miércoles, 27 de noviembre de 2013

Pasión y aprendizaje

22/Noviembre/2013
Confabulario
David Miklos

Hay, en la voz narrativa de Clarice Lispector, la develación de un misterio: la vida. Es decir: la vida en sí, plana y llana, después de la experiencia de vivir. La vida, pues, como un objeto casi material, monolítico, acabado, desprendido del sujeto que la llevó a cabo. Condición femenina aparte, el corpus prosísitico de la escritora ucraniana (y judía) vuelta brasileña es una enseñanza espectacular de cómo se teje la existencia, vacíos incluidos. Uno de sus libros quintaesenciales, tal vez el de más difícil acceso y, al mismo tiempo, el que más recompensas (es decir: experiencia) le deja al lector es La pasión según G. H., que este año se convirtió en el número uno de la Biblioteca Clarice Lispector publicada por Siruela, sello que se dio a la empresa de, finalmente, reunir su obra entera en una serie de ediciones definitivas en español. Basta con leer la advertencia, colocada antes que el epígrafe: “Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima. Aquellas personas que, sólo ellas, entenderán muy lentamente que este libro nada quita a nadie. A mí, por ejemplo, el personaje de G. H. me fue dando poco a poco una alegría difícil; mas alegría, al fin”. Publicado en portugués en 1964, el libro vio la luz en nuestra lengua en 1988 en el traslado que hizo Alberto Villalba, mismo que Siruela rescató con tino.

Novela de un existencialismo no solamente asumido sino procesado e incluso deshecho (para no decir desechado), La pasión según G. H. es una suerte de ampliación de la experiencia kafkiana reducida en su expresión más conocida: La transformación (o La metamorfosis, como mejor se le conoce). G. H., alter ego clariceano, es una mujer en apariencia impoluta, representada por su entorno: un departamento de clase alta, límpido, reluciente, vacuo. Llamada por el morbo o la inquietud al cuarto de su sirvienta, G. H. descubre otro espacio idéntico al suyo: sin mella. Allí, sin embargo, aparece una cucaracha, insecto infame y símbolo de la decadencia última de la humanidad. G. H. intenta exterminar al bicho, si bien apenas consigue herirlo. En un tour de force sin parangón y después de una larga perorata en la que nuestra protagonista se descubre liberada de su yo anterior y confrontada con su yo presente (“He vuelto a tener lo que nunca tuve: sólo dos piernas”), G. H. termina por aupar al insecto que tanto asco y temor le produjo para succionar el líquido blancuzco que de su herida, infligida por ella misma, mana. De trama exigua y reflexión permanente, La pasión según G. H. es un libro de azoro perpetuo, para no decir una constatación de existencia. O, recurriendo al título de otra novela de Lispector publicada un lustro después, un aprendizaje. Culminación o canto de cisne de la voz clariceana, el exabrupto y descubrimiento vivencial de G. H. resulta insuperable. Aun así, en la obra recién citada nuestra autora nos previene de nueva cuenta, otra vez antes de pergeñar los epígrafes que le sirven de obertura: “Este libro requirió una libertad tan grande que tuve miedo de darla. Está por encima de mí. Intenté escribirlo humildemente. Yo soy más fuerte que yo”. Si en La pasión según G. H. la voz de Lispector devela el misterio de la vida, en Aprendizaje o el libro de las pasiones (original de 1969 y publicado por Siruela en 1990; pronto se sumará a la Biblioteca que anima a esta nota) es una especie de renuncia al yo y una aceptación de existencia sólo gracias a nuestro prójimo, además de un abandono a lo divino (para no decir Dios). Historia de amor desesperante en el mejor de los sentidos, el Aprendizaje de Lispector es una obra cumbre menor, acaso una apostilla genial a la obra maestra que es G. H., que no puede ser sino la culminación temprana de un conjunto narrativo sin parangón (en su propia lengua aunque en su geografía originaria es António Lobo Antunes, otro escritor de la experiencia última, el autor más cercano a Clarice Lispector, aunque en ningún sentido su heredero: estamos hablando de islas desencontradas, aisladas en su naturaleza primigenia). No puede decirse más.

Los matices de la voz

22/Noviembre/2013
Confabulario
Lucía Melgar

A la luz del Premio Cervantes a Elena Poniatowska, por su “brillante trayectoria literaria en diversos géneros”, en particular “su dedicación ejemplar al periodismo”, y por su compromiso con las realidades del siglo XX, quisiera recuperar, así sea parcialmente, la voz y figura de quien, como se ha recordado en estos días, supo liberarse de la página de sociales asignada a las mujeres periodistas en los años cincuenta, especializándose en el género de la entrevista. Me detengo en sus conversaciones con escritores, compiladas en Todo México, o transformadas en retratos elaborados en ¡Ay vida, no me mereces!, como textos que nos permiten acercarnos a una joven en busca de verdaderos diálogos y a una lectora y escritora más madura que proyecta una imagen original de sus interlocutores, a la vez que va desplegando una voz y un estilo propios. En esas primeras entrevistas destacan ya rasgos significativos de quien, en lo más fino de su obra, supo escuchar y enlazar voces diversas y ver al ser humano —hombre, mujer o niño— detrás de la máscara de la fama, el éxito, el fracaso o la miseria.

En “La entrevistadora entrevistada o el que la hace la paga”, conversación con Lya Kostakowsky de 1957, publicada en México en la Cultura, la joven Elena Poniatowska afirma: “El chiste de mis entrevistas está un poco en decir bobadas o en hacer que los pobres entrevistados las digan. Tal vez se me puede decir que abuso del procedimiento de las preguntas idiotas pero yo puedo contestar que hacer preguntas tontas es el mejor medio de adquirir sabiduría”. Así, explica con cierta ironía, supo que la “flor favorita” de De Broglie era “la nebulosa Andrómeda que va como rosa desmelenada por el espacio sideral”.

El ingenio de la entrevistada, su “agudeza y rapidez”, elogiadas por Kostakowsky, su modestia —y la efectividad de la retórica de la modestia—, evidentes en esta respuesta, se despliegan en sus múltiples conversaciones con personajes tan disímiles como Guadalupe Dueñas, María Félix, Silvia Pinal, Palillo y Borges. Sus entrevistas y retratos constituyen una contribución a la historia cultural de México y de América Latina. Muchos son documentos que nos permiten entrever a los hoy famosos u olvidados antes de ser celebridades o de desaparecer, a veces injustamente, de la luz pública. Son también, desde otra perspectiva, piezas que, como en un rompecabezas, permiten ir formando una imagen, parcial pero significativa, de la propia entrevistadora o retratista.

En los diálogos breves, publicados por ejemplo en México en la Cultura de Novedades, oímos una voz en apariencia más ingenua, y directa, que invita a sus interlocutores a expresarse, no a exhibirse, a explicar las razones y sinrazones de su oficio, su visión del ámbito literario o de la literatura y sus creadores. Su éxito es variable. Mientras que Amparo Dávila se mantiene distante, Guadalupe Dueñas se explaya a partir de preguntas muy breves, y en 1957 señala ya la falta de oportunidades para publicar, que atribuye a factores todavía vigentes: los grupos cerrados, la escasez de lectores y la falta de respuesta a las publicaciones.

A través de Todo México, en que de pronto se ven reunidos Pita Amor, Revueltas y Borges, entre otros, se van delineando los recursos y dinámica que despliega la periodista, y su efecto en los interlocutores. Una constante es la sencillez. Real o asumida, la cuasi ingenuidad llega a sorprender y hasta escandalizar al entrevistado, como es el caso de Mauriac, quien se siente ofendido porque ella no lo ha leído, y cree por un momento que ella espera que “le cuente [sus] novelas para no leerlas”. El escritor francés, al que en 1956 la entrevistadora describe “alto, flaco”, frotándose las manos de frío e irritación, con una voz quebrada, de “ceniza”, y una mirada que casi “mata” a la joven que no está a la altura de su figura connotada, acaba por ceder y se digna hablar de literatura y filosofía. Si esta “no-entrevista” resulta “fracasada” según la propia autora, a la distancia es un documento valioso: nos muestra a un escritor a la vez pedante y coherente, confrontado a la antisolemnidad y a una hábil entrevistadora que obliga al “Mauriac-escritor” a ver y ser el “otro Mauriac”, un nombre ligado a una obra, un oficio, a un ser y estar en el mundo, de quien cabe esperar que hable de literatura, política y religión como pensador y como ser de carne y hueso. En este sentido, la pregunta improvisada no resulta “tonta” sino acertada.

Esto no supone justificar la ignorancia de entrevistadores que no saben si su interlocutor se inscribe en el arte por el arte o en el best-seller… La entrevistadora de Revueltas, Rulfo y Borges sabe que el diálogo supone interlocutores con ciertas expectativas, una pregunta que espera una respuesta, que lleva a otra… En conversaciones más elaboradas, entrelazadas con comentarios posteriores, es evidente que ella sabe y quiere saber más de la obra, del escritor y la persona, por ejemplo del Borges que tiene enfrente y del “otro Borges” al que ha leído y cita. A ambos, como hará luego con personajes populares, quiere darles voz, cuerpo, textura. Por eso, más que simples conversaciones, las entrevistas de Poniatowska son pequeños —o anchos— cuadros en que la mirada y el arte de la autora presentan al personaje bajo una luz nueva. A veces sólo un destello modifica la imagen conocida; otras, el entrelazamiento de voces y reflexiones crea un perfil original.

Un ejemplo de configuración matizada y sugerente es precisamente el collage de entrevistas con Borges. Si bien se refiere a la cara casi impasible y a la ceguera de éste, Poniatowska evita la representación fácil de la celebridad seria y distante. Lo muestra primero en medio de una conversación animada, en que ríe, esquiva preguntas, emite juicios breves y certeros. En el diálogo a solas que sigue, la cortesía de Borges y la sensibilidad de la periodista favorecen la fluidez. Aunque lo considera “reaccionario”, ella se centra en el escritor, respeta sus obvios silencios sobre temas políticos y retoma lo que favorece la conversación. Le recuerda, por ejemplo, la broma de haber respondido que si fuera inglés sería “imperceptible” y así lo lleva a hablar de las letras inglesas y argentinas, de su familia, a emitir juicios personales, como su admiración por su madre. Esta conversación contrasta con la ya comentada con Mauriac. Aquí, el sorprendido es Borges y quien cede —olvidando sus prejuicios— es Poniatowska. En el texto publicado en Todo México la escena se enriquece con acotaciones acerca del tono de voz del escritor, su tartamudeo ocasional, sus facciones cambiantes. En vez de cerrar con una nota admirativa, Poniatowska recupera con humor la cercanía lograda, y cuenta que salió corriendo del cuarto helado para pedir que pusieran calefacción, y se alegró al volver y ver que el sol se había acercado a Borges, y lo librara de una pulmonía.

El acercamiento a la figura pública y al personaje privado se despliega con la madurez del oficio literario en ¡Ay vida, no me mereces!, donde destacan tres perfiles de escritores consagrados, con recursos y resultados distintos. La imagen de Fuentes que nos da la autora es la más semejante a la que el escritor proyectó de sí mismo: el escritor de éxito. En los retratos de Rulfo y Castellanos los matices son más variados, tal vez porque la autora quiso mostrar facetas menos conocidas o, en el caso de Castellanos, esbozar una imagen distinta, más viva y compleja que la que algunos tenían de ella en los años setenta y ochenta.

Las entrevistas a Carlos Fuentes proyectan una imagen de éste como “el monstruo de la naturaleza” que se come el mundo, el elegido de los dioses del arte, de las mujeres y de los famosos. Desde la lejana entrevista con quien acababa de publicar La región más transparente, hasta las que cristalizan en el admirativo retrato “Si tuviera cuatro vidas, cuatro vidas serían para ti”, el entusiasmo de Poniatowska es evidente. A la luz de este texto más conocido y del “magnetismo” de Fuentes, es interesante recordar el elogioso y matizado comentario de Poniatowska sobre esa novela en México en la Cultura en 1958, donde una observación crítica va seguida de un paréntesis, como si la crítica no quisiera darle mayor importancia a su lectura: “Para mí, quizá sea éste el defecto de la novela de Carlos. Tiene algo de cuaderno de citas, ésos donde se apunta puntualmente, cada media hora, lo que hay que hacer durante el día. Fuentes se lleva al lector a través de una cabalgata furiosa, como un tropel de caballos desbocados [...] (pero no soy crítica y además ni siquiera he terminado la novela. Esto es tan sólo una primera impresión, y quizá, sea presuntuoso decirlo)”. Si las preguntas “tontas” permiten aprender, la retórica de la modestia permite entreverar con elegancia apuntes críticos.

En cuanto a Rulfo, lejos de reproducir la imagen pétrea y muda de un ser ensimismado, Poniatowska recupera y realza el humor que también se encuentra en sus libros. Rulfo aparece como un escritor hondo, duro, al que ella admira, y como un hombre que ha amado y ha reído. Un escritor que ha puesto a sus personajes femeninos en situaciones terribles, que ha creado a un personaje tan onírico y desgarrado como Susana San Juan, y a otros tan desparpajados como la Nieves y la Pancha de “Anacleto Morones”. Aunque en esta rememoración de escenas “atroces” para las mujeres, Rulfo entrevé una crítica feminista, su interlocutora más bien sugiere que el escritor ha representado lo que implica ser “un pueblo sin compasión y sin ternura”. Poniatowska humaniza a Rulfo sin trivializarlo ni minimizar su obra. En este perfil las voces se multiplican, unen, chocan, como si la autora buscara recrear el ámbito rulfiano, unir todas sus voces y silencios. La mirada cálida, admirativa y crítica de Poniatowska capta y proyecta a un Rulfo vivo.

De la figura de Rosario Castellanos, Poniatowska realza lo conocido para darle la vuelta, y presentar una imagen menos “solamente-atormentada” que aquélla con la que se “beatificó” en homenajes póstumos a la autora de Poesía no eres tú. En “¡Vida, nada te debo!”, Poniatowska rechaza los juicios que ven en Castellanos más a una plañidera que a una poeta, más a una mujer que escribe que a una escritora. Retoma y des-construye la tendencia a ver a ésta y otras escritoras como personas y no como Personajes Públicos, por el simple hecho de ser mujeres. A la vez que critica un sesgo que afectó a Castellanos y sigue afectando la obra de las escritoras, Poniatowska parece retomar también una observación que ella misma hiciera, en la ya citada conversación con Kostakowsky, según la cual, si las mujeres no se tomaban en serio la literatura, el arte o la ciencia, no era su culpa porque “su verdadero drama es el de la mujer observada. La contemplan no porque sea bonita o fea, encantadora o repelente sino simplemente porque es mujer”.

Si esa declaración de 1957 sintetiza una de las teorías feministas posteriores acerca del impacto de la mirada masculina en la configuración del ser mujer, en su retrato de Castellanos, Poniatowska desarrolla una crítica feminista más amplia. Nos convence de la complejidad de su personaje y la valía de su obra y descalifica la hipótesis del suicidio que también empañara su literatura. Como ella misma explica, busca entender a su personaje, deshacer las imágenes falsas. Afirma que “con la mayor desfachatez tapamos con fábulas nuestra ignorancia y construimos una historia que ella [Castellanos] hubiera leído con asombro”. Y se propone, en cambio, ahondar en la obra y en la vida pues “tenemos la obligación de pintarla entera, decirla toda; esconderla, por no sé qué prurito, es traicionarla”.

Hoy que el Premio Cervantes consagra a la periodista y escritora Elena Poniatowska, le debemos también un acercamiento a las luces y sombras de su obra, que nos permita leerla en todo su valor, entera.

domingo, 24 de noviembre de 2013

El asesinato de Roque Dalton

24/Noviembre/2013
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

En la editorial Aura, en San Salvador, acaba de editarse el libro El asesinato de Roque Dalton, mapa de un largo silencio, de Lauri García Dueñas y Javier Espinoza, quizá la más detallada y esclarecedora investigación (hasta donde es posible) sobre el crimen del poeta mayor salvadoreño. Por un lado está el reportaje, y por el otro, una serie de entrevistas con protagonistas del hecho o de estudiosos y enterados del tema. En el libro se muestra quiénes cometieron el crimen, y se barajan las presuntas causas del porqué del hecho y los probables sitios donde se arrojaron o enterraron los restos.
El asesinato de Dalton por sus propios correligionarios del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), el sábado 10 de mayo de 1975, fue uno de los hechos políticos más estúpidamente atroces cometido por una guerrilla de izquierda que recuerdo de mi juventud. Junto con él mataron a un compañero de armas, Armando Arteaga, Pancho, líder obrero. Sin embargo más atroz es sin duda que pasados treinta y ocho años todo mundo en su país sepa quiénes cometieron el crimen y asombrosamente no se haya castigado a ninguno, y para colmo, se ignora, o más bien, no han querido decirlo los perpetradores, dónde enterraron o arrojaron los restos de ambos. Los asesinos de Dalton tienen rostro y nombre y eran quienes conformaban el comité directivo del ERP, y varios de los entonces “jóvenes asesinos” (como los llama el poeta salvadoreño Miguel Huezo Mixco) venían de colegios privados, formados en la democracia cristiana y pertenecían a la clase media acomodada. El Comité lo encabezaban Alejandro Rivas Mira, el máximo dirigente, quien huyó de El Salvador dos años después del asesinato de Dalton, probablemente a México, y nunca más se supo de él; Joaquín Villalobos, que se convirtió, con habilidad camaleónica, después de los Acuerdos de Paz de Chapultepec entre el gobierno y las guerrillas salvadoreñas en 1992, en asesor de seguridad de gobiernos de derecha impresentables como el del colombiano Álvaro Uribe y el del mexicano de Felipe Calderón; Vladimir Rogel Vaquerito, ultimado después asimismo por sus correligionarios del ERP, quien era, paradójicamente, considerado el más radical del grupo; y Jorge Meléndez, personaje sórdido, ahora ministro para Asuntos de Vulnerabilidad con el actual presidente Mauricio Funes. Joaquín Villalobos mencionó en una entrevista de 1993 que el tribunal lo conformaban siete; ignoro cuáles sean los otros tres. Respecto al asesino material es uno o más de ellos, por más invenciones y rectificaciones, justificaciones y tergiversaciones que han dado o quieran dar. ¡Cuál será el tamaño de la culpa para que ninguno haya querido detallar cómo fue la ejecución y en qué lugar dejaron los cuerpos! En nombre del contexto político, es decir, de la firma de los Acuerdos de Paz, el cual fue en esto una suerte de copia del Pacto de la Moncloa, los gobiernos sucesivos desde 1992 no han querido enjuiciar a nadie porque eso significaría, a su parecer, destapar una caja de Pandora de la cual muy pocos escaparían de tener las manos manchadas de sangre.
¿Cuáles fueron las justificaciones de la cúpula del ERP para la ejecución de Dalton? Al principio, se le acusó de agente cubano; luego, de agente de la CIA; como ninguna prosperó por disparatadas, se le acusó de tomar una actitud de rebeldía e intentar dividir al ERP al obstinarse en proponer una estrategia distinta, en este caso, la de la guerra prolongada contra la dictadura en lugar de la vía armada inmediata. No faltan tampoco las imputaciones personales: indisciplinado, mujeriego, borracho, “bohemio pequeño burgués”, en suma, en sus palabras, “el hechor y víctima de su propia muerte”. Aun entre esto se habla de un pique entre Rivas Mira y Dalton por una poeta y guerrillera, Lil Milagro, que en ese momento era amante del poeta. Una cosa es clara: si capturaron a Roque Dalton y a Armando Arteaga el 13 de abril y los ultimaron el 10 de mayo, los miembros de la dirección del ERP tuvieron tiempo de sobra para saber que cometían no sólo un ”grave error” sino una monstruosidad injustificable.
Pero ¿cómo ajusticiaron a Dalton? Tres son las principales versiones: una, a tiros por la espalda; la segunda, de un balazo en la nuca; la tercera, fusilado.
Para mí la más creíble de las versiones de la muerte la dio Joaquín Villalobos, en un arranque de sinceridad, en mayo de 1993, en una entrevista al hijo de Dalton, Juan José, publicada en el diario mexicano Excélsior, un año después de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, donde Roque Dalton ya no es víctima de sí mismo sino de la dirección ampliada del ERP: “Yo fui uno de los siete miembros del tribunal que ordenó la ejecución. Fue una acción de inmadurez personal, pasional y radicalización ideológica. Dalton fue víctima de la ignorancia, la intriga y el dogmatismo. Fue un grave error.” Villalobos se autodelataba y exponía a seis autores intelectuales más. El propio Villalobos repitió ese mismo año lo de “grave error” a El Diario de Hoy salvadoreño, y no hizo entonces en ese 1993 ninguna aclaración o rectificación de sus declaraciones. Sin embargo, seis largos años más tarde, empezó a perder la memoria y la siguió perdiendo hasta 2012. Se volvió menos un analista político que un caso clínico. En su modificación de recuerdos, escribió en 1999 al diario español El País, que él no era responsable intelectual ni material porque no era jefe militar ni político del ERP; en 2004 volvió a sorprender a todos y declaró que todo estaba dicho, y no era la ejecución de Dalton un macrotema, pero volvió a delatarse al decir: “Pero si en ese entonces yo tomo una decisión distinta, no estuviera platicando aquí con ustedes.” Y en 2012, al ser entrevistado por García Dueñas y Espinoza negó de nuevo toda responsabilidad. Por desgracia nadie en El Salvador, en todos estos años, ha tenido la delicadeza de llevarlo, no a la cárcel, sino a un hospital siquiátrico.
En diversas guerrillas de los años sesenta y setenta latinoamericanas fueron muertos poetas en la verde edad y otros relativamente jóvenes, como el peruano Javier Heraud, veintiuno, el nicaragüense Leonel Rugama, veintiuno, y el argentino Francisco Urondo, cuarenta y seis; el único ultimado por sus propios correligionarios fue Roque Dalton, quien murió cuatro días antes de cumplir 40 años.
Escribe el editor del libro Carlos Clará en el último párrafo del prólogo a propósito de la investigación que hay en El asesinato de Roque Dalton: “El silencio es uno de los personajes claves en este crimen. Ha sido más fuerte que las mentiras y tan grande como la impunidad, pero deja rastros, y este es el mapa, la cartografía inicial para encontrar el largo camino de la historia”.

El Premio FIL a El Premio FIL a Yves Bonnefoy

24/Noviembre/2013
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hay que felicitar al jurado que decidió otorgar el Premio Fil 2013 a Yves Bonnefoy. Dicha designación significa muchas cosas: la primera en esta numeración, aunque la jerarquía la decide el lector, es que el premiado sea un poeta. Los jurados han sido en ese galardón mucho más proclive a premiar narradores. Y, sin embargo, cuando eligen poetas el resultado es notable y bien recibido por el medio literario, aunque también hay que decir que el premio a un poeta, Tomás Segovia, fue el que trajo la cólera de la familia Rulfo y el retiro del apellido del gran escritor jalisciense del nombre del premio.
La importancia de los narradores en el galardón, más que reflejar la importancia literaria del género, refleja la influencia del medio editorial y el peso económico en la decisión. Es lógico: un premio a un narrador tiene mucho más eco comercial que uno a un poeta. Pero el año pasado dicha tendencia llevó al desatino de premiar a Bryce Echenique, novelista acusado de plagio, y provocar una gran polémica pública, y también por el hecho de que el premio se entregara no durante la FIL en un acto público, sino en Lima, Perú, en una ceremonia (casi) privada.
Supongo que algo similar ocurrirá ahora, pues Bonnefoy es un hombre muy mayor –noventa años– y dudo que pueda viajar. Sin embargo, el premio me parece indiscutible. Es la primera vez que se da a un autor francés, respondiendo a la ampliación de dicho galardón a “escritores de lengua romance”. El autor de El movimiento y la inmovilidad de Douve, es bien conocido entre los lectores de poesía, su obra ha sido traducida, y con notable calidad, por Ullalume González de León y Elsa Cross entre nosotros pero, lamentablemente, sus traducciones no están ya en circulación. Suponemos que el premio hará que lo vuelvan a estar y que se hagan nuevas versiones.
Tres elementos, pues, notables: poeta, francés e indiscutible. Claro, este último adjetivo habrá quien lo discuta, pues para todo hay. Al galo se le ha acusado de ser un poeta de laboratorio, excesivamente frío e intelectual, poeta para poetas. Y razones para esas “acusaciones” las hay. Sin embargo, casi siempre se muerden la cola: pocos poetas tan intensos y quemantes y tan amplios en su abanico de temas. Me interesa destacar un par de ellos: la relación con la pintura y su interés en Shakespeare.
Ninguno de estos intereses es cosa nueva ni en la poesía francesa ni en la de cualquier lengua. La obra lírica y ensayística (esta última es menos conocida en español) es un resultado natural de la evolución de la poesía francesa. Bonnefoy es, en sentido estricto, un poeta tradicional y un clásico, en el sentido más amplio de la palabra, del siglo XX. Y precisamente esa condición le viene de ser un poeta de vanguardia, con una evidente y extrema condición de modernidad. Y es que eso –modernidad y tradición– son, simultáneamente, cualidades de la literatura francesa después de Baudelaire.
Por ejemplo, el surrealismo, ese movimiento de vanguardia extremo, es hoy literatura clásica. A mediados del siglo XIX, se impuso una idea de modernidad típicamente francesa, de la cual, a pesar de algunos intentos, y de las características propias que tomó en Latinoamérica, no nos hemos conseguido liberar. Es, por ejemplo, la idea de modernidad que defendió Octavio Paz en sus reflexiones sobre la tradición de la ruptura incorporada al contexto mexicano. Y es precisamente en el lado de la tradición que hay que buscarla hoy y no en las repeticiones descafeinadas de las neovanguardias.
La relación con la pintura es un fruto espléndido de ese período, no sólo por la colaboración directa entre escritores y pintores en libros conjuntos, sino por la reflexión que ha provocado sobre lo visual en el arte y la poesía. Los poetas se han vuelto veedores, en el sentido virreinal; oteadores, en el sentido de mirar de cerca lo que está lejos. Es una de las grandes herencias de Baudelaire al siglo XX. La poesía se desplaza de lo verbal a la escritura y lo primero deja en la segunda un eco a través de la grafía, escribir tiene todavía un sentido corporal (no sé ya si lo mantiene el tecleo sobre la computadora).
La densidad aporta inevitablemente algo de abstruso y secreto a la condición del poema; la iluminación viene, proviene, de lo oscuro, es un desplazamiento de lo oculto hacia la luz, su luz es luz negra. Y aquí el calificativo cromático debe ser leído como cuando se habla, a propósito de la melancolía, de bilis negra. En cierta manera, la lírica de Bonnefoy se sitúa en el terreno de la alquimia, tiene algo de fórmula mágica, de conjuro, de cifra. Por eso la pintura, en donde se ve lo no visto e incluso lo invisible, intriga tanto al poeta, que busca decir lo indecible.
La poesía moderna, parece decir Bonnefoy en su interés por Shakespeare, viene toda de los sonetos del autor inglés, es allí que la poesía se orienta hacia lo personal, y en donde autor y persona empiezan a identificarse. Mientras que la ciencia evoluciona de la magia hacia el conocimiento, la poesía realiza el camino inverso, y busca la palabra fundadora, no la que transforma en oro sino la que transforma en sentido.
En efecto, entre el Shakespeare de Hamlet y el de los sonetos hay un abismo conceptual, aunque los firme el mismo autor, y sin embargo el sentido es permanente, por eso llamamos a esa distancia un abismo. Baudelaire, se dice, inventó la crítica de arte. Y desde entonces la pintura y la poesía han tenido un estrecho romance, similar al que en otra época, en cierta manera mitológica, tuvieron la música y el verbo. Bonnefoy es una muestra de lo viva que la poesía puede estar en una época tan abandonada por la poesía.

Reivindicación de la literatura

21/Noviembre/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

Algo debe tener la prosa de Elena Poniatowska que tantas emociones provoca. Y digo su prosa porque es como escribe. A veces su prosa es tan transparente que se olvida que estamos leyendo y amanecemos en un Zócalo repleto de inconformes o al lado de un estanque donde Leonora Carrington se baña desnuda en medio del bosque o en la plaza enrojecida de las Tres Culturas, después de una matanza de estudiantes que a casi medio siglo aún se busca minimizar.
Y es tan transparente que algunos piensan que ella y su prosa algo oculta. Que detrás de su militancia se encuentran los contratos, las prebendas, los viajes; que su prosa por clara no puede ser literatura sino periodismo.
Hace más de 20 años le pregunté qué pensaba de los críticos que no la consideraban escritora sino periodista; que no escribía cuentos ni novelas sino crónicas. Y Elena con esa sonrisa que no la abandona me dijo que sí la clasificaban bien o mal, arriba o abajo, bah. Que ella escribía cuentos, novelas, ensayos, crónicas y si esos críticos medían la literatura de esa manera tan básica era su problema.
Poniatowska tenía razón: los libros se miden por la emoción que provocan. Hace algunos años la Academia Sueca incluyó entre sus candidatos al periodista Ryszard Kapuscinski y ahora este Premio Cervantes reivindica que el periodismo también es literatura, que la prosa imantada es lo que cuenta, que los close up de las emociones existen en textos de ficción y sin ella.
¿Cuántas historias reales no nos cuentan la historia de La noche de Tlatelolco? Esa historia contada a voces no es menos emotiva por cierta ni Querido Diego, te abraza Quiela expresa menos la condición humana por construirse alrededor de ese monstruo de la pintura que fue Diego Rivera.
Elena nos cuenta el cuento de la verdad. A sus personajes de ficción los hace verosímiles y a los que toma de la realidad los fija contándonos el cuento de su historia verdadera. Para los grandes escritores poco importa que sus personajes sean de carne y hueso, que su inspiración sean archivos o entrevistas. Importan sus historias, no cómo llegaron a ellas.
Elena Poniatowska pertenece a esa estirpe de escritores de acción y reflexión; que lo mismo construyen vidas imaginarias que recuperan la vida de lo que pasa. Para ella, como para los miembros de la Academia de Letrán, periodismo y literatura es una y la misma cosa: forma de expresión, necesidad, compromiso, trabajo que es destino y placer; método para animar la mesa de la cultura y la plaza pública como lo ha hecho, por ejemplo, al lado de los movimientos de izquierda.
También para ella escribir cuentos y novelas, crónicas y testimonios, biografías o cuentos para niños es un antídoto contra el olvido. Por eso ha escrito sobre uno de esos personajes del montón, de la bola, que luchó en la Revolución y murió en la inopia como Jesusa Palancares o sobre la infamia que sufrió Paulina, la niña a la que el Estado obligó a ser madre. Por eso se ha detenido para recuperar los días de una ciudad destruida por el temblor de 1985 donde la gente común y no el gobierno tomó las riendas de su destino o nos ha hecho ver a un Demetrio Vallejo, a una Tina Modotti, a un Carlos Monsiváis, a un Octavio Paz o a un Guillermo Haro como sólo ella y su escritura han podido hacer.
Gracias a ella hemos encontrado grandes emociones en pequeñas vidas y en los personajes que habrán de trascendernos la vida menuda con todas sus miserias y alegrías.
Y si a Poniatowska no le ha preocupado la manera en que clasifiquen sus libros arduo trabajo tendrán quienes se empeñen en hacerlo en libros como Leonora o El universo o nada así nos digan que una es novela y la otra biografía porque ambas comparten la prosa vigorosa, el registro obsesivo, los diálogos que retratan, las atmósferas que son casi un personaje, la ausencia de prosa sociologizante o aquella que en nombre de un supuesto valor literario padece las tres funestas fu como decía Octavio Paz: el ser profusa, confusa y difusa.
Hace tiempo Poniatowska me explicó por qué algunos escritores son mejores que otros: porque unos escriben plano, me dijo, y otros sexy. Entendí entonces por qué su textos eran pegajosos, se adherían en la memoria de críticos y admiradores entusiastas: porque escribía sexy; porque su personajes tienen tres dimensiones, respiran, tienen vida interior, porque no son planos ni estáticos como las fotografías, porque proyectan sombra y volumen.
En 1986 José Emilio Pacheco me reveló cómo las ondas expansivas de la Academia de Letrán han llegado, de manera directa hasta nuestros días: Ignacio Ramírez, El Nigromante, tuvo un joven y talentoso discípulo llamado Ignacio Manuel Altamirano. Este último también tuvo un seguidor distinguido, don Luis González Obregón, quien enseñó a su vez a un jovencísimo Fernando Benítez la pasión por la literatura. Benítez, para quien el periodismo era literatura, impulsó el trabajo de tres jóvenes: José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Me alegra que el premio José Emilio Pacheco le haya sido otorgado a Poniatowska hace unos días y hace unas horas el Cervantes de Literatura, que reconoció que su obra vale por las historias que cuenta sin importar que sus personajes a veces sean de carne y hueso y sus historias verdaderas.

sábado, 23 de noviembre de 2013

La clave del poema como lucidez

16/Noviembre/2013
Confabulario
Alberto Ruy Sánchez

Entre los primeros poemas que Octavio Paz quiere reconocer completamente suyos, con los que abre Libertad bajo palabra en 1935, y el último poema que publica en 1996, se distingue un insólito rasgo común. Los separan más de sesenta años, muchas experimentaciones, mutaciones y descubrimientos, tanto en la vida como en el oficio. Pero los une la misma noción del poeta como testigo de la fugaz epifanía que es la vida: súbita aparición de una claridad que un instante después se desvanece. Y del poema como lenguaje de ese momento excepcional en el cual “el pensamiento ve, los ojos piensan” mientras la vida sigue su camino hacia el silencio. Es decir, el poeta como lo concibe Octavio Paz ejerce una manera excepcional de lucidez en el mundo.

Octavio Paz subtituló su poema final “Diálogo con Francisco de Quevedo”. Pero ya su primera reflexión de juventud sobre la poesía había sido indirectamente un diálogo con Quevedo. Y más precisamente con las Lágrimas de un penitente, en donde Paz veía una especie de existencialismo antes del existencialismo y un aliento precursor del Baudelaire que se sabe nacido en el mal, sin salvación. Paz identifica ahí la semilla de la angustia o de la rebelión modernas.

Entre el día “hecho de tiempo y de vacío”, que en 1939 lo llenan de luz y de nada, y el tiempo y el espacio que en 1996 “caen vertiginosos” hacia el silencio, cobraría existencia una de las más singulares aventuras poéticas del siglo XX.

Octavio Paz comenzaría a escribir sintiéndose desgarrado entre una poesía pura, que defendían los poetas de la generación anterior que él admiraba, y una poesía social, acorde con una idea mesiánica de la sociedad futura que, él quería creer, se forjaba entonces en América Latina. Como ninguna de estas dos poéticas lo dejaba completamente satisfecho, comenzó a formular una solución paradójica: el poema como luz negra que señala la conciencia de estar en el mundo, de vivir entre los otros y en la historia. El poema como síntesis de opuestos: el arco del guerrero y la lira del que canta. Ni opuesto ni subordinado a la historia, el poeta arde en la conciencia apasionada de estar en ella.

Pero también el poema como la más profunda presencia de la vida, de sus milagros y calamidades. Búsqueda perpetua: “Y me hundo en mí mismo y no me toco”. Y a la vez búsqueda ritual del cuerpo de la amada: “única tierra que conozco y me conoce, única patria en la que creo, única puerta al infinito”.

Así, la poesía de Paz se va forjando entre el abismo de la soledad existencial y la comunión trascendente con los otros. Y por supuesto, con la amada: “Más allá de nosotros, en las fronteras del ser y del estar, una vida más vida nos reclama”.

En la posguerra vivió en París y fue atraído por el surrealismo. “Era un grupo de poetas libres en una ciudad intoxicada por teorías e ideologías que exacerbaban la pasión pero no iluminaban el alma”. Los poemas en prosa de ¿Águila o sol? llevan la huella de esa fascinación. Y el poema extenso Piedra de sol, de 1957, capital en la obra de Paz, es una síntesis de todas sus inquietudes hasta entonces. Un crisol de sus exploraciones formales y de su pensamiento poético. Abismo y erotismo, historia y memoria personal, símbolo y materia, sensación e idea, finalmente se encuentran en una forma poética que es eco de tradiciones y a la vez su desafío. Recapitulación y renacimiento del poeta.

Después, en la India desde 1962, su poesía se convulsiona y un erotismo extendido se vuelve piedra angular de su búsqueda. El encuentro con Marie José Paz, de la que no se separaría un solo día desde 1964 hasta su muerte en 1998, marca esa nueva manera: “A veces la poesía es el vértigo de los cuerpos y el vértigo de la dicha y el vértigo de la muerte”. Su poética se vuelve una erótica.

El poema extenso Blanco y el poema narrativo El mono gramático sintetizaron la huella doble de la otredad en su mundo: la del oriente y la de la amada. Pero muy pronto llegaría la expulsión del paraíso. Un poema sobre la matanza de estudiantes en México, en 1968, acompañaría su renuncia a ser embajador del gobierno responsable de ese crimen. Gesto que sería recordado en la entrega del Premio Nobel que recibiría en 1990.

En “Nocturno de San Ildefonso”, como en “Pasado en claro” y en otros poemas de los setenta, renacen las preocupaciones por la memoria personal entretejida con la Historia. La solución poética de Paz es reformulada confiriendo a la poesía su función de última lucidez.

La poesía es la crítica a la modernidad pero no intelectual sino pasional, en nombre de realidades que son negadas por la edad moderna. Lo que Octavio Paz llama “la otra voz”: la del hombre que está dormido en el fondo de cada hombre. Y cuya existencia la poesía muestra, no demuestra, señala sugiriéndola e inspirándola. Porque la poesía se nutre de la imaginación y es, según Paz, “el antídoto de la técnica y del mercado”, esos nuevos ídolos huecos de las masas, como hasta hace poco lo fueron los dogmas religiosos y las ideologías totalitarias.
Octavio Paz escribió tantos ensayos fundamentales sobre el arte, la sociedad, la historia, la política internacional y la de México, que ya con ellos su obra sería piedra fundamental de la cultura contemporánea. Pero es su poesía donde está el eje lúcido que alimentó su pensamiento y su manera peculiar de estar en el mundo. La poesía es la clave de las claves de su obra. Tanto que, incluso quienes comentan sus ideas políticas sin comprender el sentido de rebelión poética que lo anima no comprenden sino la sombra de lo que dice. Octavio Paz es fiel a una lectura de la poética de Aristóteles que señala una diferencia radical entre el historiador y el poeta. El primero escribe lo que sucedió, el segundo cuestiona lo que sucedió desde una visión más amplia que no se conforma con lo que le cuentan y con lo que piensan otros y considera lo que debió haber sucedido y lo que podría haber sucedido.

Esa visión de poeta, más amplia, con más dimensiones (incluyendo las sensoriales), más inquieta e inquietante rige sus ensayos tanto de política como de arte.

Su último poema, su diálogo final con Quevedo, busca ser un poema de reconciliación con la fragilidad de la vida, sus convulsiones y abismos. Como dice Paz que sólo T. S. Eliot lo había logrado. La vida regresa al silencio, a la muerte del poeta, pero no importa porque “sabemos ya que es música el silencio y somos un acorde del concierto”.

Ibargüengoitia o el desencanto

23/Noviembre/2013
Confabulario
Anuar Jalife

En Viajes a la América ignota Jorge Ibargüengoitia describe su botiquín de viaje: se trata
de una pequeña bolsa de lona, con forma rectangular, que durante más de 23 años hizo
las funciones de botiquín médico y estuche tocador, y cuyo contenido fue cambiando con
el paso del tiempo. “El primer cambio —escribe Ibargüengoitia— ocurrió cuando me di
cuenta de que la gasa y la tela adhesiva no iban a servir de nada en caso de que se cayera el
avión”. Y redondea la idea con una de sus acostumbradas vueltas de tuerca: “No recuerdo
cuál fue el razonamiento que me llevó a sustituirlas por unas curitas”. Rescato esta cita
no sólo por lo que tiene de triste premonición —Ibargüengoitia, como sabemos, murió
en un accidente aéreo— sino también porque en ella parece decantarse lo esencial de la
prosa del guanajuatense: desencanto, desilusión, desenmascaramiento. Estas palabras
atraviesan toda la obra del autor de Dos crímenes; a ellas se suma una más, a la que el
propio Ibargüengoitia vio siempre con reticencias: humor. Y es que el humor, en su caso,
más que un fin en sí mismo fue el resultado de una forma de ver la realidad, marcada por
el desengaño. En una entrevista de 1979, Ibargüengoitia declara: “El señor que se duerme
preparando chistes y despierta en la noche y dice ‘ya inventé un chiste magnífico’ me
parece grotesco. Es un concepto totalmente español, y probablemente mexicano, heredado
por nosotros. La idea de que soy humorista, en este sentido, es falsa”.
Su trayectoria literaria misma está marcada por el sino de la desilusión. Recordado hoy
sobre todo por sus novelas, el guanajuatense se inició como un autor dramático. En una
brevísima semblanza autobiográfica, recuerda haber comenzado en 1955 lo que parecía
una brillante carrera en el teatro, con Rodolfo Usigli como mentor y una serie de becas
ganadas al hilo: “Pero llegó el año de 1957 y todo cambió: se acabaron las becas —yo ya
había recibido todas las que existían—, una mujer con quien yo había tenido una relación
tormentosa se hartó de mí, me dejó y se quedó con mis clases, además yo escribí dos obras
que a ningún productor le gustaron”. Curiosamente, una de sus últimas pieza teatrales, El
atentado, le trajo el reconocimiento internacional al ser galardonada en 1963 con el Premio
Casa de las Américas y, lo más importante, le “abrió las puertas de la novela” al llevarlo a
conocer los materiales con los cuales escribió su primera narración larga: Los relámpagos
 de agosto.
La importancia de su formación como dramaturgo es relevante en la confección de su obra
completa, no sólo por su capacidad para crear diálogos, esbozar personajes, construir
escenas o marcar el ritmo de las acciones, sino por la preeminencia que tiene en su escritura
la idea del desengaño —central en la tragedia griega, el drama barroco, el teatro
isabelino—. En sus novelas y aun en sus artículos periodísticos subyace siempre una
realidad que o se mantiene oculta desde un principio o en algún punto se desvía del cauce
de lo previsible, debido a la fatalidad, la ineptitud humana o una mezcla de ambas. En lo
que Ibargüengoitia llama su obra “pública” lo velado parece ser la Historia misma. A las
explicaciones sociales, económicas o políticas el guanajuatense opone las trivialidades
cotidianas: el equívoco, la torpeza, la ingenuidad preceden a los grandes acontecimientos.
Benjamín Padilla, ilustre historiador cuevanense, “autor de la más lúcida interpretación de
nuestra Guerra de Independencia”, afirma en Estas ruinas que ves que “la Independencia
de México se debe a un juego de salón que acabó en desastre nacional”. En lo fundamental,
no es otra la tesis de Los pasos de López, de Maten al león o de Los relámpagos de agosto.
En la primera los conspiradores creen, hasta que tienen al ejército realista tras sus pasos,
que podrán conseguir la independencia de la Nueva España mediante la letra: “Va a ser de
lo más sencillo. Basta con firmar un documento”, afirma convencido el corregidor Diego;
en la segunda, se unge al joven José Coussirat —que en definitiva tiene más de sportsman
que de guerrillero— como el revolucionario encargado de asesinar al mariscal Belauzarán,
inmortal dictador de la isla bananera de Arepa; en la tercera, el general José Guadalupe
Arroyo provoca una desbandada de ex revolucionarios por arrojar a Eulalio Pérez H. a una
fosa recién cavada justo una noche antes de que éste fuese nombrado presidente interino de
la República. Los personajes ibargüengoitianos caminan vendados de los ojos entre la
ignorancia y el azar. En algún momento se produce la anagnórisis pero ésta llega siempre
demasiado tarde y de forma inacabada. El general Arroyo, por ejemplo, incapaz de
reconocer su propia soberbia e ineptitud, puede ver, en cambio, a toro pasado, el papel que
ha jugado la suerte en su caída: “En este capítulo voy a revelar la manera en que la pérfida
y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día, fatídico, por cierto, no
sólo para mi carrera militar; sino para mi Patria tan querida”. En esta novela, sin duda una
de las más complejas del guanajuatense, el juego del ocultamiento y la revelación se da en
varios niveles. Por una parte, en lo anecdótico, está lo que el general desconoce —la
desgracia en que caerá su protector, el futuro promisorio de sus rivales, la traición de sus
compañeros—. Por otra, se encuentra algo que los lectores ignoramos y que está en la base
del relato del general: una serie de escritos infamantes cuyo contenido, paradójicamente,
sólo podemos inferir por lo que el propio Guadalupe Arroyo nos dice en sus memorias
como respuesta a éstos: “quiero dejar bien claro que no nací en un petate, como dice
Artajo, ni mi madre fue prostituta, como han insinuado algunos, ni es verdad que nunca
haya pisado una escuela, puesto que terminé la Primaria hasta con elogios de los maestros”.
Finalmente, más allá del mundo figurado en la narración, está lo que los lectores
conocemos: la historia de la Revolución Mexicana, las memorias de revolucionarios como
Juan Gualberto Amaya, Francisco J. Santamaría o Álvaro Obregón, de los cuales Los
relámpagos de agosto es una parodia des-encantada.
No deja de llamar la atención que en estas novelas parte fundamental de la trama se teja
en medio de una obra de teatro, en el primer caso; en un baile de salón, en el segundo, y
en un funeral que devino borrachera, en el último. Se trata del entrecruce de los espacios
broncíneos de la historia y los cobrizos de lo cotidiano. Basta desenfocar un poco la lente
histórica para que esos mismos personajes y hechos revestidos de heroicidad muestren lo
que tienen de contingentes, de azarosos y de triviales. Después de ver el busto irreconocible
de algún prócer anónimo, al lado del de Hidalgo y el de Morelos, Ibargüengoitia
recomienda a los jóvenes aprendices de héroe: “si no es uno calvo, o no tiene uno la
costumbre de amarrarse un trapo a la cabeza, hay que cultivar algo que constituya un
sello inconfundible, como, por ejemplo, usar anteojos cuadrados, dejarse crecer una barba
extraordinaria, por lo hirsuto, por lo ralo o por lo largo, o taparse un ojo con un parche,
porque en los rasgos fisonómicos nadie se fija, y un héroe sin imagen, es como si no
existiera”.
En Ibargüengoitia eso que se nos oculta y en un instante se nos revela es lo ridículo que
está detrás de lo sublime. Su llamada obra “privada” y su trabajo periodístico, como decía,
no están exentos de esta mirada decepcionada. Para el autor de Las muertas, la
grandilocuencia y la solemnidad no son un monopolio de las instituciones o de la historia
“oficialista”, pues permean nuestra vida diaria y constituyen una forma de relacionarnos
con la realidad; algo que despierta el escozor de nuestro autor y contra lo cual dirige su
humor crítico —o quizás sea precisamente esa dirección la que le da a su humor tal cariz—.
En los cuentos de  La ley de Herodes y en sus numerosos artículos no cesa este horror ante
la ceremonialidad y el sinsentido de lo cotidiano, los cuales se presentan bajo una infinidad
de formas: los rituales del mundillo intelectual, las imposturas ideológicas, las reglas de
etiqueta, los laberintos burocráticos, la corrupción institucional, las costumbres religiosas,
las modas pasajeras, las conmemoraciones patrias, la idea de lo femenino y hasta un charco
de agua hedionda en Coyoacán que se resiste a desaparecer. Nada se escapa a la mirada
ocre del escritor que —como bien ha visto Enrique Serna en un artículo reciente para
Letras Libres— sostuvo una batalla permanente contra la cursilería, que Ibargüengoitia
definía como “una disposición patética: querer ser elegante o apasionado y no poder serlo.
Querer ser y no poder”. Uno de los puntos más acabados de esta visión se encuentra, me
parece, en Estas ruinas que ves. Novela en la que nuevamente algo se oculta —el falso
chisme de que Gloria Revirado, objeto del deseo del protagonista y narrador, morirá en
cuanto tenga su primer orgasmo—, es el retrato de la intelectualidad provinciana de
Cuévano —doble de Guanajuato—, ciudad castiza, cultivadora del recato, el decoro y la
doble moral; pero, más aún, imagen sucinta de México tal como lo concebía
Ibargüengoitia. El título del relato no podría ser más elocuente y pone en evidencia la
decepción desde la cual Ibargüengoitia ve las cosas: “—Esto que ve usted aquí —le dicen
al visitante— no es más que rastrojo de lo que fue. A lo que el recién llegado debe
responder: —¿Pero cómo rastrojo, si esta ciudad es una joya? Si no dice algo por el estilo,
corre el riesgo de ofender al anfitrión, porque la añoranza de bienes pasados que parecen
tener los habitantes de Cuévano es falsa. En el fondo están satisfechos con la ciudad como
está”. La prosa de Ibargüengoitia no tiene reparos en ofender a sus anfitriones, ni se
muestra satisfecha con nada; por el contrario, se solaza en el desencanto de contemplar
únicamente ruinas donde los otros ven a “la Atenas de por aquí”.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El burladero de Ibargüengoitia

Octubre/2013
Letras Libres
Enrique Serna

En un país infestado de solemnidad y cortesía hipócrita, donde casi nadie puede ascender en el organigrama de una oficina, en el mundo universitario o en la pirámide burocrática sin darse importancia, el humor cruel es quizá la única herramienta eficaz para diagnosticar las patologías sociales. La vida mexicana ofrece un gran atractivo para un crítico de la impostura, y en la segunda mitad del siglo XX, cuando la mascarada nacional adquirió tintes particularmente grotescos, por la decadencia de un monolito institucional que empezaba a resquebrajarse, Jorge Ibargüengoitia la retrató con una rara mezcla de sutileza y causticidad que para muchos sigue teniendo un efecto catártico.
Se afirma con insistencia que la literatura mexicana peca de lúgubre y sombría, pero creo que un somero examen de nuestros clásicos modernos desmiente ese lugar común. Cuando Ibargüengoitia empezó a escribir, existía ya una tradición humorística en vuelo ascendente, que había dejado obras importantes en los terrenos del relato breve, la poesía satírica y la comedia. En plena revolución, Julio Torri escribió deliciosas piezas de humor macabro en la tesitura de Swift. Desde los años veinte, Salvador Novo y Renato Leduc habían escrito sátiras flamígeras en donde el ingenio burlesco remedaba con educada malicia los fastos mayores de la palabra. En 1950, Novo le pasó la estafeta a un excelente comediógrafo, Emilio Carballido, cuya primera pieza, Rosalba y los Llaveros, montó con gran éxito en Bellas Artes. Cuando la vio en el teatro Juárez de Guanajuato –cuenta Vicente Leñero en Los pasos de Jorge–, Ibargüengoitia quedó deslumbrado, creyó haber descubierto su vocación y renunció a la carrera de ingeniería para dedicarse al teatro. Ya en la década de los sesenta, la época en que Ibargüengoitia se da a conocer como novelista, dos famosos contemporáneos suyos, Carlos Monsiváis y José Agustín, incursionaron en la sátira social por distintos caminos: el primero, con un lenguaje barroco y una ironía sesgada que hería sin dejar cicatriz; el segundo, emulando con gran imaginación a los albureros de barrio para proclamar una revuelta generacional. Sin embargo, el toque Ibargüengoitia, la versión mexicana del “toque Lubitsch”, tiene un encanto especial que ha subyugado a varias generaciones de lectores y quizá la crítica debería aprovechar los homenajes a su memoria para precisar en qué consiste, si acaso podemos desentrañar un misterio tan caprichoso y esquivo como el humor.
Según el teórico del drama Eric Bentley, la farsa retrata la ridiculez humana con una crueldad helada. Cuando ese mismo retrato toma en cuenta las emociones, la farsa se vuelve comedia. Con ello pierde buena parte de su poder corrosivo, pero en cambio es más fiel a la riqueza y a la complejidad de la vida. En la farsa, la hostilidad hacia los personajes, o hacia el mundo representado, es más evidente que en la comedia. Por eso en la farsa prepondera el humor grotesco, mientras que el comediógrafo, por lo general, contrapesa la deformidad de sus criaturas con una visión amarga o melancólica de la flaqueza y la imbecilidad humanas, que no excluye la posibilidad de una redención por la vía del autoconocimiento (La vida del drama, Paidós Studio, 2001). Conviene tomar en cuenta este deslinde al estudiar la obra de Ibargüengoitia, no solo porque en su etapa de dramaturgo osciló entre ambos géneros, sino porque nos ayuda a definirlo como novelista. ¿El temperamento de Ibargüengoitia lo inclinaba hacia la comedia o hacia la farsa? ¿Buscaba la empatía con sus personajes o más bien la rehuía detrás de un burladero?
Una reciente relectura de sus principales novelas me confirma que Ibargüengoitia, por una comprensible alergia a la sensiblería, apenas esbozaba las emociones de sus personajes, y por supuesto, nunca pretendió interiorizarlas. A diferencia de Flaubert, que declaró: Madame Bovary c’est moi, Ibargüengoitia no habría podido decir que él era Matías Chandón, Serafina Baladro, el general Vidal Sánchez o Gloria Revirado. Esta manera de narrar define tanto su estilo como su enfoque de la existencia. Era un escritor naturalmente inclinado a la farsa, pero a una farsa exenta de las rispideces que ese género conlleva, por ejemplo, en el teatro guiñol de Alfred Jarry o en los esperpentos de Valle-Inclán. La estética de lo grotesco exige un alto grado de empatía con los personajes, aunque sea una empatía dictada por el odio. Ibargüengoitia se alejó de esos terrenos cuando pasó del teatro a la narrativa. Quizá por la necesidad de interponer una serie de biombos entre su punto de vista y el de los personajes (problema que no tenía como dramaturgo), se atrincheró en la noción de buen gusto para desarrollar una ironía mortífera. No condenaba defectos en nombre de la moral: ridiculizaba conductas en nombre de la belleza. Su distanciada y tersa observación del carácter no amortigua la violencia de la farsa, pero evita el derramamiento de sangre y subraya la coherencia interna del enredo absurdo.
Dentro de una poética tan reacia a las efusiones del corazón, los conflictos amorosos, que generalmente hacen perder la figura a quien los vive, apenas inmutan al narrador, que los observa desde lejos con una mezcla de mordacidad y pudor. En Maten al león hay un ejemplo muy claro de la renuencia de Ibargüengoitia a pisar el campo minado de la pasiones: el suicidio de la poetisa Pepita Jiménez, que se ofrece como voluntaria para matar al dictador Belaunzarán, inyectándole cianuro en un baile, pero herida por el rechazo del apuesto millonario Pepe Cussirat, el cabecilla del complot patriótico, se aplica a sí misma la inyección letal. Este golpe dramático queda mitigado por la indiferencia que produce, no solo entre los demás personajes, sino en el propio cronista de la conjura. El hecho de que Pepita sea una poetisa romántica de medio pelo, refuerza en el lector la sospecha de que ha muerto por querer introducir la intensidad operática, o lo que ella entendía como tal, en un mundo ficticio blandengue, donde nadie tiene sentimientos profundos ni convicciones genuinas. No creo que en este caso, Ibargüengoitia quiera ridiculizar el desdichado amor de Pepita: simplemente omite pronunciarse al respecto, porque esa faceta de la existencia no le concierne. Desde lejos y con ambigua imparcialidad, refiere fríamente lo sucedido para que el lector decida si compadece o escarnece a la heroína trágica inmiscuida en la farsa.
El meollo de Maten al león es una intriga política, y eso justifica, hasta cierto punto, que el autor no explore a fondo la vida amorosa de los personajes. Pero incluso en Estas ruinas que ves, una novela centrada en los avatares el deseo, la química de las pasiones brilla por su ausencia. Las aventuras eróticas del protagonista son situaciones de vodevil que lo dejan ileso, y aunque Gloria Revirado lo atrae poderosamente, ni sufre ni se acongoja por ella. La farsa elegante de Ibargüengoitia presupone un acuerdo tácito similar al que rige el comportamiento social de la gente mundana: tanto el autor que funge como anfitrión como los lectores invitados saben que las pasiones existen, y en buena medida rigen nuestra conducta, pero han convenido que no viene al caso escudriñarlas en público.
Sin duda, la flema británica dejó una huella muy fuerte en la obra de Ibargüengoitia, pues sus autores de cabecera (Swift, Bernard Shaw, Chesterton, Waugh, Naipaul) creían también que la literatura humorística es incompatible con las borrascas emocionales. Para ellos, el humor es el triunfo de la inteligencia sobre las vísceras. Pero si bien ese humor aséptico o distanciado, diametralmente opuesto al de Quevedo, Goya o Almodóvar, caracteriza a una parte de la literatura inglesa, también está muy arraigado en la idiosincrasia mexicana. La obra de Ibargüengoitia se ciñe en todo momento al “medio tono” que Pedro Henríquez Ureña consideraba el rasgo distintivo del carácter nacional. Yo agregaría que ese medio tono goza de especial predilección entre la clase media, que soporta provocaciones y burlas fuertes, siempre y cuando sean proferidas con buenas maneras. Producto de una clase moldeada y torturada por la decencia, Ibargüengoitia escribió para ella, pero también contra ella. Si el público lo leyera con más atención, si asimilara a fondo su crítica lúcida y serena de la pesadilla mexicana, no se quedaría tan reconfortado después de leerlo. Porque en el fondo, Ibargüengoitia era un pesimista crónico que no tenía esperanza alguna en la redención colectiva. Solo creía, quizá, en la redención del individuo que se rehúsa a participar en el baile de máscaras.
No sé quién habló por primera vez del sentido común de Ibargüengoitia, pero creo que esta etiqueta falsea su visión del mundo. Quizá él mismo, que tanto aborrecía las declaraciones presuntuosas de los escritores (“una fuerza telúrica mueve mi pluma”, “escribo para exorcizar mis demonios”, etc.), propició una valoración reduccionista de su talento por no querer darse taco. La verdad es que un hombre provisto exclusivamente de sentido común puede arreglar una cañería o hacerse rico en la Bolsa, pero no escribir novelas como Las muertas o Los pasos de López (para mi gusto, sus obras maestras). El sentido común mata la poesía. Todas las revoluciones del arte y el pensamiento se han hecho a contrapelo del common sense, que no es tan común ni tan espontáneo como creen sus inventores, los burgueses de Inglaterra.
Jorge Ibargüengoitia no fue un humorista irracional que buscara liberar las fuerzas del inconsciente, como los románticos o los surrealistas, pero tampoco un simpático abanderado del sentido común. La sencillez de su estilo ha engañado a los lectores que tienden a confundir lo claro con lo superficial. Antes de endosarle un cliché más bien deshonroso, deberían examinar la conducta de sus personajes. El protagonista de Los relámpagos de agosto, empecinado en saber por dónde va el cuartelazo para sumarse al bando ganador, actúa en la época de los caudillos con impecable sentido común. En su tiempo, lo descabellado hubiera sido guardar lealtades. Lo mismo sucede con Serafina y Arcángela Baladro, las madrotas del burdel de Las muertas, que asesinan y entierran a sus víctimas obedeciendo a una lógica mercantil impecable. A Ibargüengoitia le interesaba exhibir la cordura opresiva y enferma que hay detrás de un comportamiento criminal o traicionero. No es la demencia, sino el cálculo razonado de costos y beneficios, lo que desencadena la matanza de las Poquianchis:
Al capitán Bedoya –escribe– le pareció siempre una locura que las Baladro gastaran dinero en Blanca. Cuando la internaron en el sanatorio del doctor Meneses, varios testigos oyeron al capitán comentar lo siguiente:
–Es tirar el dinero. Es posible que esa mujer vuelva a caminar pero la cara no se la compone nadie, ¿y de qué sirve una puta que da miedo?
La lógica de Bedoya se impone finalmente a la tibia generosidad de las proxenetas, no porque ellas se hayan contagiado de su maldad, sino porque las convence su sentido común. Los monstruos de Ibargüengoitia, como los de Goya, nacen del sueño de la razón, pero no de la razón que se propone resolver los misterios de la naturaleza o de la existencia, sino de una razón simple y casera que llega a la vileza o al crimen por el camino del silogismo convenenciero. Ibargüengoitia no ridiculiza la falta de lógica en la vida cotidiana: si algo lo caracteriza como novelista es su desconfianza en el sentido común, su insistencia en señalar el lado perverso de la sensatez. En esto se parece a Ionesco, aunque no haya pretendido expresar irracionalmente la derrota de la razón. Lo peculiar y enigmático de Ibargüengoitia fue que asumiera con alegría y desparpajo una conclusión tan desoladora sobre la mezquindad de la cordura. Eso explicaría por qué las pasiones ocupan un lugar secundario en su obra: Ibargüengoitia no las quiso retratar, pero las veía desde lejos con un pudor respetuoso. Lo que no respetaba era el cáncer de la vida mexicana: la habilidad para medrar a costa del inferior, la devaluación de la vida ajena, la simulación crónica, la maña del vivales que saca ventaja en cualquier circunstancia. Contra esas “habilidades sociales” enfocó sus baterías, y como ahora son más amenazantes que nunca, la relectura de su obra nos sigue dejando un sabor agridulce.

Sabemos que usted es ilustre: ¿quiere explicarnos a qué se dedica?

Octubre/2013
Letras Libres
Juan Villoro

El caso de Jorge Ibargüengoitia es el opuesto. Si, como sugiere Julian Barnes, todo destino depende de una “pacificación de apócrifos”, es decir, de cancelar las otras vidas que podrían haberse elegido, el autor guanajuatense fue un lento pacificador de apócrifos. En la primera juventud destacó como boy scout, junto a su amigo de hierro, el pintor Manuel Felguérez. Formado como ingeniero, se hizo cargo de un rancho. Su sabiduría práctica le permitiría urdir enredos atractivamente concretos y beneficiaría sus descripciones geográficas y la composición de lugar de sus relatos. Las tribulaciones de sus protagonistas suelen ser más reales que imaginarias, rasgo que se desmarca del psicologismo y la inmersión en el yo que dominó la narrativa de los años sesenta.
Una vez que optó por la escritura, Ibargüengoitia dio un rodeo para llegar a los géneros que más le convenían. Ejerció la crítica teatral y la descartó después de escribir una reseña negativa de una pieza de Alfonso Reyes (que Carlos Monsiváis reivindicó, aludiendo a la incomprensión de Ibargüengoitia). Pasó por la dramaturgia, descubriendo, entre otras dificultades, que las marquesinas nunca tenían suficientes letras para escribir su nombre, y se despidió del género con una frase ya famosa: “Tengo facilidad para el diálogo, pero no para sostenerlo con gente de teatro.” Aunque escribió un libro de cuentos, sus tardíos géneros definitivos fueron la crónica y la novela.
Dotado de un oído excepcional para el habla y de un eficaz sentido del espacio, construyó escenas teatrales que, sin dejar de ser atractivas, carecían de un recurso que solo le brindaría la narrativa: la distancia para comentar lo sucedido, la mirada oblicua de la ironía.
Nacido en 1928, año del asesinato de Obregón, nuestro gran autor satírico se interesó en la vida íntima de los sucesos públicos. Su obra de teatro El atentado (1963) se ocupa del magnicidio con irreverente sentido del humor. León Toral entró al banquete que se le ofrecía al general Obregón simulando ser un caricaturista de la prensa. Iba armado con lápices pero también con un revólver. En vez de hacer un retrato grotesco del caudillo, lo transformó en mártir. El dato no escapó a Ibargüengoitia: en 1963 hizo la caricatura que quedó pendiente en el restaurante La Bombilla. El atentado desacraliza el poder, se burla de los próceres y las causas que luego se escribieron en letras de mármol, y confirma la sentencia de Marx de que la historia ocurre como tragedia para repetirse como farsa. En la dramaturgia de Ibargüengoitia, el líder de hombres no muere diciendo frases célebres sino pidiendo unos frijolitos.
Una y otra vez el autor guanajuatense mostró que lo más interesante de las contiendas históricas son los instintos privados y las minucias íntimas que los provocan. Una epopeya se entiende mejor contada como chisme. En Estas ruinas que ves, Benjamín Padilla, sabio provinciano, considera que “la Independencia de México se debe a un juego de salón que acabó en desastre nacional”. La frase encierra dos claves para entender de otro modo los conflictos sociales: toda gesta colectiva se origina por caprichos apersonales y su desenlace casi siempre suele ser una catástrofe que los vencedores disfrazan de triunfo. De ese modo, Ibargüengoitia construyó dos versiones de la guerra de Independencia, la obra de teatro La conspiración vendida y la novela Los pasos de López.
Publicada en 1964, Los relámpagos de agosto retrata a una caterva de generales de la Revolución deseosos de transfor- marse en políticos. Ineptos de tiempo completo, estos héroes inciertos fracasan en el campo de batalla y en las antesalas del poder. Su infinita vocación de intriga termina por revertirse contra ellos mismos. En esta primera novela de Ibargüengoitia el pueblo es un rumor de fondo, una borrosa multitud en cuyo nombre se enriquecen los líderes revolucionarios.
En El erizo y la zorra, Isaiah Berlin subraya una aportación decisiva de la novela histórica: mostrar que también en los grandes acontecimientos ocurren sucesos íntimos que contribuyen a definir la gesta. Ibargüengoitia extrema esta idea y convierte toda gesta en un hecho arbitrario, caprichoso, sujeto a bajas pasiones. Si en la novela picaresca el tunante viene de los márgenes de la sociedad, en Los relámpagos los oportunistas están en la cima: los “próceres” se apropian del dinero que años después tendrá sus efigies.
El autor de Los relámpagos de agosto nunca se privó de leer testimonios del ridículo. En las librerías de viejo de la ciudad de México y Guanajuato, encontró memorias de generales revolucionarios que pretendían justificar su cuestionable paso por la historia. Uno de ellos era el propio Obregón, de quien tomó el episodio del tren dinamitado para Los relámpagos de agosto. El humorismo involuntario de los militares que aspiraban a ganar su última batalla con una pluma ineficaz fue un estímulo esencial para que el dramaturgo pasara del coloquio teatral a una novela armada como el desternillante monólogo de un sátrapa que se pone la soga al cuello al defenderse. José Guadalupe Arroyo, narrador en primera persona, habla contra sí mismo. Mientras más se justifica, peor queda.
De esa voz ridiculizada, Ibargüengoitia pasaría al tono autobiográfico que definió su estilo. Más que ficciones, los cuentos de La ley de Herodes (1967) parecen los episodios de un memorialista irónico; el protagonista se confunde sin trabas con el autor. El relato no lo lleva a fabular sino a decir incómodas verdades.
Esos textos anuncian el tono de las columnas que publicaría dos veces a la semana en el periódico Excélsior. Ibargüengoitia gana ahí la perspectiva crítica que le faltaba en el teatro. El autor comenta los hechos con creativa mala leche y reconciliadora compasión. Es implacable con las molestias de lo real y al mismo tiempo se reconcilia con el inevitable sino de vivir ahí. Entender el desastre es un acto crítico, pero también una señal de afecto: identificarse con el caos no lo mejora, pero lo hace llevadero.
En la galería de personajes ridiculizables, el más significativo es el propio Ibargüengoitia. Su estética de conjunto se resume en el título que escogió para la columna que publicaba en Vuelta, luego del golpe a Excélsior: “En primera persona”.
Heredero de James Thurber y Evelyn Waugh, el cronista de Autopsias rápidas cultivó la claridad en las descripciones, el humor como signo de inteligencia y un ritmo de relojería que le permitía mantener la tensión a lo largo de ciento cincuenta páginas. Trabajaba dos años para escribir un libro que se leía en dos horas.
La engañosa sencillez de su estilo se desplegó en un entorno literario donde el idioma crecía como las intrincadas frondas de la selva y las novelas se concebían como magnas catedrales. Desde el punto de vista formal, Ibargüengoitia parecía menos espectacular que sus contemporáneos. Enemigo del énfasis, trabajaba como los mineros que tan bien conocía, buscando vetas de oro con sabiduría artesanal.
Consentido de los lectores, fue visto por la crítica como divertido pero poco profundo. En la tradición inglesa resulta casi imposible que un clásico carezca de sentido del humor. En la tradición hispanoamericana, el ingenio se disfruta pero se asocia con un entretenimiento superficial. Con temple militante, Ibargüengoitia escribió un espléndido ensayo sobre las limitaciones para aceptar la risa como atributo de la inteligencia: “Humorista: agítese antes de usarse”.
Lo “infraordinario”, tan celebrado por Georges Perec, tuvo un insólito representante en nuestra literatura. Mientras la mayoría de los escritores latinoamericanos se adentraban en complejos experimentos intra y metanovelísticos (Paradiso, Rayuela, Conversación en La Catedral, Yo, el supremo, El otoño del patriarca, Terra nostra, El recurso del método), Ibargüengoitia descifró “misterios de la vida diaria”.
La trayectoria a contrapelo del “humorista agitado” alcanza un momento superior en Estas ruinas que ves (1974). A los 46 años el escritor guanajuatense perfecciona su estética. La novela comienza con la descripción de Cuévano, nombre literario de Guanajuato, y las curiosas hazañas de los ciudadanos que le dan lustre. Uno de los preceptos de Horacio Quiroga para el “perfecto cuentista” es el de escribir como si el autor formara parte de los personajes. Lo mismo hace Ibargüengoitia: la autoridad de su voz dimana de quien pertenece a un microcosmos. El forastero no tiene ahí derecho de opinión. En Maten al león, un español se niega a hacer comentarios por estar al margen de ese delirio tropical y en Estas ruinas que ves un capitalino se declara incapaz de intervenir en las polémicas de Cuévano. Solo quien nació en esa ciudad sin “más forma que la que le dieron los cerros” está facultado para hablar de ella.
El estilo arquitectónico cuevanense es “fácil de reconocer pero imposible de definir”. La frase también se aplica al espíritu del lugar. Ahí, la pretensión oculta la falta de méritos y la decencia pública los vicios privados. En Cuévano la contradicción es el segundo nombre de lo real: el gobernador ofrece “una comida íntima para ciento cincuenta personas”, los intelectuales alardean de su cultura polemizando sobre las linternillas de la iglesia y un periodista es capaz de preguntar: “Sabemos que es usted un cuevanense destacado, ¿quiere explicarnos a qué se dedica?”
Exploración de la doble moral, la novela trata de Gloria, una muchacha voluptuosa vista por Paco, el narrador, como una intangible mártir del deseo. En una borrachera, un amigo le dice que Gloria tiene un defecto en el corazón y morirá de un infarto al experimentar su primer orgasmo. La chica hace el amor en un parque y coquetea con Paco, pero él la juzga inalcanzable. Profesor de literatura, el narrador no comparte los prejuicios de sus paisanos, pero cae en otro, inventado por su amigo. El efecto cómico de la novela proviene en gran parte de este error de apreciación. Enamorado de Gloria, Paco no entiende lo que ve. Mientras tanto, ella practica un erotismo tan atrevido como su forma de manejar (“sospecho que no sabía que la velocidad de los coches se puede regular”, comenta el narrador).
Los ricos juegos de perspectiva se plantean desde el primer momento, cuando el narrador toma el tren Zaragoza rumbo a Cuévano. Paco está en el “vagón fumador” con otro pasajero. Ambos leen, en espera de que se desocupe el baño. Un pasaje descrito con enorme precisión visual anticipa las tensiones de la trama: “Así estuvimos un rato, él leyendo, yo mirando, en el manuscrito, las letras, a través de la ventanilla, los huizaches negros sobre el campo oscuro, en el vidrio mi reflejo, y en el interior del vagón, la puerta cerrada, la pantalla de vidrio amarillento con sedimento de insectos muertos, y en el perchero un saco que se movía como un péndulo.” El saco pertenece a Rocafuerte, el pretendiente de Gloria, que ocupa el baño durante 32 kilómetros. El hombre que lee es Enrique Espinoza, el marido de Sarita, que será la amante de Paco. Las líneas de fuerza de la novela se insinúan en ese párrafo.
En el teatro de la simulación de Cuévano, la hipocresía se da por sentada. A nadie le extraña que la realidad se perfeccione en forma ilusoria (servida en un banquete, la sopa de papa y berro se llama potage à la cressonnière). Estas falsificaciones pertenecen a la costumbre y son observadas con sentido protocolario. En ocasiones, las ínfulas son imaginarias, como lo revela la inolvidable descripción de un personaje: “Para evocar a Sebastián Montaña, lo mejor es agregarle atributos de elegancia, por ejemplo, imaginarlo de esmoquin, al esmoquin ponerle cuello de palomita, a los cigarros que fuma, boquilla de carey, a los dedos, anillos. Al despedirse se pondrá fedora y bufanda antes de salir a la calle. Un bastón y polainas gris perla completan el atavío. Pero esto no es más que una metáfora. La manera en que Sebastián se vestiría si las pretensiones de su alma se convirtieran en ropa. En realidad, la que usa es común y corriente.” Lo que podría tener el personaje define sus inalcanzables aspiraciones.
Pero no solo la tradición depende de apariencias. Los personajes crean nuevos prejuicios. Uno de ellos dice: “¿Crees que me atraiga una mujer por honesta? A veces se me ocurre que soy un degenerado.”
Nadie se libra de la mixtificación: Justine no se llama así por ser francesa sino venezolana, la liberada Gloria es vista como una santa y los Siete Sabios de Cuévano ni son siete ni son sabios.
En sus diálogos, Ibargüengoitia ofrece los momentos cruciales en que se dicen cosas incómodas, absurdas, decisivas. En un pasaje revela su método. Paco comenta que olvidó su conversación en una cantina pero no las interrupciones. Así construye Ibargüengoitia sus parlamentos: la plática general se diluye y quedan los exabruptos. En cuanto al tono, explora las posibilidades de un idioma espontáneo sin calcar el lenguaje coloquial. Ajeno a ese recurso mimético, que ha causado estragos en el cine mexicano, parodia modismos locales, como empezar una frase con “pos” para acabarla con “tú” (“¿pos qué no ha llegado el Doctor, tú?”) y utiliza lugares comunes para llenar los vacíos del drama: cuando la catástrofe es inminente, alguien dice: “¡qué bonitas plantas!” o “¡qué calorón!” Maestro del contraste, sabe que lo solemne convive con lo nimio. Cuando un conferencista inicia su perorata citando una máxima latina, el narrador se interesa en otra zona de la realidad: “la siguiente hora y media que duró la conferencia la dediqué a observar narices”.
Sin ser una de sus marcas dominantes, la adjetivación deja significativos destellos a lo largo del libro: una calle se vuelve “precipitosa”, ciertas mujeres se adornan con peinados “convexos” y un disertador tiene voz “escupitosa”.
A partir de Estas ruinas que ves el estilo literario de Jorge Ibargüengoitia fue tan sugerente e idiosincrático como el de Cuévano: fácil de reconocer e imposible de definir.

Los otros pasos de Jorge

Octubre/2013
Letras Libres
Armando González Torres, Jorge F. Hernández y Álvaro Díaz

El arte de armar pleito
Armando González Torres
La historia del debate intelectual aspira a llenar sus páginas con esa fina esgrima de las ideas que, se supone, marca los momentos climáticos en la conciencia colectiva. Sin embargo, no toda la polémica es civilizada y, a menudo, la lucha intelectual renuncia a las formas y adquiere un carácter de pleito arrabalero. Por lo demás, si bien las ideas son el ingrediente indispensable del debate, suele subestimarse el papel del ardor y el humor. Jorge Ibargüengoitia fue un observador controvertido y polémico de la vida y la historia nacional, que detentó una peculiar potencia polémica. Como es muy sabido, Ibargüengoitia fue un hombre de vocación pragmática que llegó, casi por casualidad, a la vida literaria: el joven ingeniero que, según relata el propio autor, se empeñaba en hacer funcionar una hacienda en Guanajuato y aprender el trato ambiguo de los campesinos súbitamente se convirtió, por la poderosa seducción de una puesta en escena de Emilio Carballido, en un aprendiz de arte dramático y, durante muchos años, picó piedra en el medio teatral. Luego de su decepción ante sus pocos logros y muchos obstáculos en ese terreno pasó con gran éxito a la narrativa. También cultivó el periodismo, publicó centenas de artículos y ejerció una crítica de las costumbres con una mirada tan amarga como festiva. Este autor atípico no respondía al arquetipo entonces vigente del artista: no blandía el escudo de la erudición, ni la lanza ética o ideológica; tampoco aguantaba las detracciones desde una altura olímpica o una indiferencia estoica y, a menudo, discutía con sus críticos (Ruffinelli, Alatorre) y hacía gala pública de sus filias y fobias. Su estilo directo, de una diáfana y seca corrección, así como su argumentación crítica, no apelan a los grandes discursos sino al sentido común, al legítimo egoísmo, a las flaquezas y prejuicios con que se identifica el individuo promedio.
Toda su obra puede observarse como una visión acerba de la historia, la vida social y política y el medio literario. Sin embargo, quizá la faceta más representativa de su vena polémica sea su etapa como crítico de teatro (El libro de oro del teatro mexicano, México, Ediciones El Milagro-UAM, 1999, es una magnífica antología de su trabajo en la materia). Ibargüengoitia hace crítica, cuando ya se ha desengañado, más que del arte, del gremio teatral, y guarda esa distancia, y ese resentimiento, que agudizan su pluma. “Durante un tiempo, hace años, fui crítico de teatro. Mis crónicas tuvieron un éxito modesto. Con ellas logré lo que nunca pude lograr con mis obras de teatro; es decir, que alguien las leyera.” En sus críticas de teatro, Ibargüengoitia ensaya una apreciación aparentemente ingenua, desde la perspectiva del espectador no especializado, que acude al teatro a divertirse y resulta frecuentemente decepcionado, agredido, ideologizado o aburrido sin misericordia. Por supuesto, este tono ingenuo oculta al conocedor solvente de todos los aspectos del teatro: la escritura, la dirección, el desempeño actoral, la música, la escenografía y hasta los problemas tras bambalinas (manejo de egos, recopilación de dineros, persuasión de autoridades incultas).
Hay dos momentos excepcionales en estas críticas que tal vez no son modelos del debate intelectual, pero sí son joyas del arrojo polémico y del afán parricida. Por un lado, su desahogo contra Rodolfo Usigli, su mentor, quien lo había formado e impulsado en el oficio teatral con un magisterio estricto. “Rodolfo Usigli fue mi maestro, a él debo en parte ser escritor y por su culpa, en parte, fui escritor de teatro diez años. Digo que fue mi maestro en el sentido más llano de la palabra: él se sentaba en una silla y daba clase y yo me sentaba y le oía, haciendo de vez en cuando un apunte en mi libreta...” Usigli e Ibargüengoitia se conocieron en 1951 cuando el ingeniero prófugo entró a estudiar arte dramático con el dramaturgo consagrado. Las cartas del maestro Usigli al discípulo que reproduce Vicente Leñero en Los pasos de Jorge (México, Joaquín Mortiz, 1989) son generosos consejos que constituyen una profesión de fe en el oficio artístico y muestran una preocupación casi paternal por la formación del pupilo. Con todo, el tiempo y diversos malentendidos los fueron distanciando: cuando en 1961 Usigli vuelve a México después de un largo periplo diplomático, en una entrevista con Elena Poniatowska menciona a los autores jóvenes más distinguidos y prometedores del teatro mexicano y el nombre de Ibargüengoitia no aparece. Sin ocultar su molestia, el alumno despechado reacciona de inmediato: “El caso es que yo, en venganza, escribí, y publiqué en el suplemento de Novedades, una nota intitulada ‘Sublime alarido del ex alumno herido’, acompañada de una tragedia en verso libre que se llama ‘No te achicopales, Cacama’. Nada de lo que he escrito ha sido tan venenoso, ni nada ha tenido tanto éxito.” La nota en cuestión comienza directamente con un reclamo ¡por qué no me menciona a mí! y para demostrar sus “méritos” el reclamante escribe una delirante y divertida mini-tragedia que ridiculiza la obra reciente de Usigli “Corona de fuego”, que trata del martirio de Cuauhtémoc y, de paso, se burla de la jerga y el tópico indigenistas, cuyos ecos rezagados se cuelan en la creación del maestro. (“Suena el teponaxtle, el xoxtle y el poxtle, la chirimía y el chichucaxtle; blanda el guerrero la macana con gana, porque yo, Cacama, lo ordeno.”) Este arrebato no solo muestra el enojo del ofendido, sino la forma en que una reacción visceral puede ser iluminada por el ingenio.
Otro de sus momentos polémicos controvertibles y memorables es cuando hace una crítica a la puesta en escena de Juan José Gurrola, en la Casa del Lago, de dos textos de Alfonso Reyes, el relato “La mano del comandante Arana” y “Landrú”. El primero es un relato fantástico de tono menor donde la mano de un militar adquiere vida propia, mientras que el segundo es un texto dramático sobre el célebre asesino francés que Reyes trabajó por muchos años sin atreverse nunca a publicarlo y que su viuda autorizó para su aparición en la revista Universidad de México, en 1964. Ibargüengoitia no gustó de ninguna de las dos obras y apenas celebra la voluntad de los actores para “hacer parecer ingenioso un texto que es de una estupidez y densidad verdaderamente lamentables”. Ibargüengoitia no solo se indigna contra la obra, sino contra la reacción del público que aplaude y se desternilla cada vez que la mano hace signos procaces. “Esto es más lamentable todavía que la obra, porque ocho cuartillas malas cualquiera las escribe, pero que el público no tenga alientos para protestar ante un fraude, es signo nefasto del tiempo y la sociedad en que vivimos.” En el mismo número, Carlos Monsiváis escribe una nota en la que defiende al Reyes ultrajado y condena la crítica impresionista y chistosa. En un número ulterior, Ibargüengoitia responde y renuncia su columna, cancelando así uno de sus últimos vínculos con el género que lo llevó a la literatura. “Los artículos que escribí, buenos o malos, son los únicos que puedo escribir. Si son ingeniosos (ver Monsiváis, loc. cit.) es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario y si son humorísticos es porque así veo las cosas, que esto no es virtud ni defecto, sino peculiaridad. Ni modo. Quien creyó que todo lo que dije es en serio es un cándido y quien creyó que todo fue broma es un imbécil.”
Hasta aquí la anécdota. Lo cierto es que estas exhumaciones de la malquerencia literaria de Ibargüengoitia, más allá de su carácter hilarante, hacen pensar en la naturaleza de la crítica: ¿hasta qué punto es imparcial el opinador? ¿Hasta qué punto la argumentación y apreciación la gobiernan el altruismo, la convicción ética, la apuesta por valores estéticos y el conocimiento profesional? ¿Cómo se puede guardar una distancia crítica ante la cercanía del sujeto a criticar? Y es que, como lo deja ver Ibargüengoitia, muy probablemente cuando se critica al contemporáneo no se critica al artista, sino al amigo o, al contrario, al pesado que no saluda en las tertulias, al galancete que se lleva las mejores muchachas de las fiestas o al gorrón que nunca paga los préstamos. Igualmente, en un medio polarizado el método más socorrido para apreciar a un contemporáneo suele ser el hígado y no es extraña la crítica de consigna y de conveniencia. Esta frecuente e inevitable situación de cercanía emocional y conflictos de interés apela, para mitigarla, tanto a la ética del crítico, como a su humor y realismo. Al poner en suspenso la banderas morales y profesionales de la crítica, Ibargüengoitia hace recaer en el texto, en su ingenio y verdad intrínsecas, el peso de la prueba polémica. Por eso, ese insigne golpeador tuvo, al menos, el mérito de llevar a la superficie, con una inusual sinceridad y con la dignidad del humor, esa oscura y fascinante república subterránea de la maledicencia.

La patria a cuestas
Jorge F. Hernández
Basta verlo en fotografías o mirarlo en el recuerdo para confirmar que Jorge Ibargüengoitia viajaba con México sobre los hombros, filtrado en las retinas o conjugado en la saliva como un sabor inevitable que se mezclaba con todos los paisajes posibles del mundo, así como todo lo que veía tenía una o varias dioptrías de comparación o identificación con la matria de sus recuerdos. Hay mexicanos que en cuanto se llegan a Madrid empiezan a cecear como si no fueran descendientes indirectos de Tetlepanquetzal y hay los que ya son viajeros frecuentes a New York que no solo niegan haber utilizado triángulos de tortilla como tenedores para comer huevo revuelto en algún momento de sus triunfadoras vidas, sino que además ya miran con desprecio a los paisanos que siguen llamando mojados aunque llevan más de diez años de residencia oficial en New Jersey... pero hay mexicanos que viajamos dentro y fuera de México como si lleváramos la patria a cuestas, como una inmensa piedra que nos convierte en Pípilas para todo paisaje.
Ibargüengoitia llevaba la patria a cuestas cuando detectaba con ojo clínico en un aeropuerto de una nórdica ciudad a un mexicano que “llevaba una gorra de piel y un pesado abrigo negro. Esto no daba ninguna pista. Los bigotes finos y bien recortados lo hacían sospechoso, pero lo que precipitó mi conclusión fue que del abrigo negro salían unos pantalones de gabardina azul pavo y, de ellos, unos zapatos amarillos, que es una combinación que solo se encuentra entre la personas nacidas en los alrededores de Moroleón, estado de Guanajuato”.
Es inevitable. Uno se propone guardar y hacer guardar preceptos de la hermandad universal y, sin querer, vemos de lejos (y luego, con estupor en cuanto se nos acercan) a los paisanos que nos recuerdan precisamente aquello de que la Patria es primero, que solo estamos de viaje y luego hemos de volver a las pesadillas y quesadillas de siempre. En la enredada balanza de las comparaciones a Ibargüengoitia le tocó una larga época –no muy diferente a la de hoy mismo– en la que el viajero mexicano vuelve del extranjero para presumir maravillas tecnológicas que aún no llegan al Valle de Anáhuac o bien quejándose de que Tokio será la ciudad del mañana, pero allí ya nadie sabe hacer un buen huevo estrellado.
Lejos del Síndrome del Jamaicón (ese nostalgia irrebatible que aqueja a quienes no pueden estar más de veinticuatro horas lejos del comal maternal), Ibargüengoitia aguzaba la miraba de sus ojos inmensos como si fuera un ensayista inglés de principios de siglo XX, un Chesterton agudo y cuevanense que con genial sentido del humor (y no por hacerse el chistosito) detectaba al instante la ironía, los sarcasmos, el ridículo, la pura verdad, belleza o engendro de reconocer en pleno centro de Berlín a un volador de Papantla o al licenciado Rivadavia, catedrático de la Universidad de Guanajuato, en viaje de evidente placer con siete miembros horrendos de su familia.
Aquí quizá quepa aclarar que Jorge Ibargüengoitia era viajero profesional desde la infancia por el hecho de haber sido boy scout, ese gremio de empedernidos excursionistas, montañistas heroicos que son capaces de encender una fogata sin cerillos, amarrar un mástil en medio del bosque con nudos infalibles y conquistar todos los campos de estrellas con interminables narraciones de madrugada. Es celebrado el cuento donde Ibargüengoitia narra la envidiable aventura cuando asistió con su amigo Manuel Felguérez al Jamboree mundial de los scouts en Europa sin la venia oficial de la organización y por la vía libre en su más honesta acepción: desde entonces se explaya en él la habilidad no solo de la detección instantánea de paisanos, sino de la contemplación del mundo y de todos los Otros con ojos de papel volando, esa suerte de invisible penacho con el que medimos la ridiculez ajena o detectamos vicios y virtudes en los países sin ñ.
Bien vista, esta sabia virtud de Ibargüengoitia –que se contagia en cuanto lo leemos– se aplica no solo para viajes por la América ignota, sino también en recorridos por el México insólito. Tal como hiciera él mismo, el viajero que se arma con este tipo de sinceridad en las maletas detecta que un hotel en pleno centro de San Andrés Tuxtla, Veracruz, bien podría ser un edificio clonado de la colonia Narvarte en la ciudad de México y además consigna que sobre el escritorio de la habitación que parece un horno transita “una cucaracha del tamaño de un pambazo”, así también un viaje relámpago a Tepoztlán, Morelos, se envuelve en una neblina de nostalgias de cuando Ibargüengoitia llegó siendo scout y contrasta con la crónica donde va del brazo de Joy Laville y en donde no se libran de que un fulano invisible le robe a Jorge la libreta de direcciones creyendo que era su cartera y un dipsómano empedernido se acerque necio en medio de una plaza recién llovida para insistir que le regale un cigarro, como el personaje necio de su novela Estas ruinas que ves que se empeña en conocer a los comensales de una tertulia cantinera hasta terminar orinándose encima de ellos porque no lo reconoce nadie.
Ibargüengoitia en Washington es también capaz de definir a primera vista la blanca ciudad de los negros como la capital mundial de las estatuas en bronce verde, zurradas ad náuseam por palomas más que groseras y poner en real perspectiva la desconcertante opulencia de los monumentos griegos, banquetas, letreros y hasta obelisco si no de mármol al menos de granito dizque impoluto que nada tienen que ver con los estrechos callejones empedrados de Guanajuato; y es también el agudo observador que descubrió que llegar a Lima produce una sensación idéntica a la de aterrizar en Querétaro y el narrador que supo distinguir los distintos grados de nostalgia que destila Buenos Aires, no sin antes acotar que muchos mexicanos la definirían como ciudad europea o más bien “París pero con Paseo Montejo”. Ibargüengoitia en La Habana es el dramaturgo que ha dejado de serlo para consagrarse como novelista premiado y escoltado por un inseparable uniforme verde olivo que no lo deja solo ni en los elevadores del hotel; Jorge con Joy en París es el que dice vivir todas las noches en México por los sueños donde se le aparecen choferes de autobús que parecen siempre rondar las calles aledañas al Paseo de la Reforma, porque uno se acuesta con la patria sin importar en realidad dónde duerme al llevar encima tanta pesadilla y tanto sueño entrañable como quien memoriza charlas de sobremesa que se guardan en la saliva y reaparecen inesperadamente en un comedor de Italia y porque uno lleva tatuados en el alma escenarios biográficos que luego se confunden y parecen un déjà-vu al cruzar una esquina de Praga o un prado en Bulgaria y creer que hemos vuelto sin explicación posible a un rinconcito ya casi olvidado de Morelia o al prado intacto de un jardín en Silao.
Los pasos de Jorge lo convertían en viajero incluso cuando iba de Coyoacán al Zócalo de la ciudad de México y en más de una ocasión sus maravillosos párrafos en periódico no eran más que la detallada crónica de una travesía que parecía inverosímil: el viaje en metro, los ajetreos del autobús y las peripecias de los taxis como continuación interminable de las aventuras como scout al aire libre, cruzando los cerros morados y luego como viajero de trenes, experto en navegaciones bizarras para atravesar el Atlántico hasta llegar al destino inexplicable –y trágico– de volar por todo el mundo (y no hay quien pueda quedarse quieto ante el óleo de colores pálidos donde Joy lo retrata sobre el infinito azul y a lo lejos se ve ese avión que podría llamarse eternidad). Es el instante que ya dura para siempre donde Ibargüengoitia camina por las calles viejas de Madrid, donde decía sentirse como en casa, y a cualquiera de sus devotos lectores nos duele tanto saber que una rara forma de evocarlo es imaginar ya para siempre que él anda de viaje, precisamente allá y más lejos, aunque lleva la patria a cuestas.

Desde chile
Álvaro Díaz
“Le cuento que la visita a la hemeroteca no fue muy exitosa. Pero valga decir en mi nombre que ahí estuve de 9:30 a 15:00 horas muy dedicada, y que luego me vine corriendo a mandarle este mensaje antes de pasar por mi chamaca.
En fin: el sistema de consulta es un desastre, y para acabarla no te dejan fotografiar los tomos, solo fotocopiar las noticias. Y si el tomo ya está malito de encuadernación no te dejan ni fotocopiar las notas. Eso me pasó en varios casos, quizá los más tristes sean los textos ‘De Jorge solo quedó un zapato; mejor así no le podrán hacer homenajes nacionales: Juan García Ponce’ (Fernando de Ita, Unomásuno, 2 de diciembre de 1983) y ‘Fundamental, mi querido Jorge’ de Juan José Gurrola (Unomásuno, 7 de diciembre de 1983), en el caso del primero quise copiártelo a mano pero eran tres columnas en casi toda la página y me desalenté rápido.”
Aunque no lo parezca, el correo de Renata, mi diligente cuñada mexicana, estaba lejos de ser una decepción. Contenía un puñado de interesantes recortes de diarios que reseñaban la trágica muerte de Jorge Ibargüengoitia y apuntes de cercanos que justificaban con creces la mañana sacrificada entre periódicos desintegrados y funcionarios hoscos. Me habían encargado el prólogo de Recuerdos de hace un cuarto de hora, selección editada en Chile de artículos de Ibargüengoitia, y deseaba establecer su lugar dentro de las letras mexicanas al momento de su muerte, objetivo que estuve lejos de cumplir y que a la postre daba lo mismo. Solo pude asegurar que Ibargüengoitia no tenía la cuenta bancaria de Vargas Llosa, pero estaba lejos de ser un vagabundo: vivía tranquilamente en París, cobraba decentemente y tenía una esposa inglesa y pintora. Lo que sí obtuve fue el relato estremecedor del Avianca capotado en el aeropuerto de Barajas y las múltiples impresiones de sus contemporáneos, que daban cuenta de una personalidad compleja, alejada de la caricatura bonachona que un aficionado podría construir de un autor eminentemente humorístico. Entre ellas una columna de Enrique Aguilar titulada “Jorge nos hizo llorar a todos”, aparecida el 29 de noviembre de 1983, dos días después del accidente. Aguilar, en tono de ficción, imagina el dolor que provoca en una familia seguidora de Ibargüengoitia la noticia de su deceso. Lo que para la mayoría era un hecho impactante pero olvidable, para los protagonistas de la columna es una fatalidad mayor. Se han leído todas sus crónicas, cuentos y novelas, y saben que ya no queda nada en ese estante fantástico. El escritor que producía el milagro de hacer reír ya no publicaría más, y los libros volverían a ser lo que eran: un decorado en la repisa, amparo seguro para el aburrimiento. “Ayer todos juntos se pusieron a chillar –escribe Aguilar en el último párrafo de su columna–. Hubo quien aún no había leído Los pasos de López y lo dijo abiertamente. A ese lo vieron con cierta envidia porque a ese Jorge aún tenía algo más que contarle que no fuera el único mal chiste que desde en la mañana todos ya sabían.”
Mi hermano Rodrigo, pareja de Renata y avecinado en el Distrito Federal, fue quien me recomendó Ibargüengoitia a ojos cerrados. Fui a buscar algún ejemplar a la librería El Sótano de Coyoacán, pero me costó un mundo encontrarlo, no porque no estuviera sino porque en la media hora de caminata se me olvidó por completo su difícil nombre. Después de un rato preguntando sin éxito (es complejo preguntar por un escritor del que se desconoce su identificación y su obra) di de rebote con Dos crímenes y recordé que ese era uno de los títulos recomendados. La portada en tonos pastel ilustrada por Joy Laville y la sencillez de la edición me asustaron un poco, porque me recordaban algunas novelas escolares chilenas de lánguido devenir. Pero bastaron un par de páginas para echar por tierra los prejuicios. Ibargüengoitia tenía un ritmo narrativo perfecto, una capacidad de observación privilegiada y sentido del humor absoluto. Lo que me gustó de entrada es que escribiera un sencillo etc. para cerrar párrafos amenazados por el tedio o un innecesario lucimiento estilístico. Mientras leía pensaba que era el guión perfecto para una película, incluso fantaseé con conseguir los derechos, pero al detenerme en la geografía del Plan de Abajo, región ficticia donde sucede el universo ibargüengoitiano, me di cuenta de que en Chile era imposible recrearla. Luego supe que otro se me había adelantado y la película ya existía. La vi pero no era lo mismo. Donde por escrito todo era encanto, en la pantalla apenas palpitaba algún esbozo de vida. El director Roberto Sneider siguió a la pata el relato pero no supo captar en imágenes su lucidez, sucumbiendo en un estilo de cine latinoamericano muy propio de hace un par de décadas: turístico, folclórico y almibarado. Este traspaso de formatos hace evidente por comparación el genio de Ibargüengoitia: escribir sin moralina, con una precisión abrumadora y hacerlo ver como si no importara, como si estar del lado del público para inquietarlo y hacerlo reír fuera fácil, lógico, un asunto de sentido común.
Ibargüengoitia estaba lejos de ser un payaso. No le interesaba la burla ni la caricatura, sino la profunda humanidad que mueve a las personas sobre la tierra. Él mismo lo define en una entrevista, aparecida en el número 100 de la revista Vuelta: “El humorismo no sé qué es. Un señor que hace chistes no me interesa. Sé que ciertas cosas son chistosas, y puedo hacer chistes, pero no me parece que la risa tenga ninguna virtud ni que sea una ventaja. Lo que a mí me interesa es presentar la realidad y si la presentación puede ser chistosa está muy bien. Pero hacer un chiste de algo que no es chistoso me parece grotesco. La muerte de alguien, la muerte de un canalla por ejemplo, puede ser la cosa más chistosa del mundo. Pero en el momento en que la presentas así pierdes una perspectiva, la escena queda fuera de su dimensión particular.”
La humanidad tendemos a confundirla con el humanitarismo y todos los loables valores que de él provienen. Pero nada más distinto. La humanidad no juzga ni hace valoraciones más allá de lo que ve. Describe desde un punto de vista concreto una realidad con ánimo de comprenderla. La desconfianza, el egoísmo y la envidia son tanto o más humanos que la generosidad o la filantropía. En el humanitarismo, el pobre y el sometido son mejores que el rico y el abusador. En la humanidad, no. En este sentido, un autodenominado “servidor público” era para Jorge un ser digno de toda sospecha, para qué decir las ceremonias solemnes y los episodios heroicos. En los mundos político-militar de Los relámpagos de agosto o universitario de Esas ruinas que ves no habita ni un solo ser digno de homenaje. Todos se mueven por miserias y son la desidia, la vanidad y el deseo los legítimos motores de todo lo que acontece. “Soy hombre, y a ningún otro hombre estimo extraño”, escribió Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida. A Ibargüengoitia esa cita le venía como anillo al dedo.