jueves, 30 de diciembre de 2010

Cinco autores enlistan sus libros preferidos de 2010

30/Diciembre/2010
Milenio

"No son todos los que están, ni están todos los que son”, reza el dicho popular cuando de una selección se trata: arbitraria siempre, también puede aplicarse aquello de que “en gustos se rompen géneros”, por lo que muchas veces resulta complicado hallar coincidencias, más si se trata de lecturas o libros, como sucedió con los escritores que respondieron a las sencillas preguntas ¿cuáles fueron sus libros preferidos en 2010? y ¿por qué?

Juan Villoro

Verano (Mondadori), de J. M. Coetzee. Una descarnada biografía ficticia. El autor se da por muerto y entrevista a personas que lo conocieron. El juicio sobre él es demoledor. Sin caer en el patetismo, demuestra sus muchas incapacidades humanas. Un escritor imponente se explora como persona deficiente. Algo en verdad único.

Demasiada felicidad (Lumen), de Alice Munro. Desde hace mucho, la cuentista canadiense ha renovado el género. Regresa con historias amargas, que al mismo tiempo son un acto de redención.

Contra el cambio (Anagrama), de Martín Caparrós. Una exploración del cambio climático en todos los rincones del planeta, escrito con un pulso vibrante y muchas veces lírico. Contra lo políticamente correcto, Caparrós encuentra que la verdadera ecología del hombre es la justicia. Los países ricos ya hicieron su desarrollo sucio y ahora impiden el de los pobres. A eso le llaman “ecología”.

Dublinesca (Seix Barral), de Enrique Vila-Matas. Un editor retirado quiere celebrar los funerales del libro en una de las ciudades más literarias (Dublín) y encuentra que las exequias se convierten en una epifanía. Desde siempre, los libros permiten la resurrección de los muertos.

El cártel de Sinaloa (Grijalbo Mondadori), de Diego Enrique Osorno. En un año devastado por la violencia, un gran periodista se adentra en una excepcional búsqueda de sentido para demostrar que no estamos ante un caos que escape a la razón, sino, de modo tal vez más asombroso, ante algo dolorosamente explicable. El contrapunto de datos y anécdotas arma un significativo rompecabezas.

Javier García Galiano

El mar de iguanas (Atalanta), de Salvador Elizondo. Hay escritores que siguen deparando asombros después de haber muerto. Salvador Elizondo es uno de ellos. Los diarios que escribía obsesivamente acaso se habían convertido en un mito literario. La publicación del primer cuaderno de los que escribía de noche, por lo que los llamó Noctuarios en El mar de iguanas, junto a tres de sus textos autobiográficos: la Autobiografía precoz, el cuento Ein Heldenleben y el relato Elsinore, más que una revelación supone seguir descubriendo la escritura esencial de un escritor singular.

Descripción de un brillo azul cobalto (Ediciones Era), de Jorge Esquinca. El rigor ha permitido a Jorge Esquinca ensayar la pureza de la emoción cuando se detiene en la piedra de una ciudad, en esa circunstancia ineludible a la que llaman amor, en la pintura, en la poesía, en ese sentimiento íntimo que puede ser la religión. En el poemario, ese rigor lo conduce a explorar el inexorable amor filial ante la muerte del padre.

Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne (Sexto Piso-FCE), de Roberto Calasso. Calasso es fundamentalmente un lector que hace creaciones de sus lecturas. En el ensayo sobre sir Thomas Browne no sólo sugiere indicios para comprender a un escritor arcano, sino que ha vuelto a concebir un texto incitante e intelectualmente placentero.

Nieve sobre Oaxaca (Mondadori), de Gerardo de la Torre. A la manera de Graham Greene, Gerardo de la Torre se ha permitido escribir un divertimento que le permite jugar con tramas policiales, con personajes emblemáticos, con la ciudad de Oaxaca y con el lector.

El árbitro: Una prepotente existencia moral (Ficticia), de Gustavo Marcovich. Sin prescindir del sentido del humor, Gustavo Marcovich ha tratado de comprender el odio que despiertan los hombres más odiados del mundo: los árbitros, y ensaya con rigor el odio que les profesa.

Carmen Boullosa

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela), de Herta Müller. Una gran novela, cargada, entrañable, poderosa, única: su autora la basó en largas entrevistas con un poeta, Oskar Pastior, con la intención de hacer un libro testimonial, pero a la muerte de éste ella digirió el material y escribió este texto.

Lunas (Ediciones Era), de Bárbara Jacobs. Si no es perfecta (y las novelas por definición no deben serlo), de admirable estructura, delicada e interesante, un arrojo de construcción acompañado de notable humildad estilística. Un libro con mucha personalidad, ambicioso, pero no pretencioso, aplaudible.

8.8: El miedo en el espejo (Editorial Almadía), de Juan Villoro (de quien este año hay que celebrar como histórica su genial obra de teatro El filósofo declara). Villoro es sin duda un imprescindible. Aquí en su verdadero caldo: la crónica. Como pocos libros de nuestra lengua, gobierna como pez en el agua un género al que no somos muy afectos.

Armando González Torres

Ensayistas y profetas. El canon del ensayo (Páginas de espuma), de Harold Bloom, quien reúne semblanzas de ensayistas desde algunos profetas de la Biblia hasta Camus pasando por Montaigne, Ruskin o Freud. Es un libro a ratos deslumbrante, a ratos irritante, con un etnocentrismo marcado que ignora el género en español, pero que tiene la virtud de mantener en constante alerta al lector.

Pensar políticamente (Paidós), de Michael Walter. Se trata de una recopilación de artículos de uno de los mayores filósofos políticos vivos, que aborda con un nivel inusual de profundidad y franqueza varios de los temas centrales del debate contemporáneo, como el multiculturalismo, las nociones de justicia, los nacionalismos o el concepto de guerra justa.

Cara lusitania. Poetas portugueses contemporáneos (Aldus), de Francisco Cervantes. Una reunión de versiones del legendario misántropo y poeta mexicano que no sólo deja ver sus dones como traductor, sino que ofrece un rico panorama de la poesía portuguesa contemporánea en voces como las de Miguel Torga, José Regio, Mario Cesariny y Sofía de Mello Breyner.

Mi Emily Dickinson (Libros Magenta), de Susan Howe. Un penetrante ensayo, bellamente escrito, que resulta, al mismo tiempo, reconstrucción histórica, biografía intelectual y reflexión literaria y que rescata a la poeta norteamericana de muchos de los clichés en que suele ser congelada.

Retrato de mi cuerpo (Tumbona Ediciones), de Phillip Lopate. Un libro de ensayos autorreferenciales, escritos con amenidad y vena narrativa, que, en parte, constituye también un retrato de Nueva York y una reconstrucción de la vida intelectual y los climas de ideas.

Ana Clavel

Edificio (Páginas de espuma), de Ana García Bergua. Libro de cuentos que ofrece un desvío en la lógica de los hechos más cotidianos, una salida lateral imprevista y perturbadoramente desconcertante, con una prosa imaginativa y consumada con maestría.

La espera (Textofilia), de Kelly A.K. Un sueño verdaderamente lúcido en el que la autora examina el mito de la bella durmiente desde sus versiones como cuento de hadas hasta otras fulguraciones más cercanas (Kawabata, Jelinek, Rice).

La sangre erguida (Seix Barral), de Enrique Serna, porque me divirtió y me confirmó a su autor como un novelista superdotado, lo mismo en los terrenos históricos, que en temas más cotidianos como aquí: la parodia, pero también la revisión lúcida de esa tiranía que la virilidad masculina ejerce en los propios hombres.

Pasarse de la raya (DeBolsillo), de Mónica Lavín. Cuentos en los que la autora apuesta por una estética de la transgresión inusitada. Un despliegue de técnicas cuentísticas y una luminosidad reveladora de situaciones y personajes que se atreven a cruzar las aguas.

Tiento, de Rocío Cerón, por su trabajo disruptivo con el lenguaje que da heridas yluminosidades.

La isla de las tribus perdidas. La incógnita del mar latinoamericano (Debate), de Ignacio Padilla. Una sugestiva interpretación del ser latinoamericano a partir de su desastrada relación con el mar, a través de su literatura y otras formas culturales.

Autobiografía soterrada (Editorial Almadía), de Sergio Pitol, que conjunta experiencia vital y experiencia literaria en unas memorias indispensables de ese hombre que no en balde ha confesado: “Somos los libros que hemos leído...”.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Salinas contra los Orgánicos

25/Diciembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

El cuestionamiento más severo que se ha hecho a los intelectuales mexicanos este 2010 lo hizo Carlos Salinas de Gortari en su libro Democracia republicana. Ni Estado ni mercado: una alternativa ciudadana.

Salinas arremete contra figuras como Sergio Aguayo, Lorenzo Meyer o Jorge Castañeda. Sin embargo, con quien más se encarniza es con el historiador Enrique Krauze, a quien fustiga de encabezar “la lista de intelectuales orgánicos afines a los gobiernos neoliberales que han presidido el país durante los últimos sexenios”.

Salinas critica a Krauze desde el terreno intelectual. Lo acusa de tener una metodología inválida y aun ignorar “el significado preciso del término ‘oligarquía’”.

Insiste Salinas en etiquetarlo “intelectual orgánico”.

La noción de intelectual orgánico es del marxista italiano Antonio Gramsci, quien la apuntaló durante su encarcelamiento político.

Ojo: Salinas emplea el concepto como si “intelectual orgánico” significara algo negativo, donde “orgánico” fuese igual a integrado, comprado o nocivo. Ese uso es erróneo.

Gramsci quería decir algo distinto; en un cuaderno de 1932, contrapuso “intelectual orgánico” a “intelectual tradicional”.

El intelectual orgánico es aquel que nace en el terreno de una clase social en el poder o que puede tomarlo. Digamos, funcionarios gubernamentales con función preponderantemente intelectual (voceros, jueces, etc.) o, por ejemplo, líderes de la clase proletaria o activistas.

“Intelectual orgánico” en su definición gramsciana no posee una connotación forzosamente negativa, como parece creerlo Salinas, que usa la noción incorrectamente, como si siempre fuese un insulto.

Al ex presidente le hubiese sido útil advertir que Krauze más bien cumple con el perfil del “intelectual tradicional”, aquellos que él mismo ironiza “hacen gala de autonomía” y que Gramsci describe como aquellos que se asumen en una “posición autónoma e independiente del grupo social dominante”.

Lo que Salinas ve en Krauze es un intelectual “tradicional”, esos que Gramsci solicita que sean reemplazados por intelectuales orgánicos que los propios trabajadores deben desarrollar.

Los intelectuales tradicionales, según Gramsci, se imaginan por encima de los procesos históricos y no aceptan (o no percatan) su identificación con la hegemonía. De haber utilizado adecuadamente la terminología de Gramsci, Salinas hubiese tenido que clasificar a Krauze dentro de esta categoría.

Si, en realidad, Salinas escribió o dictó ese libro, su imprecisión intelectual merma su argumento. Aunque, claro, pocos se darán cuenta.

Si, por otra parte, tiene un ghost writer que compuso o ayudó a tejer este capítulo contra los intelectuales mexicanos, Salinas tiene que despedirlo por hacerse bolas con Gramsci.

Conaculta, ¿reforma o revolución cultural?

25/Diciembre/2010
Laberinto
Braulio Peralta

La Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales confirma un lugar común: más de la mitad de los mexicanos no adquieren libros para leer, no van al teatro ni a la danza, los museos y bibliotecas. Acaso oyen la radio, van al cine y ven mucha televisión.

Una encuesta poco reveladora pero necesaria porque desnuda la ausencia de compromiso social de la familia y el sistema educativo que poco hacen por sus hijos o estudiantes para interesarlos en la escena, los libros, el arte y la danza. También desnuda al Estado en la transparencia de instituciones que sólo administran la cultura para pagar salarios a directivos ausentes de compromiso social o sindicatos de trabajadores sin miras al futuro de sus propios hijos.

Las “compañías nacionales” de danza y teatro, las “casas de cultura”, los festivales culturales de diversa índole terminan siendo, con la encuesta en mano, un aparato burocrático que contabiliza eventos por toda la República Mexicana pero no califica ante los magros resultados del crecimiento cultural. Algo trascendental tendría que hacer el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes para no terminar un sexenio más como el elefante blanco que está comprobándose en su propia encuesta.

Valiente decisión de la presidenta del Conaculta Consuelo Sáizar porque, al levantar la encuesta, comprueba lo que sabíamos: de la Revolución mexicana a la fecha todo ha sido institucionalizar a la cultura pero no democratizarla para beneficio de México. Unos cuantos, quizá los mismos involucrados son los que alimentan los eventos culturales. Hoy, la cultura patrocinada por el Estado se llena de gente con entrada gratis. Retacado en las inauguraciones, vacío durante la temporada de exhibición. ¿Cómo revertir los hábitos y costumbres culturales de la otra mitad de los mexicanos?

Al Conaculta le urge una reforma, casi una revolución cultural: el sueño de José Vasconcelos. ¿Será capaz de desmantelar el aparato burocrático que se lleva casi el 70 por ciento del presupuesto para pagar salarios y prestaciones y el resto para la promoción de la cultura?

La encuesta no dice nada sobre la miseria de los mexicanos que sólo tienen para ver televisión (90 por ciento la observa pasivamente). Tampoco señala que la situación económica impide a ciudadanos pagar por el teatro y la danza (67 y 66 por ciento, respectivamente, no van). Y leer libros, menos. Por eso un 57 por ciento ni se acerca a una librería. La cultura también es dinero.

Del priismo al panismo la cultura ha sido, más que una prioridad, un ornamento; aunque algunos gobiernos del pasado tuvieron intenciones de crear instituciones culturales que sirvieran para promover el arte y las letras. Intenciones que se burocratizaron; se pudrieron y corrompieron con el apoyo de los trabajadores sindicalizados.

Menudo paquete el de Consuelo Sáizar a dos años de concluir su mandato, con una encuesta que recordaremos hasta el final de su periodo. Esperemos que sepa jugar a las serpientes y escaleras. Sería insano desearle un final similar al de sus antecesores. Lo digo para bien del “México inculto”. Finalmente, si le va bien a ella, el beneficio sería para todos. La veo difícil porque el tiempo es implacable. Pero con decisiones drásticas, liderazgo y programa en mano al menos es posible un cambio de mentalidad en la burocracia cultural. ¡Sería mucho!

Coda

No se trata de desempolvar las ideas y proyectos de José Vasconcelos, sino de hacer programas y proyectos culturales acorde a los tiempos que corren. Ese es el reto.

Los celos de un loco

27/Diciembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Rousseau no dijo nada nuevo, pero lo incendió todo”, la frase de madame de Staël es acertada no sólo con respecto al pensador francés. Por lo regular las personas no decimos nada nuevo, pero sí que podemos presentar los mismos argumentos de manera diferente. Y si creemos que Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) no dijo nada nuevo es quizás porque hemos vivido cívicamente de sus ideas durante varios siglos y por lo tanto nos resultan familiares. Sus obsesiones fueron más o menos las mismas que acosarían a un hombre obsesionado con el asunto de la libertad y el ciudadano, alguien que fuera tan celoso como lo fue Rousseau. Un hombre que no es celoso es un malvado. Y no es humano porque el temor a perder o compartir lo amado no corre por sus venas.

Rousseau aspiraba a la pureza porque la pureza en cualquier aspecto es imposible. Era un utópico, contradictorio, celoso y formidable pensador (también era un loco, pero eso se le perdona porque la locura es el premio que obtendrá cualquier persona que intente imaginarse un mundo de hombres honrados). La relación con su mujer, Teresa, posee el mismo constante desasosiego que embarga todos sus libros. La ama, pero ese amor no es puro porque ella no le pertenece en espíritu: él habría deseado una sacerdotisa, una vestal dispuesta a sacrificarse y a cerrar los ojos a todo ser humano que no fuera él mismo: “La sola idea de que yo no era todo para ella hacía que ella no fuera casi nada para mí.” He aquí el amor como la renuncia absoluta de uno mismo para entregarse a quien se ama: te quiero y por lo tanto desaparezco. Es evidente que un amor así no es cuerdo y eso lo sabemos muy bien todos los celosos que aún seguimos en pie: sabemos que el engaño es una constante tan real que incluso podría ser calculada por los científicos.

Tzvetan Todorov, en Frágil felicidad (un ensayo sobre Rousseau), ha intentado privar a los lectores de esa imagen negativa que acompaña a Rousseau y que consiste en hacerlo parecer un romántico autoritario que, además de sostener la utopía del hombre puro, imagina un contrato social en que los ciudadanos son víctimas de una tiranía llamada voluntad general. Sin embargo, como afirma Isaiah Berlin, Rousseau dice una cosa y transmite otra (“decir una cosa y transmitir otra”, ¿acaso los filósofos no están todos condenados a eso?) Lo hace porque se trata de un tema en el que todos han tenido una opinión alguna vez en su vida.

Nadie está a salvo de opinar en estos temas. “Rousseau es el más grande militante plebeyo de la historia, una especie de golfillo de genio, y figuras como Carlyle y hasta cierto punto Nietzsche y sin duda D.H. Lawrence y D´Annunzio, así como dictadores révolté, petit bourgois, como Hitler, Mussolini, son sus herederos.” Uno se pregunta como es que Isaiah Berlin ha podido escribir estas palabras inflamadas por una airada necesidad de la picota histórica. Esa mezcla entre vehemencia, racionalidad y confesión íntima que acusó Rousseau en sus ideas puede llegar a ser tan molesta como para provocar tales juicios, pero yo no estoy de acuerdo en considerarlo un tirano porque pese a ser Rousseau un hombre que teóricamente no apreciaba las artes, su discurrir filosófico posee mucho de literario y artístico. Ya quienes lo interpretaron como quisieron tendrán que pagar sus culpas, pero es un exceso buscar un pecado o un mal original en un pensador tan carismático. Y si su mujer se llamaba Teresa puedo comprender mejor sus celos. Teresa es un nombre que invita al deseo y a la posesión imposible. ¿Conocen Thérese, el cuadro de Balthus? Pues allí está.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Libro del año de Babelia 2010

La lista completa de los diez primeros libros que son doce debido a un triple empate en el décimo lugar es la siguiente:

1- Verano, de J. M. Coetzee (Mondadori)
2- Poesía reunida, de William Butler Yeats (Pre-Textos)
3- Blanco nocturno, de Ricardo Piglia (Anagrama)
4- El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa (Alfaguara)
5- El amor verdadero, de José María Guelbenzu (Siruela)
6- Retratos y encuentros, de Gay Talese (Alfaguara)
7- Algo va mal, de Tony Judt (Taurus)
8- Dublinesca, de Enrique Vila-Matas (Seix Barral)
9- Tarde o temprano. Poemas 1958-2009, de José Emilio Pacheco (Tusquets)
10- Esencia y hermosura. Antología, de María Zambrano (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores)
11- El mundo bajo los párpados. Jacobo Siruela (Atalanta)
12- Visión desde el fondo del mar. Rafael Argullol (Acantilado)
13- Hojas de Madrid. Con La Galerna (1968-1977). Blas de Otero (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores)
- Libro de los muertos. Apuntes 1942-1988. Elias Canetti (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores)
14- Notas al pie de Gaza. Joe Sacco (Mondadori)
15- Correr. Jean Echenoz (Anagrama)
16- Autobiografía sin vida. Félix de Azúa (Mondadori)
- Del lado del amor. Poesía reunida 1994-2009. Juan Antonio González Iglesias (Visor)
- Nunca fue tan hermosa la basura. José Luis Pardo (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores)
- Todo lo que tengo lo llevo conmigo. Herta Müller (Siruela)
17- Brillan monedas oxidadas. Juan Eduardo Zúñiga (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores)
18- Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX. Santos Juliá (RBA)
- La experiencia totalitaria. Tzvetan Todorov (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores)
- Leviatán o la ballena. Philip Hoare (Ático de los libros)
- Una saga moscovita. Vasili Aksiónov (La otra orilla)
19- La idea de la justicia. Amartya Sen (Taurus)
20- La muerte del adversario. Hans Keilson (Minúscula)

Mis 15 libros /I

25/Diciembre/2010
Laberinto
Ariel González Jiménez

Animado por el fin de año —aunque mucho más por la sugerencia de Carlos Puig para que muestre en su programa de televisión En 15 los que a mi parecer son los mejores libros del año— vuelvo a la personal y necesariamente arbitraria elección de aquellos textos que de una u otra forma me parecen imprescindibles para comprender editorialmente este periodo que termina. Sin tener pretensiones canónicas, sino más bien estrictamente personales, espero que el listado que sigue represente para el lector un modesto esfuerzo de aproximación, discernimiento y síntesis en torno de un panorama (el de los miles de libros publicados en 2010) vasto y por momentos apabullante.

Comienzo por el Diario de un escritor. Crónicas, artículos, crítica y apuntes, de Fiódor Dostoievski (Páginas de Espuma /Colofón), magnífica edición al cuidado de Paul Viejo de “un libro inexistente”, puesto que su autor, una de las más grandes figuras de la literatura de todos los tiempos, “jamás dio a la imprenta —como nos informa Viejo en su nota previa a esta edición— un libro titulado así”. Pero es un hecho que ahora existe gracias a que Dostoievski, eso sí, intituló como Diario de un escritor un conjunto de artículos, crónicas, relatos y notas personales que fueron viendo la luz en diversas publicaciones y formatos. Son más de mil 600 páginas en las que se trasluce en todo momento el diagnóstico penetrante sobre la realidad y la condición humana del autor de Los hermanos Karamazov.

No he querido dejar de lado en esta selección a la poesía, y para ello pongo como uno de sus ejemplos más acabados la edición mexicana (antes fue publicada en España por Pre-textos), de Descripción de un brillo azul cobalto, de Jorge Esquinca (Era, 2010), poeta tapatío (por elección propia) que remite en esta obra a un tema caro a la poesía de todos los tiempos (desde Jorge Manrique hasta Jaime Sabines): la muerte del padre. Una muestra de poesía mexicana de la mayor calidad.

No porque le hayan dado el (inesperado) Premio Nobel, Mario Vargas Llosa dejó de ser —como al parecer creen algunos— el escritor contundente y acucioso que siempre ha sido. En El sueño del celta (Alfaguara, 2010) lo vuelve a demostrar y creo que es justo que esta obra sea considerada, por su temática y por el tratamiento que supo darle, una de las novelas del año, al margen de los reconocimientos del autor. La vida de Roger David Casement (nacionalista irlandés y luchador contra el régimen de explotación colonial en el Congo y Perú), constituye una aventura que sólo una novelística probada como la de Vargas Llosa podía abordar sin desperdicio.

Adriana Malvido nos ha entregado una imagen inédita del gran maestro del muralismo mexicano, José Clemente Orozco, en uno de esos libros que combinan investigación y encanto: El joven Orozco. Cartas de amor a una niña (Lumen, 2010). La aparición de este texto donde se nos presenta a un Orozco enamorado de su vecina Refugio, coincide con la retrospectiva de este artista que la UNAM ha hecho posible en San Ildefonso.

De tan inmensa que es el habla coloquial de los mexicanos, no podía sino surgir un trabajo de investigación y recopilación tan rico e interesante como el que coordinó Concepción Company y que dio lugar al Diccionario de mexicanismos (Siglo XXI, 2010). El revés y el derecho de muchas de nuestras palabras diarias, así como la multiplicidad de voces que empleamos para definir una misma cosa, aparecen en este libro imprescindible también entender (puesto que el lenguaje es una visión del mundo) el modo de ser nacional.

Luego de varios años de no recalar en los terrenos de la novela (su última incursión, La misteriosa llama de la reina Loana, no fue muy memorable que digamos) Umberto Eco regresa y se instala del lado del mal para crear en El cementerio de Praga (Lumen, 2010) un personaje, Simone Simonini, que nos lo explique desde dentro, desde la lógica intolerante que comienza con el resentimiento y acaba siempre en el odio, en este caso antisemita. Leyendo a Eco no encontraremos una novelita ligera ni cosa que se le parezca: su promesa de erudición, siempre cumplida, nos llevará a la complejidad histórica de la Europa del siglo XX.

Ya antes, en 1993, había sido publicado por editorial Siruela. Luego tuvo una reedición a comienzos de esta década, pero ahora, bajo el sello de Atalanta, su antologador (el mismo Jacobo Siruela, fundador de la primera y el segundo) reúne tres nuevos cuentos que ratifican a Vampiros como una obra excepcional para el abordaje de esos seres que gustan de la sangre humana. En medio de la avalancha de libros, películas y series televisivas con toda clase de vampiros mamones e insufribles, este libro representa una gran oportunidad para acercarnos a este fascinante mito de la mano de los grandes de la literatura (Poe, Baudalaire, Stoker obviamente, entre otros, más los añadidos a esta edición y que son también esenciales: August Derleth, Richard Matheson (autor de Soy leyenda) y Robert Aickman).

La próxima semana presentaré los siguientes ocho títulos que completan estos mis 15 libros del año.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Manifiesto del cuento mutante

Verano/2010
Luvina
Alberto Chimal

1
El cuento es antiguo pero no es una idea fija. El cuento cambia: se modifica: se adapta. Lo adaptan, a sus condiciones siempre distintas, quienes lo escriben y quienes lo leen. Habrá un momento en el que lo maten, también, o decaiga de manera irrecuperable, o desaparezca por indiferencia o por descuido. Por supuesto.
Pero todavía no. El cuento sigue vivo porque no se ha quedado aún sin un solo lector (evidentemente) y porque su forma no se ha agotado. He aquí parte de lo que ocurre ahora con esa forma.

2
Las preceptivas y teorías del siglo xix, que son todavía las bases de la discusión sobre el cuento actual, transformaron el género pero no lo inventaron. Hubo un tiempo en el que los cuentos —los más remotos antepasados de lo que hoy llamamos «cuento»— no se escribían siquiera: se memorizaban y se repetían de viva voz. El cuento no es breve para distinguirse de la novela, que es extensa, sino para aprenderse y repetirse más fácilmente: heredó la cualidad que lo define más claramente del tiempo anterior no sólo a la novela sino a la escritura, el de los orígenes del lenguaje, cuando comenzaron a inventarse y difundirse las primeras historias. Y ahora el cuento conserva esa brevedad aunque la brevedad haya perdido su sentido inicial, del mismo modo en que el cuerpo humano aún conserva —en el pelo que no lo abriga, en las capas profundas del cerebro— vestigios de sus antepasados animales. Más aún, la brevedad ya no puede perderse, como tampoco podría el cuento volver a ser oral ni a publicarse como se publicaba en el siglo xix. O en el xx.
La imagen más popular del cuento publicado es, en efecto, una idea obsoleta. La gran época de las historias individuales difundidas por medio de la prensa —las que dieron de comer a Edgar Allan Poe y a F. Scott Fitzgerald, las que completaron la fama de J. D. Salinger en los años sesenta— pasó y no va a volver. No es exactamente que el cuento se lea menos: de hecho todo se lee menos y la época se expresa, sobre todo, mediante imágenes: las historias escritas tampoco recobrarán jamás su antigua posición de privilegio.
Pero todo esto implica un cambio en nuestra relación con las historias breves. Antes, los libros de cuentos eran muchas veces reuniones de esas historias ya aparecidas en otros sitios, ya conocidas —incluso— por quienes las buscaban y las revisitaban. Ahora lo más probable es que el primer encuentro de cualquiera con un cuento sea en un libro o en otro tipo de serie, de colección, de reunión, que será percibida como tal. El medio no importa y ocurrirá lo mismo en los libros impresos que en los electrónicos, en las antologías académicas y en los archivos de un blog: en todos los casos la acumulación de los textos individuales, la impresión producida por el conjunto, puede llegar a contar tanto como el de cualquiera de los cuentos aislados.
Los cuentos como parte de un conjunto, como segmentos de un todo mayor, son una posibilidad de lectura distinta que trasciende, sin afectarla, la forma del cuento individual. El todo, como se dice, puede ser más que la suma de las partes. No importa si, al escribir una por una sus historias, el creador utiliza las reglas del cuento clásico al modo del siglo xix o si prefiere cualquier otra forma o técnica.
Los primeros pasos para utilizar este potencial expresivo se dieron durante el siglo xx. Hasta hoy, sin embargo, la mayoría de los ejemplos disponibles se valen, sobre todo, de una técnica que proviene de los orígenes de la novela actual en la Edad Media: el entrelacement (entrelazamiento), que consiste simplemente en introducir referencias o ecos de una historia en otra: intentar unificarlas todas en un solo mundo narrado que las abarque y en el que se pueda hallar —o inferir— cierta consistencia (1).La diferencia entre una novela y un libro de cuentos trabajado de este modo es que el segundo carece de una trama única y, en cambio, cada una de sus partes —cada cuento— puede, al menos en teoría, leerse aisladamente. A estos proyectos narrativos se les ponen a veces etiquetas («novelas-en-cuentos», «cuentovelas») que sugieren una fusión o una aproximación: las colecciones de cuentos se estarían convirtiendo en novelas, homogeneizando sus mundos narrados y a veces llegando a convertirlos en uno solo.
Para aclarar más la distinción entre las que podríamos llamar colecciones caóticas de cuentos (las más convencionales, que reúnen simplemente una serie de textos de un mismo autor, sin atención a su efecto como conjunto) y las «colecciones-novela», se puede considerar el entrelazamiento entre los diferentes segmentos del texto —que sería, evidentemente, notable en estas colecciones nuevas y más aún en las novelas convencionales, cuyos capítulos son divisiones de una única historia— y de la homogeneidad del mundo narrado. Se puede incluso intentar un esquema:

esquema 1

Esta división, sin embargo, tiene desventajas: no sólo sugiere una especie de «progresión» o gradación lineal del cuento a la novela (imposible, además, de medirse con precisión), sino parece implicar que el entrelazamiento es inseparable de la homogeneidad (o incluso la unicidad) de los mundos narrados; una lectura ingenua podría llegar hasta la conclusión de que ambos son lo mismo. En cambio, es posible considerar otra posibilidad: las colecciones de historias en las que hay entrelazamiento pero no homogeneidad de los mundos narrados.

3
Las podemos llamar colecciones mutantes: aquellas que en vez de acercarse a la forma convencional de la ilusión novelesca, con toda su solidez y su fuerza mimética, prefieren conservar la variabilidad de las colecciones de historias breves. Entre ellas no se crea la impresión de un «mundo común», fijo, anclado en descripciones, caracterizaciones y cronología consistentes, y el entrelazamiento se da en cambio por medio de temas, ideas, símbolos a partir de los cuales se crean variaciones. Claramente delimitados, los diferentes cuentos producen más fácilmente resonancias intertextuales porque éstas no se agotan en la tarea de reforzar una representación (o en la sugerencia de una representación, que de hecho es lo más que la literatura puede lograr). Además, se intensifica también el que podríamos llamar efecto de eco, que tiene lugar en toda narración breve: el vislumbre de implicaciones y asociaciones más allá de lo escrito que sólo puede llegar mientras las palabras escuchadas o leídas siguen aún en la conciencia del lector (2).
Las colecciones mutantes sugieren un espacio no físico sino conceptual que agrupa a las historias y que se encuentra en constante transformación: un espacio donde las ideas y el lenguaje pueden tener primacía sobre la representación «realista» sin necesidad de abandonarla. A la vez, considerar este tipo de colecciones permite modificar el esquema mostrado previamente y sugerir con él no un movimiento sino un campo: un mapa de las posibilidades de una colección de segmentos narrativos. En este nuevo esquema se puede suprimir la categoría de las «colecciones-novela» y adoptar, con más ventaja, la idea de las «colecciones ordenadas»: aquellas que tienden a sugerir un solo mundo ficcional pero no recurren al entrelazamiento.

esquema 2

Lo que se revela es un campo: un mapa de las posibilidades de una colección extensa de segmentos narrativos, en el que diferentes obras pueden situarse y diferenciarse. En él no sólo pueden compararse las diferentes orientaciones de las colecciones convencionales —o las variaciones entre libros de un mismo autor—, sino que es posible percibir acercamientos de la novela al cuento (y no al revés) e incluso descartar la jerarquía convencional. Diferentes textos «híbridos», o difícilmente categorizables por medio de la división binaria y tajante más utilizada (cuento/novela), pueden apreciarse más claramente:

esquema 3

4
Colecciones como Caza de conejos, La sueñera o Los sueños de la Bella Durmiente proponen estructuras y tratamientos inusitados: las tres mencionadas, respectivamente, son: una serie de variaciones —a veces contradictorias, a veces excluyentes— sobre una sola premisa fantástica; un conjunto de minificciones que toman como pretexto y lazo de unión la lógica de los sueños, y una serie doble —poemas y cuentos— entrelazada alrededor de muy precisas influencias de la literatura del fin de siècle. Además, son textos menos conocidos, incluso, que otros ejemplos de literatura experimental o vanguardista de la segunda mitad del siglo xx. Su relativo aislamiento en el mapa, como en las historias literarias, significa que el terreno del cuento mutante sigue siendo poco explorado: entre otros, éste es uno de los caminos que todavía queda por explorar para la narrativa breve. Puede intentar ese viaje el narrador que no esté interesado exclusivamente en reaccionar y acomodarse a los prejuicios actuales: las «muertes del cuento» que aparecen con frecuencia.

1.- El entrelacement se utiliza, por ejemplo, en el ciclo de la Vulgata artúrica, para ligar y unificar los materiales de diversas procedencias que lo forman (y que inspiraron, a la vez, la redacción más unificada –más novelesca– de La muerte de Arturo de Thomas Malory).

2.- El cierre perceptivo que Edgar Allan Poe llamaba «unidad de efecto» es un caso particular de este eco, que reconcentra la percepción del lector en elementos explicitados por el propio texto. En la minificción, por el contrario, el efecto de eco nos proyecta hacia afuera de ella, a partir de lo poco que nos dice. Los grandes autores de minificción pueden controlar el eco, o por lo menos encauzarlo por un camino particular de asociaciones, seleccionando qué ideas se destacan en el texto.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El miedo al penalty

20/Diciembre/2010
El universal
Guillermo Fadanelli

Nunca había escrito acerca de deportes en esta columna. Pareciera que una vez entregado a los libros y a la escritura tendría yo que haberme olvidado de ese pasado bochornoso rico en entrenamientos y competencias ridículas. Yo jugaba baloncesto y cierta vez, al entrar al baño del frontón cerrado donde practicaba la selección de la UNAM a la que yo pertenecía, descubrí que alguien había dibujado en la pared la imagen de un hombre musculoso que tenía un cacahuate por cabeza. No me sentí ofendido porque me imaginé que quien había hecho ese dibujo era un enclenque que se tropezaba con sus propios pies y que se sonrojaba cuando una mujer le dirigía la palabra (guerra de lugares comunes). No todos los jugadores hemos sido tan pusilánimes ni tan cortos de expresión. Yo solía insultar a los árbitros de manera sutil de modo que no sabían si los estaba halagando o les hacía un reproche. Por otra parte me intrigaba el comportamiento de los jugadores a la hora de entrometerse en una situación complicada o de aceptar su derrota: nunca he visto tantas lágrimas en el piso como en aquella época. No cualquiera resiste la presión de estar en la banca ni el peso de un público que al volverse masa cae como una losa sobre el ánimo de los competidores. A mí el público siempre me importó un pepino e intenté concentrame en meter la pelota en la canasta. Sólo una vez reparé en él cuando mi padre fue a verme jugar al gimnasio Juan de la Barrera. Entonces ofrecí el peor partido de mi vida. Mi entrenador estaba sorprendido de mi mala actuación. ¿Cómo decirle que el público había tomado el rostro de mi padre y por primera vez se había vuelto extremadamente real?

En su novela El periodista deportivo, Richard Ford escribe que “no es ninguna pérdida para la humanidad que un escritor decida dar por terminada su labor. Cuando un árbol cae en la selva ¿quién se preocupa salvo los monos?” Y en seguida dice que los deportistas le parecen tan auténticos y tan conscientes de sí mismos como los antiguos griegos. Yo comparto esa misma visión y me lamento de haber abandonado el deporte en aras de la literatura. Ser un calvo obeso que escribe historias no es nada halagador y el cuerpo debe estar presente en todo lo que hacemos. Qué más quisiera que ser una mónada de Leibniz y existir sólo como una molécula metafísica pero a donde quiera que vaya tendré que cargar con este montón de huesos desabridos. Quien haya leído El miedo del portero al penalty, de Peter Handke, sabrá que un portero no puede tener sino pensamientos oscuros, nebulosos e inadecuados. No se puede vivir de manera cuerda cuando la pelota amenaza todo el tiempo con entrar a la casa que el portero cuida con tanto celo. A mí me sucede lo mismo cada vez que se acerca el día en que debo pagar la renta: mi carácter se transforma y un miedo inabarcable se apodera de mi ánimo.

En El brillo del diamante ha escrito Jorge “El Biólogo” Hernández (al alimón con “El Abulón” Hernández) que el beisbol es el único deporte en el cual la defensiva siempre tiene la pelota y así ha sido siempre desde que este deporte inició hace dos siglos y medio en las riberas del Hudson. Yo no había reparado en esta cualidad pero creo que un deporte donde quienes defienden tienen siempre la pelota debe ser un juego bastante sabio. Los que atacan todos son iguales (acaso unos más habilidosos que otros), en cambio quien defiende preserva la vida contra la humillación. En determinada etapa de la vida uno se vuelve defensivo y ya no quiere soltar la pelota. En esas estoy.

Los libros de 2010

19/Diciembre/2010
El Ángel de Reforma
Sergio González Rodríguez


El libro del año: La sociedad sin relato, de Néstor García Canclini.
...
Novela: La prueba del ácido, de Élmer Mendoza; Sangre erguida, de Enrique Serna; Olvidar el futuro, de Agustín Ramos; En la vida triestina, de David Miklos; El retorno de los tigres de la Malasia, de Paco Ignacio Taibo II; Puedo explicarlo todo, de Xavier Velasco; Mi cuerpo en tus manos, de Rose Mary Espinosa; No tengo tiempo, de Arturo Vallejo Novoa; Hotel DF, de Guillermo Fadanelli.

Cuento: La marrana negra de la literatura rosa, de Carlos Velázquez; Señora Krupps, de Javier Hernández; Fiebre, de Daniel Krauze; El corazón es un gitano, de Rafael Pérez Gay; Sólo cuento, coordinado por Rosa Beltrán; Ese modo que colma, de Daniel Sada; El tiempo apremia, de Francisco Hinojosa; Caída libre, de Carlos Martín Briceño; Enfermario, de Gabriela Torres Olivares.

Crónica: D.F. Confidencial, de J.M. Servín; El derrumbe de los ídolos, de Héctor de Mauleón; Cuando me volví mortal, de Carmen Boullosa; El miedo ante el espejo, de Juan Villoro.

Ensayo: El XIX en el XXI, de Christopher Domínguez Michael; La brújula hechizada, de Mauricio Montiel Figueiras; Las islas de las tribus perdidas, de Ignacio Padilla; El arte de perdurar, de Hugo Hiriart; Islas y casi islas, de Bruno Hernández Piché; La increíble hazaña de ser mexicano, de Heriberto Yépez; Enseñanzas desbordadas, de Marisa Belausteguigoitia, et al.; Que se abra esa puerta, de Carlos Monsiváis; Papeles falsos, de Valeria Luiselli; Inmanencia viral, de Fausto Alzati Fernández.

Historia: De héroes y mitos, de Enrique Krauze; La revolución mexicana, de Álvaro Matute; La Castañeda, de Cristina Rivera Garza; La muerte entre los mexicas, de Eduardo Matos Moctezuma; Diré adiós a los señores, de Orlando Ortiz; El último brindis de don Porfirio, de Rafael Tovar y de Teresa; La insurgenta, de Carlos Pascual; México: Fotografía y Revolución, coordinado por Miguel Ángel Berumen.

Actualidad: Esclavas del poder, de Lydia Cacho; El general sin memoria, de Juan Veledíaz; Jauría: la verdadera historia del secuestro en México, de Humberto Padgett; La Santa Muerte, de José Gil Olmos; Los señores del narco, de Anabel Hernández.

Poesía: Morir mejor, de Feli Dávalos; Descripción de un brillo azul cobalto, de Jorge Esquinca; Sobre una hoja, de Gabriel Bernal Granados; La radio en el pecho, de Eduardo de Gortari; Población de la máscara, de Francisco Hernández; Libro del abandono, de Javier Acosta; Negro es su rostro/ Simiente, de Esther Seligson; Pastilla camaleón, de Julián Herbert.

Biografía: Granados Chapa. Un periodista en contexto, de Humberto Musacchio; Se llamaba Elena Arizmendi, de Gabriela Cano; Aquí está su pachucote... ¡Nooo!, de Rafael Aviña.

Humor: Historias desconocidas de la Independencia y la Revolución, de Trino Camacho.

Arte: El joven Orozco, editado por Adriana Malvido; Espejo en llamas, de Andrés de Luna; El arte de las ilusiones, de José Antonio Rodríguez; T.W. Adorno, de Jorge Juanes; Atrocitas fascinans, de José Luis Barrios.

Entrevista: La última entrevista a Roberto Bolaño y otras entrevistas a grandes escritores, de Mónica Maristáin; Catorce escritoras mexicanas frente a sus lectores, de Blanca Estela Treviño; La voz de los otros, de Ricardo Cayuela Gally.

Obras extranjeras: L'Ardore, de Roberto Calasso; La Carte et le Territoire, de Michel Houellebecq; El cementerio de Praga, de Umberto Eco; Teignmouth Electron, de Tacita Dean; Blanco nocturno, de Ricardo Piglia; Imperial Bedrooms, de Bret Easton Ellis; Obra poética, de J.M. Junoy; Requiem, de Sanford Kwinter.

El peor libro del año: Pobre Patria mía, de Pedro Ángel Palou, novela burocrática en la que monologa un Porfirio Díaz disfrazado de personaje de Carlos Fuentes: "fósil desenterrado, paleolítico, inmemorial. Soy blanco y oscuro. Verde y transparente como el jade. Opaco y luminoso. Soy, para mi desgracia, eterno... Soy el viento, el fuego, el agua, la tierra. Soy el sumo sacerdote, el yaha yahui, el águila-serpiente de fuego", etcétera. Lectura chatarra para supermercados.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Bellatin y la industria editorial

18/Diciembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

El nuevo proyecto de Mario Bellatin se llama “Los libros de Bellatin”.

Le pregunté a Bellatin en qué consiste. Esto respondió:

“Es un proyecto que tiene como uno de sus fines contar en escritura el tiempo que me queda de vida. Para continuar escribiendo necesito de la presencia física de mi obra. Desconozco los caminos que han tomado los libros publicados hasta ahora. Estoy al margen de los mecanismos a los cuales están sujetas mis palabras.

“He decidido, junto a dos diseñadores, rehacer mi obra en libros de bajo costo y pequeño formato —todos iguales y escritos de nuevo— para crear una ruta alternativa a la que marca el sistema editorial. Los libros regresarán a ser míos nuevamente.

“Pongo cien títulos como marca límite. Como una esperanza. Como un derrotero a llegar. Según las especificaciones que impone Los cien mil libros de Bellatin cuento actualmente con cuarenta títulos, lo que daría una suma de cuarenta mil libros tomando en cuenta que se editan mil por edición. Con respecto a la industria editorial estamos ya desde hace años apreciando su derrumbe, su lado decadente, que cada vez se hace más evidente.

“El premio Nobel dando patadas de honor en partidos de futbol, la premio Cervantes deseando ser galardonada para dar de saltos, son el símbolo en lengua castellana de esta situación. Seguiré publicando con quien se interese en mi trabajo, con la idea de que mientras más lectores existan mejor. No me importará el destino de los libros editados de esa manera, sí el de Los libros de Bellatin, que surge precisamente en el momento de la discusión entre el libro de papel o el virtual”, dice Bellatin.

La colección ya tiene cuatro títulos: Salón de belleza, La novia desnudada por sus solteros… así, Shiki Nagaoka: una naríz de ficción y La pasante de notaria Murasaki Shikibu (en prensa).

Bellatin ha sido publicado por Anagrama, Tusquets, Joaquín Mortiz, Alfaguara, Sudamerican, es decir, editoriales de mucho prestigio. Sin embargo, su proyecto parte de la insuficiencia y lo que él considera (creo justamente) los vacíos de la industria editorial.

Lo que Bellatin está diciendo es que si su obra dependiese de las editoriales, su circulación, expansión, su crecimiento (en todo sentido) se vería mermado. La industria editorial frena, repiten constantemente muchos escritores. Bellatin ha decidido tomar otra ruta.

¿Quién es el escritor mexicano actual más innovador? Bellatin.

¿No es algo grave que el escritor mexicano más innovador sostenga que la autopublicación es la ruta a seguir?

Los Libros de Bellatin no sólo es un nuevo experimento estético de Bellatin. Este proyecto se trata, asimismo, de una señal de alarma: la industria editorial está fallando.

No sólo los lectores están abandonándola. También han comenzado a abandonarla los propios escritores.

Fideicomisos de la memoria

18/Diciembre/2010
Laberinto
Armando González Torres

Una noción siempre polémica en las políticas nacionales e internacionales hacia la cultura es la de “excepción cultural”, es decir, considerar los productos culturales como una serie de bienes y actividades especiales que reciben un tratamiento especial en el comercio mundial, así como beneficios o subvenciones en las políticas públicas internas. Este término suscita suspicacias de parte del pensamiento liberal que lo asocia con el dirigismo, la infantilización de la sociedad y la discriminación a partir del gusto cultural. Por ejemplo, para Mario Vargas Llosa, la excepción cultural subestima el albedrío de los ciudadanos, coarta la libertad y puede instaurar formas anacrónicas de nacionalismo y populismo. Vargas Llosa señala que, aunque sería deseable que el consumidor cultural se orientara a los mejores productos, el gusto y el mercado cultural de una sociedad reflejan, entre otras cosas, su nivel de educación, por lo que una política cultural dirigista no puede sustituir una política educativa.

Con todo, existen algunas otras perspectivas dentro del pensamiento liberal que argumentan que el trato especial a la cultura tiene una alta rentabilidad por su capacidad para formar, entretener, distraer de actividades nocivas a los jóvenes, generar sentimientos de satisfacción y orgullo en los ciudadanos o elevar el prestigio de un país. Pero ¿qué manifestaciones apoyar?, ¿cómo evitar una discriminación imposible entre conceptos rígidos de alta cultura y cultura de masas o entre cultura compleja y entretenimiento enajenante? Quizá el criterio inicial sea que los apoyos (no necesariamente subvenciones sino “aclimataciones” al mercado) garanticen una pluralidad de la oferta cultural que de responder sólo a criterios de lucro sería más estrecha y centrada en la novedad. Así, como sugiere Ronald Dworkin, la preservación de las distintas manifestaciones culturales adquiere sentido no sólo por su valor intrínseco, sino por su diversidad. Por ejemplo, el albergar mediante el apoyo público un conjunto de libros considerados como clásicos no implicaría la supremacía de un canon, sino el hecho práctico de resguardar, como opciones de lectura, una serie de productos a los que, por el momento, no favorece la moda. Lo mismo puede decirse de ciertas de las llamadas “artes de invernadero”, como la danza, la poesía, cierto tipo de música, que, por contar con un mercado restringido, se verían obligadas a vegetar, llevándose con ellas un conjunto de destrezas y de satisfactores potenciales. En esta empresa, el Estado no trata de sustituir al mercado, sino de subsanar algunas fallas derivadas de la competencia imperfecta, el problema de las economías de escala o la información asimétrica que enfrentan las actividades y consumidores culturales. De esta manera, el fideicomiso de la memoria, que es la preservación de la cultura, ensancha las posibilidades de formación, goce estético o entretenimiento de un ciudadano futuro.

martes, 14 de diciembre de 2010

Un siglo de aforismos mexicanos

Diciembre/2010
Nexos
Javier Perucho

A propósito del centenario de la aparición del libro de aforismos de Francisco Sosa, Breves notas tomadas en la escuela de la vida, publicado en 1910 (Imprenta de Antonio García Cubas), expondré un horizonte del aforismo, la redención literaria del género, simpatías y diferencias con otras arquitecturas narrativas que recurren a la brevedad literaria —microrrelato, apotegma, sentencia, máxima— y a la tradición popular —leyenda, adivinanza, proverbio, chiste— para su concreción artística. Asimismo, apuntaré una demografía autoral y un inventario de esta musa menor cuya presencia en las letras nacionales es seductora, indocumentada y marginal. Presencia que dispone de al menos un siglo, si partimos para su documentación probada del libro de Francisco Sosa, capital para el aforismo, pues este volumen puede considerarse punto de partida para establecer la historiografía literaria del aforismo. Así pues, el origen, desarrollo y continuidad de este género en México tiene su encrucijada en Breves notas tomadas en la escuela de la vida.
Horizontes del aforismo
El aforismo es una de las musas menores que tiene una presencia escondida en las letras nacionales, muy dilatada, insólitamente indocumentada y soterrada en los túneles de los acervos literarios. No es usual su enseñanza en los centros educativos, tampoco su recensión en la crítica literaria que se acostumbra en la tertulia periodística y su historiografía muere de inanición por la falta de materiales con que nutrirla, ya que no se han sistematizado sus fuentes, tampoco se ha emprendido una bibliografía esmerada que pudiera dar noticia franca de los libros cuyos autores han cultivado el género en México, Hispanoamérica o Europa. Excepcionalmente, en España se impulsa una colección aforística, por la editorial Edhasa, que procura la difusión del aforismo universal, en particular el acuñado en español tanto en la península como en Latinoamérica, donde encontramos lo mismo las máximas de Lichtenberg, los razonamientos sublimes de Nietzsche, la obra precursora de Karl Kraus o el pensamiento americanista de Augusto Roa Bastos.

Verdehalago, una empresa editora de bajo presupuesto, desde hace unos lustros se dedica a la publicación, traducción y selección de la obra aforística de literatos mexicanos y europeos. En su serie Fósforos han aparecido lo mismo el pensamiento gregario de sor Juana, las máximas políticas del Benemérito de las Américas, la contemplación urbana de Fernando Curiel, que el género en sus vertientes anglosajonas en voz de Gottfried Benn, G. K. Chesterton, William Blake y Oscar Wilde, además del pensamiento iluminado francés y alemán, importados al español mexicano por la diestra mano traductora de nuestros escritores. La traducción del aforismo iniciaría en México con la publicación de los “Aforismos” de Maximiliano de Habsburgo, integrados al tomo dos de sus Recuerdos de mi vida. Memorias de Maximiliano, en traducción de José Linares y Luis Méndez (México, F. Escalante Editor, 1869).

Inauditamente, el lector contemporáneo no dispone de una antología sobre el aforismo nacional, regional o universal en español; apunto esta lengua pues en inglés sí se disponen de sendos florilegios sobre el género (Louis Kronenberger, The Viking Book of Aphorisms; John Gross, The Oxford Book of Aphorisms). Hasta el momento nuestro lectorado carece de un estudio que le explique los pormenores del género o facilite la redención literaria de esta singular arquitectura narrativa. Las antologías pioneras de Irma Munguía Zatarain y Gilda Rocha Romero (Aforismos [Una selección libre] y Diccionario antológico de aforismos) ofrecen la salvedad a este injustificado hoyo negro en la literatura mexicana. Como resultado de esa indolencia, no se dispone de una demografía autoral o un inventario libresco que faciliten un acercamiento maduro al lector interesado en el aforismo, su estructura, historia y crítica.
Mi libro Escrituras privadas, lecturas públicas. El aforismo en México. Historia y antología, facilita entre sus propósitos de realización los documentos necesarios para su comprensión, las herramientas para la elaboración de su historia regional, sus vasos comunicantes con otras tradiciones literarias por la importación de títulos emblemáticos para el género por la mano diestra de autores nacionales; en resumen, procura elaborar el primer acervo bibliográfico y un censo inicial con sus principales autores para certificar la presencia en nuestra cultura literaria de un género frecuentado apasionadamente por sus cultivadores, terriblemente desconocido para el resto de sus potenciales lectores e ignorado en los patrimonios culturales de los que procede. Quizá la primera antología del aforismo mexicano encuentre ahí su espacio natural de expresión.

La redención del género será su primer acercamiento; el segundo, mostrará las simpatías y diferencias con otros géneros de la brevedad inquisitiva; el tercero expondrá un escolio a Breves notas tomadas en la escuela de la vida, que en septiembre de 2010 cumplió el centenario de su aparición en las letras mexicanas y, finalmente, ofrecerá una fría y seca demografía autoral para llamar la atención en los nombres, plumas y afanes aforísticos de los escritores mexicanos que entre los siglos XIX, XX y la primera década del presente han labrado en los fértiles espacios de la escritura aforística.

Simpatías y diferencias


Además del aforismo, estos son los géneros narrativos que recurren a la brevedad literaria —microrrelato, apotegma, sentencia, máxima— y a la popular —leyenda, adivinanza, proverbio, chiste— para su concreción artística. De ellos sólo explicaré la naturaleza cuentística del microrrelato, pues con el aforismo suele confundírsele habitualmente. Como paso previo, baste apuntar que tales formas populares, folclóricas, tienen de común su carácter anónimo, pertenecen al dominio público, obedecen a un tiempo cíclico, se adaptan a las condiciones culturales o sociales de una época, resumen la idiosincrasia y sabiduría de una comunidad y sirven para instruir a su parvulario. Por lo general, éstas son las características básicas de la leyenda, la adivinanza, el proverbio y el chiste. Estos mismos rasgos pueden aplicarse a las restantes formas con que una nación sintetiza en el folclor su arraigo en la tierra. Tienen la función social de conservar su saber, transmiten su experiencia de vida y educan a sus integrantes en las modalidades de la Naturaleza, acoplan al grupo y los dota de herramientas que les permiten la sobrevivencia en un medio a veces hostil, otras paradisíaco.

Así planteados sus rasgos distintivos, regreso al microrrelato, forma eminentemente escritural, a diferencia de las folclóricas, ágrafas, que carecen de escritura, naturalmente pertenecientes a la tradición oral.

Emergido de una robusta cultura literaria, el microrrelato, a pesar de los recientes acosos analíticos en la academia y la tertulia literaria, no dispone de una definición general y literariamente aceptada. En Barcelona, Bogotá, Buenos Aires o México, entre otros centros productores de su creación artística como de las perquisiciones que tratan de ceñirlo, cada escritor o analista literario ha lanzado un concepto que postula su definición. Uno por uno plantean una verdad literaria; cada concepto blandido aloja su refutación. Estos balbuceos no escapan a tal naturaleza. En consecuencia, expongo que el microrrelato obedece a la pertinaz manía del ser humano de compulsar su estancia en esta tierra, domeñar su carácter, soliviantar su vida doméstica, anhelar la carne próxima, ensoñar otras vidas, recrear sus ocios, maldecir al prójimo. Al contar, registra las cimas de sus afanes y el infierno de su tiempo. Ahí, en ese microcosmos se encuentra la memoria de su estancia por el mundo.

Estrictamente, un microrrelato sigue las reglas de composición aristotélicas. Se apega a una trama cuyo héroe vivirá o planteará un conflicto, en un escenario único, donde ambientará sus acciones durante un tiempo perentorio, donde acaso se tope con una doncella o su némesis, con quien ralentizará en su conclusión abierta o cerrada una epifanía. El curso de sus acciones sigue la estela de una flecha al perseguir la nuez de una diana.

El aforismo y sus linderos

Por su naturaleza, el aforismo se sitúa en un punto equidistante entre los géneros tradicionales como la adivinanza, el chiste, la leyenda y el refrán, entre otros soportes vernáculos, pues son los formatos de una tradición oral que, por su condición, exigen el anonimato, la creación colectiva y el dominio público, que son justamente los rasgos contrarios a los géneros literarios. En los géneros de tradición oral su soporte yace en la memoria de la colectividad, su vehículo de transmisión y recreación. Por otra parte, el aforismo también suele lindar con el microrrelato, la fábula, la greguería e incluso la parábola.
En la adivinanza, el chiste, la leyenda y el refrán se funden la picardía, el ingenio de un pueblo, su sabiduría, idiosincrasia e historia colectiva. Estos soportes de la tradición popular tienen como propósitos enseñar, divertir, conservar, aleccionar a los integrantes de una comunidad viva. Cada una de estas formas expresivas se sujeta a la rueca del tiempo: aparecen, se olvidan y vuelven a surgir desaletargadas por las circunstancias sociales, cuyos requerimientos a su vez actualizan los contenidos latentes; por esta condición efímera, la fijación del “texto oral” es una tarea imposible.

La parábola conserva un ascendiente bíblico que obliga a recapitular las acciones emprendidas por el ser humano bajo una circunstancia específica; además, por su naturaleza evangélica pretende una enseñanza religiosa o una lección de vida, nunca cívica, lección que sí puede desprenderse de su contraparte el microrrelato o la fábula, ésta con un inevitable didactismo y un carácter moral. Por la tradición literaria que forjan, ninguno es cíclico; es decir, no se sujetan a los procesos de reciclaje a que están sometidas las formas orales tradicionales. Por supuesto, las tres arquitecturas (aforismo, fábula y microrrelato) exigen su fijación textual.

Para avanzar en esa historia y en la formación de un repertorio aforístico, propongo una definición complementaria que circunda la noción de aforismo, lo caracteriza en sus contornos pero, sobre todo, la divulgo como mera hipótesis de trabajo. Para lograr ese propósito, adelanto este apunte que circunscribe al género en acecho: Es el género por excelencia de la madurez tanto del hombre como del literato, la oración de los escritores veteres; se trata de una expresión de sabiduría que condensa los saberes de una vida. Para su enunciado se vale de una oración simple o una frase. Siempre es un fulgor, una revelación. Un relámpago de saber. Es un género más allegado a la reflexión del pensamiento filosófico que a la invención literaria. Junto con la máxima y el apotegma, el aforismo pertenece al mismo orden ideológico de las formas, excepto que no comparte con ellos el arquetipo religioso. En los tres, la mímesis mandata.

La narratividad es otra de las características intrínsecas de este género, aunque los aforismos de Gerardo Deniz asentados en Letritus rompen con esa regla de oro del viejo pacto de la representación prosística, establecida luego de aparecer los aforismos hipocráticos.

En su condición de médico, Hipócrates acuñó el único género no fundado por un literato, desde entonces es habitual que las más diversas tribus de profesionales publiquen su aforística: arquitectos, políticos, historiadores, libreros, filósofos y literatos, al menos en México; de este modo han dado continuidad a una tradición que se remonta a la cultura y civilización grecorromanas.

Concluyo este apartado con una definición operativa: un aforismo es un argumento controvertible aunque veleidoso, que soporta una experiencia empírica, un saber positivo expresado en una definición conceptual, un pensamiento educado por el libre albedrío. Jamás narra una historia, eventualmente fomenta una lección cívica o moral; por historia y tradición no profesa dogmas, aunque las creencias obtienen su rédito durante la concepción; sus dominios también circundan la estética de las artes, la biografía, los credos, además de ceñir las idiosincrasias y las tradiciones. La prosa es su soporte habitual, regla de oro que admite las excepciones contemporáneas. Nunca es epifánico, pero sí confesional. La experiencia y el dominio de un saber o una técnica, así como el empirismo subyacen en el género, por ello el escritor veter es quien más lo ha frecuentado, según los indicios y las evidencias documentales que sustentan este comentario; en consecuencia, es el género de la madurez literaria.

Censo y demografía

Juana Inés de la Cruz: Aquellas cosas que no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es no saber qué decir, sino no saber en las voces lo mucho que hay que decir.

Benito Juárez: Los lobos no se muerden, se respetan.

Maximiliano de Habsburgo: Dos cosas son necesarias al hombre de Estado, el instinto y el tacto: aquél para discernir; éste para ejecutar. Saber gobernar es un talento innato, que no se adquiere, y al que, como a las aptitudes naturales, lo más que puede hacerse es pulirlas.

Mariano Silva y Aceves: El bien más cierto de que somos deudores a los hombres es el bien de la lectura, y encontrar el libro que conviene a cada edad, equivale a encontrar el mayor tesoro de un pueblo, mayor todavía que la Constitución o la moneda.

Francisco Sosa: El que revela los favores de una mujer, confiesa así que es indigno de obtenerlos.

Alfonso Reyes: Los niños de aquella familia se disputaban dos tesoros: los besos de la institutriz y la “pepita del chayote”. Así se empieza.

Carlos Díaz Dufoo Jr.: Hubiese dado cualquier cosa por una creencia elemental, por una afirmación biológica, por un pequeño refugio, animal y seguro.

Julio Torri: El mundo ha perdido su voluntad, y ya no es sino representación (con excusas para los manes de Schopenhauer).

Max Aub: En los documentos nunca hay hijos de puta. Y Dios sabe que son incontables.
Enrique Jardiel Poncela: Nadie está en mayor peligro de muerte como aquel que ha hecho testamento a favor de los que lo rodean.

José Bergamín: Hay monederos falsos de las ideas, sobre todo, de las ideas estéticas. Lo peor de los simuladores, en pintura como en poesía, como en música, en filosofía y en religión, no es que comercien y trafiquen con el misterio sino con el secreto profesional de sus clandestinos falsificadores. Con moneda sin cuño.

Octavio Paz: Al leer o escuchar un poema, no olemos, saboreamos o tocamos las palabras. Todas esas sensaciones son imágenes mentales. Para sentir un poema hay que comprenderlo; para comprenderlo: oírlo, verlo, contemplarlo —convertirlo en eco, sombra, nada. Comprensión es ejercicio espiritual.

Luis Cardoza y Aragón: La imaginación es memoria arrebatada. La amnesia, sordo huracán de las sombras.

Mariana Frenk-Westheim: La vejez es una de esas cosas que les pasan a los jóvenes.

Sergio Golwarz: La modestia es la más incómoda de las virtudes, porque no se puede alardear de ella.

Gerardo Deniz: Cuando musitan que así no, deduzco que antes, cuando menos cierta vez, dijeron sí —y a mí no fue.

Augusto Monterroso: Unir esfuerzos. En San Blas muchos políticos esencialmente estúpidos o ladrones sólo esperan el momento de alcanzar el poder para combinar estas dos cualidades.

Raúl Renán: Esto es el silencio, imposible sin alguno de los sonidos que lo forman.

Gabriel Zaid:
No hay ensayo más breve que un aforismo.

Salvador Elizondo: La tortura sólo es tal si su fin no es la muerte. Un supliciado a muerte es, inequívocamente, la más alta torpeza del verdugo.

José de la Colina: No seas hipócrita y confiesa que para ti el momento histórico de los años cincuenta fue el descubrimiento de Tongolele.

Carlos Monsiváis: Antes, un cortesano típico respondía a la pregunta. “¿Qué horas son?”, con un: “Las que usted quiera, Señor Presidente”; ahora, un cortesano típico, ante la misma pregunta, comenta: “Las que se puedan, Señor, en vista de la gravedad de las circunstancias”.

Juan Carbajal: El hombre es polvo. Ésa es una sabiduría aquí nacida. Por eso el desierto es sagrado. Es el lugar más colmado de humanidad virtual de la tierra.

José Emilio Pacheco: Nadie ha vivido como nosotros la experiencia de la evanescencia. Por primera vez desde que se instaló la idea de progreso sentimos el porvenir como amenaza. Perdemos todo: ideas, creencias, costumbres, ciudades, afectos…

Francisco Hernández: Guardan entre sus piernas el abierto candado de la felicidad.

Jaime Moreno Villarreal: La única caricia obscena que conservamos es la lengua en sus humedades.

Adolfo Castañón: Sé que dije muchas mentiras. También sé que fui aplaudido por quienes sabían que estaba mintiendo.

Nedda G. de Anhalt: La bendición de los espíritus críticos es la ironía.

Andrés Virreynas:
Las frases de mi mano izquierda son breves y directas, ligeramente banales. La mano derecha, en cambio, descontenta ante la idea de sólo expresar un pensamiento, se enreda y desorienta, siente la tentación de perderse en cada vez más enrarecidos circunloquios. Con asombro primero, y en estos últimos días ya con abierta condescendencia, he notado el impulso de ambas por convertirse en la mano contraria: por ocupar el espacio imposible de su especular reverso. El ademán natural que producen es el de un intranquilo cruzamiento de brazos.

Marco Antonio Campos: Desde una perspectiva general veo una infancia libre y feliz, pero si recuerdo momentos en que la pobreza me humillaba y disminuía (puede humillar y disminuir de tantas maneras), el dolor o la tristeza me dejan a punto del llanto.

Raúl Aceves: El no saber quién soy es mi principal certeza, el resto son especulaciones.

Tomás di Bella:
Una pierna de mujer siempre será una escala para llegar al edén o un tobogán que cae hasta el fondo del misterio.

Miguel Kolteniuk: Descubrí que soy un escritor sin escritura; sólo cuento con el aforismo.

Alberto Blanco: El hombre es un reloj de arena: se va llenando de espacio, se va vaciando de tiempo.

Fernando Curiel: Letrinaria. Memora, cuando estés lejos, que palo dado ni Freud lo quita.

Ulises Carrión:
Para empezar, los libros tenían que liberarse de la literatura. Y luego había que liberarlos de las letras. A partir de ese momento, consideré mi aliado a quien no leyera libros, y a cualquiera que los escribiera lo consideré mi enemigo.

Luis Zapata:
El verdadero escritor es aquel que puede soportar con paciente y digna entereza la posibilidad de tener varios libros inéditos, o, mejor aún, varios libros abortados. Al otro, al que se muere por publicar y atosigar al mundo con sus escritos, más bien habría que llamarlo un publicador.

Ricardo Yáñez: Estoy cansado de no saber a dónde ir, es decir, de no saber estar en mí.

Eusebio Ruvalcaba: La mujer posee dos sonidos que la distinguen en el mundo de los seres vivos: la voz y el corazón. La voz por el timbre; el corazón, por el seno que lo cubre.

Juan Domingo Argüelles: Hoy hasta los politólogos se escandalizan por el rechazo a la partidocracia. Bien visto, resulta lógico: no pocos de ellos pasan de la teoría a la práctica y, a la menor insinuación, los ungen candidatos y luego son diputados o senadores cuando no ministros.

Francisco León González:
Si sumamos la soledad e insignificancia, el anonimato y las pesadillas a las calles, el trabajo, las horas pico y el prójimo, obtendremos un pedazo de vida, seguramente, podrido bajo los escombros.

Juan Villoro: En el Estado laico, ningún misterio teológico supera al de la burocracia.

Guillermo Fadanelli:
Jorge Ibargüengoitia escribió La mujer que no, un relato donde narra sus vanos esfuerzos para acostarse con una mujer. Reconocer a la mujer que no requiere de un talento mayor que para triunfar en los negocios, escribir novelas o graduarse en la universidad.

Roger Campos Munguía: Deberíamos de olvidar a los que mueren, de enterrarlos para siempre, sin remordimientos. Es preferible dejar que desgajen su muerte a solas.

Gabriel Trujillo Muñoz: Cada vez estoy más convencido de que Robert Frost fue un poeta mayor: no un portavoz de su tiempo sino un escucha de la naturaleza, un traductor del espíritu de la vida. Para él escribir era como cortar leña del bosque y preparar el fuego, como tomar agua del río y beberla con gusto. Porque aquí estamos hablando de palabras escritas sin más filtros que su conocimiento del hacha y sus filos, del río y sus corrientes. Tan simple como eso. Tan difícil como eso.

Alfonso Camberos Urbina: Cuando la cocina demanda libre tránsito al comedor, se inicia la política del espacio.

Armando Páez: Humanum est. El error es compañero sincero.

Pablo Soler Frost:
LXIV. Es oprobio eterno sobrevivir al jefe y volver sin él después del combate.

Luis Ignacio Helguera: El virtuosismo doméstico, civilizado, de la mujer moderna recuerda a veces el sacrificio primitivo de las mujeres a los dioses. Sólo que antiguamente los hombres inventaban causas más elevadas que el altar de las escobas.

Benjamín Barajas: La historia lo ha confirmado: no somos superiores a los cerdos. De ahí nuestra devoción por ellos: somos carne de su carne.

Alejandro Cerdá: Si amor con amor se paga tendré que embargarte.

José Antonio Rosado: El tiempo enriquece los sentidos. Antes, la calavera servía como símbolo de la muerte; ahora, puede ser una radiografía.

Javier García-Galiano: La indignación es más digna que la dignidad.

Jorge Fernández Granados: Lo que busca el aforismo no es tener la razón sino tener la medida suficiente para tener la razón.

Felipe Vázquez:
Los dioses, los ritos, la escultura y la cosmogonía de las viejas naciones mesoamericanas tienen mucho de ingenuo y monstruoso para un extranjero. El mexicano de hoy sigue siendo un iniciado en el horror cómico. La risa pánica es la atmósfera de su respiración normal. Basta considerar su sistema político o policiaco. “País de demonios”, le llamó José Revueltas. “Pocilga de Carajos”, replicó mi abuela.

Armando González Torres: Mi maestro me recomendaba salir de un libro, como de un burdel: contento, trastabillando, con el equilibrio en rodajas.

Luis Alberto Ayala Blanco: Optimismo: saber que siempre puede ser mucho peor me reconcilia con el momento actual.

Luigi Amara: En el horizonte de todos los cuadrúpedos impera la contundencia de los traseros; de allí que la postura erguida, al situar a los rostros frente a frente, haya significado el origen del maquillaje.

Amaranta Caballero: Cuando era niña, a veces dormía en la cama enorme de mi abuela. Ella siempre me regañaba por dormir acomodándome, sobre el lado izquierdo de mi cuerpo. Decía que era malo, que me haría daño con el tiempo. Nunca le hice caso, pero ahora, a mis veintiocho me doy cuenta que ella tenía razón. No son las nostalgias, no es el fracaso ni las decepciones, no el amor perdido, es más, la soledad sigue siendo simplemente ¡¡un invento demasiado occidental!! Las posturas, señores, las posturas. Ellas son la clave de los corazones sofocados.

Jezreel Salazar: Si mendigar sentimientos es patético, darlos de limosna no sólo significa celebrar un fracaso, sino ser pordiosero.

Así escribo (Monica Lavín)

Diciembre/2010
Nexos
Monica Lavín

Basta un camarote
Me gustan las mañanas. Entre más temprano mejor. Con un café en taza roja. Desde que me mudé a donde ahora vivo en Coyoacán, el café de casa desmerece al lado del express de máquina que venden justo bajo mi balcón. Por fortuna escucho cómo suben las cortinas de metal a las siete y media de la mañana y, apenas enfundada en chamarra y pants, pido mi lechero, dos. Vacío uno a la taza roja y más tarde me bebo el otro. Entonces puedo empezar, es un preámbulo obligado. Por eso, y porque en alguna vacación lo servían descafeinado, asunto del que me enteré tres días después cuando cabeza y piernas me dolieron, sé que soy adicta a la cafeína. Eso no quiere decir que necesite muchos cafés, ni cualquier café ni mucho menos frío. Ciertos cafés a cierta hora y a buena temperatura. Como todo. El espacio me importa, algunas veces a lo largo de mi vida he podido tener mi estudio, mi escritorio; no cuando mis hijas crecían y compartía el salón de televisión con el resto de la familia. Por ello las mañanas de escuela y según el empleo (el desempleo era mejor para ello) en turno se volvieron preciosas para la escritura, también porque después de las once de la noche soy un tanto inservible. Desde hace un año tengo la fortuna de haber encontrado un estudio fuera de casa, pero en los mismos edificios donde vivo. Es un cuarto piso y hay que subir escaleras (lo cual no está mal si uno va a pasar un rato largo sentado). Para mi sorpresa, una vecina me descubrió el secreto de este espacio cuando me preguntó al verme bajar: ¿Sabía usted que allí vivió Ibargüengoitia? No lo hubiera imaginado, pero las coordenadas embonaban, en otro de los departamentos vivió Felguérez, su amigo. Debió ser un breve tiempo en los años sesenta, y él solo, porque no hay mucho espacio. Desde entonces me halaga y me intimida la coincidencia. Intento imaginar en qué pared o hacia qué ventana estaba su mesa de trabajo.

Tengo manía por las libretas, y aunque mi letra manuscrita, cincelada a golpe de caligrafía Palmer, se ha desvirtuado hasta lo indescifrable (culpa de las computadoras y mi impaciencia), las atesoro porque me gusta apuntar en ellas. Una es para ideas de cuentos, otra acompaña a la novela en turno y está siempre al lado de la computadora sobre el escritorio, que ahora es grande y se inunda a placer. La que llevo en la bolsa recibe de todo, otra en el buró de la recámara es íntima y caótica. Pongo música al empezar a escribir, algo clásico o barroco, pero suave; luego me olvido. No me doy cuenta hace cuánto se ha terminado porque el texto me ha tomado para sí. Me prohíbo ver correos antes de una tanda de escritura: son tan peligrosos. Como si varias manos se agitaran llamando y uno no pudiera ser descortés. Tantas formas de boicotear la escritura que es preciso entrar en ella como quien se avienta a una alberca. Algunas veces me sirve caminar para ir delineando el fragmento de escritura del día, a veces es después de escribir y mientras la historia me habita que puedo planear lo que sigue. Así llego a abrir la tapa de la laptop, encontrar el archivo si es la novela, apenas leer unas líneas y tirarme de cabeza. Terrible costumbre: no miro hacia atrás. Eurídice es mi novela y la puedo perder. Ya lo haré cuando crea tener una versión, entonces detendré el brío, el aliento, el golpe de metralla que ha sido la escritura y resolveré la arquitectura fantástica con que aparece esa primera versión de la novela. Las escaleras llegarán a algún lado, los cuartos tendrán techos, los muros de sostén cumplirán su función (por lo menos eso intentaré). Siempre que logro tener una jornada de escritura, tres horas cuando menos, siento que he vencido a los demonios, que a pesar del sol que brilla en la acera, el agua que hay que ir a pagar a la Tesorería, las llamadas acumuladas, los mensajes, los encargos, las listas, las deudas: lo he logrado. He estado en otro sitio y si me va convenciendo el sitio, no está nada mal. Quiero volver. No pienso más que en volver.

En una residencia literaria en Banff, en Canadá, donde mi estudio era un reducido barco pesquero montado en medio del bosque, comprendí que basta un camarote para ponerse a escribir. Por eso sólo estoy atada al café (puedo prescindir de la taza roja), a las libretas y a la computadora portátil, y puedo ser una escritora itinerante. Si leer y escribir son una forma del viaje, me gustaría que mis tarjetas de presentación, como las de la entrañable Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s llevaran escrito: Mónica de viaje.

lunes, 13 de diciembre de 2010

¿Mujeres?

13/Diciembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

La mayoría de los hombres que hablan mal de las mujeres, en realidad hablan mal de una sola mujer. Esto fue más o menos lo que escribió Remy de Gourmont. Y también dijo que uno se conoce a través de las mujeres con quienes ha tenido una relación. Quiero confesar, no sin el embarazo debido, que el único tema importante que conozco es el que concierne al mundo femenino. Es un tema tan vasto como la astronomía o la física cuántica, pero mucho más misterioso porque no se presta a la conclusión. Cada vez que uno cree conocer las razones del comportamiento de una mujer es que, sin darse cuenta, tiene atada ya una soga en el cuello. Sé que es arbitrario dividir el mundo en hombres y mujeres, pero en estas cuestiones soy un pueblerino. Ya suficientes problemas me causa la atracción femenina como para aumentar mis tribulaciones poniendo atención en otros géneros. Ya hay suficiente filosofía con la ciencia, dijo Quine, con quien no comparto ningún punto de vista, exceptuando, quizás, el antiguo consejo de que no debemos inventar más problemas de los necesarios.

Si un hombre habla mal de las mujeres, siguiendo con Gourmont, habría que preguntarle quién o cuántas mujeres lo despreciaron. Es sano para una buena salud ubicar el origen de nuestros males porque, de lo contrario, culparemos al mundo de las desgracias que provocan sólo unas cuantas personas. A veces una mujer llega a sentir piedad por las penas que ella misma causa, ha dicho Gourmont, y tal verdad me parece una de las formas más crueles de la paradoja humana: sentir piedad por quienes, aun de modo involuntario, son nuestras víctimas. A este sentimiento puede remitirse una buena parte de la humanidad. Sé que es una obcecación de mi parte, pero creo que se reconoce a los hombres observando el rostro de las mujeres que los aman. Es tan sencillo leer en la superficie de esos mapas espontáneos. (Una extraña manía me acosa en los últimos tiempos y es la de pensar que todas las mujeres ocultan algo muy grave y que por lo tanto es mejor no averiguar ni molestarlas con preguntas. Creo que ningún secreto masculino vale lo que uno femenino porque si este último pudiera ser develado el mundo interrumpiría su marcha).

Schopenhauer estaba en contra de la monogamia porque era un hombre sabio, aunque lleno de rencores. La monogamia es en verdad una locura, pero eso es justamente lo que distingue a los humanos de otras especies: necesitamos convencernos de que una extravagancia es verdad. Y este convencimiento es fundamental para crear casas que nos cobijen del constante asedio de las pasiones. Por la misma razón hacemos teorías que damos por comprobadas o ciertas: queremos sentirnos protegidos. El concepto de dama le parecía a Schopenhauer abominable y tuvo a bien a escribir que las damas eran monstruos creados por una civilización europea basada en sus ridículas pretensiones de respeto y veneración. Estas damas, confiaba el filósofo, desaparecerán de la tierra y entonces sólo quedarán mujeres. Yo, como Schopenhauer, creo que las damas no han existido nunca excepto en la mente de los hombres más primitivos. Y uno se conoce a sí mismo tratando a las mujeres. Y entre más mujeres sean las que uno trata más mundo habrá para un hombre. Cuando Gourmont dice que él se conoce a través de las mujeres es porque no le queda otro remedio. Ante la imposibilidad de saber quiénes son ellas lo único que le queda es conocerse a sí mismo. He allí un versión sobre el origen de la sabiduría socrática.

Dice Gourmont que un imbécil no se aburre nunca porque se contempla. Y ese aforismo sin más explicaciones me ha puesto a pensar en mí mismo. Mi vanidad me torna un imbécil que no se aburre porque se contempla a sí mismo. Pero a esa actitud le he intentado poner remedio dirigiendo mi atención al mundo femenino. Es la única manera de volverse sabio y en mi vida he dicho cosa más cierta. Permítanme endilgares otra definición de sabio que ya antes he citado en esta columna y que he robado literalmente de un libro de Richard Rorty. Es una definición que habrían de hacer suya también los que consumen su vida discutiendo política o asuntos públicos: sabiduría es la virtud de escuchar a los demás con la esperanza de que puedan tener ideas mejores que las nuestras. Y si además de esta virtud te entregas -sin esperar comprender- a la con templación del mundo femenino, entonces te convertirás, sin ninguna duda, en un hombre de bien.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Respuestas

12/Diciembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

A propósito de la aparición de El corazón es un gitano, me han preguntado mis opiniones sobre la vida cotidiana, el periodismo literario, la vida cultural, desde cuándo escribo en los periódicos. He respondido a estas preguntas como Dios me ha dado a entender. Ofrezco aquí un cernido de esas respuestas. Las primeras versiones de El corazón es un gitano aparecieron en este espacio. Las trabajé, corregí y escribí de nuevo como si fueran un solo texto. Se trata de relatos súbitos, breves estampas con su propia acción interior. Eso: relatos súbitos.

• Textos nómadas, periodismo. Si hago cuentas, volteo la cara y resulta que empecé a escribir en periódicos y suplementos culturales en el remoto año de 1977, en el viejo, legendario periódico unomásuno que dirigía Manuel Becerra Acosta. Le entregaba breves notas de libros y algunas traducciones del francés a Rojas Zea, que se encargaba de la sección de cultura. Recuerdo mi primera entrega: una reseña sobre Cosecha roja de Dashiell Hammet publicada por Alianza Editorial. Tenía 20 años. Ya llovió. Han ocurrido 33 años. Desde entonces, no han pasado una o dos semanas sin que entregue alguna nota a la prensa. Me hice en las páginas de los diarios, por eso lamento que los periódicos publiquen cada vez menos textos para leer y privilegien la imagen o el texto brevísimo.

• Recuerdo que fue Héctor Aguilar Camín quien me invitó a escribir notitas en el unomásuno, en esos años José María Pérez Gay me enseñó a leer, formé parte de un grupo de jóvenes que editó con Carlos Monsiváis un suplemento cultural, con José Joaquín Blanco entré al pasado literario de México, al siglo XIX, lugar donde aún sigo buscando fantasmas, obras periodísticas, lecciones. Trabajé con ellos haciendo periodismo, esto incluye la formación editorial. Nos hicimos editores. Siempre he vivido de escribir y de revisar las palabras de otros y ponerlas en un papel impreso. Podría poner aquí que fueron mis maestros, pero quiero evitar los comentarios mordaces.

• Los amigos que empezábamos a escribir en la prensa a principios de los 80 tuvimos la suerte de conocer a José Emilio Pacheco, a Renato Leduc, a Alejandro Gómez Arias, a Lola Álvarez Bravo, a José Luis Martínez, a Fernando Benítez, con ellos un México desaparecía para siempre. Todo esto para mí tiene dos sinónimos: periodismo y literatura. Aún pienso que cuando uno escribe busca encontrar una parte de sí mismo, la mas recóndita. El misterio último de todo trabajo creativo es la finitud de la vida, la sombra de la muerte. Sin ese misterio no hay trabajo que valga un peso; me refiero a ese momento de la vida en que uno se pregunta por el rumbo de sus días, la dirección de un libro inacabado, la búsqueda de aquello que hemos querido decir en el trayecto, el viaje. En fin, no sé si me explico: buscamos responder dos preguntas: ¿qué hacemos aquí? ¿A qué hemos venido?

• La ironía y el humor, que no son exactamente lo mismo, intentan aclarar el equívoco de la vida sin un exceso de vanidad. No quiero decir que los filósofos sean unos pesados, sino que un pliegue irónico puede revelar tanto como un sistema cartesiano. Por esta razón, Schopenhauer decía que vistas de lejos las vidas siempre son trágicas, pero que a medida que te acercas esa vida se vuelve tragicómica y, al final, simplemente cómica. Por lo demás, no concibo el humor sin su pareja de siempre: la melancolía.

•Estudié letras francesas. No fue una vocación sino un encuentro en el camino, o mejor, una emergencia. Mi madre estaba convencida de que los jóvenes tenían que estudiar un idioma. Yo venía de escuelas públicas. Muy buenas por cierto, algo que ahora es impensable, una primaria y una secundaria bien hechas te arreglan una parte de la vida, se los aseguro. Una mañana, mi madre leyó un anuncio en el periódico y encontró que en la Sala Chopin, una casa de música, un auditorio, un centro cultural, se impartían clases de francés. Las clases eran gratuitas. Muchas cosas empiezan así en la vida, en un diario, sin saber y de forma gratuita. De ahí pasé al Instituto Francés de América Latina, luego una locura: un semestre de Sorbona en la Ciudad de México y después Letras Francesas en la UNAM. Vistas así las cosas le debo a mi mamá algunas de las mejores cosas que he leído: Balzac, Flaubert, Proust, Stendhal, los Goncourt, el simbolismo, Montaigne, en fin. Cualquier cosa que sepa de la forma en que se escribe, se la debo desde luego a los libros que leí entonces y al periodismo, a lo que podría llamarse prensa literaria. Ahí empecé, ahí sigo.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Mario Vargas Llosa: La realidad y la utopía

Noviembre/2010
Nexos

Con la regularidad de las lunas, los cometas y los eclipses, durante los últimos 40 años han salido libros del arcón de Mario Vargas Llosa, celebrado Premio Nobel de Literatura del año del Bicentenario Hispanoamericano.
Con ocasión de la salida de dos de sus novelas, en mayo de 2000 y en diciembre de 2003, Mario Vargas Llosa concedió dos largas y elocuentes entrevistas al programa Zona abierta, conducido por Héctor Aguilar Camín. El primer programa, a propósito de La fiesta del Chivo y el horror de las dictaduras. El segundo, a propósito de El paraíso en la otra esquina, y la tentación de las utopías.

Hemos reunido ambas entrevistas en un solo texto, cuya riqueza de registros y reflexiones vale como un autorretrato intelectual, un poderoso menú de obsesiones: la novela, la realidad y el oficio de escribir; la modernidad, el desarrollo y las ataduras ideológicas de la América Latina; la dictadura, la democracia y los desafíos de la libertad; la utopía, la felicidad y la imperfección del mundo. Los videos completos de ambos programas, del 27 de mayo de 2000 y el 25 de diciembre de 2003 pueden verse en la página electrónica de nexos (www.nexos.com.mx)


¿Cómo escribes? ¿Tienes una rutina?
Vargas Llosa: Sí, yo trabajo con una disciplina de oficinista. Trabajo casi siempre en las mañanas en mi departamento, donde esté, hasta las dos de la tarde y esas horas son para mí las más creativas. Las horas en que yo avanzo más inventando, escribiendo. En las tardes, por lo general, voy a una biblioteca. Me gusta mucho trabajar en bibliotecas, porque cambio de ambiente, de entorno. Para no tener claustrofobia, que es una cosa que me ocurre si me quedo en un sitio mucho tiempo.

¿Cómo empiezas el día de escritura?

Generalmente, corrigiendo lo que escribí el día anterior. O mejor dicho, revisando las correcciones que hice en las tardes, porque en las tardes en las bibliotecas generalmente lo que hago es corregir y tomar notas para corregir el texto que he trabajado en la mañana. Empiezo con estas correcciones, para entrar en una cierta dinámica, porque lo difícil es empezar. Lo difícil es empezar esa primera frase nueva. Para no empezar buscando la frase nueva, empiezo rehaciendo frases que están ahí, y eso me da un cierto impulso.

¿Eso cuánto tiempo te lleva?

Unas cuatro, cinco horas de trabajo. Y luego me voy a la biblioteca. Gozo mucho esas tardes cuando corrijo lo que he escrito en la mañana y puedo añadir, puedo cortar. Además, también leo, hago notas, el trabajo de investigación es para mí muy importante. Es una investigación no en busca de la fidelidad, de la verdad, sino de familiarizarme con un tema, con una cierta gente, una cierta época. Y eso a mí me va creando un clima que es muy estimulante para escribir.

¿Escribes a mano?

Sí, la primera versión siempre es a mano. Con tinta y en cuadernos.

¿Escribes en cafés?
Escribo en cafés también. En Madrid, por ejemplo, a veces voy a un cafecito muy simpático que hay en la Plaza del Ángel, que se llama El Café Central. En las tardes está siempre solitario. O sea, que a las tres, cuatro, cinco de la tarde es perfecto. A las seis hay que escapar porque ya llegan los habitúes. Pero esas tres horas está generalmente vacío y a mí me gusta mucho.

¿Cuándo pasas del manuscrito a la computadora?
Lo voy pasando cuando termino un capítulo. Lo paso en la computadora y eso me da una distancia, eso ya me permite corregir, rehacer. Y, al mismo tiempo, voy haciendo, que eso también lo hago en las tardes, los esquemas, los diagramas, las trayectorias. Antes de empezar a escribir tengo todos los esquemas.

¿Cómo son esos esquemas?
Son generalmente trayectorias: si un personaje empieza aquí y termina allí. Y otro personaje empieza allí y termina aquí. Y los cruces y descruces son para mí fundamentales. Cuando tengo los cruces y descruces entre los personajes, es que ya me pongo a redactar. Mientras tanto, voy un poco perdido. Pero cuando ya tengo una cierta organización de la historia, muy esquemática, empiezo a redactar. Claro, a medida que voy avanzando, voy cambiando esos esquemas. Me gusta mucho, me divierte mucho hacer eso.

¿Qué pasa cuando te trabas? ¿Hay algún momento en que dices: esto no va a funcionar y abandonas la novela?
Sí, me desmoralizo mucho, pero no abandono nunca el trabajo. Yo sé que eso sería fatal. Si yo paro o dejo, ya no la retomaría. No, no, yo no paro. Una vez que arranco, continúo, y a veces convencido de que eso es un desastre, que eso no se va a levantar nunca, pero es que la experiencia me ha demostrado que si yo persevero, que si yo insisto, que si yo corrijo, que si yo rehago, en un momento dado vuelvo a recuperar otra vez la confianza, la ilusión. Para mí lo fundamental es eso que decía Santo Tomás de la fe: No importa que creas, practica. Sigue el rito, continúa el rito. La fe va en un momento dado a llenar ese cascarón, esa estructura vacía. Eso es lo que me pasa a mí, trabajo, trabajo, aunque siento que eso es un desastre. Y en un momento dado, eso se va cargando otra vez de entusiasmo, de ilusión.

Resuelves tus crisis creativas con más trabajo.
Con más trabajo, con perseverancia, con terquedad. La terquedad es para mí una gran virtud creativa. Yo creo que eso está muy presente en los creadores que no tienen facilidad, que es mi caso. Hay algunos creadores que tienen una facilidad extraordinaria. Se sientan y el espíritu habla por ellos, pero no es mi caso.

¿Habrá alguno de ellos realmente?

Sí, yo te doy un ejemplo, Cortázar. En la época en que él escribía Rayuela, en París, nos veíamos con mucha frecuencia. Y él se sentaba cada mañana a la máquina de escribir, sin saber sobre qué iba a escribir. No corrigió prácticamente nada. Rayuela es una novela que él terminó y envió a la imprenta, y eso parece imposible porque es una novela tan bien estructurada, tan sólida y, además, tan compleja en su construcción. Eso para mí es inconcebible. No sólo me deslumbra, sino me desmoraliza, porque eso está a años luz de mi caso.

Cuando uno lee tus libros, parece todo tan nítido y tan complejo a la vez que uno dice: ¿esto de dónde salió?
Salió de mucho esfuerzo, de mucho trabajo, de mucha corrección, pero también de entusiasmos, depresiones. Yo creo que todos los escritores pasan por eso.

¿La parálisis?
Eso no lo he sentido nunca. Yo sé que hay gente que quedan paralizados y que de pronto quedan enmudecidos. A mí no me ha pasado nunca eso.

¿Y si sientes que te va a pasar?
Sigo trabajando.

Es marzo del año 2000 y estás en el país cuyo régimen político has bautizado, célebre, polémica y largamente, como una dictadura perfecta. ¿Qué estado guarda la dictadura perfecta mexicana?
He percibido una evolución muy positiva. Hay una apertura considerable desde hace algún tiempo en el dominio de la información y de la prensa. Hay un debate abierto, intenso, que antes no existía. Y por otra parte, hay la sensación de que los mexicanos están convencidos de que esta vez va a haber elecciones realmente libres. Es una sensación que yo recojo a diestra y siniestra, y eso me parece muy saludable. Ojalá esta evolución culmine con el establecimiento de la democracia, muy bueno para México y creo que muy bueno para el resto del continente por la fuerza, la significación que tiene México en el continente.

Falta la prueba de ácido de las democracias, que es la alternancia.
Absolutamente. Creo incluso que si gana el PRI nadie creería que esa elección la ha ganado limpiamente, por los 70 y pico de años que tiene detrás. Creo que el hecho neurálgico, el hecho crucial de la democratización de México es la alternancia en el poder. Que suba un partido de oposición y que el PRI pase a la oposición. Ésa es la esencia misma de la democracia, la alternancia en el poder, por la decisión civilizada, pacífica de las elecciones.

En México falta una piedra de toque de la cultura democrática, es el respeto a la ley. ¿Tú crees que es posible una democracia en donde la sociedad no tiene en el centro de sus valores el respeto a la ley?

En una democracia perfecta, desde luego, tiene que haber respeto a la ley. Pero esa democracia perfecta ya sabemos que no existe en ninguna parte. En América Latina nuestras democracias son imperfectas, en gran parte porque la ley no se respeta. Pero también es comprensible esa actitud, porque tradicionalmente las leyes no han sido respetables en nuestros países, han sido dictadas muchas veces para favorecer a determinados grupos de interés. El ciudadano común no ve la ley como una manera civilizada de organizar la sociedad, de proteger a los ciudadanos, de garantizar ciertos derechos. Más bien nosotros vemos la ley como un instrumento para favorecer o para castigar. Hay un famoso dicho de la época de la dictadura del general Odría, un senador que dijo sin en el menor rubor: “Para los amigos todos los favores, para los enemigos la ley”.

Uno de los islotes de ilegalidad que hay en México alcanzó gran popularidad en el extranjero: la rebelión chiapaneca. ¿Qué impresión tienes de ese movimiento?
Pues yo lo vi siempre como un anacronismo que servía en muchos casos para poner en la agenda problemas muy reales de discriminación, de marginación.
Seguramente esos problemas son una realidad muy dramática, pero la metodología, el lenguaje, los designios del movimiento a mí me parecieron absolutamente anacrónicos e incluso me parecieron un obstáculo al proceso de democratización de México: una fuente de crispación y antagonismos que llevaban el combate político fuera de la legalidad, y que además podía favorecer extraordinariamente al Estado. Era una manera maravillosa de utilizar justamente ese ejemplo de violencia, de ruptura de toda institucionalidad, de crear un espantajo para ese sector de clases medias mexicanas que es un sector muy amplio que quiere la democracia pero que no quiere la violencia, que no quiere guerras civiles, que no quiere alzamientos. Era una manera de recuperarlos para el orden. Entonces, yo desde un principio fui muy crítico de ese movimiento, sin desconocer que puede haber ahí reivindicaciones absolutamente legítimas. Pero esa reivindicación es con fusiles. Y cuando una reivindicación cancela la posibilidad de la acción pacífica, me parece absolutamente equivocada.

En La fiesta del Chivo reconstruyes una realidad que es más delirante de lo que pueda imaginar ningún novelista. Has dicho que tuviste que omitir parte de esa realidad para ser verosímil.
Sí, lo he dicho y lo he hecho, y veo a veces cierta incredulidad en quienes me escuchan, pero la verdad es que hay episodios y situaciones que he tenido que eliminar o rebajar para que resultaran verosímiles, porque expuestos directamente tal como ocurrieron estoy seguro de que el lector los rechazaría por excesivos, por demasiado fantasiosos. Sobre todo en el dominio de la violencia. Por ejemplo, la represión organizada por ese personaje realmente siniestro que fue el coronel Johnny Abbes García, que comenzó por otra parte su trayectoria siniestra aquí en México, a donde fue enviado como espía entre los exiliados dominicanos. García llegó a unos extremos verdaderamente vertiginosos, de horror, de crueldad. Parece inverosímil, por ejemplo, el caso de las torturas al general José Román, que fue uno de los conspiradores que se acobardó en el último momento e hizo fracasar el golpe de Estado contra Trujillo. Es algo verdaderamente indescriptible, porque fue torturado a lo largo de cuatro meses y pico, con equipos de médicos que lo resucitaban para que pudieran seguirlo torturando. Algo verdaderamente apocalíptico, muy difícil de entender racionalmente y sin embargo a eso se llegó en ese sistema de poder absoluto, de control total de las vidas, la psicología y los sueños de las personas.

¿Urania, el personaje femenino, es real?
Urania es un personaje inventado. No son inventadas, en cambio, las caídas en desgracia de los colaboradores más próximos a Trujillo. Era una rutina. Trujillo hacía pasar por el frío a todos sus colaboradores para mantenerlos en la inseguridad, para que supieran que nunca tenían nada garantizado, y entonces sí solicitaba su celo, su obsecuencia, su servilismo. La historia de Agustín Cerebrito Cabral, este personaje que cae en desgracia, está inspirada en la suerte de Anselmo Paulino, un colaborador de Trujillo que prácticamente le manejó la vida política 17 años, y que cayó en desgracia por una frase de Francisco Franco. Cuando Trujillo fue a visitar a Franco en el año 54, lo invitó a la República Dominicana y Franco le dijo no, yo no puedo dejar España porque yo no tengo un Anselmo Paulino para dejarle el poder. Ese día terminó la carrera política de Paulino. Inmediatamente, Trujillo le cortó la cabeza. Desencadenó una campaña contra él, acusándolo de ladrón, de traficante. Lo hizo condenar, expropió todos su bienes, lo tuvo en la cárcel no recuerdo ya cuántos años, hasta que por fin lo sacó y lo despachó. Todo por una frase de Franco.

¿Por qué una novela sobre Trujillo y no una sobre Fidel Castro?

Porque en el año 75 yo pasé ocho meses en República Dominicana, ahí oí muchas cosas sobre Trujillo, leí cosas sobre Trujillo, y desde entonces quedé absolutamente fascinado con el personaje. Desde entonces estuve trabajando mentalmente en esa novela. Ahora bien, cuando uno escribe una novela sobre una dictadura, por más rasgos locales que tenga, escribe en realidad sobre todas las dictaduras. El caso de Trujillo es el caso de Fidel Castro. Probablemente Castro es el último representante de las dictaduras de este tipo. Yo creo que esas dictaduras montadas en torno a un caudillo, llenas de teatralidad, de espectacularidad, grotescas en sus farsas político sociales, no tienen cabida en el siglo XXI. Las dictaduras del siglo XXI van a ser mucho más a la manera de Fujimori, discretas, bueno, digamos discretas, guardando ciertas formas que las dictaduras tradicionales no se preocupaban de guardar, utilizando mascaradas democráticas para consolidar un poder que tiene hoy día una base de sustentación tecnológica que no tenían las del pasado.

¿Qué decir de Cuba?

A pesar de todas las evidencias, todavía hay gente que defiende esa dictadura. Y a veces gente de talento, que es lo que más me paraliza.

¿Por qué es eso?

Bueno, a Castro nadie le puede negar la astucia, la habilidad, el maquiavelismo. Eso tenemos que reconocerlo. Por ejemplo el caso de Elián, la manera cómo él utilizó la historia de ese niño para consolidar su régimen, para distraer absolutamente a los cubanos de los terribles problemas que enfrentan y concentrarlos en la campaña para liberar a Elián del secuestro que sufría y para manipular, además, incluso, a la oposición cubana del exilio y precipitar unas posiciones absolutamente radicales. Toda una comunidad cubana en el exilio quedó desprestigiada gracias a la operación maquiavélica de Castro, que consiguió incluso que, de alguna manera, la legalidad norteamericana le diera la razón. Entonces: sí, hay que quitarse el sombrero. Ese señor realmente tiene dentro de su siniestro propósito, que es única y exclusivamente conservar el poder absoluto, la capacidad de darle nuevos bríos a una dictadura que cuando uno toma una mínima distancia crítica ve como anacrónica, absurda, fracasada prácticamente en todos los dominios. Y, sin embargo, ahí está. Al empezar el siglo XXI cumplió 42 años en el poder, 11 más que la de Trujillo.
¿Por qué esa dictadura mantiene su prestigio en América Latina?
Prestigio, creo que en círculos muy reducidos. En el campo cultural quizá todavía hay un complejo de inferioridad, nadie se atreve a reconocer que se equivocó, que esa dictadura no es lo que se pensó en un principio, que ésa no es la vía del desarrollo, de la justicia, que al final, con todas sus mediocridades, la democracia es infinitamente superior a un régimen como el que representa Castro. Reconocer esto es hacer una autocrítica muy profunda y muchísimos, sobre todo intelectuales, se niegan hacerlo. O no tocan el tema o no defienden abiertamente a la dictadura cubana, porque hoy día defender abiertamente a la dictadura cubana es un poco absurdo, ridículo. Entonces, atacan a quienes critican la dictadura cubana.

Pero se presenta Fidel Castro en una cumbre iberoamericana y eclipsa a los otros jefes de Estado, los medios corren tras él.
Eso no es por entusiasmo con Fidel Castro, es por la cultura de la frivolidad que ha impregnado totalmente la política. ¿Cómo puede competir un modesto gobernante democrático, que está cuatro o cinco años en el poder, acosado además por la crítica, por la oposición, que está defendiéndose a su derecha y a su izquierda, con este personaje semidivino: medio siglo en el poder en un país donde nadie alza la voz, donde nadie deja de aplaudir? Es realmente como encontrarse con un ser prehistórico. No se puede competir en materia de información, de publicidad, de escándalo con una persona como Fidel Castro. Está destinado hasta que se muera a ser la estrella de todas las reuniones de jefes de Estado.

Nuestros mayores novelistas han emprendido en algún momento su novela del dictador. ¿Por qué fascina a los pueblos y a los escritores la figura del dictador?
Creo que hay dos razones. Una, porque hemos vivido bajo la sombra de las dictaduras. Prácticamente no hay país latinoamericano que no haya pasado por esa experiencia ominosa. Otra, porque la dictadura representa el mal, y el mal es mucho más fértil como incitación literaria que el bien. Las novelas no se escriben para expresar la felicidad, la satisfacción humana, la exaltación ante lo bien hecha que está la vida. Las novelas muestran las deficiencias, los sufrimientos, las frustraciones que provoca la existencia. La dictadura es, de cierta manera, la forma suprema de ese mal laico, cívico. Es un tema que seguirá siendo recurrente en nuestra literatura hasta que desaparezca esa tradición atroz que nos cuesta mucho desarraigar. Es el horror, realmente el horror, algo absolutamente increíble. Hay que ver los extremos de devoción religiosa que hubo frente a Trujillo. Ese regalo de los padres que hacían a Trujillo de las hijas, por ejemplo. A mí me lo explicó el secretario de Trujillo: era un problema para ellos porque en los pueblos, sobre todo durante las giras del jefe, aparecían estos padres, campesinos llenos de admiración hacia ese ser semidivino, y le hacían la ofrenda de lo más precioso que tenían, sus hijas. Era un problema, porque el jefe no podía recibir a todas esas niñas y entonces el ministro discriminaba, elegía los objetos más preciosos. Todo eso parece una farsa semisurrealista, pero no, eso ocurría diariamente en un país que había sido profundamente degradado por el sistema todopoderoso, vertical, que tenía a Trujillo en su cumbre.

Mientras reconstruías ese horror, ¿dónde estaba el placer?

Esa es la paradoja de la literatura. A veces, lo que a uno lo irrita, lo indigna, lo asquea, también lo estimula. Resucitar ese mundo con palabras es un extraordinario desafío. Pocas veces he disfrutado tanto trabajando en una novela, precisamente por lo difícil que desde el punto de vista formal era dar verosimilitud a esos excesos, a esas truculencias.

En muchos casos, como dije, suprimí algo que hubiera querido poner por pintoresco. Pero es que me pareció tan absolutamente inverosímil. Por ejemplo, un manifiesto de toda la intelectualidad dominicana, donde estaban las figuras más eminentes, pero realmente las figuras más eminentes, pidiendo el Premio Nobel de Literatura para la mujer de Trujillo, para María Martínez, por dos libritos que le escribió, como todo mundo sabía, un gallego exiliado, al que además Trujillo mandó a matar e hizo matar aquí en México. Toda la intelectualidad dominicana envió ese memorial pidiendo el Premio Nobel para María Martínez de Trujillo, la Prestante Dama, como debía ser llamada obligatoriamente por los periodistas.

Zavalita, el personaje de Conversación en la catedral, se pregunta sin parar: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. ¿En qué momento se jodió América Latina?
Ésa es otra frase que me persigue, como la de la dictadura perfecta. Creo que hasta el final de mis días me va a perseguir. Pero es una pregunta que no podemos esquivar. Cuando nosotros miramos alrededor y vemos qué cosas son nuestros países y lo que hubieran podido ser, la pregunta es irresistible. ¿En qué momento nosotros nos jodimos? ¿Qué es lo que ocurrió en nuestro pasado para que de pronto empezáramos a declinar? ¿Para que perdiéramos una y otra vez las oportunidades que otros países aprovechaban? Recuerdo cuando era joven y militaba en la izquierda en la Universidad de San Marcos. Había una palabra que para nosotros representaba el horror, la ignominia en la que podía caer un país, que era la taiwanización. Un país que se taiwanizaba, es decir, que se ponía a fabricar blue jeans para exportar a los Estados Unidos, era un país que había llegado al extremo de la degradación. Y yo recordé todo eso la primera vez que fui a Taiwán en los años setenta. Llegué a ese país que en mi juventud simbolizaba el horror y encontré una prosperidad absolutamente abrumadora, donde prácticamente no había pobreza, ya no digo pobreza, donde había unos niveles de vida que eran realmente altísimos en comparación con América Latina.

El mismo caso de Singapur. También una dictadura.
Uno de esos casos tristes es saber cómo una dictadura ha permitido el desarrollo de Singapur, sí. Los que defendemos la democracia siempre tenemos el argumento de decir que las democracias hicieron eso sin ningún costo, sin censura, sin presos políticos. Pero es verdad que hace 40 años Taiwán parecía el horror, era un país mucho más pobre que cualquier país latinoamericano. Y hoy día es una potencia económica. ¿Qué hicieron ellos que no hicimos nosotros? Yo creo que a nosotros nos mató la ideología. Nosotros teníamos una idea de sociedad perfecta, alimentada por la ideología, y no admitíamos nada que estuviera por debajo de ese ideal absoluto. Y eso a lo que lleva, en las minorías más comprometidas, en los sectores más intelectuales, quizás en los sectores más lúcidos y generosos de nuestra sociedad, es a la idea de la revolución, del cambio traumático, radical. Empujamos en la dirección absolutamente: la búsqueda del absoluto. Y ya sabemos: en política esto conduce a la catástrofe, al fracaso, a la violencia.

¿Cuáles son las sociedades que avanzaron? Las que aceptaron el pragmatismo, esa vía medio grisácea de la democracia, de avanzar en muchas direcciones a la vez. Al final, este mal menor ha creado sociedades vivibles, ha eliminado la pobreza, ha creado formas de coexistencia. Y nosotros todavía seguimos dando esa batalla desde el principio.

¿Encuentras todavía una gran resistencia ideológica en América Latina a las políticas de liberalización económica?
Creo que está pesando más en la retórica que en la realidad. Creo que nos está pasando un poco lo que pasa también en Europa. En Inglaterra, ¿quién representa el liberalismo? El verdadero liberalismo en Inglaterra ha sido el de Tony Blair, que mantuvo las reformas que hizo la señora Thatcher, y además las aceleró. Y fue a donde la propia señora Thatcher no se atrevió a ir. Por ejemplo, la privatización de la enseñanza pública. Era algo absolutamente intocable. Y Tony Blair, socialista, inició un proceso de privatización de la enseñanza pública, algo que parecía inconcebible en un país como Inglaterra. El socialismo se convirtió en Inglaterra prácticamente en un liberalismo con conciencia social. En España, Felipe González es un socialista que no tiene nada que ver con el socialismo de hace 30 años. Está ideológicamente mucho más cerca del liberalismo, y en política económica sin ninguna duda. La gran transformación liberal en la economía española la hizo el PSOE, el partido socialista. Ricardo Lagos, en Chile, ha sido un socialista absolutamente moderno que ha hecho cosas que realmente un liberal tiene que aplaudir, es la verdad. Incorporar a la empresa privada en la construcción de carreteras, por ejemplo. El avance extraordinario de la construcción vial se hizo gracias a Ricardo Lagos, con apoyo de la empresa privada.

Algo pasa en América Latina. Los gobernantes no dicen que son liberales porque eso desprestigia, pero hacen reformas liberales poniéndoles otro nombre, cambiando la retórica. Algo que a mí me exaspera es ese divorcio entre lo que se dice y lo que se hace. Pero en la práctica hay una apertura inevitable por la presión del contexto internacional. Y en ese sentido, a veces con muchos tropezones, se va avanzando en la buena dirección.

El paraíso en la otra esquina es un título enigmático.
Viene de un juego de niños que existe prácticamente en todas partes del mundo, aunque con pequeñas variantes. Los niños buscan un lugar que es imposible de encontrar, es como un espejismo que desaparece cuando uno se va a acercar a él.

La utopía.
Así es. Por definición la utopía es lo que no existe, lo que no es de este mundo. Y, sin embargo, no podemos dejar de buscar lo que no es de este mundo, porque lo más humano es tratar de alcanzar lo imposible.

¿De dónde sale El paraíso en la otra esquina?

Mira, la primera idea que yo tuve fue cuando era todavía estudiante universitario. Leí las Peregrinaciones de una Paria, las memorias de Flora Tristán, que a mí me impresionaron muchísimo. A los cuatro años y medio ella, que había vivido en una familia próspera, pierde el padre y pierde la prosperidad y pasan a vivir ella y la madre en el barrio más miserable de París. Después, ella es una obrerita que se casa con el patrón y el patrón es una bestia que la maltrata y la llena de hijos. Ella concibe desde entonces un horror al matrimonio y al sexo, en el que ve un instrumento de sujeción, de explotación de la mujer, y eso hace de ella una puritana, salvo ese periodo breve de las relaciones con Olimpia, aunque como era puritana al final ella lo cancela para poder dedicar todas sus energías a la lucha social.
Gauguin, el nieto de Flora, es todo lo contrario. Comienza una vida exitosa como agente de bolsa, se casa y forma una familia muy burguesa. Y de pronto, por un amigo, descubre el arte, va por primera vez al Louvre. Nunca, hasta los 30 años, había entrado Gauguin al Louvre. Es algo realmente extraordinario, pero descubre el arte y entonces cambia su vida, decide ser pintor, abandona su existencia burguesa, abandona a sus cinco hijos, y comienza esa increíble carrera que lo lleva a terminar sus días en una islita perdida de las Islas Marquesas, detrás también de un fuego fatuo parecido al de la abuela: una sociedad perfecta que él creía que existía en el mundo primitivo. Gauguin creía que la sociedad occidental había entrado en decadencia porque el arte se había convertido en el monopolio de un puñadito de artistas, de coleccionistas y de críticos, y se había cortado del resto de la sociedad. Entonces él concibe esta idea, que es una idea muy interesante, dice: En Occidente el arte está muerto, pero donde está vivo es en las sociedades primitivas porque ahí se expresa al conjunto de la sociedad, y ahí es a donde hay que ir a buscar la fuerza, la energía, para poder pintar obras maestras.

Y va y las pinta.
Sí, primero va a Panamá, después a la Martinica y al final termina en la Polinesia. No encontró el paraíso que buscaba y entonces lo inventó, él tuvo que crearlo en sus pinturas. Murió destrozado por la enfermedad, en la miseria más total, y además convencido de que había fracasado totalmente, que sus pinturas jamás serían reconocidas. Lo que nosotros sabemos es que era un genio que en algo acertó, realmente que inmolándose como lo hizo sí consiguió pintar una obra original, novedosa, que rompía con una tradición, pero el pobre Gauguin jamás lo supo.

El eslabón que falta es Aline, la hija de Flora, la madre de Gauguin.
Aline es un personaje trágico. Cuando Flora Tristán decide dedicarse a redimir a la humanidad abandona prácticamente a su hija. Entonces la hija crece con personas extrañas que la cuidan, pero no llega a tener nunca prácticamente un calor familiar. La relación con el padre es atroz, el padre la secuestra, y aparentemente la viola. Hay un juicio escandaloso porque Flora Tristán denuncia a su marido por esta violación o intento de violación, de tal manera que la madre de Gauguin debió ser una mujer muy dolida, inhibida por este tipo de existencia. Y luego, para su mala suerte, se casa con un periodista republicano, el padre de Gauguin, y tienen que salir huyendo de Francia cuando Luis Bonaparte se convierte en emperador y empieza la cacería de los republicanos.

Así llega Gauguin al Perú, porque la familia paterna de Flora Tristán era peruana. Aline viaja al Perú con su marido, que muere en el viaje, y sus dos hijos, uno de ellos Gauguin, que pasa en Lima sus primeros siete años. Ahora bien, estas historias desgarradas no incluyen el tema de la utopía política y social con instrumentos de violencia. Flora Tristán era totalmente pacifista, estaba convencida que si se constituía la internacional de obreros y mujeres, las dos víctimas de las sociedad, esa sola presencia multitudinaria impondría al poder concesiones y habría esa transformación pacífica con la que soñaba hacia la sociedad perfecta. Ella era muy radical, se peleó prácticamente con todos los grupos socialistas utópicos, los furieristas, los saintsimonianos, porque los consideraba demasiado burgueses, pero nunca llegó a defender la violencia. Si añades a esta pasión tremenda de la búsqueda de la utopía, la política y la violencia, entonces la búsqueda de utopía se vuelve el semillero de grandes catástrofes, hecatombes sociales.

La gran pregunta es, ¿podemos vivir sin utopías?
No. Yo creo que es imposible, está en el ser humano y por lo menos en la tradición occidental el sueño del paraíso, el paraíso no sólo en el otro mundo, sino en este mundo. Y ése es un sueño también con unas consecuencias benéficas. Las grandes hazañas científicas, artísticas, literarias, vienen de un sueño utópico indudablemente. O sea, que si la utopía está bien orientada, yo creo que es muy provechosa para la humanidad. Cuando está mal orientada es cuando viene la catástrofe.

No se puede imponer la felicidad a una sociedad porque no hay un modelo único de felicidad, lo que a un ser lo hace dichoso a otro lo puede hacer inmensamente desgraciado y la utopía se puede materializar en términos individuales, si un individuo puede alcanzar una cierta forma de perfección y puede realizar quizá un sueño utópico. Pero pensar que una sociedad entera puede vivir ese sueño utópico de la misma manera, eso es imposible. La infelicidad existe y si no yo creo que no existiría la felicidad, porque la felicidad es ese desagravio que tenemos nosotros cuando por fin vivimos intensamente o creativamente o gozamos profundamente, pero ése no puede ser un estado permanente, crónico, eso es utópico.

Has manifestado tu preocupación por un proceso de trivialización de la creación literaria, de consumismo sin pasión, de una especie de empobrecimiento del mundo creativo. ¿Qué te gusta de la literatura que hoy se escribe en el mundo?
Creo que hay contemporáneos, que son escritores dentro de esa tradición que es la que yo admiro. Escritores que no renuncian de ninguna manera a entretener a un público, porque, digamos, defender una literatura seria no es negar que una literatura tiene que hechizar, seducir, fascinar a un lector. Lo que a mí me preocupa es que existe una literatura que sólo persigue entretener y que cree que es arrogante, inútil, tratar de utilizar la literatura para algo más que eso, para plantear problemas o para estimular el espíritu crítico o cambiar la vida o mejorar el mundo. Les parece a muchísimos escritores contemporáneos, sobre todo jóvenes, una arrogancia y una inutilidad, porque piensan que la literatura no está en condiciones de cumplir esa función. Y entonces eso ha hecho que surja una literatura que a veces está muy bien, que es muy ingeniosa, que es una literatura brillante, que es la literatura light, la literatura que renuncia a plantear, a ocuparse de problemas.

A mí eso me parece muy peligroso, creo que la literatura en ese campo no puede competir con productos, por ejemplo audiovisuales, que entretienen, divierten muchísimo más que lo que puede hacer un libro. Yo creo que el producto audiovisual, salvo casos verdaderamente excepcionales, no hace más que entretener y que su efecto, aunque sea muy intenso, es efímero. Cuando nosotros leemos una gran obra literaria, esa obra nos seduce, nos entretiene, pero deja unas secuelas y empieza a operar a través de unas minas que estallan en nosotros poco a poco enriqueciendo nuestra sensibilidad, estimulando tremendamente nuestra imaginación y despertando un espíritu crítico, en el sentido más general de la palabra, como insatisfacción frente al mundo, como insatisfacción frente al estado de cosas que nos rodea. Mi gran temor es que esa función de la literatura, que yo creo que ha sido la gran función tradicional de la literatura, desaparezca si al final se entroniza la literatura como entretenimiento y como juego.

¿Qué escritor te gusta ahora?
Pues mira, un gran descubrimiento que yo he hecho en los últimos años fue el de un escritor alemán que pasó casi toda su vida en Inglaterra, que es Sebald. Él creó un género, unos libros que son en parte libros de viajes, en parte autobiografías, en parte ficción, y que generalmente van acompañados con fotografías o imágenes con leyendas. Son libros muy extraños, pero extraordinariamente seductores por su originalidad y su enorme complejidad moral, intelectual. Al final uno descubre en sus historias que hay un trasfondo que tiene que ver con las persecuciones. Hay un libro que se llama Los emigrantes, por ejemplo, que aborda uno de los temas centrales de la problemática de hoy, el drama de los que deben huir, escapando de las persecuciones, del racismo, del antisemitismo, o simplemente del hambre y la desgracia humana. Es uno de los grandes escritores modernos. Desgraciadamente murió cuando era todavía un hombre relativamente joven.

Si bajas a América Latina y al mundo de habla española, ¿qué encuentras?
Hay una serie de escritores jóvenes muy interesante. Son voces nuevas, insolentes, críticas, y al mismo tiempo, algo parricidas, lo que es bueno en literatura. No se trata de querer acabar con la generación precedente para afirmar la propia, eso lo hacemos todos. Pero yo creo que hay en América Latina hay una nueva generación de escritores, aunque me cuesta un poco dar nombres porque parece que cuando uno da nombres excluye otros.

El inglés se ha vuelto la lengua franca, la lengua obligatoria. ¿Hay que pasar por el inglés para volverse parte de la comunidad literaria mundial?
No, porque digamos, en Estados Unidos, no creo que la literatura hoy día sea muy creativa si se le compara con la de generaciones anteriores, la generación de Faulkner, de Hemingway, de Dos Passos, de Scott Fitzgerald. No tiene comparación eso con lo que es hoy día la literatura norteamericana. En Inglaterra, en cambio, hay una literatura muy rica. Ahí sí han surgido escritores muy interesantes, muchos que vienen además de la periferia: Japón, la India, Pakistán, Trinidad, África. Eso me parece muy interesante, pero es a través de Gran Bretaña que viene. Coetzee, por ejemplo, es un escritor que a mí me parece magnífico. La novela suya, traducida como Desgracia, es una magnífica novela sobre la Sudáfrica postapartheid. Los problemas, las fracturas, los antagonismos, y al mismo tiempo, la energía que hay ahí. Ése me parece un gran escritor comprometido, precisamente. Y además, con gran valentía, porque es muy difícil hoy día hablar con serenidad e imparcialidad sobre los traumas que existen en esa sociedad renovada, librada de la pesadilla de la discriminación racial. Él lo ha hecho en esta novela de una manera admirable.

Ha reunido provocaciones espectaculares en Elizabeth Costello.
Yo no puedo seguir en eso a Coetzee. Con toda la admiración que le tengo, creo que su posición tan absolutamente radical en la defensa de los animales llega a la irrealidad. No se puede comparar el sacrificio de animales con los campos de concentración y los hornos crematorios en donde desaparecieron seis millones de judíos, es llevar demasiado lejos una doctrina hasta casi convertirla en un fanatismo. Para mí es un asunto delicado porque me encantan los churrascos, soy carnívoro y me gustan las corridas de toros. O sea, soy absolutamente antimoderno en ese sentido.

Fuiste un escritor de izquierda y ahora eres un escritor liberal. ¿Cómo fue ese cambio? ¿En dónde estás ahora?
Creo que mucho de lo que representaba la izquierda ha muerto hoy día: sus ideas económicas, su nacionalismo, su concepción de la lucha de clases como motor de la historia. Creo que todo eso es absolutamente anacrónico, pero hay un aspecto muy vigente, que es el aspecto ético moral, la idea de que la política no puede ser simplemente un pragmatismo, que tiene que haber una sensibilidad respecto a ciertos temas: la pobreza, la vejez, la invalidez. Ésa es una herencia de la izquierda absolutamente rescatable, indispensable dentro de una política liberal. Tú me preguntas dónde estoy. Mira, yo trato de explicarlo día a día, procuro no hacer lo que hice en mi juventud, tener un esquema perfectamente preparado, con respuestas automáticas para todo, porque ya sabemos a dónde conduce eso. Yo estoy por la democracia, contra todo tipo de dictadura, contra Pinochet y también contra Fidel Castro. Me parece que la democracia es lo que defiende mejor los derechos humanos, nos defiende contra la violencia, pero no trae el progreso económico de por sí. Una democracia no es una garantía de progreso económico y de desarrollo. El desarrollo viene del mercado, viene de un sistema de competencia dentro de unas reglas de juego equitativas, garantizadas por un poder judicial independiente que garantice la limpieza, la equidad, la transparencia. Eso se llama liberalismo. Por eso yo me declaro liberal. Desde luego, el liberalismo es visto en muchos sectores, y algunos de buena fe, como un sistema de pensamiento concentrado en lo económico, en la defensa del mercado, que prescinde por entero de la libertad política, por ejemplo. Es una absoluta falsedad. El verdadero liberalismo es esa conjunción de libertad política que es la democracia y de libertad económica que es la política del mercado.

¿Qué respuesta dar a la desigualdad y la pobreza de millones en América Latina?
Hay que sacarlos de la pobreza creando condiciones y oportunidades que les permitan salir de la pobreza. No hay otra fórmula. Desde luego, la fórmula no es que el Estado empiece a repartir todo lo que produce, la renta nacional. Ésa es la tradición que a nosotros nos ha hecho pobres, que nos ha arruinado, que ha creado además esas desigualdades tan monstruosas en nuestras sociedades. Lo que en América Latina mucha gente se niega a ver es que países que eran muy pobres hoy día no son pobres. España, por ejemplo. Cuando yo llegué a España de estudiante, en el año 58, era un país subdesarrollado, con las calles de Madrid llenas de mendigos. Uno llegaba a pueblos de Murcia o Almería y eso era la miseria a la manera latinoamericana. Hoy día esa miseria desapareció totalmente. Hay pobreza, pero hay una pobreza que garantiza unos mínimos niveles de existencia, algo que prácticamente en América Latina no ocurre.

España ha ido creando unas oportunidades, ha ido desarrollando una sociedad de manera admirable, sobre todo a partir de la transición, a partir de la adopción de esa cultura democrática. Soy muy optimista con España. Es uno de los casos felices de país pobre que se vuelve próspero, de país con una tradición dictatorial terrible, 40 años de dictadura de Franco, que se vuelve una democracia moderna, efectiva, que se articula muy bien con las sociedades más civilizadas de Occidente, y aprovecha extraordinariamente la globalización, esa bestia negra de los anacrónicos. No hay ninguna razón para que América Latina no siga esos ejemplos. Yo creo que ésa es la batalla que hay que dar. Para mí es una batalla cultural, más que política: una batalla de las ideas, una batalla contra la ignorancia, contra los clichés, contra los estereotipos que todavía están profundamente arraigados en nuestra vida política, en nuestras instituciones, e incluso hasta en el debate de intelectuales.

¿Ves con optimismo la evolución de América Latina?
Con preocupación, para serte franco. Porque si piensas hace 10 años había tales ilusiones que parecía que por fin habíamos llegado a un consenso sobre el modelo para progresar. Y, sin embargo, hoy día hay una resurrección del populismo. Aquí y allá se manifiesta a favor del estatismo, uno de los fenómenos más destructores, una de las fuentes mayores de nuestro atraso económico. Todavía creemos que el Estado es una garantía de justicia, de eficacia en el manejo de la economía. No es posible una ceguera semejante, una memoria tan corta. Y, sin embargo, esas manifestaciones las he visto en Tegucigalpa, miles de personas en las calles protestando contra la idea de que se privaticen unas centrales eléctricas. Ése es un síntoma muy inquietante para el futuro.

Se diría que al final la fórmula del bienestar y el desarrollo de los países es relativamente sencilla. Democracia, política y economía de mercado.
Creo que ésa es la fórmula para que una sociedad alcance prosperidad y modernidad. De ninguna manera estoy diciendo que a través de esa fórmula vamos a dar la felicidad. Prosperidad y modernidad. Yo creo que eso sí se puede alcanzar con esas políticas.

Dice Volodia Teitelboim, el escritor comunista chileno: “Yo estoy casado con la política, pero enamorado de la literatura”. Se diría que tú estás casado con la literatura pero enamorado de la política.

No hay manera de evitar la política. Eso es simplemente una ilusión. Uno puede desinteresarse de la política, pero eso de todas maneras tiene un efecto político en la vida, sobre todo en países donde los problemas básicos están sin resolver. Así que yo creo que es mejor participar en política, incluso tapándose las narices si a uno le disgusta mucho, pero ejercitar de alguna manera esa responsabilidad.

La literatura no puede omitir la política. Creo que la política es una de las experiencias humanas básicas, como el amor. Y la literatura, sobre todo la novela, es una expresión de la humanidad, de la condición humana. ¿Cómo escamotear ese tipo de actividades que tienen una repercusión tan grande en los destinos individuales y, por supuesto, en los destinos colectivos? Aunque hoy en día hay mucha repugnancia por parte de los escritores jóvenes a tocar la política como algo sucio, creo que la política forma parte de la experiencia humana y, por tanto, debe formar parte de la literatura. Desde luego, no hay que utilizar la literatura como un instrumento de propaganda, como un vehículo de difusión de consignas políticas. Eso siempre produce muy mala literatura. Pero que la literatura se ocupe de lo que es el problema de las colectividades, a mí me parece casi una obligación moral.