lunes, 31 de enero de 2011

El cine, la novela y los muertos

31/Enero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace un tiempo un periódico español me pidió escribir unas líneas sobre el escritor Roberto Bolaño que recién acababa de morir. Si bien no recuerdo qué cosa argumenté en ese momento sí he guardado en la memoria lo siguiente: si debiera seleccionar 50 libros para hacer una brevísima biblioteca no tomaría ninguno de los que ha escrito Bolaño. Traigo esto a cuento porque si bien se trataba de un gran escritor, el revuelo que causa su literatura me parece un tanto pintoresco. Cuando un escritor muere su hipotético deber sería ponerse hombro a hombro con los muertos más que sumarse a quienes aún tienen la desgracia de existir. Su lugar está entre los muertos, no entre los vivos. Entonces podríamos compararlo con otros integrantes del panteón literario como Kafka, Walser, Wilde, Chejov, Borges, Arlt, Bernhard, McCullers, Poe, Tolstoi, Cortazar y muchos otros. El asunto en este caso es que yo poseo cincuenta nombres antes que el del magnífico escritor chileno. A veces tengo la impresión de que tanta alharaca proviene más de una ausencia de gusto o de conocimiento que de pasión por la literatura.

Hermann Broch, a quien cito sin haber leído a fondo (Broch carece de fondo), dice que la única moral de la novela es el conocimiento y que es inmoral aquella novela que no descubre parcela alguna de la existencia hasta antes desconocida. Eso escribe Broch y yo estoy de acuerdo con su afirmación (me pregunto por qué me causan tanta atracción los escritores austriacos si aquí no hace tanto frío y la amargura mexicana no ha producido todavía literatura desquiciada). Si la novela no es conocimiento y no trae a este mundo algo que no existía antes, entonces no se aproxima al arte y ya puede ir cavando su tumba: si nada más es entretenimiento o testimonio de la realidad no tiene un lugar seguro en los tiempos actuales pues el cine o las series de televisión han avanzado mucho por estos caminos. El cine ha contado todas las historias posibles en tan sólo un siglo de edad. El entretenimiento es necesario para hacer más soportable la vida, pero es un punto muerto, un respiro antes de avanzar en alguna dirección. Por eso creo que las novelas no sobrevivirán si sólo aspiran a ser un pasatiempo o a contar una buena historia. El cine y las series de televisión están llenas de buenas historias y un ejército de guionistas se hallan dispuestos a crear una buena historia a cada segundo. Ahora, mientras escribo este artículo, los guionistas del orbe han escrito ya varias obras “inolvidables” que veremos pronto en la pantalla.

Esto me hace pensar que las buenas novelas son las que no pueden ser llevadas al cine. Es inútil llevar estas obras al cine porque cuando son desplazadas a un lenguaje distinto al suyo pierden casi todo en la travesía. ¿Una buena novela? La que no puede ser llevada a la pantalla y que se resiste a ser comprendida en otro lenguaje que no sea el escrito, así como una anciana se niega a correr al ritmo de los niños. Traducir una buena novela a otra lengua puede llamarse entropía, pero insistir en llevarla al cine es virtualmente suicidio. Por cierto, una virtud de la novela es hacerse vieja demasiado pronto (quiero decir sabia y reacia al manoseo publicitario). Si la novela tiene sentido es porque es una anciana prematura. El insulto o desprecio de los jóvenes pone a los viejos de nuevo en marcha pues los invita a la guerra. Y todo vuelve a comenzar. Por eso las amenazas de los medios electrónicos en contra de la literatura resultan estimulantes para algunos escritores. Una vez anunciado nuestro fin podemos comenzar a escribir novelas armados de una renovada tranquilidad, aunque esta extraña calma provenga del desasosiego.

domingo, 30 de enero de 2011

30/Enero/2011
Jornada Semanal
Antonio Valle

Cien años de inteligencia

Si el siglo xx latinoamericano tiene una correspondencia crítica con algún escritor, ese hombre es Ernesto Sábato. Sus orígenes intelectuales se remontan a los años treinta, cuando hacía el doctorado en física y matemáticas. Esa vocación por la ciencia será determinante al escribir su primera obra: Uno y el universo (1945). Sábato dice que este “librito”, repertorio de pequeñas joyas, lo redactó después de un intento fallido para hacer una novela que llevaría por título La fuente muda. Además de abordar temas absolutamente contemporáneos como el tiempo, la causalidad, la geometrización de la novela, la expansión del universo, el eterno retorno y el poderío del lenguaje, son relevantes las reflexiones que hace en torno al surrealismo, y también a la obra de Jorge Luis Borges, con quien mantuvo una relación de crítica, admiración y desconcierto.

Ciudades laberinto de Sábato y dédalos borgeanos

Hace unos meses, mientras intentaba llegar a la casa de Sarita Poot, me extravié en la ciudad de Mérida. Después de caminar un buen rato por las calles de la ciudad blanca alcancé a darme cuenta de que había llegado al punto donde inicié el recorrido. Sin duda, la sensación laberíntica que experimentaba tenía como origen la traza de sus arterias. La belleza simétrica reproducida innumerables veces hizo que imaginara algunos de los laberintos relatados por Borges. Diametralmente opuestas –recordé– son las ciudades mineras de Taxco, Guanajuato y Zacatecas, construidas con cantera gris, azulada, verde y rosa. Estas ciudades podrían representar el tipo de construcciones laberínticas que retratan las novelas de Ernesto Sábato, novelas que, como sabemos, fueron creadas sobre una red de túneles y galerías subterráneas. Por el contrario, las ficciones laberínticas de Borges parecerían desarrollarse en dédalos no por diáfanos me-nos complejos. Dentro de esa clase de laberintos geométricamente dibujados se encuentran los tableros de ajedrez, juego con el que los indios se propusieron ensayar las partidas y variantes que posee el infinito. Sin embargo, las novelas-dédalo de Sábato, cuyas tramas se estructuran mediante una intrincada red de zonas veladas, también se afanan en establecer contactos con la luz abierta. Retomando algunos de los elementos laberínticos desarrollados por Kafka y por Allan Poe, cuya precisión estructural fue evidentemente apreciada por ambos narradores argentinos, encontramos algunas analogías entre esa clase de literaturas y las metrópolis laberínticas de México. Las estructuras de Sábato serían como las ciudades precortesianas del altiplano y la arquitectura borgiana sería semejante a las capitales dédalo de Pueblo Nuevo y de Casas Grandes en el norte del país. En las ficciones borgeanas las estructuras funcionan con la perfección de un mecanismo de relojería, además de ser agraciadas como las calles de Mérida, cuya belleza es casi metafísica. Por el contrario, en las escabrosas historias de Sábato, protagonistas y antagonistas son determinados por la condición humana. Se trata de relatos que genética y psicológicamente suelen estar cruzados por complicaciones de carácter histórico y sexual.

Postmodernidad literaria en América Latina

La narrativa de Borges presenta algunos elementos técnicos, temáticos y conceptuales, con toda su carga de artefactos, brillos, fantasmagoría, simulacros y superposiciones que hacen del invidente prodigioso (todo vidente verdadero es ciego) el gran forjador de la postmodernidad literaria del siglo xx en América Latina. Ernesto Sábato es heredero y precursor de tradiciones inclinadas hacia un humanismo más comprometido socialmente. Sábato ha asimilado una larga tradición que viene del siglo de las luces y que culmina en el positivismo. Esa metodología, tan útil como certera, le funcionó para erradicar una serie de patrañas escatológicas y religiosas. Sin embargo, con los estallidos enceguecedores y mortales de Hiroshima y Nagasaki, con los que simbólicamente se inaugura la postmodernidad, el brillante fisicomatemático termina por cuestionar algunos postulados científicos éticamente insostenibles. Después del Holocausto, para Sábato es imposible dejar de preguntarse por qué, para qué, cómo y a quién sirven la ciencia y la tecnología.

El socialismo y la revuelta antiautoritaria

Sábato es uno de los primeros escritores latinoamericanos del siglo xx que se sumerge en la vorágine de los movimientos revolucionarios y socialistas. Sin embargo, poco antes de que el narrador termine por comprometerse con los postulados estéticos y políticos de una influyente Unión Soviética, abandona la causa “proletaria” al darse cuenta de que Stalin, mientras instaura el realismo socialista, le clava un cuchillo a la cultura rusa, a sus intelectuales y artistas. Por supuesto, la literatura al servicio de una ideología no es una tarea para un escritor libertario como Ernesto Sábato. Pronto rompe con ese socialismo autoritario tomando una distancia crítica que a muchos poetas y artistas latinoamericanos les toma décadas emprender.

La etapa surrealista

Poco después Sábato se encuentra en un París que vive la creciente del movimiento surrealista. En esa estética, que como dice Paz es el último gran movimiento cultural que produce el siglo xx en Occidente, el narrador encuentra una opción para atemperar sus aspe-rezas con el mundo de las ciencias duras. En Uno y el universo, además de relatar sabrosas experiencias con artistas notables, como Salvador Dalí, Benjamin Péret, Roberto Matta y Wifredo Lam, Sábato se interroga por qué el surrealismo reivindica el automatismo como instrumento de investigación psicológica, discrepando con André Breton, quien aseguraba que el surrealismo es una expresión del funcionamiento “real” del pensamiento. El autor de El túnel pensaba que el surrealismo constituiría una especie de capítulo “especial” del psicoanálisis, al que habría que quitarle una serie de vagas ideas que abonaban a la confusión mental. No obstante, Sábato aceptó que sus experiencias con los surrealistas le permitieron indagar más allá de los límites de una racionalidad restrictiva, aceptando su valor catártico y reconociendo que algunas de las expresiones plásticas y literarias de los surrealistas consiguieron constituirse como obras perdurables. Esto había sido posible gracias a que en esas obras predomina la construcción, el método y el oficio. He aquí otro de los clásicos ajustes críticos que el escritor llevará a cabo con su propio proceso creativo.

El milagro, la oligarquía y la dictadura

En los años sesenta comienza a desmoronarse el llamado “milagro económico” que algunas naciones latinoamericanas experimentaban. Este modelo generó el surgimiento de una clase media que de pronto vio rotas sus expectativas de consolidación y desarrollo. A finales de los sesenta, en distintos países del Cono Sur, poderosas expresiones políticas de descontento cuestionaban la hegemonía de las oligarquías. Las tendencias políticas y sociales que buscan modernizar a distintos países de la región fueron reprimidas, mientras se instituían las funestas y célebres dictaduras militares.

Ante la intolerancia, heterodoxia.
Continuación de la inteligencia y la verdad

La historia política de Ernesto Sábato es tan insólita como su obra literaria. Si es cierto que renuncia al socialismo autoritario y se convierte en un ferviente antiperonista, poco después defenderá a Evita. Si una mañana desayuna con Borges y Videla, más adelante, ya con Raúl Alfonsín en la presidencia, dirige la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas que abre las puertas para que sean juzgadas las juntas militares de la dictadura. Heterodoxia (1953) es el título de un ensayo publicado por el intelectual libertario. Ese concepto define las posiciones de un pensador rebelde, de un hombre cuya visión es discordante con todos los dogmas. Sábato es el gran disidente herético, cuyas posiciones políticas le valieron críticas de los más polarizados intelectuales de izquierda y de derecha. En un texto titulado Continuidad de la creación, Sábato dice que “nadie puede ver en una novela, en un cuadro, en un sistema de filosofía, más inteligencia, más matices del espíritu que los que él mismo tiene”. Esa inteligencia, esos matices son los que ha hecho valer en su obra.

Nunca sabremos a ciencia cierta en qué estará meditando ahora mismo el fantástico escritor en su casa de los Santos Lugares construida muy cerca de Buenos Aires; aunque tal vez no sea tan difícil adivinarlo, porque se trata de un hombre que asegura que no es cierto que exista “un abismo entre la realidad y la ficción”. Sábato es un escritor que piensa que “la inteligencia persigue interminablemente a la verdad”; y que ésta “tiene infinitos cómplices e infinitos lugares”.

Literatura postmoderna en una realidad premoderna

Una novela como Sobre héroes y tumbas (1961), cuya trama aborda los estertores de una familia decadente y aristocrática, que al mismo tiempo contiene algunos de los elementos más emblemáticos de la postmodernidad literaria del continente, es un buen ejemplo de cómo a partir de los años cincuenta los escritores más sensibles e inteligentes se propusieron trascender el trabajo y los métodos de las vanguardias. Sábato nos hace recorrer un dédalo de túneles; metáfora de las ciudades mineras que crecieron al amparo de fraguas y alquimistas, y que por lo tanto también expresan –en un tono absolutamente contemporáneo– la lucidez extrema de una conciencia que se permite “narrarlo todo”. La novela se desarrolla mediante distintos planos y dimensiones, que van de lo histórico, representado por el general Juan Lavalle –personaje representativo de la independencia argentina–, al discurso cínico e intimista del narrador. Con mayor fuerza política se desenvuelve Abaddón el exterminador (1974), relato apocalíptico que recupera algunos de los sucesos más nefastos en la historia de la República Argentina. Se trata de un caleidoscopio de escenas y fragmentos, cuya simultaneidad temporal y espacial ha convertido a esta novela en un clásico de la narrativa postmoderna de América Latina. Sábato pertenece a una generación de creadores brillantes, como piensa Vargas Llosa dela obra de Juan Carlos Onetti –escritor fuera de serie nacido en la otra orilla del Río de la plata. El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, también pueden ser leídas como obras de creación postmodernas que exploran en realidades culturales, políticas y sociales cuya introducción a la modernidad ha sido lentísima.

Antes del fin, la resistencia

Antes del fin (1999) y La resistencia (2000) son dos títulos de los libros más recientes de Sábato. Este narrador que ha conocido el siglo xx como pocos, plantea que si la humanidad ha de sobrevivir será mediante la restauración de valores espirituales. Expresa que al aislamiento, generador de una “indiferencia metafísica”, es preciso oponerle resistencia. Si nuestro planeta –y con él la especie humana– no ha de terminar en un basurero del cosmos, será necesario frenar su vértigo. A tan inhumana aceleración habría que oponerle cierto tipo de lentitud, “como se suceden las estaciones, el crecimiento de las plantas y de los niños”. Al consumo enloquecido de ciencia y de tecnología que genera una “indolencia abstracta, cínica y violenta”; evidencia de un “poder extraño y casi sobrehumano”, habrá que resistir apoyados en la intuición y en nuestra capacidad crítica. Antes del fin todavía sería posible desatar cierto tipo de inteligencia como la que Sábato despliega en sus tramas. Se trata de un escritor que, leal y amistoso con nosotros, ha completado un ciclo trazando grandes novelas y ensayos del siglo xx en América Latina; geografía política de vastas áreas premodernas, que fuera de experiencias originales y recientes como la del Brasil de Luis Inacio Lula, presenta síntomas de pérdida de la memoria, la sensibilidad y la razón. Por fortuna, mientras el proceso mental que se propone deshumanizarnos sigue su curso, para resistir contamos con la obra del legendario maestro Sábato.

sábado, 29 de enero de 2011

29/Enero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

La nueva narrativa mexicana —hecha por nacidos en los 70 y 80— responde cada vez menos a lo vertical.

Las nuevas narrativas no buscan imitar, continuar o superar a un autor nacional consagrado (Rulfo, Fuentes o Elizondo) ni inmediato anterior (Sada, Rivera-Garza o Bellatin) sino que forman grupos y temas en vínculo con la realidad nacional actual (y los medios).

Se trata menos de una tradición lineal que de un campo horizontal.

La literatura mexicana se descentraliza. Hay mayores oportunidades de publicar fuera del DF. La propia importancia de los “maestros” o influencias se diluyó, en parte, por esta expansión editorial. E internet.

Sí, se horizontaliza pero con crisis de nostalgia centrípeta. Los críticos, en buena medida, son quienes intentan conservar la “Literatura mexicana” y quienes contextualizan a estas obras en ese paradigma agónico.

Otros dos rasgos claros: 1) Cantidad y calidad creciente de narradoras. 2) Un balance cuantitativo y cualitativo entre la narrativa hecha en el DF y la hecha en otras ciudades.

Estas dos tendencias imparables, por cierto, también son frenadas por los reseñistas de estas generaciones adscritos a revistas nacionales, muchas veces varones en el DF (real o mental).

¿Por qué los jóvenes críticos son tan conservadores? Al contrario de la narrativa, ellos se formaron queriendo imitar a Christopher Domínguez en lo patrio y a Harold Bloom en lo que imaginan como internacional. La crítica de ese periodo es canónica (¡y canóniga!), clásica, ¡mainstream sin darse cuenta!

A falta de ensayistas intrépidos acompañantes, los narradores tampoco han desarrollado teoría ni radicalizan la forma narrativa, anclada aún en la estilística. Prosa en que Nada Sobra, como meta.

Y como Neta: el espíritu filisteo. Sin filosofía —y monopolizada por lo mediático y con aversión al arte contemporáneo, la teoría de género o las ciencias sociales— esta narrativa no ha actualizado su construcción del sujeto, la voz textual y la página como zona experimental.

Inspirados por los mass media —música, cine, televisión, internet—, en un país sin bibliotecas o revistas literarias innovadoras, la oferta editorial les educa en dos o tres cadenas de librerías. No tienen ideas propias sino editoriales favoritas.

¿Qué pasará con esta narrativa?

La imagen que de ella se construirá en el mundo de las letras la intentarán domesticar las revistas literarias nacionales y las antologías encargadas.

Y a falta de una conciencia crítica —formal, política y teórica— podría ser que la nueva narrativa mexicana quede a medias: ni continúe la narrativa mexicana “maestra” ni tampoco decida irse por la libre.

¿Su pesadilla? Quedarse sin becas. ¿Su cielo? Publicar en Anagrama.

La nueva narrativa en México es esclava de la política cultural pública y privada.

Telegramas a un joven escritor

29/Enero/2011
Laberinto
Luis Arturo Ramos

Afirma siempre que odias el poder en cualquiera de sus disfraces (chamba, beca, grupo, cargo o etcéteras equivalentes); pero abstente de señalar a quien se beneficia de él.

•El poder es abstracto, sus beneficiarios concretos.

•Precisa los elogios, generaliza los ataques. De generalizaciones está empedrado el camino hacia donde quieras llegar.

•Mantente al margen del poder; pero no tan lejos que no te alcancen sus beneficios ni pueda pedirte una opinión pública.

•La distancia más corta entre el poder y el escritor no es la línea recta. Es más, en tal geometría no existe la línea recta.

•Advierte que si sustituyes “escritor” por el nombre de algún otro oficio, varios telegramas siguen vigentes. Recuerda que siempre podrás dedicarte a otra cosa.

•Habla sin pena de ti mismo. El escritor, como los strippers, suele vivir de hacer públicas las partes privadas.

•Trata de ser irónico. La ironía ha salvado más vidas (literarias) que la penicilina.

•No titules tu columna “La estatua iconoclasta” o tu editorial Corpus delicti. Yo los usaré algún día. (Éste, por ejemplo.)

•Cuando vayas a solicitar, no una beca sino la beca, investiga primera quienes la otorgan. Haz lo mismo si se trata de el premio.

•Si Dios es creación humana, los Jurados también. Esto se vuelve evidente cuando el ganador resulta más grande que los jueces.

•No te envanezcas si te dan el premio o la beca. Tampoco entristezcas si no lo obtienes; pero sobre todo, nunca abandones el impulso de concursar aunque tengas que dejar de escribir.

•No creas que ser jurado te convierte en dios; a veces sólo eres juguete de quien los vuelve dioses.

•Frecuenta a los miembros de tu generación e invéntate las razones que la justifiquen como tal. Te sugiero la edad, los temas, la filiación política o las preferencias sexuales.

•La literatura no es cuestión de principios sino de finales. Texto que no remata bien, vale mal, por buenos que hayan sido sus principios o primeras intenciones.

•Ya que habitas la República de las Letras, averigua quién es el presidente, quiénes los ministros de justicia y quiénes los coordinadores de las principales fracciones parlamentarias. PD. No olvides a la chiquillería.

•Si viajaras 100 años al futuro y no encontraras señales de tu paso por la literatura en la enciclopedia, ¿seguirías escribiendo cuando volvieras a tu tiempo? Un sí o un no, resulta irrelevante. Escribe porque te da la gana.

•De los libros habla bien, mirando siempre a quién. Y mal, también.

•Acude a fastos y celebraciones literarias; pero desdéñalas de palabra o gesto. De preferencia lo segundo, porque el gesto tiene la virtud de convertirse en su contrario cuando conviene.

•Pronuncia los nombres de Lacan o Derrida como si los hubieras leído. Escríbelos siempre con corrección.

•En las encrucijadas, evade el problema con un rotundo “no lo he leído” o un precavido “lo estoy leyendo”.

•Pero sobre todas las cosas, joven amigo, recuerda siempre el dicho de Apuleyo: “No porque el médico diagnostique la enfermedad, queda libre de padecerla”.

El canon del ensayo

29/Enero/2011
Laberinto
Armando González Torres

De entrada, no hay que olvidar quién es el autor: a riesgo de un regaño, nadie intente acurrucarse en un sillón para leer este libro, es necesario buscar un pupitre, sentarse erguido y poner la mayor atención en la prédica tajante del Profesor Bloom, quien compilará la historia del ensayo, desde que la tierra empezaba a arder hasta el presente, en unos cuantos autores. En efecto, en Ensayistas y profetas, el canon del ensayo (Páginas de Espuma, 2010) Harold Bloom, el campeón de la noción de canon occidental y uno de los más visibles adversarios de los relativismos culturales, reúne semblanzas de una veintena de ensayistas desde algunos profetas de la Biblia hasta Camus pasando por Montaigne, Dryden, Ruskin, Hazlitt, Carlyle, Pater y Freud. Si se atiene a la selección que realiza Bloom, el ensayo oscila entre la visión profética y la sapiencia vital y se desarrolla en una geografía que apenas sobrepasa el mundo anglo y, un poquito, francoparlante. Así pues, nadie esperará una aproximación amplia al ensayo y sus usos y transfiguraciones en diversas latitudes, sino un panorama arbitrario y etnocéntrico, guiado, a ratos, por esa inclinación de Bloom a ilustrar la evolución literaria con parejas dialécticas de maestros titánicos y discípulos insumisos. Y esa visión de la literatura como la pugna de influencias salva el libro pues, en sus mejores momentos, Bloom inventa una trama casi novelesca de magisterios y discipulados incómodos que, con sus continuidades y oposiciones, forman una historia fragmentaria del género ensayístico y le dan al conjunto, si no solidez, sí un aire de saga narrativa en torno a una gran familia de la inteligencia.

Uno de los magisterios conflictivos que aborda Bloom es el de Montaigne (en cuya prosa se encuentran condensados todos los poderes y funciones del ensayo moderno), y Pascal que, además de plagiar a su mentor, lo fustiga para convertirlo en doctrinario. Igualmente, Bloom se introduce en la compleja convivencia de Johnson y Boswell y dice que estos dos seres, casi ficticios, sólo adquirieron cierta sustancia gracias a su congenialidad literaria. Bloom también se ocupa de las distinciones en matiz y temperamento entre Emerson y Thoureau, titanes del trascendentalismo naturalista tan caro al espíritu norteamericano. Otra continuidad-oposición conmovedora es la de Ruskin y Pater: si Ruskin funde experiencia estética, intelectual, moral y religiosa, Pater lleva al límite el arte de la percepción y practica una crítica que, más que análisis, “contiene ensoñación”. No todas las semblanzas son tan estimulantes y llenas de vínculos como las anteriores, pues ya se sabe que la pedagogía poco amable de Bloom combina auténticas revelaciones con ideolecto crítico, largas citas y frases huecas. Sin embargo, quedan de este elenco de escritores dos lecciones en torno al ensayo: que el gran ensayo es revelación interior y que el método crítico más certero es “uno mismo”.

lunes, 24 de enero de 2011

Los vanidosos

24/Enero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando alguien me pregunta sobre cuáles serían los cinco libros que elegiría para llevarme a una isla desierta, respondo que no me llevaría tantos libros y que me bastaría con un diccionario. A partir de este diccionario creo que podría imaginar el mundo nuevamente. Y aunque las islas abandonadas no son lugares apropiados para leer, llevaría conmigo el diccionario de María Moliner. Lo haría por dos razones: la primera es que esta mujer les robó tiempo a sus hijos y a su marido para escribir su obra, como ella misma lo confiesa en la dedicatoria del libro, hecho que reviste al diccionario de una aura dramática que se aproxima a la literatura. La segunda es porque un considerable número de definiciones incluidas en este libro son en realidad brevísimas novelas.

María Moliner describe la vanidad como "la cualidad de la persona que tiene afán excesivo y predominante de ser admirada. Si halagas su vanidad conseguirás de esta persona lo que quieras pues, dadas sus cualidades y su posición, se cree con derecho a la admiración y acatamiento de los demás mostrándolo con su actitud y palabras." Pues bien: Moliner ha creado de este modo una breve novela acerca de la vanidad (los personajes van por cuenta de nosotros). Debido a razones inexplicables las personas vanidosas me son bastante simpáticas. El hecho de que se aprecien tanto a sí mismas y de que un halago represente para ellas un placer incomparable las vuelve ante mis ojos seres extraordinarios e indefensos. Escribió Alberto Caeiro: “porque yo soy del tamaño de lo que veo y no del tamaño de mi estatura”.

Un diccionario menos ilustrado -el que publica la Real Academia Española-, dice que la vanidad representa la caducidad de las cosas de este mundo, lo cual me parece un tanto determinante. El vanidoso sería entonces un ser que habita la nada; un habitante de la nada. Sin embargo, es justo dicha cualidad la que hace del vanidoso un ser excepcional. Cioran declaró en un ensayo que hacer ejercicio físico le parecía tan vacuo como esculpir un grano de arena. ¿Cómo preocuparse por algo tan minúsculo como el ser humano? ¿Acaso los piojos se creen a sí mismos indispensables en el mundo de las cosas? Así es: tanto los hombres como los piojos desean hacerse presentes a toda costa. Y es aquí donde considero se encuentra la esencia de todo este asunto: la vanidad ayuda a existir a quien, en esencia, no es nadie.

La modestia, en cambio, es una redundancia: como el feo que va gritando a los cuatro vientos que es feo. Quien se rodea de personas modestas corre un grave peligro, pues no sabe a qué hora los modestos revelarán sus verdaderas intenciones. Nunca se sabe en qué momento ellos se decidirán a existir. El que es vanidoso a causa de su belleza o de su poder es casi siempre un pusilánime. Eso no es vanidad, es un alarde ordinario sin ninguna trascendencia. El vanidoso sabe que su valor va más allá de toda duda. No pone en cuestionamiento que el mundo sin él estaría mucho peor. En realidad nos compadece ya que somos sus inferiores -sin importar en qué posición nos encontremos- y jamás lo podremos humillar. Mis mejores amigos son tan pagados de sí mismos que me resultan absolutamente simpáticos. En verdad creo que el mundo sin ellos sería menos habitable. Por el contrario, la vanidad femenina no existe. Eso es una patraña y una contradicción. Además las bellas son por antonomasia desgraciadas pues su belleza día con día va en picada y tarde o temprano terminarán como manzanas podridas. Por eso cuando veo a una mujer hermosa sonreír me entran unas enormes ganas de llorar: la pobre no sabe lo que le espera. Y si lo sabe, ¿por qué sonríe?

domingo, 23 de enero de 2011

Leer para escribir la vida

23/Enero/2011
Jornada Semanal
Luis Enrique Flores

Mónica Lavín es una de las escritoras más representativas de la literatura contemporánea en México. Recientemente fue galardonada con el tercer Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2010 por su obra Yo, la peor, texto acerca de Sor Juana Inés de la Cruz. Como platillo de entrada, e hincándole el diente a la eterna y magullada cuestión de que en México se lee poco o nada, Mónica Lavín responde si el nuestro es un país de no lectores.

–Las estadísticas dicen que se lee poco. Uno se topa con personas y hay pocas con las que puedes tener una conversación sobre libros. En esto tienen que ver varios factores. Uno de ellos es qué valor social tiene la lectura, por qué importa leer. Hace poco leí en El Universal un artículo de Álvaro Enrique que me llamó mucho la atención. Decía: “La lectura no nos va a hacer personas mejores, no, porque a lo mejor tú eres una persona con un carácter terrible y vas a seguir siéndolo, pero nos hará ciudadanos más tolerantes”, o sea, la lectura te hace ver que hay muchos puntos de vista, maneras de pensar, enfoques, estilos de vida y eso, finalmente, te forma como ciudadano crítico y tolerante.

–Entonces, ¿se debería empezar por darle valor a la lectura?

–Sí, yo siempre he dicho: ¿por qué no tiene un valor curricular el ser lector?, ¿por qué cuando vas a una empresa a pedir empleo en la entrevista no te pregunten qué libro está leyendo, cuántos libros lee al año? Le debería interesar a un empleador que va a contratar a alguien, que por lo menos [ese alguien] lee libros, que por lo tanto va a tener la posibilidad, quizás, de expresarse mejor. También tenemos otras dificultades: ¿qué libro leer? Pongamos que alguien quiere ser lector, ¿cómo se topa con el libro adecuado? Por ejemplo, en Estados Unidos han resuelto este problema, creo que bastante bien, con este programa de Oprah Winfrey, que siempre hace sus recomendaciones de libros y, como el programa es masivo y tiene un peso en la opinión pública, los libros que ella recomienda se vuelven bestsellers.

–En este sentido, ¿un libro tendría que pensarse o crearse con un sentido popular, buscando un consumo masivo?

–Para que se lea a nivel masivo lo que gusta mucho es una literatura a todos los niveles de acción, donde pasen cosas, y esto nos puede deslizar a otros niveles de lectura, más sutiles, más sugerentes, que no tengan que ver con que los temas sean populares ni que sean localistas. Ahora que doy clases en la Universidad de la Ciudad de México me doy cuenta de que los jóvenes sí están desarmados de lecturas, igual que los alumnos de escuelas particulares, pero aquí hay algo interesante: basta con que les acerques el libro apropiado, en el que sí va a pasar algo, en el que se van a reflejar, en el que los va a enamorar el lenguaje o el ritmo, para que así cambien de ser lectores muy pobres a lectores sedientos de nuevas lecturas.

–Hablemos un poco de tu oficio de “cuenta-trozos (y trazos) de la vida”. ¿Hay que leer para escribir? ¿Hay que leer la vida para escribirla?

–El gusto por la escritura no puede nacer más que de la lectura, de ser tomado por las palabras, por la ilusión de realidad que provocan, por el gozo estético de su sonido y su sugerencia, de su plasticidad. Por lo menos, a mí me surgió el gusto por escribir porque me había enredado en libros como Robinson Crusoe cuando era niña. La escritura es un juego de la mirada, leer la vida también lo es.

–Las historias que cuentas son de soledades. Soledades que no quieren ser eso, que quieren encontrarse con otra(s) para acompañarse, aunque sea por un instante, y así darle un poco de sentido a sus vidas. ¿Tú crees que el mal o el bien de nuestro tiempo es la soledad? ¿Necesitamos del otro para existir?

–Sin saberlo, comencé escribiendo cuentos de “desencuentro”, así se llamó mi primer libro. Creo que la soledad es una condición de lo humano y hemos tenido la virtud de encontrar formas de romperla: religión, amor, amistad, rituales. No creo que estemos peor, sólo las formas han cambiado. La gente conversa en Facebook; yo prefiero la intimidad de la sobremesa. Claro que necesitamos del otro, o de los otros. No existe la autosuficiencia emocional.

–Se sabe de tu afición por la gastronomía. De hecho, uno de tus libros trata asuntos del paladar. Con este gusto por los sabores, ¿cómo se cocina una historia?

–Un cuento se cocina en la cabeza y cuando está listo para volcarse (tintineando la olla express) se escribe. Sobre todo cuando se tiene la frase de arranque. Una novela pasa por procesos de cocción distintos; se juntan los ingredientes, se explora, se tira a la basura, se prueba, se mezcla, se cambia la disposición en el platón, se deja enfriar (como un pastel) para revisar sin la emoción original. Es asunto de equilibrio y de seducción, como un buen guiso.

–Siguiendo el recetario, ¿cuál es el banquete de historias que te gusta preparar?

–A la manera de mi muy admirado Chéjov: encontrar en lo pequeño, en lo sutil, en lo cotidiano, el drama humano.

–Cuéntanos un poco de Sor Juana en la cocina.

–Son las recetas que se encontraron en el convento de San Jerónimo, atribuidas a Sor Juana, que mi amiga Ana Benítez, fallecida el año pasado, adecuó a tiempos actuales. Las acompaña un texto donde me refiero a la comida en tiempos coloniales, la que salió de los conventos, la barroca, mestiza, y a la propia Sor Juana y su relación con el mundo a través de la poesía y los confites del convento; a qué sabía el siglo xvii que le tocó vivir y cómo la cocina también reflejaba desmesuras y gustos, caprichos e intercambios.

sábado, 22 de enero de 2011

Academias, teorías y desempleo

22/Enero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Recientemente asistí a la convención anual de la Modern Language Association (MLA) norteamericana, que reúne académicos (investigadores y profesores) de literatura y lenguas. Se realiza desde 1883.

Este 2011 ocurrió en Los Angeles del 6 al 9 de enero. Imposible pormenorizar lo sucedido. Fueron 821 sesiones. Pude asistir a 20. En esas sesiones ubiqué curiosas constantes.

Consenso: la academia norteamericana está en aprietos. La Convención incluso dedicó su primera jornada al tema: “La academia en tiempos duros”.

Hay crisis global de las Humanidades, que sufren eliminación, recortes o, al menos, choteo, debido a su aparente o real inutilidad social.

El tema troncal fue “narrar vidas”. Fue intrigante cómo el tema de la narración de la vida y el tema de la crisis académica se relacionaron subterráneamente durante la Convención.

La crisis económica creció tanto en USA que llegó a la élite académica, que al sentir amenazada su fuente de trabajo está buscando consciente e inconscientemente el tema de la intimidad: como si el peligro económico inspirará a la academia a resaltar la debilidad del cuerpo y la relevancia de la tribulación individual; como si la recesión le recordara al académico su propia fragilidad y, sin darse cuenta, esa vulnerabilidad la vuelca en lo “otro”, lo literario que “analiza”.

La crisis presupuestal hizo que una cantidad sorprendente de académicos en diferentes foros hablaran de volver a la biografía como criterio de interpretación del texto (¡volver al Autor!), volver a la belleza (y dejar la teoría fría, decían, dejar la jerga). En algunos casos, negar la historia y volver a la estética. Se habló inclusive de darle una segunda oportunidad al liberalismo —que, se dijo, después de todo, no hay porqué satanizar— y, en otra ocasión, de “retornar a lo real”.

Este afán de retroceder teóricamente está ligado al deseo de proteger su puesto.

Algunos creen que la abstracción teorizante los hizo perder piso. No quieren seguir ese camino. Quieren desandar sus “excesos”.

Ser accesible, sensata y vincularse al ciudadano normal, también encarnado, sufriente y en riesgo laboral. La Convención fue estimulante pero dominada por el pensamiento conservador.

Los paradigmas de la academia están directa pero secretamente vinculados a la defensa de su profesión. Los académicos creen analizar textos y contextos cuando, en realidad, justifican y diagnostican su área de trabajo.

La academia fabrica o retoma ideas con tal de asegurar su sobrevivencia. En tiempos de bonanza esto no se nota; en tiempos de desempleo, se evidencia y casi explota.

El objeto secreto de la academia es su futuro enjuto. Lo demás es secreto pretexto.

Dice Bachelard que la concha es la forma del miedo. La Convención del MLA tuvo la forma de una concha protectora.

lunes, 17 de enero de 2011

17/Enero/2011
El universal
Guillermo Fadanelli

“Una mujer te dio a luz, otra te cerrará los ojos”, dice un aforismo del escritor Franz Moreno. He allí el destino de tantos hombres. “Morir es tarea que lleva una vida” y durante ese tiempo que es el vivir aprendemos que si las mujeres llegaran a desaparecer, también cesaría la muerte (o perdería importancia). Pensar así es demasiado rebuscado (quiero decir extremadamente sencillo) y pretencioso, así que me concentraré en asuntos mundanos. ¿Qué clase de persona es la mujer ideal para mí? No la que me merezco, por cierto. La mujer que yo merezco tendría que ser una celadora gorda que me tuviera encadenado en el rincón de una mazmorra. De modo que olvido eso del merecer. Y para evitar la suspicacia o los lamentos de la “política correcta” quiero aclarar que no me refiero aquí a la mujer ciudadana (esa que tiene los mismos derechos que los hombres y quien en casi todos los casos se comporta civilmente mejor que aquellos), sino de la mujer mujer, es decir la que con una letal sonrisa o un movimiento de piernas te reduce virtualmente a la nada. En fin, todo esto para decir que una buena mujer no debería entrometerse en tu vida privada: ¿para qué lo hacen si ya disponen de todo el poder? Es una redundancia exageradamente vil. Lo más apropiado, me parece, es compartir con ella la intimidad desde la lejanía; un estar a medias. Una mujer sensata no se entromete en tus asuntos y cuando lo hace es porque adivina que necesitas su presencia más allá de lo acostumbrado. De lo contrario la mujer en cuestión se vuelve una arpía que te atormentará hasta convertir tu casa en un Tártaro (el lugar más inhóspito que haya podido crear la imaginación). Al escuchar esto la celadora gorda que me merezco estaría ya dándome una zurra a puntapiés.

“Cada uno es su niño y su cadáver”, dice otra sentencia de Franz Moreno (a quien he saqueado para escribir esto). Una buena mujer no te trata como a un niño a quien debe regañar y hostigar como parte de su re-educación. Ya sabemos que somos niños (que a veces se matan entre sí) y quien nos lo recuerda todo el tiempo se parece a un verdugo que actúa sin conocer al hombre cuya cabeza rodará a sus pies. La mujer ideal te contempla y te quiere, y si tu presencia le estorba entonces se marcha y hace valer sus derechos de ciudadana (qué palabra tan agria: pero en ciertos extremos debe cambiarse el Kamasutra por la Constitución). No cabe duda de que soy un ingenuo. Y lo compruebo así: la mujer ideal ama a los borrachos mientras éstos no sean estúpidos o violentos. Ella sabe que no es sencillo cargar con la vida sin unas copas. El buen sentido de su conmiseración es una de las expresiones de belleza más acabadas que existen. Lo contrario -la mujer que no comprende a los ebrios- es desgracia ampliada, muerte prematura, tontería. El joven suicida (muy odiado para ser tan joven) Otto Weininger escribió, hace poco más de un siglo, que las mujeres no estaban demasiado interesadas en comprender la mecánica del universo porque en ellas encarnaba precisamente este universo. Es así, pero prometí no caer en la arrogancia metafísica y voy al colofón.

Una vez que te han sometido, ciertas mujeres deciden, además, tener un hijo contigo (“Los niños son máquinas de joder”, añadiría Franz Moreno). La mujer ideal no sería tan descarada y aguardaría hasta el último minuto antes de abandonarte para poner toda su atención en otro ser. Pero no existe una mujer así en toda la tierra y si existe yo no me la merezco. Ahora me voy pues escucho los pasos de una obesa celadora acercarse a mi celda. Y esta vez sí que me dará mi merecido.

sábado, 15 de enero de 2011

Sacrificar la literatura mexicana

15/Enero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

La semana pasada dije que nuestros antropólogos, arqueólogos, historiadores de los mundos indígenas prehispánicos y actuales sobrepasan a los grupos que normalmente identificamos como los más representativos de nuestra intelectualidad.

¿Cuáles son las bases de una afirmación tan temeraria? Daré algunos argumentos. Me concentraré en los literatos.

Primero: los literatos mexicanos —aun los traducidos— son islas. Académicos los analizan, pero ni poetas ni narradores (mucho menos ensayistas) mexicanos influyen en otras literaturas. Mundialmente son irrelevantes.

(Además: casi siempre monolingües, autocolonizados).

Los estudiosos del mundo mesoamericano, en cambio, no sólo dialogan con otros especialistas extranjeros sino que —en ciertas áreas— encabezan. Ningún escritor mexicano puede presumir ser el líder en su campo escritural.

Segundo: ningún poeta o novelista mexicano después de Paz, Fuentes o Monsiváis ha conseguido modificar —para bien o para mal— la forma en que el mexicano se concibe. La obra de los literatos actuales no influye substancialmente a creadores extranjeros o lectores nacionales. Su campo de influencia se reduce a colegas menores.

El mesoamericanismo ha inspirado incluso a la contracultura (nacional y foránea).

Los mesoamericanistas —cuya identidad como arqueólogos, historiadores, etnógrafos, antropólogos, cosmólogos es móvil, algo que también los hace más intrépidos que los letrados unidimensionales— paulatinamente han rehecho la autodefinición del mexicano. Han modificado la cultura.

Tercero (de índole estético): ¿qué cuento, poema o novela mexicana puede superar en belleza los mundos y submundos indígenas descritos en las obras de decenas de estos estudiosos mexicanos? Nada es Farabeuf cotejado con Xibalbá.

Venideros siglos no memorizarán nuestros versos mestizos. Lo que perdurará de México será el numinoso imaginario indígena, en cuya trasmisión han intervenido académicos mexicanos, aparentemente grises.

Rulfo lo sabía.

En una de tantas veces que se le preguntó por qué no había hecho más libros después de El llano en llamas y Pedro Páramo, Rulfo explicó que eso era falso. Había hecho muchos libros, como editor del Instituto Nacional Indigenista.

¿Mero juego de ideas? Mi hipótesis es que el silencio de Rulfo se trata de un casi involuntario augurio, que no hemos descifrado adecuadamente.

Rulfo sabía que (él) había culminado la literatura mexicana. Lo que habitualmente tomamos como el silencio o bloqueo de Rulfo fue, en verdad, profecía y servicio.

Rulfo sacrificó la más bella literatura mexicana a los antiguos dioses.

Lo que el silencio de Rulfo significa es que los libros y cosmos a los que había que dedicarnos ya no eran los literarios, sino los libros y cosmos indígenas.

Cuestiones estéticas

15/Enero/2011
Laberinto
Evodio Escalante

La primera imagen queda para siempre. Un escritor mexicano de veintiún años, el más joven entonces de los miembros del Ateneo de la Juventud, publica su primer libro de ensayos en París. El libro se llama Cuestiones estéticas (1911). No es un libro, es una cápsula de eternidad. Sus apretadas páginas lo consagran como la inteligencia literaria más perfecta, o cuando menos, más precoz de la literatura mexicana del siglo XX. Sólo un escritor tocado por el sino del genio podría haber escrito este portento de prosa intelectual que sigue asombrando el día de hoy, y que se mantiene intacto con el paso del tiempo. Muchos años después, en la Historia documental de mis libros, el propio Alfonso Reyes se pavoneará de los logros de los ateneístas, autodidactas aferrados que construyen ellos mismos sin ayuda de nadie el edificio de su erudición. Si esta agrupación de escritores significaba a decir de Reyes “el amanecer de una nueva era”, las Cuestiones estéticas son como el rayo que anuncia el despuntar del día. A cien años de su publicación, este libro continúa vigente por la firmeza de su trazo y por lo adelantado de sus posiciones que de cierto modo lo convierten en un manifiesto de nueva estética literaria.

Aunque el volumen se abre con una disquisición acerca del teatro clásico griego, se sigue con un texto acerca de la novela Cárcel de amor de Diego de San Pedro, y pasa de lado con un comentario acerca de la simetría en Goethe, los ensayos que capturan la atención y que aportan el dato actualista son los dedicados a la poesía de Góngora y Mallarmé. En efecto, adelantándose con mucho a los españoles de la generación del 27, y desbrozándoles el camino, por así decir, Reyes reivindica a Góngora y lo convierte en una suerte de hermano gemelo de los nuevos poetas, seducidos desde entonces por las posibilidades de la poesía pura. Con pulso firme de cirujano, el joven Reyes sostiene que es necesario extirpar “aquel hacinamiento de errores que la rutina ha amontonado sobre Góngora” y que “parece un quiste incrustado en un organismo vivo.” No sólo reivindica el oficio poético del andaluz, representante de “una conciencia artística más pura”, sino que observa que “la tendencia gongorina de huir hasta los nombres de los objetos y de envolverlos en perífrasis” (…) es “tendencia, o mejor obsesión, por ir caminando sobre las puras cualidades de color y de sonoridad que tienen las cosas.”

Se diría que, tocado por “la fiebre de la perfección artística”, aunque todavía mejor, “arrebatado por su lirismo”, Góngora se habría empeñado en “retratar con palabras sus emociones musicales y coloridas.” Adviértase el giro novedoso que introduce el autor: antes que copiar objetos, acciones o asuntos, como podría haber dicho cualquier tratadista, según Reyes lo que imita Góngora son sus emociones musicales y coloridas. De golpe el realismo literario es ya un edén subvertido y hasta periclitado. La realidad misma es acaso lo que menos interesa, pues lo que tiene prioridad son las imágenes mentales, verdadera fuente de la creatividad artística.

En esta misma tesitura Reyes habrá de leer a Mallarmé. Contra la opinión corriente de muchos de sus colegas (según una maligna declaración de Vasconcelos, Mallarmé sería de la clase de poetas que se leen con una sola mano…), Reyes se deshace en elogios ante las “cerebraciones” de un autor que se propone una nueva idea del libro y que no rehúye los difíciles problemas que plantean las cosas negativas, lo no existente, la nada. Las técnicas de Mallarmé se le aparecen a Reyes, él mismo así lo declara, como si fueran las tesis de un nuevo Zaratustra estético. Encuentra en ellas una elipsis ideológica que se sobrepone a la gramatical. Mallarmé habría desarrollado una gran destreza para evitar las transiciones e ir de modo directo hacia lo sustantivo, a través de intuiciones de una enorme eficacia. De aquí la “extrema rapidez de su lenguaje, siempre más allá de lo que sería la frase habitual.” (O sea: el lugar común.) Por si esto no bastara, el joven Reyes observa con agudeza que “hay con frecuencia objetos e ideas que apenas apunta, que sugiere lejanamente, dejando sólo que el espíritu reciba un sentimiento del objeto, pero sin que pueda percibir el objeto con claridad, abarcarlo: es decir, que el lenguaje de Mallarmé imita los fenómenos y la marcha de la conciencia.” (Subrayados de Reyes).

Ya se ve hacia adónde apunta este elogio: hacia el descrédito del realismo y de una concepción demasiado estrecha de la teoría de la imitación. Mejor que evocar la cosa, toca al texto literario evocar el sentimiento de la cosa; antes que copiar los objetos del mundo real, el arte debe imitar la fugacidad de los fenómenos y los movimientos de la conciencia. ¡Movilidad, movilidad ante todo!

La propuesta de Reyes asombra por su modernidad, y por su cercanía sin duda involuntaria con los temas de la fenomenología; pero esta modernidad abreva en gran parte en fuentes antiguas. En efecto, la teoría de la imitación de Aristóteles se ve modificada y enriquecida con recursos que, provenientes a la vez de Platón y Plotino, se ajustan de modo perfecto a los parámetros de la obra contemporánea.

El largo ensayo acerca de la tragedia griega con el que se abre el libro, y que pareciera pecar de excesiva casuística, corrobora de golpe esta línea de pensamiento de indudable originalidad. La tragedia griega, según Reyes (y aquí se adivina de qué modo ferviente ha leído también a Nietzsche) “no se queda en expresar las fuerzas físicas con elementos humanos, sino que espiritualizada, habiendo pasado de sentimental a filosófica, deja a poco las fuerzas naturales aparentes para retratar las fuerzas metafísicas del universo.” Contra lo que muchos opinan, el fin de la tragedia no es retratar al hombre, sino la idea encarnada en él. “La imitación de lo humano, ineludible en el caso, no tiene pues su fin en sí misma, sino en lo que por ella expresará el poeta, que es lo universal. El poeta trágico usa de los hombres para expresar cosas supra-humanas…”

Esta apelación simultánea a lo universal y a lo supra-humano, si no me equivoco, corrige la poética de Aristóteles en la misma medida en que se adscribe a un vitalismo metafísico que deriva de Nietzsche pero que igualmente intenta trascenderlo.

Un sobrevuelo alciónico hace que el joven Reyes se remonte sobre la muchedumbre y enfile hacia el reino de lo ideal, de lo inextinguible. El Reyes maduro de El deslinde, su libro de teoría literaria, no es en lo esencial sino un desarrollo y una culminación de lo que ya se apuntaba como la columna vertebral de estas Cuestiones estéticas. ¿Qué es el fenómeno literario? ¿Cómo elaborar ideas capaces de asir este fenómeno mercurial y que siempre se escapa? Donde el joven Reyes se mostraba preocupado por dar “expresión de las apariencias del instante”, que no otra cosa es la literatura, el Reyes postrero de El deslinde propondrá para bien o para mal con todas sus letras una “fenomenología del ente fluido”.

Libro asombroso y casi perfecto, en el que, como he tratado de precisar, existe un hilo conductor de muchos quilates, las Cuestiones estéticas también dejan ver algunos de los defectos que repercutirán a la postre sobre la perduración de la obra: la inclusión de algunos textos de ocasión, como el comentario acerca del 15 de septiembre y la secuela de esta fiesta nacional en la novela mexicana, de cierto sabor patriotero, o que enfocan alguna temática lejana, como el texto acerca de los proverbios y las sentencias vulgares con el que se cierra el volumen. Este último ensayo de naturaleza filológica centrado en la paremiología… es obvio que nada tiene que ver con los altos asuntos de la imitación literaria de los que se ocupaban los ensayos centrales. Rompe pues con el aire de unidad que ya se había conseguido.

Hace poco Hugo Hiriart, en su libro El arte de perdurar, se preguntaba por qué la obra del ensayista Reyes no alcanzó la gloria literaria que se supone debía merecer. Las razones que esgrime me parecieron sugerentes pero no siempre precisas. Al describir este repunte del genio que cabalga con audacia sobre las páginas de las Cuestiones estéticas, y que remansa en la época tardía con libros como La crítica en la edad ateniense, La antigua retórica o el ya antes citado El deslinde, me queda claro que los motivos del fracaso de Reyes obedecen a dos causas generadas por él mismo. Primero, a que intentó reinventarse o refundarse a mitad de camino y convertirse en un autor académico, en un tratadista, a veces incluso en un filósofo, con lo que traicionó su clara vocación por el género del ensayo, que es ligero y juguetón por naturaleza. Pensó, y pensó mal, que por este camino adquiriría estatuto de autor “serio”. Segundo, porque creyó que todo lo que escribía era de primera importancia. En consecuencia, publicó textos admirables al lado de minucias intrascendentes que de manera invariable llegaban a libro, craso error, y que del libro sin mayor criterio vinieron a parar en las obras completas. Alguna vez Borges, que tanto lo apreciaba, dijo que no había nada peor que unas obras completas demasiado completas. No me extrañaría que estuviera pensando en las de nuestro Alfonso Reyes.

lunes, 10 de enero de 2011

El mundo no se puede descifrar fuera de la poesía: Tomás Segovia

10/Enero/2011
La Jornada
SanJuana Martinez

Guadalajara, Jal., 9 de enero. Eterno refugiado, exiliado casual, republicano comprometido, perpetuo desarraigado, anarquista, Tomás Segovia tiene una lucidez prodigiosa a sus 84 años y escribe la poesía más libre, la de la vejez.

Ya no tengo que demostrar nada a nadie. No tengo ningún temor. La poesía me lleva a la sabiduría, dice en entrevista con La Jornada el poeta, dramaturgo, traductor y ensayista, mientras firma al lado de su esposa y cómplice, María Luisa Capella, su más reciente poemario: Estuario (Ediciones sin nombre, 2010).

Segovia camina y escribe poemas; piensa y redacta mentalmente hurgando como un hábil artesano las mejores palabras. Su cabellera y barba plateadas resplandecen en la luz de la mañana; sus manos, que han surcado los mares del conocimiento, hablan al moverse:

Ahora escribo absolutamente por gusto. No tengo ningún temor de que me digan qué debo escribir o me reprochen. Por muy libre que quise ser de joven, estuve tenso, pensando en los críticos o en tal o cual opinión de fulano. A mi edad ¿qué van a decir los críticos? Nada.

Autor de más de 50 libros, ha traducido al español a Rilke, Ungaretti, Harold Bloom y Lacan. Actualmente trabaja en Hamlet, de Shakespeare, y se ha propuesto un heroico reto: traducir Dios, el gran poema de Víctor Hugo, tarea que inició hace 50 años y ahora pretende terminar.

Para Tomás Segovia una hoja, el sonido del aire, la luz del crepúsculo o el silencio de la noche, son lenguaje. Respira poesía, emite arte y abraza la vida en todo su esplendor cuando lee en público: Es un poco raro que la poesía de la vejez sea más llamativa que la de juventud, dice.

–¿Por qué será?

–Porque soy mejor poeta.

–Supongo que gracias a la experiencia, ¿o hay otra razón?

–Podría haber una explicación de mala fe diciendo que como tengo menos memoria y yo escribo de memoria tengo que hacer poemas más breves o reducirme a una idea poética.

–Después de su más reciente libro publicado vuelve usted a los poemas largos...

–Sí, son relativamente largos y los sigo haciendo de memoria. Tengo que reconocer que he perdido memoria y ya no puedo manejar tanto lenguaje como cuando era joven, pero sí puedo manejar poemas largos.

–Poemas de la vejez...

–La sorpresa de la vejez fue la libertad. Los achaques de la vejez los preveo. Sé que luego voy a ser sordo, con dificultades para caminar, dolores de lumbago, pero lo que nunca preví fue la libertad que iba a sentir con la vejez. A esta edad ya no tengo que demostrar nada.

–¿De verdad?

–Ya no estoy en competencia. Eso de no tener que estar justificándose. Ya no siento la vida como exigencia a la que le tengo que cumplir. Estoy en paz con la vida. Esa es la libertad.

–¿De qué está hecha la poesía de la vejez, además de libertad y experiencia?

–¿Te parece poco? (risas)... Hay sabiduría de la vida. La poesía tal como yo la concibo es justamente esa cosa milagrosa de llegar a la sabiduría. Lo que siempre me ha deslumbrado de la poesía es que cuando ya no era joven y escribía un poema, yo sabía que no era tan sabio como mi poema. Es la poesía la que es sabia. Es lo milagroso. La tentativa del poeta es producir algo que le asombre a sí mismo. Es un parto.

–La poesía intenta descifrar el mundo, dijiste ayer... ¡menuda tarea!

–La poesía lo descifra como nadie. El mundo no se puede descifrar fuera de la poesía.

–Sus poemas amorosos escritos de joven también tienen sabiduría...

–Los escribí cuando tenía 25 años y son de una sabiduría que yo no tenía. Yo no paraba de hacer tonterías amorosas, pero los poemas no. Entra uno en las fuentes del lenguaje. La sabiduría esta allí. Llegas cuando estás desnudando las palabras. Pensar nunca ha sido otra cosa que hurgar debajo de las palabras.

–¿Y el oficio sirve?

–También sirve. La poesía no es una profesión, es un oficio. Claro que el oficio se va perfeccionando con el uso, con la táctica. Y yo creo que el oficio es mejor ahora, porque tengo más malicia de artesano. Ya no limo tanto donde no es necesario y sé dónde hay que limar.

–¿Luz provisional, publicado en 1950, fue su primer poemario? –se le pregunta.

–El primero que di a la imprenta. Fue una edición casera, manual. Eso es constante en mi vida. Yo tenía 21 años cuando hice ese librito con mi amigo Enrique de Rivas. Inventamos la tipografía manualmente, está hecho a mano, en casa. Con el sistema que se hacían los carteles de toros. Era una especie de grabado en cartón piedra.

–De ese poemario de 1950 al más reciente, titulado Estuario, publicado en 2010, hábleme de la evolución de su pensamiento...

–Hay constancia. Soy un poco monocorde. Mis temas son los mismos. La sensibilidad sí ha evolucionado. Y creo que he evolucionado más en la poesía que en el pensamiento.

–¿En sus ensayos?

–Sí, también. Ahora me da vergüenza releer mis ensayos escritos cuando tenía 19 años. Hay un amigo español que ha hecho una antología de ellos, pero no encuentra editor y me pregunta mi opinión. Puso muchos ensayos de mi primera época desde los 20 hasta los 30 años. Y yo le decía que son inmaduros. Me siento un poco incómodo. No por mis ideas, que eran más o menos las mismas que ahora, sino por la torpeza para expresarlas. Es algo demasiado polémico y combativo, algo que se da cuando uno es joven.

–¿Y cuando uno es viejo?

–Ahora soy mucho más tolerante e interesado en lo otro. Aunque he cambiado poco. En la poesía sí he cambiado un poco más. Al principio empiezas buscando, pero cuando encuentras el camino no entiendo la manera de cambiar; me parece un prejuicio moderno completamente infantil. Es un daño que hizo sin querer la generación de Picasso, sobre todo él. Estar vivo es estar cambiando, pero también es permanecer.

–La muerte casi no está presente en su poesía...

–No mucho. Como poeta yo empecé cuando estaba de moda la muerte: Muerte sin fin, de Gorostiza, o Nostalgia de la muerte de Villaurrutia, la expresión de la nada. Desde muy joven comencé a pensar que no quería la muerte, a pensar que quería vivir. No tengo nada contra la vida. No tengo reproches. El terror de la muerte es una cosa más juvenil que de vejez. Hay un poema donde hablo de que al despertar del sueño vuelve uno a encontrarse con los demás, como en una plaza pública y dándome cuenta de que no me he muerto. Esa sensación de que yo quiero vivir y sé que me voy a morir. Tampoco hay que edulcorar las cosas y poner la vida color de rosa. Hay que enfrentar la muerte; otra cosa es entregarse de pies y manos. Cuando aparece la muerte en mi poesía la acepto, pero no la cultivo.

–¿Hoy día no piensa en la muerte, a pesar de la edad?

–Hace cinco años estaba muy enfermo, al borde de la muerte. Mis poemas de esa época son muy vitales. Escribí más que nunca: Si alguna vez pisé el terreno de la muerte... pero sigo siendo humano, porque sigue habiendo alguien que no quiere que yo muera.

Las modas

Tomás Segovia convivió con Luis Cernuda, Rosa Chacel, Ramón Gaya, pero su gran maestro fue Emilio Prados. Desde muy joven se reveló contra las vanguardias y la llamada modernidad o posmodernidad, y se fue imponiendo retos en la escritura.

“Ahora trabajo un rato en la traducción del gran poema de Victor Hugo, Dios, la cual empecé hace 50 años. Traduje algunos fragmentos. Es un poema del tamaño de Dios. Y ése yo lo empecé a traducir cuando di mi primera conferencia pública. Es un poema filosófico, místico, de 3 mil versos, que nadie quiere publicar. Y espero algún día terminarlo. Es el tipo de poesía que está fuera de moda

–¿Cuál es la moda en la poesía?

–Estamos viviendo la modernidad vergonzante. Hubo un engolosamiento con la modernidad, una idea del siglo XVIII puesta en práctica en el XIX. Durante el XX seguían creyendo que era lo nuevo. La poesía moderna se inventó en 1897. ¿Cómo van a decir que es moderna? El cubismo es de 1909. La física cuántica es del siglo XIX. El mundo cambia velozmente, pero el conocimiento muy despacio. La posmodernidad no es antimodernidad, sino la hijita tonta de la modernidad. Es lamentable.

–¿Por qué le choca la modernidad?

–Porque la modernidad doctrinaria siempre empezó como un chantaje, diciendo: el que no crea esto es un nostálgico. Hay mucha gente que no se atreve a decir: la posmodernidad es una pendejada, pero en el fondo lo pensamos todos, lo que pasa es que estamos chantajeados”.

–Usted se formó bajo la influencia de Emilio Prados.

–Sí, y mi primera pelea doctrinaria fue a propósito de Dalí, porque decían: es un farsante, estafador, ladrón, reaccionario, pero qué bien dibuja. Y yo decía: pero si dibuja como los anuncios de carteles de zapatillas. Eso no es dibujar bien. Luego me decían que Breton era lo moderno, pero si ese señor nació el mismo año que mi abuela. Conozco muy bien al enemigo: el surrealismo, el arte abstracto, el estructuralismo y el lacanismo. Todo lo que me parece sospechoso lo estudio, no lo niego simplemente. Se dice que el arte no es útil y que usarlo es traicionarlo. Y yo digo que no. La verdadera función del arte es imprescindible. En el momento menos pensado viene un poema que aprendí leyendo poesía y lo voy a usar para pensar, entender, comprender, sentir y tomar decisiones.

– Y la esencia de Estuario, ¿cuál es?

–Había personas que no tienen especial cercanía o afición a la poesía y que se sintieron cercanas a ella gracias a mi lectura. Eso es a lo más que puede aspirar un poeta: a revelarle la poesía a alguien.

–Al leer sus poemas eróticos se descubre que el erotismo es una constante en su trabajo... ¿cómo vive ahora la parte erótica de su poesía?

–Con la vejez el erotismo se va volviendo amor. Distinguimos el amor del deseo. Es algo muy sutil. El freudismo vulgar tiende a convertir el amor en erotismo. Tiende a pensar que el amor es una máscara del erotismo. Como si quieres mucho a tu mamá es que te quieres acostar con ella. La imagen que produjo el freudismo es ésa. El deseo sexual es fundamental, pero el deseo es más lo que dijo Platón que lo que dijo Freud. La gente piensa que es cumplir un instinto. Freud dijo no son instintos son pulsiones.

–Ahora escribo una poesía que también es del deseo. Ya no es directamente sexual. En la pareja el deseo se vuelve amor, enamoramiento. En la vejez hay un amor... El placer de mirar a las mujeres: Aunque el hombre no coma la pera del peral, el estar a la sombra es placer comunal.

–Su reciente novela, Cartas de un jubilado, cultiva el género epistolar.

–Mi novela trata de la seducción del don Juan Santaella. El arte es seducción y no tiene nada de malo. Ese prejuicio contra la seducción es represión en el sentido freudiano. Machismo.

–¿Para qué escribe?

–García Lorca contestó: para que me quieran. Yo escribo para que me quieran por mi sabiduría, por mi sensibilidad.


Malas decisiones

10/Enero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Una constante recorre todos los años que he vivido: las malas decisiones. Y no obstante la conciencia de estas derrotas me pregunto si en verdad uno está en posibilidad de tomar una “buena” decisión. ¿Es posible? Yo creo que no. Las decisiones que uno toma son las únicas que tienen verdadera existencia: son nuestra realidad. ¿Qué virtud tendría apostar por lo inminente? ¿Tomo una “buena” decisión si apuesto a que mañana aparecerá el sol? Son especulaciones que casi rozan la tontería, pero alguna vez escuché a un viejo decirle a su mujer después de 40 años de vivir juntos: “me equivoqué al casarme contigo”. Escuchar esto me enseñó más de la condición humana que todos las novelas que han pasado por mis manos. He visto a dos personas culminar su amistad a golpes y arrepentirse de haber compartido tantos años de convivencia: durante mucho tiempo se llamaron amigos como si se hubieran dado la mano en el mismo vientre. He sido testigo de cómo un anciano cansado de su profesión ha decidido -a la edad de setenta y siete años- hacer lo que “verdaderamente” le apasionaba. ¿Cuántos jubilados están ahora pintando paisajes?

A las buenas decisiones prefiero llamarlas “milagros”. Los inversionistas toman decisiones todo el tiempo y creen tener información suficiente para no poner en riesgo el dinero invertido. Más eso no es tomar decisiones, sino sólo seguir el camino correcto en pos de obtener ganancias. Hacer las sumas correctas es una virtud invisible y acaso lo único que nos hace sentir vivos son las equivocaciones. Yo recomiendo tomarse las cosas con calma y displicencia. Siempre habrá una mujer más guapa o un hombre más cretino: es necesario tomar esto en cuenta porque aunque lo creamos nunca elegimos a la mujer más bella (y esto no hace mala nuestra elección). Y nuestros amigos no son los peores pues debajo de la piedra más cercana aparecerá uno todavía más desastroso. Los borrachos prometen a menudo acciones que nunca cumplen. Toman decisiones de las que una vez sobrios se arrepentirán, sin embargo en el momento de tomarlas estaban convencidos de su absoluta importancia y conveniencia. Y quien dude de la sinceridad de un ebrio es que no ha vivido.

Creo que las decisiones que tomamos no provienen de un cálculo, sino de una pulsión del espíritu (sea lo que esto signifique). Y este espíritu errará todas las veces porque no es un algoritmo sino una manifestación humana. Edgar Morin escribió un libro muy ambicioso (El método) en tres volúmenes para decirnos una cosa sencilla: el cerebro no explica al espíritu, pero necesita al espíritu para explicarse a sí mismo. Y tampoco hay espíritu sin cerebro, dice Morin. Y cada vez que debo tomar una decisión importante y un cúmulo de manifestaciones químicas se apoderan de mi cerebro para darme la respuesta adecuada tengo la sensación de que todo ese alboroto no es más que trabajo perdido. Esto me pasa por leer a los rusos. Yo les recomiendo jamás leer a los rusos pues todas sus novelas están llenas de personajes cuyas decisiones están todas marcadas por la desgracia. Para ellos apostar y ganar es casi tan vulgar como ir al excusado.

Las neurociencias y la literatura son las únicas disciplinas capacitadas para reflexionar sobre el espíritu (las religiones no, pues son sólo un negocio del espíritu). Aún auxiliado por la ciencia nunca sabré porque todas las decisiones que he tomado en mi vida han sido desastrosas. Lo que deseo me mata. O en palabras de la neuróloga Santa Teresa: “uno sufre más por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Y cada vez que pensemos haber tomado una buena decisión hay que prepararse para sufrir. Así están las cosas.

sábado, 8 de enero de 2011

El mejor libro del 2010 mexicano

8/Enerro/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hay una superstición en el medio intelectual mexicano oficial que dice que los principales intelectuales y libros del país —merecedores de nuestra lectura, mención y memoria— provienen de la estética: escritores, pintores, “creadores”.

Durante la primera mitad del siglo XX los intelectuales nacionales más notables, en efecto, fueron literatos o artistas: Reyes, los Contemporáneos, Rivera, Paz, Fuentes, Monsiváis, Cuevas. Pero las siguientes generaciones no estuvieron a su altura.

Empero, la inercia conservó la premisa acerca de la preeminencia de las letras y el arte por encima de otras disciplinas.

El lector ya sospechará: hay otra rama que en las últimas décadas ha superado en calidad, relevancia cultural e innovación a las letras mexicanas (ya estancadas) y al arte (en suspenso internacional) pero ese viraje no ha sido señalado.

Se trata de la antropología, los estudios mesoamericanos y la etnografía mexicana en general.

Lo sé, lector literario. Esto parece puramente “académico”. Pero no lo es.

Sus primeros líderes visibles fueron autores como Alfonso Caso o Miguel León Portilla. Posteriormente el mundo intelectual y las editoriales fomentaron la circulación de obras de Laurette Séjourné —prácticamente mexicana— o, digamos, Enrique Florescano. Pero estos nombres eran sólo el asomo público de una órbita de autorías menos visibles editorialmente.

Sus precursores son tan viejos como México: Fray Bernardino de Sahagún y, en cierto modo, los propios hombres de conocimiento del antiguo México.

Si hay una tradición intelectual ininterrumpida en México es la de los investigadores de las culturas indígenas; más antigua y fuerte que la literaria, que ha sido irregular en la historia colonial y moderna de México.

¿El autor mexicano más prominente de la actualidad? Alfredo López Austin.

Su obra Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas debería ocupar el primer lugar en los libros mexicanos más importantes de los últimos 30 años. Ninguna novela, ningún poemario de ese periodo logra superar el mundo que esa obra atrapa.

¿Mejor libro del 2010?

Monte Sagrado-Templo Mayor
de Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, otro notable, quien coordinó (con Guilhem Olivier) el segundo mejor libro del año: El sacrificio humano en la tradición religiosa mesoamericana, editados por INAH-UNAM-Conaculta.

La próxima semana seguiré con este tema (el cambio más sustancial en la cultura intelectual nacional en las últimas décadas): la literatura mexicana ha perdido su liderazgo intelectual. Pero los propios miembros de la intelectualidad mexicana no se han dado por enterados.

Aunque no parece advertirlo o asumirlo, la antropología mexicana es, desde hace tiempo, la rama intelectual primordial de este país.

jueves, 6 de enero de 2011

Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica

Enero/2011
Letras Libres
Enrique Serna

Entre las repúblicas literarias de lengua española existe una guerra fría disfrazada de fraternidad. Por el gran poder económico de la industria editorial ibérica, los editores de la madre patria tienen una cuota excesiva de poder cultural, pues no solo deciden lo que se debe leer en su país, sino en las viejas colonias de ultramar. Tanto ellos como los periodistas culturales y los críticos literarios suelen utilizar ese poder con fines proteccionistas. En un encuentro literario en Barcelona tuve que rebatir a un editor cuando afirmó que los autores latinoamericanos buscábamos “validar nuestras obras en España”. Le dije que nuestras obras se validaban en su país de origen, pues ya no estábamos en los tiempos del virreinato, pero muchos autores tenían que pasar la difícil aduana del mercado español para poder difundirlas en los demás países de habla hispana. Como resultado de esta política editorial, en la actualidad hay narradores latinoamericanos mejor conocidos en Francia, en Italia o en Alemania que en el resto del mundo hispanohablante. La desigualdad de oportunidades se agrava si tomamos en cuenta los gustos literarios del español común. De un tiempo para acá, el gran público peninsular, económica y psicológicamente integrado a la Comunidad Europea, ha vuelto la espalda a América Latina, como los ganadores de la lotería que rompen con sus viejas amistades pránganas al ascender en la escala social. Juan Goytisolo fue uno de los primeros en dar la voz de alarma: “En nuestro país de nuevos ricos, de nuevos hombres libres y de nuevos europeos –escribió en 1989–, la clase política no ha sabido aclimatar una cultura moral ni promover un civismo susceptible de contrabalancear la ignorancia y el desprecio del otro.” Tal vez ahora, con el 20 por ciento de la población activa en el desempleo, la sociedad española vuelva a estrechar lazos con sus parientes pobres.

Es justo reconocer, sin embargo, que si por un milagro económico la industria editorial mexicana se independizara de sus matrices peninsulares y asumiera el liderazgo del mundo hispanohablante (un sueño guajiro, sin duda, pero válido como hipótesis) trataríamos con la misma indiferencia a nuestras literaturas hermanas, pues así lo hemos hecho desde nuestra modesta situación periférica. Si Castilla “desprecia cuanto ignora”, los latinoamericanos estrechamos lazos fraternos en los foros diplomáticos, pero mantenemos la vista fija en nuestros ombligos. Un ejemplo ilustrativo: en los años noventa la editorial Planeta lanzó la colección Autores Latinoamericanos, de la que se publicaron veinticinco títulos en México, entre ellos obras de narradores sobresalientes como María Luisa Bombal, Ricardo Piglia, Carlos Franz, Laura Restrepo, Tomás Eloy Martínez, Ariel Dorfman y Rodrigo Rey Rosa. De los veinticinco libros publicados, solo uno logró agotar la primera edición: La Reina Isabel cantaba rancheras de Hernán Rivera Letelier. El editor Jesús Anaya, subdirector de Planeta en esos años, me comentó que, a su juicio, la colección había fracasado porque la mayoría de los libros cayeron en el vacío: como casi nadie los reseñaba en suplementos y revistas, no se pudo generar interés en el público y pasaron sin pena ni gloria por las mesas de novedades. ¿Qué reseñaban mientras tanto los críticos nacionales? Las obras del amigo mediocre o el burócrata cultural que más tarde les devolvería el favor con réditos moratorios. Por supuesto, nuestros hermanos de Latinoamérica nos pagan con la misma moneda: en un reciente viaje a Argentina descubrí con alarma que no hay ninguna obra de López Velarde, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Jaime Sabines en el catálogo de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. La gran poesía mexicana del siglo xx ignorada olímpicamente en uno de los países donde podría tener más lectores.

Por un efecto de boomerang, la mezquindad intelectual empobrece a los países ninguneadores más que a los ninguneados. Hace poco descubrí Leopardo al sol de Laura Restrepo, sin duda la mejor novela sobre el narcotráfico escrita en lengua española. Con una suntuosidad verbal que nunca decae y una formidable destreza para dosificar la poesía coloquial sin entorpecer el desarrollo de la trama, en esta novela trepidante y a la vez dolorosa la Restrepo logró humanizar el infierno de los bajos fondos y elevar a los personajes de nota roja a la categoría de héroes trágicos. García Márquez la elogió en su momento, pero cuando apareció en la editorial Anagrama, en 1989, yo no supe de su existencia. Si algunos ejemplares llegaron a México nadie la reseñó en revistas y suplementos. Tras haber obtenido el premio Alfaguara con Delirio, (otra novela magnífica) la Restrepo ya tiene en México un público en expansión que le ha permitido reeditar sus obras anteriores. Pero me parece un escándalo que hayamos tardado casi veinte años en descubrir una novela tan importante y significativa en un país “colombianizado” por el imperio del crimen. ¿Cuántos libros valiosos de literaturas consanguíneas estaremos ignorando porque nadie nos da el pitazo? No debería extrañarnos que en otros países hermanos la literatura mexicana padezca los mismos desaires injustos que nosotros cometemos a diario. ~

miércoles, 5 de enero de 2011

Listas y reflexiones de nueve editores

4/Enero/2011
El universal

VÍCTOR MANUEL MENIDOLA


Selección de libros:
1. Bestial (2003) de Juan Carlos Bautista
2. Tequila con calavera (2004) de Samuel Noyola
3. El corazón y su avispero (2004) de Francisco Hernández
4. Poesía 1977 - 2001 (2005) de Manuel Ulacia
5. Viernes en Jerusalén (2005) de Marco Antonio Campos
6. Litoral de tinta (2007) de Verónica Volkov
7. Casi nunca (2008) de Daniel Sada
8. Principio de incertidumbre (2008) de Jorge Fernández Granados
9. Teoría de la afrenta (2008) de Armando González Torres
10. Las cuentas de la Iliada y otras cuentas (2009) de Luis Miguel Aguilar

Opinión
Lo que me parece notable de estos diez años es que la poesía sigue representando, en contra de lo que se piensa en las mesas de redacción y en los consejos editoriales, una de las mejores opciones de lectura.

En la poesía actual mexicana domina un alto rigor de elaboración y una originalidad indiscutible en los puntos de vista y en la indagación de la realidad y del mundo imaginario. Una buena parte de la prosa está dedicada a complacer no tanto al gusto del público lector amplio, sino a seguir las opiniones basadas en la mercadotecnia de los editores o a dar por buena una supuesta “comprensión” de la modernidad y la posmodernidad de críticos aturrullados por las novedades y el ruido de los medios.

Por desgracia muchos narradores creen más en un lenguaje elaborado para el cine y la televisión que en un lenguaje hondo, intelectual y entregado de verdad a la fantasía y, a la vez, a los problemas del mundo. Este no es el caso de la escritura de poesía. Esta forma de creación, sin apartarse de la conciencia del tiempo contemporáneo y de la tecnología, no ha perdido su compromiso con el lenguaje ni con la realidad profunda de las cosas, que está más allá —y más acá— del espectáculo y la pornografía, con su falso erotismo y sus dramas rebuscados y huecos.

Por otro lado, la poesía actual ha sabido apartarse de la operación retórica de los lingüistas, estructuralistas y “neobarrocos”, y ha producido una complejidad verbal mucho más interesante que lucha con el lenguaje, pero que también crea significaciones y, a veces, reinventa la realidad. Gracias a ello los poetas están creando una nueva poesía y, todavía más, una nueva literatura. En los próximos años, yo creo que nos daremos cuenta que se ha escrito magnífica poesía en México a finales y principios del siglo xx.

DAVID HUERTA

Ya sé que no contesto estrictamente lo que se pregunta, pero como en México una de las cosas que se hacen realmente bien es escribir poesía, me permito reordenar los criterios —por lo cual pido perdón— y presentar mis opiniones a punto y aparte.

Los cinco libros de poesía más importantes del año 2010 fueron los siguientes, en mi opinión: Poesía reunida, de Joaquín Vásquez Aguilar; Si ríe el emperador, de Coral Bracho; Nadir, de Elsa Cross, y dos libros absolutamente fundamentales: la antología de poesía novohispana de Martha Lilia Tenorio, y la edición de la lírica de sor Juana Inés de la Cruz editada por Antonio Alatorre.

En la década de 2001 a 2010, los libros más importantes, según yo, son los siguientes: Erdera, de Gerardo Deniz; Reducido a polvo, de Luis Vicente de Aguinaga; Cabaret Provenza, de Luis Felipe Fabre; Hay batallas, de María Rivera; las obras poéticas reunidas, en ediciones universitarias, de Eduardo Hurtado y Sergio Mondragón; los libros de Tedi López Mills publicados en los años recientes; Última función, de Marcelo Uribe; los libros y las traducciones de Pura López Colomé; los libros de Julián Herbert y de Julio Trujillo.

Como quedó dicho, escribir poesía es algo de lo que se hace realmente bien en México. A qué se deba esto, no puedo explicarlo; pero como no me gustan las pseudo razones mágicas, me digo lo siguiente: los mexicanos somos adictos a esos juegos de palabras que en lingüística y retórica tienen nombres rimbombantes y que suelen alimentar porciones grandes de la creación poética.

Hay entre nosotros una especie de manía con las palabras; por su lado bueno y luminoso, esto se conecta en forma directa con las vocaciones poéticas — el lado malo es evidente, y basta mencionar los discursos políticos, la publicidad y a los locutores de la televisión comercial para constatarlo con pesadumbre. Algo que siempre debemos recordar en un país tan machista, es que la principal figura literaria que tenemos es la de una mujer: la monja jerónima llamada sor Juana Inés de la Cruz, al estudio de cuya obra se consagró uno de los mexicanos más admirables de toda nuestra historia: el gran Antonio Alatorre (1922-2010), cuya muerte fue, para quienes lo admirábamos y queríamos, un auténtico desastre, aunque, claro, nos dejó sus libros.

Para mí, Alatorre fue el mejor maestro de poesía que uno pudiera imaginarse; yo le debo muchísimo.

SILVIA EUGENIA CASTILLERO

Diez de los mejores libros de poesía mexicana de la década 2000-2010

Tarde o temprano (Poemas 1958-2000) de José Emilio Pacheco. FCE, México, 2000.
Sin título de Jorge Hernández Campos. Joaquín Mortiz, México, 2001.
Algaida de Eduardo Lizalde. Aldus, México, 2004.
Versión de David Huerta. Era, México, 2005. (Primera edición FCE, 1978).
Erdera de Gerardo Deniz. FCE, México, 2005.
Treno a la mujer que se fue con el tiempo de Josu Landa, (reedición) Ediciones Arlequín, México, 2006.
Santo y seña de Pura López Colomé. FCE, México, 2007.
Bomarzo de Elsa Cross. Era-Conaculta, México, 2009.
La isla de las breves ausencias de Francisco Hernández. Almadía, México, 2010.
Degenerativa de Alejandro Tarrab. Bonobos, México, 2010.

ROCÍO CERÓN

Los libros (sin orden específico) de la década:
Cuaderno de Amorgós de Elsa Cross, Widescreen de Víctor Cabrera, Una sangre de Julio Trujillo, Zimbabwe de Eduardo Padilla, Muerte en la rúa Augusta de Tedi López Mills, Erdera de Gerado Deniz, Physical Graffiti de José Eugenio Sánchez, Sociedad anónima de Mónica de la Torre, Nosotros que nos queremos tanto. Poesía contemporánea de México (paradigmática antología de reciente poesía mexicana) y Sartori de León Plascencia Ñol.

2000-2010. Una década de apertura. Cambios no sólo climáticos o sociales sino de formas de mirar al suceso poético. Los poetas más jóvenes apostaron por desempolvarse y recuperar una vieja tradición, la de diálogo de la poesía con otras artes. Una buena sacudida a la poesía mexicana a partir de autores como Feli Dávalos, Minerva Reynosa o Julián Herbert, sólo por mencionar a algunos.

El poema se volvió un espacio transfronterizo. Migración y movimiento son la clave de nuestra generación. Los poemas en esta década se alimentaron de distintos mundos, ciudades, tonos y tesituras. El ejercicio poético de esta década, de los nacidos y nacidas en los setenta y los ochenta, no se asustó de los sonidos extraños ni de la gente (poética) ajena, se dejó arrastrar, y continúa, por el dulce éxtasis de lo incomprensible. Lo opaco se lo envuelven a su manera; han engendrado versos de una bellísima atrocidad.

JOSÉ MARÍA ESPINASA
Inventario fechado
La poesía mexicana en 2010

Nada hay más banal pero más tentador que los recuentos anuales, y si son, como este, coincidentes con una década que, además, es la primera de un nuevo siglo, de un nuevo milenio, la tentación es irresistible. No hay que olvidar, sin embargo, que tienen algo de quiniela cultural, de planilla con catorce aciertos como carta a la posteridad. Y justamente en relación a las quinielas un amigo que mostraba orgullosamente su boleto con catorce marcadores ¡fallados! argumentaba que los catorce aciertos tienen que ver con el azar, pero los catorce errores con una posición conceptual muy clara, tanto respecto al futbol como a la poesía, y señalaba con razón que era más difícil equivocarse totalmente que acertar.

Soy plenamente consciente de mi mirada interesada, pero sin ella sería un ejercicio de estadística sin datos (doble absurdo).

La poesía mexicana, según yo y para que quede claro desde el principio, se adentro en el nuevo siglo con una alta calidad y una gran carencia de lectores. No es una situación contradictoria sino bastante frecuente, pero no es este el lugar para reflexionar sobre el asunto. El nuevo siglo presentaba elementos muy visibles: primero el de la orfandad. Octavio Paz, figura capital desde los años cincuenta, había muerto en 1998 y su lugar no era fácil de ocupar, a pesar de que varios maestros ampliamente reconocidos estaban en plena producción.

Tal vez el mejor gesto de la lírica nacional fue preocuparse menos por levantar un nuevo modelo que por vivir sin la figura tutelar. Se puede afirmar que, intuitivamente más que de forma consciente, se evitó elegir entre la amplia baraja de figuras –Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Tomás Segovia, Eduardo Lizalde- un nuevo tótem, pero también es cierto que esas mismas figuras rehuyeron ocupar el puesto, pues sabían de sus defectos más que de sus virtudes. Ni siquiera el multipremiado José Emilio Pacheco se acomoda bien al papel de faro lírico y ético que la opinión pública quiere que tenga. Y esa orfandad ha facilitado una revisión, más histórica que crítica, de la poesía de finales del siglo XX.

El asunto de la crítica es notable: después de un periodo que podemos acotar entre la aparición de Crónica de la poesía mexicana de José Joaquín Blanco (en 1977) y La democracia de los muertos de Luis Miguel Aguilar (en 1988), ha habido una complacencia y un ninguneo hacia las revisiones críticas, que han abandonado al presente en aras de una revisión del pasado: nuestros mejores críticos se volvieron historiadores y biógrafos.

Esos historiadores para acercarse al presente han escogido una vía saludable aunque aparentemente neutra: el trabajo sobre una gama más amplia de obras y estéticas, haciendo asequibles sus textos y recuperando nombres del olvido. Miran hacia el pasado, pero ya no hacia el futuro. Los pocos que han persistido en hacerlo incurren con mucha frecuencia en galimatías conceptuales y trazan confusos mapas del presente, ya no se diga lo delirante de muchas de sus hipótesis de desarrollo.

Diría que una de las cosas que caracteriza a la primera década de este siglo es la de “las obras reunidas”, más importantes que las antologías generacionales. Mencionaré algunas muy importantes: la Poesía reunida (FCE, 2002) de Juan Carvajal, justo al doblar el siglo, pocos meses después del fallecimiento del escritor y prácticamente sin ninguna repercusión pública. Unos años después Erdera (2005, FCE) de Gerardo Deniz y más recientemente, con el mismo título que la de Carvajal, la de Enriqueta Ochoa (2008) y en 2010 la Dolores Castro, Viento quebrado. A ellas se ha sumado en 2010 y en la misma editorial, cuyo catálogo es merecidamente un canon, la de Esther Seligson, Negro es su rostro. No son las únicas pero sí me parecen sintomáticas de lo que está sucediendo, en especial la última mencionada, debida a la pluma de una prestigiada y reconocida ensayista y narradora, que guardó, como Carvajal, su poesía para el final y en secreto, lo que, como veremos después, debe llevar a la revisión de un canon generacional –de los nacidos en los treinta- instaurado por Poesía en movimiento y que debe modificarse.

No deja de haber ciertos asuntos pendientes, por ejemplo reunir la poesía de Ullalume González de León posterior a Plagios dispersa en revistas (creo que será una verdadera sorpresa), La de Carlos Isla, la de Alejandro Aura, la de Jorge Hernández Campos, entre otros. La generación de los nacidos en los treinta es de las que necesita mayor revisión en su canon y ofrece una mayor riqueza en propuestas. Uno de los elementos más notorios es el mayor protagonismo de las mujeres, en las que además de las ya mencionadas habría que anotar a Isabel Fraire, quien también publicó su poesía reunida (Kaleidoscopio insomne, FCE, 2004) y Guadalupe Villaseñor, poeta desconocida, nacida en Uruapan, Michoacán, en 1933), que publicó Ramal del viento, su hasta ahora único libro en forma, aunque sin sello editorial (antes había dado a conocer dos breves plaquetas, Cosas de adentro, 1982 y Ajeno clima, 1993) y que es una revelación.

De manera paralela la UNAM en su colección Poemas y ensayos ha ido dando a conocer poesías reunidas de distintos poetas más jóvenes, en una meritoria labor, entre las que destacan las de Héctor Carreto, Eduardo Hurtado y Luis Miguel Aguilar. Es lógico que una poesía que está en pleno proceso de revisión no tenga en este lapso libros que marquen por sí solos un nuevo tono, no hay títulos que calen como ocurrió en las dos décadas anteriores con los de Coral Bracho, David Huerta, Jaime Reyes, Ricardo Castillo, José Luis Rivas, Antonio Deltoro, Kyra Galván o Ricardo Yáñez. Más bien hay el desarrollo constante de obras de notable coherencia, como los casos de Francisco Segovia, Francisco Magaña, Minerva Margarita Villarreal, Myriam Moscona, Daniel González Dueñas, María Baranda, Jorge Esquinca, Luis Miguel Aguilar, Vicente Quirate, Pedro Serrano, Víctor Hugo Piña Williams, José Javier Villarreal y Luis Cortés Bargalló. Este listado tiene obviamente dos boquetes muy evidentes: la generación de los nacidos en los cuarenta y la de los nacidos en los sesenta o después. Tienen distintas causas, pero para lo que atañe a este inventario, se podría decir que obedecen a los gustos y conocimiento de quien lo escribe. Hechas estas prevenciones va mi “quiniela”:

Poesía reunida, Juan Carvajal
Erdera, Gerardo Deniz
Guadalupe Villaseñor
Ley natural, Francisco Segovia
Una voz que nos dejó el exilio, Francisco Magaña
Ávido mundo, María Baranda
Desplazamientos, Pedro Serrano
Tercera menor, Alejandro Sandoval
Un brillo azul cobalto, Jorge Esquinca
Siempre todavía, Tomás Segovia

Hecha la lista no quiero dejar de agregar algo sobre los intereses: la mitad de los libros mencionados son de Ediciones Sin Nombre, dirigida por Ana María Jaramillo y de la que fui director editorial hasta 2007 y los autores restantes tienen directa o indirectamente que ver con ese catálogo. Si el crítico desplazó su trabajo a la historia de la poesía, también lo hizo a la edición de ella. Por eso no me parece improcedente dejar aquí constancia de esos intereses. Tampoco me parece que lo sea el que de los libros mencionados cinco tengan edición fuera de México, es una manera de empezar a romper el cerco de nopal que la poesía mexicana se había creado, fruto de una pretendida autosuficiencia, frente a los otros países de lengua española

OMEGAR MARTÍNEZ


Tedi López Mills – Muerte en la rúa Augusta – Almadía, 2009
Dolores Castro – Viento quebrado. Poesía reunida – FCE, 2010
Sandra Lorenzano – Vestigio – Pre-Textos, 2010
Santo y seña – Pura López Colomé – FCE, 2007
Myriam Moscona – El que nada – Conaculta / ERA, 2006
Malva Flores – Mudanza del árbol / Passage of the tree – Literal Publishing, 2006
María Baranda – Dylan y las ballenas – Joaquín Mortiz, 2003
Elsa Cross – Los sueños. Elegías – Conaculta, 2000
Elva Macías – Mirador 1975-1993 – UNAM, 2001
Sor Juana Inés de la Cruz – Obras completas, I. Lírica personal – FCE, 2010

Propongo una lista compuesta exclusivamente de poemarios de mujeres poetas. No se hace suficiente difusión de la poesía escrita por mujeres en nuestro país y ello es un error gravísimo, sobre todo porque la primera del siglo XXI fue una década especialmente fecunda para ellas. Estoy cierto de que todos estos poemarios merecerán ser recordados en 20, 30 o 70 años. Siento que debo, por mi cercanía a ellos, hacer una aclaración sobre la inclusión de los tres libros editados por el FCE: Dolores Castro es la poeta más clara que he leído en mucho tiempo, independientemente de su casa editorial; Santo y seña de Pura López Colomé es un poemario que da golpes estéticos al lector y así lo haría desde cualquier sello; la nueva Lírica de Sor Juana es la edición completa y total del texto, fruto del trabajo de toda una vida del maestro Antonio Alatorre, y como tal, es un acontecimiento poético sin par.

Creo detectar, sin querer ser categórico, dos tendencias que despuntan en opuestos y en similares: una hacia la poesía narrativa y la otra hacia la poesía breve y de inclinación estética. Por el lado masculino dejamos fuera, de la primera tendencia al fantástico Poesía no eres tú de Francisco Hinojosa, y de la segunda tendencia a Cabaret provenza de Luis Felipe Fabre; el pecado de ambos poemarios es ser varones sus autores. Lejos están ya los razonamientos retóricos-amorosos tan de moda en otras épocas. Yo mismo me sorprendo al ver que la única que sigue en esa tendencia en la lista resulta ser la Décima Musa.

Técnicamente toda la poseía se encuentra enfrentada al libro electrónico. La capacidad otorgada a los lectores de aumentar o disminuir el tamaño de la tipografía a su antojo termina con dar al traste con los espacios en blanco y la versificación tan cuidada que propone el autor y su editor sobre la página fija, en papel. Muchos y muchas incluso se han negado a ser trasladados a la era electrónica por lo mismo, entre otras razones.

Esto, a mi parecer, más que una razón es un pretexto: los poetas siempre han propuesto una forma de leer, pero son los lectores quienes hacen con esa forma lo que más les place, aunque ello vaya en contra de la intención original. La verdadera poesía seguirá siéndolo independientemente de la lengua, del tamaño o forma de la fuente tipográfica o de la forma del libro o soporte de lectura. Nadie piensa hoy que los versos de la Odisea sean menos versos por no conservar sus características originales y no estar presentados en un rollo de papiro o pergamino. De este mismo modo nadie pensará en cien años que los versos de T.S. Eliot son menos versos por no estar presentados en papel conservando el esquema que el autor propuso. Quiero decir que la verdadera poesía, la literatura real, se las arregla por sí sola para seguir siéndolo. Estos diez poemarios de diez mujeres mexicanas tienen todas las armas para ello.

JUAN CARLOS CRUZ

Hablaré de los poetas involucrados con la colección “Práctica mortal” del CONACULTA, cuyo trabajo destaca, desde mi parecer, por el poder de su legado estético y simbólico.

1) De árboles y pájaros de Fernando Ruiz Granados, Premio Internacional de Poesía "Salvador Díaz Mirón". (2008)
2) Libro cuarto que mece a los muertos de Adriana Arrieta Munguía. (2010)
3) Algaida de Eduardo Lizalde. (2009)
4) Nadir de Elsa Cross. (2010)
5) Satori, de León Plascencia Ñol. (2009)
6) Palabras para el desencuentro de Ernesto de la peña. (2005)
7) El canto de la palabra de Manuel Capetillo. (2002)
8) El libro de las ballenas, cuarto cuaderno de navegación de Juan Manuel Gómez. (2004)

Lo primeros años del siglo XXI, son determinantes para la producción poética contemporánea en nuestro país, hay un conflicto y una transición de la interioridad a la forzada exterioridad existencial del ser, impulsado por la evidencia mediática de lo planetario como psicósfera y como experiencia. Una discreta migración del exorcismo personal al exorcismo de todo lo ajeno en muchos de los poetas, sobre todo en los más jóvenes (la juventud como oficio primordial), aunque permanece aun cierta ansiedad por los númenes poéticos pasados. Continúa así, el compromiso con los muertos que nos caracteriza como inconsciente colectivo. Nacen nuevos simbolismos, nuevos valoraciones del mundo, el mundo es ya multiplicidad, legión de percepciones; por ello la métrica convencional ya no alcanza a contener los fenómenos del espíritu….

Hay apenas un tímido instinto de levantamiento, un instinto de revolución en términos de la tecnología poética, la mayoría se ha depositado en el papel, en la voz engolada, pero no olvidemos existen infinitos medios para transmitir el espíritu, desde una camiseta, un film y hasta la fibra óptica…

Conclusión
La clave de la lectura, para la poesía de últimas lides en México, es la búsqueda y el encuentro con el misterio y lo sensorial prohibido u olvidado (es lo mismo).
La llave, se desarrolla y descansará sobre la raíz de la ritualidad y el logos como entidad mental dinámica. La poesía en México, continua siendo la “amplia visión dosificada”, a la que accede el lector, y que revela “el misterioso proceder semiótico del poeta”; adquiere (el lector) con ello una lengua fugaz propia y ¿por qué no?, los voluptuosos secretos de Pandora…

ANA FRANCO

En México, poesía 2000-2010

Coordinadora editorial del Periódico de Poesía

www.periodicodepoesia.unam.mx

La producción poética en el México de los últimos diez años se caracteriza por su proliferación, no como rasgo estético sino como exceso de productividad. Es decir, a partir de los últimos 25 años, la cantidad de poetas y libros de poemas se ha multiplicado considerablemente. El fenómeno puede parecer paradójico cuando sabemos que la venta de libros cae de la mano de las recurrentes crisis económicas, que “los mexicanos no leen”, que los suplementos culturales en los periódicos se han extinguido, y que sobreviven poquísimas librerías que se rehúsan a vender libros de poesía.

En cambio, somos uno de los pocos países en América Latina que cuenta con presupuestos, becas, premios y festivales financiados por el gobierno; presupuestos que apoyan también la producción poética. Desde luego celebro tanto la proliferación como los apoyos; sin embargo, vale la pena cuestionar si los fenómenos de financiamiento son la semilla de los cotos de poder, también característicos del medio, al mismo tiempo que la producción independiente la pasa realmente mal en términos de posibilidades de superviviencia. Los espacios dedicados la tertulia y el prestigio del taller como ejercicio dialógico y de crítica se han terminado. Posiblemente se deba a la renovación de los formatos tecnológicos (¿el debate transformado en blog, desde la comodidad de mi escritorio?), posiblemente a la falta de disposición para discutir lo literario sin beca de por medio.

Fuera del sistema existen algunos grupos de escritores, editores y difusores culturales comprometidos con su propia producción. La cartelera de eventos tanto independientes como coordinados por las instituciones es inabarcable. Vuelvo al problema de la paradoja; ¿dónde están los lectores y consumidores de esa producción? Mientras los niveles educativos del país carezcan de calidad, es probable que el desarrollo cultural no llegue a ningún lugar que no sea el mismo grupo en competencia.

Luego de un largo proceso personal de descreimiento, este 2010, al cierre de uno de los peores años para el país en términos de crimen y violencia, descubro que el trabajo de creación comienza a despertar hacia el exterior, y a buscar formas de acercarse a la sociedad. En poesía, el compromiso político ha sido vapuleado a partir de Octavio Paz, pero los tiempos ya no alcanzan para practicar esa distancia. Al cierre del año, proyectos como Nuestra Aparente Rendición, y el congreso de editoriales independientes EDITA, me recuerdan una plática esperanzadora que sostuve con el poeta Juan Manuel Roca en octubre; me dijo que el Festival de Medellín surge, justa o casualmente, en los peores años del narcotráfico colombiano; así que bien, la poesía independiente o financiada, inocula en mí, de nuevo, cierta dosis de esperanza para la década que iniciamos.

Los diez mejores libros de poesía 2000-2010

Un libro es para mí una caja o reunión que debe implicar una inteligencia y un diálogo tanto al interior del texto como que se comunique con sus lectores; no debe ser una casualidad sino una organización. En estos términos considero que:

Los mejores libros de creación:

1. De Elsa Cross:

Nadir (Práctica mortal, 2010)

2. De Luigi Amara,

A Pie (Almadía, 2010)

Las mejores traducciones:

3. La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas. Por Carlos López Beltrán y Pedro Serrano, (Trilce, 2000).

La mejor selección teórica:

4. Antología Crítica de la Poesía del Lenguaje. Enrique Mallén, (Aldus, 2009).

El mejor autor del Premio Aguascalientes:

5. Reducido a polvo, de Luis Vicente de Aguinaga (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 2004).

La mejor reunión:

6. Erdera, de Gerardo Deniz, (FCE, 2005).

Las cartas:

7. Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), Octavio Paz, (FCE, 2008).

La buena espera:

8. Si ríe el emperador. Coral Bracho (Era, 2010).

Autor latinoamericano:

9. Terredad, de Eugenio Montejo. (Sibila, 2009).

El mejor libro-objeto

10. La librería de los escritores (poemas de Marina Tsvietáieva en traducción de Selma Ancira y Francisco Segovia), (Ediciones de la Central/ Sexto piso, 2007).

JOSÉ VICENTE ANAYA

La poesía en México en el último decenio

Diez poemarios fundamentales:

1. El libro de lo post-poético (2010), Heriberto Yépez

2. Boxers (2006), Dana Gelinas

3.Tiempo de Guernica (2005), Iván Cruz Osorio

4. Diecinueve plegarias y un credo según la carne—kata sarká— (2010), Leticia Martínez de León

5. Liber Scivias (2010), Claudia Posadas

6. Imago prima (2005), Alí Calderón

7. Al acecho del relámpago (2008), Arturo Córdova Just

8. Peregrino (2007), José Vicente Anaya

9. Híkuri (2010), José Vicente Anaya

Diez años de ¿poesía? en México

La poesía en México está en franca decadencia, la mayoría de los libros que se publican se parecen todos entre sí, sobre todo en el abuso de un lenguaje abstracto (profusión de imágenes) que nada comunican, que nada significan, y que nadie entiende; escrituras que en el status quo suelen pontificar con la palabra de moda de el "canon"... hubo un tiempo en esos poemas saturados de imágenes fueron renovadores con interesantes propuestas, pero esa época fue la del surrealismo el cual se dio por terminado en la segunda década del siglo XX, es decir, ¡hace como 90 años!, a eso también se le llama ser poetas trasnochados.

Respecto a lista de los "diez poemarios fundamentales", hago notar que no alcancé a nombrar los diez títulos que me pidieron (me quedé en nueve); y además que incluí dos libros míos... Aclaro: esos libros que enumeré se destacan entre la mayoría de los publicados por ser realmente diferentes y anunciar verdaderos cambios y renovaciones en la poesía de México; se destacan, sobre todo, por no ser parte de esa tendencia facilona de escribir una serie de imágenes sin sentido. Los que enlisto son poemarios que de verdad renuevan el lenguaje y los temas. En este momento no se puede hablar de que exista una nueva tendencia o corriente poética, más bien, ante la decadencia se empiezan a abrir varios caminos que se insinúan en los poemarios que no siguen el criterio del supuesto "canon".