miércoles, 29 de septiembre de 2010

Los papeles del narco

26/Septiembre/2010
Jornada Semanal
Jorge Moch

Cruzaron por el desierto
para llegar a Tijuana
en una caja de muerto
llevaban la marihuana

Chalino Sánchez,
“Contrabando en la frontera”

El narcotráfico es acertijo irresuelto y signo de dilución social que en México parece haber rebasado los cartabones mundiales del arquetipo. Aunque aparenta simple procuración desquiciada de evasión y delirio por un lado –la demanda– y avidez por dinero fácil de otro –la oferta–, es en realidad un fenómeno con matices y ramificaciones sociales quizá infinitas como los mecanismos de la ilegalidad: el trasiego de lo prohibido siempre encuentra cauce al bolsillo ajeno. El clandestinaje del narcotráfico encaja particularidades regionalistas donde lo geográfico y lo local son relevantes –los cárteles y sus gremios suelen adueñarse del colectivo a partir del sitio específico: de Tijuana, de Sinaloa, del Golfo, de Juárez, La Línea, Familia Michoacana–, y ha dado pie a una cultura subterránea con vasos comunicantes endémicos, su propio lenguaje y hasta sus propias deidades, como el culto a Jesús Malverde, de cepa sinaloense, o la extrapolación del culto a la Santa Muerte nacido en la polisemia contracultural de Tepito y luego extendido, por macabro, presunto patronazgo de los sicariatos, a buena parte del país y del extranjero, desde las pandillas del barrio Logan, en San Diego, hasta las maras centroamericanas. El narco, como hampa o como personaje, como forma de vida y como cultura de lo clandestino, capitaliza una base social enfrentada a la pobreza, a la escasez de oportunidades de desarrollo y a sus propios rencores de clase. El narcotráfico ha creado así una subcultura temida y anhelada por la masa desposeída con lo que podría llamarse sincretismo moral, esa moral que tolera, en pos de un fin, los medios más extremos de competencia y control territorial si se guardan algunas demosóficas formas, como venerar a sus santos patronos y observar códigos de conducta propios de cada grupo o región que en su diversidad, sin embargo, unifican y crean estereotipos –las botas de pieles exóticas, los sombreros Stetson, las camisas Versage, las camionetas lujosas, de preferencia blindadas, la exhibición de torzales, pulseras, relojes, el armamento hasta los dientes ornado de oro, plata y pedrería, y sobre todo la disposición feroz a matar o morir– reconocibles hasta la metonimia y representativos, dependiendo de dónde está situado el observador, de admiración, respeto, desprecio o terror.

Una actividad que a pesar de su ilegalidad y su marginalidad es capaz de gestar arquetipos tiende forzosamente a retratarse con épica propia y explora así formas de narrar su mundo. Al narcotráfico no le interesa mucho el secretismo, o no en todos los ámbitos de su quehacer, y gusta de presencias notorias que sirven de advertencia a su entorno y a sus iguales. Quizá por sus propios ambages y carencias, por su falta de sofisticación artística –causas y efectos de marginación del medio rural y remoto del que suele surgir el narcotraficante–, la primera literatura del narco es musical y en principio lírica, expresión sintética de músicos hechos a sí mismos, salidos de las filas de la pobreza en un mundo duro. Género sincrético, abigarrado, nacido de estilos musicales populares en los estados del norte, como la polca, y mezclando la herencia trovadora del corrido mexicano con estridencia de ritmos comerciales como la cumbia y hasta el reguetón, pero manteniendo en lo posible su linaje norteño de banda sinaloense, de tambora, de redova, canción ranchera y chotis, el narcocorrido se desarrolló rápidamente no sólo como apología, ya por homenaje, ya por encargo a veces caro a sus autores e intérpretes, porque un narcocorrido es muchas veces alusión directa, un mensaje de amenaza o advertencia entre facciones, osado sainete a oídos de un capo enfurecido, sino también como un complejo sistema de correspondencias, un código de comunicaciones en clave, epistolario a veces letal. Varios cantantes de narcocorridos han sido ultimados porque sus canciones o sus apariciones públicas fueron actos de indiscreción que los pusieron en la mira de un grupo que se consideró rival, desfavorecido o irrespetado. Los medios masivos se han hecho eco de esas muertes casi siempre a balazos. El cantante sinaloense Chalino Sánchez (Las Flechas, Sinaloa, 1960-La Presita, Sinaloa, 1992) a quien se debe el epígrafe que inaugura este texto, fue uno de los primeros cantautores del género que cayeron víctimas de su propia fama, del mismo estilo de vida que ponderaba en sus composiciones. La música del narco narra carreras violentas, vidas a salto de mata, y a menudo se retrata a sí misma en vida y muerte.

FENOMENOLOGÍA DE LA CRUELDAD

Caldo suculento para hacer de la sociedad mexicana un retrato delirante, el narcotráfico al ser esencialmente esperpéntico resulta magnífico candidato a la personificación literaria, del hiperrealismo a la exageración con buenas dosis de humor negro, porque la literatura está llamada a reinventar la realidad aunque sea en el hipertrófico reflejo que abreva en el periodismo de nota roja. Para algunas facetas crudas, y por ello recónditas de la realidad humana, el modo de salir a la luz es la ficción, porque otras maneras de exposición o denuncia suponen condena de muerte. La beligerancia islamita y sus métodos de reclutamiento, la opresión que ejerce sobre la mujer y la guerra terrorista contra Occidente, el fundamentalismo neocristiano de los grupos de sobrevivencialistas estadunidenses muchas veces ligados al neo-fascismo o a corrientes de supremacismo racial, el esclavismo vinculado a las minas de piedras preciosas que a su vez alimenta guerras tribales y exterminio étnico en África y el narcotráfico latinoamericano, particularmente en México y Colombia, son realidades de esa ralea. Entre los saldos con que se hace el doloroso recuento de ese lado brutal del negocio de las drogas que son los muertos hay muchos periodistas desaparecidos y asesinados.

La literatura, a diferencia de otros lenguajes divulgativos que hacen registro del narcotráfico, de sus incidencias en la vida diaria y el ideario colectivo como ese periodismo convertido de pronto en víctima de sí mismo, ha permitido el oficio de autores que puedan explicarlo sin poner en entredicho –aunque siempre habrá excepciones que lamentar– la integridad física personal o familiar. El periodismo, el ensayo literario y el reportaje de investigación son también fuente de libros sobre el narcotráfico, como La reina del Pacífico (Grijalbo Mondadori, México, 2008), de Julio Scherer, pero esos son documentos ajenos a la narrativa. En este sentido podría decirse, al menos hasta ahora y dentro de ciertos límites, que la literatura permite acercarse a narrar la fenomenología del narcotráfico, de retratar sus causas y efectos, sin ofender a quienes se dedican a ello. Este puede ser uno de los motivos del auge, que algunos críticos siguen empecinados en pontificar como pasajero, de las novelas sobre el tema.

El narcotráfico no es tema pasajero. Es una fenomenología de la crueldad que deja huella indeleble en las comunidades que asola. Pero es parte de la sociedad contemporánea, y la narrativa que se hace cargo del tema busca, y en mucho consigue, congelar la estampa de una época, retratarla, mantenerla viva en la memoria colectiva. Si se hiciera caso a los panegiristas de la esclerosis de la novela que vaticinan su agotamiento y muerte, buena parte de la literatura que atesoramos no hubiera llegado a sus lectores: Stendhal y Balzac hubieran pasado por alto las convulsiones de la sociedad francesa; Rulfo no hubiera tenido interés en narrar los fantasmagóricos saldos de la Revolución mexicana; Hammett quizá hubiera preferido no narrar el bajo mundo estadunidense y, en fin, buena parte de la literatura estaría perdida en el limbo de una apatía justificada por no retratar su espacio y su tiempo, no reinventarlo, no recrearlo con tal de no parecer moda pasajera.

Afortunadamente no ha sido así con el retrato literario del narcotráfico, tan necesario para explicar un día cómo y qué fue lo que pasó. Como lógica transición de la brutalidad callejera a la relativa seguridad de las páginas, la llamada literatura del norte, producción narrativa y ensayística de autores nacidos o radicados en los estados de Sinaloa, Sonora, Baja California, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Durango y Tamaulipas, fue por un tiempo el laboratorio de una escritura que de manera cruda, a menudo ligada al género negro o la clave policíaca pero muchas veces también con estilos híbridos, exploratorios y novedosos, fue sumando una valiosa bibliografía de narrativa del narcotráfico casi común a sus territorios. Pero la literatura del narco no es ya potestad de autores cuyo denominador era una vinculación geográfica, y la literatura del norte se va desdibujando como región limítrofe de la misma manera que el narcotráfico ha rebasado su propia, imaginaria frontera. Allí la obra de escritores tan diferentes en estilo como Federico Campbell, Jesús Gardea o Daniel Sada, en este último es llamativa la ausencia del narco, la vaguedad de su horror como trasfondo que subraya en lugar de soslayar. La geografía, entonces, se va haciendo difusa, porque el narco no es sólo ya del norte. Hay narcos y escritores lo mismo en Guasave que en Tuxtla Gutiérrez. No es de sorprender que el narco atraiga autores de toda laya, porque se presta a una amplia gama de intensidades narrativas, de la acuciosa inmersión historicista de Fran-cisco Haghenbeck o las testimoniales de Eduardo Monteverde y Víctor Ronquillo, a las radiografías periodísticas de José Reveles y los desbocados personajes de David Toscana. La globalización toca por igual; el país se ha encendido por todos lados. Tanto pueden relatar peripecias de narcotraficantes escritores sinaloenses, como Élmer Mendoza cuando narra el infortunio de sus aventureros serranos en novelas como El amante de Janis Joplin (Tusquets, México, 2001) y Balas de plata (Tusquets, Barcelona, 2008), como puede surgir el caudillo fatal que retrata César López Cuadras en Cástulo Bojórquez (Fondo de Cultura Económica, México, 2001), pero del mismo modo un acapulqueño asimilado saltillense como Julián Herbert ofrece su narrativa visión desde el consumo delirante del adicto en Cocaína (Manual de usuario) (Almuzara, Córdoba, 2007). Allí libros como Mezquite Road (Planeta, México, 1995) del cachanilla Gabriel Trujillo Muñoz, o la perspectiva narrativa del gatillero salido del lumpen en Nostalgia de la sombra (Joaquín Mortiz, México, 2002) del guanajua-tense Eduardo Antonio Parra. Igualmente podría situarse en muchos rincones de la geografía mexicana la novela-corrido Juan Justino Judicial, del sonorense Gerardo Cornejo (Selector, México, 1997). Valioso es el cuidadoso boceto nihilista del cholo tijuanense de Heriberto Yépez en Al otro lado (Planeta, México, 2008) como los laberínticos trapicheos que describe Yuri Herrera, nacido en Actopan, Hidalgo, en su espléndida Trabajos del reino (Periférica, Cáceres, 2008) o, volviendo al origen de buena parte de la narrativa contemporánea mexicana, en la visión ya neopolicíaca de los capos y su mundo en Sueños de frontera (Pomexa, México, 1990) de Paco Ignacio Taibo II, o esa óptica del matón contada por Bernardo Fernández en Tiempo de alacranes (Pàmies, Madrid, 2009). Autores como el español Arturo Pérez-Reverte con La reina del sur (Alfaguara, Madrid, 2002) y Gabriel García Márquez, en Historia de un secuestro (Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996) abordan también el tema del narco y su ramificaciones criminales y políticas.

El narcotráfico ha conformado una suerte de estampa retorcida de ser mexicano en el bullente y tradicional maremagno de mermas de identidad que resulta de una sociedad batida por sus propios desgarros. Los sucesos policíacos propios del enfrentamiento entre los sicariatos del narcotráfico, la constante violencia entre grupos rivales, incluyendo en las facciones a los diferentes cuerpos policíacos y militares presuntamente entregados a su combate y, en fin, la cultura de la violencia inherente al trapicheo de la droga es ya un fenómeno nacional, de norte a sur y del Atlántico al Pacífico.

Y alguien debe contar esas historias.

La literatura del narcotráfico

26/Septiembre/2010
Jornada Semanal
Orlando Ortiz

La primera pregunta que me asalta a propósito de la llamada “narcoliteratura” (el entrecomillado obedece, como se verá, a que cuestiono tal denominación) es si en verdad existe, o si es un prejuicio. Porque en la primera mitad del siglo pasado se escribieron muchas novelas cuyo eje eran los caciques; sin embargo, nadie aventuró la idea de que hubiera una caciqueliteratura. De igual manera, en la segunda mitad proliferaron los relatos cuya acción se desarrollaba en el df y nunca oí que se hablara de chilangoliteratura.

Posteriormente, en toda Latinoamérica se dieron novelas con el tema de los dictadores y tampoco se habló de una dictadoliteratura o cosa por el estilo. El nombre narcoliteratura tiene algo, o mucho, de retintín, de intención –consciente o subconsciente– peyorativa. Y no es cuestión de semántica. En la expresión narcoliteratura late, en el fondo, un silogismo del tipo: la droga es mala para la salud, luego la narcoliteratura es mala para la literatura. Por ello me inclino a que se le denomine, en el peor de los casos, literatura del narcotráfico, para eliminar la calificación a priori.

En ese caso –al igual que en el de todas las otras novelas–, ya se podría señalar si obras en particular son malas o buenas, no por abordar el tema del narco, sino por ser novelas bien tramadas, con personajes convincentes, situaciones verosímiles, excelente manejo de las voces narrativas, lenguaje eficaz (ojo, no dije “correcto”, sino, en última instancia, normal) y un manejo adecuado del punto de vista. Porque en este género, subgénero o como quiera llamársele, hay buenas y malas novelas, independientemente del asunto que, curiosamente, en muchas de ellas el tema central no es el narcotráfico y la delincuencia organizada, sino el amor, en una escenografía de narcotraficantes, y a veces lo que está en primer término es la violencia, no el tráfico de estupefacientes, tampoco las actividades de la delincuencia organizada con todas sus implicaciones sociales, políticas y económicas.

Adelantando vísperas: la narcoliteratura es un espejismo, y por lo mismo, algo que no (o casi no) existe.

El primer libro de este tema que leí fue Diario de un narcotraficante, de a. Nacaveva ( así, con a minúscula y punto), y sin ser un fan, he seguido el tema desde entonces (1967) a la fecha, con Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos, pasando por La Reina del sur, de Pérez Reverte, y San Isidro futbol, de Pino Cacucci (estos últimos, por mencionar únicamente a los autores no mexicanos); por eso creo estar más o menos enterado del desarrollo de la narcoliteratura. Sin embargo, no soy ni panegirista ni detractor. Hay quienes la cuestionan por su origen; no obstante, como el plebeyo, “su sangre, aunque norteña, también tiñe de rojo el alma en que se anida su literario corazón”.

Estos “narcorrelatos” en su mayoría los escriben autores del norte, pero ni todos los escritores de allá escriben narcoliteratura ni toda ella es escrita por autores de allá. Los hay oriundos del Distrito Federal, de Guanajuato, de Jalisco y de Hidalgo, y en todos los casos no desmerecen frente a los norteños en cuanto a manejo de ambientes, vocabulario y personajes.

Hoy en día son numerosas las novelas y en general los libros que abordan o giran alrededor del narcotráfico. Unos se apuntan como ficción del género negro o policíaco; otros como crónicas o investigaciones periodísticas o agudas tesis a propósito del problema. No debe extrañar a los lectores esa abundancia de títulos, pues al parecer todas las editoriales los están pidiendo con la idea de que se venderán como pan caliente.

La producción de narconovelas es elevadísima, tal vez porque la demanda editorial también es elevada –ignoro si el mercado también es muy amplio. Hay tal saturación, que empalaga la abundancia de títulos y el primer impulso es descalificar por completo todos los libros de este género, tanto los de ficción como los de no-ficción. Sin embargo, no se puede hacer tabla rasa, aunque hasta el momento no me he topado con “la novela” del fenómeno narco, es decir, no he hallado un relato excelente o tan bueno que llegue a las alturas de lo paradigmático. Algunas son muestra de un extraordinario oficio, pero adolecen de pasajes facilistas o de tópicos tan gastados que caen en el lugar común, lo cual incide en detrimento del texto. Otras no van más allá de la sencilla historia del amor-pasión, o del amor-odio, o del amor-venganza, o del amor atormentado o sádico, o masoquista o hasta ingenuo, pero inserto entre matones despiadados y aparentes luchas por el poder (nunca se ve ni se dice de qué clase es).

LA REALIDAD CORRE MUCHO Y LA FICCIÓN SE QUEDARÁ...

Hasta el momento, me parece que los mejores libros sobre el tema son las crónicas y los de carácter periodístico. Me refiero, por ejemplo, a El hombre sin cabeza, de Sergio González Rodríguez; a Malayerba, de Javier Valdez Cárdenas; a Herencia maldita, de Ricardo Ravelo; El otro poder, de Jorge Fernández Menéndez; El narco: la guerra fallida, de Rubén Aguilar y Jorge Castañeda; El cártel, del legendario Jesús Blancornelas, y hasta Me dicen la narcosatánica, de Sara Aldrete, entre otros. Si a estas miradas sumamos los medios impresos y electrónicos, la ficción sobre el tema se queda atrás; no puede competir en cuanto a crueldad y excesos, por más imaginación que tenga el autor. Por poner un ejemplo: ¿a algún autor serio se le habría ocurrido una puesta en escena (este es el título, bastante afortunado, de una novela corta de Gabriel Trujillo) como la que se hizo cuando mataron (¿ejecutaron?) a Héctor Beltrán Leyva, cuyas imágenes aparecieron en numerosos medios? Y las mantas con mensajes y las testas decapitadas dispuestas dramáticamente en diversos escenarios y... en fin, los relatos literarios casi (o a veces sin el casi) nada tienen que hacer frente a la realidad real y la mediática. (Cuando estaba redactando estas notas salí a caminar un poco y a comprar el periódico. En el estanquillo me topé con la primera plana de un periódico caracterizado por su amarillismo, pero, con todo, nunca había llegado a tal extremo: la foto a color de dos cuerpos colgados de los pies, decapitados y con los genitales cercenados; en una cabeza secundaria se leía que sus partes las habían dejado sobre los carteles en los que se advertía algo a alguien.) Si algún narrador quiere incursionar en el género, debe buscar alguna vereda que no sea la de la violencia y el amarillismo, pero tampoco debe caerse en el edulcoramiento o en la falsa idea de que la narrativa es escribir bonito o poéticamente.

Además, los autores de ficción, más que abordar con acuidad el narcotráfico, se quedan en el color, en los aspectos costumbristas (que no tienen por qué ser malos en sí, sino más bien insuficientes). Corridos, botas picudas y de tacón a lo Fox, fara fara, cintos piteados con hebillas costosas en las que lucen sendos ak47 cruzados, o una rama de mariguana, sombrero texano, armas con chapa de oro y con diamantes o esmeraldas en la cacha de marfil; lenguaje norteño cargado de pistear, batos, morros, etcétera. A veces se menciona a la Santa Muerte, a veces es Malverde el invocado. ¿Y luego? Los elementos mencionados no serían nefastos si no se quedaran en eso: detalles de color que no van más allá y, peor aún, que se presentan como si fuera lo esencial de los narcotraficantes. ¡Ah! Olvidaba la violencia, a veces con fuertes matices de gratuidad. Tampoco me parece mal la utilización del lenguaje norteño, es más, lo considero indispensable, siempre y cuando se sepa utilizar con eficacia y no como detalle de color o graciosa curiosidad lingüística.

Antes y después del movimiento revolucionario de 1910 menudearon los relatos que recogían y plasmaban la visión que escritores de variopinta ideología tenían sobre lo ocurrido –o lo que estaba ocurriendo. El espectro que ofrecen tales obras es muy amplio y diverso; hay las que tienen como columna vertebral batallas y caudillos, las que ubican la acción en las alturas políticas o les dan como escenario el de los estratos sociales más bajos... incluso tenemos obras construidas desde la perspectiva de simples testigos no involucrados en el conflicto bélico o político, pero sí receptores de las consecuencias sociales, bélicas o políticas.

Por lo tanto, en la actualidad podríamos elaborar un mural muy completo de esa época, desde la perspectiva de los maderistas, villistas, zapatistas, carrancistas, huertistas y hasta porfiristas, o incluso con la de todos ellos. De tal ensalada de hechos y visiones quedaron grandes novelas: Campamento, Los de abajo, Se llevaron el cañón para Bachimba, Tropa vieja, El águila y la serpiente, Cartucho, El feroz cabecilla, El rey viejo, La sombra del caudillo, etcétera, y por otro lado muchas más que no rebasan la mediocridad o son de plano pésimas. No se deben ignorar las obras que abordan secuelas del movimiento revolucionario: reforma agraria, expropiación petrolera, corporativización del movimiento obrero, luchas contra fraudes electorales y temas por el estilo. Este manojo de obras, ¿son realistas, naturalistas, costumbristas? Las hay de todo e incluso algunas han sido calificadas de novela histórica, por su temática y tratamiento.

La narcoliteratura es un espejismo, no existe. Hay relatos con violencia y narcotraficantes –que luchan entre ellos o con otros, por “el poder”–, pero no hay literatura del narcotráfico con todo lo que éste implica.

Después del movimiento estudiantil-popular del ’68, y lo que implicó su brutal represión –surgimiento de las guerrillas rurales y urbanas, por un lado y, por el otro, una presión social que obligó al Estado a ampliar los cauces de la democracia–, también se escribieron innumerables páginas a propósito. Igual que con la narrativa de la Revolución, la calidad literaria –incluso la histórica– fue de un polo a otro polo, de lo bueno a lo pésimo. Abreviando, podríamos asegurar que los momentos significativos de México han quedado en su narrativa. Incluyendo los hechos del siglo xix: consumación de la Independencia –y en ella el riquísimo período de Santa Anna–, Reforma, Intervención estadunidense e Intervención francesa, Segundo Imperio y Porfiriato.

Hay buenas y malas novelas de narcotraficantes –que no del narcotráfico y la delincuencia organizada. En consecuencia, hay que evaluarlas como novelas a secas y no por el tema o el lugar de origen de sus autores o la ubicación geográfica de las historias. No se debe ignorar esa literatura, porque hacerlo equivaldría a no querer ver que el problema del narco es ineludible y, en un futuro, los estudios –históricos, sociológicos, antropológicos, jurídicos, etcétera– tendrán que abordarlo con casi igual –o sin el casi– seriedad e importancia que el fenómeno de la rebelión cristera o de las guerrillas posteriores al ’68. Mi afirmación es bastante temeraria, pero no infundada. Porque hay quienes consideran que el tráfico de drogas es solamente un delito contra la salud –esta posición lleva a cometer errores como los que se han venido cometiendo en su combate–, pero habemos otros que consideramos que va más allá de ser un delito contra la salud: el narcotráfico en tanto delincuencia organizada, aquí y ahora, es un problema más complejo, peliagudo, que colinda, en mucho, con los terrenos de la seguridad nacional. Si no, piénsese que además del cultivo, “beneficio”, producción de estupefacientes, tráfico interno y exportación, tenemos la penetración corruptora en los círculos de la policía, en instancias gubernamentales de todos los niveles, en partidos políticos; además están las repercusiones en la sociedad, pues cuentan con una base social que los arropa y es sagazmente utilizada. Por otra parte, es considerable su peso e importancia financiera por las fuertes cantidades de dinero que manejan, lo cual se traduce en poder, o mejor dicho, en diversas expresiones de poder, las cuales traspasan fronteras.

La narcoliteratura, en pocas palabras, debe ser mucho más de lo que se ha pretendido que es. La literatura del narcotráfico y la delincuencia organizada está esperando la pluma que, paradójicamente, “le haga justicia”.

La narcoliteratura es un espejismo que nada tiene del narcotráfico y a veces tampoco nada –o muy poco– de literatura. Sin embargo, hay excepciones en cuanto a lo literario.


lunes, 27 de septiembre de 2010

Zelda está loca

27/Septiembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Anoche he estado en casa de mi editora francesa, Dominique Bourgois, nos acompañaron dos escritoras norteamericanas, una de ellas canadiense. En cierto momento de la cena aludí a un libro de Hemingway en el que hace la siguiente observación: “Nunca salgas de viaje con una persona que no amas”. Y añadí que con alguna excepción podríamos considerar esta sugerencia un mandamiento divino. Se debe viajar en soledad para estar alerta, hacer amigos e inventarse una vida. Si eso no es posible, entonces es conveniente que la acompañante sea una persona amada, pues de ese modo será más sencillo perdonar sus impertinencias. Las escritoras me fueron simpáticas, pero cuando alguien me es agradable comienzo a comportarme como un rufián. No parece una conducta razonable, sin embargo es una técnica perfecta para saber con qué clase de gente está uno tratando. Si la persona es inteligente sospechará que estoy fingiendo y se reirá de mi actuación. Entonces comenzará una amistad. Si no lo es se molestará y de inmediato hará juicios equivocados u ofensivos sobre mi persona y de ese modo me la quitaré de encima.

Ayer por la tarde estuve en el 21 de la calle Fossés Saint Jaques, a unos pasos del Jardín de Luxembourg. Allí abre sus puertas una librería cuya especialidad son los libros en castellano. Al lado de otros escritores mexicanos tuve una charla acerca de nada en especial. Los franceses quieren saber qué sucede en México pues tienen la impresión de que estamos en guerra. A mí ya me agobia el tema, pero no hubo manera de escabullirse y me lamenté agriamente del estado de cosas en el país. No he hablado mal de México como algunas personas han llegado a recriminarme. El país es un territorio y sus fronteras podrían cambiar en cualquier momento. Un país es una convención o un acuerdo entre personas, no un destino o una entidad definitiva. En esta reunión tomé un papel radical porque creo que en ciertos aspectos es mejor comenzar por el extremo para, en seguida, buscar los matices de la opinión. Me comporté como suelo hacerlo con las personas que me son agradables. No obstante, me arrepentí de usar un tono quejumbroso con el ánimo de pontificar. No hubo respuestas interesantes ni opiniones críticas por parte del público y salí de la librería un tanto desencantado. ¿Qué pasa con los públicos actuales? Han dejado de pelear.

Hemingway se preguntó por qué razón Dostoiewski escribía tan mal y pese a ello su lectura nos conmovía profundamente. La respuesta la sabemos todos y es que el ruso tenía podrida el alma y su hedor no podía de ninguna manera ocultarse. Esta es una lección que he aprendido demasiado tarde. Si uno está podrido, entonces todos los intentos por ocultarse resultarán en vano. Así que nada de actuaciones ni triquiñuelas por el estilo: en los años que me quedan de vida no me ocultaré y seré lo que de todas maneras tengo que ser. Mañana daré mi primera charla en el Festival América, aquí en París y no prepararé una sola palabra. Mis anfitriones han sugerido a manera de preludio el tema “las parejas y el amor”, como si se pudiera hablar de ello sin hacer el ridículo. Creo que me han tendido una ingeniosa trampa. De las mujeres no se puede hablar porque o son unos monstruos aberrantes o son unas diosas misteriosas y seductoras. En medio de estas dos categorías se encuentra un mundo en el que no estoy interesado. En cuanto a las parejas creo que el número dos es culpable de muchas desgracias, desde la dialéctica hasta los matrimonios destruidos, de modo que procuraré concentrarme en el número tres.

Yo he estado en París varias veces y nunca se me ocurrió leer las experiencias de Hemingway durante su estancia en esta ciudad. En París era una fiesta da cuenta de la envidia que la mujer de Scott Fitzgerald sentía por el talento de su marido. Para evitar que escribiera lo empujaba a beber y a marcharse de fiesta toda la noche. Esa mujer si que era una belleza moral. Cualquier escritor desearía tener una mujer como Zelda y pese a ella arrancarle a la noche unas cuantas páginas. Hoy mismo, hace unas horas me he dado cuenta de que mis novelas, sobre todo Lodo, están en un buen número de librerías. Me he sentido conmovido, en verdad, y he agradecido a mi editora su esmero. Podría quedarme a vivir aquí y creer que soy en verdad un escritor, pero volveré a México en donde uno debe pelear día con día para ser respetado.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Hace cien años, la prensa

26/Septiembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Brotarán hasta de las piedras las imágenes y los textos para conmemorar el centenario del inicio de esa guerra civil que conocemos como Revolución Mexicana. Colaboro a ese atasco histórico con algunos apuntes sobre el periodismo mexicano de hace cien años. Durante mucho tiempo se extendió la idea heroica de que la prensa de 1910 manaba tinta revolucionaria. Falso. La mayoría de los periódicos era un desprendimiento de la paz porfiriana. Las páginas de esos diarios incluían la crítica, pero sobre todo se dedicaban a admirar los últimos momentos del régimen de Díaz.

Las dos imágenes finales del periodismo mexicano del XIX suceden en el XX. Se trata de estampas violentas y desesperadas. Una de ellas recoge los pasos de un terco, infatigable anarquista, la sombra de Ricardo Flores Magón iniciando en 1904 la segunda época de Regeneración. El semanario alcanzó una fuerza que su propio creador nunca imaginó. En Saint Louis Missouri el diario llegó a imprimir 30 mil ejemplares de los que una parte considerable circulaba clandestinamente en México. Al final de esa aventura, Flores Magón fue capturado y el periódico suprimido. La otra imagen cabe en dos palabras: incertidumbre y rebelión: El Imparcial, que durante años simbolizó la prensa moderna, producto del progreso industrial porfiriano, fue arrasado por las tropas zapatistas en 1912, una parte del edificio porfiriano se caía a pedazos.

La edad apacible de la modernización produjo varios periodismos. Una posible división de ese enorme buque de papel sería más o menos así: primero, la esperanza, los años de construcción que van de 1876 a 1888. En ese tiempo de ilusiones, la prensa no fue muy distinta de la liberal-militante, era libre y las instituciones más batalladoras, El Siglo XIX y El Monitor Republicano aún no perdían su poder crítico; se funda además, El Diario del Hogar de Filomeno Mata en 1881 y El Tiempo de Victoriano Agüeros en 1883 -uno liberal, el otro católico-. El patrocinio directo fue una de las armas más eficaces que usó Porfirio Díaz; subvencionando compitió y arruinó a la vieja prensa peleonera. Así, en 1878, un grupo de escritores fundó La Libertad, la casa del positivismo.

La segunda etapa de la prensa de esos años fue la del entusiasmo; va de la llegada de los “científicos”, en 1888, a la cuarta reelección de Díaz, en 1893. Los diarios fueron entonces menos libres; la figura presidencial, monárquica y su autoritarismo feroz. El comentario crítico desaparece de los periódicos y la oposición vive el trajín de las persecuciones y las visitas a la cárcel de Belén. Los diarios que alcanzaron mayor vuelo en esos años fueron El Partido Liberal, que se fundó en 1880, y El Universal (1890). Si la voz política se esfuma de las columnas, la literatura aparece con una fuerza inopinada.

La tercera fue la industrial y, también, la de la desilusión; avanza rumbo al desmoronamiento del régimen a partir del año 1896 y va a parar al nuevo siglo, en el turbulento 1907. Se trata de un sueño vencido, del derrumbe de la mentira porfiriana enamorada de sí misma. El líder, el máximo entrepreneur de los linotipos y las imprentas, es Rafael Reyes Spíndola, quien importa técnicas nuevas de periodismo norteamericano, encumbra al reporter, impulsa la interview y arrincona a los escritores como si fueran adornos prescindibles, anacrónicos, inútiles.

No toda la prensa sucumbió a la obsesiva idea del progreso: la suma de esos años trajo, también, muchos periódicos de oposición: los desconfiados, los aguafiestas que no entraron al banquete de la esperanza. Pero el fundamento de esa prensa vivió de una doble paradoja: fueron los desesperanzados y, en realidad, los que más se alimentaron de esperanzas; fueron los desilusionados y, a pesar de la crítica que los hacía editar esforzadamente, los verdaderos soñadores de la empresa periodística. Así, El Diario del Hogar, El Monitor Republicano, El Hijo del Ahuizote, entre los liberales, y El Tiempo o La Voz del Pueblo entre los católicos, se convirtieron en portavoces de la secreta confianza en el cambio inesperado. Esa línea de periodismo batallador tuvo su momento culminante en 1893, cuando aparecieron El demócrata, La Oposición y La República Mexicana. Obtuvieron con sus páginas logros insólitos; por ellos, se removieron gobernadores y cayeron regidores. Pero Díaz no se los perdonó.

sábado, 25 de septiembre de 2010

“Una editorial se conoce por su catálogo”

25/Septiembre/2010
Laberinto
José Luis Martínez

Diseño gráfico

Llegué a México en mayo de 1949 —aquí estaba mi padre de refugiado desde el 39 y yo prácticamente no lo conocía, porque lo había dejado de ver a los siete años. Él sabía algo de mi vocación, que desde entonces era muy clara: dibujar, recortar, pegar, y me preguntó: “¿Qué quieres hacer?” Como en Barcelona yo había trabajado desde los trece años y la escuela me asustaba, le dije: “Quiero trabajar”.

Él tenía un amigo en el Diccionario Enciclopédico UTHEA, que estaba haciendo un grupo de refugiados españoles, me recomendó con él y comencé a hacer dibujitos de línea para el diccionario: caras, flores, máquinas, mapas. Dibujé casi toda la letra C. Eso fue en el 49.

A principios del 50, o sea hace sesenta años, un amigo que ahora es maestro emérito de la UNAM, Federico Álvarez, me dijo que Miguel Prieto, también refugiado español, necesitaba un asistente en la oficina de ediciones del INBA. A partir de entonces mi vida, que se había transformado con mi llegada a México, encontró realmente una posibilidad de desarrollo.

Unos meses después, el mismo Prieto me llevó como asistente al suplemento México en la Cultura, en Novedades. Ahí conocí a Fernando Benítez, que fue mi segundo gran maestro y entrañable amigo durante cuarenta años.

Aprendí diseño gráfico con Miguel Prieto en una época en que no se había desarrollado en México una teoría o una práctica del mismo —Prieto era conocido como tipógrafo o maquetista. El diseño gráfico, tal como lo aprendí y lo he practicado, tiene que ver con la difusión cultural. A mí me interesa que el diseño sea bueno, estéticamente eficaz, pero si se trata, por ejemplo, de la portada de un libro, la idea es que ese libro se lea, que la portada sugiera su contenido y despierte el interés de los lectores.

Los diseñadores jóvenes han enloquecido un poco con la facilidad que les da la computadora, una máquina extraordinaria que les permite, en primer lugar, tener muchísimas fuentes de tipografía, lo que era impensable cuando me inicié con Miguel Prieto. Nosotros manejábamos siete, ocho, doce tipos de familias y ahora, supongo, hay mil o más que se pueden extender, inclinar, poner sobre un fondo de color que se ve enseguida en la pantalla, cambiar de fondo. Pienso que esa facilidad ha pervertido el diseño entre los más jóvenes, y veo publicaciones que son muy difíciles de leer, con muchas propuestas de imágenes que impiden el papel real del diseño gráfico, que es ayudar a la lectura, a la difusión de una publicación.

Para diseñar, es básico que el diseñador conozca el texto sobre el que va a trabajar, ya sea de un libro, de una revista o de un suplemento, es absolutamente necesario. Una de mis premisas cuando estaba en la Imprenta Madero, era que los muchachos tenían que saber exactamente sobre qué y para qué estaban diseñando.

El diseño es un arte aplicado, tiene una parte de creación pero ésta tiene que cumplir una función con respecto al texto, si no la cumple deja de ser diseño y deja de ser arte.

Deslumbramiento

Lo primero que descubro al llegar al México es la luz, que me deslumbra. Me enamoré del país, que para mí era un país de acogida, el país donde encontré a mi padre.

Para mí, llegar a México significó la libertad. Venía de años muy duros y aquí la vida se me abrió; aquí nací no por segunda, sino por primera vez, y mi desarrollo desde entonces ha sido armónico, siempre con amigos entrañables que me han querido y apoyado en mi trabajo.

A pesar de que yo era muy tímido, desde el principio comencé a relacionarme con el mundo cultural de México. En la oficina de ediciones del INBA veía a prudente distancia a Salvador Novo, Miguel Covarrubias, Julio Prieto, Luis Herrera de la Fuente, Luis Sandi, Fernando Gamboa, que eran jefes de departamento en el INBA. A Carlos Chávez, que era el director, nunca lo vi. Entonces, mi relación con la cultura mexicana tenía de dónde agarrarse muy bien.

Al mismo tiempo, como asistente en el suplemento cultural de Novedades, tenía que pasar a recoger textos a la casa de Alfonso Reyes, a la de Paul Westheim y a la de muchos otros de los que se reunían en torno a Fernando Benítez en México en la Cultura.

Era una época excepcional y tuve oportunidad de aprender en todo momento. Me interesé por la música y el arte popular, por el arte colonial, por todo el arte prehispánico que se desprendía de Teotihuacan, por la pintura mural, que me impresionó muchísimo. Yo venía culturalmente bajo cero y todas esas cosas —que en sí mismas tienen un gran valor— fueron descubrimientos fundamentales.

La ruptura

En Barcelona había estudiado dibujo, cerámica y escultura, pero los estudios era muy malos. Al llegar a México, aunque las escuelas me asustaban, fui seis meses a La Esmeralda y luego, por indicación de Miguel Prieto, a la academia de Arturo Souto, un pintor refugiado. Estuve yendo un par de años por la tarde, al salir de la oficina de ediciones del INBA —que yo encabecé en cuando Prieto decide retirarse.

Con esas bases mínimas, comencé a pintar por mi lado. Era un pintor de sábados y domingos, porque tenía mucho trabajo como diseñador gráfico. Sabía que como diseñador cumplía una cierta función cultural y por lo tanto social, y eso me permitía entretenerme como pintor —muchas veces he dicho que no era mi interés ser pintor, a mí me gustaba pintar, me gustaba hacer escultura, grabado, pero siempre pensando que eran actividades sobre las que yo no tenía que darle explicaciones a nadie. Tengo una enorme admiración por la pintura, por la historia de la pintura, y me cuesta mucho trabajo pensar que yo pueda estar metido en ella; prefiero pintar con absoluta libertad, sin preocuparme qué función está cumpliendo lo que hago.

En 1958, en la Galería Proteo, hice mi primera exposición —por cierto figurativa— que podría considerarse un error de juventud si no fuera porque ya tenía veintiséis años. A partir de ella, me habló por teléfono Manuel Felguérez, quien sigue siendo mi gran amigo, para que fuera a una reunión y nos conociéramos. Fui y ahí comencé una relación con Lilia Carrillo, esposa entonces de Manuel, con Fernando García Ponce, Alberto Gironella, Vlady, Enrique Echeverría y otros del grupo que luego sería conocido como La Ruptura.

Algunos de ellos, como Felguérez y Gironella, eran cuatro o cinco años mayores que yo y los consideraba mis maestros; siempre tenía muy presente su obra, el significado de eso que a mí me gusta más llamar apertura que ruptura. En ese campo de la apertura estaban también Rufino Tamayo, Carlos Mérida, Juan Soriano, Pedro Coronel, quienes tenían una obra consolidada que para mí era muy importante.

En Novedades conocí, a distancia, a José Luis Cuevas, otro integrante de La Ruptura, quien llevaba sus textos al suplemento, que eran recibidos con gran alborozo por Fernando Benítez y a los que yo les daba el mayor despliegue posible. No recuerdo si en esa época alguna vez llegué a hablar con Cuevas.

Imagen de una generación

Al salir del INBA, me integré a Difusión Cultural de la UNAM, que dirigía Jaime García Terrés, quien también tenía a su cargo la Revista de la Universidad, que era mensual y pretendía tener un nivel superior al del suplemento de Novedades, aunque en ambas publicaciones participaba casi el mismo equipo de escritores. Así fui conociendo, no sé en qué orden, a Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Emilio García Riera, Jorge Ibargüengoitia, Elena Poniatowska, Salvador Elizondo… y por un motivo o por otro, teniendo en cuenta mi timidez, me hice amigo de todos ellos. Esa es mi primera imagen de una generación que culmina con Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco —y que en pintura podría terminar con Toledo.

La relación entre todo ese grupo era de amigos y había una gran convivencia entre gente de distintas disciplinas. El teatro se estaba renovando con Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Alejandro Jorodowsky —el de entonces, el bueno, no el actual que es una cosa rara. En el cine, empezaban Arturo Ripstein, Jorge Fons, Felipe Cazals; estaba el grupo Nuevo Cine, apoyado en cierto sentido por Luis Buñuel, y todos teníamos como centro La Casa del Lago, de la UNAM.

Ese grupo, en el que teníamos la presencia de Octavio Paz y Luis Cardoza y Aragón en la crítica de arte y donde también estaban Jaime Sabines, Vicente Leñero y muchos otros, con los años ha crecido enormemente y se ha fragmentado, lo cual crea una riqueza mayor.

Actualmente no sé cómo se relacionan los jóvenes, lo que sí veo en los pintores de veinte, treinta o cuarenta años, es que todos sobreviven y hacen un trabajo espléndido, lo mismo que los escritores. A veces me pregunto: ¿en esta época tan difícil, cómo se sostienen, cómo logran vivir de lo que hacen? Para mí eso es un misterio. Y luego están las editoriales, las grandes, por supuesto, pero hay muchísimas editoriales pequeñas en las que los escritores nuevos —y los no tan nuevos— están publicando. Creo que México vive un momento culturalmente rico que, me atrevo a decir, tuvo sus orígenes en esos años sesenta en los que se abrieron tantas posibilidades, tantos caminos, y en los que resultan esenciales Jaime García Terrés y Fernando Benítez.

Ediciones ERA

Hace cincuenta años yo hacía mis diseños para el INBA y Difusión Cultural de la UNAM, pero como independiente, porque no estaba en sus plantillas. Los hacía en la Imprenta Madero, que era pequeña y tenía algunas horas libres que yo pensé aprovechar para editar algunos libros, ese es el origen de ERA, uno de los trabajos de los que más orgulloso me siento.

No sabía a dónde podía llegar con esa idea, afortunadamente tuve el apoyo de los hermanos Expresate: Jordi, Francisco y Neus y del padre de ellos, don Tomás, uno de los dueños de la librería y de la imprenta Madero, quien a pesar de que el proyecto debió parecerle una locura de jóvenes —ninguno de nosotros había cumplido treinta años— nunca nos negó su ayuda.

Cuando comenzamos a publicar, Neus estaba —creo— en Estados Unidos, afortunadamente llegó a los siete u ocho meses y se hizo cargo de la editorial. Por mi parte, busqué la colaboración de mis amigos de La Ruptura, de la Revista de la Universidad y de México en la Cultura, en especial de Fernando Benítez, autor de nuestros dos primeros libros.

Durante todo ese tiempo, Neus y yo íbamos orientándonos sobre las posibilidades de mantenernos como una editorial independiente y pequeña, pero ERA fue creciendo y aparecieron nuestras primeras colecciones, como Alacena, que publicaba a los más jóvenes: Juan García Ponce, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis…

A Neus y a mí —sobre todo a ella— nunca nos ha gustado hablar de ERA, porque pensamos que de una editorial es muy fácil conocer la historia si se estudia su catálogo, ahí están los temas y autores que ha publicado. Así que si alguien quiere saber cómo han sido los cincuenta años de esta editorial tiene que recorrer su catálogo, ahí está lo que que ha sido y seguirá siendo, ahí están por ejemplo Los indios de México de Fernando Benítez o las obras completas (26 tomos) de José Revueltas, autores como Augusto Monterroso y Gabriel García Márquez… en fin, son muchos y es muy delicado seguirlos nombrando porque siempre quedarán algunos pendientes.

En aquel momento, a principios de los sesenta, estaban las editoriales del INBA, de la UNAM, el Fondo de Cultura Económica, Porrúa, pero no había ninguna que recogiera el trabajo de autores que surgían de la apertura, del enriquecimiento de la cultura mexicana, y nosotros ocupamos ese hueco con una editorial pequeña, novedosa, con imágenes y temas diferentes. Poco después que nosotros aparecieron Joaquín Mortiz y Siglo XXI, creadas, respectivamente, por dos editores excepcionales: Joaquín Diez Canedo y el doctor Arnaldo Orfila.

Benítez y los suplementos culturales

Fernando Benítez, para mí, fue una persona simplemente excepcional. Era muy crítico, tenía una gran capacidad para reconocer a los nuevos talentos y un sentido del humor que lo volvía entrañable. No hacía publicaciones para que estuvieran a sus órdenes, sino al servicio de la cultura, de los jóvenes y de los mayores, a los que él admiraba y quería muchísimo. En México en la Cultura estaban desde Alfonso Reyes hasta escritores latinoamericanos como Germán Arciniegas, Alejo Carpentier, Benjamín Carrión, que aparecía siempre en la página tres del suplemento.

Benítez tenía una gran idea de lo que era la cultura y una enorme visión de México; llevaba una estrechísima relación con la vida política y social y siempre estaba haciendo reportajes. Tenía un encanto personal y una manera de ser que no a todos les caía bien, porque a veces era agresivo, aunque generalmente con razón. Lo quise mucho y tuvimos una relación extraordinaria. Para mí fue un apoyo fundamental, lo fue para ediciones ERA —por ejemplo, él recomendó la trilogía sobre Trotsky de Isaac Deutscher—, fue una gente muy cercana, muy colaboradora, particularmente interesada en los jóvenes, a quienes apoyó de manera entusiasta.

Con Fernando Benítez conocí la importancia de los suplementos culturales, y veo de una manera muy dolorosa su declive en México. No me explico a qué se debe la reducción, no sólo de los suplementos sino de las páginas culturales en los diarios. La crítica —literaria, de arte— es infinitamente inferior a la que existía hace quince o veinte años. Me acuerdo que a fines de los cincuenta o en los sesenta, uno exponía por primera vez y, siendo un perfecto desconocido, tenía cuando menos una nota en cada periódico. Ahora veo exposiciones formidables de las que nadie escribe, y eso tiene que ver con la reducción del espacio dedicado a la crítica, a las páginas culturales, a los suplementos.

La vida cultural en México es enorme, muy rica, pero tengo la impresión de que la prensa no la refleja.

España y México

Nunca extrañé España, hacerlo hubiera sido extrañar diecisiete años terribles; los tengo muy presentes, forman parte de mi vida, significaron si no enseñanzas culturales, sí enseñanzas humanas que me han acompañado siempre, pero mi país, desde que llegué, ha sido México. Yo sabía que aquí me iba a quedar, pero nunca dije: “Soy mexicano, qué contento estoy”. Me di cuenta de que era mexicano catorce años después de llegar, cuando me tomé un año sabático en Barcelona, a donde fui a visitar a mi padre que había regresado, estaba enfermo y yo quería que conociera a sus nietos. Entonces me di cuenta de que México me había ganado; estaba trabajando encerrado, como trabajo casi siempre en la pintura, cuando me di cuenta de que era mexicano. Eso fue en 1964, vino el 68 y supe que mis problemas, que mis querencias, que mis amores, estaban en México.


En septiembre de 1960, Ediciones ERA publicó La batalla de Cuba, reportaje de Fernando Benítez sobre la revolución cubana. Con ese título comenzó su historia la editorial fundada por los hermanos Espresate (Neus, Jordi y Enrique), Vicente Rojo y José Azorín, hijos de refugiados españoles y quienes con las iniciales de sus apellidos le dieron nombre al proyecto que enriqueció el panorama literario con nuevas voces y tendencias —y que con una clara vocación de izquierda recogería textos de autores como Adolfo Sánchez Vázquez, Pablo González Casanova, György Lukács y Antonio Gramsci.

El segundo libro publicado por ERA fue otro reportaje de Benítez: Viaje a la Tarahumara, a partir de entonces su catálogo registra una gran cantidad de obras y autores de indudable trascendencia, entre los que se encuentran Carlos Fuentes (Aura), Gabriel García Márquez (El coronel no tiene quien le escriba), Friedrich Katz (Pancho Villa), José Lezama Lima (Paradiso), Malcolm Lowry (Bajo el volcán), Carlos Monsiváis (Días de guardar), Augusto Monterroso (La oveja negra y demás fábulas), José Emilio Pacheco (de Los elementos de la noche a La edad de las tinieblas y Como la lluvia), Sergio Pitol (El tañido de la flauta), Elena Poniatowska (La noche de Tlatelolco) y José Revueltas (Obra completa).

“Aspiro a que disminuya la matanza”: Pacheco

25/Septiembre/2010
El Universal
Sonia Sierra

“No son profecías”, recalcó la noche de ayer el escritor José EmilioPacheco, “es la literatura la que tiene la capacidad de captar la realidad social”.

De profecías y apocalipsis, de la nostalgia y la poesía, del pesimismo, de una lejana ciudad de México que en su poema “Altatraición” José Emilio Pacheco describió como “desecha, gris y monstruosa”, pero que le resulta un edén comparada con el “horror” de la actual, y de algunos temas que no hallaron respuesta, versó la conversación entre el poeta y el también escritor Ignacio Solares, con un público integrado en su mayoría por jóvenes estudiantes de la UNAM.

Como si se tratara de uno de los músicos que se presentan cada semana en la Sala Nezahualcóyotl, el público recibió al poeta con un largo aplauso.

La charla con Pacheco, distinguido el jueves junto a otras 15 personalidades de México y el mundo con el doctorado Honoris Causa dela UNAM, abrió la sesión de diálogos literarios para celebrar los doctorados concedidos a él y al escritor peruano Mario Vargas Llosa.

“No soy el pulpo Paul”

“No me hago pasar por profeta”, dijo el escritor, y luego bromeó: “No soy el pulpo Paul”, dijo al halbar sobre la violencia que desde hace tiempo había señalado, pero que en su momento le mereció ser llamado “pesimista” y“apocalíptico”. “Mis advertencias más pesimistas son juego de niños ante todo lo que pasó”.

Señaló que la literatura “alerta a no cerrar los ojos ante todos los horrores de la vida; es inútil no querer ver los horrores”, dijo el autor de Los elementos de la noche, No me preguntescómo pasa el tiempo y Batallas en el desierto.

Al ser cuestionado por el público sobre la solución al narcotráfico, pensó unos segundos y dijo: “Creo que la legalización”, una respuesta que se ganó un aplauso. Y agregó: “No sé la solución, pero a lo único que se puede aspirar es a que disminuya la matanza. La guerra está perdida. Si hay apoyo popular no hay forma de vencer eso. No quiero hablar de política porque la política lleva a la muerte. Uno manda a la guerra a los demás y se queda tan tranquilo. Hay que tener eso como responsabilidad”.

A una pregunta de Solares sobre cómo empezó esa vocación por escribir versos, el escritor se fue a la infancia, al niño, sin referirse a si mismo, el niño que, dijo, “descubre que hay una danza de las palabras que cantan, bailan, riman”, y luego ve que “él o ella puede hacerlo”. Agregó entonces que la poesía “no es un don de seres especiales, todo el mundo lo tiene pero se va perdiendo, pocos lo llevan más allá”.

La memoria y no la nostalgia

Una pregunta de Solares a Pacheco sobre la presencia de la ciudad de México en su obra dio pie a que el poeta negara que se pueda vivir y amar a la ciudad como está hoy en día: “Yo objeto el término nostalgia. Estoy a favor de la memoria. de que no se olviden las cosas, no de decir que fueron mejores. Aquella ciudad tuvo cosas agradables, pero también terribles y muy violentas. No se puede idealizar ningún pasado, mucho menos el de la ciudad de México que siempre ha tenido esa terrible división entre pobres y ricos”.

Recordó que aún existe su casa en la colonia Roma, en Zacatecas 76, y evocó a su amigo Carlos Monsiváis: “Decía que, cuando menos, no somos corruptos, que seguíamos en las mismas casas desde hace 30 años”.

Acerca de cómo escribiría una novela del México actual, dijo: “Me gustaría enfrentarme al fenómeno y al enigma de la violencia, pero ya no; eso le corresponde a la generación de ustedes”.

Una de las preguntas finales de los estudiantes fue por los libros que le han acompañado toda la vida, a lo cual no dudó en responder: “El directorio telefónico, sin duda, sin él no se puede vivir”.

Y ante la insistencia, dijo: “Puro lugar común: La biblia, Edipo rey. Al final de la charla, se dedicó un minuto de silencio en memoria de Carlos Monsiváis.

Vargas Llosa y sus consejos literarios

25/Septiembre/2010
El Universal
Sonia Sierra

En una charla que versó sobre la gestación de sus novelas, lanaturaleza de la ficción y sus relaciones con la realidad, el escritor peruano Mario Vargas Llosa dijo la noche de ayer que “cuando uno escribe novelas no puede contar verdades”: “La ficción ejerce una presión de tal naturaleza sobre lo que uno quiere que sea puro testimonio, que se ve obligado a introducir también en el testimonio la ficción, es decir, a que el testimonio sea infiel, a que prevalezca la fantasía sobre la pura memoria”, explico el escritor.

“Me gusta que mis historias imiten la realidad”, recalcó ante los estudiantes que se dieron cita en la Sala Nezahualcóyotl, en el marco de un diálogo sobre su obra, en el contexto de la entrega del Doctorado Honoris Causa que recibió de la UNAM el pasado jueves.

“Estoy convencido de que las novelas no cuentan verdades, se han hecho para contar mentiras”, expuso el narrador peruano y luego matizó: “un tipo dementiras que son muy sui generis, muy especiales porque sólo a través de esas mentiras se pueden expresar verdades. Creo que la novela sí expresa unas verdades muy profundas sobre la condición humana, pero las expresa a través de ficciones que son versiones muy engañosas y falaces de lo que es la realidad objetiva”.

La vocación del escritor

Vargas Llosa, que esta semana también fue galardonado en México con el Premio Alfonso Reyes, habló de los elementos de la realidad que alimentaron pasajes y personajes de libros como La ciudad y losperros, La casa verde, Conversación en la catedral, Lituma en losAndes y La tía Julia y el escribidor.

Acompañado por el escritor Sealtiel Alatriste, coordinador de Difusión Cultural de la UNAM , dijo que lo fundamental para quien se dedique al ejercicio de la literatura es que encuentre en el escribir la mejor recompensa.

“Uno puede escribir con muchas aspiraciones: hacerse famoso, rico, denunciar las injusticias, pero todo eso es accesorio. Lo fundamental es dedicar su vida a ese quehacer, porque gracias a ese quehacer uno encuentra un orden, un sentido a la vida, algo que organiza el caos. Un joven que siente la literatura de esa manera es alguien que tiene vocación; el que se dedica a la literatura por razones subalternas, lo más probable es que fracase como escritor y que, por lo tanto, no alcance nunca esos ideales que lo llevan a hacer literatura”, dijo el también autor de La niña mala. Con esas palabras provocó una ovación del público.

Vargas Llosa, quien publicará en noviembre la novela El sueño del celta, basada en la vida del irlandés Roger Casement, personaje al que el novelista dedicó tres años de investigación, dijo que, detrás de las grandes obras hay disciplina, terquedad, perseverancia, espíritu crítico y autocrítico.

Interrogado sobre qué autores mexicanos le suscitan admiración, recordó a Octavio Paz: “una enorme admiración, creo que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, como poeta, y sobre todo como ensayista. Un mexicano que se ocupó de su país y que, sin embargo, nunca fue un provinciano, tuvo una curiosidad que trascendía fronteras, continentes y épocas, en la tradición de otro mexicano que admiro muchísimo: Alfonso Reyes”.

Y el narrador cerró su charla hablando de José Emilio Pachecho, quien fue el primer escritor mexicano que conoció.

“Él rompe esa regla que dice que no se puede ser escritor y gran persona”, comentó.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Los meseros no son tus amigos

20/Septiembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Es Dios el que se ha quedado solo”, responde un viejo a la pregunta de si cree que Dios ha abandonado a los hombres. “Somos nosotros quienes lo hemos abandonado”. Las risas estallan en la taberna alumbrada apenas por unas sucias lámparas de neón. “Si tan sólo limpiaran esas lámparas podrían barrer bien los rincones”, dice una mujer madura atada a una mueca de piedra, y no ha terminado aún su observación cuando el mesero distrae con un seco comentario sus palabras. “Si hubiera más luz no podríamos tolerar sus rostros”. Así es: los taberneros prefieren mantener la cantina a media luz y no enterarse de que los monstruos que beben en sus mesas de manera permanente lloran porque no pueden abandonar esa clase de vida. ¿Es cierto que Bataille no quería convertirse en filósofo, sino fundar una religión? Las personas que podrían responder ampliamente a esta pregunta han muerto. García Ponce, Gurrola, Elizondo. Y quienes podrían hacerlo se han rendido. “El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada”, arenga un francés desde su silla y su sentencia no gusta a nadie. Alguien pide un oporto tawny sólo para escuchar por centésima vez que en las tabernas como esa no se sirve oporto.

“La verdad es que a mí no se me podía ayudar en la tierra”, escribe en una nota ese hombre que pide coñac aún a sabiendas de que el mesero le traerá un brandy color oscuro y a buen precio. Y agrega: “Deben inscribir esta frase en mi tumba cuando llegue la hermosa y liviana muerte”. ¿Pero quién va a hacerlo? ¿Quién puede cumplir todos los deseos que tiene un borracho en una sola noche? No es prudente hacer promesas en las cantinas porque hasta los hombres más honestos tienen que morderse la lengua un día o un año después por no cumplir su palabra. Las mujeres, en cambio, deben prometer y nunca cumplir porque si lo hacen nadie las respetará como antes. “Si alguien va a Berlín y pasa cerca del Zum Goldenen Hahn, salúdenme a esa rubia que se hace llamar Tony. Ella sí que sabía servir mesas y hacerte feliz”, dice uno más. A ninguno de estos borrachos puede ayudarlos nadie en la tierra. Deben esperar.

“No es la fuerza del espíritu, sino la del viento la que ha llevado a esos hombres a donde están”, comenta a su camarada un inglés tímido que parece saberlo todo. Su español es tan correcto que los meseros apenas si le entienden. “En México nadie te entiende si hablas correctamente”, responde el camarada casi muerto de ebriedad. “Los meseros no son tus amigos, no debes olvidar eso jamás, son espías que envía la muerte para reírse de tus camisas sucias”. Es el viento que ha soplado tan fuerte el que ha causado la reunión de tantas personas en esta taberna de mosaicos óseos y burdas columnas de tres metros. El ebrio inglés tuvo razón: el espíritu no sopla como antes, así que debemos esperar a que sea el viento el que ponga a esa mujer en paz. ¿Cómo se ha atrevido a estar allí sin estar, como una dalia negra o una flor en el desierto? Es cierto que es hermosa, pero esta cualidad es a ojos de los borrachos una absoluta y rotunda majadería. Ellos beben toneles de vino para hacer que las mujeres sean hermosas y de pronto aparece una que lo es en realidad. Ha venido a echarles a perder la noche. ¿Qué hacer ahora? Olvidarse y concentrar su atención en las patas de la mesa, un poco más de coñac y esas patas de palo comenzarán a tornearse.

“Si van a Berlín no vayan al Romanisches Café porque los viejos escritores no están allí y sus fantasmas siguen orinándose en los pantalones, les ruego que encaminen sus pasos hacia el Zum Goldenen Hahn y pregunten por Tony, no miento, he estado en ese lugar muchas veces y vaya si Tony los hará más felices que a un merengue”. ¿Quién carajos continúa con la misma cantaleta? Nadie va a ir a Berlín por el momento a no ser que el viento sople todavía más fuerte. ¡Qué cantina tan poco escrupulosa! Se hacen promesas y además se suspira por ellas. De pronto viene la calma, un silencio que nadie aprecia, pero que todos necesitan. “Los meseros no son tus amigos y cuando mueras apenas si contarán una anécdota de ti en el futuro. Y además se equivocarán de persona y hablarán de alguien que no eres tú. “¿Qué, otra vez con lo mismo?”.

domingo, 19 de septiembre de 2010

“El arte tiene que ser artificial”

19/Septiembre/2010
Milenio
Édgar Velasco

Guadalajara.- Las escenas están grabadas en el inconciente colectivo de muchos mexicanos: los alarmados conductores de un noticiario, los edificios caídos, los cientos de voluntarios, el surgimiento del grupo de rescate conocido como Los Topos. Son herencias del 19 de septiembre de 1985, fecha en que un sismo de 8.1 grados en la escala de Richter sacudió la ciudad de México y consternó al país. A partir de ese momento se comenzó a hablar de la gran solidaridad del mexicano en la desgracia y demás cosas que un día, de pronto, formaban ya parte del discurso oficial del Estado.

Hace cinco años, al celebrarse los 20 años del sismo, Ignacio Padilla (ciudad de México, 1968) comenzó a reflexionar sobre un aspecto en particular: la inexistente relación del terremoto y el arte. Así, comenzó a desarrollar un ensayo que, cinco años después, ve la luz con el título Arte y olvido del terremoto, editado por el sello Almadía y ganador del Premio Luis Cardoza y Aragón de Artes Plásticas.

¿Cómo surge el interés por plantear la reflexión del arte y su relación con el terremoto?
Procede de mi experiencia, tanto la personal como la colectiva. Comienza el 19 de septiembre de 1985, fecha de la que hacen 25 años. Desde entonces he observado, experimentado, indagado las secuelas, tanto las inmediatas como las posteriores, del terremoto. Durante estos 25 años este tema ha venido asediándome, como ha venido, creo yo, asediando a todos los mexicanos. Y me ha permitido observar, o desear observar, la presencia o la ausencia de esta experiencia fundamental, histórica y social, en las artes mexicanas.

¿De dónde procede la necesidad de ver el terremoto en el arte?
No es tanto una necesidad. Por lo general, se sabe que las experiencias particularmente dolorosas suelen, de una forma u otra, transmitirse a las artes en toda la historia de la humanidad. Me llamaba la atención que una experiencia, a mi entender dramática y mucho más importante y determinante para la transición del país a la democracia, no tuviera una presencia real en la literatura. Y luego descubrí que existía una presencia en las artes visuales, si bien era soterrada. Esto me sirvió para pretextar la relación entre terremoto y arte mexicano y luego plantear una reflexión de la relación más universal entre arte y olvido.

¿Cuáles son las causas para esta ausencia de arte vinculado al sismo?
He procurado reflexionar al respecto. El proceso inmediato fue eufórico desde luego, dignificante de la sociedad y crítico de las instituciones que nos gobernaban entonces. Esa euforia trascendió e intervino de manera importante en organizaciones sociales y protestas democráticas, hasta llegar a la victoria de la izquierda en 1988. Luego hubo un retroceso importante por la apropiación genial por parte del salinismo del discurso solidario. Después, la propia sociedad, que había comenzado a tener un movimiento crítico importante, bajó las manos ante el espejismo salinista y decidió darle al priísmo una segunda oportunidad sobre la tierra.

Hay dos tipos de olvido: uno de ellos es en el que un individuo o sociedad reniega de su experiencia dolorosa y la remite a un inconsciente colectivo o individual, la guardan para no verla y eso genera una enfermedad. Puede emerger en forma de cáncer, torpeza democrática, narcotráfico, violencia. La otra manera, que es la que propongo, es traer del inconsciente esa memoria dolorosa y verla a la cara. Cerrar ese proceso, tomar lo bueno y lo malo, madurar con la experiencia dolorosa y remitirla al olvido, pero un olvido sin impunidad.

¿Este 25 aniversario es un buen pretexto para saldar esa deuda?
La escritura de este ensayo la empecé hace cinco años, al notar que a 20 años del terremoto no existía una reflexión crítica. Ahora es una oportunidad. Y no me parece oportuno, sino necesario, cuantimás viendo cómo están ocurriendo las cosas en el país, que está en medio de otras conmemoraciones de acontecimientos dolorosos que quiere ver como festivos. Por qué no añadir uno que también es doloroso y tiene que ver con nuestro fracaso en la democracia, el fracaso del urbanismo, el colapso eterno de la ciudad de México. Qué mejor que volver a poner sobre la mesa el terremoto del 85.

¿Cómo debiera ser ese “arte del terremoto”?
El arte sólo debe ser fiel a sí mismo, no tener otra responsabilidad. Sin embargo, suele servir o desempeñar un papel que puede ser provechoso para la sociedad. El problema de que no haya registro artístico del terremoto es que fue hipercubierto mediáticamente con crónicas y fotoperiodismo. El arte tiene que ser artificial. Transformar la realidad que está retratando, no comprometerse ni a la información, ni a la denuncia, ni a la transformación inmediata de la sociedad. El arte tiene que hacer que el acontecimiento doloroso particular se convierta en universal, en algo que ocurre todo el tiempo. Una foto del bombardeo del Guernica en 1936 será particularizante, registral, detiene el acontecimiento. Pero un cuadro como El Guernica, de Picasso, extrae del tiempo y la particularidad el arrasamiento del pueblo español y hace que cada vez que veamos el lienzo, veamos el arrasamiento de todos los pueblos.

¿Cómo evitar la sobre exposición en los tiempos del Internet?
Somos ahora, más que nunca, una sociedad de imágenes, de apariencias. Y hemos cometido el error de depositar nuestra fe absoluta en algo que no existe: la objetividad del periodismo. El periodismo, la crónica y la fotografía son producidas por una subjetividad. El hecho retratado nunca va a ser el hecho real, sino la manera en que ha sido visto por alguien. Debemos dejar de tenerle miedo a la subjetividad y no creer que una imagen es la realidad. Mientras estemos conscientes de ello, las imágenes pueden ser conducidas a una lectura crítica.

Lizardi

19/Septiembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

No deja de asombrarme en los festejos del Bicentenario la incapacidad para celebrar nada que no sea la historia de bronce. No he leído una sola mención dedicada a la vida de la Nueva España y a las creaciones del naciente siglo XIX. Salvo el barco de papel de El Diario de México, fundado en 1805 gracias a Jacobo de Villaurrutia y Carlos María de Bustamante, nadie quiso recordar una pizca de la poesía neoclásica que se publicaba precisamente en las páginas de El Diario de México cuando lo dirigió Juan Wenceslao Barquera, no leí en estos días bicentenarios ni una palabra sobre las Gazetas, en fin, sólo cañonazos y loas a la gesta heroica. Pero el mayor asombro radica para mí en el hecho de que ningún periódico le haya dedicado en estos días al menos una semblanza a uno de sus ancestros fundamentales: Lizardi.

El periodismo insurgente fundó las letras de combate de la prensa en México, pero fue Lizardi quien encarnó la figura del primer periodista de la Nueva España. Más que ningún otro escritor de la época, José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) es hijo directo de Cádiz: nueve días después del anuncio oficial de la Constitución aparece el primer número de El Pensador Mexicano. Dos meses después de la proclama, Fernández de Lizardi es encarcelado y la libertad de prensa suprimida.

Ese periodista será fervoroso partidario de un alto oficial criollo, perteneciente a una familia de hacendados, que combatirá y pactará con Vicente Guerrero: Agustín de Iturbide. Luis González y González escribió que la ciudad de México ha tenido siempre debilidad por las entradas triunfales, así Lizardi con las tropas del ejército de las Tres Garantías. En 1825 se le otorgó el grado de capitán, por supuesto de espada virgen, y se le encomendó la dirección de la Gazeta. Las cartas de vida muestran episodios de cárcel, excomunión, miseria, persecuciones y una hazaña que fundó una tradición cultural.

Lizardi escribió una obra vastísima. Entre 1812 y 1827 inventó y escribió nueve periódicos: El Pensador Mexicano (1812-1814), La Alacena de Frioleras (1815-1816), Los Cajoncitos de la Alacena (1815-1816), Las Sombras de Heráclito (1815), El Conductor Eléctrico (1820), El Amigo de la Paz y de la Patria (1822), El Payaso de los Periódicos (1823), El Hermano del Perico que Cantaba la Victoria (1823), El Payo y el Sacristán (1824-1825), Correo Semanario de México (1826-1827). Paralelamente escribió folletos (1811-1826) —Luis González Obregón registra más de 300—, Poesía (1811), Fábulas (1817), teatro y cuatro novelas: El periquillo sarniento (1816), La Quijotita y su prima (1817), Noches tristes y día alegre (1818) y Vida y hechos del famoso caballero Catrín de la Fachenda (aprobada por la censura en 1830 y publicada en 32).

El tejido de esa obra muestra una amplia crónica de la Nueva España: relatos y opiniones del gobierno, de sus leyes, de la ciudad y sus habitantes, de sus malestares, de sus lugares. La prosa narrativa de Lizardi aspira a descubrir la esencia de las costumbres, el mosaico de algo que podría llamarse, en principio, identidad mexicana. El casi inabarcable trabajo periodístico lizardiano puede dividirse en dos etapas que son, a su vez, la evolución política y literaria de Lizardi: una, la que inaugura El Pensador y cierra con los últimos números de Los Cajoncitos de la Alacena. Luego hay un intermedio novelístico. La segunda va de El Conductor Eléctrico al Correo Semanario de México. La primera habla del escritor obsesionado en dos defensas: la libertad de imprenta y la Constitución de Cádiz. Frente a la censura, Lizardi insinúa, se oculta en temas que parecen triviales —la experiencia, la belleza, el egoísmo—. La otra cubre un Lizardi decididamente narrador y un político definido: la Inquisición y la Constitución son los temas centrales.

El mejor de sus periódicos, El Payo y el Sacristán, el más literario, despliega su habilidad para el diálogo, el perfil de tipos populares y costumbres mexicanas, el tema eclesiástico-militar y el advenimiento de la república. Con esta madera esta hecha la proeza cultural de Lizardi.

A muchos observadores de la realidad de nuestros días les resulta difícil entender que cuando las naciones se convulsionan y hay violencia, inseguridad, incluso desconcierto, al mismo tiempo ocurren muchas cosas, creaciones por donde pasa la vida misma. Me explico: mientras Hidalgo encabezaba a la turbamulta enardecida, mientras Morelos realizaba la campaña del sur, Lizardi fundaba el periodismo de México. No hay análisis político o crónica de época que pueda evadirse de esta ley de la historia.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Académicos vs Ensayistas

18/Septiembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

El cambio más dramático en la crítica de nuestro tiempo: los académicos reemplazan a los ensayistas.

El ensayo apuesta conocimiento atípico. El ensayo mexicano nunca tuvo clara esta función como teoría intrépida. (Y sus teóricos no procuraron ser diestros ensayistas). Sus líderes ejercieron el ensayo como paseo y picnic, y los académicos se hicieron de la función explicativa de modo grisáceo.

¿Diferencias? El ensayo conjetura; la academia compara. El ensayo es experimento; la academia, institucionalidad. El ensayo es atrevimiento; la academia, arbitraje. El ensayo postula al individuo; la academia, a los pares. El ensayo orquesta polémica; la academia, respetabilidad.

El académico vence siempre por puntos; el ensayista sólo por knock out.

Las universidades fueron las responsables del giro académico.

En México, el mundo literario resiste el cambio mediante revistas circulantes y aún dentro de las universidades, los escritores defienden lo estético por encima del análisis. Haciéndole mala fama al psicoanálisis, marxismo, Estudios Culturales, feminismo, estructuralismo y descontrucción, los estilistas ganaron horas extras.

El último bastión de los literatos —estilo, amenidad y humor—: lo culinario, lo dominical.

En las ideas, los supuestos ensayistas perdieron la guerra.

Los ensayistas monopolizaron la opinión. Desde Internet, el monopolio terminó. En el presente todos quieren sus 15 posts de opinión.

El académico, en cambio, debido a su aparato de referencias especializadas no es fácilmente imitable. Sustituido incluso por internautas, el ensayista perderá el combate. El académico, a pesar de que analiza, no fabrica conceptos.

Tiene su tiempo contado: es intérprete de otros.

Ya existe más de una generación de escritores academizados. En busca de mejor salario, el crítico se arrodilló ante el pie de página.

En lo doméstico, este cambio —prestad atención— fue propiciado por el sistema universitario norteamericano; es la primera gran intervención extranjera en la literatura mexicana venidera.

El error de origen del ensayo nacional fue su relación desabrida con la filosofía.

Su modelo fue Montaigne: el ensayo como entretenida plática; nunca Bacon: el ensayo como catapulta de inducciones y destrucción de ideas falsas.

Cuando un literato mexicano comenta a Benjamin, celebra sus chucherías, no sus teorías.

La crítica literaria mexicana desaparecerá. Sin nunca haber sido ensayo.

La crítica literaria mexicana quedará detrás de los tiempos —no puede competir con la teoría o la academia internacional—; no es casual que hoy defienda su antigua autoridad de comensal y canon.

En este siglo, el crítico literario se extinguirá.

Un agradecimiento

18/Septiembre/2010
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Estábamos presentando en el Círculo de Bellas Artes un libro de Víctor García de la Concha y en un momento dado la desgana del acto social se me convirtió en emoción secreta y gratitud. El libro, Cinco novelas en clave simbólica, es una lectura muy atenta del modo en que cinco escritores en español se han enfrentado a esa tentación y ese desafío supremo del arte de contar que consiste en resumir el mundo o una parte significativa de él en las páginas de una historia: dar forma al mundo, encerrarlo, y al mismo tiempo expresar su vitalidad y su desorden; contar las cosas como son y a la vez erigir un modelo autosuficiente, un mapa o una maqueta a escala que ofrezca la forma inteligible de una fábula y sugiera las zonas de incertidumbre y de oscuridad de la experiencia verdadera, que son las de los límites del conocimiento. Los autores de dos de esas cinco novelas estábamos en la mesa, flanqueando a García de la Concha: Mario Vargas Llosa y yo. Y al verme sentado allí, la cercanía física me devolvió una conciencia más clara de mi deuda personal con Vargas Llosa y precisamente con la misma novela elegida por García de la Concha, La casa verde. Más que con Cien años de soledad, aunque me gustó tanto cuando la descubrí, y desde luego mucho más que con Volverás a Región, que sinceramente siempre se me quedó muy lejana, tal vez porque ya era lector devoto de William Faulkner cuando encontré a Juan Benet, y porque su huella en español me llegaba mucho más a través de Juan Carlos Onetti. En cuanto a la otra novela, Madera de boj, de Camilo José Cela, la verdad es que no la he leído.

Da un poco de vértigo pensar en el juego de las influencias y las resonancias mediante el cual se va tejiendo un destino, las conexiones invisibles de las que está hecha la vida. En el Círculo de Bellas Artes me acordé del impacto de la primera lectura de Cien años de soledad, pero también comprendí que en mi formación había sido mucho menos decisiva que La casa verde, y que mi idea de lo que es un novelista la había aprendido mucho más de Mario Vargas Llosa que de García Márquez. Mi percepción es probablemente equivocada, pero García Márquez tenía para mí algo de mago o hechicero que iba conjurando las historias como un antiguo narrador oral: era alguien a quien se podía admirar mucho, pero a quien uno no aspiraba a parecerse, en parte porque no sabría aunque lo intentara, en parte también porque en el fondo no lo deseaba. En aquellos años yo era más sensible que ahora a las mitologías de los escritores. La historia de la escritura y la publicación de Cien años de soledad resultaba casi tan fabulosa como la novela misma: el escritor encerrado durante años en una habitación en estado de trance mientras la esposa abnegada lo iba vendiendo o empeñando todo para que comiera la familia, la copia única del manuscrito enviada desde México a Buenos Aires con franqueo insuficiente, y a punto de extraviarse por el camino, el relámpago sobrenatural del éxito, etcétera. A García Márquez lo rodeó desde muy pronto una leyenda, y como todas las figuras legendarias se instaló en una forma de lejanía muy parecida a la de los muy ricos o los muy poderosos, que siempre están algo distraídos cuando uno los ve de cerca, como pensando en otra cosa, como un poco en otra parte.

García Márquez fue desde muy pronto, más que un escritor, un personaje de la literatura. Se hacía fotos descalzo y con un mono de obrero delante de la máquina de escribir, pero más que a trabajar parecía estar disponiéndose a recibir una inspiración de taumaturgo o de médium. Por mucho que dijera que podía pasar una jornada entera dedicada a completar media página, sus historias tenían una torrencialidad de invención inmediata que nos hacían identificar su voz con la de los magníficos narradores orales de su literatura, Francisco el Hombre o el gitano Melquíades.

En Vargas Llosa lo que uno descubría era el tesón diario del trabajo de novelista. Una novela no procedía de una iluminación arrebatada, sino que era el resultado de una construcción cuidadosa y metódica, en la que el escritor actuaba al mismo tiempo como arquitecto y como albañil y cantero, con una perseverancia que tenía algo de dedicación artesanal y de arduo ejercicio de ascetismo. Por la misma época en la que yo leía y releía La casa verde y Conversación en La Catedral examinándolas por dentro para saber cómo estaban hechas -por algún motivo, uno no se hacía esas preguntas con Cien años de soledad- cayó en mis manos un ejemplar de Cuadernos para el Diálogo en el que venía un largo ensayo de Vargas Llosa dedicado a Flaubert y al proceso de escritura de Madame Bovary. Su efecto fue tan poderoso como el de los cuentos de Borges o los de Onetti, o como el de la primera lectura de Absalom, Absalom o Santuario. Recorté aquellas páginas de la revista y las leí no sé cuántas veces, subrayando casi cada frase con aprobación fervorosa. Lo que hacía Vargas Llosa en aquel ensayo que luego se convirtió en uno de sus mejores libros, La orgía perpetua, era estudiar Madame Bovary desde el interior de la conciencia del novelista que la iba escribiendo, sobre todo a través de las cartas de Flaubert a Louise Colet, y trenzar el relato y el análisis con una confesión personal: la del joven escritor, él mismo, que alimenta su vocación de novelista leyendo una novela suprema e identificándose con el tormento, la exasperación, la contumacia solitaria de su héroe.

Había que saber a lo que uno se arriesgaba si elegía ese oficio: el precio de lograr una novela podía ser la propia vida. Flaubert había dedicado cinco años de la suya a Madame Bovary, y más tiempo todavía a La educación sentimental. Escribir sería encerrarse en el cuarto de trabajo como en una celda y no tener nunca asegurado no ya el resultado final, ni siquiera la próxima página, la próxima frase arrancada al vacío del papel con un esfuerzo agotador. Joven y desconocido, extranjero, Vargas Llosa había leído Madame Bovary en un cuarto de hotel barato de París en los años cincuenta. Yo leía su ensayo en una habitación de estudiante en Granada veinte años después. No tenía ninguna perspectiva razonable de convertirme en novelista, pero tampoco él las había tenido a esa misma edad.

Uno escribe los libros y no puede saber el lugar que a veces llegan a ocupar en las vidas de otras personas. Las influencias van modelando el estilo, pero también afectan a veces el curso de la vida. Sentado cerca de Mario Vargas Llosa la otra tarde -él en un extremo de la mesa, yo en el otro, acompañando a Víctor García de la Concha- pensé con gratitud, y lo dije en voz alta, que sin el ejemplo de esos dos libros suyos probablemente yo no estaría allí.

El humor propio

18/Septiembre/2010
Babelia
Fernando Iwasaki

Lo primero que hay que dejar claro desde la primera línea es que el humor -como decía Wenceslao Fernández Flórez- es algo muy serio. Por lo tanto, quienes hacen el humor más de tres veces al día no son ni unos pervertidos ni unas potencias de la naturaleza. De hecho, la melancolía, el pesimismo y la independencia crítica le van mejor al humor que el optimismo, la jovialidad y los compromisos trascendentales.

Es difícil precisar si el humor nace o se hace, pues antes de aprender a reírnos de nosotros mismos -esa fase superior del humorismo, según los marxistas chaplinistas- es necesario comenzar desternillándose de alguien o de algo. ¿Quién no se ha reído de adolescente al contemplar una caída ridícula o un papelón ajeno? No obstante, la epifanía humorística sólo nos traspasa si aprendemos a reírnos después de hacer un papelón o cuando nos viene la risa floja después de pegar un patinazo. Tal es la diferencia que existe entre caerse y "tirarse al suelo", porque si Saulo se hubiera "tirado al suelo", jamás se habría convertido en San Pablo.

Sin embargo, como la finalidad del humorismo no es hacer reír sino hacer pensar, uno prefiere a los apóstoles que predican el humor al prójimo a través de sus cuentos y novelas, aunque valoro más a quienes hacen el humor desde la crónica, el ensayo y las memorias. Chesterton solía decir que la naturaleza del ensayo es la broma y Bertrand Russell confesaba desde el prólogo a una recopilación de sus ensayos: "No quisiera que me tomaran en serio únicamente cuando me pongo solemne". Para la literatura inglesa, Chesterton y Russell fueron genuinos humoristas, pero una mayoría de sus lectores de habla hispana celebra con más entusiasmo las severidades e intransigencias de aquellos maestros de la ironía y la paradoja.

A pesar de Cervantes, el humor en lengua española tiene muy mala prensa, pues innúmeros editores, críticos y lectores confunden la ironía con el chiste y la paradoja con la mala leche. El mismo Borges debería ser considerado un humorista genial, mas no por las malignas injurias que se le atribuyen, sino por haber escrito un ensayo como Arte de injuriar. ¿No es una señal que los dos grandes clásicos de la lengua española -Cervantes y Borges- hayan perfumado sus obras de humor?

No soy partidario de mezclar el ADN y el DNI para dilucidar las claves del humor, aunque existan lugares comunes como el humor inglés, la gracia andaluza y los chistes alemanes. Para mí hay individuos que tienen sentido del humor y otros que simplemente no lo tienen, con independencia del gentilicio que los adorne y dejando claro que tenerlo o no tenerlo no hace ni mejor ni peor a nadie. Por otro lado, hay quienes creen que el sentido del humor consiste en reírse de los demás, pero no toleran que se rían de ellos y jamás se les ha pasado por la cabeza reírse de sí mismos. Estos sujetos caen muy mal y le hacen un flaco favor al humor verdadero, que es el que se ejerce contra uno mismo, tanto si se emplea la primera persona del plural como la del singular. De ahí el inevitable malentendido entre la conciencia y el atlas, responsable de acuñar conceptos tan peregrinos como el "humor judío", cuyo equivalente político podría ser la "democracia cristiana".

Hasta aquí, espero haber dejado claro que una parte de la humanidad considera el humor fundamental y la otra lo considera una funda mental. Por ello me atrevo a sostener que el hombre nace aburrido y la sociedad lo divierte (o lo hunde en la miseria).

Ahora bien, que el humor no tenga o no conceda prestigio literario en nuestra lengua, no quiere decir que no contemos con escritores finísimos y centenares de obras memorables. Sin salir de la literatura española podríamos presumir de Quevedo, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Álvaro Cunqueiro, Julio Camba, Enrique Jardiel Poncela y Wenceslao Fernández Flórez, por no hablar del chileno José Santos González Vera, del argentino Conrado Nalé Roxlo, del peruano Héctor Velarde y sobre todo del mexicano Jorge Ibargüengoitia. Profeso auténtica devoción por Los relámpagos de agosto (1964), una joya del genio de Ibargüengoitia y del humorismo literario, al igual que Tres tristes tigres (1967) del cubano Guillermo Cabrera Infante. Todos los autores citados en la intimidad de este párrafo no sólo eran capaces -como Cervantes y Borges- de hacer el humor en las cómodas residencias de la ficción, sino también en los moteles del artículo, en las pensiones de la memoria, en los aparcamientos de la reseña y hasta en los ascensores del ensayo.

Las listas que siguen recogen los títulos que en mi arbitraria opinión son los mejores libros humorísticos de los últimos tres años. Por lo tanto, si quiero ser consecuente con mi concepción del humor, tengo que incluir obras de ficción y no ficción, pero especialmente libros cuya máxima ambición sea hacernos pensar desde el humor. Como los límites temporales me impiden incluir El miedo a los animales (1995), de Enrique Serna; El fin de la locura (2003), de Jorge Volpi, y Si Sabino viviría (2006), de Ibán Zaldúa, los convoco aquí a manera de modelos de novelas que nos muestran las iniquidades literarias, las modas ideológicas y los nacionalismos cejijuntos a través del cristal del humor. Con todo, a diferencia de la lista de obras traducidas -donde son mayoría los ensayos, memorias y provocaciones autobiográficas-, en castellano las obras seleccionadas se concentran en la ficción, lo que no quiere decir que seamos más imaginativos sino probablemente más pudorosos. Ay, el pudor que tanto hiere nuestro amor propio cuando no provoca nuestra vergüenza ajena.

La vergüenza ajena y el amor propio son dos expresiones escalofriantes de nuestra sensibilidad hispánica, quizá porque consienten una paradójica confusión que escamotea los verdaderos significados de lo "propio" y lo "ajeno". A saber, que el genuino amor es el ajeno y la vergüenza que nos concierne es la propia. ¿Será el exceso de amor propio y el pavor a la vergüenza ajena lo que reprime el humor en las literaturas hispánicas? Desde esa melancólica certeza me atrevo a ponerle algo de humor propio al asunto, pues al fin y al cabo españoles y latinoamericanos publicamos en castellano, y por más intensos y solemnes que tratemos de ser, nuestras ventas siempre serán de risa. Por eso el humor me sirve de autoayuda, para sacar pecho pensando que aunque mis libros no están entre los más vendidos, seguro que al menos están entre los más saldados.

Libros de risa

18/Septiembre/2010
Babelia

No es fácil establecer una frontera entre las obras literarias consideradas serias y aquellas que provocan la carcajada. Cada una cumple su papel, pero cuando seriedad y humor se juntan se convierten en aliados perfectos. La literatura siempre ha demostrado esa armonía, y en lengua española ya lo hizo Miguel de Cervantes con Don Quijote. De libros para reír se hablará en Bilbao en la Primera Semana Internacional de Literatura de Humor y Humor Gráfico. Como antesala, una serie de escritores, cineastas y cómicos repasan la biografía de esa relación entre literatura y humor y recomiendan algunos de sus libros preferidos de todos los tiempos desde la crónica, la novela o la biografía. Las opiniones se acompañan de algunas recomendaciones de lecturas de libros que nos han hecho reír en los últimos dos años.

Daniel Samper Pizano

Humor y literatura... Pero, ¿acaso es que hay mucha literatura sin humor? Desde Homero hasta John Irving y desde Cervantes hasta García Márquez, pasando por Aristófanes, Petronio, Chaucer, Juan Ruiz, Boccaccio, Shakespeare, Quevedo, Rabelais, Sterne, Balzac, Gógol, Wilde, Twain y Borges -sin mencionar Las mil y una noches y mil y un autores más- acudieron al humor para construir su literatura. Sería interminable la lista de escritores a quienes debo sonrisas y risas. Pero nombraré solo a dos: Giovanni Guareschi (1908-1968), autor de El pequeño mundo de don Camilo, y el que considero ya un clásico: el Negro, de Roberto Fontanarrosa (1944-2007).

Daniel Samper (Bogotá, Colombia, 1945) es escritor. Su último libro es Para papá (Espasa), escrito con Jorge Maronna.

Juan Bas

Probablemente la literatura de humor no goza hoy, ni lo ha hecho nunca, de buena salud. Y se valora como narrativa menor por la crítica especializada. Quizá se deba a que se trata de un género difícil en el que es más complicado que en otros conseguir un buen resultado literario. Se publican una mayoría de libros humorísticos mediocres que se limitan a meter los chistes y gags con calzador. El humor en literatura creo que es otra cosa: una manera propia de mirada y de narrar que debe de formar parte del argumento, las tramas y los personajes. Un buen ejemplo, el Quijote. Dos novelas de humor que aprecio: El buscón, de Quevedo, y Ulises, de James Joyce.

Juan Bas (Bilbao, 1959) es escritor. Su último libro es La resaca del amor (Temas de Hoy).

Mayra Santos-Febres

Me desternillo de la risa cada vez que leo algunos ensayos de Chesterton o releo los pasajes del Diario de Adán y Eva de Mark Twain. No lo puedo evitar. En el Diario, Twain traspone la parodia como mera inversión de la realidad. Ilustra el profundo absurdo que es la existencia humana, el hecho de que estamos aquí, nos creemos "reyes de la creación" y en realidad no entendemos un pepino de lo que es la vida; ni hoy, ni mañana ni nunca la entenderemos, ni siquiera entendimos lo que fue en el nacimiento de los tiempos. Que esta vaina está brutal, hermano, y que nadie sabe nada, ni nos llegan las instrucciones de uso. Volviendo a Chesterton, en el ensayo El humor cockney, el humorista inglés dice que solo los humildes pueden reírse de sí mismos, porque el humor es el reconocimiento de las limitaciones propias y de lo efímero que es el tránsito humano por la vida. Y, en Movimiento perpetuo (otro rarísimo texto de uno de mis escritores favoritos, el guatemalteco Augusto Monterroso) se argumenta que las dos máscaras del tímido son la melancolía y el sentido del humor. Y que el ser humano está perdido si se las quitan las dos. En realidad, creo que el humor literario es una subversión y una operación moral. Subvierte los órdenes del mundo y tira al piso las jerarquías que se apoyan en el poder incontestable, es decir, en el miedo.

La risa no respeta a nadie, de ahí su poder y su agudeza.

Mayra Santos-Febres (Carolina, Puerto Rico, 1966) es escritora. Su última obra es Fe en disfraz (Alfaguara).

Andreu Buenafuente

Debo decir, de entrada, que desconfío de los libros que apuntan en sus solapas "la novela tiene un humor corrosivo". Nunca he conseguido estar de acuerdo con el editor o el que escribe eso. ¿Humor? ¿Estamos hablando de ironía, sarcasmo o qué? En los grandes libros (y no tan grandes), siempre hay un personaje, una situación, un enfoque que tiende a desengrasar la tupida maraña literaria de la historia. Pero de ahí a considerarlo humor

...

Dicho esto, el libro que puedo leer veinte veces seguidas y continuar riendo es Sin Noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza. Redondísimo. No sé cuántos habré regalado. También he reído mucho con los libros biográficos de Aznar, todos los ensayos conspiratorios (¡qué imaginación!), los del Papa y la mayoría de los de autoayuda. Diría que me gustan los de monólogos que publico cada año con mi equipo de guionistas, pero me tildarán de egocéntrico. Llevamos 11 y, de momento, nadie se ha quejado.

Andreu Buenafuente (Reus, Tarragona 1965) es cómico. En la actualidad dirige y presenta el programa Buenafuente en La Sexta.

David Safier

Yo siempre prefiero el humor. Comparemos las obras dramáticas y las humorísticas a lo largo de los años. En el lado del drama tenemos, por ejemplo, a William Shakespeare, Franz Kafka y David Foster Wallace. En el del humor destacamos a Jonathan Swift, Woody Allen y... de nuevo William Shakespeare. Todos estos nombres nos dan una brillante imagen sobre la condición humana, sobre los defectos humanos y qué es lo que de verdad nos hace humanos. Pero en el humor no solo da esa perspectiva, sino que hace reír y eso es un valor adicional. Los llamados intelectuales prefieren las obras dramáticas que excluyen a muchos lectores, porque son bastante complicadas (intenten leer La broma infinita, de Wallace). Y encima le añade el valor de que estos intelectuales se creen parte de una élite, la única capaz de creer que pueden conseguir la brillantez. Sin embargo, yo prefiero reírme antes de pertenecer a una élite.

Como recomendación lectora yo sugiero los magníficos relatos de Woody Allen Without Feathers (Sin plumas) y Side Effects (Perfiles).

David Safier (Bremen, Alemania, 1966) es autor de El maldito carma. En octubre publicará Jesús me quiere.

Jorge Maronna

Es difícil establecer una frontera precisa entre la literatura seria y la humorística. Abundan los libros escritos con humor que no caen en la desprestigiada categoría de "libros de humor". Además de los célebres ejemplos de Cervantes, Rabelais o Voltaire, pienso en los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, Las Cosmicómicas de Italo Calvino y ciertos cuentos de Augusto Monterroso. Si se trata de humoristas propiamente dichos, mis favoritos son Woody Allen, Roberto Fontanarrosa, Daniel Samper Pizano y César Bruto (Carlos Warnes). Y también disfruté mucho con La tournée de Dios, de Enrique Jardiel Poncela; El pequeño Nicolás, de René Goscinny, y Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza.

Jorge Maronna (Bahía Blanca, Argentina, 1948) es integrante del grupo musical Les Luthiers.

José Luis García Sánchez

¿Humor y literatura? Pues no sé. Si es cierto que el humor es la más acabada invención del lenguaje humano, aquello que multiplica el significado de las palabras, que enriquece el tono de las frases, el gran recurso expresivo, el antídoto del dogma, pues ¿qué autor o qué libro elegir? Kafka es puro humor, como lo es Cervantes... Humor es el Arcipreste y Machado, Valle y Voltaire... Y Sade... García Márquez, Chéjov... Serrat y Sabina

...

O sea, toda la literatura (buena o mala) es humor (malo o bueno). Quizá no tanto, pero lo que sí es cierto es que todos los libros se pueden leer humorísticamente. Aconsejo al posible lector que se coloque los lentes del humor para leer la Biblia. Incluso la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

¿Y un libro? Los muertos no se tocan, nene. Del más humorista de mis amigos, o del más amigo de mis humoristas, Rafael Azcona.

José Luis García Sánchez (Salamanca, 1941) es director de cine. Su último trabajo es el documental Por la gracia de Luis. Su próximo estreno será Don Mendo Rock, ¿la venganza?

Rosa Beltrán

Las obras maestras donde el humor campea usualmente parten de una carencia, de una tragedia o una imposibilidad. Almas muertas, de Nikolái Gógol; La metamorfosis, de Kafka; Catch 22, de Joseph Heller; Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia.

En ellas el humor es un seguro de vida porque nos recuerda que pese a las desgracias, la vida continúa. No nuestra vida, sino La Vida. Podríamos pensar que esto no nos importa y quizá tendríamos razón. Pero algo es algo.

El humor va ligado a la tragedia y no, como se piensa, a la comedia. Porque tenemos un cuerpo frágil, porque sabemos que hay más reveses que momentos felices es que existe el humor. ¿De qué nos reímos ante el hidalgo de la triste figura azotado por las aspas del molino que confunde con un gigante? ¿De su confusión? O de la con-fusión de circunstancias: un deseo abatido por una realidad que nos es adversa. Es decir, nos reímos de la disparidad entre lo que imaginamos y lo que ocurre, pero solo porque esa disparidad va acompañada de los golpes, de la injusticia y por supuesto, de la triste figura. El humor, como la vida, encierra el misterio más profundo y la mayor paradoja pues para salvarnos a través de la risa antes hay que sufrir. O dicho de otro modo: porque sufrimos, es que podemos salvarnos a través de la risa.

Rosa Beltrán (Ciudad de México, 1960) es escritora. Su última obra es Alta fidelidad (Alfaguara).

Hernán Casciari

Cuando murió Fontanarrosa, en 2007, logró convertirse en uno de los grandes escritores argentinos junto a Cortázar, Arlt, Castillo, etcétera. Antes era un excelente humorista gráfico que publicaba viñetas y que, por afición, escribía. Tuvo que dejar de publicar viñetas para ser un escritor de verdad. Tuvo que dejar de hacerse el gracioso para que sus novelas y sus cuentos traspasaran las fronteras intelectuales. A Borges y a Cela les pasó lo contrario: sus muchos libros nos impidieron comprender que eran, principalmente, grandísimos humoristas. Mis libros de humor preferidos son las obras completas de Borges, de Cela y de Fontanarrosa.

Hernán Casciari (Buenos Aires, Argentina, 1971) es escritor. Su última obra es El nuevo paraíso de los tontos (Plaza & Janés).

Shalom Auslander

Si uno va a escribir un libro de "humor", lo primero que tiene que hacer es estar seguro de que no es una diversión tópica. Si es así, no lo podemos llamar "humor", que es al menos algo respetable; lo podemos denominar "divertido" que no es para nada respetable. Si eres judío serás llamado cool; si eres británico "ingenioso" y si eres negro no te llamarán nada porque ningún blanco lo leerá. Si uno intenta de manera decidida y hace algo completamente aburrido, entonces lo llamarán "humor intelectual" y así ganarás un premio, hablarán de ti en la prensa, pero nadie de ningún color te leerá. El libro más divertido de todos los tiempos es, en mi opinión, Candide, de Voltaire, que para muchos críticos no es un gran libro porque solo tiene 150 páginas. Lo que es por supuesto jodidamente hilarante.

Shalom Auslander (Nueva York, Estados Unidos, 1970) es escritor. Su última obra es Lamentaciones de un prepucio (Blackie Books).


Matices del humor

Por Francisco Rico

De la ironía más elegante a la sal más gorda, el Quijote contiene "una carga de risa" (I, pról.) y una inacabable variedad en los matices del humor. Valgan tres citas. "Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha" (I, 9). Maritornes había prometido al arriero que, "estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase; y cuéntase de esta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga" (I, 16). Teresa Panza escribe a Sancho noticias de la aldea: "La fuente de la plaza se secó, un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas" (II, 52).

Podemos estar seguros de que los contemporáneos de Cervantes se divertían tanto como nosotros con esos pasajes y otros incontables momentos de la novela. Pero tampoco nos quepa duda de que la atención del autor y el favor de los lectores se los llevaban sobre todo los aspectos que hoy nos parecen más burdos: la figura grotesca del hidalgo, "la flaqueza de Rocinante", las ridículas confusiones de molinos con gigantes, las pedradas y los palos, las bromas y los chistes fabricados adrede... Las sensibilidades han cambiado (un loco era entonces, sin más, un objeto de hilaridad), y han cambiado, aunque no nos demos cuenta, los géneros literarios y los códigos interpretativos.

Don Quijote y el cabrero se aporrean hasta acabar "lleno de sangre el rostro", y Sancho "molido a coces", mientras los espectadores "reventaban de risa" y "saltaban de gozo" (I, 52). Heine, Azorín y muchos críticos modernos se han llamado a escándalo. Pero ¿no es cierto que en las viejas películas de slapstick nos desternillamos con los platos rotos, las tartas en las narices y los bofetones? Pues las gentes de otro tiempo acogían esas escenas del Quijote como nosotros los porrazos del guiñol y los golpes portentosos de los dibujos animados: como "farsa convenida", sabiendo que no se les aplican las mismas normas que a la realidad.

En Cervantes hay siempre una mirada que ve más allá de las convenciones de época y llega hasta lo hondo de una cordial, perdurable humanidad. Las bufonadas que en el palacio de los duques se maquinan para reírse a costa de caballero y escudero son tan artificiosas, tan trabajadas, que hasta el propio novelista muestra reparos: "no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos" (II, 62). Pero Cervantes despliega un exquisito interés en que don Quijote no se sienta herido ni por el menor detalle, y hace que esas chacotas crueles o desconsideradas le den la mayor alegría de todas sus peripecias: "aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mismo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos" (II, 31). Nada hay en el Quijote sin vuelta de hoja. Ni las risas ni las veras.


Carcajadas en la literatura

Para hacer el humor con nuestra lengua

José Esteban: El epigrama español, una antología. Espuela de Plata, 2008.

Juan Villoro: Los culpables. Anagrama, 2008.

Jorge Ibargüengoitia: Revolución en el jardín. Reino de Redonda, 2008.

Marcelo Birmajer: Historia de una mujer. Seix Barral, 2008.

Kalman Barsy: Los veinticuatro días. Pre-Textos, 2009.

Manuel Vilas: Aire nuestro. Alfaguara, 2009.

Ignacio Padilla: La vida íntima de los encendedores. Páginas de Espuma, 2009.

Pola Oloixarac: Las teorías salvajes. Alpha Decay, 2010.

Guillermo Cabrera Infante: Cuerpos divinos. Galaxia Gutenberg, 2010.

Felipe Benítez Reyes: Formulaciones tautológicas, Zut, 2010

Para hacer el humor con otras lenguas

Hilary Mantel: Tras la sombra. Global Rhythm, 2007.

G. K. Chesterton: La superstición del divorcio. Los Papeles del Sitio, 2008.

Eça de Queiros: El conde de Abraños. Espuela de Plata, 2008.

S. Ortoli & M. Eltchaninoff: Manual de supervivencia en cenas urbanas. Salamandra, 2008.

Yasutaka Tsutsui: Hombres salmonela en el planeta porno. Atalanta, 2008.

Dan Lungu: Soy un vejestorio comunista. Pre-Textos, 2009.

Thomas Bernhard: Mis premios. Alianza, 2009.

Julian Barnes: Nada que temer. Anagrama, 2010.

Mark Twain: Cuentos humorísticos. Navona, 2010.

J. M. Coetzee: Verano. Mondadori, 2010.

Selección de F. Iwasaki