Jornada Semanal
Orlando Ortiz
Hace tres o cuatro semanas me comuniqué por teléfono con él, para saludarlo y preguntarle cómo estaba, cómo se sentía. Aproveché para felicitarlo por la aparición de su Párrafos para un libro que no publicaré nunca, recién editado por Conaculta ¿Ya lo leíste?, me preguntó. ¡Claro!, respondí, y creo que resolviste de maravilla las dudas que tenías en cuanto a los episodios sentimentales de tu vida, apunté. Fue una charla breve; en su voz percibí el cansancio de la edad y los males que con ella vienen. No obstante me preguntó en qué estaba trabajando y le respondí que en una novela que me costará un chingo de canas verdes; él sonrió y me dijo que canas tenía desde hace mucho; porque desde hace mucho me cuesta trabajo escribir como antes, respondí, escribir media cuartilla me cuesta un huevo y la mitad del otro. Es que lentamente la vida te va apagando, sentenció y yo no me atreví a decirle: te estás autoplagiando, pues esas palabras se hallan en el párrafo antepenúltimo del libro.
Conocí a Emmanuel en 1967, si la memoria no  me 
falla, en una ceremonia de premiación. Yo había obtenido el segundo 
lugar en  el primer concurso de la revista Punto de Partida, en
 cuento.  Julieta Campos y Emmanuel Carballo habían sido los jurados. 
Entablamos  conversación y él me preguntó si tenía alguna novela, pues 
Diógenes (la  naciente editorial que él dirigía) estaba organizando la 
publicación de seis  novelas en competencia de jóvenes escritores 
mexicanos, y le faltaban dos o  tres títulos. Le respondí que tenía una 
en proceso. Llévame a casa lo que  tienes, para echarle un ojo. Así lo 
hice y me dijo que le gustaba y que  siguiera escribiéndola, a ver si la
 terminaba satisfactoriamente antes de que  se completaran las novelas 
requeridas para el  certamen. Lo conseguí y al parecer los resultados 
fueron satisfactorios,  pues la publicó.
Ese fue el inicio de nuestra amistad.  Después, como
 producto de nuestras charlas, nacieron tres libros más, que él editó. 
Cuando don Eulalio Ferrer le  pidió que se hiciera cargo de la revista Cuadernos de Comunicación,
 me llamó para que fuera el secretario de redacción. De esa época  
recuerdo que ambos –y José Ciccone, como diagramador– sacábamos adelante
 la  revista; todos los lunes, por la mañana, antes de iniciar las 
labores,  comentábamos el capítulo de nuestra “telenovela favorita” –lo 
decíamos  burlándonos de nosotros mismos–, Los de arriba y los de abajo,
 una serie inglesa espléndida en  todos sentidos. Posteriormente comenzó
 a colaborar como articulista en la  Organización Editorial Mexicana, a 
invitación de don  Benjamín Wong, quien acabó convenciéndolo de  que 
aceptara ser el jefe de la sección editorial, y le daba carta blanca 
para  invitar colaboradores, quitar a los que sintiera obsoletos, 
etcétera. Fui  invitado a colaborar, y dadas sus relaciones con 
intelectuales latinoamericanos  de “peso completo” en ese momento, que  
estaban como refugiados políticos, la nómina del diario se enriqueció 
considerablemente. Hubo algunas fricciones con  el jefe de redacción o 
subdirector, ya no lo recuerdo bien, pero don Benjamín  Wong siempre le 
dio su apoyo a Emmanuel. El problema se presentó cuando el  licenciado 
Mario Moya Palencia dejó la Secretaría de Gobernación y sustituyó en  el
 timón a don Benjamín. Hubo problema con algunos de mis artículos, le 
dije a  Emmanuel que para evitarle problemas renunciaría y me respondió 
que él  también lo haría. Lo hizo saber a los colaboradores, que de 
inmediato se solidarizaron. Se presentó  públicamente la renuncia, y 
Emmanuel también lo hizo de manera individual  en una carta dirigida al 
Lic. Moya, vía Enrique Mendoza, expresando su total  desacuerdo por la 
conducción autoritaria y nueva línea editorial del periódico,  ahora 
carente de crítica y servil, y por lo  mismo se oponía a que los 
artículos de los colaboradores que él había llevado a la Organización 
fueran  mutilados o sometidos a censura.
Podía haber hecho caso omiso del problema,  en 
cierta medida menor, pues en realidad al único colaborador al que se le 
habían mutilado colaboraciones  fue a mí, que escribía de cuestiones 
nacionales, pues el resto abordaban los  problemas de Latinoamérica. 
Pero no lo hizo. Iba contra sus principios  libertarios, de solidaridad 
y, por así decirlo, de izquierda sin partido. El  siempre se consideró 
un “francotirador”. Tanto en la literatura como en la  política. Nunca 
solapó debilidades o errores de amigos o enemigos. Esto le  acarreó 
muchas enemistades y pérdida de “amigos” incapaces de aceptar críticas. 
 Tal vez se quedó malacostumbrado a ser el “infante terrible” que en los
 años cincuenta  apareció en la crítica literaria de nuestro país. Y, en
 alguna medida, se fue  quedando solo. (Como casi solo, en su ataúd, 
estaba este lunes 21 en la  funeraria. La fiesta fúnebre estaba en otra 
parte, donde había cámaras, medios,  celebridades. Pero ésta no era 
excluyente, los excluyentes fueron los  asistentes al duelo.)
¿Cuál fue el mayor pecado de Emmanuel  Carballo? 
Decir lo que pensaba y ser congruente con lo que decía. Además, allá  en
 el rancho habríamos dicho: no tenía pelos  en la lengua. Era 
consciente, por otra parte, de que podía estar  equivocado en sus 
juicios, pero de lo que siempre estaba convencido era de la  sinceridad 
de los mismos. En cierta ocasión, cuando tenía poco de conocerlo y  
tratarlo, me dijo que le espantaba la idea  de llegar a una edad en la 
que se estancara intelectualmente y quedara  ligado a prejuicios 
literarios o políticos conservadores o, lo que era peor,  reaccionarios.
 Que para él, los críticos debían ser como los poetas marchitos,  que si
 tienen suerte se retiran a tiempo,  para no escribir pendejadas 
obsoletas y olorosas a naftalina. Emmanuel  Carballo, estoy convencido 
de ello, no tuvo que retirarse porque nunca llegó a  viejo; siempre fue,
 a lo largo de su vida, el infante terrible, el “mal  necesario”, como 
él mismo calificaba su oficio.
A veces declaraba estar esperando  la aparición de 
un joven crítico al que pudiera dejarle la estafeta. El problema, ahora,
 aunque se oiga como lugar común, es  que deja un vacío tremendo. No veo
 a ese joven que pueda llenar los zapatos de  Emmanuel. En la academia 
hay muchas y muchos de gran talento y con  conocimientos muy amplios, 
pero tal vez por lo mismo incapaces de la pasión y  vehemencia 
necesarias para ser críticos. 

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