viernes, 26 de abril de 2019

Arreola y Rulfo, novelistas

Otoño/2018
Luvina
Juan José Doñán

A principios de 1954, un jovencísimo Emmanuel Carballo, quien por entonces aún no cumplía los veinticinco años y acababa de mudarse de su natal Guadalajara a la capital del país, publicó en la Revista de la Universidad de México un inteligente ensayo sobre dos paisanos suyos que habían hecho su debut en la narrativa del país con obras de una extraordinaria madurez, máxime cuando se trataba de escritores primerizos: Juan José Arreola y Juan Rulfo. El primero de ellos se había dado a conocer con los libros de cuentos Varia invención (1949) y Confabulario (1952), mientras que en el caso de Rulfo acababa de aparecer, apenas seis meses atrás, El Llano en llamas (1953). Bajo el título de «Arreola y Rulfo cuentistas», el ensayo en cuestión hacía énfasis en la originalidad y la temprana aportación a las letras mexicanas de ambos autores, a los cuales se presentaba, no obstante su juventud y las remarcadas diferencias de estilo, como indudables renovadores del cuento en nuestro país y aun en el orbe hispanoamericano:
Raros son los escritores, sea cual fuere el género que practiquen, que al publicar su primer libro ofrecen una obra madura, una voz propia. Y más raros aún son aquellos que con el primer título inauguran o consolidan una válida aportación al campo de las letras.
Este lúcido y casi profético dictamen vino a establecer también una perdurable visión comparativa entre las obras de ambos autores, visión que durante muchos años los presentaría como los representantes por excelencia de las dos vertientes más arraigadas de la narrativa mexicana y cuyo origen estaba en el siglo xix: por un lado, la corriente telúrica, de la que Rulfo se convirtió en el representante por excelencia, y por el otro, la vertiente fantástica, cuyo exponente más destacado, a partir de la segunda mitad del siglo xx, era Arreola. Aunque con ribetes arbitrarios, como suele suceder con cualquier clasificación, la primera de ellas privilegiaba al «México profundo» (Guillermo Bonfil Batalla dixit), es decir, al espacio vital del país y a quienes habitan en él de forma más conflictiva que armoniosa, y como contrapartida, la segunda corriente tiene preferencia por ficciones de carácter cosmopolita, con frecuencia atemporales, que no están relacionadas con un territorio específico y tienen otro tipo de preocupaciones, como sería la aclimatación de ciertas vanguardias literarias.
      Por cierto, el ensayo de marras vino a poner también los puntos sobre las íes en lo relativo a la validez y legitimidad de ambas vertientes narrativas, siempre y cuando, claro está, sus practicantes cumplieran con el requisito indispensable de la calidad literaria, advirtiendo que era una tontería pretender que alguna de esas corrientes fuera la encarnación de «la autenticidad» y establecer dogmática y aldeanamente que la otra no pasaba de ser una mera impostación retórica o una «imitación extralógica», para decirlo con la feliz expresión de Samuel Ramos.
      Pero esta visión comparativa —que no necesariamente antitética y menos aún excluyente— entre ambos cuentistas jaliscienses ya no tuvo un equivalente, ni por parte de Carballo ni de otros estudiosos de Juan Rulfo y Juan José Arreola, cuando tiempo después ambos escritores —con una celebridad en crecimiento— acometieron, aparentemente con algunos años de diferencia, aunque en realidad lo hicieron a la par, la que terminaría siendo su única experiencia novelística. En este caso iba a ser Rulfo el primero en presentar sus exploraciones en la narrativa de gran aliento con Pedro Páramo, publicada en 1955, ocho años antes de que Arreola hiciera lo propio con La feria (1963); obras que, de nueva cuenta, presentan a sus respectivos autores como novelistas de excepción, tan parcos como innovadores, y tan auténticos y fieles a sí mismos como lo habían sido en su faceta inicial de cuentistas.
La yunta del sur de Jalisco
      Sin que ni Arreola ni Rulfo se lo hubieran propuesto, cada uno de ellos fue sumando una cauda creciente —y a ratos beligerante— de admiradores que, a quererlo o no, terminaron creando una suerte de rivalidad literaria entre ambos narradores, una rivalidad que era alimentada por el entusiasmo hacia la obra de uno, a costa de buscar restarle méritos a la del otro. Así, por ejemplo, no pocos de los fans de Arreola, al tiempo que exaltaban su elegante y bien afinada prosa, su amplia cultura y las audaces invenciones de su imaginación, consideraban que Rulfo era punto menos que una prolongación casi extemporánea de la corriente nacionalista posterior a la Revolución mexicana, que en pleno proceso «modernizador» del país insistía en un universo ruralista anclado en el pasado. Por su parte, muchos entusiastas del autor de El Llano en llamas le reprochaban a la obra de Arreola su desinterés por «la realidad original» y lo que consideraban una actitud evasiva hacia el país y su momento histórico.
      Pero el tiempo acabó demostrando que esa rivalidad no sólo era más inventada que real, sino que los presuntos «contendientes», aparte de extraordinarios escritores, encarnaban la maduración plena de las dos corrientes dominantes de la narrativa mexicana ya referidas, y en las cuales resultaba tan valiosa y enriquecedora la obra hecha por los grandes escritores de temática nacionalista como la realizada por los más imaginativos seguidores del vanguardismo internacional, tal y como llegó a plantearlo en repetidas ocasiones Luis Leal, a quien con justicia se reconoce como el primer gran estudioso del cuento y los cuentistas de nuestro país:
En la literatura mexicana, los narradores que representan el periodo postmoderno pueden ser clasificados en dos grupos, los que continúan la tradición realista nacional y los vanguardistas. Aquéllos reflejan, tanto en los temas como en el tratamiento de los elementos narrativos que dan forma a sus obras, la realidad mexicana; son ellos los representantes de la tradición narrativa iniciada por José Joaquín Fernández de Lizardi y continuada por Guillermo Prieto y Ángel de Campo, entre otros. Los vanguardistas, en cambio, siguen los pasos de los modernistas (Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, etcétera), tanto en el estilo como en la temática.
A comienzos de la segunda mitad del siglo xx y durante las décadas siguientes, Arreola y Rulfo representaron mejor que nadie a ambos grupos literarios, lo que acabó granjeándoles lo mismo aplausos que reproches. Curiosamente, mientras los arreolistas le reprochaban al autor de El Llano en llamas que no escribiera con el refinamiento y el cosmopolitismo de su paisano, los defensores más radicales de la corriente telúrica tildaban de pastiches o de meros divertimentos estilísticos la mayor parte de la obra de Arreola. Así fue como los seguidores de uno y otro acabaron creando una pretendida pugna entre esa mancuerna de escritores del sur de Jalisco, en el entendido de que ambos eran originarios de dicha comarca jalisciense: Rulfo de Sayula y la zona del Llano Grande, y Arreola de Ciudad Guzmán, cuyo nombre primigenio fue Zapotlán el Grande y que el autor de Confabulario se empeñó en que fuese recuperado para su terruño.
      En la última etapa de su vida, a principios de la década de los noventa, cuando llevaba ya muchos años retirado de la escritura y sólo hacía televisión, recibía reconocimientos, premios, homenajes..., se presentaba como conferenciante de los temas más diversos y hacía entrevistas a destajo, Juan José Arreola se refirió precisamente a esa «mancuerna dispar» que había hecho —o le llevaron a hacer— con Rulfo en los testimonios sobre su vida que recogió y redactó Fernando del Paso:
Nosotros [Arreola y Rulfo] dimos mucha lata a ciertos escritores jóvenes, y a mí me molesta que fuimos una especie de caballitos de batalla, una yunta, que no hay página de la literatura [mexicana] en que no se are con esa yunta que formamos en cierto modo Rulfo y yo.
Pero lo más extraordinario del caso es que, como en la famosa canción de «El barzón», esa yunta siguió andando, incluso cuando los narradores ayuntados enmudecieron literariamente, casi desde el momento en que cada uno de ellos publicó su primera y única novela, para dedicar el resto de su vida (treinta y un años en el caso de Rulfo y treinta y ocho años en el de Arrreola) a otros menesteres, entre ellos a administrar su éxito literario. Pero, a pesar de su retiro de la escritura, ambos quedaron para las generaciones sucesivas como autores paradigmáticos, con una fama que crecía y sigue creciendo, especialmente en el caso de Rulfo, cuya obra, no obstante su brevedad, no ha parado de ser traducida a múltiples idiomas hasta el punto de que, como es bien sabido, Pedro Páramo es, después de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, la obra escrita en español que ha sido llevada al mayor número de otras lenguas.
Novelas contra el mundo 
      En su libro de reflexiones sobre la naturaleza de la novela (L’art du roman), Milan Kundera llega a la conclusión de que dicho género literario es una forma del saber humano que sólo puede ser explicado y expresado en por lo menos todas las grandes novelas que en el mundo han sido, con lo cual el escritor checo termina haciendo una paráfrasis de algo que ya había sido apuntado sobre el mismo asunto por el también novelista centroeuropeo Hermann Broch: «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela»  
      A partir de lo anterior, y dado que tanto Pedro Páramo como La feria se encuentran entre las grandes novelas mexicanas, habría que decir que, con dichas obras, Rulfo y Arreola han ayudado, a partir de la ficción novelística (a partir de esa «verdad de las mentiras», que dice Vargas Llosa), a «saber» qué es México y qué son los mexicanos. Y en este sentido, su contribución no ha sido menos importante que la realizada por tantos antropólogos, etnólogos, filósofos, historiadores, ensayistas, lingüistas, psicólogos sociales y demás pensadores y estudiosos que se han ocupado del fenómeno de «lo mexicano» desde la academia y desde las llamadas ciencias sociales.
      Y es que en ambas novelas se recrea, de manera por demás convincente (más allá de la siempre aplaudible verosimilitud literaria), la forma de ser de dos colectividades del México profundo (Bonfil Batalla again) ante los múltiples dilemas y desafíos que les plantea la vida y también la inminencia de la muerte. Aunque de manera diferenciada, pero igualmente persuasiva, en una obra y en otra aparece un grupo de hombres y mujeres inmersos lo mismo en los apremios cotidianos que en las fiestas populares, en la religiosidad que casi siempre está en pugna con los famosos enemigos del alma (carne, demonio y mundo), presentándose a sí mismos en las efectivas formas coloquiales con que se relacionan entre sí (con frecuencia, para amargarse la vida), y movidos por las ilusiones y los desencantos habituales, así como por la búsqueda de la dicha o al menos el ansiado sosiego que casi siempre acaba siendo alterado por el enjambre de las pasiones humanas.
      En este sentido (ontológico, idiosincrásico, sapiencial...), ni Pedro Páramo ni La feria se quedan a la zaga de El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos, o de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. E incluso más allá de nuestras fronteras nacionales y culturales, ambas obras, no obstante su bien asumido localismo, han podido trascender su circunstancialidad y contribuir también, a su manera y desde un imaginario sur de Jalisco, a recuperar ese «olvido del ser» que, al decir de Edmund Husserl y varios pensadores existencialistas, ha aquejado a la civilización occidental moderna. Y ello como consecuencia de una limitada idea del «progreso», basada en un desarrollo y en una aplicación empobrecedores y deshumanizantes de las ciencias, especialmente de aquellas que, según el mencionado filósofo alemán, habrían llevado al ser humano «hacia los túneles de las disciplinas especializadas» y hacia catástrofes que pudieron haber sido evitadas, como la Primera Guerra Mundial. Según el ulterior diagnóstico de Kundera, el remedio de esa crisis civilizatoria y de ese «olvido del ser» se encuentra en el incluyente y reconciliador ámbito de las humanidades y específicamente en las novelas escritas contra esa empobrecida visión del mundo.
Dos novelas imposibles 
      Desde la publicación de la novela de Arreola, las semejanzas y diferencias entre Pedro Páramo y La feria son dignas de un estudio sustancioso que infortunadamente, cuando han transcurridos ya cincuenta y cinco años, no se ha hecho hasta ahora, fuera de algunos prometedores escarceos como los de Sara Poot Herrera, Jorge Aguilar Mora y Felipe Vázquez. Aun cuando cada uno de estos tres académicos repara en la estructura fragmentaria o poliédrica de ambas novelas, sus acercamientos comparativos no van demasiado lejos, y en el caso particular de Aguilar Mora sólo pareciera haber reparado en la relación entre ambas obras para tildar de malograda la novela de Arreola, para colmo sin ofrecer ningún argumento, y sugiriendo además que la forma fragmentaria de La feria podría haber tenido como modelo a Pedro Páramo y que, de ser así, eso «sería en todo caso lo único memorable de esa novela fallida». 
      Por su parte, Poot Herrera, aun cuando no ahonda en las afinidades y diferencias que relacionan a una novela y otra, sí aporta un dato por demás relevante: el hecho constatable de que Arreola ya trabajaba en su novela entre 1953 y 1954, es decir, precisamente por los mismos años en que Rulfo venía haciendo lo propio, enfrascado en lo que terminaría siendo Pedro Páramo, y cuando casualmente los dos eran becarios del Centro Mexicano de Escritores (cme) y por lo tanto ambos —aparte de la amistad que existía entre ellos— no sólo sabían en qué y cómo venía trabajando el otro, sino que estaban también al tanto de los avances que se presentaban y leían periódicamente en las sesiones del cem, dirigido en ese entonces por su fundadora, la famosa Margaret Shedd —a quien Wikipedia reporta con ¡118 años de vida!
      Así que pretender que Arreola recurrió, a la hora de hacer la versión final de La feria, al modelo de estructura discontinua y fragmentaria de la novela de Rulfo o, por el contrario, que Arreola habría intervenido en la forma definitiva de Pedro Páramo, son meras conjeturas o, en todo caso, «un enigma no resuelto». Por otra parte, el hecho de que Arreola haya publicado su novela ocho años después que la de Rulfo tampoco demuestra nada en este sentido, y ello porque en el proceso de hechura de ambas obras, sobre todo en la fase inicial, los dos autores hablan indistintamente en sus respectivos reportes de «capítulos» y de «fragmentos»; Rulfo lo hace en un reporte al cme, fechado el 1 de noviembre de 1953. Y Arreola por su parte, en una entrevista publicada poco después de la aparición de La feria, declaró lo siguiente a propósito de la elaboración de su novela:
Originalmente yo había pensado en un relato puro y extendido, esto es, continuo. Pero los fragmentos que llegué a escribir me desilusionaron: no tenían el ritmo, el tempo que oscuramente trataba de abrirse paso en mí. Al retomar el tema me di cuenta de que algunos pasajes eran buenos pero demasiado breves. [Luego] Me aficioné [...] a los fragmentos: no sé si inclinado por mi pereza natural o porque la percepción fragmentaria de la realidad es la que mejor se acomoda a la índole profusa y diversa de La feria.  
A diferencia de Rulfo, que ya no soltó su novela hasta verla terminada y publicada (el colofón de la primera edición de Pedro Páramo sconsigna «el 19 de marzo de 1955»), Arreola, según lo declara él mismo, se desentendió durante un buen tiempo de la suya, para retomarla después (¿transcurridos cuántos meses o años?), cuando pudo ver como un acierto aquello que en un principio le había parecido una equivocación, cayendo en la cuenta de que «los fragmentos» que llevaba escritos y lo habían desilusionado inicialmente en realidad «eran buenos», no obstante su brevedad.
      En conclusión —una conclusión provisional, por supuesto—, la eficaz forma fragmentaria de ambas novelas parece haber estado en germen casi desde el principio de su gestación, cuando sus autores se aventuraban por caminos nada convencionales dentro de la novelística mexicana y aun de la novelística universal.
      Pero la estructura fragmentaria, poliédrica, discontinua, disruptiva... de ambas novelas —que, por ello mismo, requieren de un lector activo o copartícipe— está muy lejos de ser el único punto de contacto entre ellas, pues no son pocas las afinidades y también las diferencias significativas que existen entre una obra y otra. Aun cuando las dos abordan el mundo rural o pueblerino (en este caso se podría decir que el «cosmopolita» Juan José Arreola jugó en la cancha del «telúrico» Juan Rulfo), no lo hacen desde una visión realista y menos aún desde el costumbrismo puro y crudo, una modalidad narrativa que para los años cincuenta y sesenta aún prevalecía en la novela mexicana, no obstante que, desde la década de los cuarenta, tanto Agustín Yáñez como José Revueltas habían comenzado a aclimatar con fortuna algunos hallazgos de las vanguardias narrativas de Europa y Estados Unidos.
Poesía desde la prosa 
      Tanto en la obra de Rulfo como en la de Arreola se jubila al narrador omnisciente, se abandona la secuencia lineal de la historia y se da igualmente la espalda a otras convenciones de la narrativa al uso, a fin de tomar otros caminos y ensayar otras modalidades expresivas, optando por que sean los propios personajes quienes cuenten su vida o, para ser más precisos, un fragmento de ella. Y con todos esos retazos vitales, con esa diversidad de voces narrativas —muchas de ellas ubicadas en tiempos igualmente distintos—, ir dándole forma a la trama de ambas novelas, para lo cual se hace indispensable la colaboración de un lector activo o copartícipe, que en su imaginación va armando los estimulantes rompecabezas de Pedro Páramo y La feria.
      Encarnada en el fragmentarismo de ambas obras aparece una concepción igualmente discontinua del tiempo, la cual se acentúa por la pluralidad de voces narrativas, que llega a ser coral en el caso de La feria, pero no en el de Pedro Páramo, donde desde un principio se van imponiendo los solistas, pues aun cuando en la obra de Rulfo también hay una multiplicidad de voces y algunas de ellas son intencionalmente anónimas (no por nada la novela se iba a llamar en un principio Los murmullos), prevalece un narrador relevante y bien definido en la primera parte de la novela: Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo que llega a Comala en busca del padre que no conoce y cuando éste lleva ya varios años de haber muerto, lo mismo que casi todos los personajes del fantasmal pueblo.
      Se ha dicho con acierto que el verdadero protagonista de La feria es el pueblo de Zapotlán. Y es que aun cuando en la novela de Arreola aparece un multitud de personajes, algunos de ellos más o menos bien definidos (el niño que se presenta repetidamente en el confesionario; la poetisa Alejandrina, fuereña que llega a causar desasosiego entre los integrantes del Ateneo de Zapotlán; el indígena Juan Tepano, que pide la restitución de tierras de las que su comunidad había sido desposeída; la guapa y recatada Chayo, por quien suspira don Salva y a la que Odilón «le quita los seis centavos»; María la Matraca, que prospera con el negocio del lenocinio; don Fidencio, el hazañoso fabricante de velas de cera; la prostituta-doncella Concha de Fierro...), ninguno, sin embargo, alcanza la categoría de verdadero personaje, pues su «relevancia» —que no pasa del bajorrelieve— es más bien limitada o transitoria y casi siempre aparece atada a la coral colectividad zapotlense, la única que juega el rol protagónico en la novela.
      Muy diferente, en este sentido, es el caso de Pedro Páramo, que exhibe una galería de personajes bien acabados, varios de los cuales poseen remarcados rasgos propios hasta el extremo de que podría decirse que sobrepasan el altorrelieve y aún la escultura para convertirse en arquetipos humanos: el rencoroso cacique Pedro Páramo; su administrador y admirador y cómplice Fulgor Cedano; el pusilánime padre Rentería; el atrabiliario junior ranchero Miguel Páramo; el siempre aturdido Juan Preciado... Y a la par, la gama de tipos femeninos no es menos rica: la idealizada Susana Sanjuán; la víctima propiciatoria Dolores Preciado; su incondicional amiga Eduviges Dyada; la alcahueta Dorotea la Cuarraca; la madre sustituta y hermana idem Damiana Cisneros, etcétera.
      Otro punto de diferencia entre ambas novelas es su contrastada visión de la vida. Mientras en la obra de Rulfo hay un sentimiento trágico de lo que significa ser y estar en el mundo, con tintes sombríos y sin posibilidad alguna de redención, en la novela de Arreola predomina un sentido optimista, festivo y a ratos juguetón de la existencia, al grado de que hasta los acontecimientos más adversos o catastróficos (muertes, despojos, engaños, sismos...) son presentados con un toque de gracia y levedad, como algo que es parte de la gramática de la vida y, por ello mismo, no va más allá de «un apocalipsis de bolsillo».
      Pero aparte de todas las diferencias y de todos los puntos en común que puedan encontrarse entre Pedro Páramo y La feria, con las que sus respectivos autores coronaron su más bien parca obra literaria, está un hecho incuestionable: se trata de dos formas únicas e irrepetibles no sólo de hacer novela y de alcanzar una narrativa esencializada, sino de llegar a la poesía desde la prosa.


            jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».
      Luis Leal, «Prólogo» a Cuentos no coleccionados, de Francisco Rojas González, Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1992, p. 7.
      Fernando del Paso, De memoria y olvido: vida de Juan José Arreola (1920-1947), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994, p. 162.
      Milan Kundera, El arte de la novela, Vuelta, México, 1988, p. 13.
      jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».
      Jorge Aguilar Mora, «Carta sin despedida a un hijo que no tiene nombre (variaciones sobre el tema: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”)», Hispamérica. Revista de Literatura, núm. 103, Maryland, 2006, p. 13.
      Sara Poot Herrera, Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola, Universidad de Guadalajara y Lotería Nacional para la Asistencia Pública, Guadalajara, 1992, p. 145.
      Idem.
      Felipe Vázquez, Rulfo y Arreola. Desde los márgenes del texto, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2010, pp. 243-244.
    Emmanuel Carballo, 19 protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, México, 1965, p. 404.

La mujer en la lectura de Juan José Arreola

Otoño/2018
Luvina
Gabriela Torres Cuerva


Pertenecemos a una triste especie de insectos, 
      dominada por el apogeo de las hembras vigorosas, 
      sanguinarias y terriblemente escasas.
      «Insectiada»

No hay nada tan propio de la actividad humana como la ficción. La existencia de mundos paralelos como salvación del tedioso acto de vivir. La cotidianidad nos invita, con sus oquedades y sus filos, a escapar para reinventar el mundo. La lectura, viéndola con este lente, es una acción de salvamento. Resulta factible, entonces, huir, cambiar de territorio de un momento a otro, soltar lo tangible y existir en otro espacio a sabiendas de que tendremos que regresar cuando lleguemos a la última página.
      Hablar de mujeres literarias en un momento elegiaco que busca la equidad —algo totalmente comprensible, dado el daño histórico a los derechos humanos— es tan riesgoso como inevitable. Más específicamente, referirme a las mujeres en la lectura de Juan José Arreola en una muestra mínima de su narrativa breve, es una tarea excitante y a la vez perturbadora.
      A la realidad la conocemos o al menos intentamos identificarnos en ella. Es lo que es hoy y mañana será otra. Lo sabemos: el mundo se ha puesto en movimiento, lo cual involucra tanto a hombres como a mujeres en contra de la violencia en cualquiera de sus formas. Es la reivindicación del ser humano. Si bien es ineludible señalar que la mujer ha sido violentada en mayor medida, algo que sistemáticamente venimos oyendo con más furor en la última década, las mujeres de ficción corresponden a ese paraíso e infierno alterno al que los lectores accedemos desde la propia convicción de la huida.
      El asunto radica, precisamente, en la libertad intrínseca de la literatura. Algo muy distinto sucede cuando estamos ante una investigación que denigra un error histórico sostenido y escribe en consecuencia. En ese sentido, es la concepción de una realidad enfrentándose a los hechos. Para abrirnos a la lectura, lo mejor es entrecerrar una puerta y abrir la otra. También es saludable hacer encuentros con lo que representa un texto y lo que hay allá afuera, por eso la rendija, el intersticio. La literatura abre campos de significados a la imaginación. Si el lector o la lectora no entran a la ficción libremente, será muy difícil conseguir el disfrute y el goce.
      Las mujeres en la lectura de Juan José Arreola tienen tantos rasgos que sería limitado y baladí intentar siquiera abarcar en su totalidad, ya que cada nueva lectura genera apreciaciones distintas. Por esta razón elijo sólo ciertas aristas de contemplación para llegar a ellas, dando un panorama siempre incompleto pero suficiente para sugerir la excelsa configuración de los personajes del genial fabulador, ensayista, poeta, narrador adiestrado al formato breve y brevísimo por disciplina propia, amante perpetuo de las palabras, creador irónico, despiadado, de inquietante imaginación.
           
      La mujer bóvida
      La literatura se dignifica al ser interpretada, colocada en el justo centro nervioso de la recreación. Ese instante glorioso en que levanta la voz defendiendo su derecho a no ser sacrificada en aras de una realidad convulsa. De la mujer estandarte, bandera, sinécdoque por alzar una voz en nombre de todas las voces, el lector se reviste de valor y de ganas de aventura al animarse a dar el brinco del sapo y la rana a Bestiario. El cortejo, la sensualidad, el deseo, animales que andan en puntillas por los dos extremos del erotismo y de la domesticidad compartida. La mujer vaca «se pone a rumiar interminablemente los bolos pastosos de la rutina doméstica».
La mujer insecto hembra
      En «Insectiada», la fémina entraña violencia sobre la violencia, en una especie de mirada maliciosa capaz de construir venganza para después dejarse demoler bajo los escombros en compañía de su amado: «apenas tiene fuerzas para decapitar al macho que la cabalga, obsesionado en su goce». La mujer es una paradoja: tan poderosa como vulnerable.
           
      La mujer hormiga
      Las hormigas del cuento magistral e inolvidable «El prodigioso miligramo» provocan el deleite y la espeluznante experiencia del reflejo. El patético juego del poder representado por ellas. Ellas, capaces de castigar. Ellas, devoradas por un sistema de posiciones disfuncional y perverso. Las hormigas son llevadas por la ambición a los comportamientos sociales más perversos.
      Un día al amanecer la carcelera halló quieta la celda, llena de un extraño resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el suelo, como un diamante inflamado de luz propia. Cerca de él yacía la hormiga heroica, patas arriba, consumida y trasparente.
      Un entorno descompuesto, de sociedad engañosa hasta en sus formas más simples, donde los minúsculos habitantes escarban por la justicia, pierden y recuperan la razón con celeridad, se agreden, se disculpan, regresan a la posición original como resortes y se equivocan de nuevo, se proclaman vencedores, conquistadores, mejores, peores. Ante esto se yergue la necesidad de una lectura más allá de prejuicios e imposiciones culturales. Una lectura que se imponga como un camino al placer, al goce descrito por Roland Barthes como algo asociado al vértigo, a la intempestiva invasión del desconcierto.
La mujer mercancía
      En el cuento «Anuncio», Arreola delinea a la mujer producto, cosa. La mujer es puesta tras un escaparate, narrada en un guion publicitario, descrita en sus beneficios y ventajas para la satisfacción del comprador hombre.
Y por lo que se refiere a los gastos y mantenimiento, la Plastisex© se paga ella sola. Consume tanta electricidad como un refrigerador, se puede enchufar en cualquier contacto doméstico, y equipada con sus más valiosos aditamentos pronto resulta mucho más económica que una esposa común y corriente. Es inerte o activa, locuaz o silenciosa a voluntad, y se puede guardar en el clóset.
    
      Las mujeres de látex con armazón de magnesio son la mejor inversión. La mujer que no existe se inventa y se pone a la venta. Podría decir que no hay lectura sin interpretación, prefiero resaltar lo estéril de una lectura cuando nada ocurre en la percepción de quien lee, si no logra conquistar el centro mismo de su sobresalto. Somos, pero siempre queremos ser, dar un paso al vacío y ser otros, los que reinventan el texto en una cartografía de imágenes y sensaciones. Leer y releer a Juan José Arreola es pisar la grava suelta de la realidad dormida, de la imposibilidad en un universo posible, de la carne sublimada y los deseos siempre un poco más allá, casi conquistados. En «Anuncio», la mujer que no se tiene se crea, se fabrica al gusto, se compra, se usa.
La mujer inalcanzable
      Ciertos nombres de mujeres en la literatura son un gran centro nervioso y pulsante para revivir un cuento en la memoria. Como ejemplo ineludible, Beatriz. La idealizada por Dante Alighieri en La Divina Comedia; la de Charles Baudelaire y la Beatriz Viterbo de Borges. Las tres, infinitas y desdeñadoras, reconstruidas en la cima de la exaltación y en la sima de las cavernas: tan indiferentes y crueles al desmedido amor de sus creadores. Las cuatro, diremos, si sumamos a la Beatriz de Arreola en el cuento «La migala», donde la alimaña representa el cambio brutal de lo esporádico a la cotidianidad, de la libertad al matrimonio. «Estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba con Beatriz y su compañía imposible». El personaje, sumido en el horror, sabe que la migala camina libremente por la casa y se siente aterrorizado por ello, a la vez que la presiente, la espera y hay un cierto gozo perverso en ello. Se hace de la migala de propia mano, se procura el temblor constante de lo incierto, mientras rememora a Beatriz, la inaccesible.
El par hombre-mujer
      Me gusta mucho la conversación que surge a raíz de la obra en general de Arreola. Es irremediable cuando los lectores caemos, luego de la fascinación producida por la narrativa, en puntos de vista según la percepción de cada uno acerca de las relaciones interpersonales y el enfoque de Arreola en el par hombre-mujer inseparable. Su atención a la inevitabilidad del roce, del desencuentro, de la lastimadura inevitable producida ante la eliminación de la distancia entre dos personas que se aman, se odian, se amodian.
      La experiencia con un texto cambia de un lector a otro. Lo leído pasa por la interpretación. Los cuentos de Arreola entran con fuerza en el ánimo del lector, despiertan en éste inquietudes con respecto a lo que acaba de leer: preguntas acerca de su construcción, de las causas de su origen, de cómo fue posible que la trama lo dejara así, suspendido en la fascinación, embelesado, plenamente satisfecho, y al mismo tiempo preso de un desacomodo interno, como si las piezas de su pensamiento se hubieran movido de lugar. El lector se encuentra ante un texto de placer, pero también de goce. De la euforia y el colmo producidos por el primero, se distingue el sentimiento de pérdida y de temblor propios del segundo. La experiencia con la lectura de Arreola frisa entre estas dos posibilidades.
      Hay que entrar a la lectura —para no caer en cataclismos— con absoluta libertad, con hambre, como si fuéramos todos, hombres y mujeres, animales domésticos recién liberados de una vida cotidiana que asfixia y reprime, lectores al fin liberados que quieren probar con la excitación del ánimo selvático, la melena larga y el ojo avizor. Todo lector avezado sabe que el diálogo literario surge de la literatura y se queda en ella para contemplación y deleite de otros arriesgados que pretendan sumergirse en las aguas alborotadas de una narrativa admirable por lo incisiva, por lo lúdica, por lo poética.
       Y así podríamos seguir, sólo deteniendo los pasos para recuperar el aliento. Valga este viaje, al menos, para identificar el claroscuro de una estrategia narrativa audaz, temeraria, inolvidable. A la que regresamos los amantes de la belleza palabra por palabra. Los arreolinos, pobres esclavos en carne y espíritu de la prosa fascinante de Juan José Arreola.

Juan José Arreola*

Otoño/2018
Luvina
José Luis Martínez

La personalidad de Juan José Arreola (1918) es única en el panorama de nuestras letras. Enjuto, nervioso, extrovertido, locuaz, es un juglar burlesco cuya pasión dominante es la palabra. Él mismo nos ha contado su vida en una página preciosa:
Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño [...] Nací el año de 1918, en el estrago de la gripa española, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral. Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica.
      Como casi todos los niños, yo también fui a la escuela. No pude seguir en ella por razones que sí vienen al caso pero que no puedo contar: mi infancia transcurrió en medio del caos provinciano de la Revolución Cristera. Cerradas las iglesias y los colegios religiosos, yo, sobrino de señores curas y de monjas escondidas, no debía ingresar a las aulas oficiales so pena de herejía. Mi padre, un hombre que siempre sabe hallarle salida a los callejones que no la tienen, en vez de enviarme a un seminario clandestino o a una escuela de gobierno, me puso sencillamente a trabajar. Y así, a los doce años de edad entré como aprendiz al taller de don José María Silva, maestro encuadernador, y luego a la imprenta del Chepo Gutiérrez. De allí nace el gran amor que tengo a los libros en cuanto objetos manuales. El otro, el amor a los textos, había nacido antes por obra de un maestro de primaria a quien rindo homenaje: gracias a José Ernesto Aceves supe que había poetas en el mundo, además de comerciantes, pequeños industriales y agricultores [...] 
      Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o menos ilustres... Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo.
      Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes... He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.
      Sería injusto si no mencionara aquí al hombre que me cambió la vida. Louis Jouvet, a quien conocí a su paso por Guadalajara, me llevó a París hace veinticinco años. Ese viaje es un sueño que en vano trataría de revivir; pisé las tablas de la Comedia Francesa: esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean-Louis Barrault y a los pies de Marie Bell.
      A mi vuelta de Francia, el Fondo de Cultura Económica me acogió en su departamento técnico gracias a los buenos oficios de Antonio Alatorre, que me hizo pasar por filólogo y gramático. Después de tres años de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales, pasé a figurar en el catálogo de autores (Varia invención apareció en Tezontle, en 1949).
      Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana; en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente.
Arreola dedicó, en efecto, sólo un par de décadas de su vida al ejercicio de la literatura escrita. En 1943, cuando contaba veinticinco años, publica en Guadalajara sus primeros cuentos. En 1963, a los cuarenta y cinco de edad, aparece La feria, su último libro formal. Pero, además de sus libros, hace muchas otras cosas en estos años fecundos. Es actor en el Teatro de Media Noche, que dirigía Rodolfo Usigli. Y en 1947, en la única representación de Corona de sombra, la obra magna de nuestro dramaturgo, Juan José hace el breve papel del general Miramón. En la conversación final que tiene Maximiliano con los generales mexicanos que lo acompañarán en la muerte, el emperador les ofrece unos puros. Éstos debieron ser viejos y de mala calidad, y Arreola, que nunca había fumado, palideció y estuvo a punto de desmayarse por la náusea.
      En 1950, cuando aún no se prestaba gran atención a las nuevas letras (la colección Letras Mexicanas, del Fondo, se iniciaría en 1952), Arreola se hace editor con la colección de cuadernos Los Presentes, editados con pulcritud y que continúan hasta 1956. Publica allí hermosos textos de Pellicer, Henestrosa, Mejía Sánchez, Monterroso, Pascual Buxó, Tario, García Terrés, Bonifaz Nuño, dibujos de Soriano, y cinco de los mejores Cuentos (1950) del propio editor. Aparte de los cuadernos, en 1956 Arreola edita los primeros cincuenta títulos de la colección de libros también llamados Los Presentes. Junto a textos de escritores mayores, en esta serie da a conocer una legión de escritores jóvenes: Carlos Fuentes y Julio Cortázar se cuentan entre ellos. Y, en fin, en 1958 y 1959 publica veintiocho Cuadernos del Unicornio, que divulgan obras iniciales de escritores como Uranga, Lizalde, Pacheco y Del Paso, entre otros.
      La vocación de Juan José Arreola para guiar los pasos de los escritores jóvenes ha sido ciertamente memorable. Creo que él inició los talleres literarios. La revista Mester (1964-1967), que dirigió Arreola, recoge en sus doce números los primeros textos de escritores luego destacados, como José Agustín, Elsa Cross, Hugo Hiriart, Federico Campbell, José Carlos Becerra, Homero Aridjis, Jaime Sabines, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis y Vicente Leñero, entre los más notorios. El novelista José Agustín reconoció las enseñanzas de Arreola con estas palabras:
               
      Era universal, la verdad. Estaba todo el mundo y a todo el mundo le entregaba tiempo. Y a todos nos dio, primero que nada, unas nociones de identidad propia; nunca quiso obligar a la gente a que escribiera bajo determinados patrones. Tenía la capacidad inmensa de poder reconocer los estilos incipientes de cada quien y ayudarlo a desarrollar su estilo.
Siempre atraído por el teatro, en 1956 Arreola organizó el primer programa del innovador ciclo llamado Poesía en Voz Alta, con una selección de poesía y teatro españoles y de piezas breves de García Lorca. En la presentación que escribió para el ciclo dice que pretenden «jugar limpio el antiguo y limpio juego del teatro». Arreola fue uno de los recitadores y actores en este primer programa y en algunos de los siguientes de este ciclo de tan buena memoria.
      Y además de actor, editor y guía de los jóvenes escritores, Arreola es ajedrecista, jugador de ping-pong, ciclista y aficionado a las encuadernaciones nobles, a los cristales bellos y a las viejas levitas. Y es también un escritor excepcional.
      Cuando se publicó Varia invención en 1949, un aire nuevo y fresco llegó a las letras mexicanas. Reaparecía la vida pueblerina, en cuentos como «Hizo el bien mientras vivió», «El cuervero», «Carta a un zapatero» y «La vida privada», pero vista con una malicia burlona. Y había muchas novedades: cuentos de temas de historia antigua y de cuestiones teológicas; fantasías de sabor kafkiano y un «Monólogo del insumiso», en el que el innombrado Manuel Acuña cavila sobre el porvenir de sus versos. La novedad aparecía con un aire festivo, a veces socarrón, y en un lenguaje manejado con destreza y ajustado siempre a la índole de sus temas. En el último de los cuentos mencionados, por ejemplo, hay un complejo juego de alusiones a personajes y hechos relacionados con la historia del poeta: los amores con la lavandera, el memorialista Guillermo Prieto y la Dulcinea, que se llamaba Rosario de la Peña, y juicios sobre la poesía de Acuña, consignados en el monólogo del poeta que ha decidido suicidarse. El resultado es sugestivo, lo mismo para quien lee el cuento ignorando sus alusiones como para el que disfruta sus entretelas.
      En el libro siguiente de Arreola, Confabulario (1952), las promesas de Varia invención se multiplican y los veinte cuentos son espléndidos. Forzando la selección, pueden destacarse «El guardagujas», atroz fantasía sobre nuestros trenes (que tiene alguna relación con cuentos afines de Charles Dickens y de Álvaro Mutis, según lo mostró Sara Poot Herrera); «El discípulo», acerca de dos aprendices de Leonardo y su búsqueda de la belleza; «La canción de Peronelle», sobre el poeta francés Guillaume de Machaut; el conmovedor «Epitafio», que cuenta la vida de François Villon; «El lay de Aristóteles», que recrea una leyenda medieval acerca del filósofo; los «Apuntes de un rencoroso», variación sobre los celos; y el ingenioso «Baby H.P.», que expone la posibilidad de aprovechar la energía que despilfarran los niños.
      En los años siguientes al primer Confabulario de 1952, Arreola escribió nuevos cuentos que añadió en las ediciones posteriores,   a los que llamó «Prosodia». Entre ellos hay nuevas obras maestras: «Cocktail Party», que se refiere de nuevo a Leonardo, ahora con Monna Lisa; la preciosa y desesperada «Balada»; «Tú y yo», otra variante del conflicto de la pareja; «Anuncio», que lo es de una mujer de plástico cuyos atractivos se ponderan así: «Nuestras damas son totalmente indeformables e inarrugables, conservan la suavidad de su tez y la turgencia de sus líneas, dicen que sí en todos los idiomas vivos y muertos de la tierra [...] Nuestras Venus —añade el Anuncio— están garantizadas para un servicio perfecto por diez años —duración promedio de cualquier esposa». Y siguen otros cuentos notables sobre temas femeninos: el extraño acerca de «Una mujer amaestrada», y la inquietante «Parábola del trueque», que comienza como sigue: «Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!” el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos». Y en el tomo llamado Palindroma4 hay dos textos muy sugestivos: el relato extenso «Tres días y un cenicero», que refiere el encuentro de una estatua antigua en la laguna de Zapotlán, y «El himen en México», turbadora fantasía, cuyo tema puede ilustrarse con un libro reciente: Acechando al unicornio. La virginidad en la literatura mexicana. 
      ¿Por qué son fascinantes los cuentos y las prosas narrativas de Juan José Arreola? Puedo proponer estos motivos: la novedad de sus temas, su humor malicioso, la perfección de su elaboración y la calidad de su estilo. Al panorama temático de nuestros narradores, restringido a temas rurales y a experiencias personales, Arreola le descubre las posibilidades de la imaginación, el mundo de los artistas y poetas y su búsqueda de la belleza (Aristóteles, Leonardo, Villon, Machaut, Badajoz, Góngora, Acuña, González Martínez), de personajes y hechos históricos y de obras científicas intrincadas. Y nuestro cuentista logra trasmutar estos temas hasta volverlos entrañables y emocionantes. Otro tanto hace con cuestiones teológicas y morales como el libre albedrío, la predestinación y el drama de estar en el mundo. El dicho bíblico sobre la salvación del alma de los ricos y el camello que pase por el ojo de la aguja le inspira un cuento precioso, «En verdad os digo».
      El mundo de la mujer, el amor y el destino de la pareja conyugal suelen ser el campo de un humor maligno y de fantasías crueles y resentidas. Para Arreola, el erotismo es como una fascinación de abismo y de perdición. «Todo lo que he escrito», dijo Arreola, «es el terror de saberme responsable y solo. Mi aspiración ha sido perderme. Las mujeres han sido trampas temporales y accidentales. Y tengo la necesidad de ser devorado». Al mismo tiempo, ha reconocido el peculiar talante de su humor:
Me siento feliz de haber desembocado en humorista. Quizá lo que más pueda salvarse de mí es el soplo de broma con que agito los problemas más profundos, ya sean floraciones del mar o floraciones celestes. Lo mismo hablaría yo de las negruras del abismo que de las alturas de la luz. Allí el viento de mi espíritu se mueve con una sonrisa macabra y funesta. Tal vez tengo una incapacidad para tratar en serio los grandes temas. Necesito salirme por la tangente de la pirueta.6
La composición y el estilo de los cuentos y fantasías de Arreola son una rara combinación de finura, imaginación y precisión. Sabe condensar en los rasgos expresivos más eficaces la materia de sus historias. Marcel Schwob, el escritor a quien más debe la prosa de Arreola, decía que el objetivo del arte biográfico debería ser el de captar los rasgos únicos, distintivos de la vida del personaje, lo que constituye su identidad fundamental, su parábola propia, a ninguna otra semejante, en el firmamento de la vida colectiva. Los textos de Arreola que se refieren a personajes cumplen este propósito, con gracia y agudeza. Y otro tanto hace con sus criaturas imaginarias, encontrando siempre su rasgo único. De ahí su eficacia.
      En sus textos más elaborados, Arreola prefiere las frases cortas y su adjetivación es de calidad excepcional. Borgeana, podría añadirse. Nunca es adorno gratuito.
      El Bestiario (1959), que acompañan dibujos de Héctor Xavier, es un ejercicio de observación y de inteligencia, en prosas de concisión e intensidad admirable para captar lo distintivo de los veintitrés animales o familias que describe. Detengámonos, como muestra, en las focas:
Perros mutilados, palomas desaladas. Pesados lingotes de goma que nadan y galopan con difíciles ambulacros. Meros objetos sexuales. Microbios gigantescos. Creaturas animadas de vida infusa en un barro de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de cuadrúpedo. En todo caso, las focas me parecieron grises jabones de olor intenso y repulsivo.
En alguna entrevista, Arreola observó que «el animal es el espejo del hombre [...] En el animal vemos nuestra caricatura, que es una de las formas artísticas que más ayudan a conocernos». 
      Arreola escribió conceptuosos sonetos en su juventud, y que no ha coleccionado. Y probó el teatro en dos piezas en un acto, La hora de todos (1954), interesante y traducida al francés, y Tercera llamada(1971), que es quizá su única obra prescindible; e hizo buenas traducciones del francés de textos de su predilección, especialmente de Paul Claudel. 
      La feria (1963) es la única novela de Arreola y fue su despedida de la literatura escrita. Su tema es Zapotlán el Grande, tierra de su autor. Cuenta la historia y la vida del pueblo deteniéndose sobre todo en los conflictos de los naturales para recuperar sus tierras; en los grandes temblores que destruyeron el pueblo; en los azares de la organización de las fiestas de octubre en honor de San José, el santo patrono; en la aventura agrícola de un zapatero que se mete a campesino; en las maliciosas confesiones de un muchacho; en las aventuras de las mujeres de vida alegre que regentea María La Matraca, con la singular historia de Concha de Fierro y el torero Pedro Corrales; en los amores de un adolescente y los afanes culturales del Ateneo Tzaputlatena con la poetisa Alejandrina; en las historias de muchachas robadas y abandonadas; y en el castillo pirotécnico de don Atilano, incendiado por unos desalmados. El resultado de este cúmulo de historias es encantador, lleno de frescura y gracia. El contrapunto con que se van hilvanando los diferentes hilos y el lenguaje popular de la región funciona con naturalidad. Hay frecuentes citas y trasposiciones de los profetas bíblicos y de los Evangelios apócrifos, así como de documentos históricos. En suma, Juan José Arreola escribió un hermoso y animado homenaje a su tierra natal.
      En los años siguientes a La feria, Arreola dejó de publicar libros formales. Sin embargo, no se apartó de la literatura. Se ocupó de sus talleres literarios y, de cuando en cuando, en entrevistas periodísticas y en coloquios contó su vida y sus ideas literarias. Y poco a poco lo fue absorbiendo la televisión, que supo aprovechar su simpatía, su capacidad para hablar con chispa de todo lo divino y lo humano. Fue una dura tarea. Recorrió en un carruaje especial la República, viajó por el mundo e hizo una serie de conversaciones con Antonio Alatorre sobre temas literarios. Confieso que sólo lo he visto y oído en la televisión pocas veces, pero recuerdo que don Daniel Cosío Villegas, crítico temible, poco antes de morir en 1976, me habló con admiración de los programas de Juan José. La televisión le dio fortuna, aunque le alentó su propensión al despilfarro. Y si a sus lectores nos hizo perder nuevos libros suyos, muchos millares de televidentes disfrutaron del ingenio y el don verbal de Juan José Arreola.
      Sin embargo, algo quedó impreso de estos años. En homenaje a los libros de lectura escolares, que a Juan José y a mí —pues compartí con él las primeras escuelas de Zapotlán— nos hicieron descubrir y amar las letras escritas, en 1968 Arreola publicó la antología Lectura en voz alta, para despertar en los niños y los adultos el gusto por la literatura.
      Arreola ha tenido la virtud de conquistar admiradores, admiradoras y discípulos. Uno de ellos, Jorge Arturo Ojeda, formó en 1969 una antología de cuentos de nuestro autor, precedidos por un extenso y minucioso estudio sobre su obra. Y el mismo Ojeda tuvo el acierto de recopilar, de entrevistas, declaraciones, coloquios y cursos, la que llamó «prosa oral» de Arreola en dos libros muy interesantes. El primero se llama La palabra educación y está dividido en los siguientes incisos: Vida, Cultura, Conciencia, Los jóvenes, El maestro y Palabra. En uno de sus textos, dice Arreola:
Pertenezco al género confesional. Soy un hombre que siempre busca confidente [...] Quiero morir sin que haya quedado oculta una sola de mis acciones. Entre sacerdotes de la infancia y médicos de la juventud, y amigos y amigas de todas las épocas, está mi vida hasta lo más vergonzoso. Todavía me queda esta última camiseta... hasta el hueso, pues.
La otra recopilación de la «prosa oral» de Arreola se llama Y ahora, la mujer… Es uno de sus libros más hermosos, por su sinceridad y agudeza. A modo de presentación, lleva un retrato de Arreola, escrito por una muchacha dibujante y pintora, que concluye así:
Los gestos angulosos dibujan actitudes de inteligencia. La delicadeza de su estructura ósea es responsable de una expresión corpórea en descomposición dramática: su esbeltez trae reminiscencias del ámbito teatral. Juan José Arreola se convierte en su propio espectador, asiduo y extasiado.
Bajo el título de Inventario reunió Arreola los artículos que escribió para el periódico El Sol, de la Ciudad de México. Son reflexiones sobre temas varios o cuestiones del día o bien traducciones de páginas destacadas o relatos de experiencias singulares. En una de ellas (p. 151) relata su visita a Louis Jouvet, en París, quien le abre las puertas para que conozca el mundo del teatro francés de aquellos años. Y en otra página hay un recuerdo emocionado de Eugenio Ímaz, el filósofo español, entonces recién muerto en Veracruz.
      Debemos a Arreola tres buenos estudios literarios. Su prólogo a los Ensayos escogidos de Montaignemuestra su familiaridad con la obra del creador del ensayo moderno; el «Posfacio» que escribió para Personæ, de Ezra Pound, con traducciones de Guillermo Rousset Banda,  es una aguda reflexión sobre la validez de la poesía de Pound; y, en fin, el libro llamado Ramón López Velarde. Una lectura parcial,publicado en ocasión del centenario, ofrece comentarios acerca de la obra del poeta que ha sido afición entrañable de Arreola.
      En la colección Voz Viva de México, de la unam, número 12, hay un disco con la voz de Juan José Arreola leyendo textos de Confabulario, presentado por Antonio Alatorre, con un notable estudio.
      Además de las ediciones originales de sus libros, existe una serie de cinco volúmenes de Obras de J. J. Arreola, que editó Joaquín Mortiz en 1971, 1972 y en 1993.


      *   Publicado originalmente en La literatura mexicana del siglo xx, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1995.
      «De memoria y olvido », Confabulario, Joaquín Mortiz, México, 1971.
      «Arreola influenció a todos los de Mester », unomásuno, México, 26 de junio de 1985.
      Confabulario total (1941-1961) y Confabulario, en Obras de J.J. Arreola, Joaquín Mortiz, México, 1971.
      Joaquín Mortiz, México, 1971.
      Selección, estudio y notas de Brianda Domecq, fce, México, 1988.
      Ibid., p. 86.
      Reunidas en Bestiario, Joaquín Mortiz, México, 1972.
      Sara Poot Herrera, Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1992, pp. 188-209.
    Secretaría de Educación Pública, col. sepSetentas núm. 90, México, 1973.
    Grijalbo, México, 1976.
    unam, col. Nuestros Clásicos núm. 9, México, 1959.
    Editorial Domés, México, 1981.
    Fondo Cultural Bancen, México, 1988.

De Punta de plata de Juan José Arreola y Héctor Xavier

Otoño/2018
Luvina
Sara Poot Herrer


En el Prólogo del libro álbum titulado Punta de plata, comenta Juan José Arreola:
Héctor Xavier introdujo en el porta-minas un alambre de plata mexicana, lo afiló en el raspador y obtuvo así un estilete práctico y económico. Y con él y una carpeta de hojas preparadas se fue al aire libre de Chapultepec a vivir ocho meses entre los animales enjaulados. 
      Yo vi en su casa el primer dibujo: la imagen del bisonte sentado que parece un grafito rupestre, y allí tomó forma otra vez la antigua idea de un bestiario.
Estas palabras indican el origen de Punta de plata, remiten a su vez a «la antigua idea de un bestiario», y aparecen a manera de introducción de los dieciocho textos que se guardan dentro de la solapa del lado izquierdo del álbum, donde dice Bestiario, y de las ilustraciones guardadas en la solapa del lado derecho, donde dice 24 dibujos. Ya desde Punta de plata aparecieron, con el título de Bestiario, los escritos de Juan José Arreola, quien, para el «grafito rupestre», escribió «El bisonte»: «Tiempo acumulado. Un montículo de polvo impalpable y milenario; un reloj de arena, una morrera viviente: esto es el bisonte en nuestros días. […] Por eso, en señal de respetuoso homenaje, el primitivo que somos todos hizo con la imagen del bisonte su mejor dibujo de Altamira» (p. 20). Animal adentro, animal afuera, en la palabra y el dibujo.
      Bestiario y 24 dibujos son sendos conjuntos de textos y de ilustraciones —puertas de par en par, dos carteritas prodigiosas— de un portentoso libro álbum, titulado Punta de plata. Sus autores, Juan José Arreola y Héctor Xavier. Se lee en el colofón de este álbum:
      punta de plata
      los textos de este bestiario
      se acabaron de imprimir el día
      24 de diciembre de 1958 en los
      talleres de edimex, s. de r. l.
la edición consta de 500 ejem-
      plares, proyectada y encua-
      dernada según maqueta de
      juan josé arreola.
Sin embargo, los textos difícilmente pudieron acabarse de imprimir el 24 de diciembre de 1958, puesto que, según José Emilio Pacheco, Juan José Arreola los dictó (a él, jep) del 8 al 14 de diciembre de 1958 y fueron entregados a la unam el día 15. Lo que se dice en el colofón de Punta de plata, aunque contiene una fecha «epifánica», no parece corresponder a la realidad de los hechos, lo que por supuesto no cambia su importancia. Pero, ¿qué fecha citar como año en que aparecen «los textos de este Bestiario» y con él reunidos los dibujos de Héctor Xavier? Según el colofón, tendría que ser 1958, sabiendo que el libro álbum habrá aparecido en 1959. Al ver al «bisonte sentado», Arreola volvió a la idea del bestiario, mientras (comenta) que Héctor Xavier «vivió» ocho meses con los animales de Chapultepec. 1958 es el año clave.
      Si bien Punta de plata (con su conjunto de textos titulado Bestiario) es antecedente de lo que será Bestiario como libro, estos dos títulos no tienen exactamente el mismo contenido, y los textos que aparecen en uno y en otro tampoco están en el mismo orden (y me refiero sólo a la sección de «Bestiario», pues el libro tiene otras tres secciones). El Bestiario de Juan José Arreola, publicado en 1972 sin los dibujos de Héctor Xavier, incluye textos anteriores y posteriores a Punta de plata, y éstos fueron apareciendo en tres momentos distintos. Sin embargo, integral y sustancialmente este álbum, con el prólogo y los dieciocho textos de Arreola, y los veinticuatro dibujos de Héctor Xavier, sí anticipa el «bestiario total» de Juan José Arreola, que como conjunto apareció primero en 1962 en una sección de Confabulario total,  en la edición popular de 1966 titulada Confabulario5 y en la sección inicial de Bestiario de 1972. Las piezas, como caballitos de ajedrez, se han movido y también entran en el juego de combinatorias de la obra de Juan José Arreola.
      Ya para 1958, año que cierra con los textos de Bestiario de Punta de plata, Arreola había publicado «Topos», «Insectiada» y «El sapo» que, bajo el rubro de «Prosodia» (éste, un título entre otros del índice), se localizan en el primer Confabulario de 1952. Les sigue «La boa», añadido también a «Prosodia» de la publicación conjunta de Confabulario y Varia invención de 1955. Son cuatro «animalitos sueltos» del «bestiario» de Juan José Arreola y ninguno aparece en Punta de plata. Un quinto texto (posterior a este libro álbum de doble autoría) es «El ajolote», publicado en la sección «Bestiario» de Confabulario total de 1962, reproducido en Confabulario de 1966 y más tarde en Bestiario de 1972.
      En este seguir los pasos a la fauna literaria de Juan José Arreola, considero tan sólo las ediciones originales de su obra. Por cierto, en la última sección de Bestiario de 1972, entre las traducciones de su autor y por él llamadas «Aproximaciones», leemos «El sapo» (Jules Renard), «El puerco» (Paul Claudel), «Vida de la araña real» (Henri Michaux). Del propio Juan José Arreola podemos citar «La migala» (de Varia invención, de 1949) y «El rinoceronte» (de Confabulario, de 1952; «Durante diez años luché con un rinoceronte, soy la esposa divorciada del juez McBride»). Estos textos serían parte de otro «bestiario», no del que aquí estamos hablando; de lo contrario, tendríamos que considerar «El prodigioso miligramo» (de Confabulario, de 1952), «Parturient montes» (Confabulario y Varia invención, de 1955) y otros textos (por ejemplo, «Achtung Lebende tiere», «En verdad os digo», «Pueblerina», «El cuervero», «La trampa», incluso «Autri» y «Tres días y un cenicero»), alusiones, fábulas, metamorfosis, metáforas y alegorías del mundo humano y animal, dos mundos que en la obra de Juan José Arreola se reflejan, se retratan, se imitan, se parodian, se ironizan, es más, se mimetizan.
      Pero esta breve historia enfoca el «bestiario literal»: del Bestiario de Punta de plata, acabado de escribir en 1958, al Bestiario de 1972. Sumando, son veintitrés textos los que lo conforman; de esos veintitrés, de Punta de plata son dieciocho, que aparecen en la parte de Bestiario, y los otros cinco son, ya hemos visto, «Topos», «Insectiada», «El sapo», «La boa» y «El ajolote». ¿Por qué la necesidad de tanta aclaración? En buena medida para restituir lo propio de cada Bestiario y no sólo citar Punta de plata (sin haber visto este libro álbum) de «refilón», como si fuera el mismo Bestiario de Juan José Arreola (aunque de alguna manera lo es), ilustrado por Héctor Xavier (lo está), pero no es exactamente así: Punta de platade 1958 incluye un Bestiario de dieciocho textos, retratos mitológicos, filosóficos, culturales y literarios del zoológico de Chapultepec. Los animales allí enjaulados son los modelos; no están los topos y sus agujeros, ni la insectiada narrada por la voz de un insecto macho; tampoco la boa seductora, el sapo-corazón ni el ajolote prehispánico.
      La «antigua idea de un bestiario» se originó en tres textos de Confabulario de 1952 y en uno más de Confabulario y Varia invención de 1955. Continuó fantásticamente bestial en Punta de plata y completó su ciclo (literal y metafórico) en Confabulario total de 1962, en Confabulario de 1966 y en Bestiario de 1972. Con «El sapo» publicado en 1952, Arreola «acorazonó» su bestiario, le dio movimiento, vida, lo inmortalizó: «Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón». Con «El ajolote», publicado en 1962, Arreola se asomó a las Historia general de las cosas de la Nueva España de Fray Bernardino de Sahagún y con «esta sirenita de los charcos» rescató también la mitología originaria mexicana y con ella cerró su Bestiario.
       El inventario de animales fue cambiando, lo mismo que su posición, y algunos de los escritos fueron levemente modificados por la mano de su autor. Los textos de Punta de plata, que son dieciocho, sí se recogen en Confabulario total de 1962, lo mismo que en Confabulario de la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica de 1966 y en Bestiario de 1972, que con los cinco títulos «sueltos» conforman el Bestiario «acabado» (completo, bien cortado) de Juan José Arreola. El bestiario del zoológico se confabuló con otros animalitos, estos sueltos en la varia invención de Juan José Arreola.
      Última precisión (que considero importante): el prólogo de Punta de plata no es el mismo que el de Confabulario total de 1962, de Confabulario del 66 ni de Bestiario de 1972. Dice así el prólogo de estos tres libros (con algún ligero cambio entre ellos):
Ama al prójimo desmerecido y chancletas. Ama al prójimo maloliente, vestido de miseria y jaspeado de mugre.
      Saluda con todo tu corazón al esperpento de butifarra que a nombre de la humanidad te entrega su credencial de gelatina, la mano de pescado muerto, mientras te confronta con mirada de perro.
      Ama al prójimo porcino y gallináceo, que trota gozoso a los crasos paraísos de la posesión animal.
      Y ama a la prójima que de pronto se transforma a tu lado, y con piyama de vaca se pone a rumiar interminablemente los bolos de la rutina cotidiana.
Este «amar al prójimo, al animal, a la prójima», en sórdido vocativo, en aparente tono despreciativo, misógino y doméstico, en auténtico dejo irónico, suplicante también (un mandato, «mandamiento» de amor de un yo que le habla a un tú, sobre un él, una ella) y como prólogo de ¡un bestiario! (y que requeriría mayor detenimiento), no tiene nada que ver con el prólogo de Punta de plata. Los podría relacionar la idea del paraíso, cara a la obra de Juan José Arreola signada con la culpa, con la expulsión del paraíso. Los relacionaría también una especie de degradación del ser humano, acentuada en este prólogo. Pero son dos prólogos distintos.
      El prólogo de 1958, el de Punta de plata, es más extenso (nueve       párrafos), y allí habla Arreola del origen de la técnica usada magistralmente por Héctor Xavier («En el libro de Cennino Cennini la punta de plata se llama estilo») y del origen de un proyecto de «ecología profunda» realizado en la Ciudad de México. Héctor Xavier dibujó en Chapultepec; Arreola escribió en Chapultepec y también en su casa («las imágenes recordadas»). Dice en el prólogo a Bestiario de Punta de plataConfabulario, Fondo de Cultura Económica, México, 1966 (Colección Popular).
... acompañé a Héctor Xavier en algunas de sus resueltas correrías de dibujante frente a difíciles modelos [...]
      Como las estampas, los textos proceden directamente del natural y las reflexiones que los informan tienen el mismo lugar de origen: Parque Zoológico de Chapultepec. Por eso se explican algunos rasgos de la más pura obscenidad y el aroma persistente del estiércol salvaje (s/n). 
       
      Si bien los dieciocho textos se recogen en los siguientes «bestiarios» (con algunas pequeñas modificaciones de léxico y de sintaxis), el prólogo es exclusivo de Punta de plata de 1958.
      Es de gran fortuna tener entre las manos este libro álbum. En el lomo aparecen dos nombres: Juan José Arreola / Héctor Xavier. Del primero, bajo el título original de Bestiario, hay dieciocho textos; del segundo, veinticuatro dibujos. Arreola ha dicho que el «bisonte sentado» de Héctor Xavier dio lugar al proyecto. Arreola lo idea, Héctor Xavier acepta la idea y continúa su excursión a Chapultepec. Arreola lo acompaña; Héctor Xavier dibuja a los animales y también dibuja al escritor, quien, a su vez, habla del dibujante. Concluidos los avatares de ambos trazos y su conjunción, Arreola escribe su prólogo (¿en qué momento lo escribiría?). De una pincelada sintetiza el origen de la técnica punta de plata, se declara seguidor de Paul Claudel y su Bestiario espiritual (de los antecedentes de este bestiario) y aclara que no va a abrumar al lector con la historia del género, aun fuera ésta una explicación superficial de tan compleja simbología:
No es ése mi propósito, sino decir sencillamente que acompañé a Héctor Xavier en algunas de sus resueltas correrías de dibujante frente a difíciles modelos. Hemos visto Chapultepec a todas horas del día y a las bestias animadas o melancólicas: a la Grulla Real que hunde su pico de gualda entre el suntuoso plumaje y se despioja; al macho de cualquier especie que de pronto, como si despertara de un largo sueño, percibe a la hembra y la acomete (generalmente sin éxito); a los felinos que van y vienen por su jaula, como reyes encarcelados y dementes. A los monos, en fin, que muchas veces nos hicieron volver la espalda, abrumados ante tan humana estulticia... (s/n).
La punta de plata del dibujante trazó con una sola línea los animales, a los que se acercó —jaula adentro, sin rejas de por medio— Héctor Xavier. Dibujante y escritor retrataron, copiaron, reflejaron, se agobiaron también y reflexionaron con los modelos en vivo, captando su esencia singular. Un ejemplo de creación hermanada, de expansión y selección está en «Aves acuáticas»: «Entre toda esta gente [patos, gallareta, pelícano, gansas, cisnes] salvemos a la garza». Héctor Xavier la ha detenido en una línea, y Arreola exclama acerca de «toda esta gente»: «Pueblo multicolor y palabrero donde todos graznan y nadie se entiende» (p. 11). ¿Metáfora literal?
             A “La hiena”: “es difícil de aprehender”:
Animal de pocas palabras. La descripción de la hiena debe hacerse rápidamente y casi como al pasar [...] La punta de plata se resiste y fija a duras penas la cabeza del mastín rollizo, las reminiscencias de cerdo y de tigre envilecido. La línea en declive del cuerpo escurridizo, musculoso y rebajado. [...] debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido en vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres (p. 19).
Sin embargo, según el texto, es quien más secuaces tiene «entre los hombres».
      En «Cérvidos», el escritor ve al dibujante y analiza e interpreta el acto de su creación:
El dibujante se deja tentar por lo que tienen los ciervos de inconcluso y definitivo. [...] Héctor Xavier prefirió apoyar la estructura de estos seres ingraves en tenues ménsulas de sombra. De hecho los ha dejado casi en blanco, sin estorbar con circunstancias de paisaje la plena libertad de su ambiente. El claroscuro de las formas se resuelve en una organización reflexiva de lo sólido y lo aéreo. Y el ciervo queda capturado en el limpio espacio del dibujo. ¿Inmóvil? Si prestamos atención, algo en el dibujo se mueve (p. 21).
Al mismo tiempo, conjuga la realidad con la creación, mete a una con la otra.
      Frente a «El carabao», el escritor medita acerca de la sobriedad y la infinitud:
Frente a nosotros el carabao repasa interminablemente, como Confucio y Laotsé, la hierba frugal de unas cuantas verdades eternas [...] estilización general de la figura que se acerca un tanto al reno y al okapi. Y sobre todo los cuernos ya francamente de búfalo: anchos y aplanados en las bases casi unidas sobre el testuz, descienden luego a los lados en una noble y amplia curvatura que parece escribir en el aire la redonda palabra carabao (p. 26).
La meditación digamos filosófica remata en la escritura en el aire, captada también en la línea aérea de Héctor Xavier.
      El bestiario, iluminado con la técnica de punta de plata, es leyenda, reflexión, filosofía; es historia, memoria, experiencia del momento, una clase sobre el reino animal, los machos, las hembras, las crías; es un homenaje, una lección, un tratado; es poesía, es arte sobre el arte. El escritor ve al animal y ve también al dibujante que ve al animal. Los dibujos de Héctor Xavier con los escritos de Juan José Arreola son un retrato de resonancias, una línea que termina en palabras, se corona de signos. Un arte es punto de partida del otro que, a su vez, da pie al primero, aunque algunas veces no sepamos cuál empieza, pues van sintonizados, tomados de ambas manos en deuda con sus modelos que posan a pesar de ellos mismos, que saben (o no) que son observados, que son marco de referencia que acentúa los vicios y las virtudes del ser humano, y que, al mismo tiempo, ellos mismos tienen su historia, su propia mitología. Los 24 dibujos de Héctor Xavier y los dieciocho textos de Bestiario de Juan José Arreola son piezas perfectas en sí mismas y son una sola pieza de arte en la bisagra de Punta de plata. Los dos artistas copian al natural la fauna detenida en Chapultepec, un mundo que cumple un ciclo de vida y de costumbres cada día.
      Dice Juan José Arreola:
Entre todas las imágenes recordadas, yo prefiero la del atardecer: cuando el silbato de los guardas anuncia que ha terminado la jornada contemplativa y se inicia la enorme sinfónica bestial. Los cautivos entonces gruñen, braman, rugen, graznan, bufan, gritan, ladran, barritan, aúllan, relinchan, ululan, crotoran y nos despiden con una monumental rechifla al trasponer las vallas del zoológico, repitiendo el adiós que los irracionales dieron al hombre cuando salió expulsado del paraíso animal.
La capacidad expresiva de la lengua en la escritura de Juan José Arreola es ilimitada. Su prólogo es un entrar al paraíso del idioma español, a la armonía que él crea con el movimiento de los verbos, las palabras —rústicas, cultas, nuevas, arcaicas—, es hacer un paseo diurno por la galería de animales de Chapultepec captados en línea aérea y en un solo trazo por Héctor Xavier. Salir del zoológico con la orquesta de la fauna, con la despedida a gritos, es eco —nos dice Arreola— de la expulsión de todos los tiempos. Pero aquí es cada tarde, una vez que ha terminado el trabajo de la creación, cuando los animales despiden al día y a quienes en líneas y en letras los sacaron de las jaulas y los grabaron en Punta de plata. Al parecer, Héctor Xavier concluyó sus dibujos antes de que Arreola tuviera listos sus textos. Arreola habla de «imágenes recordadas»; dice que «los textos proceden directamente del natural y las reflexiones que los informan tienen el mismo lugar de origen»: Chapultepec. Y así fue. Ésa es la procedencia, no la hechura completa de los escritos de Juan José Arreola.
      Comenta La China Mendoza:
Pero qué libro más maravilloso, porque no tiene par. El texto no tiene comparación en la serie de la literatura en México. Aquel crucigrama que Arreola veía en los rinocerontes, junto con la perfección de Héctor Xavier, era muy importante, verdaderamente excelso; por eso digo que eran entre demonio y ángel, tenían esa dualidad de la gran creación. Eran dos cualidades en la escritura y en la pintura, de grandes relámpagos y de plácidos atardeceres.
Acertada imagen doble de «ángel y demonio», la línea de uno, la letra del otro; acertada fusión de «la musa» y «la perseverancia»; acertada opinión de María Luisa la China Mendoza sobre las dos caras de la creación, hechas una sola en Punta de plata, con el Bestiario de Juan José Arreola y los 24 dibujos de Héctor Xavier. Dijo Marco Antonio Campos: «Con la edición del bestiario de Punta de plata, Héctor Xavier y Juan José Arreola alcanzaron el momento más exacto y hermoso de la unión en libro de dibujo y texto en la literatura mexicana». 
      Con su «bisonte sentado» de punta de plata, Héctor Xavier dio la pauta. Arreola volvió a su idea del antiguo bestiario y la revivió al pensar en un libro para el que invitó a Héctor Xavier. Pero, ¿en qué momento coincidieron para su publicación dibujos y textos?
      En su «Amanuense de Arreola. Historia de Bestiario», José Emilio Pacheco cuenta que, por adelantado, la Dirección General de Publicaciones de la unam le había pagado a Juan José Arreola los textos de Punta de plata. Tendrían que entregarse a dicha dirección, a cargo de Henrique González Casanova, el 15 de diciembre de 1958. A una semana del plazo, Arreola no los tenía. El 8 de diciembre José Emilio dice que se presentó en la casa del escritor y se ofreció a copiarlos: «Me dicta o me dicta». Sin salida, Arreola le preguntó dónde y por cuál comenzar. José Emilio (dice que) le dijo: «por la cebra»: «Entonces», cuenta José Emilio, «como si estuviera leyendo un texto invisible, el Bestiario empezó a fluir de sus labios» (p. 7); el acto de la concepción «en técnica mayor del dictado» inicia ese día. El 14 de diciembre estaban listos los textos. Se entregaron a la unam —informa— el día 15. José Emilio evitó que Arreola tuviera que devolver el dinero metiendo a «La cebra» a su arca de Noé y también al camello («Camélidos»). El libro se entregó a tiempo. Mutua deuda la de Juan José Arreola y José Emilio Pacheco; entre ambos, y de manera imprescindible, Héctor Xavier. Sendas y eternas deudas a ellos por la puntual Punta de plata.
      Cuando en 1998 José Emilio Pacheco hizo su valoración de Bestiario de 1958, opinó: «Bestiario, obra maestra de la prosa mexicana y española, no es un libro escrito: su autor lo dictó en una semana. Algunos de sus textos, si la memoria no miente, son anteriores a 1958: “Prólogo”, “El sapo”, “Topos”, y quizá haya alguno posterior como “Ajolotes”». Sí, anteriores fueron «Topos», «Insectiada» y «El sapo»; «La boa» también, y más tarde «Ajolotes». Hasta aquí, de ninguna manera la memoria ha fallado. Pero me parece que el elaborado «Prólogo» publicado en el Bestiario de Punta de plata concluyó después. Si faltaban textos a principios de diciembre de 1958 (¿cuántos faltarían?), era difícil que desde antes Juan José Arreola tuviera listo dicho prólogo. En cuanto al ejemplo de dictado que da José Emilio Pacheco —«El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegato, en arranque total de filósofo positivista»—, allí sí la memoria ha transfigurado la realidad, aunque la precisión de los hechos no modifique el valor de los resultados. Vayamos unos meses atrás.
      Ocho meses antes de que Bestiario llegara a su punto final (diciembre de 1958), la Revista de la Universidad de México publicó un avance de Punta de plata: un breve escrito a modo de prólogo (sin firma), cuatro textos de Juan José Arreola y cuatro dibujos de Héctor Xavier.  Leemos en el escrito de presentación:
Ante la imagen de un bisonte realizado por Héctor Xavier, se nos ocurrió la idea de este bestiario que incluye veinte textos y otros tantos dibujos.
      Procedimiento eminentemente clásico, la punta de plata recoge las miradas una a una y las va haciendo caer sobre el papel en un limpio juego de transparencias puras, donde la dureza y la suavidad del instrumento alcanzan un ápice de poética precisión. 
      La Revista de la Universidad nos ha dado la ocasión de ofrecer las primeras muestras de este trabajo, destinado a una ulterior publicación de conjunto. Aparecen aquí dos dibujos acabados y algunos bocetos que ayudan a comprender el proceso de la elaboración artística. La elección de un ave de rapiña, cuyo texto no figura aquí, se debe a razones de orden técnico.
      Lo mismo que las imágenes, los textos proceden directamente del natural, y las reflexiones que los informan tienen el mismo lugar de origen: Parque Zoológico de Chapultepec. Así se explican en ellos algunos rasgos de la más pura obscenidad y el aroma persistente del estiércol salvaje (p. 6).
Estas líneas de marzo de 1958 —sin autoría explícita, pero escritas por Juan José Arreola— son antecedente del prólogo de Punta de plata. Hay variantes entre uno y otro texto y su autor dice que el «bestiario» contiene veinte escritos y el mismo número de dibujos, lo que finalmente no fue así. Ya lo hemos visto, son dieciocho textos de Juan José Arreola y veinticuatro dibujos de Héctor Xavier. En una entrevista de 1981 dijo Héctor Xavier a Alberto Dallal:
... puedo afirmar que el bestiarioPunta de plata fue realizado dentro de las jaulas del zoológico de Chapultepec. No era yo un espectador, no tomaba fotografías ni filmaba, sino que me hallaba adentro, en directo, para sentir la presencia del animal, lo respiraba, y digo respirar porque aún percibo a lo que huele, lo que suda, su calor, todo. Asumía y forjaba toda su visión, no tan sólo óptica sino orgánica.
Juan José Arreola había escrito (líneas de la Revista de la unam y prólogo de Bestiario) sobre «algunos rasgos de la más pura obscenidad y el aroma persistente del estiércol salvaje».
      A sesenta años de Bestiario —1958-2018—, perviven el olor, el movimiento, la línea aérea de Héctor Xavier y las líneas eternas de Juan José Arreola. Punta de plata es el libro álbum mexicano más dorado de letras y dibujos de dos artistas que se dieron la mano. A José Emilio Pacheco se le debe que haya llegado a tiempo al taller de Gutenberg.
Punta de plata [Cuatro textos de Juan José Arreola y cuatro dibujos de Héctor Xavier]
      Revista de la Universidad de México, núm. 7, marzo de 1958: 6-7.
1. Las focas
      2. La hiena
      3. El hipopótamo
      4. El rinoceronte
      Punta de plata [18 textos de Juan José Arreola & 24 dibujos de Héctor Xavier]
      Juan José Arreola, Bestiario. Universidad Nacional Autónoma de México, México,1958.
Prólogo («En el libro de Cennino Cennini la punta de plata se llama estilo»).
  1. El rinoceronte
        2. Aves acuáticas
        3. El hipopótamo
        4. Las focas
        5. La cebra
        6. La hiena
        7. El bisonte
        8. Cérvidos
        9. Aves de rapiña
      10. El avestruz
      11. El carabao
      12. Felinos
      13. El búho
      14. La jirafa
      15. El oso
      16. El elefante
Bestiario en Obras de J.J. Arreola.Joaquín Mortiz, México, 1972. Sección «Bestiario». Misma sección (textos y distribución; algunas modificaciones de léxico y sintaxis) que la de Confabulario total de 1962 y Confabulario de 1966.
Prólogo («Ama al prójimo desmerecido y chancletas. Ama al prójimo maloliente, vestido de miseria y jaspeado de mugre…»).
  1. El rinoceronte [1]
        2. El sapo (Confabulario, 1952)
        3. El bisonte [7]
        4. Aves de rapiña [9]
        5. El avestruz [10]
       6. Insectiada  (Confabulario, 1952)
        7. El carabao [11]
        8. Felinos [12]
        9. El búho [13]
      10. El oso [15]
      11. El elefante [16]
      12. Topos  (Confabulario, 1952)
      13. Camélidos [17]
      14. La boa  (Confabulario, 1955)
      15. La cebra [5]
      16. La jirafa [14]
      17. La hiena [6]
      18. El hipopótamo [3]
      19. Cérvidos [8]
      20. Las focas [4]
      21. Aves acuáticas [2]
      22. El ajolote  (Confabulario
            total, 1962)
      23. Los monos
23 textos de Juan José Arreola.
      17. Camélidos
      18. Los monos
18 textos de Juan José Arreola.
      Juan José Arreola / Héctor Xavier, Punta de plata. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1958, s/n [sin numeración].
      José Emilio Pacheco, «Amanuense de Arreola. Historia de un bestiario». Tierra Adentro, núm. 93, 1998: 4-7.
Bestiario, en Obras completas de J.J. Arreola, Joaquín Mortiz, México, 1972. La sección «Bestiario», en pp. 7-43.
      Confabulario total [1941-1961], Fondo de Cultura Económica, México, 1962. La sección de «Bestiario», en pp. 28-46.
  Confabulario, Fondo de Cultura Económica, México, 1966 (Colección Popular).
      Confabulario,Fondo de Cultura Económica, México, 1952.
Confabulario yVaria invención, Fondo de Cultura Económica, México, 1955 (Letras Mexicanas,2).
      Este prólogo aparece en el número monográfico que la revista de la Biblioteca de México dedicó en 2002 a Juan José Arreola (Biblioteca de México, núms. 67-68, 2002, pp. 44-53). Con el prólogo reproducen ocho textos de Juan José Arreola: «El rinoceronte», «El hipopótamo», «Las focas», «La cebra», «La hiena», «Aves de rapiña», «Los monos». Se basan en la reimpresión facsimilar de 1993, de Punta de plata / Bestiario. Esto es, en Juan José Arreola / Héctor Xavier, Punta de plata. Bestiario, Coordinación de Difusión Cultural, Universidad Nacional Autónoma de México, México,1958, reimpresión facsimilar de 1993.
María Luisa Mendoza, «Una raya de plata», en Héctor Xavier. El trazo de la línea y los silencios, Angélica Abelleyra y Dabi Xavier, coords., Universidad Veracruzana, Xalapa, 2016, p. 63.
    Marco Antonio Campos, «Un espíritu marino», El trazo de la línea y los silencios, p. 69.
    Emilio Pacheco, «Amanuense de Arreola. Historia de Bestiario», en «80 años de Arreola», número monográfico de Tierra Adentro, núm. 93, 1998, pp. 4-7.
    Cita José Emilio Pacheco: «Para el macho que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad: para el solitario, la llama afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria» (p. 7); «el macho» no aparece en la edición de Punta de plata ni en las de Bestiario del 62, el 66 y el 72.
    Punta de plata, textos de Juan José Arreola, dibujos de Héctor Xavier, en Revista de la Universidad de México, núm. 7, marzo de 1958, pp. 6-7.
    Lo he tomado de «Uno se hace de la vida de los otros aunque se resistan. Entrevista de Alberto Dallal» (El trazo de la línea y los silencios, p. 31), que a su vez, informan las coordinadoras del libro, lo toman de la revista electrónica Imágenes (Instituto de Investigaciones Estéticas, unam, noviembre de 2010).