lunes, 4 de diciembre de 2017

Cambio de piel de Carlos Fuentes. Un mural pintado por un miniaturista

Diciembre/2017
Nexos
Gonzalo Celorio

Hace medio siglo, en agosto de 1967, Carlos Fuentes publica su quinta novela, Cambio de piel, escrita en el transcurso de cuatro años en tres ciudades distintas, Tonantzintla, Nueva York y París. Sucede a La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962), Aura (también del 62) y Zona sagrada (que apareció apenas unos meses antes de ese mismo año del 67), y a dos libros de cuentos: Los días enmascarados (1954) y Cantar de ciegos (1964).
Antes de cumplir 38 años de edad Fuentes ya es, pues, un escritor de notable y prolífica trayectoria. La pujanza, el vigor, la avidez por abarcarlo todo —lo cultural, lo social, lo político, lo ético, lo estético, lo histórico, lo ontológico—, la irreverencia iconoclasta, el ansia de modernidad, la voluntad de estilo, el despliegue de recursos narrativos… son algunos de los rasgos que tipifican la primera etapa, ciertamente precoz, de su producción literaria. Algunos de ellos, signos de su imbatible energía creativa y de su alta productividad, habrán de persistir en sus obras posteriores, si bien a lo largo de su carrera el escritor va morigerando la desmedida ambición de sus primeros libros, con excepción hecha, quizá, de Terra Nostra (1975), en la que vuelve a construir un mundo gigantesco cuyas referencias históricas son el cimiento de ese monumental edificio verbal que en la literatura latinoamericana acaso sólo pueda compararse, por lo que hace a su anhelo de autonomía textual, con Paradiso de José Lezama Lima o Gran Serton: Veredas de João Guimaraes Rosa.
El mismo año de 1967 Gabriel García Márquez saca a la luz Cien años de soledad, novela que culmina y cierra el movimiento literario conocido con el explosivo nombre de “boomde la novela hispanoamericana”, que el propio Carlos Fuentes, en mi opinión, había iniciado con la publicación, en 1958, de La región más transparente. Más allá de sus valores literarios intrínsecos, esta obra primeriza del escritor mexicano cumplió una función matriz de gran relevancia en la historia de la literatura de lengua española, pues, como lo había hecho Juan Rulfo en el ámbito rural, abrió las puertas a la modernidad narrativa urbana, por cuyo anchuroso vano pasaron las generaciones sucesivas.
El Fuentes de Cambio de piel —como el de La región más transparente— coincide con el García Márquez de Cien años de soledad en el afán de escribir una novela totalizadora que defina la identidad cultural latinoamericana —en el caso de Fuentes, la específicamente mexicana— de cara no sólo a los mitos fundacionales y a las características culturales propias de nuestros países, sino a la universalidad en la que tales caracterizaciones cobran sentido y pertinencia. Entre las numerosas afinidades con la novela del escritor colombiano destaca una de índole estructural: el ocultamiento de la identidad de los narradores de ambas obras, que se escamotea a lo largo de las novelas y no se revela hasta el final, cuando el lector se entera, sin haberlo sospechado previamente, que el discurso de Cien años de soledad no es otra cosa que los manuscritos de Melquíades, el gitano trashumante que transita año con año por Macondo, y que el de Cambio de piel, que unas veces ha actuado como testigo presencial de los acontecimientos, otras como narrador omnisciente y casi siempre como confidente e interlocutor de los personajes femeninos, es un tal Freddy Lambert, de quien no tenía noticia —ni la tendrá más que de manera solapada y retroactiva.
La similitud mayor se da, empero, con una novela publicada cuatro años atrás, Rayuela de Julio Cortázar, a quien Fuentes dedica la obra de marras. Rayuela, que ya había sido mencionada en Zona sagrada, aparece en Cambio de piel como libro de cabecera del narrador, literalmente, pues, habida cuenta del grosor de su edición, le sirve de almohada al relator de la historia. Más allá de estas alusiones, que podrían leerse como meros guiños de amistad y simpatía, la relación de la novela de Fuentes y la “antinovela” de Cortázar es profunda y estrecha. En ambas se trata el tema del Doppelgänger, muy caro a ambos escritores.1 El doble, con sus múltiples implicaciones literarias y ontológicas, está presente en los cuentos “Las dos Elenas”, “La gata de mi madre”, “La buena compañía”, “El amante del teatro”, “Los hijos del conquistador”, “Las dos Numancias”, “Las dos Américas” y en las novelas Aura y Cumpleaños de Fuentes; y en los cuentos “Lejana”, “Axólotl”, “Después del almuerzo”, “Orientación de los gatos”, “Historias que me cuento”, “Una flor amarilla” de Cortázar. Pero en Rayuela y Cambio de piel, como en el cuento “Vientos alisios” del escritor argentino, el doble es doble, si se me permite la expresión, pues en cada una de ellas son dos las parejas que se fusionan o, si se prefiere, en cada novela hay una pareja que sufre un desdoblamiento. En efecto, Javier y Elizabeth de Cambio de piel encuentran su contraparte en Franz e Isabel, que los duplican, de la misma manera que en Rayuela Oliverio y Talita fungen como alter egos de Horacio y La Maga. El tema del doble en Cambio de piel es de suma importancia en tanto que trae aparejado el concepto de otredad, en torno al cual, según Steven Boldy, gira la escritura de Carlos Fuentes en esta obra.2 Un ejemplo del tema del doble es el tratamiento del erotismo en Cambio de piel (donde Fuentes, por cierto, logra páginas de una intensidad y una explicitud sexual inusitadas en la historia de la literatura mexicana), merced al cual se opera el desdoblamiento de cada uno de los amantes en el otro y la momentánea fusión de sus respectivas individualidades en una sola entidad; pero este tema del doble no se limita en la novela a nuestro otro yo en términos personales, sino, como decíamos, implica la otredad, ese otro conglomerado humano, adjetivamente distinto a aquel al que pertenecemos y que, justo por ser diferente, lo condenamos al aislamiento o el exterminio, y sólo de manera excepcional lo asumimos como propio, como parecería proponerlo Cambio de plel.3 Un ejemplo de esta dimensión colectiva del doble, es decir de la otredad, es la matanza de los cholultecas por parte de los conquistadores españoles en la Pirámide de Cholula que Fuentes asemeja al Holocausto en los campos de concentración nazis, ocurrido cuatro siglo después, con la ulterior intención de oponer la cultura al mal radical, según Richard Bernstein calificó el Mal, con mayúscula, ejercido por el terrorismo de Estado.
Pero además del tema del Doppelgänger hay otras muchas afinidades entre estas obras de Fuentes y Cortázar, que me limito a enunciar: la composición móvil de Rayuela, sujeta al arbitrio del propio lector, que se corresponde con las múltiples lecturas que permite la tercera y última parte de Cambio de piel, y el juego entre la construcción de sendas obras y su constante destrucción, pues en ambas se rompe el pacto de estabilidad entre el lector y el narrador;4 la explosión y el derrumbamiento de las estructuras narrativas tradicionales: la condición cambiante del capitulado y la exacerbación de la sintaxis en la obra del argentino, y la invención, en la del mexicano, de un sorprendente narrador que relata en segunda persona las peripecias de unos personajes que se someten a sus caprichos y sus pulsiones; la liberación del lenguaje, que rebasa todos los límites convencionales y utiliza registros inimaginables, desde la creación de un nuevo vocabulario erótico, en el caso de Cortázar, hasta la mezcla promiscua del lenguaje académico y el lenguaje vulgar en el de Fuentes; la experimentación de recursos narrativos en ambas novelas, así como las reflexiones metaliterarias y, sobre todo, la intertextualidad, esto es la utilización de las manifestaciones artísticas y culturales —la filosofía, la música, la pintura, el cine, la arquitectura y sobre todo la literatura— como elementos primordiales de la realidad referencial.
Si Cambio de piel, como hemos visto, presenta afinidades significativas con sus coetáneas Cien años de soledad y Rayuela, no es la de Fuentes una novela equivalente ni a la de García Márquez ni a la de Cortázar. Hay novelas importantes para la literatura, aquellas que por sus valores intrínsecos y universales la Literatura, con mayúscula, habrá de guardar en su seno de manera permanente y considerará canónicas, y hay novelas importantes para la historia de la literatura por el papel protagónico que desempeñaron en el momento en que fueron publicadas, por la influencia que ejercieron en las generaciones sucesivas, por la impronta que dejaron en la comunidad de sus lectores o por la recepción que de ellas tuvo la crítica literaria de su momento. Tales calificaciones, desde luego, no son excluyentes. Las tres que he mencionado son sin duda novelas importantes para la historia de la literatura: representan con ejemplaridad el hito que significó el boom en la narrativa hispanoamericana de los años sesenta y cada una de ellas enriqueció, al modificarla y subvertirla, nuestra tradición literaria, pero quizá la Literatura no habrá de quedarse con todas ellas. En mi opinión, la literatura mantendrá en su canon Cien años de soledad por su perfección formal, por su extraordinaria riqueza discursiva, por su dimensión universal. En cambio, y a pesar de ser entre las tres acaso la más relevante para la historia de la literatura, sólo se quedará con algunos capítulos de Rayuela, novela fragmentaria, confeccionada por la suma de textos breves, algunos de los cuales encierran una gran fuerza lírica (el 7, el 68, el 41, el 32) y tienen el resplandor propio del poema —porque la poesía de Cortázar, paradójicamente, no reside en sus poemas sino en su prosa breve: en muchos de sus cuentos y en algunos capítulos de Historias de cronopios y de famas y de Rayuela—. No sé si Cambio de piel perdure en el canon de la literatura hispanoamericana, como otras de las novelas de Carlos Fuentes —La región más transparenteAuraLa muerte de Artemio Cruz—. Me temo que no. Lo que sí sé, sin ninguna duda, es que su lugar en la historia de la literatura mexicana es de primera importancia, pues continúa, y de algún modo lleva a buen puerto, el largo proceso de emancipación cultural que se inicia con nuestra independencia política en los albores del siglo XIX —y aun antes, en las postrimerías del virreinato— y que durante toda esa centuria, como lo estudió José Luis Martínez,5 se esfuerza en definir nuestra propia identidad, que constantemente se debate entre las culturas originarias y la cultura europea impuesta sobre ellas y también por ellas modificada en el Nuevo Mundo. Después de la Revolución mexicana el debate, implícito o explícito, privado o público, expresado ora en artículos de revistas literarias, ora en enardecidos manifiestos políticos, prosigue entre quienes defienden un nacionalismo a ultranza y quienes consideran que aun el nacionalismo, como lo consideró Jorge Cuesta, es un concepto importado de Europa.
El Laberinto de la soledad de Octavio Paz, publicado en 1950, responde a esta preocupación intelectual, proveniente del siglo XIX y exacerbada por el nacionalismo posrevolucionario, de definir, a la luz de la modernidad, la cultura mexicana, como habían tratado de hacerlo, antes de él y ya en el siglo XX, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Samuel Ramos, entre otros, amén de los coetáneos de Paz —Zea, Uranga, Portilla—, que también dedicaron parte de sus obras al espinoso tema de la identidad mexicana. Obviamente que una definición de esta naturaleza no puede quedar exenta de la generalización y de cierto lirismo interpretativo, como 40 años después lo reconoció el propio Paz en el prólogo que se sintió obligado a escribir para acompañar la inclusión de ese ensayo en sus obras completas. Ahí confiesa que si bien la concepción central de El laberinto de la soledad le sigue pareciendo válida, esa obra, añade, “parte de unos cuantos rasgos característicos para enseguida transformarse en una interpretación de la historia de México y de nuestra situación en el mundo moderno”.6
Desde su primera novela Carlos Fuentes se asume como heredero directo de Octavio Paz en lo que hace al empeño por definir nuestra identidad cultural. Pero si algo diferencia la Región más transparente de El laberinto de la soledad, amén del género literario en que se inscriben ambas obras, de los ocho años que distan entre la publicación de la una y de la otra y de la circunscripción de la del novelista a Ciudad de México, que el ensayista rebasa, es que Fuentes no pone el énfasis en esos “rasgos característicos” que nos identifican como cultura y como nación, sino, por lo contrario, en los rasgos que nos diferencian entre nosotros mismos: en los distintos componentes de nuestra plural y asaz heterogénea sociedad, que se expresa en diversos y contrastantes idiolectos, los cuales se corresponden, a su vez, con otros tantos estamentos sociales que, en conjunto, configuran un ente cultural polifónico y plural.
Al igual que sus obras precedentes —La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz—, Cambio de piel es una novela ambiciosa, como conviene a la juventud de su creador y a la tradición identitaria que hereda. Una novela que responde a la necesidad apremiante de decirlo todo, de compendiarlo todo, de nombrarlo todo. Una novela urgida de llenar un vacío histórico, de plasmar nuestro ser en relación con nosotros mismos y con la cultura universal, de cumplir, en suma, la tarea primordial que Alejo Carpentier le adjudicó al escritor latinoamericano; la tarea de Adán poniendo nombre a las cosas. Fuentes, en efecto, quiere decirlo todo, pero no dándole las espaldas al mundo exterior, sino exponiendo nuestra cultura a los avatares y los influjos de la cultura universal.
El viaje de cuatro personajes de diferentes procedencias, distintos credos y diversas profesiones, de Ciudad de México a Cholula —que, según entiendo, es la ciudad más antigua de todo el continente americano que nunca ha dejado de ser ciudad— es un viaje en el espacio, sí, pero también es un viaje en el tiempo, como el que realiza el musicólogo narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Un viaje a la semilla, que nos remonta a los orígenes de la cultura mesoamericana 30 siglos atrás. Y es también un viaje ontológico, en el que los cuatro personajes que lo llevan a cabo se confrontan, se transforman, cambian de piel y se funden en una sola pareja que acumula, rejuvenecida, una historia que se arraiga en el judaísmo, en el cristianismo y en las culturas originarias de nuestro continente, en Europa y en América, en Nueva York y en México… y que va de la fundacional cultura griega al ghetto de Praga, la Alemania nazi y los campos de concentración de Auschwitz y Terezin; de las ruinas de Xochicalco a la Tate Gallery de Londres, de las calles de la colonia Juárez en Ciudad de México al barrio de Palermo de Buenos Aires. Todo nos pertenece, el pasado y el presente, y hay que nombrarlo con este fervor de pertenencia; nombrarlo todo: lo vivido, lo soñado y lo leído, lo sabido y lo ignorado, lo racional y lo atávico, lo trascendente y lo incidental, lo propio y lo presuntamente ajeno. Y Fuentes lo nombra todo con una minuciosidad propia del nouveau roman francés entonces en boga y con un nunca satisfecho anhelo de completud, que a veces, hay que decirlo, se asemeja más a los propósitos de exhaustividad de Carlos Argentino Daneri, el insoportable personaje del Aleph que se propone describir la totalidad de la Tierra y sus criaturas, que a la magistral capacidad de síntesis enumerativa de Borges, que con un número finito de elementos nos da la idea cabal de “el inconcebible universo”. Fuentes lo nombra todo, sí: los libros leídos, las películas vistas y sus respectivos elencos, lo mismo las antiguas catedrales góticas que los campos de exterminio, lo mismo las obras sinfónicas de Brahms, Verdi o Wagner que los boleros y las canciones rancheras de los mariachis de El Tenampa de la Plaza Garibaldi… Cambio de piel es un gigantesco mural pintado por un miniaturista. Quedan plasmadas ahí las grandes tradiciones culturales de ambos hemisferios, las tremebundas conflagraciones mundiales del siglo XX, azuzadas por la estupidez de un nacionalismo exacerbado que Fuentes se empeña en definir, en el caso mexicano, para relativizarlo y abrirlo al universo; y al mismo tiempo, los detalles más nimios de los escenarios referenciales actuales y pretéritos y lo que se ha dado en llamar la trivia, del cine, de la literatura, de la música, de las artes plásticas. Como un mural; sí, o como un retablo barroco poblano en el que los laboriosos elementos ornamentales —una moldura, una voluta, una guirnalda— constituyen, en su conjunto, la sustancia de la obra artística. Historias divergentes que convergen en un tiempo y un espacio —la propia novela— donde se acrisolan y cobran significación profunda, más allá de la trama, los valores de la condición humana: la vida, el amor, la muerte… ¡qué más!
Si Carlos Fuentes con La región más transparente continuó el desideratum de definir lo mexicano, con Cambio de piel inicia su viaje a Ítaca, su recorrido de regreso de esta búsqueda identitaria que, en muy buena medida gracias a él, ya no nos preocupa, en tanto que ya la conocemos y la damos por resuelta. Es, pues, una novela liberadora, para todos nosotros porque quienes mudamos de piel con esta obra, más que los personajes y más que el autor, somos nosotros, sus lectores. Por eso, justamente por eso, es una novela, si no importante para la literatura, sí importante, importantísima, para la historia de la literatura.         
2017

sábado, 2 de diciembre de 2017

Un clásico innovador

2/Diciembre/2017
El Cultural
Héctor Iván González

Fue en una tertulia literaria donde me orillaron a plantearme la escritura de este ensayo, si hubiera sido en una tasca de Madrid diría que “me tiraron de la lengua” para escribirlo; pero no, fue en la Ciudad de México, sin embargo siento que realmente “me tiraron de la lengua” al punto de casi no poder resistir más. En medio de una discusión a la manera de las discusiones que se suscitan en Palinuro de México (1977) me vi en la necesidad
—no por primera vez— de poner por escrito qué representa en nuestros días una obra como la de Fernando del Paso (Ciudad de México, 1935). Compuesta por tres novelas catedralicias y un divertimento: 
José Trigo (1966), Palinuro de México y Noticias del Imperio (1987) y, posteriormente, Linda/67. Historia de un crimen (1995) —además de otras obras ensayísticas, históricas y poéticas que no abordaré en este momento— este autor ha constituido un magno mural por el que se puede conocer a México y su historia a fondo.
Coetáneo de una generación de escritores que aspiraban a emular las vanguardias europeas, la muerte de la trama a lo nouveau roman, la experimentación con temas que escandalizaran a la burguesía o bien el uso de la memoria como un elemento que recreara las formas más avanzadas del roman (novela) o la nouvelle (noveleta), estos autores preponderaban el culteranismo más radical sin importar que hubiese una falta de comprensión por parte del lector promedio o que estas mismas ambiciones abrieran un vacío infranqueable para el lector avezado pero que repentinamente no estaba al corriente de este puñado de teorías. Paralelamente a estos escritores —la célebre Generación de Medio Siglo— fue que Fernando del Paso compartió los primeros años de escritura, a la vez que era alumno y amigo de Juan Rulfo, un autor que ya había entregado al público sus dos obras ineludibles.

La modificación de José Trigo

Fernando del Paso también se vio enfrascado en estas vanguardias —¿cómo no hacerlo?— y desde su primera novela, José Trigo, ambicionaba incurrir en estas directrices intelectuales. Influido por los ambientes que presentaban obras como las de Mariano Azuela o de Juan Rulfo, Del Paso creó en José Trigo a un personaje árido, robusto, imaginario e imaginado, cuyo carácter agreste se percibe en el propio lenguaje de la obra. Asimismo, cercano a las teorías y novelas del grupo que conformaban los franceses Marguerite Duras, Claude Simon y Michel Butor, Fernando del Paso introdujo en la estructura de su primera novela una concepción que trataba tanto la forma como el fondo; pues aunque parezca verdad de Perogrullo, la forma o la técnica eran aspectos que no tenían una presencia tan preponderante o no la habían tenido a tal punto como entonces la empezaban a tener. De entrada, la constitución de los capítulos de José Trigo dan la impresión de ser escalonados, tal como se trata en la pirámide de Nonoalco Tlatelolco, ya que aquélla está constituida en dos partes y en cada una de éstas se encuentra un capítulo que se corresponde con un capítulo espejo.
De tal suerte que es una cara de la pirámide que sube, un puente, como parte intermedia, y una cara que desciende. La presencia del tren que llegaba a la estación de Tlatelolco es el punto de partida para darle presencia a un personaje que está compuesto por muchos personajes con voz y nombre: José Trigo tiene el rostro que ha sido formado por la multitud. Es un hombre que pudo ser otros hombres, a decir verdad es un personaje que responde por mucho a las exigencias del nouveau roman, ya que aspira a ser un protagonista que sea más parte del lenguaje, de la experimentación,que de una historia lineal o testimonial: dos de los enemigos de esta escuela francesa.
Otro elemento de la narrativa con que el nouveau roman intentaba romper era la acción o la anécdota detallada. Podemos pensar en La modificación (1957) de Michel Butor, donde el personaje hace un viaje a Italia con el objetivo de encontrarse con su amante para finalmente vivir con ella y poner final así a un idilio de mucho tiempo; sin embargo, el personaje de Butor no habla con nadie, no emprende ninguna acción y se limita a meditar sobre su futuro. En el desenlace, el protagonista prefiere regresar a París y se rehúsa a formalizar su aventura amorosa pues sabe que habría una “modificación” que mataría la base de la pareja, el temor de ser descubiertos. Así que, en absoluto silencio, regresa a París para continuar esa flama furtiva y excitante durante el tiempo que le sea posible. Aquí podemos ver que Butor rompe con la peripecia y se niega a establecer una estructura de inicio-nudo-desenlace, más bien prefiere optar por un desenlace que no desenlace nada: un círculo perfecto, tal como sucede en José Trigo. No tomar en cuenta el carácter conceptual en gran parte de las novelas de Del Paso es un error. Tratar de que en José Trigo haya un héroe es absurdo como lo sería no notar ni justipreciar cada detalle de esta obra. Las voces de las mujeres, de los ferrocarrileros, de los niños y del indio que ahí aparecen forman parte de uno de los pilares que sostienen a la novela. Nos podría hacer pensar en un John Dos Passos (1896-1970), quien supo atrapar en su Manhattan Transferlas voces, los ritmos, las cadencias y los tonos que representaban el espíritu de la ciudad.
Por su parte, ahí tiene lugar, por primera vez, la inventiva que después causará una fuerte impresión en los lectores de sus siguientes novelas, pues Del Paso crea una geografía repleta de nombres santos: Meseta de Cristo Rey, Acantilado de la Divina Providencia, Despeñadero de Jesús Nazareno, etcétera. Con cada uno de estos nombres, impuestos por el ejército cristero, se trataba de hacer una fortaleza para avasallar a “los enemigos del Señor”. Una vez más, la lectura simple y llana de esta obra sería un despropósito, pues el lenguaje tiene un papel protagónico. La influencia de estos detalles no quedará en tierra infértil, pero aún es prematuro abordar el tema.

A cuarenta años de Palinuro de México

El segundo proyecto de Del Paso aborda una apuesta más amplia: sus capítulos son mucho mayores, su proyecto convoca de la misma manera el juego lingüístico, la historia de aventuras al puro estilo del siglo XIX, la poesía en prosa, donde las imágenes, los tropos, los monólogos interiores, los flujos de conciencia o la conciencia en flujo (stream of consciousness), los ejercicios de retórica, tienen un lugar central. Sin embargo, en este proyecto hay un nuevo ingrediente, la introducción de elementos clásicos que en su libro anterior, José Trigo, no había. Desde el título se sabe que aquí habrá la adopción de algo que los académicos llaman el hipotexto, un texto clásico que sirva como base a la concepción y a la estructura de la nueva obra; es como dibujar en un papel albanene sobrepuesto en un dibujo previamente elegido. Como proyecto es igualmente arriesgado e incluso puede serlo más aún, pues el sugerir al lector contemporáneo que un libro puede al mismo tiempo traer a cuento algunos pasajes de un texto clásico es una responsabilidad y un reto. Obras como La muerte de Virgilio (1958) de Herman Broch, Ulises (1922) de James Joyce o Doctor Faustus (1947) de Thomas Mann son ejemplos considerables de lo que menciono.
De tal suerte que Del Paso introduce este ingrediente al nombrar a Palinuro, piloto de La Eneida de Virgilio que es abandonado por la tripulación. Por su parte, los espectros de Joyce también son convocados, pues en este libro se intenta dar lugar a lo que en José Trigo sólo se asoma: la historia de amor de dos jóvenes. En el caso de su primera novela, Dulce Nombre y Guadalupe serán los amantes condenados al fracaso, en Palinuro de México, el personaje epónimo y su prima Estefanía. Sin embargo, en ésta los personajes correrán mejor suerte durante un largo trecho del libro, habrán de compartir las duras y las maduras, se enredarán en situaciones eróticas y hasta un tanto obscenas que hacen pensar irremediablemente en el humor de Joyce y su capacidad de picardía tan escandalosa para conciencias como las de Paul Claudel o Virginia Woolf. También las cantinas, la vida en aquella extinta Ciudad de México y en la Facultad de Medicina y el lenguaje tabernario tendrán un papel en la historia.
En Palinuro de México no hay una trama, tal como no la hay en Ulises de Joyce, sin embargo existe la posibilidad de leer todos los capítulos en un orden diferente, casi como si fueran pasajes independientes. El lector sentirá que a cada página la fuerte personalidad del narrador se impone constantemente. La historia de la medicina, el mundo de las agencias de publicidad, la vida cotidiana, los personajes históricos o literarios y la enumeración de distintos elementos se van acumulando como cuando se lee a un enciclopedista, a un estudioso infatigable, a un investigador de todos y cada uno de los elementos de la vida. Por otra parte, esta novela despliega una realidad mexicana muy distinta de aquella que algunos novelistas quisieran ver, donde el pasado prehispánico estaría vigente. En la obra de Del Paso este mito no está incluido; es un hecho que la vida del hombre del siglo XX en México tiene una relación con ese pasado, pero no es tan preponderante como creen los turistas. Es una realidad que para el mundo que representa Del Paso la modernidad ofrecía tantas experiencias, tantas situaciones que influyen en su devenir y que lo acercan a las problemáticas del año de 1968 en los distintos países donde hubo protestas estudiantiles como India, Francia o Estados Unidos.
A su vez, el lenguaje se conforma de distintas maneras, las frases son cada vez más complejas, mas no abstrusas o difusas; se trata de una obra donde el español estaría expuesto a una plasticidad que se encuentra en muy pocas novelas de todo el siglo XX. No necesita recurrir a sintaxis de otros idiomas a la manera de un pastiche que lo único que logra es ensombrecer el español, una lengua que tiende a la especificación e incluso a lo enfático por su afán de claridad —como diría Daniel Sada. En sus descripciones no se trata de una retahíla o enumeración caótica sin ton ni son: al contrario, el lector se sentirá fascinado por la cantidad de recursos lingüísticos con los que cuenta Del Paso para plasmar un mural.
En Palinuro de México ya es un novelista maduro, pero sobre todo se muestra como uno de los mejores prosistas que haya nacido en México. Para quienes el verso es considerado como el arte mayor del lenguaje, la prosa de Del Paso proporcionaría una experiencia inigualable ya que parece no perder por ningún momento su veta poética, un fuelle de donde sale una cantidad infatigable de metáforas, imágenes y símiles. No es exagerado afirmar que Del Paso logra una experiencia de la prosa muy aparte de su uso cotidiano. No se trata de llenar páginas para después jactarse de haber escrito un libro de grosor descomunal, pues la hondura de su prosa, la estructuración de las descripciones, las anécdotas y escenificaciones lindan con lo más ambicioso de un José Lezama Lima o un Alfonso Reyes. A veces se nos olvida que la importancia de autores consagrados como Cervantes o García Márquez estriba en gran medida en su estilo; Del Paso es uno de los más sólidos de la lengua y está entre ellos. Los hallazgos que consigue en el español, en México, sólo se podrán relacionar con una escritura clásica e innovadora debido a su tensión lingüística, su expresividad y capacidad imaginativa inigualables, por lo cual su escritura constituye un punto de referencia, una escritura clásica, pero innovadora.

Treinta años de noticias del imperio

En sentido estricto, Noticias del Imperio es la consecución de uno de los proyectos más ambiciosos que haya tenido la literatura en español. Por medio de una estructura que alterna los monólogos de Carlota de Habsburgo con fragmentos imaginativos que fingen ser históricos, debido a la investigación que las sustenta, la novela se erige como una catedral narrativa sólida y compacta. Retomando un aliento poético de gran vigor, Fernando del Paso da voz a Carlota, a Louis Bonaparte, a Maximiliano, a Juárez, a un hombre de letras de la época, al jardinero José Sedano y a una multitud que se aglomera en las páginas de esta obra, pero sobre todo, que constituye un coro de los hechos de aquella terrible intervención que sufrió México entre 1862 y 1867. Su aportación es tan destacable en el ámbito literario como en la historiografía, en lo lingüístico co-
mo en lo imaginativo, y su capacidad de investigación sólo es comparable con la entereza que se necesita para concluir un trabajo que se llevó a cabo durante diez años.
A pesar de estar involucrado en el ambiente literario de la Generación de Medio Siglo, que descartaba cualquier tinte nacionalista y se negaba a ver que en todo, hasta en el nacionalismo, se pueden encontrar matices, Del Paso supo rehuir la ilusión de ser un cronista objetivo de una intervención nada justa y absolutamente contraria a los intereses de los mexicanos. Así queda constancia en cada página de esta obra que aporta la mayor documentación posible acerca de los argumentos falaces de la alianza conservadora que, arguyendo deudas de México, intentó violar la soberanía de nuestro país. Asimismo, señala Del Paso que “los intelectuales y los políticos mexicanos, así los conservadores como los liberales, se pasaban la vida ofreciendo su país, o parte de él, a las potencias extranjeras” (Del Paso, Noticias del Imperio, Punto de lectura, México, 1987, p. 124).
Pero no es para espantarse, no es un libelo que asuste a los nostálgicos de lo que pudo ser la victoria de aquella intervención, sino un trabajo llevado a conciencia, a una conciencia lúdica —como ha señalado Carmen Villoro—, poética y, sobre todo, de una imaginación inusitada. Con guiños a las novelas mayores del siglo XIX, como Los miserables El Condede Montecristo, el narrador despliega un caudal de recursos avasalladores como la dramatización, la descripción geográfica, la reminiscencia erudita y la prosa de altos vuelos. En esta ocasión, más cercano a las novelas de Hugo o Dumas que a las de Joyce o Proust, a pesar de que el monólogo es de cuño joyciano o proustiano. La profundidad de la prosa evoca las páginas más sólidas y mejor terminadas del romanticismo francés o de la épica rusa; la presencia de la aventura, la representación de la ambición despiadada o la exhibición de lo peor de la Europa racista-imperialista tiene lugar en estas páginas. Con un proceso de escritura, fruto de una década de investigación, no nos podemos sorprender de que Noticias del Imperio también sea una obra maestra para los europeos, quienes la recibieron con sumo interés. Incluso, yo me preguntaría si un europeo habría de reunir tanta información y aun así no conformarse con crear simplemente un ensayo o un libro de historia, sino ambicionar, en cambio, una obra que mezclara la imaginación con la investigación.
Podemos dejar de lado algunos datos para centrarnos en que cada capítulo “histórico”, a los cuales Del Paso describe como “una fantasía” (Del Pasoop. cit.p. 129), es una nueva apuesta narrativa que se compone de fiestas de disfraces donde se fraguan invasiones; una lotería en la que las piezas con que se aparta el animal en el cartoncillo es una zirconia, una gema, una perla o un diamante; la descripción de la victoria de la batalla de Puebla y la repercusión anímica que tuvo en los mexicanos que se sintieron capaces de derrotar al invasor; el relato de la impotencia que sufrió José Sedano al saber que Maximiliano quería hacer de su esposa su amante y, lo peor de todo, que ella también lo quería; así como los interminables delirios de una Carlota que fuera contemporánea de Napoleón El Pequeño pero también de Charles Lindbergh, o que fuera una de las mujeres más acaudaladas del planeta hasta la fecha de su muerte en enero de 1927. Todos y cada uno de estos elementos forman parte de esta cumbre de la literatura.
No podemos dejar de lado el aspecto del trabajo de escritura infatigable que debió implicar una novela donde los demonios de Carlota pudieran lograr metáforas desmesuradas o mostrar lo más hondo del dolor al sentirse humillada por las innúmeras infidelidades de Maximiliano. Por su parte, Del Paso mantiene una sana distancia con la figura de Benito Juárez, aunque no regala un ápice a las urgencias de quienes quisieran ver en éste a una figura digna de escarnio. La frase “No mato al hombre, mato la idea” es puesta en contexto y todas y cada una de las acciones emprendidas por Juárez, como aquella de no rendirse porque la capital había caído, a pesar de que los invasores esgrimieran razones leguleyas para afirmar que así debía hacerse. Es difícil definir esta obra con unas cuantas ideas cuando uno sabe que de cada uno de sus numerosos aspectos se han emprendido tesis académicas.
Finalmente, tengo la certidumbre de que acudir a Noticias del Imperio, así como a Palinuro de México y José Trigo, ofrecerá al lector una de las experiencias literarias cruciales de nuestra época ya que condensan lo mejor de la literatura de los siglos XIX y XX.

Un inmenso edificio de palabras

2/Diciembre/2017
El Cultural
Fernando del Paso

Bartleby. Qué coincidencia, tantos días de pensar en Bartleby y me llega un artículo sobre este personaje de Herman Melville, el escritor norteamericano creador de Moby Dick. Bartleby fue el personaje de una novela corta, era un empleado que a toda orden que le daba su jefe le respondía: “I would rather not do it” —preferiría no hacerlo. Y es que aparte de la gran satisfacción que me dio cuando me dijeron que se creaba esta Cátedra a mi nombre, cuando me pidieron que dijera unas palabras el día de su creación, estuve a punto de responder: “preferiría no hacerlo”, pero ya que estoy aquí, lo haré. No me queda más remedio.
Hablar de la propia obra sin elogiarla es un ejercicio de modestia. Voy pues a ejercitarme dándole unos tips a quienes hablen de ella.
Cuando me preguntan ¿cómo comenzó a escribir? les digo: con la mano izquierda. Pero me llamaban tanto la atención en la escuela que acabé por hacerlo con la derecha, y la mano izquierda, en venganza, comenzó a dibujar.
Cada domingo esperaba yo con impaciencia que mi padre estuviese de humor para leerme los “monitos”: Pancho y Ramona, Tarzán, Cuquita la mecanógrafa, etc., etc. y eso me hizo aprender a leer rápidamente, de manera que yo entré directamente a la escuela a segundo grado de primaria.
Viendo mi entusiasmo mis padres me obsequiaron un ejemplar de las Las mil y una nochesque tenía más de trescientas páginas, a pesar de ser una edición censurada: sin adulterios ni sodomías, pero bastaban las historias de Aladino, de Alí Babá y otros cuantos para crear un mundo de fantasías interminable.
Un poco más adelante comencé a leer a los autores clásicos para mi época como eran Julio Verne, Salgari, Walter Scott y los fabulistas Esopo y Samaniego, ya para entonces, y con estas lecturas, me convertí en un asiduo lector infantil. Mi padre no tenía dinero para comprarme los veinte tomos de El tesoro de la juventud, pero me los prestó una prima, tomo por tomo, de modo que me vi obligado a leerlos todos, uno por uno, de la primera a la última página.
El deporte de mi adolescencia fue el beisbol, pero su práctica me dejaba suficiente tiempo para leer.
¿Ven ustedes por qué preferiría no hablar el día de hoy? No sé qué decir y me siento cohibido al pensar en un público tan selecto frente al que tengo más o menos que desvestirme para contarles sobre mi vocación. José Trigo, como lo dice la última página del libro, no es nada ni nadie, es sólo un inmenso edificio de palabras del cual yo fui
el único arquitecto y el único albañil, el mismo que fue colocando cada palabra, como se coloca cada ladrillo hasta acabar una complicada construcción monumental.
En aquélla época ya había yo conocido a un escritor colombiano llamado Antonio Montaña, ya fallecido hace dos años, esto me hace recordar a Juan de Dios Peza, que cuando su-po de la muerte de Ramón López Velarde escribió desde Nueva York: “Qué triste será la tarde cuando a México regrese sin ver a López Velarde”. Yo podría decir: “Qué triste será la mañana cuando a Bogotá regrese sin ver a Antonio Montaña”. Antonio era amigo del hispanomexicano José de la Colina y entre los dos se encargaron de ser mis guías en ese abigarrado mundo que es la literatura. Comencé a leer a William Faulkner, a James Joyce, a Julian Green y a muchísimos otros autores que me llenaron la mente de felicidad y fantasías. Me puse entonces a escribir: tenía yo veinte años.
Leí también un libro del autor inglés Ciryl Connolly: La tumba sin sosiego. Connolly era un crítico de literatura británico que tenía una columna semanal en un periódico inglés que firmaba con el pseudónimo de Palinurus. En La tumba sin sosiego nos dice que se han publicado demasiados libros, que cada autor debería proponerse escribir una obra maestra. Como no existe una receta para hacer una obra maestra, yo, convencido de los argumentos de Connolly, hice un libro muy gordo, acumulando palabras españolas y también algo de náhuatl. Mi admiración por el México prehispánico tiene que ver naturalmente con el hecho de ser sobrino nieto de Francisco del Paso y Troncoso, el hombre que inauguró el monumento a Cuauhtémoc del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, con un discurso en lengua azteca.
José Trigo es más que nada un libro con andamiajes prestados. Unos andamiajes se dieron por generación espontánea. Otros yo los añadí. Así, Luciano el líder es un Quetzalcóatl y Miguel Ángel, el Tezcatlipoca que lo expulsa del paraíso que hasta entonces era el escenario de la novela, La Cristiada. Está llena de alusiones bíblicas y en principio de cuentas aquél escenario está basado en la topografia mágica de esa parte de la Ciudad de México: el puente de Nonoalco se erige entre la tierra y el cielo: muy al oeste nos encontramos con las calles que tienen nombres de mares, como mar de Mármara, mar Mediterráneo y mar Rojo, siguen las calles que tienen nombre de árboles y vegetales, luego el puente y después del puente las calles que tienen nombre astronómicos como Marte, Venus, Sol, Luna, etc. O sea, el mar, la tierra y el cielo. Y esto no es invento mío. Tampoco lo que llamo “campamentos” que eran pueblos diminutos hechos con furgones y vagones abandonados, y hechos casa por ferrocarrileros viejos y jubilados. En la novela de José Trigo hay un Campamento Este y Campamento Oeste donde se realiza la acción.
Yo no soy Palinuro. Tomé este nombre del pseudónimo de Ciryl Connolly. Palinuro de México es una autobiografía de mentiras conjugada en varios tiempos verbales: el que fui, el que no fui, el que pude haber sido, el que yo creí que era y el que los demás querían que fuese. En ese libro reuní todas mis experiencias juveniles, mis deseos y mis frustraciones. Pero, insisto, yo no soy Palinuro.
Por último, Noticias del Imperio es quizás, de toda mi obra la más vulnerable. Un crítico avezado, o un psicólogo que conozca nuestra historia bien puede decir que la Carlota de mi novela no se parece a la Carlota histórica. Y quizás podría tener razón. Pero desde ahora quiero decir que eso no me importaría: yo me enamoré del personaje real desde que comencé a documentarme y me porté con ella como un macho: la violé varias veces cuando era una adolescente y ya vieja y loca, mamé de sus pechos. Sentí por ella una gran ternura —también por Maximiliano— y descubrí que ambos habían sido embaucados en una aventura que los iba a perder para siempre. También Benito Juárez cayó en la trampa, pero él salió indemne.
Dije que hubiera preferido no hablar el día de hoy. Pero ya lo hice y sólo me resta expresar mi agradecimiento profundo a la institución y las personas participantes en la creación de ésta Cátedra.
Muchas gracias queridas amigas Patricia Rosas, Carmen Villoro, Anayanci Fregoso y Luz Elena Martínez Rocha. Muchas gracias a ti, Héctor Iván, por tu presencia y por inaugurar la Cátedra que tiene orgullosamente mi nombre. Y muchas gracias a todos aquellos que llevarán adelante su existencia y sobre todo muchas gracias a la institución que la ha creado: la Universidad —mi universidad— de Guadalajara y su rector general Izcóatl Tonatiuh Bravo Padilla.

domingo, 19 de noviembre de 2017

'Nietzsche, héroe del espíritu': un texto desconocido de José Revueltas

19/Noviembre/2017
La Jornada Semanal
Evodio Escalante

La influencia de Friedrich Nietzsche en la cul-tura mexicana se hace sentir en Julio Ruelas y los escritores de la Revista Moderna, pasa por los Ateneístas y los Contemporáneos, llega a Octavio Paz y José Revueltas y de ahí se sigue hasta nuestros días sin solución de continuidad. No hay prácticamente un período de nuestra cultura en el que no puedan discernirse los signos de su presencia. Lo que se ignoraba hasta el momento es que José Revueltas, el más destacado nuestros escritores de filiación mar-xista, también resintió, así sea de manera “secreta”, su poderoso influjo. Aunque es cierto que nunca se menciona a Nietzsche en Los días terrenales ni en Los errores, las dos novelas más emblemáticas de Revueltas, la toma de posición antiteleológica de la primera (el adveni-miento del comunismo no significa el “fin” de la historia), así como el proclamado privilegio del dolor y del sufrimiento como componentes suprahistóricos del existir humano, lo mismo que la definición del hombre como un ser “erróneo” en la segunda, derivan sin duda de las lecturas nietzscheanas de Revueltas, así como, habría que agregarlo, los marcados claroscuros de su dialéctica negativa que lo colocan, como ya lo vio muy bien Henri Lefebvre, más cerca de Theodor w. Adorno que del op-timismo hegeliano y del marxismo vulgar.
Revueltas no sólo leyó a Nietzsche, subrayando sus libros y haciendo en ellos prolijas anotaciones marginales, como ahora podemos saber gracias a las pesquisas realizadas por Brenda Melina Gil, alumna de la carrera de letras de la uam-Iztapalapa, quien ha tenido acceso al lote de libros y revistas que poseía el autor ahora en custodia de la Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, sino que, enorme sorpresa, ¡también escribió acerca de él! En efecto, se encuentra en este acervo un libro de María Teresa Retes titulado Nietzsche, héroe del espíritu y que habría publicado la Secretaría de Educación Pública en su colección “La Honda del Espíritu”, en 1967. María Teresa Retes, como se sabe, fue la segunda esposa del autor. Esta evocación de Nietzsche está precedida por una “Introducción” de apenas tres páginas en las que, de manera escueta, consta al final la firma “j.r.” El poderoso estilo de Revueltas resulta inconfundible, como puede constatarlo el lector. No hay duda de que sólo él pudo haber escrito este texto en el que de manera por lo demás llamativa logra conciliar sus lecturas del joven Marx con la desquiciante idea nietzscheana delsuperhombre. Al igual que Lefebvre lo había hecho antes, Revueltas concluye que el superhombre de Nietzsche no es sino el hombre real, el hombre verdadero, el que todavía no ha podido nacer debido a la larga historia de la ignominia y de la enajenación humana en la que nos ha sumido el torbellino de la historia.
Este texto, hasta ahora ignorado, no fue incluido por supuesto en la edición de las obras completas del autor, a cargo de la fallecida Andrea Revueltas y Philippe Cheron. Tengo una hipótesis para explicarlo. El libro, publicado por la sep en una colección popular de elevada circulación, contenía en portada y de modo sistemático en interiores un error garrafal: deletreaba Nietzche en lugar del correcto Nietzsche. Supongo, de aquí, que los ejemplares fueron guillotinados sin llegar jamás a las librerías.

Nietzsche, héroe del espíritu
José Revueltas

Introducción

La tragedia de Nietzsche en el siglo xx, apenas treinta años después de haber muerto, fue la de su “descendimiento y transfiguración”. Rosemberg y los semi-filósofos hitlerianos se repartieron las vestiduras de Nietzsche al pie mismo del sitio donde estaban crucificadas sus ideas: lo saquearon, lo deformaron e hicieron de él un sangriento, espantoso Rey de Burlas con el que intentaron apuntalar la teoría del Super-hombre ario. El lirismo nietzscheano, humanista en esencia, se transfiguró así en la historia y vesania nazis de la raza germana superior.
El Super-hombre de Nietzsche no es sino la búsqueda del hombre real a lo largo de una atormentada prehistoria humana que culmina –pero aún no se clausura– en nuestro siglo atómico. Lo “humano”, por reflejo de la mezquindad y el enanismo de su tiempo, se identifica en Nietzsche con lo despreciable, lo débil, lo ruin; pero precisamente desde que los hombres comenzaron a hacer su historia, eso es lo inhumano de ellos, lo que los ha enajenado hasta nuestros días y no los deja pertenecerse como hombres; el super-hombre, pues, vendrá a ser el hombre verdadero. Ese hombre envilecido y degradado –antes de ser siquiera humano– por su propia historia enajenada, resume en una sola cosa la cultura occidental y el cristianismo; al reconocerse en ese ser vil que es, trata de sublimarse en el desprecio y en el castigo, en la flagelación del cuerpo y en la expiación del pecado. La cultura cristiano-occidental, con sus Constituciones, sus Leyes, su Moral, deviene en la trasposición hipócrita de hombre; todos los caminos terrenales están cerrados, sólo queda la esperanzada irrealidad del Más Allá. Es por ello que, intrépido, agresivo y solitario, Zaratustra salta a la arena del combate; contra todo y contra todos; es realmente Dios –el ululante dios humano– y Nietzsche no se equivocaba al sentirse y proclamarse ese verdadero Ser Supremo dionisiaco y terrestre.
“¿Por qué este permanente retorno sobre el tema de la salvación, como si nuestra vida en esta tierra no fuera más que un castigo constante?”, se pregunta Nietzsche. Aquí vemos lo estupefacto de su sublevación, su no comprender, asombrado, el por qué los hombres se someten a su propia ignominia y la hacen sobrenaturalmente natural. De aquí deriva entonces su lucha contra el cristianismo por ser éste “humano, demasiado humano”, esto es, un castigo impío, alucinante y bárbaro, lo contrario de la super-humanidad que debemos ser.
“No hay felicidad en nada de lo que hacemos, excepto si lleva el sello de aprobación de la sociedad en que vivimos”, dice. Pero esa es la aprobación que no debe procurarse el espíritu; mas la que debe retar y rechazar. Nietzsche asume de este modo la infelicidad suprema, la de las ideas solitarias, la de una verdad máxima que dispara desde lo más alto de su montaña y que las llanuras sobrecogidas se negarán a comprender.
Sin embargo, Nietzsche no era Dios; esto hubiera sido una trampa de Dios mismo, una mala jugada. Pero sí era un santo, un furioso y amoroso santo demoníaco de la soledad. Y lo decía:
…está desgraciadamente la soledad que tiene una falta total de compensaciones, la soledad debida al fracaso del individuo para alcanzar un entendimiento común con el mundo. Esta es la soledad más amarga de todas, la que corroe el corazón de mi existencia.
Nietzsche pasará a los hombres del futuro como lo que en justicia no pudo menos de ser; uno de los héroes más puros de la intrepidez de la conciencia 
J.R.

domingo, 12 de noviembre de 2017

La soledad del crítico

12/Noviembre/17
Confabulario
Yaneth Aguílar Sosa

Entrar al universo de Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962) es perderse en los asuntos que tanto le apasionan: la literatura, la música, el cine. La amistad. La cultura. Y la política. Adentrarse en su pequeño estudio de Coyoacán, al sur de la capital mexicana, es entrometerse en la guarida íntima de un crítico que se la juega todos los días en el hipódromo de la literatura. “La importancia de un crítico no radica en apostarle al caballo ganador, sino en que vaya todos los días al hipódromo”, le he escuchado decir en más de una ocasión.
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Mientras miro de reojo las notas, cartas, apuntes y torres de libros sobre el escritorio, coronado por una lámpara, pienso en todos los elementos que hacen posible la alquimia de la crítica literaria o, como él prefiere llamarla, “la historia de la literatura”. Visitar su estudio es también fisgonear en su cocina, donde se prepara el café cada mañana antes de sentarse a leer y a escribir.
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Apenas se cruza la puerta de su estudio y la mirada se topa con libros y más libros. También con sus colecciones de discos. Encuentro notas prendidas con chinches en los marcos de las puertas, afiches, pelotas, lapiceras, pisapapeles, fotos, portarretratos, muñequitos de plástico, postales, carritos.
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El escritor pertenece a la estirpe de los que son considerados a veces jueces y a veces abogados de la literatura; a la de los que escriben mucho y, por lo mismo, se equivocan.
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“Un crítico literario es un escritor que escribe sobre literatura y que utiliza el mismo instrumento que los objetos de su crítica: las palabras”, afirma al tiempo que se balancea en la silla de cuero desde donde analiza y desmenuza. Tiene claro que la autoridad de un crítico se la dan los lectores, pero también su estilo y sus procedimientos creativos. Lo dijo en su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, el pasado 3 de noviembre, y lo dice en entrevista a Confabulario.
¿Existe una tradición de crítica literaria en México?
Desde luego que la tenemos. Mi ingreso a El Colegio Nacional sólo es un capítulo más de esta tradición. En este Colegio estuvo un crítico literario que fue Antonio Castro Leal. Antes, desde luego, figuró Alfonso Reyes, que no fue propiamente un crítico literario dedicado a la literatura contemporánea, aunque escribió uno de los tres grandes tratados de poética que tiene la tradición mexicana: El deslinde, junto a El arco y la lira, de Octavio Paz, y Poética y profética, de Tomás Segovia. Si la crítica en México no ha estado a la altura de la crítica en el mundo anglosajón o de Francia, ello se debe a circunstancias un tanto ajenas a nosotros: fuimos parte del imperio español hasta 1821 y el siglo XVIII español es muy pobre. Ortega y Gasset decía que fue el menos español de los siglos; y en el siglo XIX batallamos muchísimo por crear lo que entonces se consideraba urgente, que era una literatura nacional. Pero luego llegan Altamirano y el modernismo. Claro que hay crítica en México.
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¿Tu interés está sólo en la crítica literaria rigurosa y enérgica?
Soy un escritor, escribo libros de crítica literaria, pero no sólo eso: también he escrito historia y biografía. Y los artículos que EL UNIVERSAL generosamente me publica, después de dejarlos dormir un tiempo, los retomo, arreglo y algunos de ellos se convierten en parte de mis libros. Un crítico literario, como un poeta, como un novelista, debe escribir libros que aspiren a ser iguales o mejores que los libros sobre los que habla, sean éstos poemas, novelas o cuentos. Un crítico es un escritor que escribe sobre literatura y que utiliza el mismo instrumento que los objetos de su crítica, que son las palabras.
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¿Qué tanto te interesa la reseña como género?
La reseña es la unidad básica, pero quien se queda haciendo reseñas pues se queda en lo básico. Hay desde luego, como dije en el discurso, grandes escritores que se hicieron famosos por las reseñas breves que escribieron, como fue el caso del joven Borges, que escribía reseñas literarias en una revista de cultura general, y hasta la fecha esas reseñas son obras maestras del arte de la crítica. Actualmente en las revistas literarias, sobre todo en las anglosajonas, hay novelistas, como la británica Zadie Smith, que escriben textos muy notables que no tienen otro objetivo que el de ser meras reseñas.
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A la hora de escribir, ¿eres más exigente de lo que te demanda el texto que desmenuzas?
Ése es mi propósito y eso es lo que yo quisiera que el lector viera. Desde luego que no siempre lo consigo porque es un trabajo que requiere de un gran esfuerzo: al mismo tiempo que hay que estar al tanto de la literatura contemporánea, hay también que tener en cuenta la tradición literaria. Hay que leer a los clásicos para volverlos a colocar en el mercado, para, dicho vulgarmente, volverlos a poner en la vitrina. Y que los lectores sepan por qué hay que leer a Rubén Darío o a cualquier novelista ruso del siglo XIX, lo mismo que a algún escritor olvidado de principios del siglo XX. El crítico literario, y ésa es una de las partes más sabrosas del oficio, se la pasa recuperando, buscando, escarbando, redescubriendo.
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¿Es la crítica un oficio o una profesión?
Para empezar es una vocación. En nuestro país y en otros de América Latina las carreras de los críticos suelen durar muy poco. Un escritor joven ejerce la crítica durante dos, tres, cuatro años, y en cuanto sale su primera novela, su primer libro de cuentos o su primer libro de poemas, abandona esa especie de antesala en la que se vio obligado a estar. Por eso son muy importantes los creadores que siguieron haciendo crítica, como Tomás Segovia, Juan García Ponce, Octavio Paz y Salvador Elizondo. ¿Por qué? Porque ellos demostraron que no les bastaba con su ficción o con el ejercicio de la poesía, sino que tenían necesidad de reflexionar concienzudamente a nivel teórico. Ante la desaparición del joven crítico que se convierte, para bien o para mal, en novelista o poeta —aunada a la obstinación de algunos personajes como yo—, siempre está la gran crítica que hacen los poetas y los novelistas.
Tal parece que Domínguez Michael es tan exigente cuando habla que cuando escribe. Abre paréntesis, pausas, que intimidan cuando conversas por primera vez con él, pero que comprendes cuando ocurre un nuevo encuentro. El autor de Octavio Paz en su sigloVida de fray Servando, del Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955-2011 y de William Pescador, su única novela hasta el momento (publicada hace 20 años), recurre a ciertos silencios para enfatizar algo, y enseguida continuar con la reflexión o rematar alguna idea.
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Como si de seres vivientes se tratara, los demasiados libros que hay aquí cubren paredes y trepan a mesas y sillones. Alcanzo a ver que están en la recámara y, claro, sobre el escritorio donde cocina a fuego lento los textos que publica puntualmente en las páginas de EL UNIVERSAL.
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El estudio es un santuario para la lectura, presidido por las figuras tutelares que lo han acompañado a lo largo de 36 años de trayectoria: Octavio Paz, Jorge Luis Borges, George Steiner, Harold Bloom, Juan García Ponce, Alejandro Rossi, Teodoro González de León.
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Lo imagino colocando cada cajita, barco de papel, postal o fotografía. Lo veo encontrándole acomodo a sus afiches. También escribiendo en el redicido espacio de su escritorio que queda libre, donde libros como Who’s Who in the Bible o The new Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics, están allí para ser consultados.
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Domínguez Michael se siente cómodo cuando habla de los críticos literarios que lo inspiran y refrendan su compromiso con la escritura. Dice sentirse orgulloso de pertenecer al grupo de intelectuales en el que figuran Enrique Krauze y Gabriel Zaid, ahora también colegas suyos en El Colegio Nacional. Reitera que fue educado por feministas y por ello es un orgulloso hijo de su siglo. “Mi feminismo es el clásico, basado en la igualdad y no en la diferencia”.
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¿Crees en la igualdad, en el feminismo?
Lo he dicho muchas veces: no puede haber hombre o mujer decente en el mundo actual que no sea o aspire a ser feminista. Creo en la igualdad absoluta del hombre y la mujer ante la ley y, desde luego, en la creciente igualdad de oportunidades que se ha dado gradualmente en las democracias. Hoy, el feminismo es una de las grandes corrientes de la modernidad. No lo inventé yo, lo han dicho otros comentaristas: es acaso la única revolución del siglo XX que triunfó, lo cual no quiere decir que sus tareas hayan sido concluidas, pero el saldo que entregó el feminismo en el siglo XX es abrumadoramente bueno en comparación a otras revoluciones que se intentaron en aquella centuria. El feminismo, siendo una de las grandes corrientes de la modernidad, tiene muchas tendencias, y ha tenido un desarrollo sobre todo desde los últimos años del siglo pasado hasta ahora. Creo que no se puede expulsar a nadie del feminismo, pues sería como querer expulsar a alguien del mundo de Platón, del de Hegel o de Marx. Es un patrimonio común de la inteligencia, de la modernidad. No coincidir con ciertas versiones del feminismo es también un derecho que todos tenemos como ciudadanos: apostar por ésta o aquella opción política, o por ninguna. Yo lo he ejercido leyendo a casi todas nuestras escritoras y no podía ser de otra manera porque ésta es una literatura fundada por una mujer. Desde luego que cuando estaba Sor Juana Inés de la Cruz en este planeta, México no existía, pero su antecedente histórico es la Nueva España que la tuvo a ella como el principal escritor durante un periodo de 300 años. Luego, nuestro siglo XX está lleno de escritoras importantísimas: el arco que va de Laura Méndez de Cuenca, aquella fina poeta, hasta Rosario Castellanos. Hay un esfuerzo que la historia de la literatura no puede obviar y no ha obviado. Ya en la segunda mitad del siglo XX hay escritoras esenciales, no sólo Elena Garro, también Inés Arredondo, Josefina Vicens, Luisa Josefina Hernández, Esther Seligson. El grupo es muy amplio para no hablar de la enorme cantidad de escritoras que ahora escriben, contemporáneas nuestras.
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¿Cuestionar las posiciones más radicales del feminismo es un acto misógino?
No. Me remito a lo que escribí cuando las lamentabilísimas declaraciones de Marcelino Perelló: creo que no se puede ser más contundente en el rechazo a este desagradable episodio. Creo también que las instituciones tendrán que irse ajustando a esta equidad de género. De acuerdo a la normativa de El Colegio Nacional y cuando tenga la oportunidad, propondré a varias mujeres escritoras que, desde luego, merecen un lugar allí. Y estoy seguro que lo tendrán.
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¿Implica mucho trabajo ser miembro de El Colegio Nacional?
Desde luego. Estoy yendo a mis primeros días de clase y apenas estoy conociendo la dinámica, pero lo asumo como lo que es: una responsabilidad pública. Sueño, pero esto tengo que consultarlo y organizarlo, con responder, en el marco de El Colegio, muchas de las preguntas que se hace el público lector sobre qué es la crítica literaria. Será nueva la tarea de organizar a otros escritores para que colaboren con un mayor conocimiento de la crítica literaria; cómo funciona; cuáles son sus antecedentes; cuáles, sus grandezas y sus miserias; sus corrientes contemporáneas; los críticos actuales, más allá de si me gustan o no, de si estoy o no de acuerdo con ellos. Espero poder contribuir a que todo esto se difunda.
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Domínguez Michael ha dicho que su formación se debe no a la academia, sino a las revistas en las que ha colaborado, como ProcesoLa Gaceta del Fondo de Cultura Económica, y, por supuesto, Vuelta, donde se incorporó al grupo de Octavio Paz, y Letras Libres.
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Se sabe un escritor solitario y al mismo tiempo gregario. Quizá por eso abundan en su estudio fotografías de personas. Están sus vivos, pero también sus muertos.
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¿Tienes figuras tutelares?
Sí, desde luego. Para mí la crítica es la permanente frecuentación de los críticos literarios del pasado o del presente que me apasionan, y a los que les pido consejo, por así decirlo, todo el tiempo. Desde los grandes críticos del siglo XIX hasta los que aún están vivos, y a los cuales leo y releo. Cuando acudo a George Steiner o a Harold Bloom, lo hago en busca de inspiración, de consuelo, de nuevas ideas. En cuanto a los jóvenes o de generaciones más cercanas, trato de ponerme en su tesitura. Sí, soy un crítico literario mexicano en lengua española, me siento muy contento de serlo, pero para mí la literatura es mundial y los críticos que son mis maestros, aunque a muchos de ellos nunca los haya visto en mi vida, son presencias cotidianas, están aquí, y todo el tiempo estoy recurriendo a ellos.
¿Es fácil la vida de un crítico?
Hay vidas muchísimo más difíciles que la de un crítico literario. La vida de un crítico literario es polémica. Al que no tenga el temperamento para la polémica, no le recomendaría la crítica literaria. Sin embargo, lo que uno recibe a cambio es muy satisfactorio: la amistad de los lectores, muchos de ellos desconocidos. Ahora gracias al mundo del internet uno se entera más sobre lo que piensan, para bien y para mal, los lectores, y uno también es más leído. Y, bueno, desde que era muy joven, de vez en cuando recibía cartas a la revista Proceso. Era muy satisfactorio. Inclusive cuando me regañaban los lectores, a veces con razón, era grato. Dentro del conjunto de la literatura —pensando en los novelistas, en los poetas, en los dramaturgos—, el crítico literario está más expuesto al desacuerdo, al disgusto, pero también a la autoridad que le conceden los lectores por el simple hecho de llevar muchos años escribiendo de literatura. Y eso me hace muy feliz.
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Dices que tu formación ocurrió lejos de los títulos académicos…
Hay estupendos críticos literarios que estuvieron y están en la universidad. Muchos de ellos son estos maestros de los que he hablado. Y habemos otra clase de críticos que nos hemos formado en la literatura, en las revistas literarias. Los lectores le dan la autoridad a un crítico. Si yo tengo alguna importancia es porque empecé a escribir a los 17 años y muy pronto me gané la confianza de ellos. Viniendo de otro mundo, no estrictamente del literario, me gané la confianza de los lectores de a pie. Estuve casi diez años escribiendo reseñas en Proceso, gracias a que a la gente le gustaban mis reseñas; finalizando mi periodo en Proceso fue cuando Enrique Krauze me invitó a Vuelta. Fue producto de mi trabajo previo en Proceso y en La Gaceta, que entré a Vuelta.
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¿Te causa problema pertenecer a un grupo de intelectuales?
Desde que yo empecé a escribir en Vuelta en 1987, y a aparecer en el directorio de lo que entonces era la mesa de redacción, en enero de 1989, siempre me he concebido como parte de un grupo. Hay escritores que les va mejor ir por la vida en soledad e independientemente, varios de ellos admirables, y hay otros, como es mi caso, que somos escritores gregarios. Yo desde muy al principio cuando se hablaba de las mafias dije: “los escritores, como todo el resto de las personas, tienden a agruparse con sus semejantes, con aquellos que nos son simpáticos o con aquellos que sentimos que nos van a hacer compañía, en este caso intelectual. Nunca lo he negado y me siento orgulloso de haber estado enVuelta. Ahora en El Colegio Nacional hay tres escritores que provienen de Vuelta: Gabriel Zaid, Enrique Krauze y un servidor. Es obvio que Enrique y yo tenemos una larga amistad y estoy con él en Letras Libres, junto con otros colegas, y eso va a seguir porque yo creo en las revistas literarias, pese a las amenazas y ventajas del mundo virtual.
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¿Tenemos los mexicanos la piel muy delgada ante la crítica?
En todas las latitudes la crítica siempre es incómoda, siempre es polémica, a ningún escritor del mundo le gusta que lo critiquen; lo que cambia es la calidad moral de la respuesta. Yo he tenido la fortuna de recibir de escritores que he criticado, respuestas muy duras, muy educadas y muy solidarias con mi oficio. Pongo un ejemplo: varias veces critiqué de manera enérgica libros de Vicente Leñero y lo que él hacía era mandarme cartas diciéndome: “te agradezco la crítica, tienes razón en esto, pero en esto no”. Era una verdadera conversación entre un escritor que entendía que la crítica era necesaria y que había que dialogar con el crítico. Ése es el mayor regalo que puede recibir un crítico, ese diálogo. No leemos lo mismo de Dostoievski a los 18 años que a los 40 o a los 60; ni nuestra lectura de El laberinto de la soledad es la misma a los 18 que a los 55. Si los grandes libros se van moviendo a lo largo de nuestra experiencia, cómo no se va a mover una opinión que dimos, con las exigencias que significa el periodismo. Por fortuna, en los ensayos y reseñas publicadas en la prensa, los críticos tenemos la oportunidad de retrabajarlas y publicarlas en libros. Ahí es donde entra lo que nos dijeron los lectores y autores. Por eso yo a los críticos jóvenes, que no son muchos por desgracia, les digo: “sí, está muy bien escribir en los suplementos, en las revistas y en los periódicos, pero tiene que llegar a los libros, porque es ahí donde vas a recoger la interlocución”.
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En ocasiones la reacción ante la crítica es visceral…
Eso es parte del oficio. Un crítico literario no es alguien que esté esperando que suene el teléfono y que el escritor de dé las gracias, eso no lo hacen ni siquiera aquéllos cuya obra uno examinó con entusiasmo. Uno no está esperando esas llamadas, las cuales son muy escasas. La mayoría de los escritores, cuando escribo sobre ellos, no me dicen nada, como debe de ser. Yo estoy haciendo un trabajo, que seguiré haciendo, y ellos hicieron el suyo.
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¿Tienes herederos?, ¿habrá un hijo literario de Christopher Domínguez Michael?
Eso está por verse. Es un misterio del futuro. No doy clases. No tengo discípulos. Soy una persona solitaria que forma parte de Letras Libres. Un crítico literario en ejercicio que ahora escribe en EL UNIVERSAL. Mi trabajo es, en efecto, un trabajo solitario. En ese sentido sí, para bien o para mal, soy muy distinto a un crítico académico que está formando generaciones de estudiantes, de alumnos y probablemente de críticos literario. Yo no. Si alguna aspiración dinástica tengo será que alguno de mis lectores, que yo no conozco, se convierta en un crítico literario. Pero ésa va a ser obra de la casualidad y no de mi voluntad.