domingo, 14 de enero de 2018

José Luis Martínez, el joven crítico

14/Enero/2018
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Es posible, como ocurre, con poetas y novelistas, reconstruir la personalidad de un crítico literario deduciendo su carácter en las líneas de sus primeros artículos. Lo he intentado con José Luis Martínez (1918-2007), cuyo centenario de nacimiento festejamos y el procedimiento funciona, porque, así como Napoleón le preguntaba a quienes pensaba ascender a generales sólo dos cosas –de qué lugar de la sociedad francesa provenían y si habían tenido suerte en la vida–, es difícil que un escritor abandone sus primeras querencias, aun cuando las enriquezca y hasta las oculte. Y siendo el “sentido de la oportunidad” la suerte del crítico, tal cual lo sentenció Kierkegaard, no cabe duda de que Martínez lo tuvo. Al crédito ganado por sus apuestas se suma su origen como parte de esa nutrida y brillante familia espiritual jalisciense, dominante en la escena literaria del país durante buena parte del siglo XX, desde el poeta Enrique González Martínez hasta Antonio Alatorre, pasando por Mariano Azuela, Agustín Yáñez (cuya prosa ha sido tan inmerecidamente olvidada, alimento de poetas y de discípulos inesperados como Daniel Sada), Juan Rulfo, Juan José Arreola, el propio Martínez y agregando un vecino, otro poeta, el nayarita Alí Chumacero, quien este año, en julio, también cumple su centenario.
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Hace una década que Adolfo Castañón antologó Primicias para El Colegio de México y con ese único volumen, que reúne textos no publicados previamente en un libro que van desde 1940 hasta 1963, tenemos lo suficiente para seguir al joven crítico que fue José Luis (de mi trato personal con él, en su casa-biblioteca, ya escribí a su muerte y sólo quisiera recordar que bochornosamente, a veces le hablaba de tú y otras de usted, lo cual prueba nuestra irregularidad), ocupado en escribir poesía (rumbo que abandonó no sin antes publicarElegía por Melibea y otros poemas en Tierra Nueva), traducir a Remy de Gourmont, Valery Larbaud, Aldous Huxley, Étiemble y Roger Caillois, hacer reseñas y compilar breves antologías de jóvenes poetas coetáneos suyos.
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Cuando el cónsul Pablo Neruda atacó en 1943 a Octavio Paz y a los jóvenes escritores mexicanos por su falta de moral pública –es decir, por su escaso servilismo estalinista– o frente a Américo Castro, quien escribió una majadera e ígnara introducción a la historia de México para sus estudiantes estadounidenses –denostada en Primicias– Martínez fue capaz de censurar con disgusto y desenvoltura si la gravedad de la ocasión lo exigía. Pero como crítico, por temperamento y también por ese sentido del que hablaba el filósofo danés, cultivó el tono menor. El ejemplo de Alfonso Reyes, quien recién regresaba a México, el más influyente de sus maestros, pudo más que su simpatía por los Contemporáneos, la admirada generación anterior, cuya belicosidad –sobre todo la de Jorge Cuesta y Salvador Novo– desdeñaba, no sólo por razones, insisto, temperamentales, sino porque una vez pasados los turbulentos años treinta, se imponía otro lenguaje público, el de la Unidad Nacional que quiérase o no, permeaba también las letras. No en balde, Martínez elegía toda una escuela, al traducir a un “crítico cordial” descreído de los excesos decadentistas, como Gourmont, la figura crítica del cambio de siglo en Francia, inmediatamente anterior al imperio de laNouvelle Revue Française (NRF ), fundada en 1909.
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La antología de Castañón comienza con tres estudios (la palabra preferida de Martínez al referirse a sus propios ensayos y sin duda la más adecuada) de teoría literaria, que no están entre lo mejor que escribió con esa prosa suya a veces reseca de tan escueta. No fue el suyo un carácter teorético, como tampoco lo tuvo Reyes, quien, sin embargo, se empeñó en El deslinde: prolegómenos a la Teoría literaria (1944), bajo cuya influencia, quizá conversacional, escribió el joven crítico “La técnica en literatura” (1942), “Algunos problemas de la historia literaria” (1946) y una reseña de Concepto de la poesía (1944), del cubano José Antonio Portuondo, a quien le reprochó hacer de El manifiesto comunista, suRecurso del método. Antes de criticar las tentativas didácticas de Martínez debe concederse que esos estudios, en México, no se hacían y que carentes de una formación filológica en conflictivo contraste con las vanguardias, Martínez –como el propio Reyes– remaba a contracorriente, en esos tres textos aparecidos en El hijo pródigo.
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“La técnica en literatura” deja ver lo difícil que era acercarse a En busca del tiempo perdido, a Ulises o hasta a Henry James, con la ayuda de Jean-Marie Guyau (1854-1888) –estético desaparecido de casi todas las historias de la filosofía, no sólo de las anglosajonas, donde nunca fue bien considerado, sino hasta de las francesas– pues ese filósofo seguía creyendo en la idea kantiana de belleza como explicación del arte, sensualismo que le fue útil todavía a Nietzsche pero resultaba ya inepto para la novela moderna. Martínez advierte la insuficiencia de esos rescoldos de la retórica neoclásica y salta a la “estilística romance” de Leo Spitzer y Karl Vossler, ya demasiado tarde en el ensayo, no sin antes hacer un paseo por la “poesía primitiva”, la rescatada de los cantares mesoamericanos por Ángel María Garibay, en el Popol Vuh y en el Chilam Balam, travesía cuyo inesperado premio es el descubrimiento del “envidiable Jorge Luis Borges” y sus sagas islandesas.1

En “Algunos problemas de la historia literaria”, Martínez se acerca más a lo suyo pues, creía, como lo escribía José Gaos en esas mismas fechas, que no podía haber crítica literaria sin historia literaria, punto de partida que sigue separando a los reinos combatientes en literatura. El estudio, empero, es sólo una presentación de la teoría de las generaciones de José Ortega y Gasset y una autobiografía en clave de cómo una nueva generación aparece y se impone. Autobiografía heredada, porque, sin dar nombres, Martínez parece estar contando la historia familiar no de su generación, sino la de los Contemporáneos, lo cual vuelve más interesantes de seguir esas páginas. La generación de Taller y la media generación que le sigue, la de Tierra Nueva (Martínez, Chumacero, Leopoldo Zea y Jorge González Durán), fueron generaciones conciliadoras –más la segunda que la primera– que albergaron con éxito no sólo a las plumas jóvenes sino a los desperdigados Contemporáneos. En ese sentido, la figura de Martínez es ejemplar en una de las características que más incomodan, a propios y extraños, de la literatura mexicana del siglo XX, su escasa vocación parricida.
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La única ruptura, más estruendosa que violenta, fue la de Contemporáneos: expulsando a Manuel Gutiérrez Nájera de la antología firmada por Cuesta en 1928, peleando con los homófobos estridentistas (muy pronto devorados por el generalato veracruzano y cuya influencia fertilizó más a las artes plásticas que a las letras) y poco antes, siendo víctimas de la campaña de 1925 contra “la falta de virilidad” en nuestra literatura. Empero, la ruptura con el modernismo, honda en el estilo, fue suave en las maneras, pues los Contemporáneos eran protegidos de González Martínez, cuyo hijo, el primer Enrique González Rojo, formó filas con ellos. Y si González Martínez podó al modernismo sin renegar del todo de él, inevitablemente Jaime Torres Bodet acabó por ser exégeta de Rubén Darío (en 1966), un Salvador Novo alabó a ciertos novelistas de la Revolución Mexicana (a Francisco L. Urquizo) y Paz, de Taller, no sólo fue discípulo de los Contemporáneos, sino reconoció y fue reconocido por José Vasconcelos. Más allá de la influencia moderadora de Reyes, de la cual Martínez fue agente eficaz (y ello se nota en su rechazo del marxismo dogmático delConcepto de la poesía, de Portoundo), la Gran Arca de la Revolución Mexicana, en la que todos vivían, hizo de nuestras “guerrillas literarias” (como las llaman en Chile), las más aburridas del continente, excepción hecha de cuando se dirigieron, instigadas generalmente por Novo –según Guillermo Sheridan– contra los recién llegados exiliados españoles, acogidos, los que venían de Hora de España, en Taller.
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Desordenado, me salto la segunda sección dispuesta por Castañón en Primicias (“Letras del mundo”) y pasó al examen que hiciera Martínez de la literatura nacional. Tras ejercer la obligación del crítico de dar noticia del rescate de los antiguos, como Juan Ruiz de Alarcón, fray Manuel Martínez de Navarrete y José Joaquín Fernández de Lizardi (vindicado como neobarroco por Yáñez en la que sigue siendo la lectura más interesante de quien he llamado el Super Periquillo en La innovación retrógrada), Martínez pasa a reivindicar una de sus querencias: Gutiérrez Nájera, a cuya ternura se acogió José Luis toda la vida, teniéndole, al Duque Job, aprecio por la discreción de su cosmopolitismo, el de un parisino sin París, cuya prosa, sencilla, fue para él un espejo. Sigue, de manera inevitable, en los afectos de Martínez, su primer panorama de la obra entera de Alfonso Reyes, aparecido en Cuadernos americanos en 1952 y no muy distinto a aquellos en los que se prodigará después, uno de los últimos, está en La literatura mexicana del siglo XX (1995), cuya segunda parte, dedicada a lo escrito entre 1955 y 1993, escribí y firmé yo, a honrosa petición suya.
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En torno a México, el joven Martínez comienza su investigación sobre El Renacimiento(1869), esfuerzo de reconciliación de la literatura con la política tras el fusilamiento de Maximiliano, en mi opinión, un trato más presunto que real. Dirigía El RenacimientoIgnacio Manuel Altamirano, otro de sus penates decimonónicos, lo cual llevará a Martínez al rescate crítico y editorial de las “revistas literarias mexicanas modernas”, como se llamó la estupenda colección facsimilar que ya como director del Fondo de Cultura Económica (1976-1982) llevó a cabo, esfuerzo que sólo se ha continuado, en aquella casa, de forma esporádica y no de manera regular, como lo merecería cualquier homenaje al gran editor que fue. No sólo como editor, sino como historiador de la literatura, fue él quien entendió que ese dominio no podía recorrerse sin contar con la cartografía de las revistas literarias.
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Como todo crítico que se respete, Martínez, falló en algunas apuestas, como los hoy olvidados poetas Clemente López Trujillo (1905-1981) y Rafael del Río (1915-1979), pero en cambio atinó a reseñar a Carlos Pellicer, a José Gorostiza y a Xavier Villaurrutia, a quien, este último, le hizo la única entrevista que yo conozca del autor de Nostalgia de la muerte, publicada en Tierra Nueva, en 1940. Allí, Villaurrutia rechaza a Federico García Lorca, se asume lector de Heidegger y dice estar endeudado con Giorgio de Chirico. De su reseña sobre Pellicer destaca el interés de Martínez por leerlo contrariando su supuesta y permanente alegría. En cuanto a Gorostiza, el pronóstico es irrefutable: “Tiempos vendrán en que del poema de José Gorostiza, se hagan ediciones como la que Dámaso Alonso ha hecho de Las Soledades de Góngora…”2
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Martínez, finalmente, exalta al Octavio Paz de Entre la piedra y la flor (1941) y antologa a Efraín Huerta y a Chumacero. Concluye esa sección mexicana de Primicias con un par de panoramas del orden general, sobre nuestra literatura y después, la cultura nacional entera, desde perspectivas muy distintas. La primera, de 1948, comparte con los balances políticos contemporáneos, de Daniel Cosío Villegas y de José Revueltas, el dolor ante la pretendida muerte de la Revolución Mexicana, cuya literatura –dice Martínez– estaba aletargada, situación remediada casi de inmediato por la aparición de los Yáñez, los Rulfo, los Arreola, los Revueltas, los Paz. Y el segundo (y último estudio de Albricias) tiene el tufillo triunfalista e institucional traído por el cincuentenario de la guerra de 1910, aroma también a olfatearse en la segunda edición (1959), de El laberinto de la soledad.
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Aunque años después, Martínez hizo todavía crítica literaria, lo que le dejó su juventud fue la cumplida aspiración de hacer historiografía de la literatura mexicana, empresa cuyos lineamientos dejó bien establecidos, volviendo a la labor cada cierto tiempo para palomear aquello que se iba cumpliendo. El joven Martínez no podía, desde luego, ser indiferente al orbe iberoamericano. Albricias incluye el jugoso debate en torno a la celebración de San Juan de la Cruz, organizado por Editorial Séneca y aparecido en El hijo pródigo en 1943 y en el cual participaron, nada menos, que Vasconcelos, José Bergamín, González Martínez, Gaos, José María Gallegos Rocafull, Paz, Juan David García Bacca, Julio Jiménez Rueda, Eduardo Nicol y el propio Martínez, así como homenajes a Pedro Henríquez Ureña, Azorín, Miguel Hernández (el héroe de la hora, fallecido, enfermo, en la cárcel de Alicante en 1942 tras la Guerra Civil), Francisco Giner de los Ríos y José Moreno Villa. Destaca, otra vez, la conexión argentina, en el homenaje a Victoria Ocampo y en la reseña de la Antología poética argentina (1941), de Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, donde Martínez no tiene empacho en decir que con la excepción de J. R. Wilcock (buen ojo) y el versícular Francisco Luis Bernárdez, la poesía argentina de aquellos años no tenía gran cosa que ofrecer.

Es en sus lecturas de literatura extranjera donde un crítico joven se siente, por fuerza, más libre, menos comprometido con amigos, enemigos y colegas, irresponsable ante la tradición nacional, sensación tanto más poderosa en alguien como Martínez, quien tuvo un precoz conocimiento de sus obligaciones ante ella. De Primicias, destaca, por eso, lo que traduce y reseña como una suerte de diario íntimo pleno en sugerencias, como la recibida de Valery Larbaud: “entre todas las cosas espirituales que el joven frecuenta, no hay ninguna que toque en tantos puntos la vida como esta literatura que él llama moderna”.3
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El acontecimiento decisivo de la juventud literaria de Martínez, al que alude con frecuencia, es el suicidio de Stefan Zweig, el 22 de febrero de 1942, en Petrópolis, en el Brasil, donde el exiliado judío había comprometido, por así decirlo, la suerte del Viejo Mundo con la del Nuevo, haciendo sentir a los americanos, del norte, del centro y del sur, que América era esa “utopía en acto”, según Reyes y otros, cuya persistencia en la libertad era la única esperanza para una Europa sometida por la barbarie nazi. “América”, escribe entonces Martínez, “no ha sido tocada aún directamente por la contienda, pero ya sea que el destino nos depare arrastrarnos a ella o que podamos conservarnos en una vigilante paz, recibiremos gravemente la misión que se nos confiere”.4
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No es ciego Martínez ante el reclamo del célebre polígrafo vienés. Sus loas al Brasil le parecen más hijas de la gratitud que del entendimiento, pero al joven reseñista de El hijo pródigoLetras de México o Tierra Nueva, le conmueve esa carta que Zweig le hace llegar a Jules Romains, el novelista francés entonces refugiado en México, donde, casi póstumo, el futuro suicida se retrata “sin fe, sin entusiasmo, por el solo medio de mi cerebro camino como con muletas”.5
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Por Zweig, por André Maurois, por Aldous Huxley (alguien lo describió como el último victoriano), tuvo el joven Martínez una devoción que todavía, hace unos años, habría parecido del todo anticuada, cuando el viejo humanismo del siglo XX era unánimemente culpado por arruinar la civilización que lo había empoderado. Esa clase de escritores a la vez finos y populares, reyes en la edad de oro de la lectura, atrajeron poderosamente la atención de Martínez, más que los atribulados Gide y Proust o un William Faulkner (traducido, se sabe actualmente, más que por Borges, por su mamá, doña Leonor), a quien le reconoce todos los méritos de la juventud prosística de los Estados Unidos, su arrojo, pero lo deja frío, como en la poesía y en el pensamiento, las cirugías de Paul Valéry, lo incomodan, sintiéndose encantado, en cambio, con el todavía hoy raro O. W. de Lubicz Milosz o ante Rilke. “Poetas conciencia”, los llama quien también siguió los viajes por México de D. H. Lawrence, Juan Larrea, Paul Morand y Étiemble. Y entre Walt Whitman y León Felipe, su traductor al español, en su reseña de 1942, Martínez siempre elegirá, en clave generacional, a un francés.
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Maurois, el niño judío que ha de triunfar como escritor con nombre de gentil, es la clase de marginado que el joven crítico mexicano prefiere, porque lo toca en su papel de conciliador. “Es por supuesto un escritor menor, y ello aun por ese mismo espíritu de mesura”, dice Martínez, sin ningún escrúpulo, del que fuera gran biógrafo de héroes, santos y villanos, como lo fue en su vejez, José Luis, de Hernán Cortés, quien de las tres cosas tuvo. Sólo Antoine de Saint-Exúpery, el narrador-piloto y el creador de El Principito, conmueve tanto a Martínez como Maurois.
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Hay un desafío en preferir a Maurois contra Valéry (“Lo pedestre, lo vulgar, lo imbécil” no están excluidos en él, dice Martínez, en una salida de tono inusual en su prosa6) y en exaltar al finlandés olvidado, Frans Eemil Sillanpää, Premio Nobel en 1939, frente al modernísimo Faulkner. Que en Silja, a la joven campesina de Sillanpää, “apenas unas breves aventuras” la relacionen con la Historia a través de la guerra rusa entre rojos y blancos, para Martínez, es un motivo de lealtad hacia una novela de “trama insignificante”, donde está ausente, para satisfacción del crítico, el patetismo. Desde sus estudios teóricos sobrentiendo que la humedad del genio, a Martínez, le irritaba como materia, por resbaladiza.
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Por eso traduce, identificándose, el “Baudelaire” (1929), de Huxley, donde el británico, tras decir, lo que todos sabemos, que el autor de Las flores del mal fue un cristiano negativo y un agustiniano al revés, no se toma en serio su patético diabolismo. “El sádico víctima de sí mismo”7, tan destructor, merece más la indulgencia y el humor que el escándalo y el castigo. Baudelaire se arrepiente más de lo que peca, como decía de los personajes rusos W. Somerset Maugham, un contemporáneo de Huxley algo más viejo.
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En el fondo, para Baudelaire, acota Huxley, siendo la carne mala y tentador el pecado, el alma no puede sino ser bondadosa. Si algo disgustó a Martínez de Brasil: Un país del futuro, de Zweig, fue su creencia lógica, aunque eurocéntrica por bucólica, de que la ausencia de Historia era una bendición para el subcontinente que maravillaba al austríaco, tanto como las civilizaciones de la Antigüedad apasionaron al enciclopédico mexicano, quien era bueno, pero no cándido. Por estar en la historia, Martínez agregó a su vocación crítica de juventud la obra del historiador y la del “organizador de la cultura”, como lo habría dicho él. Ese convencimiento en la bondad del alma, me parece, atravesó toda la obra, la del hombre y del escritor, de José Luis Martínez.
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Notas:
1. José Luis Martínez, “La técnica en literatura”, en Primicias. Antología, advertencia y recopilación de Adolfo Castañón, El Colegio de México, 2008, p. 26.
2. “Sobre José Gorostiza”, ibid., p. 333.
3. “Valéry Larbaud: Ese vicio impune, la lectura…”, ibid., p. 106.
4. “América y el testamento de Zwieg”, ibid., p. 97.
5. “Sobre Stefan Zweig”, ibid., p. 100.
6. “Sobre Paul Valéry”, ibid., p. 84.
7. “Aldous Huxley: Baudelaire”, ibid., p. 144.
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Una carta inédita de Jorge Cuesta

14/Enero/2017
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

Una carta privada es un universo cerrado y para intentar descifrarlo hay que echar mano de varios elementos biográficos de los involucrados e incluso de algunas personas de su círculo íntimo. Aunque breve, esta carta de Jorge Cuesta contiene muchos puntos por dilucidar, los cuales la hacen sumamente interesante para entender mejor una etapa de su vida. El asunto central es su relación amorosa con Lupe Marín pero alrededor se desprenden varios temas más. Para empezar, la fecha no está completa, sin embargo, es fácil saber que se trata de 1928 pues ese año Cuesta viaja por única ocasión a París, como lo consigna la dirección del hotel al calce. Allá se reencuentra con el pintor Agustín Lazo y gracias a él conoce a Luis Cardoza y Aragón y al poeta peruano César Moro; también conocerá a algunos surrealistas como André Breton y Robert Desnos y —aunque no lo conoció—, leyó, admiró y tradujo la obra de Paul Éluard. Al regresar a México, Cuesta escribió sobre estos surrealistas o publicó traducciones de su obra en la revista Contemporáneos. El Octavio a quien está dirigida no es otro que Octavio G. Barreda, quien fue más que un amigo cercano y cómplice de las aventuras de los Contemporáneos. Este amigo se vuelve confidente al contarle sus cuitas amorosas y tal vez por eso la carta es de un tono desolado por lo mal que se siente en Europa cuando sus pasiones están en México.
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En un número anterior de Confabulario (núm., 188, 15 de enero de 2017), Ángel Gilberto Adame documentó con base en documentos judiciales las causales y las circunstancias del divorcio entre Jorge Cuesta y Lupe Marín el 19 de abril de 1933, pero toda la etapa previa del romance y el matrimonio lo recrea Elena Poniatowska en su novela sobre Lupe Marín Dos veces única (Seix Barral, 2015). Sin embargo, Poniatowska cae en varias imprecisiones a lo largo del libro lo cual resulta extraño pues tuvo información de primera mano al conocer y entrevistar a varios de los protagonistas y ha escrito algunos libros ambientados en esa época como Tinísima (1992; Seix Barral, 2016) o Juan Soriano. Niño de mil años (2000). EnDos veces única parece no haber ningún rigor cronológico, lo que le permite confundir hechos que no sucedieron cuando los hace coincidir o los inserta cuando no pasaron, por ejemplo, los Contemporáneos aún no se llamaban así en el capítulo que les dedica. Otros errores aunque mínimos pero que al ser tantos muestran el nivel de embrollo es que confunde el templo de san Pedro y san Pablo, donde Diego Rivera nunca pintó, con el Colegio de San Ildefonso. También escribe que Xavier Villaurrutia era “el más entendido en política” de los Contemporáneos, cuando en realidad era todo lo contrario pues Villaurrutia vivía en su mundo nocturno de sombras, ángeles y muerte; o que el grupo era “lidereado” por Salvador Novo, sin embargo, ese lugar le correspondería más a Jaime Torres Bodet pues al ser cercano de Vasconcelos era quien ideaba los proyectos editoriales del grupo y en cambio Novo estaba más cercano al grupo de Henríquez Ureña, enemigo de Vasconcelos, de manera que no publicó mucho en la revista que los bautizó y un par de años después cuando la mayoría de ellos estaba al amparo de Bernardo Gastelum en el Departamento de Salubridad, Novo estaba en otro grupo, el de Puig Casauranc, en la Secretaría de Educación. Concretamente sobre Cuesta, él no participa en la selección de la Antología de la poesía mexicana moderna (1928) porque está en Córdoba así que sólo escribe el prólogo y acepta firmarla; cuando está contando sobre la Antología menciona la crítica feroz a Vicente Lombardo Toledano, pero en realidad ese episodio se dio hasta los años treinta; tampoco destroza la poesía de López Velarde ni la de Villaurrutia, al contrario, las elogia y menos “hace polvo” la pintura de Lazo, la ensalza. De manera que más que esclarecer hechos la novela de Poniatowska abona al rumor y a la confusión.
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Cuesta está en París porque su familia lo ha enviado casi forzosamente para que de esa manera se olvide de Lupe Marín, quien había sido la segunda esposa de Diego (se casaron en julio de 1922 y poco después la pintó su fabuloso mural de San Ildefonso, “La creación”). La familia de Cuesta quiere que se olvide de ella no sólo porque es una mujer mayor para la época (tenía 32 años y él era un muchachito de 24), sino sobre todo porque aún está casada y tiene dos hijas pequeñas, así que querían evitar que su hijo se enamorara y viviera con una adúltera. Sin importarle la prohibición familiar, como él lo dice en la carta, al regresar a México se casa con Lupe y ella se separa de Diego (y Diego se va con Frida Kahlo). Es así como de pronto ambos matrimonios convivían muy de cerca pues vivieron en la misma casa, en la calle de Mixcalco número 12: Lupe Marín y Jorge Cuesta con las dos niñas, Lupe y Ruth, en el piso de arriba, y Frida y Diego abajo.
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Además de la renuencia de la familia de Cuesta, él y Lupe Marín tienen que enfrentarse a la oposición del propio Diego Rivera. A mediados de 1928 viaja a Rusia pero al parecer antes de irse y todavía desde allá lanza varios “denuestos” en contra de Cuesta. En sus sonetos satíricos contra Diego, “La diegada”, Novo abunda más sobre el romance que inició cuando los jóvenes poetas frecuentaban la cena semanal de los miércoles en la que Lupe Marín agasajaba a sus invitados con tamales (“simbólicos tamales obsequiaba / en la su cursi semanaria fiesta”); la frecuencia semanal hizo inevitable el enamoramiento y pronto engañó a Diego Rivera pues Novo no pierde oportunidad de tratarlo como “cornudo” o más precisamente “buey”; finalmente fue cuando “marchóse a Rusia el genio pintoresco” es que tuvieron tiempo para establecer su relación, cosa que sin duda no habrá agradado a Diego. Aunado a eso, los enamorados también tuvieron que enfrentar la negativa de la familia de Lupe, en particular de Carmen, una de sus hermanas y quien estaba casada con Octavio G. Barreda, precisamente el receptor de esta carta; de allí que en estas líneas, Cuesta se lamente por ya no poder contentarla con los libros que antes le habrían servido para ganarse su aprobación.
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En su ruta hacia París, Cuesta hace una escala en Londres donde se encuentra con José Gorostiza y Eduardo Luquín (no con su hermano Carlos, como escribe Poniatowska) quienes están con Barreda en la embajada de México en Inglaterra. Al igual que Barreda, los hermanos Luquín, Carlos y Eduardo, deberían ser considerados como parte del grupo de Contemporáneos, no sólo porque fueron grandes amigos y participaron en las actividades del grupo sino porque compartían el mismo espíritu vanguardista. Es probable que, como ellos y Torres Bodet y Gilberto Owen, Cuesta haya querido ingresar al Servicio Diplomático, como también lo quiso hacer Villaurrutia. O al menos eso se desprende de lo que escribe en la carta, pero una de las máximas del grupo era el “viaje alrededor de la alcoba”, es decir, el viaje en sentido metafórico no real, pues como escribió Owen lo ideal era “conservarse en el deseo del viaje, que es fecundo” y no en “el viaje realizado, que es ceniza”. París, escribe Cuesta, aún no le dice mucho porque sin duda está pensando en el amor por Lupe pero a su debido momento le dirá demasiado, como ya se dijo, gracias al encuentro con los surrealistas.
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Años después Lupe Marín publicó La única (Editorial Jalisco, 1938), una supuesta novela que era su versión del matrimonio con Cuesta. Entre las cosas que contaba, era que Cuesta se había acostado con su propia hermana, Natalia, y con ella había tenido un niño; en realidad, Cuesta se había acostado con la hermana de Lupe, Isabel (la imagen en la portada de Diego Rivera, a la manera de Salomé exigiendo la cabeza del profeta Juan Bautista: “Dadme la cabeza de Yokanaan”, representa a las dos hermanas sosteniendo a Cuesta decapitado sobre una charola). Con el tiempo, Lupe Marín se arrepintió del libelo y consciente de que lo que había contado sólo había contribuido a desprestigiar más a Cuesta, a todos sus conocidos les preguntaba si tenían un ejemplar, se ofrecía a comprarlo y acto seguido lo destruía.

La carta
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2 de julio [de 1928]
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Querido Octavio:
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Hasta hoy recibo dinero de mi casa, salgo de una escandalosa brujez que me tenía, junto con los acontecimientos que se desarrollaban simultáneamente, estupefacto y embrutecido. Ahora salgo de mi miseria y de mi angustiosa ignorancia.
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Encontré, al día siguiente de llegar a París, carta de Lupe [Marín] donde me decía que llegaría Diego [Rivera] el día 12 o 13 [de junio] y que me cablegrafiaría el resultado del encuentro. No me cablegrafió, sino tuve que esperar la carta donde me contara todo. Ayer me llegó y empieza a contarme cosas.
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Todo quedó arreglado. Ella se separará inmediatamente de Diego. Yo no sé si Diego se quede en México o se vaya. Yo regresaré enseguida, apenas tenga dinero de mi casa para el viaje. Ya me quisiera regresar hoy mismo. En llegando, como se dice, me caso con Lupe.
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Diego se soltó en denuestos contra mí. Yo espero encontrarlo en México todavía y tener con él una explicación, así sea innecesaria o así pueda ser inconveniente.
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Lamento, por un lado, tener que regresar tan pronto. Durante mi brujez ya había pensado en escribirle para ver si era posible arreglar lo de Martínez Vaca para quedarme en Londres pues nada me decía todavía París de importante. Todavía no me dice nada. Espero que empezará a decirme cuando ya esté a punto de embarcarme me arrimaré al mástil, como Ulises.
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Hoy saldré a buscar unos libros para Carmen [Marín]. Antes los hubiera mandado si hubiera recibido pronto el dinero. Es lo que mi brujez ha lamentado más. Y me da pena mandárselos ahora junto con las noticias que podrán hacer definitivo su disgusto de nosotros o su disgusto de mí. Ud. comprendió todo, así me imagino, hasta ver en cada uno de nosotros la falta de libertad para elegir. ¿Acaso por ser en este momento la más cercana, es la reprobación de Carmen la que me pesa más? Que el afecto que le tiene a Lupe, que la comprensión de Ud. y que el afecto que para ella tengo ya, puedan limitar su libertad de condenarnos.
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Salude a Pepe [Gorostiza] y a [Eduardo] Luquín. Los recuerdo con la más presente amistad.
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Tuyo,
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Jorge Cuesta

Salvador Novo, nuestro gran maestro de escritura

14/Enero/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Salvador Novo, poeta, ensayista y cronista de la Ciudad de México, falleció hace 44 años, el 13 de enero de 1974. Poeta, prosista de lujo, como lo llamó Carmen Galindo, sus crónicas iban más allá de describir los acontecimientos de la ciudad y rendir pleitesía al presidente en turno; todos lo leíamos para aprender a escribir. Hasta ahora nadie ha superado la admirable fluidez de su prosa que hizo escuela. Son muchos los críticos que consideran que el mejor libro de Carlos Monsiváis es el que dedicó a su admirado Novo: Lo marginal en el centro, porque en realidad escribió su autobiografía.

Salvador Novo fue el primer escritor que conocí al llegar a México porque todos los domingos comía en la huerta de San Jerónimo de Raúl y Carito Amor de Fournier y al entrar a saludar a mis mayores, lo llamaba yo tío. A partir de mis 10 años nunca dejó de llamarme sobrina, hasta el año de la publicación de La noche de Tlatelolco, ya que se convirtió en defensor de Gustavo Díaz Ordaz y del PRI. Tanto él como Martín Luis Guzmán se alinearon del lado del gobierno que los mantenía y acusaron a los estudiantes encarcelados en Lecumberri, lo cual hizo que Carlos Fuentes los llamara La Traviata y El Rigoletto del año 68.

Recuerdo que en esas apacibles comidas en la huerta de San Jerónimo, en los dedos de las manos de Salvador Novo se turnaban varios anillos: uno precioso del sagrado escarabajo de Egipto, el otro, un sello oscuro que no alcancé a descifrar a pesar de que era del tamaño de un foco. No sabía yo nada de pelucas y no creo que en esa época llevara una roja o castaña o china o lacia. Tampoco supe si tenía las cejas depiladas. A los niños todo les parece bien. Sí recuerdo que Novo llevaba la batuta de la conversación y a ese gran jardín llegaron a lo largo de los años muchos de los constructores de México: Rufino y Olga Tamayo, Pablo y Natasha González Casanova, Ignacio y Celia Chávez, Gustavo Baz, quien había cabalgado al lado de Emiliano Zapata, y bellezas como Alfa Henestrosa, que vestía rebozo y enaguas antes de que lo hiciera Frida Kahlo. De todos, el mejor informado y el que se mantuvo en primer lugar del Tout Mexique fue el cronista de la ciudad Novo, quien era requerido en todos los acontecimientos de la vida nacional por los presidentes de la República en turno. Ya dirigía museos y organizaba conferencias y presumía que la RCA Víctor iba hacerle “un álbum de tres discos de long play, es decir, de dos caras, sobre la ciudad de México”. Nadie más solicitado que él. Hasta en espectáculos de Teotihuacán de luz y sonido, con música de Blas Galindo, y de Uxmal, con música del yucateco Daniel Pérez Ayala, se oía su voz. Novo aparecía en todas las revistas, lo fotografiaban en todas las crónicas de sociales, y como fundó La Capilla, salía en todas las carteleras. Asimismo, criaturita, tengo que atender las consultas del Jefe del Departamento y de otros secretarios de Estado que me dicen que mi presencia es indispensable. No pasa una semana sin que recurran a mi persona o rueguen que les dé mi opinión. Cronista todopoderoso de la ciudad, José Emilio Pacheco, Antonio Saborit y Sergio González Rodríguez se comprometieron a revisar sus gruesos tomos sexenales de La vida en México, sobre los regímenes de Cárdenas, Miguel Alemán, Ávila Camacho, Ruiz Cortines. Admiradores de su prosa y de su ingenio, los jóvenes no lo fueron de su servilismo, que el propio Novo justificaba con una frase al periodista Antonio Bertrán: Hoy no tengo que escribir más mercancía que dos cuartillas, que a razón de 15 minutos cada una me dejan libre prácticamente todo el día.

–Me gustaría que me hablaras de tu poesía, porque Nuevo amor es lo más bonito que has hecho.

–El Fondo de Cultura Económica publicará tres tomos completos de poesía: 20 poemas (1925), Espejo y Nuevo amor (1933), y poesías no coleccionadas posteriores a esas fechas. Además, mis Sonetos de Año Nuevo.

–¿Por qué has hecho poca poesía en los últimos años?

–Porque no es lo mismo hacer poesía que versos, versos hago muchos. Versos es hacer rimas, epigramas, cosas que respondan al concepto que se tuvo de la poesía hasta el siglo XX, que es meter los pensamientos y las emociones en los moldes de la métrica y manejar metáforas que terminan siendo familiares a toda la gente... En tanto que poesía ha sido, siempre para mí, un estado de trance, de inspiración de inevitabilidad. Inevitabilidad, fíjate bien.

–¿En ese momento nadie y nada en el mundo podrían impedir que escribieras?

–Sí, mi edad y mi enfermedad.

–¿Tu enfermedad te hizo escribir mucha poesía?

–No. Nada más matizó de mucha tristeza el soneto que envié a mis amigos en 1970.

–Entonces, ¿es cierto que el sufrimiento es un detonador de la escritura como la soledad?

–En mi caso no, criatura. Yo escribí cosas muy tristes cuando era niño. Casi todos mis poemas de adolescencia son tristes. Eso es lo que se consideraba poesía antes, la tristeza. ¡Mira, estos versos muy influidos de González Martínez que hice cuando tenía 14 años! Mira, qué tristes, pero tristes, tristes, te los voy a leer: Vieja alameda triste en que el árbol medita,/ en que la nube azul contagia su quebranto/ y en que el rosal se inclina al viento que dormita:/ te traigo mi dolor y te ofrezco mi llanto./ He vuelto. Soy el mismo. La misma sed me aqueja/ y embelesa mi oído idéntica canción,/ y soy aquel que ama el minuto que deja/ un poco más de llanto dentro del corazón./ He vuelto a tu silencio otoñal: he buscado/ vanamente mis huellas entre todas las huellas,/ y mi ilusión es una hoja muerta de aquellas/ que estremecía el viento y que el sol ha dorado./ ...Y mientras quiero acaso recomenzar la senda/ un mal irremediable consume los destellos/ del sol, vieja alameda, y te guardo mi ofrenda,/ tú contemplas mis ojos y miras mis cabellos.

A Novo le entra un ataque de risa.

–¡Uy, uy, uy! ¡Cuánta melancolía! ¿Oíste? ¡Uy, qué cosa!

–¡Ay!, ¿por qué te burlas?

–¡Me burlo de mis 14 años!

–Y, ¿por qué te leíste a ti mismo con tanta ironía?

–Ah, ¿querías tú que me tomara en serio?

(Salvador Novo se leyó haciendo muecas. Puso ante sus ojos unos pequeños vidrios a la manera de impertinentes o monóculos, levantó las cejas y rió en forma despiadada.)

–En cambio, en mi libro 20 poemas estoy lleno de alegría y de metáforas nuevas, sorprendentes. ¿No te gusta esto?: Los nopales nos sacan la lengua... ¡Es pura pintura!, ¿verdad? Entonces tenía yo 21 años y era muy alegre... Fui muy feliz a los 20 años; empecé a disfrutar la vida. De niño fui tristón, imagínate, un niño encerrado, hijo único. ¿Quieres que te lea Los nopales nos sacan la lengua? Mira qué bonito: Los nopales nos sacan la lengua;/ pero los maizales por estaturas/ con su copetito mal rapado/ y su cuaderno debajo del brazo/ nos saludan con sus mangas rotas. ¿Quieres que te lea mi Epigrama a Bernardo Reyes. ¿Sabes quién es? Un gordo, chaparrito. Me asalta duda lacerante/ frente a tan reducido ente/ embajador tan competente/ y personilla tan pedante./ Es de los reyes descendiente/ eso lo sé; ¡pero no atino/ si será de Alfonso sobrino/ o sencillamente sobrante.

–¡Ay pobre! Entonces eras un niño triste.

–Sí, ¿por qué te llama la atención? Era un niño demasiado protegido, aislado de los demás, solo en un jardín. Mi padre murió. ¿No has leído Epifanía? Salvador Elizondo dijo que era mi mejor poema: Un domingo/ Epifanía no volvió más a la casa./ Yo sorprendí conversaciones/ en que contaban que un hombre se la había robado/ y luego interrogando a las criadas,/ averigüe que se la había llevado a un cuarto./No supe nunca dónde estaba ese cuarto/ pero lo imaginé, frío, sin muebles,/ con el piso de tierra húmeda/ y una sola puerta a la calle./ Cuando yo pensaba en ese cuarto/ no veía a nadie en él./ Epifanía volvió una tarde/ y yo la perseguí por el jardín/ rogándole que me dijera qué le había hecho el hombre/ porque mi cuarto estaba vacío/ como una caja sin sorpresas./ Epifanía reía y corría/ y al fin abrió la puerta/ y dejó que la calle entrara en el jardín.

–Oye, Salvador, ¿y ahora tu cuarto sigue vacío como una caja sin sorpresas?

–No, ahora está lleno de sorpresas. No tengo hora para escribir. No se tienen horas para el parto. Me sobreviene el parto a medianoche, a medianoche escribo. Los versos sí se pueden escribir a cualquier hora, la poesía no. No desprecio los versos, pero digo que sólo se necesita oficio para ponerse a hacerlos. Hago muchos. Ahorita mismo puedo leerte unos; son divertidos, yo me divierto haciéndolos, pero no son poesía.

–Alguna vez me dijeron Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco que tus sonetos eran de una lucidez aterradora.

–Sí, sí, son como de Quevedo. Los hice a los 20 años. Siempre a los 20 años hace uno esas cosas. Me divierto mucho. ¡Es una forma de reírse, a costa de los demás y a costa de sí mismo, porque recuerda que hice muchos en contra de mí mismo! Ahora ya no los hago.

–¿Por qué? ¿Ahora eres más bueno?

–No, claro que no.

–¿Eres igual de malo?

–Sí, soy muy malo. Bueno, soy menos irritable. Aguanto un poco mejor la estupidez humana, pero no mucho. Al mismo tiempo que mandaba el soneto de Año Nuevo, mandaba otro privado, muy grosero, groserísimo. Un año le mandé uno a Alfonso Reyes, y él me envió otro, que es probablemente una de las últimas cosas que escribió, el 11 de diciembre de 1959. Durante tres años mandé sonetos groseros, ya después no. Mira, ahorita acabo de mandar traer una corbata negra porque tengo que ir a Félix Cuevas. Murió la mamá de Miguel León Portilla. Quiero ir a verlo. Todas las mañanas o casi todas camino en los Viveros, pero me interrumpen…

–¿Te pesa la celebridad?

–Cuando me preguntan: ¿Es usted Salvador Novo? respondo: ¡Pues qué remedio tengo! Ay, ¿no me puede dar su autógrafo? Mientras no sea en un cheque. Después me envían a sus niños para que los salude. Los niños vienen hacia la banca, se me quedan viendo. Firmo otros autógrafos, y cuando se ha cumplido la media hora de ejercicio diario, salgo de los Viveros.

–Con tu fama a cuestas.

–Y mis emociones. Porque son más los sobresaltos y los sustos que el ejercicio. Y el teléfono. Entre las cosas que tengo programadas para hoy está la cena de la Cruz Roja, a las ocho, cena sentados con tarjeta, y todas las ceremonias que suscita mi sola presencia… Si me invitan por teléfono tengo posibilidad de negarme. No puedo, no es posible. Yo no preví que fuera a perjudicarlos en tal forma. Lo siento muchísimo. Bueno, quizá pueda ir. Tengo mi chofer esperándome y quizá pueda salir de la cena de la Cruz Roja a las nueve y media para ir a Bellas Artes. No preví que iba a tener tanta importancia mi presencia. ¡Ah, si va Pellicer, pues con él tienen la estrellota, porque yo no puedo violentarme en esa forma! Perdónenme y denle toda clase de excusas a los organizadores del homenaje a Amado Nervo (cuelga el teléfono). ¡Fíjate, una ceremonia a Amado Nervo en la Manuel M. Ponce! Pero yo no puedo fallarles a los de la Cruz Roja.

–Oye Salvador, ¿te tiene miedo la gente?

–Pues una miedo y otra odio. Oscilo como Aristóteles entre el terror y la compasión. Espérame voy a tomar agua…

Por ese remolino de compromisos políticos Novo canjeó su admirable los que tenemos unas manos que no nos pertenecen/ grotescas para la caricia, inútiles para el taller o la azada/ por una mortífera venta al lodoso poder, pero la pureza de su prosa –salvada entre otros por Monsiváis– hace de él, como dijo Sergio González Rodríguez, un “provocador lúcido, un satírico radical, un perseguidor de la inteligencia maligna (…)”.

“Juguemos al pendejo, vida mía”, un soneto de Salvador Novo para celebrar el Año Nuevo

14/Enero/2017
La Jornada Semanal
Jair Cortés

Figura capital de la literatura mexicana, Salvador Novo (Ciudad de México, 1904-1974) se distinguió por su incisiva y profunda mirada sobre los temas que atañen no sólo al individuo sino a la sociedad; su obra, extensa y variada a nivel temático y formal, es una de las más ricas en el panorama de nuestras letras sobre todo porque (en una parte considerable) da continuidad a un tono poco frecuentado por los poetas mexicanos: el humor. Novo, quien perteneció al Grupo sin grupo, como se conoció a los Contemporáneos, encontró en la sátira una de sus muchas formas expresivas sin que dejase de lado el rigor que exige la forma más perfecta en la poesía: el soneto.
En su Antología personal. Poesía 1915-1974, en la que incluye poemas escritos desde su infancia hasta su madurez, Novo escribe una nota crítica sobre el soneto en la que resume su historia y concluye lo siguiente: “Así llega el soneto hasta nuestros días de silvas vergonzantes: de ‘verso libre’o ’blanco‘ en largas tiradas cuya utilería de metáforas y adjetivación ha de parecer dentro de algunos años tan cliché y obsoleta como hoy nos lo parecen las ’odas‘ del siglo XVIII o del XIX. Y él se salva de ese envejecimiento. Como el siglo XV, como después, como mañana, representa y encarna la perfección concreta de la idea poética plasmada sin falta ni sobra de elementos estructurales y ornamentales.” Esta entrega y apuesta por la permanencia del rigor formal y conceptual del soneto se ve reflejada en los tres últimos poemas que clausuran su Antología personal: “Tres sonetos sobre sí mismo”, en donde Novo transparenta su madura condición reflejada en un desdén hacia el mundo en el que sólo importa (muy poco) la poesía, como se refleja en el primer soneto fechado en 1959: “Juguemos al pendejo, vida mía;/ verás qué bonito, cuando a huevo/ tienes que celebrar el año nuevo/ con sonetos y muecas de alegría./ Verás qué lindo, cuando cada día/ (al surgir en oriente el rubio Febo)/ sientes que el mundo ya te importa sebo/ y un ardite nomás la poesía./ Acaso te amanezca alborotada – otrora erecta, dura y agresiva– / la dulce prenda, por mi mal hallada./ No te hagas ilusiones. Pensativa/ en cuanto expulses la primera miada,/ se volverá a arrugar, triste y pasiva.” Un soneto que equilibra la tensión verbal entre lo coloquial (“a huevo”, “alborotada” y “miada”) y lo culto (“el rubio Febo” y “otrora erecta”) para hacer manifiesta la ironía del año que comienza con vanas ilusiones y obligatorios festejos donde gobierna la apariencia pública que contrasta, en la íntima soledad, con la disminuida condición sexual del pene que sólo se estimula para orinar. Un inesperado y provocador soneto para comenzar el Año Nuevo mexicano: un 2018 en el que se despejará la duda sobre si la nación mexicana se levantará o seguirá siendo “triste y pasiva”.

sábado, 13 de enero de 2018

José Luis Martínez (1918- 2007): La serenidad en la zozobra

13/enero/2018
Laberinto
Ernesto Lumbreras

Las empresas literarias llevadas, siempre a buen puerto, por José Luis Martínez (Atoyac, Jalisco, 19 de enero de 1918–Ciudad de México, 20 de marzo de 2007) son un legado en muchos sentidos de orden y refundación, fuente y basamento necesarios para nuevos trabajos y exploraciones, una avanzada que traza y edifica las primeras manzanas de una urbe. Los estudios de época, las biografías, las obras antológicas, las ediciones anotadas o las panorámicas de literatura mexicana realizados por el escritor jalisciense destacan no solo por el soporte bibliohemerográfico exhaustivo y siempre al día o por la exposición cenital y amena de sus argumentos, libre de la petulancia y la jerigonza académicas; resalta como uno de sus atributos mayores, el espíritu de generosidad, concordia y complicidad con el lector desconocido, propiciados por un prosa ensayística sin veleidades de artista pero con el apremio de la transparencia del preceptor. En sus libros, Martínez no pretende convencer ni polemizar; su propósito cardinal es ampliar y profundizar la conversación, traer a la mesa documentos, testimonios y enfoques meritorios que aporten sustento y coherencia a la discusión.

En su vasta obra, uno de los filones sustantivos que atrajeron su atención y curiosidad fue lo que el mismo denominaría como “la expresión nacional”, una suerte de fragmentos heterogéneos, disímbolos y dispersos que ciertas figuras pensantes de la época colonial y del siglo XIX observaron con incomodidad y fascinación, con desconcierto y sorpresa. Sus monumentales indagaciones en torno a la vida y a la obra de dos presencias —antagónicas y excluyentes en la historia de México según el dictum del momento— como Nezahualcóyotl y Hernán Cortés pusieron en jaque, una vez más, la hegemonía maniquea de separar dos de los afluentes esenciales de la cultura mexicana. Con amorosa delectación, José Luis Martínez se esmeró en reunir esa pedacería de pensamientos y sentimientos que todavía, entrado el siglo XX, no encontraban pleno acomodo en la convocatoria de la construcción nacional. En libros como La emancipación literaria de México (1955) o La expresión nacional (1955), propone una guía confiable y atractiva para recorrer y valorar las obras literarias de autores decimonónicos a los que habría que regresar —en la hora crítica de nuestro presente— al momento de reflexionar sobre las particularidades de la literatura mexicana. Estas preocupaciones, incluso, se ven reflejadas en el índice de El ensayo mexicano moderno (1958), donde figuran textos como “Origen y carácter de la literatura mexicana” de Luis G. Urbina, “La arquitectura colonial de México” de Jesús T. Acevedo, “Novedad de la Patria” de Ramón López Velarde, “Palinodia del polvo” de Alfonso Reyes, “Meditaciones sobre México” de Jesús Silva Herzog, “México en busca de su expresión” de Julio Jiménez Rueda, “Psicoanálisis de México” de Samuel Ramos, “El silencio de Cuauhtémoc resuena aún” de Jaime Torres Bodet”, “El clasicismo mexicano” de Jorge Cuesta, “Cortés y Cuauhtémoc: hispanismo, indigenismo” de Andrés Iduarte, “Introducción a la historia de la poesía mexicana” de Octavio Paz, “El carácter del mexicano” de José Iturriaga, “Utopías mexicanas” de Gastón García Cantú, por citar las piezas ensayísticas donde bulle el sino de México y lo mexicano.

Desde luego, el afán primero y el último de José Luis Martínez fue la historia de la literatura mexicana, y dejó a otros las disquisiciones sociológicas, antropológicas o filosóficas sobre las entelequias del ser nacional. Del pasado de nuestras letras patrias fue un viajero frecuente, conocedor de escuelas y generaciones, de manifiestos y aconteceres, de publicaciones y demás parafernalia. Sin embargo, frente a la literatura de sus contemporáneos, la valoración y la exégesis respectivas, Martínez vaciló y dio palos de ciego. La frontera de sus dominios estuvo marcada por dos cimas pretéritas, Ramón López Velarde y Alfonso Reyes, autores que frecuentó por décadas, estudió con rigor y método, transfiriendo su devoción analítica a volúmenes magistralmente anotados.

Muy posiblemente, el ensayo de Xavier Villaurrutia sobre la poesía del autor de “La suave Patria” —publicado primero en Poemas escogidos (1935) y luego en El león y la virgen(1942)— llamó la atención del entonces joven escritor, mérito del bisturí y la audacia por desterrar convenciones del crítico de Nostalgia de la muerte en torno de una obra a la que sobraba leyenda y faltaba examen. En el atardecer de los treinta, Martínez había arribado a la Ciudad de México en compañía de Alí Chumacero y Jorge González Durán con la finalidad de estudiar y poner a prueba su pluma literaria. Los astros fueron propicios en su nueva y definitiva residencia pues, a dos años de su llegada, esta triada de novísimos dirigía una bella revista, Tierra Nueva, auspiciada por la UNAM y que se mantendría en circulación hasta diciembre de 1943, el mismo año en que el autor de Hernán Cortés(1990) comenzaba su exitosa carrera como funcionario público al aceptar la secretaría particular ofrecida por Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública.

Por esos años, mientras definía y afinaba su vocación de crítico literario, José Luis Martínez se desengañaba de sus posibilidades como poeta tras la publicación de Elegía por Melibea y otros poemas (1940) —en el número 3 del suplemento de Tierra Nueva—, situación muy distinta a la de Chumacero tras la edición de Páramo de sueños (1940), en el número 6 de la misma revista. Quemadas las naves de la creación lírica, sumaría al atanor de afinidades y de influencia en el ámbito del ensayo, además de la de Villaurrutia, el modelo humanístico de Reyes y el diplomático de Torres Bodet, amén de una lista de autores que crecería sin angustia, a semejanza de su mítica biblioteca. En este mismo periodo, con toda seguridad, se adentraría en cuerpo y ánima a los misterios y a las realidades de la obra de López Velarde; por eso, con la autoridad de un iniciado, acepta la invitación de la revista El hijo pródigo que se propone recordar al poeta zacatecano, en su número 39 del mes junio de 1946, a 25 años de su prematura despedida del mundo de los mortales. En esas páginas, Martínez escribirá el ensayo “Examen de López Velarde”, que abre la edición conmemorativa y que se convertirá en los años por venir en un palimpsesto o work in progress de sus asedios velardeanos, el cual habrá de coronar y concluir con la segunda edición de Obras de Ramón López Velarde (1990).

En ese texto matriz, el ensayista novel muestra en potencia la perspectiva y la estrategia del abordaje, sello personal de sus futuras indagatorias críticas. Para empezar, rehúye ensalzar la “sencillez provinciana” del poeta a descargo de una línea de investigación que intente “explicar los secretos y la raíz de su magia”. Expone a continuación la trayectoria vital de López Velarde y hace un recuento de las recopilaciones y de los estudios realizados a la fecha, reconocimiento siempre ejemplar y caballeroso de José Luis Martínez al dar el crédito y el mérito al trabajo de otros estudiosos de la obra del jerezano. Más tarde, incorpora una serie de capítulos donde aborda “su obra y su tiempo”, su intrépida “evolución espiritual”, el “sentimiento de lo frustrado” como sino y divisa, el íntimo binomio del “amor y la muerte”, “la creación poética” como combustión ósea, las tutorías categóricas de “Baudelaire y Virgilio” para concluir con un balance en torno de su “legado” de contradictorio estrépito y sordina. Pasaran otros 25 años para que el jalisciense, comisionado por los altos mandos de la cultura del gobierno de Luis Echeverría, preparara la primera edición de la obra del autor de La sangre devota para publicarse en la Biblioteca Americana del FCE en 1971entonces, ordenará las notas de sus lecturas y relecturas lópezvelardeanas, actualizará la bibliografía a la que se han sumado los trabajos de Antonio Castro Leal, Elena Molina Ortega, Octavio Paz, Allen W. Phillips, Luis Noyola Vázquez y Emmanuel Carballo, pondrá al día la cronología del poeta al tiempo que revisará su ensayo de El hijo pródigo, al que hará los pertinentes añadidos y las mínimas correcciones para incluirlo a modo de presentación.

Con dicho bagaje y un fichero que crecía y crecía, no hay duda de que José Luis Martínez era, en 1987, una de las tres autoridades especializadas en la materia, por lo que fue designado por Miguel de la Madrid —con beneplácito del gremio literario— para presidir la Comisión Conmemorativa del Centenario de Ramón López Velarde al año siguiente. Frente a tal acontecimiento en puerta y con múltiples hallazgos de poemas juveniles, crónicas, cartas, notas y declaraciones periodísticas, las Obras del zacatecano merecían un aumento de índice y de grosor de lomo. Por eso, de nueva cuenta, el llamado por Gabriel Zaid “curador de las letras mexicanas”, emprendió la misión de incorporar y anotar los rescates literarios, de actualizar la cronología bibliográfica, de realizar estudios comparativos entre borradores y obras concluidas, incluso, de enmendar juicios y erratas de la edición anterior. Tiempo después, en 1998, con la expectativa de “internacionalizar” al poeta más leído y estudiado en México, José Luis Martínez es el encargado de la edición crítica de Obra poética publicada en la colección Archivos de la UNESCO, que replica con mínimas variantes el aparato crítico de las Obras del FCE y al que se incorpora una amplia sección de facsímiles manuscritos del poeta, además de casi un centenar de textos críticos de autores de diversas generaciones y nacionalidades.

Ambos libros, de casi un millar de folios, son visita obligada para un lector interesado en conocer a cabalidad a uno de los máximos poetas de la lengua castellana, tan extraño y complejo como el mejor César Vallejo, tan poco estimado fuera de México no obstante el interés de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda o la lectura crítica de estudiosos de la poesía hispanoamericana como Saúl Yurkievich y Guillermo Sucre. Más de medio siglo dedicó José Luis Martínez a ordenar la poesía, la prosa, los papeles personales, el anecdotario y los estudios literarios de uno de los fundadores de la poesía moderna de México, labor paciente y rigurosa, atenta a los mínimos detalles y a la previsión de un mejor contexto crítico donde la obra velardeana expusiera y expresara su máximo poder de seducción y asombro, de fantasía y misterio. En la víspera de la próxima conmemoración del centenario de la muerte de López Velarde, en junio del 2021, los discípulos del autor deNezahualcóyotl (1972) emprenderán, ya sin la guía del maestro, la actualización de uno de sus legados literarios, el más inestable e insumiso a toda tentativa taxonómica o de institucionalización y, quizá por lo mismo, el más entrañable y felizmente inacabado.

La muestra fotográfica José Luis Martínez: rostros de la palabra rescata algunos encuentros del escritor jalisciense con personajes como Arthur Miller, Salvador Novo, Wolf Ruvinski y Jaime Torres Bodet. Forma parte de la celebración por el centenario del nacimiento de José Luis Martínez, organizado por la Coordinación Nacional de Literatura y la Secretaria de Cultura. Será inaugurada el martes 16 en el Centro de Creación Xavier Villaurrutia, con una tertulia sobre el legado del crítico, historiador y ensayista en la que participarán Rosa Beltrán, Liliana Weinberg y Leticia Chumacero.

El jueves 18, en la Biblioteca México, la celebración continuará con la mesa José Luis Martínez, cien años, con la participación, entre otros, de Enrique Krauze, Eduardo Lizalde y Adolfo Castañón.

Habrá otros encuentros, en la Capilla Alfonsina y en el Palacio de Bellas Artes, en torno al legado de quien fue también diplomático ejemplar y funcionario cultural, sobre el que la revista Biblioteca de México publicará un número especial. (LD)