sábado, 31 de mayo de 2014

La legión extranjera

31/Mayo/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

En la fuga de cerebros dentro del ámbito artístico y cultural de nuestro país confluyen múltiples factores: la falta de empleo bien remunerado, un mejor desarrollo académico, la búsqueda de alternativas para crear sin el apoyo de las becas, el crecimiento intelectual mediante la investigación o la docencia o tan solo una perspectiva sólida para trazar un proyecto de vida. El siguiente ensayo explora esas realidades


La imagen que muchos lectores tienen del escritor mexicano en la academia estadunidense proviene de Ciudades desiertas, la campus novel que José Agustín dedicó a principios de los años ochenta al shock cultural experimentado por los latinoamericanos cuando eran invitados a los programas de escritura en lugares como Iowa. Esta idea de la academia estadunidense como moridero —que el chileno José Donoso consolidó una década después de Agustín en su libro Donde van a morir los elefantes— no representa del todo la experiencia que muchos escritores mexicanos han tenido en la academia estadunidense. En años recientes, una cantidad considerable de escritores, incluidos varios consagrados como figuras centrales de la literatura mexicana actual, han optado por dejar el país, para ingresar a programas doctorales o para trabajar como profesores e investigadores en universidades a lo largo y ancho de Estados Unidos. El fenómeno no es nuevo: baste recordar las visitas de Octavio Paz a Harvard y a la University of Texas en Austin, el tiempo que pasó Carlos Fuentes en Brown, o el hecho de que Gustavo Sáinz fue profesor de la Indiana University, mientras que Jorge Aguilar Mora y José Emilio Pacheco enseñaron en la University of Maryland.
En estos días, se observa un incremento en el número de escritores que han decidido fincarse en posiciones de profesor en distintas universidades estadunidenses, así como el cada vez más copioso flujo de jóvenes escritores a programas doctorales en humanidades. Los profesorados en departamentos y programas de literatura latinoamericana incluyen a un grupo de escritores consolidados: Cristina Rivera Garza (UC-San Diego), Jacobo Sefamí (UC-Irvine), Pedro Ángel Palou (Tufts), José Ramón Ruisánchez (Houston), Eloy Urroz (Citadel), Ricardo Chávez Castañeda (Middlebury), Yuri Herrera (Tulane), Oswaldo Zavala (CUNY) y Fernando Fabio Sánchez (Cal-Poly), entre otros. También varios escritores jóvenes, autores ya de una obra considerable, estudian en estos momentos en programas doctorales: Humberto Beck (Princeton), Valeria Luiselli (Columbia), Brenda Lozano (NYU), Rafael Lemus, Kelly A. K. (ambos en CUNY), Heriberto Yépez (Berkeley), Román Luján (UCLA), Gaëlle Le Calvez (Indiana), por nombrar solo a unos cuantos. Estos escritores son parte de una distinguida nómina de escritores latinoamericanos que están en la academia estadunidense, como Edmundo Paz Soldán, profesor en Cornell; Ricardo Piglia, quien enseñó muchos años en Princeton; o jóvenes como el peruano Carlos Yushimito y el boliviano Sebastián Antezana, que son estudiantes doctorales. También tenemos hoy en día muchas obras importantes de la literatura mexicana que han nacido a partir de la experiencia intelectual y personal de sus autores en Estados Unidos. Nada cruel de José Ramón Ruisánchez e Hipotermia de Álvaro Enrigue provienen de su experiencia como estudiantes; Fricción de Eloy Urroz de sus experiencias como profesor y Los ingrávidos de Valeria Luiselli de su vida en Nueva York. Incluso los requisitos académicos de los posgrados han resultado en obras sustantivas: Nadie me verá llorar y La Castañeda nacieron de la tesis doctoral de Cristina Rivera Garza, Valiente clase media de Enrigue fue su tesis doctoral en Maryland, al igual que Historias que regresan de Ruisánchez. Las dos primeras novelas de Yuri Herrera, Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, nacieron respectivamente de su maestría en escritura en El Paso y de su tesis doctoral en Berkeley.
En un cuestionario que distribuí entre algunos escritores mexicanos, pueden encontrarse distintos razonamientos detrás de la salida de cada uno de ellos del país. Para Brenda Lozano, por ejemplo, fue una cuestión de cambiar de aires y de encontrar un espacio para enfocarse en la literatura, además de que la ubicación de su posgrado en Nueva York le permite participar de una vida cultural distinta. Otros escritores decidieron emigrar como resultado de los vaivenes económicos. Eloy Urroz recuenta: “No tenía idea de que me quedaría en Estados Unidos cuando solicité una beca para estudiar el posgrado en Los Ángeles en 1995. Mi plan original y único era atravesar el vendaval que sufría México ese invierno negro de 1994-95. Ya luego, volvería a mi país… Pero no fue así; al contrario: las cosas se fueron perfilando para que, al final, terminara por hacer de Estados Unidos mi segundo nuevo hogar”. En el caso de Urroz, su llegada se debió a la necesidad de buscar nuevos horizontes como resultado del “error de diciembre”, pero el tiempo de estancia en el doctorado lo condujo a fincar raíces en Estados Unidos, al grado de que sus dos hijos nacieron ahí. Cristina Rivera Garza plantea una idea similar, cuando rememora su salida de México para estudiar un doctorado en historia en Estados Unidos: “A mediados de los ochenta el futuro se había agotado en México”. Otros, como Fernando Fabio Sánchez, emigraron debido a la sensación de haber alcanzado un techo profesional. Tras iniciar una carrera como periodista en lo que ahora es Milenio Diario Laguna, Sánchez concluyó que “si deseaba abrir mi carrera a otro nivel, debía mudarme a la Ciudad de México o a Estados Unidos”, y, por conexiones familiares en California, optó por lo segundo, para después ingresar al programa de literatura en la University of Colorado-Boulder.
Incluso con el golpe que la crisis de 2008 dio a las instituciones universitarias, en Estados Unidos hay condiciones económicas y de trabajo que en muchas ocasiones superan las ofrecidas por México. En México, vivir de la escritura depende de la constante búsqueda de posibles combinaciones entre sueldos magros, freelance (considerando lo mucho que tardan los pagos y las complicaciones del SAT) y becas del FONCA, así como de condiciones laborales efímeras o precarias. En cambio, una beca promedio en un programa doctoral estadunidense ofrece el pago completo de colegiatura y un salario entre quince y treinta mil dólares anuales, monto en muchos casos superior a las percepciones salariales de un joven mexicano titulado en literatura. Este salario y la posibilidad de ingresar sin maestría los vuelve muy atractivos para recién graduados que enfrentan el terrible mercado laboral mexicano de nuestros días y para aquellos que, al cumplir 35 años y no encontrar una base laboral permanente, deciden reiniciar su carrera en Estados Unidos. Una vez completado el doctorado (o, en el caso de personas como Pedro Ángel Palou o Sara Poot–Herrera, que ya tenían una carrera establecida en México), resulta mucho más fácil —aun con las dificultades creadas por los problemas económicos de 2008— acceder a una plaza permanente en la academia estadunidense que en las universidades mexicanas. La búsqueda de trabajo se hace a partir de una lista centralizada que se publica cada septiembre, y las distintas posiciones están abiertas a solicitudes de cualquiera que esté calificado para ellas. Aunque el sistema no es del todo meritocrático, es mucho más transparente que los concursos de oposición en México. Además, los sueldos académicos estadunidenses (que comienzan en alrededor de 50 a 60 mil dólares al año y pueden llegar hasta a 100 o 120 mil dependiendo del rango) permiten una vida razonable de clase media y no requieren la búsqueda constante de estímulos y subsidios externos como en México, donde los académicos necesitan suplementar sus bajos sueldos con apoyos del SNI o el FONCA.
Más allá de las cuestiones económicas, muchos de los escritores mexicanos que han emigrado han encontrado condiciones intelectuales favorables que les han permitido superar limitaciones propias de un campo literario altamente institucionalizado, o que, al menos, les han dado acceso a nuevo cánones y el tiempo para leerlos. Al liberarse de la necesidad de tener tres o cuatro trabajos para sobrevivir, muchos de estos escritores han encontrado tiempo para leer y escribir con mayor intensidad que en México. Gaëlle Le Calvez lo pone así: “El contexto universitario de Indiana me da marcos teóricos, acceso a una red de bibliotecas ilimitada y la infraestructura económica para hacerlo. Pierdes el estar en una ciudad donde siempre está pasando algo, metida en la intensa vida cultural que hay en México pero, a la vez, estando lejos se puede estar mejor enfocado”.
El trato intelectual que han obtenido muchos escritores se ha constituido en perder el dinamismo cultural que otorga la vida literaria mexicana, particularmente para aquellos que vivieron en el DF, a cambio de un horizonte ampliado de debates teóricos y lecturas literarias, así como una infraestructura de acceso sin igual a libros y otras publicaciones a través de una red de bibliotecas sin paralelo. Rafael Lemus describe el cambio paradigmático que un escritor mexicano puede experimentar al mudarse a Estados Unidos: “Atrás quedan los libros y autores que uno leía y relamía y acá se topa con otras referencias, muy marginales o de plano inexistentes en el campo cultural mexicano. En primera instancia: las obras críticas producidas dentro de los propios departamentos de estudios hispanoamericanos, tan desdeñadas en México y, de pronto, tan potentes y esclarecedoras. Luego: un montón de textos literarios —digamos: escritos por “subalternos”— que solo se vuelven visibles en un entorno previamente trabajado por los estudios culturales. Finalmente, uno se topa, o se estrella, con la teoría. No esa ‘teoría literaria’ —estructuralista, formalista, cincuentera— contra la que se baten en México tantos trasnochados humanistas. Más bien esa teoría crítica que, combinando una y otra y otra vez los espectros de Marx y Nietzsche y Freud, sacude los preceptos del humanismo liberal y se disgrega un segundo después en distintas y encontradas perspectivas (derridianas, biopolíticas, postmarxistas…)”.
La academia estadunidense otorga a algunos escritores la ruptura con muchos prejuicios que aún colonizan la mentalidad mexicana (como el desdén a “la teoría”, en muchos casos basado en un desconocimiento de las corrientes teóricas actuales, o el uso de los términos “académico” o “profesor” como descalificaciones) y la posibilidad de pensar la literatura desde parámetros filosóficos e ideológicos incompatibles con las líneas humanistas y liberales que rigen todavía mucho del quehacer literario mexicano. Por supuesto, habría que decir que hay formas problemáticas de ejercer la teoría, porque la línea entre el concepto teórico y la jerga indescifrable puede ser tenue, pero muchos de los escritores que han migrado a Estados Unidos —como Yépez, Rivera Garza, Román Luján o Yuri Herrera— han encontrado en distintas tradiciones teóricas lenguajes para su obra que no hubieran sido posibles desde los parámetros impuestos por las instituciones literarias mexicanas.
Uno de los puntos de mayor crítica a la academia estadunidense consiste en las limitaciones intelectuales de la llamada “corrección política”. Pedro Ángel Palou, uno de los más escépticos respecto a lo que otorga la academia estadunidense, reconoce que en México se gana “treinta por ciento de lo que se gana acá” pero no está convencido de que haya una ganancia intelectual. Entre las razones que aduce se encuentra la “neutralidad de lo políticamente correcto” que entiende como una forma de censura ya que “hace que los profesores tengamos que cuidarnos, muchas veces, de lo que podemos decir en el aula”. La corrección política es uno de los fenómenos de la vida cultural estadunidense que se entiende particularmente mal en México, debido a que solo se enfatiza este lado negativo. Pero, por otro lado, la corrección política emergió como resultado del ingreso de las mujeres y las minorías étnicas y sociales a los contextos intelectuales a raíz de los movimientos de derechos civiles de los años sesenta y setenta. No debemos olvidar que el feminismo y los estudios de género, por ejemplo, han provisto un lenguaje de inclusión que a veces cae en la corrección política, pero también han sido fundamentales en la lucha contra el machismo que, incluso hoy, considera que las mujeres no son igualmente dignas de ser leídas, o que privilegia, como sucede en muchas instituciones, el desarrollo académico de los hombres sobre el de las mujeres. En cierto sentido, podría decirse que las limitaciones discursivas que señala Palou son consecuencia del hecho de que la academia estadunidense es más inclusiva en términos de género, clase y etnicidad. Cristina Rivera Garza, por ejemplo, apunta: “es mucho más sencillo ser una mujer intelectual en la academia estadunidense que en México. No es perfecto (no voy a decir yo aquí que las diferencias de género no existen en la academia gringa, válgame), pero es en definitiva mucho más sencillo. También me parece que la participación en la academia gringa está menos limitada a los pequeños grupos de la elite cultural mexicana, permitiendo que miembros de distintas clases y de distintos orígenes geográficos ocupen puestos que son en verdad competidos a nivel nacional y, con frecuencia, internacional”. Rivera Garza hace eco de la experiencia de muchos que hemos venido a la academia estadunidense, que por razones de género, clase o procedencia geográfica no pudimos acceder a la elite cultural mexicana y encontramos en Estados Unidos un sistema que, sin ser perfecto, es mucho más meritocrático que el de nuestro país. Incluso abre una invitación: “yo les recomiendo especialmente a los que no son parte de la alta burguesía mexicana, a los que no tienen padrinos o grupos de incondicionales, a los que quieren seguir leyendo como salvajes, a los que toman como responsabilidad propia el cuidado de sí y el de su familia, a los que precian su autonomía por sobre todas las cosas del mundo, que vengan a la academia. Harán de nuestras conversaciones algo, sin duda, más interesante”. Rivera Garza, como muchos de los emigrantes, considera que la academia estadunidense, pese a sus bemoles, es un espacio que permite una vida intelectual a aquellos que buscan en la profesión literaria una combinación de libertad económica y libertad intelectual.
Jacobo Sefamí, uno de los escritores que llevan más tiempo en Estados Unidos, reconoce que “cruzar fronteras fue, en mi caso, fundamental para escribir (es el caso de mi novela Los dolientes)”. Más aún, Sefamí, como muchos otros escritores mexicanos, ha encontrado una muy importante red intelectual en Estados Unidos, en su caso de poetas y lectores de poesía que constituyen uno de los núcleos más productivos e intensos de la escritura literaria latinoamericana. Entre los autores cercanos a Sefamí están figuras como el cubano José Kozer y el uruguayo Roberto Echavarren, a quienes conoció en Nueva York, y con quienes editó la fundamental antología Medusario, hasta la fecha la colección más importante de poesía neobarroca latinoamericana.
Todos los casos que he citado hasta aquí hacen ver que la legión extranjera no es un grupo de simples transterrados, sino un conjunto diverso de autores que, desde su posición externa, ha contribuido de manera importante al desarrollo y la transformación de la literatura latinoamericana actual. Es una pluralidad de autores que escribe y piensa desde marcos referenciales distintos, que rompe con muchas lógicas inherentes al campo literario mexicano y que ocupan posiciones nodales en nuevas redes intelectuales latinoamericanas, que encuentran en la academia estadunidense un espacio de encuentro continental que no se veía, quizá, desde el auge de la Casa de las Américas en los años sesenta. Las repercusiones que estos autores tendrán en el futuro siguen en desarrollo, pero queda claro que esta legión extranjera está cambiando de manera decisiva el panorama intelectual y literario de México.
 

Dormir en tierra. El lenguaje de nadie.

31/Mayo/2014
Laberinto
Juan Vicente Melo

Escrito y publicado en 1960, este texto, que nunca antes se había recogido en volumen alguno, forma parte de La vida verdadera, una breve antología con el sello del Instituto Literario de Veracruz, de carácter celebratorio y no menos esencial para comprender la visión desgarrada de José Revueltas


Primero es una especie de caos: el asunto esencial de la historia y aquellos otros motivos y con- secuencias —ramas paralelas y hermanas— que con él se gestan, el ritmo (ese ritmo que tiene la prosa de José Revueltas, progresivamente sostenido, a veces incisivo y cortante, interrumpido siempre por un momento imprevisto, un ritmo no del todo ajeno a aquellos “pujantes, dinámicos, táctiles, visuales” de su hermano Silvestre, el músico admirable; ritmo, en suma, eminentemente musical), los colores, y la palabra —la palabra enlutada, aterradora en su ácida verdad, en su grandeza miserable, en esa muerte que lleva encima como signo único de vida— danzan y combaten por hacerse ver y oír —por nacer— en un universo de tinieblas, en un mundo que se va formando y afinando, múltiple y diverso y disonante, mundo de muerte y desastre en el que todo, sin embargo, apenas comienza. 

Colores y personajes, asuntos y ritmos, y las palabras —vivientes mientras no son dichas— son como piedras calcinantes e hirientes que ordenan y organizan el terrenal edificio que Dios ha construido fuera de las po- sibilidades del hombre, la inhumana habitación en que todo intento de comunicación —es decir de vida— resulta inútil, imposible. De pronto la luz se hace (una luz mortecina y lúgubre) y aquel caos inicial se disuelve —hacia delante, hacia atrás— y las criaturas arrancadas del momento límite en que José Revueltas las sorprende, se ponen a vivir frenéticamente, trastornándose en la situación vital que supone su existencia en la particular historia que nos es contada, destruyéndose antes de cumplir su más inmediata y elemental función, su objetivo primero y último, su definitiva razón de ser: el milagro —poder y gloria— de la comunicación. Cada uno de los ocho cuentos de José Revueltas incluidos en Dormir en tierra (decimosexto volumen de Ficción, colección de la Universidad Veracruzana al cuidado de Sergio Galindo) nos revela que la condición esencial del ser humano reside en la soledad, en la absoluta, profunda, total imposibilidad de comunicación. “Lenguaje de nadie”, las palabras mueren al vivir, son la muerte misma, la invencible frontera que separa a los hombres. Amputadas, las criaturas de Revueltas arrastran el minuto voraz, el fuego impotente de su soledad que contamina todo lo que toca. No el anhelo de la muerte sino el silencioso incendio preside sus nombres y figuras; no la resignación sino el derrumbe, lento y total, de toda esperanza de vida verdadera. La rebelión es inútil porque la mudez ha aniquilado la tierra consistente de su razón. En ese mundo en que la magia es inadmisible, se mueven suspendidas en un tiempo sin sueño que corre en el vacío; dominadas, manejadas por el sexo, por un insaciable apetito carnal, regresan al caos primero, intentando la última y fatal comunicación que solo se cumple en el completo abandono de toda palabra: en la muerte.

(Los escritores de la más reciente generación veían a José Revueltas como un escritor “que fue”. La indiferencia y el silencio acompañaban a los jóvenes lectores respecto de su figura, y los críticos -en considerable desventaja con respecto al talento de los primeros y a la asiduidad de los segundos- aprendieron a reverenciar como letra muerta al ejemplar autor de El luto humano, Los días terrenales y Dios en la tierra, distraído, pervertido o esterilizado por las películas pomposas de Roberto Gavaldón. Con envidiable lucidez y con una calidad crítica poco común en nuestro medio, José de la Colina ha puesto en claro, otorgándoles su justo valor, las virtudes literarias, el fondo, la forma y el trasfondo de los cuentos de José Revueltas en quien ve, luminosamente, el camino que deben seguir los jóvenes escritores mexicanos. Dueño, paradójicamente, de un lenguaje propio y profundamente comunicativo, Revueltas ha logrado con Dormir en tierra, el mejor libro de cuentos escrito en México en los últimos años).
 
Este volumen presta espléndido material para estudiar ese mundo tajado que separa a los hombres, cuarto cerrado en el que el moribundo traspasa, como “planeta de fuego, dios furioso sin límites”, el círculo lloroso de “ese mar de los cuatro seres de su carne y de su sangre que lo rodeaban como una túnica, mortaja humana incomprensible”, es- perando su palabra, la impronunciable, “el último signo de vida” que, reconfortante y luminoso a la vez, dé testimonio de esa envoltura terrenal. Y si en ese cuento —“La frontera increíble”— única- mente el moribundo comprende que la patria, el territorio, la habitación de los todavía vivientes está limitada por la palabra, en “La palabra sagrada”, el admirable relato que inicia el libro, se logra esa comunicación mediante la única que es justa, la que marca, indeleble, a toda mujer. Mas también esos dos cuentos nos advierten de la absurda y grotesca escena en que transcurren sus torpes relaciones: el cuarto cerrado del moribundo que es una prolongación de la infantil habitación en la que Alicia toma conciencia de su ser. Y en ambos vemos también cómo sus acciones y palabras son consecuencia de sucedidos anteriores que se hermanan con los propios, que los esclarecen y justifican. (Recuérdense los accesos histéricos de Alicia y los gemidos de la tía Enedina; las úl- timas palabras de Cristo en la cruz y el tránsito del moribundo anónimo en la oral circuncisión de vinagre.) El silencio tenso, poblado de ruidos casi fantasmagóricos, que inunda por los cua- tro costados a los personajes de “Los hombres en el pantano”, se vuelve, en “Lo que solo uno escucha”, melodías que no serán escritas, inútil trascendencia de un violinista agonizante. Y esa guerra inhumana, a veces salvada por telegráficos signos de comprensión, terminará en la muerte ridícula (“El lenguaje de nadie”), en la anónima consumación del amor (“Noche de Epifanía”), en la oreja arrancada por la boca furiosa del niño que no distingue dónde está la muerte y la vida, desesperada mordida que intuye la impotencia auditiva (“Dormir en tierra”). La muerte total de “La frontera increíble” es idéntica a aquella, transitoria, que experimenta el contramaestre al dormir, por única vez, en tierra con la mujer acuática y a aquella otra, no menos transitoria, del mismo contramaestre en el mar despoblado de signos humanos.

Escrito con pasión, Dormir en tierra devuelve a la literatura mexicana a José Revueltas. Y lo devuelve con vigor, íntegramente. De él se puede decir, con auténtica justicia, que es un escritor viviente. 
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Juan Vicente Melo (Veracruz, 1 de marzo de 1932–9 de febrero de 1996) formó parte de la “Generación del Medio Siglo”, integrada también por Juan García Ponce, José de la Colina, Inés Arredondo, José Emilio Pacheco, Tomás Segovia, Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, Vicente Leñero, Sergio Pitol, Eduardo Lizalde, Gabriel Zaid y Huberto Batis.

Médico, escritor y crítico musical, fue colaborador de la Revista de la Universidad de México, la Revista Mexicana de Literatura, México en la Cultura y La Cultura en México, entre otras publicaciones. Sus obras comprenden las novelas La obediencia nocturna (1969) y La rueca
de Onfalia (1996), y los volúmenes de relatos La noche alucinada (1956), Los muros enemigos (1962), Fin de semana (1964) y El agua cae en otra fuente (1985).
 

domingo, 25 de mayo de 2014

Semiótica de la barbarie Una nota sobre Carlos Monsiváis

25/Mayo/2014
Jornada Semanal
Carlos Oliva Mendoza

El mes de diciembre de 2009, en el número 1730 de la revista Proceso, Carlos Monsiváis publicó un artículo llamado “Semiótica bárbara”. En aquel texto, uno de los últimos que publicara Monsiváis, indica la relación entre las nuevas formas de la semiología y las tecnologías contemporáneas de comunicación. De hecho, lo que señala es la subordinación de la semiótica, y bien podríamos señalar lo mismo de la semántica, ante las industrias de comunicación. “¿Qué hubo antes del impacto mediático?”, se pregunta Monsiváis, y responde: “Muy probablemente la historia registra los actos políticos, las confrontaciones ideológicas, las grandes movilizaciones sociales, incluso los golpes de Estado y las revoluciones. Pero todo eso parece quedar atrás. Hoy el eje de la política y de la vida social es el impacto mediático, una mezcla de repercusión publicitaria, noticia que puede llegar a todos los hogares y abuso visual de movimientos, tragedias y catástrofes. El gobierno mexicano es un devoto del impacto mediático pero no está solo, también practican ese culto paramesiánico la delincuencia organizada y las instituciones y los organismos que puedan.”
La nota de Monsiváis tiene como espectro semiológico –como escenario de sentido– la cacería que realizó la Marina mexicana de uno de los jefes de los cárteles del tráfico de droga en México, Arturo Beltrán Leyva; Monsiváis toma ese caso paradigmático y otros para tratar de mostrar la semiótica de la barbarie en México. “Tras la divulgación –continúa el escritor–, de las fotos de Beltrán Leyva sobreviene el reparto de la inocencia. Todos se deslindan, sin siquiera insinuar que las fotos ‘fueron tomadas en otro contexto’. Los funcionarios de Gobernación, la PGR, el Semefo de Morelos y la Secretaría de Marina tartamudean ante el temor de asumir responsabilidades. Por lo oído y leído, nadie manejó el montaje del cadáver de Arturo Beltrán Leyva. Semiótica sangrienta, semiología de borrón e imagen nueva.”
De esta forma la semiótica, una disciplina sociológica que en sus modos más radicales se enfoca al estudio del intercambio de sentido y no sólo al estudio de las formas escritas como lo hace la semántica (en palabras de Mauricio Beuchot: “la semiótica no tiene como objeto principal el análisis referencial, sino el de las condiciones de producción y de aprehensión del sentido”), se despliega como un código bárbaro y sangriento que sólo puede producir significado si se incrusta en un código de olvido, a través de la repetición frenética que producen los medios de comunicación: semiología de borrón e imagen nueva, dice Monsiváis.
Habría que recalcarlo, la semiótica estudia la producción y circulación o aprehensión del sentido; más aún, el consumo de sentido y, por lo tanto, la formación de identidades y las posibilidades de configuración de la vida a través de la creación y destrucción de identidades y diferencias. Semiosis es una deriva del verbo griego marcar; es, podríamos decir, el estudio de las marcas que van constituyendo la identidad social. En este contexto, es importante traer a recuento que en el escenario de la nueva apoteosis mexicana –los miles de muertos en una guerra fracasada, la sangre manchando cada rincón, las viviendas destrozadas por la contundencia de las armas, el cielo para las cámaras de video– a ese cadáver, una vez asesinado y semidesnudo, lo “decoraron” con una serie de billetes de alta denominación. “Al Estado –sigue Monsiváis–, de ningún modo le corresponde, así sea en la muy torpe y malévola recreación escénica de Cuernavaca, el uso de cuerpos como avisos. El montaje después de la batalla como Oficina de Correos. De seguro, los ‘curadores’ de la ‘instalación’ del sadismo contemplativo se divirtieron a nombre de los cuerpos de seguridad ofendidos y se rieron al colocar cada uno de los billetes, y se olvidaron de la función gubernamental mientras organizaban el ‘discurso fúnebre’ del capo con técnicas inspiradas por los métodos del narco. Faltaron mantas, eso sí, pero tal vez se debió a que no había puentes en las cercanías.”
Estas notas de Monsiváis nos muestran hasta dónde pueden llegar las posibilidades de significar, de encontrar y re-montar semas, las mínimas unidades de significación, que enlazadas con otras pueden provocar sentido. Hay en el discurso mundial, y México es un espacio que sobresale, toda una semántica visual y narrativa que es apologética de la cotidiana barbarie en que vivimos. Contra ese sentido de la barbarie que se normaliza y se filtra en nuestros comportamientos cotidianos, el texto de Monsiváis puede ser leído como un ejercicio límite de ironía, que tendría entre otros fines, además de la denuncia –que demanda al gobierno que cumpla con un comportamiento mínimo de responsabilidad en medio de la barbarie– y la resistencia ante la demencial situación que atraviesa México, evitar el pesimismo absoluto y la decadencia social frente al abandono de los espacios de poder que, en una democracia, debería de ocupar un “pueblo soberano” a través de gobernantes elegidos libremente.
La situación del país no parece ser muy promisoria; justo por esa razón, hay que insistir en la necesidad de no perder o abandonar cualquier espacio público que muestre otra posibilidad de sentido para México; y un espacio público que no debemos dejar escapar es el de la constante crítica y desconstrucción del poder que ejerció Carlos Monsiváis.

Salvador Novo, un disidente

25/Mayo/2014
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El 13 de enero de 1974 el poeta, dramaturgo, ensayista, periodista y cronista Salvador Novo López murió en Ciudad de México. Su muerte fue ampliamente resentida en el medio literario mexicano, pues dejó una ausencia en los diferentes ámbitos del espacio cultural nacional. Iniciador del llamado Teatro Ulises, que formó en 1928 junto con su amigo Xavier Villaurrutia en el predio de la calle de Mesones 42 y que patrocinaba Antonieta Rivas Mercado, a Novo se le deben las traducciones de las mejores obras de Superville, Gide, Cocteau y otros escritores de la época, así como insignes montajes. Sus Diez lecciones de técnica de actuación siguen siendo un manual clásico para los actores en formación.
Novo queda en el panorama literario contemporáneo como el gran dramaturgo que revisa y cuestiona la historia nacional mexicana, con sus mitos fundacionales de Conquista, Colonia e Independencia. Su obra poética es un ejercicio de las formas clásicas como el soneto y de recursos retóricos y tropos de dicción y de pensamiento, que domina con gran acierto, como en el siguiente cuarteto que sirvió para reprender con juegos de palabras el fracaso que significó el montaje de la obra Cortés, de Fernando Benítez: “No escribas obras tan raras/ ¡y no las dirija Ruelas!/ Porque en vez de carabelas/ te resultan velas caras.”
El dramaturgo Xavier Rojas cuenta que, como compositor de canciones, Novo ha dejado una huella poco estudiada por sus críticos. Según Rojas, Elías Nandino le contó que a finales de los años cincuenta, Novo paseaba por la avenida Juárez, justo en donde se ubicaba el afamado Hotel Regis. Ahí, de forma sorpresiva se encontró  con un cadete del Colegio Militar, con quien Novo había tenido un apasionado romance varios años atrás. Apenas si se saludaron. De ahí nació, según Rojas, la canción “Cuenta perdida” que en sus versos y en voz de Lola Beltrán, dice: “Si te acepto es porque/ quiero que me abones/ la desgraciada vida/ la que me abrió esta herida/ la cuenta ya olvidada/ la cuenta ya perdida/ que no alcanzó a pagarse/ con nuestra juventud.” Quizás la escritora Adriana González Mateos, quien ha estudiado la faceta de Novo como hacedor de El chafirete. Semanario fifí en prosa, pero con mucho verso tenga más datos sobre el tema, pues como compositor de canciones Novo aparece registrado ante la Sociedad de Autores y Compositores de México con los siguientes títulos: “Corrido de Macario”, “Debí saber”, “El cielo me oyó”, “Romance de Angelillo y Adela” (versión resumida de su poema homónimo) y “Sin tus besos no quiero la vida”; varias de ellas sin grabar todavía. 
Como poeta, la presencia de Novo pasa de la confesión y el idilio amoroso a la sátira en contra de sus adversarios. Sus primeros libros resultan ser la confesión velada del amor que en ocasiones se calla. En XX poemas (1925), así como en Nuevo amor y Espejo, ambos de 1933, hay una originalidad en el ritmo poético que, separado ya de los tópicos del romanticismo y el modernismo, prefiguran al gran versificador que fue. Los temas que trata en estos libros son la fraternidad, la experiencia literaria, los viajes, la infancia y el deseo amoroso. Su poema “Amor” refiere la contemplación, el recuerdo y la espera por el sujeto amado, a quien le dice en la primera estrofa: “Amar es este tímido silencio/ cerca de ti, sin que lo sepas,/ y recordar tu voz cuando te marchas/ y sentir el calor de tu saludo.” Sin embargo, la poesía de Novo fue adquiriendo con los años una intención satírica y tomó dimensiones incómodas por la fuerte dosis de confesión de la intimidad de sus adversarios. Carlos Monsiváis afirma que, para los años veinte y treinta, “a los homosexuales con recursos, talento, ingenio y audacia, se les concede una ‘dispensa moral’, que sin aislarlos del todo jamás les permite la integración plena”. De la pléyade de Contemporáneos quizás sea el propio Novo la única excepción, pues su literatura dinamita en varios sentidos las buenas conciencias, conduce a la desestabilización del culto machista que incluso está presente en la literatura de la postrevolución, pues el 24 de diciembre de 1924 Julio Jiménez Rueda publicó el polémico ensayo “El afeminamiento de la literatura”, en el que reprochaba el compromiso de los escritores con la realidad social, obrera y campesina. Según el crítico, México necesitaba de escritores gallardos, toscos y altivos. Por su parte, Francisco Monterde contesta a la apreciación anterior con el texto “Existe una literatura viril” un día después, en el que argumenta que lo que necesita la literatura mexicana son críticos y difusores de la obra. Respecto a los jóvenes escritores, afirma: “Tienen el espíritu atento a lo exterior y prefieren hacer labor de divulgación de los valores extraños.” Lo que está de fondo es la defensa de la cultura nacional por encima de las influencias extranjeras. Sin embargo, el 19 de febrero de 1925 Novo responde desde las páginas de El Universal Ilustrado ufanándose de la derrota de los escritores nacionalistas y la visibilidad de nuevas propuestas, pues: “Lo que necesitamos son lectores, pero unos los tenemos y otros no, por obvias razones.” La defensa de lo universal, que incluye lo nacional, es para Novo la piedra angular del progreso y la cultura, de ahí su enemistad con el muralismo mexicano y particularmente con Diego Rivera, quien no compartió opiniones sobre el arte con los Contemporáneos, por eso en su ensayo “Arte puro: puros maricones”, publicado en 1934, arremete: “en México hay ya un grupo incipiente de seudo plásticos y escribidores burguesillos que, diciéndose poetas, no son en realidad sino puros maricones”. Quizás este ataque del muralista sea el punto de partida para la escritura satírica de Novo, quien dedicó varios ensayos a denostar a su adversario; algunos de ellos son ”Al margen de un accidente pictórico: Diego Rivera y sus discípulos” o “Los discípulos”.  Al nutrido círculo de Rivera le escribió Novo el poema “La diegada” (1926) en donde revela la supuesta ceguera de los alumnos del muralista por el trabajo de éste y, además, se ufana en revelar escenas íntimas de infidelidades. Así lo hace saber en el siguiente soneto, que revela no sólo la mala intención sino el cariz misógino, al ridiculizar el ofrecimiento sexual de la figura femenina frente a la ausencia de su cónyuge:
Marchóse a Rusia el genio pintoresco
a sus hijas dejando –si podría
hijas llamarse a quienes son grotesco
engendro de hipopótamo y harpía.
Ella necesitaba su refresco
y para procurárselo pedía
que le repiquetearan el gregüesco,
con dedo, poste, plátano o bujía.
Simbólicos tamales obsequiaba
en la su cursi semanaria fiesta,
y en lúbricos deseos desmayaba.
Pero bien pronto, al comprender que esta
consolación estéril resultaba,
le agarró la palabra a Jorge Cuesta.
Un tema importante en la producción de Salvador Novo es la vejez y el autoescarnio. En Sátira (1970) introduce un poema titulado “Prólogo”, en el que la voz lírica se observa como un hombre sin talento en el presente; con un tono entre jocoso y grotesco habla sobre el paso del tiempo y los cambios a su fisonomía; sin embargo, en el pasado dijo: “Un escritor genial, un gran poeta…/ desde los tiempos del señor Madero,/ es tanto como hacerse la puñeta.” 
El año de 1945 es importante por la publicación de fragmentos de La estatua de sal, que se convierte en el primer texto memorioso de Salvador Novo. Ya no se trata de literatura propiamente, sino de la exposición de sus experiencias sexuales desde la infancia y juventud; él mismo se construye como el hijo desobediente del Génesis. Por el libro desfila la construcción del yo y del ellos; revela los espacios inventados para el homoerotismo en el contexto de la marginalidad, la homofobia y el secreto, para lo cual se vale de la descripción minuciosa y adjetiva, así como de la ironía y el sarcasmo como recursos literarios de defensa. En 1954, sus XVIII sonetos se leen como la continuación, ahora lírica, de La estatua de sal, sobre todo porque son poemas de desafío moral, cuya temática es el deseo, la experiencia de la genitalidad que a veces raya en lo escatológico y kitsch: “Deja tu mano encima de la mía;/ dígame tu mirada milagrosa/ si es verdad que te gusto –todavía./ Y hazme después la consabida cosa/ mientras un Santa Claus de utilería/ cava un invierno más en nuestra fosa.”
A cuarenta años de la muerte de Salvador Novo, su obra sigue siendo visitada por lectores y estudiosos de la cultura mexicana del siglo XX. Sus conocimientos culinarios, los viajes y la escritura de crónicas son fuente obligada para los estudiosos de la cultura mexicana. A pesar de sus desafortunados comentarios sobre el 2 de octubre de 1968, la voz de Salvador Novo queda registrada en el panorama literario, porque su escritura fue la forma que encontró para hacer frente a la marginalidad de una época y una sociedad homofóbica.


Entrevista: Juan Villoro

24/Mayo/2014
Laberinto
José Luis Martínez

De sus modelos y sus formas inéditas de concebir el mundo, del humor y la contracultura, de la musicalidad en la literatura y de la memoria, aunque no por esta vez de futbol, de todo ello habla un entusiasta de las grandes pequeñeces.  Acompañamos sus opiniones con la lectura de su libro más reciente, Balón dividido 



Juan Villoro es narrador, ensayista, cronista, dramaturgo, traductor, editor, tiene una memoria prodigiosa y un impecable sentido del humor. En febrero de este año ingresó a El Colegio Nacional con el discurso titulado “Históricas pequeñeces: vertientes narrativas en la obra de Ramón López Velarde”, que fue respondido por el antropólogo Eduardo Matos Moctezuma.

En su intervención, Matos Moctezuma destacó la “versatilidad impresionante” de Villoro y agregó: “nada en el mundo de las palabras le es ajeno, de su pluma brotan palabras que retratan situaciones y personajes que transitan por la vida con su propia carga y cargas ajenas”.

¿De dónde viene la literatura de Villoro, esa gran capacidad para mirar el mundo a través del cristal del humor y conciliar lo culto con lo popular? La siguiente conversación intenta responder esa pregunta.

El humor siempre está presente en tu literatura.
El humor es una manera de respirar, es consustancial a la persona que mira el mundo y creo que no hay nada más pesado que alguien que se quiere hacer el chistoso. Desgraciadamente, en la cultura mexicana no ha tenido un espacio privilegiado; han existido escritores con notable sentido del humor como Juan José Arreola, Salvador Novo, Carlos Monsiváis, pero no ha sido una constante de nuestra literatura.

Cuando hizo su titánica antología La poesía mexicana del siglo XX, Monsiváis decía en el prólogo que la gran asignatura pendiente de nuestra literatura era el humor. Porque era una literatura que se podía preciar de tener grandes hallazgos, pero todos eran serios, dramáticos, desgarrados, y es que rara vez la literatura mexicana le ha apostado a la ligereza o al humor. Basta ver los títulos de algunas obras clásicas: El luto humano, Los días enmascarados, El laberinto de la soledad, Muerte sin fin, Nostalgia de la muerte, El Llano en llamas: todos aluden a situaciones tensas, desgarradas, límite.

Yo me formé de manera irregular leyendo más cómics que libros. Disfrutando, por ejemplo, La familia Burrón, Los Supersabios, Los Supermachos, La pequeña Lulú; viendo las series de la época de oro de la televisión —Mi marciano favorito, El súper agente 86, La isla de Gilligan—; o escuchando las narraciones deportivas de Ángel Fernández, “El Mago” Septién y “Sony” Alarcón. En todos estos discursos de lo popular, el sentido del humor resultaba esencial. Era imposible oír un partido de futbol narrado por uno de estos cronistas o leer una historieta de estos caricaturistas [Gabriel Vargas, Germán Butze, Rius, Marge], sin entrar en contacto con el sentido del humor.

El caldo de cultivo que tenía para acercarme al mundo de la representación y de la palabra estaba impregnado de sentido del humor y a mí me parecía, por temperamento, que eso era muy deseable. No sabía que la literatura mexicana era muy seria.

El primer libro que yo leí por interés y por vocación de lector fue De perfil de José Agustín, irreverente y con mucho sentido del humor. Empecé a escribir en la estela de José Agustín, siguiendo sus procedimientos, en los cuales los albures, la picardía cotidiana, el humor callejero, eran esenciales, y lo asocié, también de manera muy libre, con lo que yo había recibido de estímulos en la televisión, las narraciones de los locutores, los cómics.

Luego, cuando Jorge Ibargüengoitia empezó a publicar en el Excélsior de Julio Scherer, encontré, digámoslo así, una manera autorizada, legítima, de entender que el humor es un atributo de la inteligencia; o sea, no es simple y sencillamente algo que esté destinado a hacer reír a las personas, sino que te revela algo oculto de la realidad.

Augusto Monterroso decía: “El verdadero fin del humorista es hacer pensar y, a veces, hasta hacer reír”. A él le parecía más importante que el humor te hiciera pensar y luego te provocara una carcajada, si eso era necesario o posible. Pero lo importante para él era que el humor te revelara otra forma de entender la realidad.

Entonces, de manera intuitiva, caótica, informal, estos gustos, estos procedimientos y mi propio temperamento me llevaron a hacer un tipo de literatura en la que, de pronto, aparece el humor.

Que ha sido cultivado sobre todo en la literatura inglesa.
Es bien difícil ser un clásico de la literatura inglesa sin sentido del humor. De Shakespeare en adelante el humor es casi un sello de calidad de la literatura inglesa. En Joyce, Wilde, en la mayoría de los autores en los que podamos pensar, el sentido del humor es lo que le da un extra a la literatura inglesa. Para nosotros, en cambio, más bien ha sido una excepción —desde el punto de vista literario, no en la cultura popular.

Por otra parte, se confunde el humor con el chiste.
Eso es muy frecuente. Entre los cómicos de Televisa, por ejemplo, resulta extraordinariamente ridículo que la figura del “joto”, del afeminado, por el simple hecho del amaneramiento sea chistosa; o el chiste de pastelazo, la humillación física de alguna persona; el clasismo, que está muy marcado en la televisión mexicana; o los albures, que me parecen un síntoma de primitivismo cultural (cuando en otros países ven al Compayito, tal vez imaginan que los mexicanos tenemos unas obsesiones sexuales muy primitivas).

Todo esto forma parte de esa zona del humor que es el humor por decreto —y que incluso en la tele te lo enfatizan con las risas enlatadas; hacen un chiste pésimo pero aparece la risa grabada y entonces, por decreto, eso fue chistoso—. El verdadero sentido del humor es muy distinto, es algo que está ahí como un experimento, a algunos les da risa, a otros no, pero lo importante es que te revele una manera diferente de ver la realidad.

En tu literatura hay humor, pero también música.
La literatura es una forma de la música. Cuando lees a un autor que te gusta, hay un sentido eufónico de las palabras absolutamente único. Cuando uno escucha los discos en los que Juan Carlos Onetti lee sus cuentos, te das cuenta que de esa respiración asmática, pausada, de un hombre que está fumando y tiene una visión melancólica del mundo, depende mucho la manera en que leía sus propios textos. Onetti tenía un ritmo interior extraordinario, que transmitía a su escritura con la textura melódica de una composición de jazz.

Lo mismo hacía Julio Cortazar, que era tan aficionado al jazz y a quien le interesaba de pronto que sus textos tuvieran ese grado de lirismo que puede tener la improvisación de un virtuoso del saxofón. Yo creo que la literatura está muy impregnada de musicalidad, pero es una música que se escucha en silencio.

La auténtica música te puede servir mucho como patrón y como estímulo para tu propia musicalidad. A mí me interesa, en ese sentido, como un compás percusivo, como una armonía, como un trasfondo de mi propio ritmo en las palabras.

En el caso muy concreto de la música de rock, me llamaba la atención el mundo que convocaba. Me volví aficionado, más que a los conjuntos y sus composiciones, al cambio de vida que estaba proponiendo, me interesaba muchísimo la contracultura y la posibilidad de entender que la juventud había dejado de ser una categoría biológica para convertirse en una categoría social, y que a partir de los años sesenta había formas específicas de ser joven: amabas como joven, te vestías como joven, tenías religiones de joven, hacías viajes de joven, tenías un lenguaje de joven.

Si antes los jóvenes eran adultos en miniatura —todavía en los años cincuenta los veías vestidos de traje, tratando de imitar a sus padres desde la presentación hasta la conducta—, en los sesenta esto se trastoca por completo y ser joven ya es un universo diferente. Esa revolución del comportamiento me cautivó. Lo que me interesaba, cuando empezaba a escribir crítica de rock, cuando escribía los guiones del programa El lado oscuro de la luna, era justamente captar ese contexto; cómo la gente estaba tratando de reinventar el mundo con el pretexto de la música; la música era un pretexto de siete notas para irte de tu casa, para viajar a la India, para volverte vegetariano, para descubrir que el zodiaco te tenía una sorpresa reservada.

Ese tipo de cambios de destino y de vida fueron los que a mí me parecieron extraordinarios en esa época y quise ser testigo de ello. Escribí un librito, Tiempo transcurrido, que trata un poco de este tipo de situaciones.

José Agustín hace la escritura del joven para el joven.
Además hizo una cosa muy interesante porque, en Estados Unidos y en Inglaterra, la música de rock era tan potente que los jóvenes podían encontrar mensajes de renovación y de cambio exclusivamente en ella. Escuchabas a Bob Dylan o años después a The Clash y había una serie de mensajes que podían cambiar tu manera de entender el universo.


En México esto no fue posible. Las tocadas de rock estaban prohibidas, no había conciertos, los cafés cantantes se habían cerrado, las revistas de rock zozobraban o muchas veces eran censuradas. Entonces ocurrió un fenómeno de sustitución y los escritores de “La Onda”, con José Agustín a la cabeza, cumplieron ese cometido. En el México de los años sesenta, si tú leías De perfil, La tumba, Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín, o una obra de teatro espléndida como Círculo vicioso, te dabas cuenta de que todos los discursos, los temas, los cambios de comportamiento de la juventud estaban en esos textos.

Los mexicanos tuvimos mucho mayor acceso a la contracultura a través de la literatura que a través del rock, porque no hubo muchos grupos de rock que la encabezaran. Ha habido grupos de éxito como El Tri, pero es otro tipo de fenómeno. Ellos empezaron como un grupo que cantaba en inglés, Three Souls in My Mind, luego se desclasaron y se convirtieron en un fenómeno irónico, popular, muy interesante, pero menos complejo que la literatura de José Agustín.

En México ese compromiso contracultural lo hizo la literatura de una manera muy anticipada. España tuvo que esperar casi veinte años para que surgieran escritores como Ray Loriga, Chile otro tanto para que surgiera un escritor como Alberto Fuguet, Argentina para que apareciera Rodrigo Fresán, y México tuvo de inmediato a su escritor contracultural en los años sesenta, que fue José Agustín. Eso es muy significativo.

Como escritor, además de José Agustín, ¿quiénes han sido tus modelos?
Han sido muchos. En el campo de la mezcla entre lo culto y lo popular, en México fue esencial Carlos Monsiváis —en 1954 escribía de los poetas del modernismo y al mismo tiempo de un músico cubano como Bola de Nieve.

En aquel tiempo Umberto Eco, en Italia, comienza a hacer una exploración muy interesante de la cultura popular, ocupándose de los cómics, de los grafitis y de discursos que los semiólogos no habían tomado en cuenta.

En Francia, Roland Barthes en su libro Mitologías habla de la lucha libre, de los juguetes, de los menús, de la moda, y empieza a entender que la realidad es un discurso decodificable y que debemos ocuparnos de todas las formas de representación.

Este tipos de autores me marcaron mucho, si no ellos de manera inmediata, sí el tipo de búsquedas que perseguían, porque yo creo que no podemos entender nuestra realidad si no comprendemos las formas que la representan.

El deporte es una manera de representar nuestra realidad. Para conocer una época hay que saber cómo se entretiene la gente, qué ilusiones colectivas y qué frustraciones delega en actividades específicas; y fenómenos como el carnaval, el futbol, la lucha libre, el box, en fin, veinte mil cosas parecidas te dan una manera de representar nuestra realidad, y sería absurdo soslayarlas. Sobre todo a partir del momento en que vivimos en la sociedad de masas. Cuando la cultura deja de ser un asunto de consumo de las elites ilustradas y hay dos o tres tipos de consumo cultural, como el de las elites ilustradas, que sigue existiendo tal cual, descubres el de la gente que recibe todo tipo de influencias culturales a través de los medios electrónicos, de los periódicos, de las redes sociales. Entonces hay distintas formas de entender la realidad. No podemos comprender lo que somos sin atender a estas formas de representación, tan compartidas y tan decisivas para muchas personas.

Has dicho que tu literatura está hecha de memoria.
Me parece que la memoria es el gran compromiso que tenemos los escritores con el paso del tiempo. Escribimos para atesorar cosas, para demostrarnos que no han ocurrido en vano. Al final de Moby Dick, el narrador, Ismael, se salva del naufragio y les dice a los lectores:
“Ustedes se preguntarán por qué me salvé yo y todos los demás murieron. Bueno, porque alguien tenía que contar la historia”. Siempre es necesario contar la historia. Los escritores somos como la caja negra de los aviones. Todo se puede destruir menos la caja negra; esa memoria es importante.

Pasaron las guerras napoleónicas, la II Guerra Mundial, la Guerra Civil española, ahora la guerra del narcotráfico en México y quedarán testimonios memoriosos de eso. Yo creo que la memoria también nos permite establecer un tribunal moral, que no siempre ocurre en el mundo de los hechos. El mundo padece demasiadas injusticias y no siempre la gente que ha sido víctima de un abuso, de un ultraje, recibe una compensación. Con el tiempo, contar las historias de estas personas es una manera compensatoria de hacer justicia; esto no repara lo que se perdió, pero por lo menos impide que se olvide.

Yo creo que el olvido es un castigo muchas veces peor que la injusticia. Las víctimas del Holocausto no van a regresar a través de los testimonios que se han escrito, pero el hecho de que existan estos testimonios hace que no las olvidemos. Recordar es uno de los grandes compromisos de la literatura. A fin de cuentas se trata de una de las pocas actividades humanas en las que, todos los días, conversamos con los difuntos. Abres un libro de Shakespeare y está más vivo que nunca, y te conmueves con la suerte de Julieta como la de la chica adolescente que acabas de conocer. Eso es algo muy importante en la literatura, que está hecha de tiempo, de memoria.
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Juan Villoro nació en la Ciudad de México el 24 de septiembre de 1956. Miembro de El Colegio Nacional, es necaxista de hueso colorado y autor de libros como La noche navegable, El disparo de argón, El testigo, Arrecife, Los once de la tribu, Dios es redondo, El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica, y de las obras de teatro Muerte parcial, El filósofo declara y Conferencia sobre la lluvia.

domingo, 18 de mayo de 2014

Edmundo Valadés: vivir para El Cuento

18/Mayo/2014
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

En uno de los últimos homenajes que recibió en vida, Edmundo Valadés escuchó con una mueca de desencanto el resumen analítico de Carlos Monsiváis: “Valadés es esencialmente un hombre bueno.” El autor de La muerte tiene permiso era en verdad un hombre bondadoso, pero no ingenuo. Una de las exigencias que elevaba como indispensables en todo cuentista era la malicia. Por algo su rostro se iluminaba cuando en su taller literario alguien leía un relato chispeante, pero sobre todo pícaro, más aún si se trataba de una autora.
La salud del viejo escritor se fue quebrantando. Un día le pregunté por qué no había escrito más, y me dijo con esa ternura tan propia de él: “Porque la tentación toca a mi puerta y yo le abro. Un escritor no debe atender esas llamadas, sino exclusivamente las del oficio.” Dedicaba mucha energía a su revista El Cuento, un auténtico taller de narrativa. Siempre evocaba la figura de Juan Rulfo como un entusiasta colaborador de la publicación, un lector refinado que traía a la revista hallazgos invaluables, autores que luego serían referentes en las nuevas generaciones. Lo mismo decía de Arreola.
Valadés nació en Guaymas, Sonora, en 1915. Una de las experiencias más reveladoras de su sensibilidad es aquella de su primera experiencia erótica. Tras la lluvia, en su natal Guaymas, quedaba en las calles una arena muy fina. A sus cinco años le gustaba salir descalzo y sentir la lluvia cálida sobre el rostro, luego caminar por el limo que acariciaba la planta de sus pies. “Esa –afirmaba– fue la primera conciencia de la sensualidad, la primera experiencia erótica.” Muchos años después recordaría otra experiencia en París:
Un grupo de periodistas muy conocidos: Enrique Figueroa, Jacobo Zabludowsky, entre otros. Fuimos al famoso cabaret Crazy Horse Saloon y presencié uno de los espectáculos más eróticos y formidables de mi vida. Puedo verlo muy claro aún. Apareció una mujer que era ya en sí la encarnación del erotismo, la provocación de la fantasía. Con toda seguridad la habían elegido entre miles. Todo en ella era voluptuoso, sus cabellos, el color de la piel, el rostro, el cuerpo, los ojos. Inició su actuación con una pantomima en la que aparentaba ir acompañada de un hombre y poco a poco sus caricias los orillaban al acto sexual. El público masculino se observaba realmente perturbado. En el lugar de aquel hombre ficticio nos instalábamos cada uno de nosotros, nos veíamos en posesión y poseídos por tan bella criatura. Cuando los varones veían por los suelos sus resistencias y estaban a punto de ser dominados por el impulso de subirse al escenario y violar a la actriz, entonces se cortaba el número y daba paso a un show cómico, que también era fabuloso. Cuando las carcajadas lo dejaban a uno sin aliento irrumpía de nuevo otra chica de las mismas características que la anterior e iniciaba su actuación. Se volvían a encender los apetitos sexuales y se repetía el corte y el paso a otra actuación cómica. El autor de ese espectáculo es un genio, se llamaba Alain Bernardin, el Rey del strip tease.
Suele ocurrir, cuando alguien dedica demasiado tiempo y energía a la difusión de la literatura y de la cultura, que se le escatimen méritos a su escritura. Es el caso de Valadés, quien por cierto aportó mucho al universo de la narrativa latinoamericana, particularmente del llamado microcuento, minicuento o minificción. En ese momento las fronteras del cuento moderno no estaban bien dilucidadas, por ello convocaba y buscaba reflexiones y análisis sobre el género, que debía ajustarse a la brevedad y la contundencia. En el número 119-120, de 1991, el propio Valadés refería el desdén de muchos por la minificción como literatura menor, pero su importancia iba cobrando fuerza en los países de habla hispana gracias al empeño de la revista El Cuento a lo largo de veinticinco años. En Colombia recogieron dicho esfuerzo y lanzaron un manifiesto en favor de la minificción, además de crear una publicación especializada, Ekuóreo, dispuesta a recoger los mejores productos del género. La revista El Cuento sentó magisterio a lo largo y ancho de América Latina, tanto que Mempo Giardinelli fundó en Argentina el Puro Cuento, en 1986, cuando volvió de su exilio mexicano.
Valadés no vivía del cuento, vivía para El Cuento, que publicó más de 110 números. Como muchos otros escritores de la época, desempeñaba trabajos burocráticos. Pocos meses antes de morir, en 1994, fue invitado a un taller literario de Iztacalco que llevaba su nombre. La charla sería en las propias oficinas de la Delegación. En el camino confesó que tenía miedo escénico porque olvidaba datos. Eran quizás las consecuencias de una afección cardíaca que lo había llevado un par de veces al hospital; el temor no era infundado.
Dos preguntas se expusieron sobre la mesa para abrir la sesión. Su primera respuesta fue muy breve, pero no la segunda: ¿qué le hubiese gustado ser si no fuese cuentista? Bailarín, contestó. De inmediato narró una experiencia maravillosa que confirmaba su dicho. En una estancia en la Unión Soviética, casi al final del viaje, lo invitaron a una fiesta. Descubrió a una mujer de belleza inaudita. Bebió algunos whiskys para darse valor e invitarla a bailar. Con gran disposición la rubia angelical lo acompañó a la pista de baile. “Éramos Ginger y Fred”, sostenía el maestro Valadés con una mueca de gozo. “Bailamos y bailamos sin pausa. La gente comenzaba a irse, pero nosotros continuamos impulsados por la fuerza de la danza y de la música. Al final sólo estábamos ella y yo. Alguien me sacudió por el hombro y en un apenas legible español me dijo: señor, despierte, ya se acabó la fiesta. Estaba dormido sobre la mesa. Pregunté por la chica, pero el hombre se alzó de hombros. Mi ropa olía aún a su perfume, no era un sueño. Esa noche había bailado con un ángel.”
De regreso a su casa dijo, sonriente: “La imaginación siempre sustituye a la memoria, este cuento lo gané por nocaut.”

lunes, 12 de mayo de 2014

La semilla de GGM

Mayo/2014
Nexos
Ricardo Bada

La jirafa de Barranquilla
Si se colocan el uno sobre el otro los cuatro tomos que recogen la obra periodística de Gabriel García Márquez entre mayo de 1948 y mayo de 1960, el desnivel sobre la altura obtenida colocando uno sobre el otro todos los tomos de su obra narrativa es algo que salta de inmediato a la vista.
La tarea de hormiga llevada a cabo por el estudioso francés Jacques Gilard, rastreando en las colecciones de diarios donde GGM colaboró en sus años mozos, merece todos los respetos… académicos: sólo resta preguntarse si esa tarea, que responde aproximadamente a los presupuestos naturales de una edición crítica, ha sido debidamente valorada por quienes —al parecer— tan sólo ven la publicación de un nuevo libro de GGM como una nueva ocasión de hacer dinero contante y sonante.
Que la obra de GGM, a nivel editorial español y latinoamericano, es una evidentísima gallina de los huevos de oro, está fuera de toda duda. Que el público, a la larga, llegará a un límite de su capacidad de absorción, también. Y mucho más si lo que se le ofrece, a una velocidad que afecta traumáticamente su precario rubro para la adquisición de libros, está tan lejos de la calidad de página que ofrece casi cada uno de sus cuentos, de sus novelas.
En este sentido, al menos, los públicos extranjeros están mejor defendidos en sus intereses: como lectores y como compradores. No habrá editorial estadunidense o francesa o alemana o de cualquier lugar que sea, dispuesta a embarcarse en la aventura de ofrecer la obra periodística completa de Gabo: 890+986+861 páginas son lisa y llanamente demasiado. Ya resulta difícil interesar a un lector venezolano (es decir, casi vecino) en parte de los artículos 100% locales del primer volumen periodístico, Textos costeños, del autor de Cien años de soledad: pretender que un lector de Ámsterdam se interese por lo que GGM reseñó del estreno en Bogotá de Roman Holliday [sic], la peli con Audrey Hepburn y Gregory Peck, sería desatino.
Dicho en otras palabras: También el público español y latinoamericano hubiese estado mejor servido si los editores le hubieran ofrecido una selección de lo más granado de los artículos de GGM, y lo que es más importante, no se correría el riesgo de infligir un daño irreparable al buen nombre periodístico del autor.

El primer volumen de la obra periodística primera de GGM, un libro de 890 páginas, se titula Textos costeños. ¿Por qué “costeños”?  Porque en él se recoge la obra publicada por GGM en diarios y revistas de la costa atlántica colombiana, una región sui géneris cuya quintaesencia ha entrado en la historia de la literatura universal con el nombre de Macondo.
Textos costeños abarca en su cronología desde mayo de 1948 a diciembre de 1952. En esos años, GGM comienza a perfilarse como un escritor urgido por las realidades inmediatas, pero al mismo tiempo preocupado por trascenderlas, expresarlas artísticamente.
No es en modo alguno casual que el primer artículo conocido de GGM esté relacionado con el toque de queda. Ni nos parece casual (pero aquí nos limitaremos a aventurar una hipótesis) el hecho de que cuando GGM se hace cargo de una columna fija, “La Jirafa”, en enero de 1950, en el diario El Heraldo, de Barranquilla, elija como seudónimo el bien poco barranquillero, bien poco colombiano, bien poco habitual, de Septimus.
¿Por qué Septimus, por el personaje homónimo de Virginia Woolf, como siempre se ha conjeturado? Nosotros creemos ver más bien, en la elección de ese nombre, un homenaje indirecto, sutil, a la memoria del líder populista y liberal Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en pleno centro de Bogotá, en la Carrera Séptima, el 9 de abril de 1948. La muerte de Gaitán desencadenó aquella insurrección popular conocida como “el bogotazo”, y puso en marcha la irrefrenable maquinaria de “la violencia”, un periodo de enfrentamiento civil marcado por el signo de una crueldad y una implacabilidad sin parangón anterior en la historia de América Latina; y un periodo —dicho sea de paso— que quizás no esté todavía tan cancelado como pueda parecer.
Finalmente, una observación a lo mejor no tan obvia sobre el título de la columna fija que GGM mantiene en El Heraldo de Barranquilla durante tres años: la jirafa es, de entre todos los animales terrestres, el que por razones morfológicas ve más lejos.
Muchos de los mejores artículos que GGM publica en esta época son luego canibalizados —para emplear una expresión de Raymond Chandler— en la saga de Macondo, y constituyen un vivero de temas, de leitmotivs, que iremos viendo reaparecer recurrentemente en El coronel no tiene quien le escriba, en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, en La mala hora. Pero esto, con ser ya mucho, sería muy poco y, en último término, tan sólo documentaría unilateralmente el aspecto work in progress dentro de la obra de GGM.
El periodista GGM, en esos años, tiene temas que se le vienen insistentemente a la pluma o a la máquina: la bomba de hidrógeno, los platillos voladores, las dizque extravagantes camisas del presidente Truman, ciertos personajes de tiras cómicas, el vegetarianismo. Su ritmo de publicación no llega sino en muy contados momentos (marzo del 50, por ejemplo) a la absoluta cotidianeidad, pero de todas maneras nunca baja de los tres artículos por semana, con todo lo que ello implica. Así, no resulta sorprendente que GGM se cuente en el infinito número de los columnistas que también han hecho su artículo sobre la falta de tema para escribir el artículo de ese día.
Evidente es también que Gabo ha dispuesto, casi desde el primer momento de su actividad periodística, de un cheque en blanco para la elección de los temas de su columna. Los únicos asuntos que parecen (sólo parecen) no atraer su atención son los relacionados con la vida política de su propio país. Pero aquí ya está germinando el gran GGM de determinadas páginas de La hojarasca y de La mala hora, que cuenta las cosas como si fuesen cuento, pero son dura realidad. Aquí, por cierto, se produce un momento decisivo, bien precisado cronológicamente por su recopilador Jacques Gilard, el 15 de marzo de 1952, cuando GGM publica su artículo “Algo que se parece a un milagro”; este artículo, al mismo tiempo un bellísimo reportaje concentrado, es bien directo, bien nítido y claro en su mensaje  y denuncia, al mismo tiempo que anuncia dos cosas: el gran reportero en ciernes (del que muy poco después, ya afincado en Bogotá, tendremos cumplidas pruebas), y todo un segmento narrativo importantísimo de Cien años de soledad, el episodio de la masacre en el pueblo bananero.
Temprana es la admiración de Gabo por William Faulkner, y no se recata de decirlo cada vez que se le presenta la ocasión. Curiosamente, en su artículo sobre la concesión del Premio Nobel al maestro norteamericano, GGM aprovecha la oportunidad para expresar su desagrado por el hecho de que Faulkner comparta ese galardón con los “panecillos de sobremesa” que son Pearl S. Buck, Hermann Hesse y Thomas Mann. Sería interesante saber qué era lo que GGM había leído, en aquel entonces, del autor de La muerte en Venecia. Pero volviendo a las admiraciones, en estos artículos primerizos de GGM se aprecia una influencia muy notable del mayor estilista y creador español del siglo XX, Ramón Gómez de la Serna.
Una lectura cuidadosa, detenida, de las más de 800 páginas del primer volumen de la obra periodística de GGM revela también la necesidad de precaverse contra el prejuicio de que esa obra tiene que ser, por fuerza, el humus en el cual germina su obra posterior. Hasta llegar a ella, GGM ha debido recorrer un camino más largo de lo que cabría pensar.
Y en un cierto sentido, iconoclasta para los adoradores de l’art pour l’art, de la literatura pura, también podría decirse lo siguiente: cuando hace años leíamos ávidamente la edición del miércoles de El País, de Madrid, a la búsqueda del artículo semanal de GGM, estábamos a veces tentados de pensar que toda la poderosa saga narrativa del hombre de Aracataca no había sido más que un largo aprendizaje, la conquista de una tribuna imposible de desoír, desde la cual se pronunciaba, más sabia, más intensamente, llamando la atención del mundo sobre las urgencias y las carencias de la América Latina, sobre la difícil construcción del socialismo, aquel periodista joven que un día se presentó en la redacción de El Universal, de Cartagena de Indias, y meses más tarde en la de El Heraldo, de Barranquilla, con varios cuentos bajo el brazo y una irreprimible comezón de escribir en las puntas de los dedos. Dicho en otras palabras: tal vez algún día la historia de la literatura registre el nombre de GGM como el del mayor periodista latinoamericano del siglo XX.
El espectador de Bogotá
Entre cachacos I y Entre cachacos II recogen la obra periodística de GGM entre febrero de 1954 y julio de 1955. García Márquez vive este lapso entre cachacos, es decir, en Bogotá. García Márquez se halla, pues, fuera de su eje vital, del hinterland que se trasparece en toda su obra narrativa, y que no es otro que la costa atlántica de Colombia.
El Espectador, el diario liberal de Bogotá, incorpora a su plantilla al joven hacedor de la columna “La Jirafa”, del diario barranquillero El Heraldo, y apuesta plenamente por él. Hay madera en ese periodista, y la confianza depositada en él por los propietarios del periódico capitalino se ve confirmada de un modo portentoso por el reportaje que aparece en sus páginas entre el 5 y el 22 de abril de 1955; ese reportaje que ha dado la vuelta al mundo en quizás no ochenta, pero casi tantas traducciones, Relato de un náufrago. Bastaría esta obra maestra del periodismo para haber consagrado al posterior autor de Crónica de una muerte anunciada.
En El Espectador Gabriel García Márquez se desempeña como reportero de plantilla, crítico cinematográfico, columnista anónimo, en fin, algo que va mucho más allá del mero contemplar: ello se pone particularmente de manifiesto en sus críticas de cine.
I.  El espectador García Márquez, o mejor dicho, G.G.M. —como insiste en firmar—, es más que un simple espectador; GGM observa, a caballo entre contemplar y considerar. Su tarea no es relevante si la juzgamos sólo con los parámetros de la crítica cinematográfica que se estaba haciendo entonces en Francia y en Italia; y si comparamos la obra de crítica de cine cumplida por GGM en El Espectador entre 1954 y 1955, con la llevada a cabo por Graham Greene en The Spectator a partir de 1935, la verdad es que Greene le gana a GGM por knock out. Retengamos sin embargo —¡oh manes de Macondo!— la curiosa identidad de títulos de las dos publicaciones en donde GGM y Greene se ocupan del séptimo arte.
A propósito de estas críticas de cine del autor colombiano, el meritorio recopilador de su obra periodística, Jacques Gilard, confiesa paladinamente en la documentada introducción a los dos volúmenes de Entre cachacos: “Es más bien injusto recopilar esas crónicas junto con los reportajes que fueron firmados con nombre y apellidos. Es una consecuencia lógica —si bien perfectamente discutible— del criterio usado en la investigación documental, la cual aspiraba a recoger cronológicamente todos los textos inmediatamente identificables, llevaran la firma de García Márquez o solamente la de GGM”.
¿Por qué injusto? Jacques Gilard no se explaya mucho al respecto… y hace bien; porque, después de todo, las críticas de cine de GGM hablan por sí mismas y están —todas— en los dos tomos de Entre cachacos.
Así, la crítica de Umberto D., que puede pasar perfectamente como sinopsis de El coronel no tiene quien le escriba. O cuando al hablar medio ex cáthedra de una mediocre producción alemana, Cristina, llega a la desoladora conclusión de que el cine alemán jamás se universalizará a causa de la dificultad fonética que entrañan los nombres de sus luminarias; cosa que hoy, con los Fassbinder, Schygulla, Schlöndorff, y un largo etcétera, enquistados en el firmamento cinematográfico, casi causa risa. O cuando GGM pasa de largo, como quien no quiere la cosa, ante una obra maestra de la categoría de Johnny Guitar.
II. Otra cosa es el reportero GGM. Aquí asoma la fibra del autor del episodio de las bananeras en Cien años de soledad. Sus reportajes son un fiel testimonio de lo visto, observado y considerado por un hombre que se va definiendo ideológicamente como abogado de causas, si bien perdidas, eventualmente a ganar.
Cierto que, a veces, la presión de la actualidad le obliga a realizar largas entrevistas donde se adivina su desapego: por ejemplo con el torero Joselillo de Colombia. (Y aquí podría hacerse un inciso y remarcar que, con excepción de un largo capítulo en una novela peruana, Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, el mundo de la tauromaquia quedó exento de cualquier tratamiento en la narrativa contemporánea de América Latina: ¿se avergüenzan, quizás, los narradores latinoamericanos, de esa herencia española?)
Cierto que, a veces, la presión de la editorial que le paga un sueldo le obliga a realizar largas entrevistas en las que, a despecho de su desapego, le va cobrando afecto al entrevistado y consigue un resultado, aunque de tono menor, al menos digno; por ejemplo con el entonces héroe nacional de Colombia, el corredor ciclista Ramón Hoyos.
Pero cierto también que su acercamiento a las tragedias —digámoslo así— sin importancia, si es que hablar de tragedias sin importancia no constituye un peligroso pleonasmo (pienso en Reagan), llevan al reportero García Márquez a una situación en la que tiene que sacar lo mejor de sí: la constante, indomeñable, segura aversión a todo lo que es injusto, pero sobre todo a aquello que da lugar a que aparezca y adquiera carta (burocrática) de naturaleza la injusticia. Determinados comportamientos de autoridades colombianas asediadas por las preguntas del reportero García Márquez recuerdan la banalidad del terror que se refleja en el comportamiento del Eichmann retratado magistralmente por Kipphardt: sencillamente cumplen órdenes.
III. El tercer y último aspecto a considerar es el del columnista. Aquí es donde, tal vez, y con la excepción del Relato de un náufrago, se encuentran sus mayores aciertos literarios. Pero aquí, también, es donde por primera y —quizás— última vez, Gabriel García Márquez trabaja inter pares. El cuadro de columnistas del diario El Espectador, de Bogotá, es de una categoría excepcional. Pero lo cierto es que en esa columna anónima de la glosa diaria, GGM tiene que mantener un nivel de calidad que satisfaga dos exigencias: el lector debe saber que él es quien escribe, pero al mismo tiempo su glosa no puede ni debe ser ni mejor ni peor que la que hubiese escrito uno de los otros compañeros que son redactores habituales de la sección. En otras palabras: esa sección no la escribe Fulanito o Menganito; esa sección la escribe toda una generación de grandes periodistas colombianos. Y haber encontrado el punto de engarce con ellos, haber engranado con el mecanismo, es una de las grandes proezas periodísticas cumplidas por García Márquez.
Entre el Caribe y Moscú
En julio de 1955, el diario El Espectador, de Bogotá, destaca en Ginebra a su reportero estrella, Gabriel García Márquez, para que cubra informativamente el encuentro de los entonces todavía Cuatro Grandes.
A orillas del lago Leman, GGM carecerá de la infraestructura de que siempre ha podido disponer hasta ahora, tanto en Barranquilla como en la capital de su país, y además no puede competir —ni tan siquiera pensar en intentarlo— con las agencias noticiosas internacionales. Sólo algunas de las crónicas logra pasarlas por cable, el resto irá por correo aéreo, y no es pequeño milagro el hecho de que no se perdieran.
Repasándolas atentamente se ve que el reportero colombiano apenas si desliza un par de escuálidas informaciones acerca de la Conferencia en sí; para salvar el expediente tiene que echar mano a su bien desarrollado sentido del humor y escribir la pequeña crónica de los acontecimientos.
La necesidad convierte al reportero en glosador. “Para nosotros”, concluirá significativamente su última crónica ginebrina, sin especificar quién es ese nosotros enmascarado en plural mayestático, “Ginebra seguirá siendo siempre esta casa de locos de La Maison de la Presse” [sic].
Dos meses más tarde, en Venecia, en la Bienale, el caudal informativo que recibe a través de las carpetas de prensa del propio Festival es mucho mayor, y GGM le saca bastante partido. Es el glosador vocacional quien interrumpe las crónicas informativas sobre el festival para insertar una estampa de la playa del Lido. Al margen de sus apuntes sobre las películas que ve en el Palacio del Festival, unos apuntes que tanto le deben a esas carpetas de prensa, GGM no deja escapar la ocasión de mostrar, cuando puede, su humor corrosivo. Por ejemplo, cita (o se inventa) el comentario de un colega italiano sobre la película argentina La Tierra del Fuego se apaga: “El español es un idioma extraño; cuando un actor pide un vaso de agua, parece que estuviera recitando a Corneille”.
Poco después de la Bienale estalla el escándalo Wilma Montesi —hoy entretanto ya olvidado en la maraña de connivencias político/mafiosas que parecen ser la característica diferencial de la vida pública italiana tras la Segunda Guerra Mundial— y GGM marcha a Roma para cubrir la información sobre aquel que fue llamado en su día “el escándalo del siglo”, antes de que Watergate, el escándalo de la Banca Ambrosiana y el hundimiento del Rainbow Warrior de Greenpeace pusieran sucesivos puntos finales a tanta ingenuidad.
En Roma, como en Ginebra, GGM se ve librado a sus propias fuerzas… y a la prensa diaria italiana, en cuyas páginas entrará a saco, esmaltando su prosa todavía un tanto insegura con refritos que huelen claramente a traducción apresurada del idioma del Dante. Lo mismo sucederá meses después en París, durante el también por aquellos días célebre proceso por las infiltraciones en el gobierno francés, si bien ahora los préstamos idiomáticos serán de la lengua de Voltaire.
Y aquí, además, al glosador no le queda tiempo, o no tiene ganas, de intercalar ninguna crónica de costumbres… a no ser que se considere así algún comentario machista como éste, cuando describe una sesión del Comité de Defensa Nacional de Francia: “En torno a una mesa de doce metros de longitud había veinte sillas que sólo podían ser ocupadas por las personas capaces de guardar el secreto más secreto del mundo. En ninguna de ellas se ha sentado jamás una mujer”.
Esta última serie de crónicas no aparece ya en El Espectador, que ha debido cerrar a causa de la dictadura de Rojas Pinilla, sino en El Independiente, que es un Espectador camuflado, y que a su vez se ve obligado a parar sus prensas a los dos meses de ponerlas en movimiento. Con lo que GGM se queda sin un ingreso fijo, y varado en Europa. Esa estancia en Europa, en condiciones de verdadero apuro económico, fructifica en dos relatos, La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, uno de los cuales, el segundo, bien puede considerarse su obra maestra.
Por ese tiempo, y en compañía  de su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, emprende dos viajes que le llevan  a la Hungría de después de la revuelta, y a la Unión Soviética, sólo que  los reportajes escritos a raíz de tales viajes han de aguardar un par de años antes de ser publicados; en Colombia es imposible en esos momentos,  y en esos momentos GGM no dispone todavía de un nuevo empleador  de su talento periodístico.
La publicación del relato del viaje a Hungría tendrá lugar en Venezuela y no en Colombia, poco antes del regreso de GGM a América Latina, justamente a Venezuela y no a Colombia, porque entretanto Plinio Apuleyo está dirigiendo una revista en Caracas y le ofrece trabajo allí. Muy poco más tarde, una vez triunfante Fidel Castro y fundada la agencia noticiosa cubana Prensa Latina, a Plinio Apuleyo y GGM se les brinda la mayor chance profesional que pudieron soñar nunca: montar la oficina de esa agencia en Bogotá, donde ya ha caído Rojas Pinilla y se  ha reinstaurado el sistema de alternancia de los partidos políticos tradicionales en el poder. Con la entrada de GGM en una agencia noticiosa se inicia un nuevo periodo de su vida y que escapa al marco cronológico abarcado por la cuidadosa recopilación de su obra periodística por Jacques Gilard.

Nos hicimos cómplices

Mayo/2014
Nexos
José Salgar 

Fui compañero de trabajo del joven periodista Gabriel García Márquez, pero no he intentado competir con los gabólogos en el relato de historias de aquella época.
Alguna vez Gabo me preguntó qué había pasado con las cartas que me escribió cuando llegó por primera  vez a Europa, en las que me contaba su aventura como corresponsal del periódico que en esos días fue cerrado por la dictadura. “Las boté, como pasa con tanto papel que llega a un periódico y no se publica”, le respondí.
Los recuerdos de ese tiempo los reservamos para las escasas ocasiones en que hemos vuelto a encontrarnos. Surgen espontáneamente y sin intención alguna de volverlos públicos. Porque si hay un rasgo nítido en la personalidad de Gabo es que frente a sus antiguos amigos es como si desaparecieran los años intermedios y nada importante hubiera ocurrido en su vida, distinto a esa amistad.
Cuando me preguntan sobre la forma como trabajamos con Gabo, me limito a destacar dos cualidades que he admirado en él desde que lo conocí, muchísimo antes de la fama: la pulcritud de sus originales y su disciplina para el trabajo periodístico.
Por lo general los reporteros jóvenes trabajan con angustia, hablan a la vez por dos teléfonos, sus escritorios tienen montones de papeles revueltos y sus cuartillas pasan llenas de tachaduras. Gabo fue la excepción. Investigaba a fondo y con calma, ordenaba las ideas y las palabras y como un torero medía los terrenos para ejecutar limpiamente la faena a la hora que le correspondía, o sea que no demoraba la entrega del periódico a los lectores.
Sin duda, el triunfo de García  Márquez se debió en gran parte a  que aplicó a la novela su disciplina como periodista.
Hace ocho años, en la columna semanal que escribía para El Espectador, Gabo contó algunos de esos cuentos de nuestra juventud periodística, con ocasión de los homenajes que recibí al completar 50 años en el oficio. “Aquel era tablero de las noticias”, se titulaba la nota, porque el tema central era el tablero que se colocaba en los balcones del periódico sobre la carrera 7ª. Y entre mis funciones estaba la de dar avances de las noticias de última hora, con tiza de escuela.
Decía García Márquez en la última parte de su columna:
“Cuando ingresé a la redacción de El Espectador —en 1953—, José Salgar fue el jefe de la redacción desalmado que me ordenó como regla de oro del periodismo: ‘Tuérzale el cuello al cisne’. Para un novato de provincia  que estaba dispuesto a hacerse matar por la literatura, aquella orden era  poco menos que un insulto. Pero tal vez el mérito mayor de José Salgar ha sido el de saber dar órdenes sin dolor, porque no las da con la cara de jefe sino de subalterno. No sé si le hice  caso o no, pero en vez de sentirme ofendido le agradecí el consejo, y desde entonces —hasta el sol de hoy—, nos hicimos cómplices.
”Tal vez lo que más nos agradecemos el uno al otro es que mientras trabajamos juntos no dejábamos de hacerlo ni siquiera en las horas de descanso. Recuerdo que no nos separamos ni siquiera un minuto durante aquellas tres semanas históricas en que el papa Pío XII le dio un hipo que no se le quitaba con nada, y José Salgar y yo nos declaramos en guardia permanente esperando que ocurriera cualquiera de los dos extremos de la noticia: que al Papa se le quitara el hipo, o que se muriera. Los domingos nos íbamos en carro por las carreteras de la sabana, con el radio conectado para seguir sin pausa el ritmo del hipo del Papa, pero sin alejarnos demasiado, para poder regresar a la redacción tan pronto se conociera el desenlace.
”Me acordaba de esos tiempos la  noche de la semana pasada en que asistimos a la cena de su jubileo, y creo que hasta entonces no había descubierto que tal vez aquel sentido insomne del oficio le venía a José  Salgar de la costumbre incurable del tablero de las noticias”.
Bogotá, diciembre de 1991.