe (2007). De trazos complejos, su poesía huye del elemento inmediato y se refugia en las leyes de la termodinámica o de la gravedad. “Desean tirar del arco./ Desean tirar del arco y que la flecha silbe y que la cuerda cante”, escribe en “Un ave cae”. Poemas como “Auto-retrato con escuadra” parecen emerger del hiperrealismo: “Tomaré mi escuadra y tocaré el arpa en silencio,/ como quien finge decir algo urgente detrás de un cristal blindado”.

¿Poesía kamikaze o balas de salva? Los mejores textos de los nacidos en los setenta contienen recetas de cocina, elementos de la ciencia, retratos rotos de familia, sombras de hospitales, cuartos de hotel, escuadras listas para ser disparadas, vértigo, sopor, abismos luminosos, fiebre, prisa, desencanto, pesadillas, sueños a color y en blanco y negro.

Leer a Jair Cortés (Tlaxcala, 1977), como dice Luis Jorge Boone, implica sumergirse en los infiernos interiores: “Yo no conocí el odio como se conoce al árbol./ No lo conocí en la raíz de la traición/ ni supe de él/ por los frutos de la venganza./ Yo conocí al odio en el espejo”.

Generación abundante. Ahí están Maricela Guerrero y Javier Villaseñor (1977); Jocelyn Pantoja, Andrés Cisneros de la Cruz, Omar Pimienta y Hugo García Manríquez (1978); Mijail Lamas, Yohana Jaramillo y Minerva Reynosa (1979).

Maricela Guerrero escribió Se llaman nebulosas (2010). Mapa conceptual con un trazo entre prosa y verso libre muy firme que explora el interior de la mujer, el alumbramiento, los cuerpos (el del poema y el físico). Dice en “Anamnesis”: “Tu padre era un pasillo encendido,/ de la tierra vino, unos ratitos andando y otros a pie: llegó de golpe, como el invierno y su cuchillo de escarcha”.

Fragmentos de canciones y de refranes, hilos de vida tatuados en la corteza de la memoria, exploraciones, hospitales, clavos, nebulosas, florescencias, los textos de Marcela, autora también de Desde las ramas de una guacamaya (Bonobos, 2006), abordan un tren en marcha vertiginosa, cruzan fronteras y se abisman hasta salir de pie y por la puerta principal del poema.

Y mientras los textos de Minerva Rey-nosa se centran en la reconstrucción del entorno urbano (Atardecer en los suburbios, 2011) mediante una poética emergente, la tijuanense Yohanna Jaramillo (Pacíficos, 2007; Yohismos y Trotamentes, 2010) en Diarios del este (2011) le da voz al narcocorrido, al mar invadido de basura y a las tres leyes de la robótica. Escribe en “Gente nueva”: “Un Chapo debe obedecer a las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si esas órdenes entrasen en conflicto con la primera Ley./ Un Mayo debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda Ley./ Y uno en medio de la guerra vendiendo dulces/ a los próximos muertos tapándoles baches,/ a los niños sin sonrisa vendiéndoles de a peso,/ vendiendo, enterrando gerundiamente/ la dulce muerte”.

Irrupción multitudinaria
Lo que viene son otros jinetes, nuevos corredores de fondo. Entre los nacidos en la primera mitad de los ochenta destacan: Iván Cruz Osorio (1980): Tiempo de Guernica (2005), y Rubén Márquez (1981): Pleamar en vuelo (2010). Cosecha 1982 son Alí Calderón: Imago prima (2005) y Ser en el mundo (2008), Sergio Loo: Claveles automáticos (2006) y Sus brazos labios en mi boca rodando (2007), Rodrigo Castillo: Espacio de resistencia (2007) y Panthone 8602 (2011), Óscar David López: Gangbang (2007), Perro semihundido (2008) y Roma (2009), Anaïs Abreu: Isla perdida, Isla del dragón y Pelo corto (2008), y Claudina Domingo: Tránsito (2011).

Manuel Becerra: Cantata castrati (2004), e Inti García Santamaría: Recuento al final del verano (2000), Corazoncito (2004) y Nunca Cambies, poemas 2000-2010, nacieron en 1983; de Daniel Saldaña París (1984) son los poemarios Esa pura materia (2008) y La máquina autobiográfica (2012).

La segunda camada de esta generación, nacidos en 1985, la componen Aurelio Meza: Sakura (2008), Alejandro Albarrán: Ruido (2012), Yaxkin Melchy: Nada en contra (2005), El nuevo mundo (2008), Ciudades electrodomésticas (2009) y Los poemas que vi en un telescopio (2009), Karen Villeda: Tesauro (2010), Christian Peña: De todos lados las voces (2008) y El síndrome de Tourett, y Chiristian Barragán: De un oscuro oleaje (2008).

Manuel J. Jiménez: Los autos perdidos (2008), y Karen Plata: Mamá es una nave (2007), son de 1986. De 1988 son Eduardo de Gortari: Singles /05//08 (2008) y La radio en el pecho (2010), y Daniel Malpica: Paréntesis (2008). Nacidos en el 89 son Ghita Corzo, Luis Arce y Krishna Avendaño: Una ciudad transgénica (2009).

Alí Calderón nos entrega poemas luminosos que abrevan en la tradición. Claudina Domingo traza el propio plano de una ciudad en ruinas: “la de los palacios/ …cáncer de menudencias, que al desconocer su miseria (viola las arcas del sol) todos los días”.

Karen Villeda hace del lenguaje matemático un apunte sonoro y visual que perturba gratamente al oído, juega con el léxico y no se conforma con lo establecido.
De Rodrigo Castillo, nos dice Marcello Pellegrini: “Entre la lírica y el desenfado quiere dar en el blanco de una nueva sensibilidad poética. Nuestro poeta sabe que ya no estamos en la vanguardia, y que la tentación de lo nuevo no puede ser sino irónica”.

Yaxkin Melchy es una especie de medium de las galaxias y produce poemas que pasan de la exaltación al desencanto a un ritmo vertiginoso y sensorial: “Un niño solitario de hoy/ es una tumba llena de petróleo”. “Las estrellas de este país son periódicos quemándose en una enorme hoguera mientras bailamos y los adultos nos dan la espalda”.
Eduardo de Gortari afina su oído musical y nos recuerda que la poesía y el canto nacen juntos, que es posible, desde la nostalgia y el abandono, ser coloquial sin perder la forma: “Pero en estos mismos días de pobres diablos e imbéciles bien intencionados pondré aquí el mejor panfleto el mejor voto el mejor poema”.

A los 21 años Víctor Ortega Chávez e Iván Ortega López son el germen de nuevas voces que irrumpen en el escenario de la novísima poesía. Víctor ha publicado cinco poemarios, entre ellos Presagios en la nieve y Tumbas en el cielo; Iván fue incluido en el libro Paraíso en llamas y forma parte de los colectivos Devrayativa y La Red de los Poetas Salvajes.

Las nuevas voces van por los caminos de la poesía con un dejo de cinismo y desencanto, algunos de ellos venden o regalan sus poemas en el metro, elaboran artesanalmente sus cuadernos de poesía, nadan contra la corriente en el río revuelto de un presente incierto, “leen a sus contemporáneos y se apoyan creando colectivos, ofreciendo talleres, colocando links en sus blogs que llevan a las páginas de otros poetas, de revistas, de convocatorias, becas y premios. No temen a las nuevas tecnologías, entre las cuales se encuentra, por supuesto, internet, pero también se valen del video o la música para aproximarse a sus lectores, para alejarse de la solemnidad y crear así breves performances” (Ericka Montaño, La Jornada, mayo 17/09).

Posdata
Las apariencias engañan. En México hay sesentones que ya no se cuecen al primer hervor y escriben una poesía lúdica, desinhibida, hiphopera y transgresora; que hablan de poesía transhistórica, de soportes no convencionales, anulación del yo lírico y desgramaticalidad, muy al estilo del Spoken Word, los Slams Poetry, el performance y toda forma poética realizada mediante soportes no convencionales. Lo mismo que chavitos de 20 imitando a los señores no sólo en el vestir y el andar sino hasta en la forma de hacer poesía y de ejercerla en sociedad.

“Una juventud mansa y estudiosa cuya única ambición consistía en aprender lo más rápidamente posible la madurez de los mayores. ¡Ah, no ser juventud! ¡Ah, tener una literatura madura!”, diría Gombrowicz.

Procrastination

Mayo/2012
Nexos
Carlos Velázquez

Vivo como si el calendario no existiera. En otro tiempo, me habría convertido en la peor pesadilla de Ben Fong Torres. Soy un acróbata de las deadline. Mi deporte favorito consiste en retrasar ediciones.

Soy desidioso. Odio las obligaciones. Decidí no asistir a la universidad. Que la vida hiciera de mí lo que le apeteciera. Y pagué caro tal osadía. La existencia me convirtió en escritor. No entiendo cómo un tipo con mis características puede forjar una carrera literaria. Mi papá desempeñó varios oficios: usurero, tahúr, beisbolista, luchador, sandillero, melonero, pescador, fayuquero, y quizá el más espectacular de todos: gatillero. Pese a sus actividades, no resistió el impulso de convertirse en lector. Era asiduo consumidor de las novelas de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía. Cómo observarlo devorar una historia a la semana me orilló hacia la literatura es incomprensible.

El placer es impostergable. Ponderar la escritura por encima de la vida me parece sospechoso. Digno de subnormales o académicos. Admiro a los Beatles por domar el LSD. E involucrarlo dentro de su proceso creativo. Me encantaría domesticar la droga. Pero es indispensable que me encuentre sobrio para escribir. Y como eso rara vez sucede, tengo severos problemas para cumplir mis compromisos escriturales. Desde mis inicios opté por no corregir textos. Una práctica para lerdos sin talento. Las ocasiones especiales en que me abstengo de intoxicarme, las aprovecho para sacar los pendientes. Si un texto no resulta como esperaba lo desecho sin remordimientos. He tirado varios libros a la basura.

Me he convertido en un rockstar de la procrastinación. Prefiero descargar música antes que solventar cualquier obligación preponderante. Y odio el spam literario. Haber corrido con la suerte de pegar un par de hits en la literatura ha sido insoportable. No pasa un día sin que alguien me escriba un correo para insistirme en que desempeñe tareas que aborrezco. Como corrector, editor (por Dios) o negro literario. Por supuesto bajo ningún concepto de honorarios. He sido carne de cañón. Ya pasé por una redacción. He sido corrector para una editorial. Ni siquiera tengo chance para dedicárselo a mi propia obra. El valioso tiempo que me queda libre lo empleo en mirar pornografía. Y aunque me pagaran. No soy un caza talentos. Ni soy nadie para recomendar a la gente en casas editoriales. No me interesa que mi juicio tenga injerencia. Contra lo que piensan algunos amargados a quien nadie pela, no formo parte de ningún grupo ni de ninguna mafia. Para ser parte de una conspiración hace falta estar atento a los otros. Y yo soy un güevón. No saco la basura de mi casa. Qué me importan los intereses de ningún sector.

En mi defensa diré que soy oficinista. Ocho horas diarias me dejan en calidad de trapo. Sumemos que tres días a la semana le hago al César Costa: papá soltero. Tengo que llevar a mi hija al balé. Fuera del placer que me produce ver a la miss, pocas satisfacciones obtengo. Luego debemos hacer la tarea. Darle de cenar. Y dormirla. A las diez treinta de la noche que termino mis presiones paternales, me queda poco ánimo para brillar sobre el teclado. No me interesa mantener mi reputación como literato. En ocasiones pendejeo en las redes sociales. Y la gente me atosiga con mensajes. Y pobre de mí donde no conteste. Síntoma de que me he convertido en un mamón. De que me he subido a un ladrillo y me he mareado. No puedo procrastinar a gusto en la web.

Siendo honesto, no sé cómo escribo. Ni a qué hora. Soy un bebedor consuetudinario. Nada es más sagrado para mí que sentarme a escudriñar los partidos de beisbol de las grandes ligas con una dotación de cervezas. Apenas empieza la temporada, me olvido de todo. Y por si fuera poco, también estorban los compromisos derivados de la propia carrera literaria. Los viajes. Nunca me ha gustado teclear por las noches. Mi hora favorita para trabajar es por la mañana. Pero desde que dejé de ser un vago me he tenido que conformar con pescar la primera oportunidad que se presente. En aeropuertos. Centrales de autobús. En comidas familiares. Con mi hija dormida en las piernas. O mientras la espero fuera de su clase. Seguro me veo ridículo al tomar notas y garabatear en medio de un grupo de señoras gordas que chacharean sobre telenovelas.

No voy a mentir. La escritura me interesa poco. Ni la considero terapéutica. La única manera en que alivio mi estrés es en la cama. Sin embargo, como mi padre, no he podido renunciar a la lectura. No importa a qué consagres tu vida, seas un malandro o un ciudadano de a pie, leer es la manera más efectiva de matar el tiempo. Y la procrastinación más severa que sufren mis editores no es culpa del alcohol ni de las putas ni de las drogas. Es de los libros. Maldito vicio

John Cheever: un neoyorquino de todas partes

20/Mayo/2012
Jornada Semanal
Leandro Arellano

Niño aún empezó a inventar historias que admiraban a sus maestros y compañeros de escuela, y en su temprana juventud fue expulsado de la Academia Thayer por ser sorprendido mientras fumaba. Esa experiencia la transformó en su primer relato, “Expelled” (“Expulsado”), que publicó en la New Republic en 1931, el mismo año en que hizo una visita a Alemania con su hermano Fred. Continuó publicando en la misma revista, así como en Collierʼs Story, en Harperʼs Bazaar y otras, pero fue con The New Yorker –la emblemática publicación cuasi semanal neoyorkina– con la que mantuvo una prolongada relación por el resto de su vida. Publicó allí por primera vez en 1935 su relato “Buffalo”, iniciando una relación que sólo se extinguiría con la muerte del escritor, casi medio siglo más tarde. “Buffalo” fue el primero de los 121 relatos que publicó en The New Yorker.
John William Cheever nació el 27 de mayo de 1912, en Quincy, Massachusetts. Su padre fue un exitoso comerciante de zapatos y su madre, una mujer de carácter nacida en Inglaterra, era jefa de enfermeras en un hospital, pero al casarse se dedicó a labores sociales y culturales, y cuando varió la fortuna familiar estableció –ante el horror de sus allegados– una tienda de regalos.
Hacia 1932 conoció a Edmund Wilson, John Dos Passos y Sherwood Anderson, y trabó amistad con su coterráneo e.e. cummings, quien lo persuadió de que abandonase Boston. Al poco tiempo se estableció en Nueva York, una ciudad que permanecerá enlazada a su existencia. En 1941 se casó con Mary Winternitz, hija de un antiguo decano de la Escuela de Medicina de Yale y nieta de Watson, coinventor del teléfono.
En 1943 publicó su primer libro de cuentos The Way Some People Live (El modo en que vive alguna gente), bien que a lo largo de su vida escribió indistintamente relato y novela. La novela Crónica de los Wapshot, le valió el National Book Award en 1964, y en 1979 le fue concedido el Premio Pulitzer por la edición de sus cuentos reunidos. Fue este género en el que principalmente destacó.
Cheever es uno de los más reconocidos cuentistas estadunidenses. Varios relatos suyos, como “El nadador”, fueron llevados a la pantalla. Las relaciones malogradas, el alcoholismo, las tensiones de la vida doméstica son temas recurrentes en su obra, en la que priva una visión harto acerba de la vida. “Reunión”, el relato que presentamos enseguida, bien puede representar un ejemplo típico de su literatura. En el prefacio al volumen de sus cuentos reunidos el autor confiesa: “Calvino no tuvo ningún sitio en mi formación religiosa, pero su presencia parece morar en los graneros de mi niñez y haberme heredado una inmoderada amargura.” 
Como todos los cuentistas notables de su país, Cheever reconocía la preeminencia de Chéjov en el género. En un viaje que hizo a Yalta, durante la Guerra fría, visitó la casa en que el cuentista ruso vivió sus últimos años. Esa experiencia y su impresión del genio de Chéjov son narradas en un texto que tituló “La melancolía de la distancia.”   
Neoyorquino entrañable y bebedor consuetudinario, Cheever consideraba que el cuento es la literatura del nómada. Por un tiempo presidió Yaddo, una comunidad de artistas con asiento en Saratoga Springs, la cual representó para Cheever un segundo hogar a lo largo de su vida.
Durante una época enseñó en la Universidad de Boston y en 1978 Harvard le concedió un grado honorífico.
Unos días antes de su muerte, en 1982, recibió la Medalla Nacional de Literatura en el Carnegie Hall, otro emblema neoyorkino. Abrazado por el cáncer, en la ceremonia de reconocimiento el escritor expresó su non omnis moriar, cuando afirmó que una página de buena prosa es indestructible.
The Library of America –La Biblioteca de América– publicó en 2009 sus cuentos reunidos y otros textos, en un esmerado volumen de poco más de mil páginas. De allí procede la presente traducción. Austral anunció que el presente año publicará algunas obras suyas, en conmemoración de su primer centenario.

Nostalgia por el entusiasmo

20/Mayo/2012
Jornada Semanal
José María Espinasa

Como lector pertenezco a una generación que vivió el eco del entusiasmo despertado por Cien años de soledad en los años sesenta. A fines de los setentas ese entusiasmo tenía algo de espera, la expectación por los nuevos libros del escritor –que fueron llegando, varios de ellos extraordinarios– y la intuición de que el lapso que va de la publicación de Pedro Páramo a Cien años de soledad se había acabado nuestra cuota de obras maestras. Ahora, que se celebran los ochenta y cinco años del escritor, los cuarenta y cinco de la publicación de la novela, y el lanzamiento de esta en su edición digital me hizo pensar en ese entusiasmo y sentir, aunque sólo hubiera vivido el eco, cierta nostalgia. Y quise revivir algo de ese entusiasmo a través de algunos textos que contribuyeron a él, por ejemplo, el diálogo con el novelista de Aracataca en Los nuestros, de Luis Hars.
Hay críticos, invadidos por el resentimiento, que creen que el entusiasmo es un lastre para su labor y han perdido la capacidad de celebración. Creen que su labor es hacerla de policías literarios y terminan tiñendo su incomprensión de rigor moralista para disfrazar su insensibilidad ante el texto y, dicho sea de paso, ante el entusiasmo. Después de aquellos años milagrosos del boom el entusiasmo no ha tenido buenos momentos. La desconfianza se transformó en escepticismo y el público dejó de celebrar el talento y depositó su capacidad de elegir lecturas en la publicidad. Ya se ha demostrado que el boom, en tanto fenómeno mercadotécnico, provocó el protagonismo de los agentes de imagen y la transformación del escritor en una marca. El crítico, aletargado por el resentimiento, no supo cómo reaccionar ante ese desplazamiento. Por eso, Los nuestros (Luis Harss) es un libro en cierta forma irrepetible, aunque se haya repetido de mil maneras.
El azar de las lecturas me llevó a releer a Ernesto Volkening, notable crítico colombiano, gracias a un volumen de textos suyos –Gabriel García Márquez: “un triunfo sobre el olvido” – publicado por el FCE Colombia, cuya edición y prólogo estuvo a cargo de Santiago Mutis Durán, uno de los mejores poetas colombianos de la generación nacida en los años cincuenta, y extraordinario editor. Se trata de un libro ejemplar: mesura, información, estilo, precisión, capacidad de entusiasmo y ojo atento a los peligros de un más que probado talento. Los textos fueron escritos como reseñas en algunos medios colombianos, en especial en la revista Eco, reseñas de ésas que hoy ya no hay en español, con tiempo y espacio para reflexionar, incompatibles con la crítica telegráfica actual. Sin las pretensiones de descubrir el mar, Volkening sabe en cambio describir el oleaje. Escritas al calor de la aparición de los libros, son lecturas serenas y admirables, con eso tan poco común que es el sentido común.
Muestra el libro que el entusiasmo también puede ser inteligente y lúcido. Cien años de soledad es un libro extraordinario, pero fue también extraordinario su contexto y la reacción que provocó en los lectores, esa explosión en cadena que llevó el libro a los rincones y lectores más apartados del planeta. Y ese contexto lo volvió algo simbólico. Ahora, con la edición digital el símbolo se renueva. Una de las cosas que el libro de Volkening hace es restaurar el contexto literario colombiano en que se da la novela y en general toda la obra de Gabriel García Márquez. La sombra que proyecta el entusiasmo puede ocultar parte de la riqueza literaria. Por ejemplo, señala la importancia y calidad de dos novelistas seguramente desconocidos para el lector mexicano: José Félix Fuenmayor, muerto el año anterior a la publicación de Cien años de soledad, y J. A. Osorio Lizarazo. Agrega páginas adelante a Manuel Mejía Vallejo, un poco más conocido, aunque no lo que debiera, entre nosotros y habría que mencionar, diría yo, a Héctor Rojas Heraso, autor de Celia se pudre.
Tener antecedentes no disminuye el talento ni la genialidad, simplemente da sentido a su aparición. Volkening mismo es un caso atípico de crítico. Nacido en Amberes de padres alemanes en 1908, emigra con su familia a Bogotá, Colombia, poco antes de la segunda guerra mundial, y se volverá un crítico influyente y un notable traductor. En 1974 publicó –¡en Monterrey, México!– Los paseos de Lodovico. Su condición extraterritorial lo lleva a tener un ojo avizor para la literatura de Colombia, país que hace el suyo en esa lectura. La nostalgia por el entusiasmo que dio su arranque a estas notas encuentra en el acompañamiento crítico que se ha hecho de la obra de García Márquez un motivo de felicidad. En los textos de Volkening la crítica está a la altura y no se pierde en mezquindades.
Y así el entusiasmo ahora es por partida doble: el lector no sólo puede acceder en este volumen a una ensayística en armonía con la obra del narrador colombiano, sino “descubrir” (las comillas apenas disimulan mi ignorancia, los lectores de Eco conocían al crítico y en Colombia algunos de sus libros circulan aún, pero en México pocos hablan de él) a Ernesto Volkening. ¿Desde aquellos dorados sesenta cuántos entusiasmos han surgido parecidos? Podría pensar en la unánime aceptación en lengua española de la poesía de Gonzalo Rojas en las últimas décadas de su vida, y también, aunque de carácter distinto, en la atención que ha merecido Roberto Bolaño, pero creo que son de signo distinto. Tal vez lo más cercano sea el entusiasmo despertado por los textos de Enrique Vila Matas, casi como un elemento de reconocimiento entre cierto tipo de lectores, mismos que son sin embargo minoritarios. En resumen. Ese entusiasmo no se ha vuelto a dar, pero sería un poco absurdo decir que es irrepetible, aunque algunos signos nos llevarían a pensarlo.
Así el libro de Ernesto Volkening, titulado Gabriel García Márquez: un triunfo sobre el olvido es precisamente eso: un triunfo sobre el olvido, no porque estemos siquiera cerca de olvidarnos de García Márquez sino porque nos recuerda que el entusiasmo es posible.

Palabras para recordar a Guillermo Fernández

20/Mayo/2012
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos


Sinceramente modesto y orgulloso, aislado y tímidamente sociable, compasivo frente al desvalimiento, generoso cuando se le pedía un servicio, “lejos de vanidad de vanidades”, así vi por más de treinta años en sus fructuosas contradicciones a Guillermo Fernández.
Desde que lo conocí, luego de una mesa redonda en la Casa del Lago en 1977, hubo una amistad basada en un gran respeto y un aprecio sincero. Curiosamente nuestras largas conversaciones fueron la gran mayoría de las veces telefónicas, y me doy cuenta ahora, no sin perplejidad, que giraron la inmensa mayoría del tiempo sobre Italia. Si mal no recuerdo, hablamos, entre muchas cosas, de su fervor por ciudades como Florencia y la religiosa Asís, de paisajes toscanos y umbríos, del código lingüístico del dolce stil nuovo y de las infinitas dificultades para traducir la Divina comedia, de las deliciosas historias del Decameron, de Bocaccio y las sátiras de Pietro Aretino, de los aforismos agudísimos de Francesco Guicciardini y de su admiración por la poesía de Leopardi y de su horror por su vida de sufrimiento, de los severos escollos que presenta la traducción de Eugenio Montale (recientemente Fabio Morabito vertió al español toda la poesía) y del scontroso carácter de Pavese y de Saba, de la caballerosidad medieval del gran poeta Mario Luzi y de la infernal burocracia italiana tanto nacional como la de sus embajadas... Curiosamente me doy cuenta de que hablamos muy poco del cine, que para mí es el más bello e inolvidable del siglo XX.
No sé cuántas páginas tradujo del italiano; debieron ser más de 20 mil; como traductor fue un gigante; no puede llamarse de otra manera su labor sino monumental. Sin sus traducciones de libros de poesía, narrativa, historia y política, las letras italianas serían menos que un subproducto editorial en México. Esa tarea, salvo contadísimos casos, la gran mayoría de los burócratas italianos en México y algunos más no burócratas, fueron los primeros en no apreciarlo, y algunas veces, en lugar de reconocimiento, encontró resentimiento envidioso, desdén oblicuo, indiferencia despreciativa. Fue traductor, entre decenas de libros, del Decameron, de Giovanni Boccacio, de los aforismos y fragmentos –que son un Arte de la Política– de Francesco Guicciardini, de Los prometidos, de Alessandro Manzini –la novela imagen del ottocento italiano–, de los cuentos cruel y tiernamente realistas del siciliano Vitaliano Brancati, de las imaginativas nouvelles de Pirandello, de la obra poética completa de Cesare Pavese y de Mario Luzi, de varias y variadas antologías del cuento y de la poesía italianos... “De la música ante todo”, escribió Paul Verlaine. Para mí una de las mayores proezas de Fernández son sus traducciones de poemas de Dino Campana que, como la poesía de Verlaine, Nelligan, Herrera y Reissig o Dylan Thomas, son ante todo música, es decir, piezas líricas que, en distintas direcciones, leemos en un arrebato o en un vértigo. Me quedo tranquilo con él. Publiqué sus traducciones, pagándole correctamente cuantos libros pude, cuando en la UNAM dirigí Literatura en Difusión Cultural, primero, y sobre todo, cuando coordiné el Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades. La traducción fue el principal oficio del cual vivía, y en ocasiones, dignamente sobrevivía.
No hubo libro que yo tradujera del italiano que él no revisara. Así fue con mis traducciones de Saba, de Ungaretti, de Cardarelli y de Quasimodo. Cada libro contiene entre quince y veinticinco observaciones definitivas. Algo debo en esto también al poeta italiano Stefano Strazzabosco. Hombre de gran decencia intelectual, Fernández me conmovió hondamente una vez que le pregunté si no pensaba trabajar sobre alguno de ellos: “Ya lo hiciste tú”, repuso. Otras veces me telefoneó para ver si estaba traduciendo o si no pensaba traducir a tal o cual poeta, porque él tenía la intención o estaba en vías de hacerlo.
Déjenme recordar tres anécdotas que se relacionan con lo italiano y muestran al Guillermo Fernández que tuvo a la vez como consigna y norma nunca tomarse en serio. Es fama, o se tiene al menos la percepción, que en la media de los italianos el monólogo suele ser hábito de su vida diaria. Guillermo vivió un tiempo en Italia y le gustaba asistir a conferencias o mesas redondas. Cuando iba a estas últimas se quedaba atónito porque de los cuatro o cinco participantes dos regularmente se quedaban sin hablar pues se acababa el tiempo.
La segunda es cuando le pregunté por qué había dejado Ciudad de México para mudarse a Toluca. “Porque es la ciudad mexicana que más se parece a Florencia”, repuso.
Hace unos años –cuento la tercera–, por fin las autoridades culturales italianas reconocieron a Guillermo Fernández con la más alta distinción al mérito y le otorgaron la Venera en la residencia del embajador de Italia en México en la avenida Rubén Darío. Quienes lo conocíamos sabíamos que los actos solemnes le causaban gran incomodidad y le pedíamos una y otra vez que no fuera a decir en público sus sinceras barbaridades como, por ejemplo, que se sentía orgulloso de tener una distinción de tal índole, la cual se la habían dado también a delincuentes metidos a políticos, como al exregente del DF Óscar Espinoza Villarreal, o que a él le valían un cacahuate y una pura y dos con sal las distinciones, pero a fin de cuentas si querían dársela, que se la dieran y ya y muchas gracias y hasta luego. Costó trabajo convencerlo. Y en efecto, Fernández nos hizo caso... pero sólo cuando habló en público. Al terminar el acto se acercó con el embajador italiano y le dijo: “¿Y qué hago, señor embajador, con esta venérea?” Al embajador se le descompuso la cara.
Para finalizar, sólo quisiera añadir una cosa como despedida. Una sola para decirle: “Muchas gracias, Guillermo, por tu mano generosa por la que tantos te debieron y te debimos tanto, por tu modestia sin fisuras, por la belleza de tu poesía, y porque sin tu trabajo Italia estaría mucho más lejos de México.”
Y que la tierra le sea para siempre leve.

Carlos Fuentes en la memoria

20/Mayo/2012
La Jornada
Sergio Pitol

El día martes me enteré con enorme pena del fallecimiento de Carlos Fuentes, y aunque desde hace algunos tiempos el padecimiento de una enfermedad me ha mantenido completamente alejado de la escritura, la triste noticia me hizo recordar, de repente, las circunstancias en que lo conocí hace más de medio siglo.
Debió ser a principios de la década de los 50, durante las clases que en la Facultad de Derecho impartía don Manuel Pedroso; ese maestro al estilo medieval que formó a todo un grupo de jóvenes ávidos y curiosos, entre los que se encontraban Víctor Flores Olea, Enrique González, Porfirio Muñoz Ledo, Luis Prieto, Fuentes y quien esto suscribe. Él por entonces era un joven de 22 años recién llegado de Ginebra y París, vestido siempre con elegancia y poseedor de una enorme habilidad verbal desinfectada de las manías que regularmente afean a quien se sabe con el inmenso bagaje que, por otra parte, sin duda poseía. El aplomo con que sabía moverse, sumado a la diferencia de edad, lo hacían parecer un joven profesor recién desembarcado de Europa, casi un personaje de Henry James que vuelve a su país después de haber realizado el grand tour por las principales capitales del mundo.
Sobre don Manuel Pedroso, Fuentes ya ha escrito páginas magníficas: Un profesor que no cerraba la lista de asistencia al terminar la clase, sino que proseguía su magisterio acompañado siempre de al menos media docena de alumnos, de la Facultad de Derecho en la calle de San Ildefonso hasta la casa de don Manuel en la colonia Cuauhtémoc.
Fue durante esos improvisados recorridos que hablamos por primera vez. Bastaba intercambiar con él apenas algunas frases para entender la profunda pasión y entrega con que concebía el ejercicio literario, para percibir su encanto y calidez, la efervescencia con la que se entregaba a la escritura, trabajando sin descanso prácticamente todos los días de su vida. A ello habría que añadir sus intereses, siempre expansivos y contagiosos: el teatro, la ópera y el cine.
Durante los años que siguieron nos vimos con regularidad. A veces sólo para intercambiar una o dos palabras, pero también para enseñarnos, a un grupo de amigos y a mí, los cuentos que tiempo después formarían Los días enmascarados, su primer libro, al que seguiría, portentosa, unos años después, La región más transparente.
Recuerdo aquellos tiempos fabulosos y el júbilo que produjo a los jóvenes presenciar esta puesta en evidencia de la ignorancia, mojigatería, aldeanismo y mala fe de una sociedad a la que orgánicamente le resultaba imposible conocerse a sí misma, y mucho menos juzgar una obra que daba un salto de un siglo en México. Por el mero hecho de existir, La región más transparente derrumbó de golpe y para siempre más de una docena de glorias nacionales aún vivientes e hizo necesaria la revisión y recomposición de nuestra tradición literaria.
Por esto y muchas razones más, la ausencia de Fuentes deja un vacío inconmensurable en las letras mexicanas, en sus amigos, en la inmensa cantidad de lectores que demostraron, en México y en diversas ciudades alrededor del mundo, su afecto a él y a Silvia Lemus, tan unidos por tantos años. Silvia, quisiera terminar con eso, fue siempre para él su camino y su cayado, la brújula de la cartografía que es toda su obra y fue su vida. Saludé a los dos hace pocas semanas, aquí en Jalapa, con motivo de la Cátedra que lleva su nombre, los vi tan radiantes como aquellos dos jóvenes elegantes y guapos que siempre fueron, y como los enamorados que inundaban de transparencia estos días aciagos.