domingo, 20 de agosto de 2017

El poder político en la narrativa breve de García Márquez

20/Agosto/2017
La Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

A la memoria de Víctor Manuel Cárdenas

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Gabriel García Márquez publicó a lo largo de su vida tres libros de cuentos, o cuatro, si tomamos en cuenta los relatos juveniles que se publicaron por primera vez en una edición pirata argentina (Ojos de perro azul1, pero que a la larga incorporaría a sus obras completas. Los otros fueron: Los funerales de la mamá grande (1962), quizá el mejor de todos, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1968) y Doce cuentos peregrinos (1992). Publicó asimismo seis novelas cortas: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1958, en revista, 1961, en libro), La mala hora(1962), Crónica de una muerte anunciada (1981), Del amor y otros demonios (1994) y Memorias de mis putas tristes (2004), una adaptación caribeña de una novela de Kawabata. Para el tema que nos ocupa nos interesan principalmente los cuentos y las tres primeras novelas breves, sin dejar de asociar con las otras y con sus novelas de largo hálito.
Los acontecimientos de los cuentos y las novelas cortas acaecen en Macondo2 o en pueblos caribeños de los que no menciona el nombre, pero todos se parecen mucho entre sí. En sus Memorias3, García Márquez hace este apunte significativo: “Más tarde, cuando empecé a leer a Faulkner, también los pueblos de sus novelas me parecían iguales a los nuestros.” Yo me permitiría añadir que los personajes y hechos que suceden en los pueblos de las novelas y cuentos de García Márquez, tomándole la frase, “me parecían iguales a los nuestros”, o al menos, muy parecidos, y no sólo en el sureste mexicano.
Una virtud mayor del colombiano es que a los personajes más simples o pobres suele darles una dimensión entrañablemente humana, o de otro lado, insólita o mágica. En esos cuentos y novelas breves (protagonizados por alcaldes asesinos –militares o no–, comerciantes enriquecidos a la mala, ancianas encerradas a piedra y lodo, ladrones por hambre, un dentista liberal, el dueño del billar, párrocos centenarios o pobrísimos, el propietario del cine que vive aterrado ante el dedo admonitorio del párroco censor, esposas que en el apego conyugal protegen y cuidan la casa de maridos desbalagados, prostitutas de desahogo, agoreras que viven más (en) el futuro que el presente, carpinteros de prodigio, el gringo despilfarrador no necesariamente estúpido, el veterano inservible de las guerras civiles, viejos que tienen la ocurrencia de aparecerse alguna vez en un jardín como ángeles, bellos ahogados que perturban un pueblo costeño), ya estaba todo el orbe garciamarquesiano que culminaría soberbiamente en Cien años de soledad… Los centros de esparcimiento de los varones en el pueblo son el billar, la gallera, el cine y el prostíbulo.
Una de las columnas centrales que sostienen la casa literaria garciamarquesiana, aun en el ejercicio del periodismo, es el poder. La política, salvo sus debidas excepciones, es el arte de hacer el mal pareciendo que se hace el bien, y a quien se dedica a ella, de manera ine-vitable lo envilece y corrompe. Como escribía en una carta famosa el historiador Lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, si bien él lo extendía también al poder religioso, empresarial, financiero y sindical. El poder político en la obra de García Márquez escasamente tiene bondades, salvo cuando se aspira a tenerlo o los ideales se hallan en flor; una vez que se tiene, cuando se le toma el gusto, el alma se deforma y el hombre puede con-vertirse en un monstruo. El ejercicio del mal puede provenir de un alcalde, un senador, un gobernador, un presidente de la república, y claro, de un déspota, personificado ante todo por el ultradecrépito viejo de su soporífera novela El otoño del patriarca. En sus no-velas –le contestó a Plinio Apuleyo Mendoza– lo que le atrajo hasta la fascinación fue tratar de explicarse, por un lado, el misterio del poder, y del otro, la soledad del poder. El misterio estaría prácticamente presente en su narrativa donde se halle un hombre con un mínimo o un máximo del ejercicio del dominio político. La so-ledad del poder la personifican ante todo el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad, el ancia-nísimo tirano de El otoño del patriarca y Simón Bolívar en El general en su laberinto, quien la vive en intensidad luego de renunciar a la Presidencia y caer en el des-peñadero de variada índole los últimos meses de su vida, precipitándose en una tristísima orfandad política, pero teniendo o conservando todavía el último resplandor de autoridad, el último “halo mágico” que da el poder, cuando vive –padece– una “agonía trágica”, como la llamó el crítico rumano Paul Alexandre Geor-gescu. Aun a esto habríamos que añadir una tercera, que quizá sea derivada del misterio: la invisibilidad del poder. Es el caso, por ejemplo, de El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora y, sobre todo, de Cien años de soledad, en donde se siente el peso, pero no sabemos dónde están ni quiénes son esos políticos conservadores que gobiernan cruelmente desde una ciudad lluviosa y fría de la cordillera andina, situada a 2 mil 600 metros de altura, y contra quienes, por ejemplo, el coronel liberal Aureliano Buendía emprende treinta y dos guerras civiles. Esos mismos que mandan matar a sus diecisiete hijos de un disparo en la frente, cuando ante la brutalidad criminal, luego del Tratado de Neerlandia, pronuncia el coronel apenas una indignada frase de rebelión, pero que ante los hechos, ante la fatiga de la edad, era inofensiva.

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Igual que en buen número de sus cuentos, en las tres primeras novelas breves, la autoridad ejecutiva, inmediata y visible, es el alcalde, pero en La hojarasca y en El coronel no tiene que le escriba aparece de sesgo; en La mala hora, en cambio, es protagonista imposi-tivo4. En La hojarasca, no de derecho pero de hecho, el poder lo representa la compañía bananera, cuyos directivos no se ven pero inciden y determinan la vida en Macondo. Cuando la compañía se va, sólo deja en el pueblo la hojarasca: desempleo, pobreza, estrago. “Todo lo había traído la hojarasca” y todo lo bueno –si lo hubo– se lo llevó. El alcalde apenas aparece en las páginas y sólo para darle al coronel5 el permiso para que el médico, a quien odiaba todo el pueblo, fuese sin violencia enterrado.
En El coronel no tiene que le escriba se menciona de paso el contubernio para el saqueo –“el pacto patrió-tico”– entre el alcalde y el rico del pueblo, don Sabas, a quien sólo le importa la plata, y es capaz de hacer cualquier cosa para allegarse más, aun aceptar el crimen o la expulsión del pueblo de miembros del propio partido. No obstante, ambos personajes no se explicarían sin el estado de sitio que ahoga al país desde diez años atrás. No está dicho pero se sobreentiende sin dificultades que se vive bajo una dictadura, por ejemplo, cuando se habla del toque de queda, o cuando se refiere que no hay esperanzas para unas prontas elecciones, o cuando el médico comenta con el coronel sobre los perió-dicos que le llegan: “Es difícil leer entre líneas lo que permite la censura.” Pero esa dictadura en el país no se ve; está encarnada criminalmente en el breve horizonte municipal en el alcalde que, como en otras narraciones, es un teniente. De los representantes de la dictadura en el centro del país, por ejemplo, el propio déspota o los ministros, no sabemos quiénes son. Los jóvenes opositores en el pueblo, entre quienes se contaba el hijo del coronel, reparten hojas clandestinas pero no sabemos quiénes las hacen o quiénes las mandan desde otras partes. El coronel espera desde quince años atrás una carta donde le confirmen su pensión de veterano de guerra, pero la carta no llega, y no sabemos quién o quiénes, en esa burocracia de pesadilla, debe mandársela. Algo aún más triste: el coronel tiene el antecedente de sus compañeros en la guerra civil que murieron sin que les llegara el correo de la confirmación de la pensión. Nunca sabrá si eso ocurre por morosidad burocrática o porque se la roban desde la ciudad nublada y fría del Centro. Debajo o entre la historia del coronel, que espera a sus setenta y cinco años la noticia alentadora para salir de una vida de pobreza al límite con su mujer, corre la historia de la (frágil) resistencia política contra la asfixiante dictadura. Nada sugiere más al gobierno despiadado bajo el que viven en el pueblo que, cuando al principio de la novela su mujer y él asisten a un entierro, que es todo un acontecimiento, y lo es, porque como opina el coronel con magnífico humor negro, “es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años”.
En La mala hora el poder absoluto lo tiene el alcalde; el párroco Ángel, el juez Arcadio y los ricos (don Sabas, Chepe Montiel) o carecen realmente de poder o son cómplices. A veces los toma en cuenta pero no tienen poder de decisión. El padre, un hombre pobrísimo, es de hecho una figura decorativa; su función es sólo para calificar las películas según su moralidad, que los pobladores vivan como católicos, buscar dar consejos en algunos momentos al alcalde para refundar la moral y que en su iglesia no proliferen los ratones. Al final se da cuenta que todo el bien que quiso hacer sólo fue levantar una estatua en honor a la nada.
Pero ¿cómo se hizo el alcalde del poder en los años del terror? Luego de una visita del juez que le pide inútilmente un salvoconducto para transitar en las calles durante el estado de sitio, trata de dormir:
Estaba desvelado en pleno día, empantanado en un pueblo que seguía siendo impenetrable y ajeno, muchos años después que él se hiciera cargo de su destino.
La madrugada en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con cuerdas y la orden de someter al pueblo a cualquier precio, fue él quien conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, y la entraña implacable de tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida.
Ni Vitela, el juez anterior al juez Arcadio, se escapó de ser acribillado. Cometió la infidencia en una borrachera de que haría respetar el sufragio.
En La mala hora el asunto fundamental es la historia de los pasquines difamatorios contra hombres y mujeres del pueblo –salvo excepciones–, que mantienen en alerta a todas y a todos y que llega a causar asesinatos o que gente se vaya del pueblo, pero debajo o entre la historia de los pasquines corre la política como un pasado de crímenes. Un pasaje de la novela es ilustrativo de la enérgica capacidad de decisión que tuvo el alcalde en los años del terror. Una madrugada unos policías iban a entrar a casa del doctor Giraldo, no se sabe si a matarlo o a aprehenderlo, y el alcalde ordena: “Ahí no. Ése no se mete en nada.” Es decir, una señal de él era la vida o la muerte. En complicidad con don Sabas y Chepe Montiel, el alcalde en los tiempos de persecución, se hizo de bienes que compraron a precios de bisutería. Era un tiempo que parecía tener sólo tres destinos para los opositores: la tumba, la cárcel o el destierro. Pasado el estado de sitio, el alcalde quiere ser más justo (hasta donde puede) y que el pueblo sea un lugar decente; sin embargo, a los moradores del pueblo les parece que todo sigue igual, entre otras cosas, porque no hay elecciones. “Cambió el gobierno, prometió paz y garantías, y al principio todo el mundo le creyó. Pero los funcionarios siguieron siendo los mismos.” No sólo seguía igual, sino llegó a ser más infame y execrable: muy pronto el alcalde vuelve a caer en la arbitrariedad, la rapiña, el asesinato... En algún momento descubre que no sólo son los pasquines con los que los moradores se divierten malévolamente para acabar con la honra de los pobladores: como en su anterior novela (El coronel no tiene quien le escriba), empiezan a circular también hojas clandestinas, que el lector deducirá que son llamados a la población a la rebeldía y a irse al monte para combatir el mal gobierno. El centro de conspiración, donde principalmente se pasan de mano en mano las hojas, como en El coronel no tiene que le escriba, es la gallera: allí mataron al hijo del veterano coronel; de allí sacaron en La mala hora a Pepe Amador, un joven opositor, para torturarlo y matarlo. En realidad el estado de sitio –se comprende– nunca se fue. La muerte de Pepe Amador es la gota que colma el vaso. “En este país va a haber vainas”, dice el peluquero Guardiola al juez Arcadio. Y añade líneas más adelante. “Esto ya no lo para nadie.” O como dice hacia el final el tendero Benjamín a la madre pobrísima del joven asesinado: “En este tiempo la justicia no se hace con papeles: se hace a tiros.”
Desde que llegó el teniente-alcalde la mala hora en el pueblo fueron todas las horas. Escrita en 1962, tres años antes había triunfado la guerrilla en Cuba. En Colombia, desde 1948, luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, empezaron las guerrillas, y con ellos los fermentos de lo que serían los movimientos de las farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el eln (Ejército de Liberación Nacional), que en 1964 fundarían sus movimientos.

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n Cien años de soledad de principio, en el nacimiento de Macondo, que simbólicamente es la génesis del planeta, el poder no lo tiene nadie, o si se quiere, hay un régimen de usos y costumbres, en el que sobresale el primer José Arcadio Buendía por fuerza de su voluntad. Vendrían después sucesivos alcaldes, sin orden preciso, unos mejores que otros, y en la Guerra de los Mil Días, unos serían conservadores, otros liberales. Luego de la firma de la paz con el Tratado de Neerlandia se describe la irrisoria situación política: “Las autoridades locales eran alcaldes sin iniciativas, jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y cansados conservadores de Macondo. ‘Este es un régimen de pobres diablos –comentaba el coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos armados de bolillos de palo–. Hicimos tantas guerras, y todo para que nos pintaran las casas de azul’.” Cuando llegó la compañía bananera, sin embargo, fueron sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir dentro del gallinero electrificado, es decir al área de apartheid que tenían los gringos dentro del propio pueblo, para que gozaran, según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones en Macondo. Los antiguos policías fueron reemplazados por sicarios con machetes. Encerrado en el taller, el coronel Aureliano Buendía pensaba en estos cambios, y por primera vez en sus callados años de soledad lo atormentó la definida certidumbre de que había sido “un error no proseguir la guerra hasta sus últimas consecuencias”.
Luego de la partida de la compañía bananera, que dejó hecho pedazos el pueblo, las autoridades de Macondo se van haciendo lejanas o se difuminan en la novela.

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No de muy diversa manera, el poder aparece en sus cuentos. Por ejemplo, en “Un día de estos”, el primero de Los funerales de la mamá grande, está magníficamente dibujado en una imagen: cuando el dentista, al momento de sacarle al alcalde una muela sin anestesia, “sin rencor, más bien con una amarga ternura”, le dice: “Aquí nos paga veinte muertos teniente.” En ese momento se nos revela en su dimensión exacta con quién trata y de quién se trata6.

En el cuento “Muerte constante más allá del amor” (quizá el mejor del libro de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada), el senador Onésimo Sánchez, a quien “le faltaban seis meses y once días para morirse”, un deudor le envía a su hija virgen, una muchacha bellísima, la muchacha más bella que el senador haya conocido, y se la ofrece por el dinero que le debe. Se lleva a cabo la transacción y el único lamento del senador es no haber seguido encerrado con la muchacha por más tiempo del que le tocó vivir. En el soneto de Quevedo, que da título al cuento, el poeta español imagina que después de su muerte será “polvo, mas polvo enamorado”; el senador Onésimo Sánchez es cuerpo terrenal enamorado hasta el último de sus días. Me doy por creer que en sus años de lozanía a García Márquez le hubiera gustado una muerte felizmente sexual igual o parecida a la de su protagonista.
Como han dicho Maquiavelo y sus descendientes teóricos, la esencia del poder es tenerlo y mantenerlo. En uno de los Doce cuentos peregrinos, “Buen viaje, señor presidente” (el cual es quizá un desprendimiento de El otoño del patriarca –fue escrito en 1979–), versa sobre un expresidente caribeño que va a curarse paradóji-camente a la helada Ginebra, donde enfermo y pobre pasa unos meses hasta que casi se recupera. Paradójicamente pobre digo, porque las fortunas de los hombres del gran poder latinoamericano han acabado por décadas en las cuentas suizas. Paradójicamente también porque un matrimonio más pobre que el expre-sidente ambiguamente pobre y en la extrema soledad del poder es el que le mitiga los meses de precariedad durante su estadía. Un día el expresidente regresa al Caribe, específicamente a La Martinica, donde mora su amigo el poeta Aimé Césaire7, pero aún no puede regresar a su país. Es casi una máxima que no hay político que haya conocido y perdido el poder que no espere o sueñe volver a tenerlo. Es una ingenuidad creerles en el desempleo su falso desdén por el poder, y menos, que quieran definitivamente prescindir de él. Cuando se presenta la oportunidad, al político le da por creer, o los partidarios se lo hacen creer, que la patria lo necesita y que aún es útil para “aportar su experiencia”. El expresidente acaba por creerlo y vuelve a las andadas.

V

En un notable artículo de 1991, la periodista colombiana Patricia Lara observaba que la fascinación del poder en García Márquez “le ha permitido descifrar su misterio, retratarlo, desmenuzarlo, engrandecerlo y ridiculizarlo”. A las dos atracciones que tenía por el misterio y la soledad del poder, y a la que añadimos nosotros la invisibilidad, Patricia Lara adiciona muy bien que “hay básicamente dos características comunes en todos sus personajes poderosos, las cuales tienen que corresponder necesariamente a características comunes a quienes se dejan atrapar por el vicio de la felicidad falsa del poder: la pérdida del sentido de la realidad y la incapacidad para el amor” 8. En las respectivas novelas, la periodista evidencia instantes definitorios en los casos de Aureliano Buendía, el Patriarca y Simón Bolívar. El amor, sentencia, les quedaba grande.
En un régimen de cualquier índole se habla desde las cúpulas del poder –nacional, estatal o municipalmente– de respeto a las instituciones y de estado de derecho, pero García Márquez dibuja soberbiamente que quienes deberían hacer valer las leyes son los primeros en violarlas o torcerlas, eso sí, reiterando de continuo, en mejor o peor simulación, que se cumplen a cabalidad y nadie está por encima de ellas. El ejercicio de la política y de la abogacía se asientan en la verdad jurídica, pero son ellos quienes perfeccionan más en la práctica el arte de la mentira. Salvo excepciones, no hay un personaje poderoso que, de una manera u otra, no se hunda en un lodazal delictivo. En eso, las narraciones del aracataqueño son un retrato, o si se quiere, una metáfora, de la política latinoamericana: injusticias, bruta-lidad criminal, arbitrariedades cotidianas, abuso de autoridad, pozos sin fondo de corrupción…
Después de la publicación de Cien años de soledad, García Márquez conoció y trató a numerosos presidentes, sobre todo colombianos y mexicanos, de vario y variado color ideológico, y de algunos fue muy amigo. De los colombianos, liberales y conservadores, desde Alfonso López Michelsen (1974-1982), de hecho fue próximo a todos. Baste pensar, de otros países, en Omar Torrijos, François Miterrand, Bill Clinton, Carlos Andrés Pérez, Ricardo Lagos y, sobre todo, Fidel Castro. Esta proximidad con los poderosos fue algo común al grupo del boom (Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa). Quizá quienes trataron más a los presidentes fueron García Márquez y Vargas Llosa, pero Vargas Llosa tuvo mayor cercanía con los conservadores o ultraconservadores, algunos impresentables.
Contra todo, no hay nada que muestre o pruebe que García Márquez buscara en ese trato un interés o un beneficio personales, ni mucho menos un puesto mi-nisterial. Un último y claro ejemplo de esa fascinación fue su insistencia para que el entonces rey de España, Juan Carlos ii, asistiera a la celebración de sus ochenta años a Cartagena de Indias. Parecía en él sólo el gusto de convivir con los poderosos, sentir la inmediata aura del poder y, muy probablemente, la oportunidad de conocer sus caracteres, y en determinados casos, como el de Fidel Castro, interceder por perseguidos (que el chileno Jorge Edwards, quien lo trató a menudo en la Barcelona de los años setenta, y quien no simpatizaba con el régimen cubano, escribió que a fin de cuentas no fueron muchos9). Del lado de los presidentes, sobre todo latinoamericanos, reunirse con él significaba el ornato de tener como amigo próximo o como excelente conocido al narrador latinoamericano más célebre del siglo xx y de lo que iba del xxi. En cuestión de imagen, en mi opinión, ganaron mucho más con la amistad o con el trato los presidentes que García Márquez 

Notas
1. Son nueve cuentos publicados entre 1947 y 1955, es decir, entre sus veinte y sus veintiocho años, uno más mediano que otro, los cuales ocurren en espacios muy cerrados. Una de las preocupaciones centrales que los caracterizan es el muro invisible –el momento del tránsito– que existe entre la vida y la muerte; otra sería el doble y los desdoblamientos. Entre todo ese desecho narrativo hay un cuento espléndido, “La mujer que llegaba a las seis”, sobre una prostituta que ha asesinado a un cliente, el cual anticipa por varias vías la gran narrativa garciamarquesiana. Para evitar la circulación clandestina, García Márquez incorporó el libro como propio en sus obras completas.
2. En sus memorias cuenta que Macondo era el nombre de una finca bananera. Estaba a diez minutos en tren de Aracataca. Se le quedó hondamente grabado en el recuerdo y el cuerpo por su sonoridad.
3. Vivir para contarla.
4. En una novela corta posterior, Crónica de una muerte anunciada, se nos informa que el alcalde, el coronel Lázaro Aponte, lleva once años como autoridad civil. Apenas si aparece en el curso de la narración. Una, para decir que creyó tener razones de que Santiago Nasar ya no corría ningún peligro de que los gemelos Pablo y Pedro Vicario lo fueran a matar para vengar en él al supuesto desvirgador de su hermana; la segunda es que en los primeros días, luego del asesinato, cuando tenía a los gemelos Vicario en la cárcel, no sabía qué hacer con ellos; la otra mención al alcalde es indirecta y es una información que da el cura Carmen Amador en su retiro de Calafell al sujeto narrador (García Márquez). El cura tuvo que hacer la autopsia de Santiago Nasar en ausencia del médico: “Fue como si hubiéramos vuelto a matarlo después de muerto. Pero era una orden del alcalde, y las órdenes de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran, había que cumplirlas.”
5. Hay una obsesión de García Márquez por los coroneles como protagonistas esenciales en novelas. Dos no tienen nombre (La hojarasca y El coronel no tiene quien la escriba); el otro es una mención de paso en sus primeros libros, y eje definitivo de Cien años de soledad: el coronel Aureliano Buendía. En esas menciones, en la guerra y en la firma de paz, hay ya un tinte legendario. Una curiosidad: el abuelo materno, Nicolás Ricardo Márquez Mejía, del que decía García Márquez que era quien más lo había influido, tuvo grado de coronel, y aparece aún en Cien años de soledad, llamándose –quizá por eufonía verbal– Gerineldo Márquez, y es el hombre de más confianza en la guerra y en la paz de Aureliano Buendía. En la paz es el pretendiente obstinado y sin esperanza de la seca y severa Amaranta.
6. En La mala hora hay una variación del cuento. En un pasaje, por medio del cura, el alcalde hace que lo reciba el dentista. Las posiciones ideológicas son las mismas, pero los hechos criminales que los enfrentaron son algo que ya fue.
7. Varios de los cuentos peregrinos son pretexto para que amigos o maestros sean asimismo personajes: el propio Aimé Césaire, Cesare Zavattini, Pablo Neruda y Miguel Otero Silva.
8. Gabriel García Márquez, testimonios y ensayos sobre su obra. Compilación de Juan Gustavo Cobo Borda, I, pp. 15-19. Siglo del hombre editores, Bogotá, 1992)
9. Lecturas Dominicales, El Tiempo, Diciembre 12, 1982.

domingo, 6 de agosto de 2017

Guillermo Cabrera Infante: amor con humor se paga

6/Agosto/2017
La Jornada Semanal
Enrique Héctor González

En 2017 no sólo deben celebrarse los cincuenta años de la aparición de una novela que cambió los rumbos de la narrativa hispanoamericana con su estirpe centenaria de Aurelianos y José Arcadios, sino que sería plausible recordar, asimismo, que otras dos novelas fundamentales del boomCambio de piel y Tres tristes tigres, se publicaron también en 1967. De la primera de las tres se ha recordado en la prensa cultural hasta el día preciso de su nacimiento, y de la novela de Fuentes –quizá con menos estridencia por tratarse de un libro de escritura experimental y velocista– se hablará siempre como de un suceso casi puntual a partir del que la novela en nuestra lengua cobra conciencia de su fuerza hipnótica. Tres tristes tigres, en cambio, ha sufrido junto con su autor un inmerecido olvido que sería hora de restañar.
Nacido en Gibara, pequeña ciudad oriental de Cuba, en 1929, Guillermo Cabrera Infante fue un año menor que Carlos Fuentes y dos que García Márquez, aunque murió antes que ambos, en 2005. No perteneció al núcleo del boom pues, por antonomasia, ese sitio sólo posee los cuatro escatimados escaños que ocupan los dos novelistas antecitados, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Sin embargo, si extendemos el círculo de la narrativa hispanoamericana a quienes, en los años sesenta y setenta, consolidaron el renombre alcanzado por la novela producida en esta zona del mundo, adláteres anteriores, contemporáneos o directamente derivados del boom, se tendría que mencionar, entre los nombres de Manuel Puig, José Donoso, Miguel Ángel Asturias, Juan Carlos Onetti, Fernando del Paso y algunos más, el de Cabrera Infante. Es posible que su autoexilio en Inglaterra, que duró unos treinta y cinco años, y sobre todo, la circunstancia de haberse erigido en el primer crítico frontal de la revolución castrista entre los escritores de su generación (en el temprano año de 1961 fue destituido como director de la publicación cultural más importante de Cuba, Lunes de Revolución, y en 1965 partió definitivamente de la isla, luego de una escisión disfrazada de cargo diplomático en Europa), quizá adelantaran el incierto descrédito en que cayó oficialmente su obra narrativa, aunque siempre fue reconocido entre sus congéneres como un prosista de proverbial talento en la consecución de una escritura festiva, shandyana, musical.
Guillermo Cabrera Infante fue, además, un notable crítico de cine que dejó en Arcadia todas las noches, pero sobre todo en Un oficio del siglo XX, una colección de ensayos y reseñas que lo mismo alertaban desde los años cincuenta contra la preeminencia de los criterios de Hollywood en la premiación de los festivales fílmicos, que permitían reconocer en su juicio sobre el cine europeo de esas épocas épicas (de Truffaut a Hitchcook al neorrealismo italiano a la “nueva ola” del cine francés) las revelaciones de un sacerdote cinéfilo.
Pero aparte de esta inveterada filiación fílmica, Cabrera Infante fue, antes que nada, un narrador nato, un humorista de la lengua que dejó algunos libros de cuentos y textos breves de impecable factura, como Exorcismos de esti(l)oAsí en la paz como en la guerra –suerte de lúcido ejercicio hemingwayano cuajado de hachazos sintácticos que son, al mismo tiempo, hechizos del lenguaje–, O, así nada más, con la cuarta vocal titulando una serie de prosas leprosas en su barroquismo aliterante, en la excesiva y hasta gratuita granulación de frases disfrazadas de música verbal, y la vasta novela La Habana para un infante difunto, título revelador de la destreza cabreriana para parodiar y resaltar la riqueza alusiva y elusiva de sus textos.
Sin embargo, es ese viaje por la noche infinita (y las grandes novelas son, desde Homero, historias de viajes) que intituló refranescamente Tres tristes tigres, la obra maestra de Cabrera Infante. Publicada, por motivos de censura, tres años después de haber ganado el codiciado Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral, TTT es una melodiosa metafonía de historias entrelazadas donde el habla habanera del night club de los años cincuenta coincide con la parodia de grandes escritores; donde de lo que se trata es de desviar siempre el curso normal del enunciado mediante el dique de la comicidad, verter el caudal de sus historias en el escamoteado golfo del ingenio, lo mismo para subvertir un orden social que para contravenir los propios estatutos de la lengua, cuya gramática, ese odioso policía del idioma, obliga a escribir siempre de determinado modo, condición fascista ya señalada en su momento por Roland Barthes.
Divertidos, excitados, trastornados por la naturaleza envolvente de su universo de comedia, los tres nostálgicos felinos sugeridos por el título de la novela, Bustrófedon, Silvestre y Cué, compiten constantemente en un jugoso juego verbal cuyos frutos son, con frecuencia, motivo de pasmo en las mujeres de quienes se rodean: amor con humor se paga. El disparate, la digresión, el diálogo incesante con la noche los vuelve teóricos del sexistencialismo, otero desde donde otean el ocio de la vida. “Estoy aquí, ¿no?”, le dice una mujer, Magdalena, a Silvestre, sólo para que éste responda: “Prueba concluyente. Si estuvieras conmigo en una cama sería definitiva. Coito ergo sum.”
Es posible que la vida disipada, esa insensata vocación lúdica de la novela y de sus personajes por revolver los saldos del viejo régimen en un amasijo amatorio que bien podría leerse como “íntima tristeza reaccionaria”, haya despertado en el ánimo del mundo intelectual sesentero cierto resquemor. Sin embargo, es y siempre fue una ceguera que Tres tristes tigres, la más joyceana de las novelas escritas en español, padeciera el juicio ominoso de una mutilación cometida por la censura franquista que la hace terminar con la frase “…ya no se puede más”, afortunada línea final después de la cual un improcedente relato sobre alguna desaforada guerrilla cerraba la novela. Casi no hay que decir que el exabrupto fue festejado y conservado por Cabrera Infante en todas las ediciones posteriores del libro como el sensible homenaje que a veces la estupidez rinde a la literatura, a esta obra que, luego de cincuenta años, merece sobradamente el sosegado festejo de una recomendable relectura.

sábado, 5 de agosto de 2017

Periodismo y suplementos culturales

5/Agosto/2017
El Cultural
Roberto Diego Ortega

UNA GENEALOGÍA ELEMENTAL

Aunque sus orígenes se remontan hasta la llegada misma de la imprenta en 1539, el antecedente directo de lo que hoy llamamos periodismo cultural en México tuvo lugar en las revistas que surgieron hacia el final del siglo xix, espacios fundadores de esta vertiente donde confluyen —sin jerarquías— los recursos del periodismo con la exigencia intelectual y literaria.
Como coinciden varios comentaristas, la revista iniciada en 1869 por Ignacio Manuel Altamirano, El Renacimiento, plantea por primera vez una literatura nacional que se despoja de sus lastres coloniales, enfrenta sus traumas ancestrales —muerte, devastación, saqueo, desigualdad, miseria— y se propone tareas muy precisas que responden a las urgencias de la hora: la conformación del discurso, la identidad singular del país desde el espacio de las ideas, las letras y las artes. Sus colaboradores son personajes históricos y fundan además la matriz de la literatura mexicana moderna: es, en efecto, el inicio que a partir del modernismo avanza hacia las rutas y los rasgos que con el tiempo definen su singularidad. Sólo a manera de ejemplo, Altamirano reúne en las páginas de El Renacimiento a figuras como Guillermo Prieto, Manuel Payno y Vicente Riva Palacio: sin su contribución, nuestra historia y literatura no existirían como las conocemos.
Aunque efímera —inició y terminó su existencia en aquel año de 1869—, El Renacimiento perfiló en poco más de cincuenta números una idea que continuaron otras revistas por venir. Hay recuentos detallados que registran decenas de publicaciones literarias surgidas durante el siglo xix —por no hablar del xx. Entre las más notables —aunque no las únicas— debe incluirse la Revista Azul (1894-1896), animada en su origen por Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo, y que de acuerdo con su nombre difundió a gran parte, si no a la totalidad de autores en activo del modernismo hispanoamericano. Es la primera que aparece en la forma actual de los suplementos, es decir, como un espacio habitual, asignado en un periódico o una revista (en su caso El Partido Liberal), con dirección, editores, colaboradores y en ocasiones consejo editorial propio, bajo un principio de independencia para ejercer sus decisiones y criterios. Mencionar a la Revista Moderna suma tres títulos que compartieron el propósito original de cuestionar desde las letras los desafíos históricos y culturales del país, con el decadentismo del fin del siglo xix y la inspiración francesa como ideal o modelo recurrente.
Con la ventaja de la retrospectiva, entre las contribuciones y herencias fundamentales de estos espacios destaca el interés por incorporar los nuevos tonos y sensibilidades, a la par de la voluntad crítica, de experimentación y riesgo, el aprecio y la convergencia de los diversos géneros, la decisión de mirar al mundo más allá de nuestras fronteras, en una fórmula virtuosa que pudo compensar el aislamiento y la inercia parroquial.
Tuvieron muchos sucesores que emprendieron nuevos proyectos durante el siglo xx, no sólo en la Ciudad de México —un recuento exhaustivo se antoja interminable. Me detengo sólo en dos estaciones emblemáticas: Contemporáneos (1928-1931), donde Novo, Villaurrutia, Cuesta, Pellicer, Gorostiza, Ortiz de Montellano —y no sólo ellos—, compartieron su novedoso mapa de preferencias literarias. En Taller (1938-1941), Octavio Paz reúne a los jóvenes Efraín Huerta y José Revueltas, a Efrén Hernández, Juan Ramón Jiménez o León Felipe, entre muchos otros. Nuevos vientos llegan a las letras mexicanas con estas y otras revistas que además traducen y en algunos casos descubren para nuestro medio las obras en marcha de autores que pronto culminaron piezas definitivas del siglo xx, como St. John-Perse, Paul Valéry, T. S. Eliot o James Joyce.

LA IMPRONTA DE FERNANDO BENÍTEZ

Esta historia ya ha sido contada. Sabemos que el trabajo de Fernando Benítez (1912-2000) resulta indispensable para comprender el desarrollo del periodismo cultural en México durante el siglo pasado. En su adolescencia, anota José Emilio Pacheco, Benítez “fue el último discípulo de Luis González Obregón que a su vez lo había sido de Ignacio Manuel Altamirano”, y este vínculo añade una fuerza simbólica a su papel de heredero, animador y director, en un trayecto de cuatro décadas —1949 a 1988— cuyo antecedente más cabal sería El Renacimiento.
En el principio, Benítez tuvo éxito al proponer el suplemento semanal México en la cultura (1949-1961) al diario Novedades. Sería un espacio clave que refrendó con eficacia algunos de los recursos que validaron sus ilustres precursores. México en la cultura fue campo de batalla, experimentación y consagración, núcleo aglutinador (sin olvidar su cuota de exclusiones) de quienes modelaron en buena medida el canon de la literatura mexicana del siglo xx, de Alfonso Reyes a Octavio Paz y Juan Rulfo, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis, Emmanuel Carballo y Juan García Ponce, entre otros. Coincidió en el tiempo y compartió colaboradores, por ejemplo, con la segunda época de la Revista Mexicana de Literatura, que entre 1958 y 1965 estuvo a cargo de Tomás Segovia y Juan García Ponce; o con la revista Universidad de México durante la dirección de Jaime García Terrés.
Acaso la frecuencia semanal influyó para que éstas y otras revistas no alcanzaran la amplitud ni la presencia de México en la cultura; pero una explicación más viable puede ser que su identidad era ante todo literaria, mientras que la propuesta de Fernando Benítez se distinguió también por su beligerancia política: compartió el entusiasmo por la incipiente Revolución Cubana, las demandas o protestas sindicales y sociales del país, en un contexto de represión oficial, censura y sumisión casi absoluta de los medios ante el poder (con las honrosas excepciones, desde luego). En 1961, luego de doce años de existencia, estos factores determinaron la cancelación del suplemento; de ese episodio hay por lo menos dos versiones y su denominador común es que obedeció a la censura por el filo crítico y político desplegado en sus páginas.
Luego de la ruptura con Novedades, José Pagés Llergo hizo posible la continuidad en su revista Siempre! Benítez le dio la vuelta al título original, y México en la cultura reapareció muy pronto —un par de meses— como La cultura en México. Pagés Llergo le asignó un espacio en Siempre!, un semanario en ese entonces influyente, que bajo su dirección abrió espacios a la crítica o disidencia de algunos de los periodistas más reconocidos de aquellos años. Benítez encabezó este nuevo ciclo de 1962 a 1970, con la colaboración de los autores ya citados, más otros como Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina, Inés Arredondo. El régimen de la revolución institucional pasaba de López Mateos a Díaz Ordaz, en un proceso cuyo desgaste autoritario desató la represión brutal del movimiento estudiantil de 1968, cuestionada sin reservas en las páginas de La cultura en México.
En 1971, Fernando Benítez se retira del suplemento. Carlos Monsiváis lo continúa de 1972 hasta 1987. Con renuncias y relevos, lo acompañan varios consejos editoriales, integrados en sus diversas etapas —consigno algunos nombres de una lista más amplia— por Jorge Aguilar Mora, David Huerta y Héctor Manjarrez —renunciantes—, por Rolando Cordera, Carlos Pereyra, José Joaquín Blanco, Adolfo Castañón, Héctor Aguilar Camín, José María Pérez Gay, Luis González de Alba; y en el tramo final, su última década, Luis Miguel Aguilar, Antonio Saborit, Rafael Pérez Gay, Sergio González Rodríguez y quien esto escribe, más una larga relación de colaboradores que han persistido en sus diversos territorios a través de los años y hasta la actualidad. Todos ellos coincidieron en ese semillero diverso, antisolemne, divertido, exigente y combativo, que democratizó la cultura de un modo que hoy es evidente.
Por su parte, Fernando Benítez persistió en su idea del periodismo como “literatura bajo presión”, con dos nuevos periodos no menos brillantes, el primero en sábado (de 1977 a 1986), suplemento que surgió con el diario unomásuno, el segundo en La Jornada Semanal (de 1987 a 1988), que acompañó a su vez al nuevo diario, y donde Benítez puso el punto final a su labor espléndida. En mi experiencia, corresponde a Fernando Benítez y Carlos Monsiváis haber desarrollado esa noción del periodismo cultural que no se limita a la esfera de las (bellas) artes, sino que extiende su interés a las manifestaciones de la cultura popular, a los temas contemporáneos, sociales y políticos, nacionales e internacionales, y a los dominios de la historia, la filosofía y la ciencia. Un modelo que diversificaron algunas de las publicaciones subsecuentes —Huberto Batis en sábado, René Avilés Fabila en El Búho, Juan Villoro y Roger Bartra en La Jornada Semanal, Rafael Pérez Gay en El Nacional Dominical y Crónica Dominical, Héctor de Mauleón en la primera época de Confabulario.

TIEMPOS ACTUALES

Hasta finales del siglo pasado, la República de las Letras fue una circunscripción de contornos mucho más precisos que los actuales. Sus foros y dominios eran más visibles, y funcionaba en su mayoría como una élite compacta que reservaba su derecho de admisión.
Sin duda, el momento emblemático de Benítez, México en la cultura, tuvo a su favor un ámbito propicio para convocar a la minoría ilustrada, bastante más cohesiva y homogénea —la población de la Ciudad de México no rebasaba los cinco millones en 1960—, en contraste con la diversidad, proliferación y dispersión implacable de nuestra era de internet que multiplica día con día, en un regreso imprevisible a Contemporáneos, sus “archipiélagos de soledades” y constelaciones de “grupos sin grupo”. En su tiempo de esplendor, el suplemento de Benítez no tuvo competencia en su periodicidad semanal y pudo así concentrar la atención de un público, presentar y divulgar a los creadores de una fase de apogeo literario que produjo obras definitivas en la vasta geografía del idioma, sin competir con ofertas similares —eso llegó más tarde. México en la cultura y La cultura en México hoy parecen el fruto de una edad dorada, no del país, desde luego, sino de un tiempo en que la prensa mantenía el interés de los lectores y daba espacio a la expresión de una comunidad cultural que ahora resulta inconcebible.
En la actualidad, la oferta de suplementos culturales incluye por lo menos a cuatro que aparecen cada semana en periódicos nacionales y capitalinos: los más longevos a la fecha son La Jornada Semanal —luego de sucesivos cambios de dirección— y Laberinto del periódico Milenio; en años recientes aparece la nueva etapa de Confabulario en El Universal, y El Cultural —del cual me declaro responsable, en compañía de Delia Juárez— en La Razón. Pero sucede que la pródiga herencia se ha visto afectada por los nuevos medios y “tecnologías de la información”: han dispersado al público y la estima que antes gozaba la cultura escrita. Un efecto contundente de los tiempos de internet ha sido el repliegue, incluso la desaparición de algunos medios impresos. El mercado de libros, revistas y periódicos lo ha resentido y ha debido adaptarse a nuevas condiciones que implican su traslado al ciberespacio, es decir, su ingreso a una Babel virtual de opciones y ofertas alternativas: un mundo nuevo, sobre todo para los pre-millenials.
Los viejos cargos contra los suplementos y revistas —“mafia” y “elitismo”, entre los más comunes— resultan hoy inoperantes, pues la función tradicional y vertical de las élites culturales se ha pulverizado, junto con el consenso que antes pudo legitimarlas. Ningún medio detenta hoy un poder capaz de silenciar a la concurrencia: lo más que puede hacer es ignorarla y ser correspondido, o bien ajusticiado en los paredones del ciberespacio. Al calor de las redes sociales, el tono y el debate intensifican su virulencia, aunque no la claridad de sus argumentos; los desacuerdos no suprimen las invectivas ni la desacralización del prestigio intelectual, entre las controversias que forman parte del debate público de nuestros días. El panorama actual es desarticulado, heterogéneo, una fragmentación horizontal y múltiple, donde todas las voces pueden hacerse escuchar, dar rienda suelta a sus razones o motivos, o bien a su intransigencia y combatividad, su sordera y sus prejuicios. La plaza pública de las redes sociales y su aptitud para la réplica inmediata canceló la distancia que mediaba entre editores, autores y lectores, cuando la posibilidad de intercambiar respuestas era tan dilatada como un correo postal.

MÍNIMA EXPOSICIÓN DE MOTIVOS

Ante ese panorama, en el caso de El Cultural apostamos por una agenda propia cuya oportunidad periodística incluye, pero no se limita a las novedades ni la coyuntura, la circunstancia o la efeméride. Más bien nos interesa organizar los temas, establecer y seguir en cada número el hilo conductor de una visión, un placer y sentido crítico motivados por la voluntad de distinguir, matizar y contrastar.
Además —con la lección de los maestros— reconocer vasos comunicantes, transiciones, rupturas entre el pasado y el presente; revisar temas, periodos, tendencias; registrar con rigor la creación y la crítica en México y más allá de nuestro territorio y nuestro tiempo; transitar de la obra a los autores y la historia cultural; reconocer la originalidad del pasado y del presente, con sus afinidades y diferencias; alimentar desde esa conjunción el diálogo, el deslinde.
Reunir a colaboradores y lectores, en fin, al cultivar un gusto, con sus apuestas o sus riesgos, sin ánimos sectarios ni lastres generacionales.
Rescatar y documentar esos momentos culminantes de la imaginación que relega la prisa del mercado. Continuar una línea de puertas abiertas a los diversos géneros: del reportaje a la crónica y la entrevista, del ensayo a la narrativa y la poesía, y de la experimentación a las fusiones que los conjugan a su antojo.
La disolución virtual de las fronteras instala un escenario que desborda los filtros o distancias del antiguo régimen, con su árbol genealógico de la tradición y el canon. Ese consenso también ha sido erosionado y las consecuencias sólo podrán evaluarse con el tiempo. Pero más allá de las pantallas infinitas, es necesario atender y valorar el pensamiento y la creación del mundo actual, así sea sólo por motivos de comprensión y claridad. El porvenir del siglo xxi lo requiere.
Una versión previa de este escrito fue leída en una mesa del ciclo Un alto en el camino. ¿Hacia dónde va el periodismo cultural?, celebrada el 19 de julio pasado en el Centro Cultural Elena Garro de la Ciudad de México.