lunes, 27 de diciembre de 2010

Los celos de un loco

27/Diciembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Rousseau no dijo nada nuevo, pero lo incendió todo”, la frase de madame de Staël es acertada no sólo con respecto al pensador francés. Por lo regular las personas no decimos nada nuevo, pero sí que podemos presentar los mismos argumentos de manera diferente. Y si creemos que Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) no dijo nada nuevo es quizás porque hemos vivido cívicamente de sus ideas durante varios siglos y por lo tanto nos resultan familiares. Sus obsesiones fueron más o menos las mismas que acosarían a un hombre obsesionado con el asunto de la libertad y el ciudadano, alguien que fuera tan celoso como lo fue Rousseau. Un hombre que no es celoso es un malvado. Y no es humano porque el temor a perder o compartir lo amado no corre por sus venas.

Rousseau aspiraba a la pureza porque la pureza en cualquier aspecto es imposible. Era un utópico, contradictorio, celoso y formidable pensador (también era un loco, pero eso se le perdona porque la locura es el premio que obtendrá cualquier persona que intente imaginarse un mundo de hombres honrados). La relación con su mujer, Teresa, posee el mismo constante desasosiego que embarga todos sus libros. La ama, pero ese amor no es puro porque ella no le pertenece en espíritu: él habría deseado una sacerdotisa, una vestal dispuesta a sacrificarse y a cerrar los ojos a todo ser humano que no fuera él mismo: “La sola idea de que yo no era todo para ella hacía que ella no fuera casi nada para mí.” He aquí el amor como la renuncia absoluta de uno mismo para entregarse a quien se ama: te quiero y por lo tanto desaparezco. Es evidente que un amor así no es cuerdo y eso lo sabemos muy bien todos los celosos que aún seguimos en pie: sabemos que el engaño es una constante tan real que incluso podría ser calculada por los científicos.

Tzvetan Todorov, en Frágil felicidad (un ensayo sobre Rousseau), ha intentado privar a los lectores de esa imagen negativa que acompaña a Rousseau y que consiste en hacerlo parecer un romántico autoritario que, además de sostener la utopía del hombre puro, imagina un contrato social en que los ciudadanos son víctimas de una tiranía llamada voluntad general. Sin embargo, como afirma Isaiah Berlin, Rousseau dice una cosa y transmite otra (“decir una cosa y transmitir otra”, ¿acaso los filósofos no están todos condenados a eso?) Lo hace porque se trata de un tema en el que todos han tenido una opinión alguna vez en su vida.

Nadie está a salvo de opinar en estos temas. “Rousseau es el más grande militante plebeyo de la historia, una especie de golfillo de genio, y figuras como Carlyle y hasta cierto punto Nietzsche y sin duda D.H. Lawrence y D´Annunzio, así como dictadores révolté, petit bourgois, como Hitler, Mussolini, son sus herederos.” Uno se pregunta como es que Isaiah Berlin ha podido escribir estas palabras inflamadas por una airada necesidad de la picota histórica. Esa mezcla entre vehemencia, racionalidad y confesión íntima que acusó Rousseau en sus ideas puede llegar a ser tan molesta como para provocar tales juicios, pero yo no estoy de acuerdo en considerarlo un tirano porque pese a ser Rousseau un hombre que teóricamente no apreciaba las artes, su discurrir filosófico posee mucho de literario y artístico. Ya quienes lo interpretaron como quisieron tendrán que pagar sus culpas, pero es un exceso buscar un pecado o un mal original en un pensador tan carismático. Y si su mujer se llamaba Teresa puedo comprender mejor sus celos. Teresa es un nombre que invita al deseo y a la posesión imposible. ¿Conocen Thérese, el cuadro de Balthus? Pues allí está.

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