domingo, 18 de mayo de 2014

Edmundo Valadés: vivir para El Cuento

18/Mayo/2014
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

En uno de los últimos homenajes que recibió en vida, Edmundo Valadés escuchó con una mueca de desencanto el resumen analítico de Carlos Monsiváis: “Valadés es esencialmente un hombre bueno.” El autor de La muerte tiene permiso era en verdad un hombre bondadoso, pero no ingenuo. Una de las exigencias que elevaba como indispensables en todo cuentista era la malicia. Por algo su rostro se iluminaba cuando en su taller literario alguien leía un relato chispeante, pero sobre todo pícaro, más aún si se trataba de una autora.
La salud del viejo escritor se fue quebrantando. Un día le pregunté por qué no había escrito más, y me dijo con esa ternura tan propia de él: “Porque la tentación toca a mi puerta y yo le abro. Un escritor no debe atender esas llamadas, sino exclusivamente las del oficio.” Dedicaba mucha energía a su revista El Cuento, un auténtico taller de narrativa. Siempre evocaba la figura de Juan Rulfo como un entusiasta colaborador de la publicación, un lector refinado que traía a la revista hallazgos invaluables, autores que luego serían referentes en las nuevas generaciones. Lo mismo decía de Arreola.
Valadés nació en Guaymas, Sonora, en 1915. Una de las experiencias más reveladoras de su sensibilidad es aquella de su primera experiencia erótica. Tras la lluvia, en su natal Guaymas, quedaba en las calles una arena muy fina. A sus cinco años le gustaba salir descalzo y sentir la lluvia cálida sobre el rostro, luego caminar por el limo que acariciaba la planta de sus pies. “Esa –afirmaba– fue la primera conciencia de la sensualidad, la primera experiencia erótica.” Muchos años después recordaría otra experiencia en París:
Un grupo de periodistas muy conocidos: Enrique Figueroa, Jacobo Zabludowsky, entre otros. Fuimos al famoso cabaret Crazy Horse Saloon y presencié uno de los espectáculos más eróticos y formidables de mi vida. Puedo verlo muy claro aún. Apareció una mujer que era ya en sí la encarnación del erotismo, la provocación de la fantasía. Con toda seguridad la habían elegido entre miles. Todo en ella era voluptuoso, sus cabellos, el color de la piel, el rostro, el cuerpo, los ojos. Inició su actuación con una pantomima en la que aparentaba ir acompañada de un hombre y poco a poco sus caricias los orillaban al acto sexual. El público masculino se observaba realmente perturbado. En el lugar de aquel hombre ficticio nos instalábamos cada uno de nosotros, nos veíamos en posesión y poseídos por tan bella criatura. Cuando los varones veían por los suelos sus resistencias y estaban a punto de ser dominados por el impulso de subirse al escenario y violar a la actriz, entonces se cortaba el número y daba paso a un show cómico, que también era fabuloso. Cuando las carcajadas lo dejaban a uno sin aliento irrumpía de nuevo otra chica de las mismas características que la anterior e iniciaba su actuación. Se volvían a encender los apetitos sexuales y se repetía el corte y el paso a otra actuación cómica. El autor de ese espectáculo es un genio, se llamaba Alain Bernardin, el Rey del strip tease.
Suele ocurrir, cuando alguien dedica demasiado tiempo y energía a la difusión de la literatura y de la cultura, que se le escatimen méritos a su escritura. Es el caso de Valadés, quien por cierto aportó mucho al universo de la narrativa latinoamericana, particularmente del llamado microcuento, minicuento o minificción. En ese momento las fronteras del cuento moderno no estaban bien dilucidadas, por ello convocaba y buscaba reflexiones y análisis sobre el género, que debía ajustarse a la brevedad y la contundencia. En el número 119-120, de 1991, el propio Valadés refería el desdén de muchos por la minificción como literatura menor, pero su importancia iba cobrando fuerza en los países de habla hispana gracias al empeño de la revista El Cuento a lo largo de veinticinco años. En Colombia recogieron dicho esfuerzo y lanzaron un manifiesto en favor de la minificción, además de crear una publicación especializada, Ekuóreo, dispuesta a recoger los mejores productos del género. La revista El Cuento sentó magisterio a lo largo y ancho de América Latina, tanto que Mempo Giardinelli fundó en Argentina el Puro Cuento, en 1986, cuando volvió de su exilio mexicano.
Valadés no vivía del cuento, vivía para El Cuento, que publicó más de 110 números. Como muchos otros escritores de la época, desempeñaba trabajos burocráticos. Pocos meses antes de morir, en 1994, fue invitado a un taller literario de Iztacalco que llevaba su nombre. La charla sería en las propias oficinas de la Delegación. En el camino confesó que tenía miedo escénico porque olvidaba datos. Eran quizás las consecuencias de una afección cardíaca que lo había llevado un par de veces al hospital; el temor no era infundado.
Dos preguntas se expusieron sobre la mesa para abrir la sesión. Su primera respuesta fue muy breve, pero no la segunda: ¿qué le hubiese gustado ser si no fuese cuentista? Bailarín, contestó. De inmediato narró una experiencia maravillosa que confirmaba su dicho. En una estancia en la Unión Soviética, casi al final del viaje, lo invitaron a una fiesta. Descubrió a una mujer de belleza inaudita. Bebió algunos whiskys para darse valor e invitarla a bailar. Con gran disposición la rubia angelical lo acompañó a la pista de baile. “Éramos Ginger y Fred”, sostenía el maestro Valadés con una mueca de gozo. “Bailamos y bailamos sin pausa. La gente comenzaba a irse, pero nosotros continuamos impulsados por la fuerza de la danza y de la música. Al final sólo estábamos ella y yo. Alguien me sacudió por el hombro y en un apenas legible español me dijo: señor, despierte, ya se acabó la fiesta. Estaba dormido sobre la mesa. Pregunté por la chica, pero el hombre se alzó de hombros. Mi ropa olía aún a su perfume, no era un sueño. Esa noche había bailado con un ángel.”
De regreso a su casa dijo, sonriente: “La imaginación siempre sustituye a la memoria, este cuento lo gané por nocaut.”

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