sábado, 29 de mayo de 2010

Fernando Vallejo ya se cicló

29/mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Fernando Vallejo ya no sorprende. El don de la vida (Alfaguara, 2010), su nueva novela, es Vallejo vuelto viejo VHS: diatriba pregrabada para re-cagar el palo a Dios, el Papa, la mujer, los pobres y Colombia.

¿Es novela? La acción es nula. ¿Ensayo? No hay idea inesperada. Es un diálogo filosófico medieval. ¿Ateológico?

La gran novela de Vallejo es La virgen de los sicarios.

En El don de la vida el exabrupto es disco rayado. Virtud: su belleza verbal.

“La mujer afea al ballet y el ballet degrada a la mujer. La mujer en el ballet es la mosca en la sopa”. ¿Cuántas veces hemos leído esta diatriba en Vallejo? Vallejo quiere ser malo. Repite insultos para terminar creyéndolos.

Decir “vaca” a la mujer y que tiene “escasas conexiones en el disco duro” no es nada nuevo, como tampoco su defensa de la pederastia (que incluso García Márquez canta tímidamente). Vallejo se llevaría bastante bien con el padre Maciel.

Energúmenos que amenizan grandilocuencia chocha.

Si hay alguien que no ha leído a Vallejo, este libro le va a gustar (o disgustar) mucho. Si alguien ya ha leído a Vallejo antes, este libro ya lo leyó sin necesidad de leerlo. Si estuviese firmado por Monsiváis sería el libro de la década. Firmado por Vallejo es un bonito bostezo.

La obra es osada a pedazos. Llama “criada mexicana” a Elba Esther Gordillo, define a Borges como “viejo güevón que no pichó”, a Hugo Chávez como “chachalaca”, retrata al ex presidente Fox “con botas de marica y sombrerón” y como “asno cabalgando un caballo” y alega que no hay que recitar versos del “asqueroso de Octavio Paz” para “no recargar de mierda la memoria”.

¿Son suficientes estos sarcasmos para rendir los 170 pesos que cuesta el libro?

Debería decir que Vallejo ya se agotó, pero esta cita me ha puesto a pensar: “¡Si no es comida lo que quiero vomitar! Es a Colombia, a mi familia, al loco Cristo… Toda esta mentira nauseabunda que me metieron dentro y que me está envenenando las tripas”.

Al parecer, Vallejo no ha logrado vomitarlo todo.

Hay algo que Vallejo no ha conseguido decir, narrar, escupir. Y quizá su propio estilo —lanzar el Gran Anti-Juicio Final, la ya canónica misantropía exquisita de Baudelaire, Cioran o Houellebecq— es la estructura que le impide expulsarlo y alcanzar el vacío sin náusea moderna y que medio planeta padece: ¿qué país del mundo no es Colombia?

“El don de la vida” es la pregunta “¿dónde la vida?” y que Vallejo no ha respondido. Es la pregunta de Don Rimbaud.

Pero esa pregunta no puede satisfacerse enlistando lo que se detesta y apesta. Esa pregunta requiere poesía. Sin poesía visionaria, se le responde dándole vueltas, como un zopilote harto de tanta carroña.

Pero, ojo, la pregunta ya la respondió Vallejo. No Fernando sino César.


Palabras y polvo / I

29/Mayo/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Toda biblioteca personal constituye siempre la historia de una vida. Pero una biblioteca personal sólo adquiere el derecho de ser llamada así en la medida en que responde a nuestros intereses y gustos, a nuestras ambiciones intelectuales, en suma, a nuestros proyectos, y no meramente a la casualidad que pasa por las herencias, la compra de un inmueble (“cuando llegué, ya estaban aquí esos textos”), la decisión de un decorador (“aquí irían bien unos libros de lomo de piel”) o la inconciencia, ignorancia o moda que también hacen comprar libros a muchos.

Una biblioteca personal llega a ser siempre como las líneas de nuestras manos. Quien las sepa leer verá todo lo que hemos sido, lo que hemos querido ser y lo que seremos: palabras y polvo. Y entre éste y aquéllas, la imaginación y las ideas, esas poderosas matrices de todas las cosas, de todas las obras y acciones humanas. No es poco.

Uno de mis primeros recuerdos infantiles es verme rodeado de libros. Al despertar y al dormir ése era el paisaje dominante de mi habitación. Todo el tiempo me he preguntado cómo en medio de la pobreza y estrecheces en que vivíamos tenía yo al alcance de mi mano tamaña riqueza. Un enigma sociológico. Pero la verdad es que no había ningún misterio. El profesor Guillermo González, mi padre, acumulaba desde joven decenas (en un principio), más tarde centenas y, al cabo, miles de libros que para él tenían un significado profundo y especial.

Me hablaba de ellos como de tesoros por descubrir. Me contaba sobre sus autores, las historias que contenían, su importancia, la fuerza que podían alcanzar en las cabezas de algunos elegidos (de ahí que le atrajera, por ejemplo, un título hoy olvidado: Libros que han movido al mundo, de Horacio Shipp). Pero sus predilectos eran El Quijote (en la clásica edición comentada por Diego Clemencín, donde el exigente erudito le enmienda la plana una y otra vez a Cervantes desconsiderando los usos del español en el siglo XVII) y algunos diccionarios y libros relacionados con la mitología griega (de los cuales se desprendían para mí algunas tareas en las vacaciones o los días en que no había clases, como leer la historia de Ícaro o algunos de los trabajos de Hércules).

Recuerdo que uno de los episodios más tristes que me refirió en torno de su apreciado acervo fue el día en que una portera resentida e indolente permitió que se mojaran sus libros tras la inundación de la casa donde rentaba un cuarto. Eso explica por qué las páginas de algunos de sus libros, que todavía conservamos, tienen el amarillo y esa deformidad ondulada que sólo algunos papiros antiquísimos han obtenido. Sin embargo, ahí siguen, recordándonos tal vez que el papel continúa siendo uno de los más resistentes soportes de información al paso del tiempo y las calamidades. Seguramente llegará el día en que los respaldos digitales de información serán tan duraderos como esas biblias del siglo XVI que podemos ver todavía en los museos, pero mientras eso sucede, el más barato y seguro sigue siendo, pese a todo, el libro.

Así pues, yo era, sin saberlo todavía, un privilegiado: uno que podía tener más fácilmente como cabecera un tomo de enciclopedia que un cojín de plumas de ganso. Sin embargo, eso no deja de tener sus riesgos. La inofensiva actividad del bibliófilo puede en un momento dado conllevar algunos peligros. Más allá de que en épocas de persecución religiosa o política el poseedor de una importante colección de libros es por definición un sospechoso, el simple almacenamiento de muchos volúmenes puede convertirse en una amenaza si no se ha tenido el cuidado de prever todas las consecuencias de su disposición en casa.

En Bibliotecas llenas de fantasmas, el inspirador libro de Jaques Bonnet (Anagrama, 2010), el autor relata la trágica historia del compositor Charles-Valentin Alkan, a quien encontraron muerto el 30 de marzo de 1888, soterrado por libros y anaqueles que por la noche se le habían venido encima. Dice Bonnet que cada “hermandad tiene su santo mártir y el mayor de los Alkan, pianista virtuoso admirado por Liszt y que heredó los alumnos de Chopin a su muerte, es sin duda el de los locos por las bibliotecas”.

Toda proporción guardada, también yo pude vivir algo parecido durante mi adolescencia (acontecimiento muy lejano, claro está, de convertirme en mártir): uno de esos sismos que aterran a la Ciudad de México produjo que un librero que estaba en mi cabecera se viniera abajo durante la madrugada. Un cálculo mucho más optimista del peso de los materiales bibliográficos y de la estructura de madera que los sostenía habría hecho tal vez imposible que lo contara.

No obstante los raspones, el episodio no llegó ni a susto, porque más bien la extraña sensación que predominó fue la de que, por la noche, los libros simplemente se me habían ido encima. Algo de lo más natural. De ahí que a la distancia ese recuerdo sea como un sueño donde las libros van por mí hasta la cama, se agolpan, me cubren, me muestran sus mejores páginas y yo soy feliz, aunque nunca sepa por cuál comenzar.


lunes, 24 de mayo de 2010

¿Cárcel, para qué?

24/mayo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Las leyes no son definitivas, son imperfectas y están siempre en camino de ser revisadas y modificadas. Su origen no es divino, es humano. Se cumple con ellas porque no hay otra manera de vivir en paz, pero no hay que venerarlas y sí protestar contra éstas cuando son o parecen ser injustas. Los legisladores y los jueces tendrían que mantenerlas en constante estado de sitio y llevar a cabo su crítica y evolución. Pero en estos tiempos, el trabajo de tales personajes es en buena parte el de la promoción política. No tienen tiempo para pensar. “Aplico o cumplo con la ley pero no la comprendo”, he aquí una constante en todos los órdenes del “sistema” de procuración de justicia. El deseo e intento de meter a la cárcel a media humanidad ilustra mis palabras. ¿Qué se persigue con ello? Es claro que la prisión significa un negocio de grandes dimensiones que involucra a policías, celadores, abogados, jueces, tinterillos, ministerio público y demás actores de este nuestro querido teatro del absurdo.

La ausencia de imaginación y la costumbre de acudir a la prisión como forma de castigo se juntan para crear nudos de injusticia que son bastante complicados de desatar. En nada sirve a una sociedad el que tantas personas vegeten en la cárcel por delitos que podrían haber sido tratados de otra manera. Trabajo para la comunidad, reparación del daño por vía económica, suspensión de ciertos derechos, entre otros. A mí no me sirve que un defraudador sea recluido en la cárcel ya que es más beneficioso para todos que repare el daño, que le sea prohibido ejercer su profesión o que se le expulse de los medios donde acostumbra defraudar. Si una persona se ve involucrada en un accidente vial causado por su imprudencia, antes de encerrarla se lleva a cabo una indagación profunda para saber si es responsable. En caso de serlo se le obliga a reparar el daño y se le prohibe conducir más. Se le condena a ejercer trabajo social durante determinado tiempo o se busca un castigo de acuerdo a lo específico de su caso. La reincidencia, por supuesto, sería tratada de otra manera.

No es cuerdo creer que las prisiones mexicanas (centros de delincuencia entre muros) son adecuadas para rehabilitar a las personas. No obstante eso, la cárcel es un buen recurso para secuestradores, criminales de profesión, y otros delincuentes que en vista de su condición amenazante no deben estar en las calles. Mi conclusión es que debido a las enormes fisuras y corrupción del aparato judicial y a la desconfianza que se palpa en la población hacia las autoridades, se recurre de manera natural al linchamiento, al clamor de venganza, a la lapidación y a preferir el castigo que la reparación del daño. Lo podemos comprobar a diario en los medios, en las calles y en casi todos los aspectos de la vida cotidiana. (Cuando Sarkozy le pide al presidente mexicano una y otra vez la extradición de Cassez lo que en realidad está diciendo es que no confía en las leyes mexicanas).

Michel Foucault ha descrito la evolución de las formas de castigo en Europa después de la Revolución francesa y encuentra muy sospechoso que la prisión se haya impuesto en el siglo XIX sobre el resto de otras formas de castigo como la deportación, el escarnio, la ley del Talión (ojo por ojo), los trabajos forzados y demás. La imaginación se disolvió y la prisión se transformó en la institución por antonomasia para castigar a los infractores. Foucault sospecha que las cárceles fueron un instrumento del Estado para mantener la vigilancia entre sus ciudadanos. Recluirlos para examinarlos, controlarlos y extender el modelo de prisión al resto de las instituciones sociales (a mí me parece una conclusión un tanto excesiva, pero en buena parte verdadera). Estén o no los historiadores o jurisconsultos de acuerdo en la tesis de Foucault es difícil negar que la prisión es, en una considerable cantidad de casos, una pena inconveniente. No guardo ningún tipo de esperanzas con respecto a la justicia. Hace falta una revolución legislativa respecto a los castigos para la “sociedad” mexicana del siglo XXI. Pero esto no será posible, vienen campañas y los legisladores estarán en combate por el poder para velar por su intereses. Y así por siempre.

sábado, 22 de mayo de 2010

La incondicional

Abril/2010
Letras Libres
Enrique Serna

para Ana García Bergua

Parece mentira, sigues guapísimo a pesar de los años y la enfermedad. No te sonrojes, Saúl, lo digo en serio: ya quisieran muchos llegar a la vejez como tú. A los hombres las canas les sientan mejor que a nosotras, les dan un toque de distinción. A una mujer canosa ni quién la voltee a ver por la calle, en cambio tú eres uno de esos viejitos guapos que todavía pueden arrancarles suspiros a las señoras. ¿Estás cómodo o quieres que te suba la almohada? Mejor no trates de hablar hasta que te quiten el aspirador de la tráquea, ya lo dijo el médico, primero tienes que sacar todas esas flemas de los pulmones. Quién iba a pensarlo, nunca probaste un cigarro, en cambio yo fumé toda la vida y el que acabó con enfisema fuiste tú. Cáncer de fumador pasivo, válgame Dios. Perdóname, gordo, nunca me imaginé que estuvieras tan delicado del aparato respiratorio, te consta que siempre tuve mucho cuidado para no echarte el humo en la cara. ¿Verdad que sí me perdonas? Una sonrisita, por favor, una sonrisita para tu nena. Me la he ganado a pulso por todo el amor que te he dado en treinta y cinco años de matrimonio. ¿Quién te quiere más que yo, a ver? ¿Quién te ha dado comprensión y apoyo en los momentos difíciles? ¿Quién te levanta la moral cuando estás deprimido?

Malvado, ¿ni siquiera me vas a regalar una sonrisa? Eso quiere decir que estás enojado conmigo. No seas rencoroso, Saúl, llevo tres meses al pie de tu cama, oyendo tu tos de perro, lavándote las axilas con esponja, recogiendo el orinal con tus gargajos ensangrentados, y creo que merezco un poco de consideración. Has tenido suerte conmigo, admítelo.
No eres un hombre fácil, claro que no. Como todos los genios eres egoísta y huraño. Las relaciones públicas nunca fueron tu fuerte. Desde que te conozco vives encerrado en ti mismo, perdido en tu mundo interior de abstracciones y fórmulas matemáticas. La gente cree que eres un mamón engreído, pero en realidad eres tímido, un hombrecito inseguro que siempre tuvo flaca la autoestima y por eso se refugió en una ciencia impenetrable.

Confiesa, pillín, que al principio sólo me querías para una aventura. Eras un flamante graduado en física nuclear y yo una pobre secretaria de la división de estudios de posgrado. Eras arrogante, como todos los criollos de buena familia, y, aunque me trataras sin condescendencia, en el fondo sentías que ser blanco y rubio te daba una ventaja enorme sobre mí. Debiste pensar: a esta prieta chula me la cojo un rato y a volar, paloma. Pero yo apechugué con tus desprecios. No teníamos un noviazgo formal, porque nunca me declaraste tu amor, sólo íbamos de la cafetería al cine y del cine al hotel. Ni siquiera me presentaste a tu familia, claro, no querías formalizar nada, cuanta menos gente me conociera, mejor, y a los tres meses quisiste mandarme al carajo. “Mira, Evelia –me dijiste muy serio en el Toks de Copilco– eres una mujer adorable y una maravilla de persona, pero esto no puede seguir. Yo estoy muy joven para comprometerme en una relación seria y tú me llevas cinco años, pronto vas a querer tener hijos y no quiero defraudarte. Lo mejor para los dos es que partir de ahora cada quien vaya por su lado.” Jamás te hablé de tener hijos ni de planes matrimoniales, era un cuento que tú inventaste para deshacerte de mí, pues habías pedido una beca para hacer un doctorado en la Universidad de Michigan y no querías llevar torta al banquete. Mucho menos una torta proletaria como yo. Tu plan era pegar el chicle con alguna gringa. ¿Verdad, ingrato, que en ese momento yo te estorbaba?

Pero no me hagas muecas de hartazgo. Ya sé que has oído mis reclamos un millón de veces, pero hay cosas que nunca te he dicho, y ahora las vas a saber. Te las digo porque ya tienes un pie en el estribo, y si no las saco del corazón, reviento. Necesito confesarme, pues, pero sin arrepentirme de mis pecados. Que se arrepientan quienes han obrado mal, yo gracias a Dios tengo la conciencia limpia. Tu rechazo fue una humillación atroz y esa noche volví destrozada a mi humilde cuarto de vecindad. Este güerito pendejo no se va a burlar de mí, pensé, y en vez de sucumbir al dolor o de regodearme en la pena, comencé a fraguar un plan de reconquista. Ya no debes acordarte, pero, desde nuestras primeras charlas en la coordinación académica, yo había descubierto la manera más eficaz de tomar por asalto tu corazón. El día que nos conocimos te comenté que había leído un artículo tuyo sobre termodinámica en una revista estudiantil de la facultad y estaba fascinada por la brillantez de tus argumentos. No entendí una palabra del artículo, para qué te voy a mentir, pero mi elogio te ruborizó de satisfacción y desde entonces comencé a ganarme tu simpatía. Estabas muy necesitado de elogios, quizá por tener un déficit afectivo, como todos los hijos de padres divorciados, y eso me abría una puerta para echarte el lazo. Esperé un par de meses con paciencia de ilusa que te retractaras de haberme cortado, y, al comprobar que eso nunca sucedería, recurrí a una táctica más audaz: me tomé la libertad de traspapelar la solicitud de tu beca en el archivo de la coordinación académica. Tú sólo recibiste un aviso con el anuncio de tu rechazo, pero nunca supiste el motivo. Ahora ya lo sabes: te negaron esa beca porque la solicitud firmada por el coordinador se quedó extraviada en un altero de papeles y llegó con retraso a Michigan. Pero no me mires feo, que te hice un favor. Las gringas son interesadas, dominantes, cabronas, y estaba segura de que ibas a ser muy desgraciado con ellas. Nada tiene de malo usar un poco de mano negra para garantizar la dicha del ser amado.

No refunfuñes, por Dios, que te vas a ahogar con las flemas. Lo que menos te conviene a estas alturas es un coraje, podrías tener un paro respiratorio. Te jugué rudo, es verdad, pero ya hice méritos de sobra para pagar mis culpas. Reconoce que sin mí tu vida hubiera sido una eterna lucha contra el desamor. Y al final del camino te hubieras sentido mutilado, roto, vacío, como toda la gente que llega a la vejez huérfana de afecto. La humanidad siempre fue hostil contigo en represalia por la mala cara que le ponías. Sólo en mí podías confiar a ciegas. Primero fui tu esposa, después tu hermana, ahora soy algo parecido a una madre y en mis tres personalidades te he colmado de ternura. Toma eso en cuenta a la hora de hacer el balance de nuestro amor, cuando ya no puedas jalar el aire con ese tubo. Recuerda, por ejemplo, mi compungida llamada de pésame por tu fracaso académico. “Me enteré de lo que pasó y estoy muy sorprendida, Saúl, porque todos los profesores de la división de posgrado tienen una excelente opinión de ti. Me consta que varios mandaron cartas a la Universidad de Michigan recomendándote para la beca. No entiendo cómo pudieron rechazar a nuestro candidato más talentoso, deben de tener el cupo muy limitado. Me imagino que estarás muy chípil con esta noticia. ¿Quieres que nos reunamos a tomar un café?” Cuando me propusiste que en vez del café fuéramos a un bar de Coyoacán, me sentí segura de la victoria: con los tragos ibas a ponerte sentimental. Llevaba un vestido azul de muselina muy entallado, tacones altos, un collar de carey que resplandecía entre mis senos y antes de entrar al bar me bajé el escote para lucirlos. Pero más que mi atuendo sexy te cautivó mi nobleza de buena perdedora. Ni un solo reproche a pesar de tu abandono. Estaba ahí en solidaridad contigo sin pedir nada a cambio. Al calor de los tequilas acabaste llorando en mi hombro, yo también lloré de emoción al beberme tus lágrimas, te disculpaste por haber terminado abruptamente con la única mujer que te comprendía, ven acá, preciosa, no entiendo cómo pude estar tan ciego, y acabamos cogiendo como fieras heridas en un hotel de Taxqueña.

Pero ¿qué haces, gordo? Nunca vas a alcanzar el botón para llamar a la enfermera con esa mano tan debilucha. ¿Y para qué la quieres llamar? ¿Para acusarme con ella? No seas infantil, por Dios, trae acá ese botón. Lo vamos a poner más lejos, colgado de la botella de suero, para que no se te ocurra buscarlo a tientas. Siempre queriendo huir de mí, ¡qué tonto has sido! Nunca pude estar segura de tu amor, ni siquiera en los años de más pasión, cuando nos mudamos juntos al apartamento de la Narvarte. Yo me entregué sin reservas y tú sólo me amabas a medias, con la mente en otra parte. Siempre fui tu peor es nada, el premio de consolación de alguien que se creía digno de una princesa nórdica, y por eso tenía que estar con el ojo avizor para adelantarme a las malas intenciones de todas las viejas que te rondaban. ¡Cuántas mujeres se derretían por ti cuando eras un joven apuesto! Algunas eran bastante guapas y, como no tenía armas para alejarlas de ti, me resigné a compartirte. Sí, gordito, sé perfectamente que en esa época me pusiste el cuerno con Sara Márquez, la maestra de biología, con Josefina, la cuñada de tu hermano, con Lupe Iglesias, la vecina del 402, y quién sabe con cuántas putas más, pero yo me mordí el rebozo como una mujercita abnegada, porque sabía que ninguna de ellas iba a lograr separarnos.

Otras recurren a los embarazos rápidos para retener al hombre, yo no tuve necesidad de eso. Los hijos vinieron cuando tú los quisiste, no te salí con domingo siete. Me las ingenié para sujetarte con cadenas más sutiles, tan sutiles que nunca sentiste cómo te apretaban el cuello. Cuanto más me engañabas, más chorros de miel derramaba en tu oído. “Te admiro, mi cielo, no sabes cuánto me deslumbra tu capacidad intelectual. Eres un hombre fuera de serie y me siento orgullosa de compartir la vida contigo. No me atrevo a perturbarte cuando te distraes porque sé que estás elucubrando teorías geniales. Así deben de haber sido Newton y Einstein, unos locos maravillosos flotando en las nubes. Tarde o temprano el talento se impone, ya lo verás, les guste o no a los envidiosos tendrán que reconocerte. Cuando termines el posgrado y puedas desarrollar tus ideas, el mundo científico se va a rendir a tus pies.”

Que las otras te dieran placer en la cama y cumplieran tus fantasías de don Juan: sólo yo sabía alimentar tu vanidad insatisfecha. Necesitabas mis halagos como una droga porque tu carrera se había ido a pique, y con cada tropiezo tu ego famélico exigía más terrones de azúcar. Te gusta culparme de todos tus males, pero yo no hice nada para empujarte a la vida bohemia, no, señor, tú solito te echaste la soga al cuello. Ya eras ayudante de investigación en el Instituto de Física y, si te hubieras doctorado pronto, de seguro te habrían dado la anhelada plaza de investigador titular. Pero como necesitabas ganar dinero para tus parrandas, te metiste a dar clases de física en una preparatoria, una chamba que odiabas, y la mitad del sueldo se te iba en empinar el codo con otros bebedores enamorados de su fracaso. Te amanecías chupando en los antros de la Doctores y con las pavorosas crudas que tenías ni ganas te daban de ir a la facultad. No hagas pucheros, que yo no te empujé a la bebida ni te induje a abandonar el doctorado: échale la culpa a tu compadre Joselo, el que más te sonsacaba para beber. Más bien deberías agradecerme que te haya seguido queriendo a pesar de ver cómo te hundías en la mediocridad. Con un poco de disciplina hubieras podido trabajar en la prepa sin descuidar tus estudios. Pero te dejaste llevar por la inercia, el trago te hinchó la cara como un sapo y a los treinta y cinco años ya eras un perdedor con las ilusiones podridas. Yo fui tu compañera de naufragio, la incondicional que nunca te volvió la espalda. Y mira cómo me pagas una vida entera de sacrificios: denigrándome en este maldito cuaderno que encontré en tu escritorio. Es un diario de cuando eras joven, qué escondidito te lo tenías. Sí, forcé la chapa del cajón, ¿y qué? Nomás faltaba que después de tantos años de intimidad me guardaras secretos.

Oye nada más las inmundicias que dices de mí: “Pobre Evelia, desde hace tiempo no la deseo, pero estoy atado a ella por un lazo más fuerte que el placer: la compasión. Ayer, al salir del colegio, me fui con Sarita a su departamento, y después de hacer el amor volvió a sacar de su ronco pecho la queja de siempre: está cansada de verse conmigo a escondidas y quiere que le pida el divorcio a Evelia. Tiene razón, es enfermizo prolongar un matrimonio en estado de coma. Necesito romper mis ataduras y esta vez le prometí que hablaría con mi esposa para cantársela derecha. Pero claro, al llegar a casa quedé apabullado por la abnegación de Evelia. A pesar de olerse mi engaño, porque no tiene un pelo de tonta, ni siquiera me preguntó adónde había estado toda la tarde. Siempre evita colocarme en situaciones incómodas con un tacto de geisha. Después de acostar a los niños me sirvió un plato delicioso de romeritos con mole y por falta de valor para entrar de lleno en el espinoso tema del divorcio, le hablé de mi sueño imposible: diseñar un nuevo modelo experimental para generar radioisótopos de uso médico, un proyecto de investigación que me ronda la cabeza desde hace tiempo. Mi querido profesor Gluckman, a quien le conté la idea, me dijo que si quiero desarrollar el proyecto por la libre, sin apoyo institucional, puede darme chance de trabajar en el laboratorio del Instituto. Pero de qué sirve hacerme ilusiones, le dije a Evelia, si la chamba no me deja tiempo para nada. Pues renuncia a la escuela, mi amor, me propuso ella, entusiasmada. Si quieres yo puedo trabajar turnos dobles en la universidad, para cubrir los gastos de la casa. En pocas palabras, está dispuesta a mantenerme mientras yo me dedico al proyecto. Conmovido, la besé con ternura en la frente y la idea de pedirle el divorcio me pareció una monstruosidad. Para darle rapidez al asunto, hoy mismo Evelia solicitó el doble turno al sindicato universitario. Creo que estoy abusando vilmente de su bondad. En el fondo me está pidiendo: sigue conmigo aunque ya no me quieras, mira de lo que soy capaz con tal de salvar nuestro amor. Estoy agradecido por su sacrificio, pero sobre todo le tengo lástima. Romper con ella en estas circunstancias sería como darle una patada a un perro enfermo tendido a mis pies.”

Hijo de la chingada, ¿conque todos estos años me has tenido lástima? ¿No sería más bien que necesitabas sentirte idolatrado por alguien? Cualquier otra mujer con más dignidad que yo te hubiera puesto en aprietos. Es muy cómodo tener en casa a una foca enamorada que te aplaude sin motivo, lo merezcas o no. El orgullo está siempre ileso, nadie puede clavarle puñales, ni siquiera alfileres. En cambio las mujeres exigentes, las que ponen condiciones para dar amor a cuentagotas, señalan con dureza los defectos de sus maridos. Y, sobre todo, ninguna de ellas te hubiera quemado incienso como yo. Acepta la verdad: te quedaste conmigo porque te faltaron huevos para exponerte a la incertidumbre de un amor entre iguales. Pero a fin de cuentas, mira quién ganó la pelea. Mal que bien, he compartido la vida con la persona que más quise. Tú en cambio no puedes decir lo mismo. Ah, ¿y ahora chillas? Por favor, Saúl, no seas cursi. ¿Dónde quedó la mala leche que destilabas en tu diario? Te resignaste al menor de los males por miedo a perder los privilegios que tenías conmigo. En la casa eras un rey, o más bien creías serlo, pues nunca te diste cuenta de que yo fingía obediencia para mandar mejor. Así como lo oyes: yo he mandado siempre desde el suelo donde estoy tendida a tus pies.

De la humillación sin límites surge una fuerza que subyuga los corazones. Cuando más servil era contigo, en la época en que trabajaba para mantenerte mientras tú intentabas sacar a flote tu carrera científica, te tuve más controlado que nunca. Tu experimento pudo ser un éxito si hubieras aceptado la crítica constructiva del doctor Gluckman. Él te advirtió que el nuevo modelo de radioisópato, o como se llame la chingadera esa, no funcionaba bien y tenías que hacer cambios de fondo. Pero tú creíste que Gluckman envidiaba tu invento y te estaba poniendo una trampa, quizá con la torva intención de plagiarte la idea. Cuando me confiaste tus temores comprendí de inmediato de que eran absurdos. Debiste hacerle caso a Gluckman y corregir las fallas que te había señalado. Pero te dije justamente lo contrario de lo que pensaba: “No le hagas caso a ese viejo imbécil, te tiene mala voluntad porque jamás ha descubierto nada valioso.” Era lo que deseabas oír, ¿verdad? Sentirte envidiado por el género humano es una de tus peores debilidades, y yo la he explotado hasta el cansancio. Como todos los genios incomprendidos, creías que medio mundo conspiraba contra ti. Lo dices en tu cuaderno: “Me da mala espina que Gluckman me salga con estas observaciones cuando ya tengo fijada la entrevista con la gente de la compañía que me quiere comprar la patente. Quizá está poniéndome una zancadilla para ofrecer el invento a otra empresa.”

Ay, Saúl, con esos humos nadie puede triunfar. Siguiendo mi consejo, presentaste tu proyecto a los peritos de la empresa sin hacerle caso a tu profesor y ocurrió lo que yo esperaba: lo rechazaron por sus errores de cálculo. En el colmo de la necedad, volviste a casa echando pestes, jurando que los expertos en ingeniería médica te habían descalificado sin argumentos. El mundo científico era una letrina que se regía por favoritismos, y a ti te pisoteaban por no haberle lamido las suelas a nadie. Primero muerto que renunciar a tus delirios de grandeza, a tu pobre orgullo martirizado. Solidaria hasta la ignominia, me puse varias borracheras contigo en las que te di la razón en todo. Incluso lloré cuando te derrumbabas delante de mí, pero en el fondo estaba contenta. El éxito de tu proyecto era una amenaza para nuestra pareja. Si la comunidad científica te reconocía, si empezabas a destacar como físico innovador, tendrías el ego mejor nutrido y entonces dejarías de necesitarme. Por fortuna he conservado hasta hoy la presidencia de tu club de admiradores, en el que soy el único miembro.

Pero no te pongas así, mi cielo, te sienta mal ese color morado. Con un poco más de resignación, de sabiduría para aguantar los sinsabores de la existencia, pudiste haber disfrutado tu modesta felicidad hogareña. Nuestros dos hijos tienen título universitario y Jorgito ya se independizó. ¿No te da gusto? Claro, esa clase de triunfos no dan fama ni lustre, pero deberías valorarlos un poco más. En la preparatoria recibiste una medalla con baño de oro por tus treinta años de docencia y no negarás que te hicieron un emotivo homenaje. Hasta hubo poemas en tu honor, declamados por los mejores alumnos de sexto. Eres el decano de la escuela y todos te respetan. Mírame a mí, nunca pasé de secretaria y sin embargo me siento plenamente realizada, como dicen las actrices de la tele. Pero tú no le encuentras el gusto a nada porque sigues ambicionando la gloria que se te fue de las manos, ahora con un rencor de novio despechado. Desde que tus amantes te abandonaron por viejo y borracho se te recrudeció el mal carácter. Perdido el orgullo viril, ya no tuviste ningún clavo del que agarrarte. Pleitos callejeros por incidentes de tránsito, largas rachas de melancolía, silencios sepulcrales en las cenas de Navidad, berrinches idiotas en los restaurantes, ¡cuántas vergüenzas me has hecho pasar! Pero a pesar de todo yo te sigo endulzando el alma. He respondido a tus majaderías con caricias, poniéndoles buena cara a los malos tiempos. ¿Me dejas peinarte? Ese mechón de pelo te tapa los ojos, con la frente despejada brilla más tu mirada de soñador. Siempre me han fascinado los fulgores de inteligencia que te brotan de las pupilas. ¡Cuántas ideas fabulosas debes de tener guardadas en la cabeza! Hombres como tú se dan una vez en un siglo, deberían declararte patrimonio cultural de la humanidad. Adoro a mi genio, y lo voy a seguir mimando hasta el último aliento. Déjame secar tus lágrimas, gordito, quiero que estés presentable cuando vengan a recogerte los camilleros. ¿Te molesta si fumo? ~

Habría crítica literaria si…

27/mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Habría crítica literaria en México si hacerse el ofendido no fuese el truco ideal para abandonar los debates.

Y si admitiésemos que el crítico hace reseñas pero la reseña no hace críticos.

Habría crítica literaria en México si en lugar de defender gustos estéticos, la crítica construyera ideas.

(¿Alguien recuerda un solo concepto inventado por un crítico mexicano en los últimos veinte años?)

Cuando los críticos dejen de apostar a los gallos y realicen análisis de textos dejaremos atrás la idea de la crítica como registro (in)civil.

Habría crítica si aceptáramos que la canonitis es un viejo paradogma.

Habría crítica en México si consideráramos a fondo las implicaciones de la muerte del autor —abandonar el romanticismo del yo como origen del texto— y el crítico aceptara que su compañero de juegos no sólo murió sino que, desde un principio, era sólo un amigo imaginario.

Habría crítica literaria si, sobre todo, aceptásemos la inminente muerte del crítico, es decir, nos despidiéramos de la creencia de que las jerarquías de autores en el campo literario son determinadas por unos cuantos líderes de opinión.

Si reconociéramos que los estudios culturales e internet dieron una merecida sacudida al modelo del crítico como árbitro de lo bueno y lo malo, juez de lo bien hecho y lo maltrecho.

Y si entendiéramos que internet a la vez democratizó y encarnizó la función autoritaria, pues hoy el lector tanto merma como anhela el púlpito desde el cual el crítico cultural se otorgaba la última palabra.

Habría una nueva crítica literaria si el lector dejara de copiar el modelo patriarcal, machista, mamón, reaccionario y fantoche, y propusiera un nuevo tipo de diálogo con el texto.

Habría crítica si hubiese analistas desinteresados en adquirir poder a través de apoyar o chingar a otros.

Habría crítica literaria innovadora si hubiese crítica contemporánea de arte.

Habría crítica si hubiese filosofía descolonizada.

Habría crítica si los académicos abandonaran sus propios cómodos cubículos, casi siempre, por cierto, inexistentes.

Habría crítica si los editores de revistas tomasen su trabajo en serio y dieran a la crítica una función más profunda que la de recomendar o desaconsejar compras de novedades.

Habría crítica literaria en México si hubiese un clima en que todas y todos comprendiéramos que realmente hay algo llamado pre-feminismo.

Habría mejor crítica si los críticos reconocieran que estamos discutiendo con términos equivocados, tomando vocabularios y prácticas prestadas de la discusión de cantina, la Inquisición, la ironía barata y la varita mágica.

Y, sobre todo, habría mejor crítica si nos diésemos cuenta que, a pesar de los desperfectos enunciados, en esta literatura los únicos que están intentando discutir son los críticos.


Lamento informarle*

22/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Joyce Carol Oates

Mi trabajo en la universidad es suplantar a “Joyce Carol Oates”. Aunque en rigor no la estoy suplantando, dado que “Joyce Carol Oates” no existe excepto como identificación de un autor. En los lomos de libros en los estantes de algunas bibliotecas y librerías se puede encontrar una OATES, pero éste no es un sustantivo.

No es una persona. No es una vida.

Una vida literaria no es una vida.

No es común el caso de una maestra que sea también escritora, y que, como maestra, la hayan contratado para suplantar a la escritora. Pero es lo que ocurre conmigo en Princeton, y no fue así, por ejemplo, en Detroit, donde mi identificación era “Joyce Smith” –“Señora Smith”.

En la vida de los maestros hay días de enseñanza, horas de enseñanza, como oasis o islas entre aguas turbulentas.

Los primeros días después de la muerte de Ray, no enseñé. Mis colegas insistían en que tomara un tiempo libre, incluso el semestre completo, pero yo estaba ansiosa de volver a mis talleres de ficción a la semana siguiente —febrero 27— para asistir a la lectura de Honor Moore y Mary Karr en nuestra serie de escritura creativa.

Esta “Oates” —esta yo cuasi pública— es apenas visible al espectador. “Oates” es una isla, un oasis, hacia la cual puedo remar esta mañana agitada, como en un bote incierto, con un remo inmanejable —el camino es arduo no porque el agua sea profunda sino porque está extendida, está llena de vegetación y el fondo del bote se enfrenta al peligro de las rocas—. Y aún —una vez que he remado a esta isla, a este oasis, a este centro calmo en el caos de mi vida— una vez que llego a la universidad, reviso mi correo y subo al segundo piso de Nassau 185, donde he tenido una oficina desde el otoño de 1978 —una vez que soy “Joyce Carol Oates” a la vista de mis colegas y estudiantes—, una suerte de escalofríos eufórico se mete en mis venas. No siento sólo confianza sino certeza de estar en el lugar correcto y de que es el momento correcto. La ansiedad, la desesperación, la ira que estaba sintiendo —ésa que ha transformado tanto mi vida— se desvanece de inmediato, como las sombras en un muro a la luz del sol.

Siempre me sentí así al enseñar, pero tras la muerte de Ray, quizá por estar más desesperada, me siento más fuerte al hacerlo.

Hasta que, con razonable éxito, pueda suplantar a “Joyce Carol Oates” no se dará el caso de que esté muerta ni jodida.

Ahora, por primera vez en lo que he llegado a pensar como mi “vida póstuma” —mi vida después de Ray—, me siento casi esperanzada, feliz. Pensando: Quizá la vida sea navegable. Quizá esto funcione.

Entonces recuerdo: esperanza era la emoción predominante que yo sentí —que ambos sentimos— durante la larga semana en que Ray estuvo hospitalizado. Esperar, en retrospectiva, suele ser una broma cruel.

“Esperanza es aquello con plumas”, dijo con valentía Emily Dickinson. Aquello torpe, vulnerable, vergonzoso. Pero ahí está.

Para algunos de nosotros ¿qué puede significar esperanza? Lo peor ya pasó, el cónyuge ha muerto, la historia se acabó. Y aún la historia no se acaba, claramente.

La esperanza puede sobrevivirse. La esperanza puede deslustrarse.

Todavía soy optimista respecto a enseñar. Cada semestre soy optimista y me comprometo por completo con mis estudiantes de escritura creativa, y cada semestre ha terminado bien —de hecho, muy bien— desde que empecé a enseñar en Princeton. Pero ahora creo que me concentro más intensamente en mis estudiantes. Tengo sólo veintidós este semestre —dos talleres y dos estudiantes avanzados a los que dirijo en la tesis de “creación”.

• • •

Dedicada a mis estudiantes, a la enseñanza. Es lo que puedo hacer, algo de valor.

Escribir —ser escritor— siempre le parece al escritor un valor dudoso.

Ser escritor es rebelarse a la observación de Darwin de que mientras más especializada es una especie, más probable es su extinción.

La enseñanza —aún la enseñanza de la escritura— es algo totalmente diferente. Enseñar es una acto de comunicación, de simpatía —tender la mano—, un deseo de compartir conocimiento, destrezas, entendimiento con otros; una forma de permitir a otros entrar en la soledad del propio espíritu.

“Con mucho gusto él aprendía y con mucho gusto enseñaba”—así se expresa Chaucer sobre su joven pupilo en Los cuentos de Canterbury. Cuando un maestro se siente bien enseñando, es eso lo que experimenta.

Y así, en el taller de “ficción avanzada” de esta tarde, en una sala del segundo piso de Nassau 185, el edificio de arte de la universidad, ¡estoy gratamente aliviada al enseñar! Al estar de regreso entre estudiantes que no saben nada de mí. Por dos horas animadas y fascinantes soy capaz de olvidar las circunstancias de esta vida alterada radicalmente —ninguno de mis estudiantes podría adivinar, estoy segura, que la “profesora Oates” es una suerte de muñón abierto y sangrante cuyo cerebro, fuera del perímetro del curso, está en poder del caos.

Junto con los trabajos en prosa de varios estudiantes, discutimos en detalle, abriéndonos camino a través de la historia línea por línea, como si fuera poesía, la temprana obra maestra de Ernest Hemingway “Campamento indio”. Cuatro páginas escritas cuando el autor era poco mayor que estos estudiantes de pregrado de Princeton; descarnado y aparentemente autobiográfico, “Campamento indio” nunca falla en impresionarlos.

Qué extraño es, qué extrañamente reconfortante, leer grandes obras literarias a lo largo de nuestras vidas, en fases tan diferentes —mi primera lectura de “Campamento indio” fue en la secundaria, cuando tenía quince años; cada nueva lectura ha sido reveladora de diferente manera. Ahora, esta tarde, en esta nueva fase de mi vida, cuando me parece evidente que mi vida terminó, me impresiona de nuevo la precisión de la prosa de Hemingway, tan exquisita como el engranaje de un reloj. Pienso que de todos los escritores clásicos norteamericanos, Hemingway es el que escribe exclusivamente de la muerte, en sus múltiples formas. “El hombre de acción perfecto es el suicida”, comentó una vez William Carlos Williams, y ciertamente esto fue real en Hemingway. En una de sus típicas historias los primeros planos y el fondo aparecen resueltamente borrosos, así como los contornos de los rostros de los personajes y su pasado, como en esos sueños de tremenda simpleza en los cuales la revelación descarnada es el punto, y el tiempo para digresiones se ha ido.

En un campamento indio en el norte de Michigan a donde el padre de Nick Adams, un médico, ha sido llamado para ayudar en un parto difícil, un indígena se suicida cortándose la garganta en la cama de arriba de una litera, mientras su esposa da a luz en la cama de abajo. El joven Nick Adams es testigo del horror —antes que su padre pueda sacarlo de la escena, Nick lo ve examinar la herida del indígena echándole la cabeza hacia atrás.

Luego, camino hacia los botes para regresar a su casa, Nick le pregunta al padre por qué el indio se mató, y el padre dice: “No lo sé, Nick. No soportó más, supongo”.

Ninguna teoría del suicidio, ningún discurso filosófico en el tema, es tan revelador como estas palabras: No soportó más, supongo.

Qué conmovedor si se considera que Hemingway se mataría con una escopeta algunas décadas más tarde, a los 62 años.

El suicidio, tema tabú. En 1925, cuando “Campamento indio” fue publicado por primera vez en el primer libro de Hemingway En nuestro tiempo, era más tabú que ahora.

El suicidio es un asunto que fascina a los estudiantes. El suicidio es tema de buena parte de sus historias. A veces el elemento suicida satura tanto la historia que es difícil discutir el texto sin considerar de verdad el tema, y el significado para el autor.

No es que muchos de estos jóvenes escritores “consideren” suicidarse —estoy segura— pero todos conocieron a alguien que se ha matado.

A veces han sido amigos, contemporáneos de la misma escuela o universidad.

• • •

No es probable que yo lleve estos asuntos personales a la discusión de los talleres, asimismo nunca discuto mi vida ni mi escritura. Alcancé la mayoría de edad en los 60, cuando la línea fronteriza entre “maestro” y “estudiante” se volvió peligrosamente porosa, pero no soy esa clase de maestra.

Mi intención al enseñar es refinar mi propia personalidad fuera de la existencia, o cerca —mi propio “yo” no es nunca un factor en mis clases, menos aún mi carrera; me gusta pensar que muchos de mis estudiantes no han leído mi trabajo.

(Los escritores/maestros visitantes en Princeton —pienso en Peter Carey, por ejemplo, y en el cómico aire herido de su rostro— quedan invariablemente estupefactos/alicaídos al comprobar que sus estudiantes no están exactamente familiarizados con su obra; pero yo soy más dada a sentir alivio.)

No es exagerado si digo que este semestre de la muerte de Ray mis estudiantes me mantendrán viva.

Junto con mis amigos, un pequeño círculo, esto “me permite continuar”. Estoy segura que mis estudiantes no tienen idea de las circunstancias de mi vida, y que no tienen curiosidad por saberlas; tampoco voy a insinuarles lo que siento, bajo ninguna circunstancia: cómo temía el final del día de clases y el retorno a mi disminuida vida.

Es materia de orgullo —o, casi— que esta tarde en el taller no me comporte o parezca más diferente que nunca en el pasado. En el diálogo con los estudiantes no les he dado razón para sospechar que hay algún problema en mi vida.

En el pasillo de mi oficina están dos de mis estudiantes de escritura del semestre pasado. Uno de ellos, que fue soldado en el ejército israelí, levemente mayor que la mayoría de los estudiantes de pregrado en Princeton, dice con torpeza. “¿Profesora Oates? Oímos de su esposo y quería decirle cuánto lo sentimos… Si hay algo que podamos hacer…”

Me sorprende por completo, no lo esperaba. Rápidamente le digo al joven que estoy bien, que es muy amable de parte de ellos, pero que estoy bien…

Cuando se van cierro la puerta de mi oficina. Tiemblo, estoy profundamente conmovida. Pero más que nada en shock. Pensando: lo supieron todo el día. Todos deben saberlo.

• • •

Gracias por su propuesta.

Lamento informarle que, debido a la inesperada muerte del editor Raymond Smith, Ontario Review dejará de publicarse después del número de mayo del 2008.

Imprimí varios cientos de esos papelitos azules pocos días después de la muerte de Ray.

Es una medida de mi concentración fracturada en esos días —pese a mi reputación de prolífica bajo cualquier circunstancia— que numerosos borradores hayan sido necesarios para redactar esta melancólica carta de rechazo.

Originalmente escribí Muerte inesperada pero luego, releyéndolo, pensé que sonaba demasiado melodramático o autocompasivo. O subjetivo.

Porque ¿para quién resultaba inesperada la muerte de Raymond Smith; y por qué debería importarles a los totales extraños? ¿Por qué deberían los totales extraños ser informados?

Inesperada fue eliminada por eso. Pero más tarde, después de tantas horas y borradores que me avergonzaría decirlo, inesperada se reinsertó.

Lamento informarle la inesperada muerte de Raymond Smith.

Levemente trastornada, como un gran insecto volador atrapado en un espacio pequeño estas palabras se movían agitadamente y tropezaron al interior de mi cráneo por demasiado tiempo.

Porque sabía —lo dictaba el sentido común— que no tenía opción: tendría que interrumpir Ontario Review, que Ray y yo editamos juntos desde 1974. Era desgarrador pero no veía alternativa —noventa por ciento del trabajo editorial en la revista y el cien por ciento del trabajo de publicación y financiamiento eran competencia de mi esposo.

Comenzamos la publicación bianual de Ontario Review: una revista norteamericana de las artes mientras vivíamos en Windsor, Ontario, y enseñábamos juntos en el Departamento de Inglés de la Universidad de Windsor. Tenía la idea de que, como las “pequeñas revistas” habían sido parte integral en mi carrera de escritora, yo debía ayudar a financiar la nuestra; además Ray y yo estábamos interesados en promover el trabajo de excelentes escritores que conocíamos en Canadá y Estados Unidos. Nuestra intención era publicar a escritores canadienses y estadunidenses sin hacer distinción entre ellos, lo que era la agenda especial de Ontario Review.

Nuestro primer número, en otoño de 1974, fue recibido con gran interés por el mundo literario de Canadá —no porque fuera una reunión extraordinaria de talentos norteamericanos (lo que creíamos que sí era) sino porque en ese tiempo había muchos más escritores y poetas que tenían entrada asegurada en Canadá—. Tuvimos la fortuna de publicar una entrevista con Philip Roth así como ficción de Bill Henderson, que pronto se convertiría en el fundador del legendario Premio Pushcart: lo mejor de la prensa independiente, y de Lynne Sharon Schwartz, antes que ella publicara su primer libro de ficción. Como muchos de los editores que recién comienzan, les pedimos a nuestros amigos que escribieran para nosotros, y nuestras “breves reseñas” —de libros de Paul Theroux, Alice Munro y Beth Harvor, todos en ese entonces prácticamente desconocidos— llevaban la firma “JCO”.

Iniciar una revista literaria no es aventura para pusilánimes o para quienes se desalientan con facilidad. Ni Ray ni yo sabíamos qué esperar. La primera experiencia de Ray con un impresor fue cercana al desastre —el impresor nunca había impreso algo más ambicioso que un menú para un restorán chino—, las pruebas estaban plagadas de errores que requirieron horas del tiempo y la paciencia de Ray para corregirlas; y cuando los ejemplares fueron finalmente impresos, por alguna razón que nunca entendimos, algunos venían manchados con huellas digitales ensangrentadas.

Desearía poder recordar las palabras exactas de Ray cuando abrió ansioso la caja de la imprenta y vio el misterioso tinte en las portadas. Quiero pensar que él dijo algo gracioso, pero probablemente lo que salió de su garganta se parecía más a un sollozo.

Y es muy probable que yo, inútilmente, dijera ¡Oh cariño! ¡Cómo diablos ocurrió esto!

Examinamos con cuidado cada uno de los ejemplares para eliminar los que estaban dañados —otro esfuerzo que requirió horas—. Exactamente cuántas copias de este primer número había impreso Ray, no puedo recordarlo: ¿tal vez mil?

(Si es que fueron mil, la mayoría nunca se vendió. Las regalamos, sin duda. Y, en parte, les pagamos a los colaboradores con suscripciones por tres años. Pasarían años antes que Ontario Review tuviera una circulación de mil ejemplares.)

Nuestro segundo número salió con menos problemas que el primero.

Con un poco de buena suerte —yo le había escrito a Saul Bellow, a quien apenas conocía, pidiéndole una colaboración— tuvimos una “auto entrevista” de Bellow, que más o menos coincidió con El legado de Humboldt. (Cuando el agente literario de Bellow descubrió que Saul nos había enviado esa pequeña joya trató de recuperarla, pero era muy tarde; le dijimos que ya estábamos en prensa). Publicamos trabajos de la escritora canadiense Marian Engel, y poesía de Wendell Berry, David Ignatow, César Vallejo (en traducciones) y Theodore Weiss (destinado a ser nuestro gran amigo después que nos trasladamos a Princeton en 1978).

En 1984, cuando ya llevábamos varios años en Princeton, y Ray había renunciado a enseñar para dedicarse tiempo completo a su trabajo de editor, decidimos expandir nuestra pequeña empresa incluyendo la publicación de libros. (¿Por qué? Una “arriesgada mezcla de idealismo y masoquismo” fue la curiosa explicación de Ray.) Ni la revista ni la editorial lograron nunca ganancia alguna, éramos una empresa decididamente “sin fines de lucro”; nuestros proyectos fueron financiados en forma privada, con mi salario de la Universidad de Princeton y otras azarosas fuentes de ingreso.

En los 80 las librerías estaban aún suscritas a revistas literarias y compraban libros de poesía, situación que cambiaría drásticamente en los 90. En los círculos editoriales Ontario Review pronto fue un ascendiente, una suerte de afiliado ilustre para pequeñas revistas literarias en los Estados Unidos, Paris Review, Kenyon Review, Quarterly Review of Literature, y Ray Smith era el editor “jefe” en aquellas publicaciones.

* Tomado de la revista Atlantic
Nota y traducción de Elisa Montesinos


En 1964, a los 26 años, Joyce Carol Oates publicó su primera novela: With shuddering fall. Desde entonces, literalmente, no ha parado de escribir. Ganadora del Pulitzer y el National Book Award, es autora de Puro fuego, Blonde, A media luz, Mamá, La hija del sepulturero y muchas otras novelas firmadas con su nombre o con sus seudónimos: Rosamond Smith y Lauren Kelly. Además de narradora, Oates es dramaturga, crítica literaria, editora y, desde 1978, maestra en la Universidad de Princeton. Durante 48 años estuvo casada con Raymond Smith, muerto en 2008, con quien fundó y publicó durante más de tres décadas la revista literaria Ontario Review.



lunes, 17 de mayo de 2010

La verdad sobre las amantes

17/Mayo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

No se sabe por qué las mujeres más bellas tienen feos pies. Es así y nada más. Y aconsejo no comprobarlo pues no auguro una buena experiencia. En ciertos aspectos de la vida es más sano limitarse a creer. Quien crea que puede comprobar la fidelidad de su amante está en un error tan voluminoso como esas pipas de agua que andan por los pueblos. En realidad son enormes, las pipas. Y este error lo es todavía más: creer que las amantes o amadas se reservan para uno, como lo hacen las madres en el nacimiento. Digo “amante” en referencia a una persona que ama, no que engaña, pues eso se da por descontado. Entonces, como decía, es más sano limitarme a creer en lo que a uno conviene. Y no dudar, pues un sutil atisbo de duda se lleva al carajo todo el tinglado.

En cierta novela leí una de estas verdades: las mujeres que cierran los ojos al bailar también lo hacen cuando besan. Es otra verdad que no siempre puede ratificarse, aunque yo haría una añadidura, pues si cierran los ojos al bailar los cierran también después de ascender una montaña. O si un simio las acaricia. O si se acercan a una fruta para conocer su aroma. Me detengo pues se trata de una añadidura un poco extensa que llenaría enciclopedias no enteras. Como es sabido, una enciclopedia nunca está completa. No está completa porque la escriben personas y éstas no dejarán de hacer añadiduras y aumentar páginas. Por eso es mejor creer que las o los amantes dicen la verdad o que las pipas de agua pueblerinas son enormes.

Cuando uno se casa debe declararse a sí mismo “la radiante metáfora del amor eterno”. No le es permitido a ese uno arrepentirse: antes debe convencerse de que su decisión es permanente. Y si después de 20 años duerme junto a un cadáver debe cerrar lo ojos y decirse a sí mismo: “¡Que buena decisión la mía!” De lo contrario, las llaves no entrarán en la cerradura y ningún tapete logrará limpiar el barro acumulado en la suela de los zapatos. Hay que creer en ciertas etiquetas sin pensarlo dos veces. ¡Antes de que sea demasiado tarde! La siguiente historia lo comprueba: hace escasos días visité a una amiga querida que además de ser querida es también una buena cocinera. En su alacena de madera se exponen a la vista casi un ciento de frascos de cristal cuyo contenido es variado, aunque todo tiene que ver con lo culinario. En cada recipiente hay un letrero con el nombre del contenido: clavo, pan molido, linaza, chía, canela, corn flakes. “Se necesita ser tonto para no reconocer los corn flakes”, le comenté llevado por la sorpresa. Ella me respondió: “se necesita ser idiota para no reconocer la canela”. Y nos reímos.

Las etiquetas tienen su sentido, como he dicho antes. Y el sol no conoce el amanecer. Y de pronto tirado en cama, crudo, con el selector de canales en la mano descubro que en televisión hay concursos de ópera. Me es extraño creerlo. Mi sobrina me había relatado que en la plaza central de Huixquilucan se realizaban concursos de lectura de sonetos en los que participaban los alumnos de las primarias locales. No sé si esta niña me ha mentido. Pero lo que vi fue con mis propios ojos. Las etiquetas otra vez. Los Fitzcarraldos se han aprovechado de que estamos distraídos para tomar la escena. Llamar concurso a un reality show, eso demuestra lo mucho que he envejecido. Y aún así continúo acumulando enemigos. Y a los corn flakes también se les puede llamar cereales. Me ha acosado de pronto un temblor anímico y es tiempo de llamar a retirada.

Las mujeres bellas tienen feos pies porque esos pies son como las raíces de un árbol esplendoroso. Y las raíces no son hermosas hasta que uno lo piensa bien. Pensar bien es terrible porque hasta las raíces lodosas o colmadas de gusanos pueden parecernos gratas. La cena de mi querida amiga -sí, la de los frascos- ha quedado en verdad suculenta, aunque apenas la he probado. He preferido concentrarme en sus manos. De pronto le he preguntado por qué el resto de mis amigas dicen que ella es misógina. Me respondió: “no acepto esa acusación, antes que misógina soy misántropa y la teoría de conjuntos está conmigo”. Yo no entendí lo que quiso decir.


sábado, 15 de mayo de 2010

Los cuatro mejores prosistas del español

15/mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Los cuatro mejores prosistas del español son tres: Cardoza y Aragón.

Lo único que separa a Cardoza del mejor Aragón es el punto y seguido. Todos sus enunciados son bellezas y cualquier verso, comparado con su prosa, adviene estafa bellaca, avaricia famélica y contrabando de prisa. ¡Ay, poetristes! ¿Qué pueden fundir que Cardoza no haya abundado página por página?

Nada. (De la cual, escribía Cardoza: la nada era su única hada. ¿Temática? Su propia lírica matemática. La materia verbal que limaba con gotero-volcán.) No zozobraba sobras. Ni escribía: esculpía.

Era exacto, como temporal.

Ningún otro escritor de nuestro idioma —y pienso en Borges— es más citable enunciado por enunciado que Cardoza. Pero lo siempre memorable tiene precio: de tanta belleza infatigable, Cardoza resulta insoportable.

¿Empalaga? Y desordena las ideas con ritmos laberintos, porque Cardoza, ante todo, miraba las palabras en su ciego sonido, fraseologizaba hasta más no poder.

Amaba, incondicionalmente, la paradoja. Le agradaba el retruécano, la variación y, a veces, era Eva de la evasión.

Cardoza se trata de lo intratable. Desenfrenaba al ensayo, lince y pasmo.

Como esfinge antiedípica, ante Cardoza el neobarroco se desbarranca.

Si alguien no lo conoce no se extrañe: Luis Cardoza y Aragón era un escritor guatemalteco, casi mexicano, de obranza dispersa, crítico de arte, que escribía demasiado bien como para que Octavio Paz le cediera su puesto.

No hizo obra vertical. Era un prosista insuperable: escritor horizontal.

Prosa que es pura reincidencia rítmica y acervo de sobresaltos.

Con aforismo suple a la estrofa fofa. Hay algo de tropical en él: tropel de tropos, él que era exceso de artificio, ¡acusaba que Lezama era mayonesa! Pero Cardoza, a veces, era mera opulencia de corpúsculos. ¿Dónde sin duende? Brujo que abruma.

Atrevido de la conmoción, casi cursi, ¿desterrado? Nunca. Nunca salió de su tierra nativa, el lenguaje como extranjería y acato de rareza. Además, ¿qué escritor fundamental no puede alegar cierto exilio?

Cardumen críptico, su crítica era lío de lirismo descolonizador y periodismo loco. Esbocemos balance: como Alfonso Reyes, Cardoza no careció de obra maestra sino de una obra discípula de la maestría general de su escritura.

Al lector comecacas, el hombre de ideas y giros propios, le da diarrea. Ese lector debe cuidarse de Cardoza (o Bernadette Mayer en inglés) porque lo que tales dicen con siete palabras, el papanatas lo pide con seis.

Escritor para escritores o para lectores gustosos del sabor verbal.

Si la literatura mexicana fuese generosa se declararía guatemalteca. Pero no lo es.

Epicéntrico, Cardoza rebasa todo mapa. He aquí su clave: su obra pertenece a un siglo secreto.

Ese siglo sigiloso, por cierto, aún no termina. Cuenta con infinitas décadas.

Respuesta a Geney Beltrán

15/mayo/2010
Suplemento Laberinto
Fernando García Ramírez

“No son gigantes, sino molinos de viento”
(Don Quijote, Cap. VIII)

Escribí una reseña de una cuartilla (síntesis e interpretación) sobre un libro de crítica de Geney Beltrán. Él me responde con cuatro prolijas cuartillas. Él hubiera querido que le dedicara muchas más, como no lo hago: “omito, simplifico”, y al hacerlo: miento. Dice que malentiendo sus “ideas”, sin embargo, en la página 63 de su libro se lee: “¿Habría que decir que cuando hablamos de literatura alegar una pretensión de ‘análisis objetivo’ es una declaración de cobardía, ignorancia o incompetencia (o las tres juntas)?” Me tilda de cobarde por sospechar —por insinuar— que incluyó una mención sobre su pareja como “su apuesta mayor de la literatura del siglo XXI”. Con impostada hidalguía me aclara que, para él, “la amistad exige un ánimo sincero a toda prueba”. Geney Beltrán es un crítico al que no le gusta que lo critiquen. Hubiera querido Beltrán una nota más amplia, sin embargo, creo que con la cuartilla que le dediqué está bien. Tal vez escribiré un poco más sobre su siguiente libro que, espero, sea un libro en forma y no una mera recolección de artículos, como ésta Afirmación furiosa de lo obvio. Dice por último que mi “falta de ética en el ejercicio crítico” lo confirma en su decisión de seguir embistiendo “contra… molinos de viento”. Aunque la boca le quede llena de polvo y abollada la armadura. Lo demás, para decirlo también con palabras de Geney Beltrán, “será egolatría, exhibicionismo, desplante, arrebato y escasa literatura”.


Sobre la crítica literaria en México

15/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Evodio Escalante

París, a 11 de mayo de 2010

Estimado José Luis Martínez S.:

Celebro que propicies en Laberinto una discusión pública acerca del estado de la crítica en nuestro país. El arte de la queja se sublima y alcanza su apoteosis siempre que abordamos el asunto de la crítica literaria; yo mismo no he dejado de repetir que nuestra crítica es bastante pobre, que los espacios para ejercerla se reducen, que el autoritarismo ambiente no la deja crecer y desarrollarse, y en fin, que no sabemos polemizar… Estos son los tópicos en los que casi todos hemos coincidido más de una vez, llevados a ello por estados de ánimo compartidos o por hábitos culturales que se consolidan y se convierten en tradición. No faltan los malhumorados que afirman de plano que la crítica no existe, o aquellos que piensan que se trata de una señora gorda y oportunista, que vende sus favores al mejor postor. Y sin embargo, y sin embargo… A riesgo de que se piense que bromeo o que desvarío con tal de darme el gusto de navegar contra la corriente, quisiera decir que desde una perspectiva rigurosamente histórica, y estableciendo las debidas comparaciones, la crítica literaria del pasado nunca fue tan rica y tan sólida como la que existe actualmente en nuestro país. ¿Exagero?

Mis puntos de referencia son los escritores que formaron parte de la generación del Ateneo de la Juventud y del grupo de los Contemporáneos, a los que un consenso admirativo estima no sin razón como los fundadores de nuestra modernidad cultural y como la verdadera medida de la excelencia a la que aspiramos. Selecciono un ejemplo: Xavier Villaurrutia. La lógica de la argumentación me obliga a dejar de lado por un momento sus logros en el terreno de la poesía, del teatro y de la novela. ¡Qué clarividente y qué dotado para la crítica era el joven Villaurrutia! Su precocidad y su inteligencia, que lo llevan lo mismo a desestimar los poemas del ya entonces tótem Alfonso Reyes que a elevar en una reseña objeciones de peso contra el venerable filósofo Antonio Caso… están fuera de toda duda. Y, sin embargo, visto a la distancia, qué decepción. ¿Cuántos libros de crítica escribió Villaurrutia? Textos y pretextos (1940) es el único libro de este género que alcanzó a publicar, lo cual no deja de ser una desproporción, digo, en relación con el talento que indudablemente tenía. Tratándose de una de las inteligencias más admirables que ha habido en nuestro país, extraña que su aportación haya sido tan exigua. Todavía más señalado es el caso de Jorge Cuesta. ¿Cuál es la obra crítica de esta inteligencia deslumbrante? El legado de Cuesta consiste en un prólogo (a la Antología de la poesía mexicana moderna, que concibieron y compilaron sus amigos de Contemporáneos) y en algunas decenas de artículos publicados en el periódico. No hay más. Lo que solemos llamar los “ensayos” de Cuesta, son en realidad la mayoría de ellos tacaños artículos de no más de tres o cuatro cuartillas de extensión. Si quiero mencionar a un miembro relevante del Ateneo, diré que la herencia crítico-pensante de Martín Luis Guzmán, otro de nuestros personajes míticos, se reduce a dos breves libros que al parecer nunca llegó a reeditar en vida.

En vista de lo anterior, a lo que yo invito es a un ejercicio comparativo tomando en cuenta el resultado que perdura: el libro. Desde el punto de vista de la perseverancia que se convierte en obra, y para ejemplificar sólo con algunos de los críticos en ejercicio que se mencionan en el suplemento, yo diría que José Joaquín Blanco (con al menos diez libros de crítica en su haber) es de calle más importante que Xavier Villaurrutia; Christopher Domínguez, más que Jorge Cuesta; Guillermo Sheridan, más que Jaime Torres Bodet; Armando González Torres, más que Bernardo Ortiz de Montellano; Adolfo Castañón casi tan importante como Alfonso Reyes (a Castañón le faltaría, en dado caso, escribir su versión de El deslinde); Jorge Aguilar Mora mucho más importante que Martín Luis Guzmán, y Heriberto Yépez más que Vasconcelos (notable filósofo que no escribió crítica). En cuanto a Ignacio Sánchez Prado, con el paso que lleva, es seguro que muy pronto será tan influyente como Henríquez Ureña.

No solicito adhesión inmediata a lo antes dicho. Sigamos pidiendo más y mejor crítica, sigamos solicitando las controversias que nos faltan, ¡adelante!, pero démonos un respiro para considerar lo que acaso por falta de perspectiva o de distancia histórica hemos sido incapaces de ver. Tenemos el extraño privilegio de contar con una verdadera Arcadia de la crítica, formada por escritores muy disímbolos entre sí, pero que tienen de común un nivel de profesionalismo, una apertura a lo contemporáneo y una perseverancia (una creencia en la labor crítica) a todas luces más que ejemplares. Como diría el clásico: Los muertos que vos matáis, gozan de cabal salud.

lunes, 10 de mayo de 2010

Cuando los padres se van

10/Mayo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

A mi parecer el problema más agudo que tenemos como sociedad es que los padres se han marchado y ya nadie nos regaña o nos pone en paz. Como si antes de nuestra llegada al mundo nos hubiera precedido un inmenso vacío. Una prueba de ello es que hoy en día se pueden expresar públicamente, en casi todos los niveles sociales, las tonterías más infames sin que asome en el semblante de quien las expresa ningún atisbo de pudor. No me extraña que se viva una situación semejante pues todos sabemos que la casa es distinta cuando los niños se quedan solos: un nuevo espacio se inventa y las reglas cambian, la imaginación se vuelve otra y los deseos no encuentran sus límites. Cuando eres niño aguardas con ansiedad el momento en el que los padres se marchen un momento para husmear en donde no es permitido, cambiar el orden o la función de los símbolos y abrir las ventanas que siempre han estado cerradas, pero si después de un tiempo los mayores no vuelven entonces comienza el terror, el desasosiego que no tarda en volverse llanto. Si se les deja demasiado tiempo a solas, los niños son capaces de incendiar en una sola tarde lo que sus padres reunieron durante toda su vida. Es por eso que ellos deben volver y poner orden con el fin de que la vida pueda continuar.

Cito de memoria a Guy Debord cuando resalta el hecho de que ahora somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres. Tal parece que en buena parte hemos aligerado la carga, cortado las raíces y sólo acudimos a los padres motivados por un respeto frívolo y sin sustancia que no se le desearía ni al peor enemigo. Cuando expreso que estos padres deben volver es porque el terror, la miseria y el desorden que acompaña a la destrucción se han instalado en casa. Y no me refiero al regreso de una institución autoritaria o a un conjunto de personas que tomen el poder y se nombren a sí mismos salvadores o padres de la patria, sino al sencillo hecho de volver a escuchar la voz de los muertos.

Seguimos de largo sin mirar atrás para evitar el regaño y porque el afán de comunicarnos nos empuja a mostrar nuestro rostro a los demás. Quién va a ponerle un límite a los huérfanos que se empeñan en quemar la casa. Quién les dirá que una comunicación sin sustancia no es más que un piar de pájaros. Yo mismo intento responderme por qué he tenido ahora este arrebato que a primera vista puede parecer, además de reaccionario, la rabieta de un anciano en el exilio. Probablemente se debe a que me he hartado de todo el escándalo desatado por las redes sociales, la tecnología de la comunicación y la posibilidad de expresarnos a toda hora y en todo momento.

El encuentro de voces distintas tiene como consecuencia la construcción de sentido, de polémica, de reflexión y sobre todo nos ofrece la posibilidad de conocer a los que son distintos a nosotros. La moral o los fundamentos éticos de una sociedad se inventan, se descubren o se imponen cuando los seres que piensan diferente se encuentran en el campo del lenguaje, la discusión y el reconocimiento, ¿pero acaso esto es lo que sucede con las redes sociales y el entusiasmo desmedido que provoca la comunicación vía tecnología? Hace 40 años escuché decir por primera vez en mi vida que la técnica haría progresar las instituciones democráticas y el sistema de justicia en nuestra comunidad. Lo sigo escuchando.

Ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en limpiar el jardín de la casa, ni siquiera hemos logrado edificar instituciones sólidas que apuntalen el bien común, el bienestar y la seguridad de las personas. ¿Cuántos asesinatos se dan a la hora en que los trabajadores vuelven a sus casas situadas en la periferia de nuestra ciudad? Asaltan y asesinan dentro de los autobuses en los que estas personas se transportan. Y ese transporte es también comunicación, relación entre dos puntos, distancia impuesta para trabajar o sobrevivir, restablecimiento del orden subjetivo, pero es evidente que esta no es la clase de comunicación que nos interesa. Resulta más espectacular comunicarse cada 10 segundos para vociferar sandeces y presumir tecnología cuando se carece del menor sentido de comunicación. Es esto lo que sucede cuando los padres (es decir filosofías, tradición, buenos libros, memoria histórica, imaginación) se van y abandonan la casa. Y no volverán.

sábado, 8 de mayo de 2010

El Premio Pulitzer de Poesía 2010

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El Pulitzer no se distingue precisamente por premiar literatura innovadora. Generalmente premia escritura canónica. Su premio anual de poesía a “un volumen distinguido de versos originales por un autor norteamericano”, en el 2009 fue dado a W. S. Merwin. Pero este 2010, el Pulitzer de poesía sorprendió.

Rae Armantrout —cuyo libro Versed fue galardonado— confesó a la prensa que no había imaginado nunca recibir ese premio.

La obra de Armantrout —una decena de poemarios y un prosario— tiene algunos aspectos líricos, pero, en realidad, son pocos los poemas en que un lector convencional pueda detectar una “temática” o verse “reflejado”.

Su poesía no está hecha de fusión sino de fisión. Las partes tienen entre sí una relación de viraje. Evitan tener trama. Armantrout yuxtapone.

La poesía religiosa —cristiana, romántica o capitalista— está hecha para proveer de “Sentido” a la vida del lector, para pegarle en la frente una “epifanía”, ¡la revelación del día! Cuando un poema no contiene tal metafisicalcomanía, el lector acusa al poema de estar hueco.

El poema es todavía entendido como un pequeño ídolo.

El dictamen del jurado del Pulitzer dice de Versed: “un libro marcado por su ingenio e inventiva lingüística y que ofrece poemas que frecuentemente son bombas-de-pensamiento que detonan en la mente tiempo después de una primera lectura”.

Leer a Armantrout significa renunciar a un mensaje o conclusión o, para decirlo, más claramente no hay moraleja (intelectual, profana, existencial). Es el lector quien puede construir una sensación de significado o resultado.

Armantrout hace apuntes de cosas que escucha o lee; luego los reordensa, condensa, comenta, recorta, en poemas breves, abstractos, heteróclitos.

“Llevo conmigo un cuaderno a donde quiera que voy. Mis poemas frecuentemente comienzan en espacios públicos, en cafés o la calle. Recojo pedazos de conversaciones ajenas que alcanzo a escuchar o lenguaje publicitario de los espectaculares. Cualquier cosa que escuche o vea… en la sala durante la mañana mientras bebo mi café… combino las notas que he hecho, decido qué encaja con qué, veo relaciones”.

Su poesía es desbiografía, collage, parataxis, anti-aura y anti-shock.

Si uno revisa la lista de los libros premiados por el Pulitzer, Armantrout ha sido, en la aplastante mayoría de ocasiones, precedida por poetas de la tradición del poema con mensaje claro y distinto: confesional, dramático, anecdótico, climático, sentimental o paisajístico.

Armantrout, poeta experimental, no encaja en esa lista. A menos que se recuerde que también George Oppen lo obtuvo en 1969, con un libro estupendo y extrañísimo.

Desde hacía muchos años el Pulitzer no se otorgaba a una obra poética, es decir, un Objeto-Verbal-No-Identificable.


La crítica en el banquillo

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Héctor González

¿Cuál es la relación de un escritor con la crítica? Nueve narradores responden esta pregunta; uno de ellos reconoce abiertamente que no le interesa “en lo más mínimo”.

Mario Bellatín

La crítica no me interesa en lo más mínimo, salvo cuando es utilizada con fines ajenos a los literarios, que casi siempre son una bajeza impresionante.

Son muy pocos los críticos que logran mantenerse a lo largo del tiempo. Hace casi treinta años publiqué mi primer texto y no puedo contar la cantidad de críticos que han aparecido y desaparecido en ese lapso.

Ana Clavel

Me interesa mucho la crítica literaria comprometida y fundamentada. “Pasión crítica”, la llamaba Octavio Paz. Me gustaría mucho que mis libros despertaran esa vehemencia razonada. Desafortunadamente hay pocos críticos serios y demasiadas obras que se lanzan como novedades y obstruyen el panorama para reconocer a los autores que están haciendo una apuesta literaria genuina. También veo otro problema: que las pocas voces críticas no tienen responsabilidad con su tradición ni con su presente: o ven sólo a autores clásicos, o sólo ven autores actuales reconocidos por las élites internacionales. No se exponen, no apuestan.

Entre los críticos que sigo se encuentran: Armando González Torres, que es una de las pocas voces razonadas, fundamentadas, que ejercen la crítica tanto en el periodismo cultural como en el ensayo temático. Sergio González Rodríguez, porque más allá de sus recuentos globales, cuando se sienta a separar la cal de la arena es agudo y visionario. Geney Beltrán, entre los más jóvenes, me parece una voz crítica honesta, inteligente y valerosa para decir lo que tiene que decir. Entre los extranjeros, a Estrella de Diego porque es una intelectual de peso completo, lo mismo te habla de libros que de performances o cine y todo ello con una visión transgresora y razonada.

Guillermo Fadanelli

No leo nada de lo que se escribe acerca de mí. Pero tengo aprecio por los críticos literarios, para mí son también escritores, sólo que sus personajes son más barrocos. Leo a Christopher Domínguez, Rafael Lemus, Heriberto Yépez, Bruno Hernández Piche, Armando González Torres y a José Joaquín Blanco, principalmente. Todos ellos tienen peso y sombra. Logran con su afán crítico que la literatura sea todavía una actividad respetable.

Ana García Bergua

El mundo de un escritor y el mundo de la crítica son mundos paralelos que en ocasiones se tocan. Evidentemente uno no puede escribir pensando en la crítica, ni arrepentirse por ella de lo que ha escrito, pero es muy importante saber qué sugiere el libro a plumas que viven de analizar los libros para los lectores. Para mí, la crítica es muy importante; el hecho de que aparezcan notas críticas positivas o negativas, además de las consabidas entrevistas y notas de prensa, significa que el libro ha entrado en su mundo, ha traspasado el límite de la promoción. En México se publica mucho y se lee poco, de modo que, aunque las críticas a un libro pequen de injustas o apresuradas, es preferible que existan a que no existan. Ahora, ante el miedo a enemistarse con gente que puede pesar mucho en la cultura o simplemente retirar el habla, la crítica negativa es el silencio.

Entre los críticos que leo están Christopher Domínguez —últimamente habla de autores mayores o muertos que sinceramente no conozco y me despierta la curiosidad y las ganas de leerlos. Me cae bien Rafael Lemus porque cuando no le gustan los libros lo dice; también me gusta lo que escribe Fabienne Bradu.

Álvaro Enrigue

La crítica es el único medio al alcance de un escritor para tener alguna retroalimentación sobre su trabajo fuera de los círculos familiares y de amigos: es un asunto de curiosidad. Además, cuando menos para mí, la crítica ofrece una tasa de interpretación que te permite evaluar qué tan cerca de las ideas que querías proyectar estaba el mensaje final que enviaste empaquetado en una historia. Me preocupa que lo que escribo se entienda cabalmente, y que la crítica supone la segunda vuelta de una conversación. También sirve para leer más o menos como va tu standing en la República de las Letras; éste es un fenómeno contingente y sin importancia a largo plazo, pero definitivamente relacionado con tu libertad de acción para perpetrar un siguiente libro.

Leo las secciones de crítica de Letras Libres y Nexos invariablemente y de principio a fin; de hecho es lo primero que leo de ambas revistas. Siempre leo a Rafael Lemus, Geney Beltrán, Christopher Domínguez, Fernando García Ramírez —que lamentablemente escribe poco—, Armando González Torres; Noé Cárdenas, Sergio González Rodríguez, Mauricio Montiel.

Élmer Mendoza

La crítica nos ayuda a comprender el trabajo de muchos escritores. Tenemos el caso especial de Cristopher Domínguez Michael, que publica en revistas, suplementos y libros. Es un crítico sin complejos, estudioso y reflexivo. Posee la virtud de saber acercarnos al asunto con un discurso que facilita la comprensión de los fenómenos estéticos que ya tienen expresión en nuestras letras. Me gusta la inteligencia de Heriberto Yépez, la visión de espacio de Elizabeth Moreno, la seriedad y la dedicación de Lauro Zavala, el compromiso de Vicente Francisco Torres, la constancia de Margo Glantz, la amplitud de criterio y la recuperación de los clásicos de Jaime Labastida, el valor de Sara Poot para estudiar y ubicar la literatura de este tiempo.

Pedro Ángel Palou

La crítica, cuando es inteligente, señala virtudes y detecta defectos, taras incluso. El buen crítico es un lector especializado. Si bien no escribo para los críticos, me interesa y me retroalimenta.

Muchos años seguí a Christopher Domínguez, quien era un puntual lector de la modernidad narrativa en México. Luego se instaló en un limbo extraño y lo que escribe en revistas y periódicos dejó de interesarme. Prefiero leer a Saint Beuve. Leo a Geney Beltrán y me interesa su visión, aunque no comparta todos sus juicios.

Parece que los mejores críticos en México han sido ellos mismos grandes escritores: Reyes y Pacheco, Nervo y García Terrés, Villaurrutia y José Joaquín Blanco, lo mismo que el más admirable y constante de todos en el siglo XX, Adolfo Castañón.

Hoy, cuando los suplementos culturales escasean y han dejado de hacer una revisión crítica —como la que hacía sábado con Huberto Batis a la cabeza, con Federico Patán haciendo una crónica crítica permanente—, ha quedado un espacio, el de La Tempestad, que respeto mucho, particularmente lo que escribe Nicolás Cabral o Gonzalo Soltero.

El peor crítico es el que utiliza los libros de otros para acomodarse en el establishment literario y escalar. El crítico “trepador” que pontifica sin tener una obra que lo respalde, como lo hace tristemente Rafael Lemus.

Alberto Ruy Sánchez

Por crítica yo entiendo principalmente “desciframiento”. Crítica para mí es poner en crisis los códigos, los lenguajes establecidos para ir más a fondo en la comprensión de una obra literaria. Quienes reducen la crítica a valorar positiva o negativamente una obra, se quedan en la superficie de las posibilidades de la crítica porque criticar es crear instrumentos para comprender.

Me interesa mucho la lectura de mis libros, por eso se publican. Lo que incluye a la crítica como lectura más esforzada, con más trabajo. Abrí un blog: Cuaderno abierto como un cuerpo, nada más para recibir ecos que yo no hubiera imaginado de la lectura del ciclo de cinco libros sobre el deseo y Mogador, y sobre todo de La mano del fuego, el último de ellos. A través de ese blog me han llegado críticas insospechadas de los lugares más inesperados.

Sigo, intermitentemente a algunos críticos y ensayistas cuya obra me interesa y me sirve para descubrir pistas de nuevas lecturas: Claude Michel Cluny, Michael Wood, Oumama Aouad Lharech Lawrence Weschler, Alberto Manguel, Mercedes Monmany, Anthony Grafton, etc.

Enrique Serna

La crítica me interesa mucho, porque siempre estoy muy inseguro cuando publico un libro. Los elogios y las descalificaciones no me hacen mucha mella. Pero los argumentos de los críticos a favor o en contra me ayudan a entender cuál es la distancia entre mis intenciones y mis resultados. Lo malo es que muchas reseñas apresuradas carecen de argumentos. Uno sabe que su libro le gustó o no al reseñista, pero no entiende por qué.

Leo con frecuencia a Fernando García Ramírez, Rafael Lemus, Noé Cárdenas, Ignacio Trejo Fuentes, Roberto Pliego, Evodio Escalante, Christopher Domínguez, José Joaquín Blanco, Geney Beltrán, Vicente Francisco Torres, y si me olvido de alguno, le ruego que se apiade de mi próximo libro. Todos ellos tienen criterios de valoración diferentes, y algunos me han dado palos muy fuertes, pero nunca he aspirado a la aprobación unánime.

No son molinos de viento

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Geney Beltrán Félix

Fernando García Ramírez publica en Letras Libres de este mes una reseña de tres libros de ensayos, entre ellos el mío, El sueño no es un refugio sino un arma [UNAM, 2009].

Si él sustentara ecuánimemente sus decires, yo asumiría discutir lo que él afirma sobre mi libro. No es así. García, quien no tiene obra ensayística ni de otro género, caricaturiza mis conclusiones y a partir de esa caricatura las reprende. Descontextualiza citas. Magnifica minucias y se desentiende de lo importante. Omite información. Llega a la descalificación ad hominem. Así, su ejercicio crítico es irresponsable y cobarde. Falto de ética.

No polemizaré con García porque con su texto no hay diálogo posible. Tampoco repetiré los argumentos que desgloso en mi libro. Pero consignaré ejemplos que demuestren que García simplifica alevosamente lo que afirmo.

En una parte, García “resume” y dictamina: “¿Y qué es lo que propone este joven furioso? El hilo negro. Dice que el escritor debe ser ‘auténtico al mentir’, debe escribir para la posteridad (los lectores que importan son ‘los que aún no están’), debe escribir para transformar el mundo (y para sustentarlo se vale de una cita de Gabriel Zaid, que es, como todos saben, un escritor revolucionario). Detesta Beltrán a los escritores experimentales, ya que el auténtico escritor debe escribir de lo que preocupa al hombre, de su verdad interior; debe escribir sobre la ‘Condición Humana’. Para Beltrán el escritor y la literatura, sobre todo, deben de. Nada de juegos, nada de experimentación, nada de frivolidades, la literatura debe ser puesta al servicio del Hombre. Así las cosas. Tanto pataleo y berrinche para venir a salir con esta novedad.”

García no anota que la cita de Zaid empieza: “Toda obra de arte cambia el mundo y cambia la vida”. Tampoco avisa que en mi libro las reflexiones sobre la posibilidad de la literatura para transformar el mundo ocupan varias páginas —no es sólo citar a Zaid y se acabó, y por lo mismo la referencia a ideas políticas es un distractor malintencionado.

Estoy en contra de la frivolidad que asedia a la expresión cultural —García prefiere una novela de liviana consistencia a libros densos y significantes: recuérdese su texto “La buena, la mala y la fea”, un hito de la mala crítica y la misoginia letrada (agosto de 2004)—, pero sobre esa repulsa de lo experimental que me adjudica, hay que decir que en ninguna página de El sueño se encontrará una cita que corrobore la burda glosa de García. No sólo la distinción entre lo experimental y lo clasicista es secundaria, puesto que planteo un tema (el conocimiento moral) por encima de técnicas, sino que García olvida hacer mención de mi libro El biógrafo de su lector, sobre Macedonio Fernández, radical donde los haya, y no advierte que en El sueño viene un texto sobre Salvador Elizondo. Nada de esto despierta la perplejidad del Alérgico-a-los-Matices García, para quien todo se reduce (¡ah qué ligereza en la conjugación de los verbos!) a detestar.

En lado alguno exijo que “la literatura debe ser puesta al servicio del Hombre”. De la p. 33, cito: “una forma del riesgo para los bisnietos de Tolstói y Conrad sería buscar dentro de sí esas historias que exploren dilemas morales”. En ese ensayo, “No narrarás”, lleno de matices y asegunes —y en el que nunca, ni en el resto del libro, utilizo la palabra “Hombre” para designar a los seres humanos—, retomo el concepto de la literatura comprometida y lo reformulo desde lo moral y desde mi experiencia y circunstancia. ¿Qué tiene que decir García? Silencio: él no analiza los argumentos con que actualizo ese tema desacreditado. Sólo omite, simplifica: miente.

Detrás de esa reprensión del “hilo negro”, García parece sugerir que un ensayista que recupere el tema del compromiso de la escritura es sólo por ello reprensible, debido a que no es “novedad” —y aquí García prescinde de la revisión que hago de un panorama literario en que predominan las presiones mercantiles, la banalidad y el esnobismo—. En todo caso, me interesa menos la novedad que la posible verdad, como diría Borges. Si García está en desacuerdo con esa insistencia, debería enunciarlo y debatirlo, no sólo exhibirlo con el tono de un maestrito regañón.

Poco antes, García me ha exhibido: “[GBF] Detesta al ‘escritor tópico’, como Mario Vargas Llosa, dedicado a redactar novelas ‘sobre un dictador dominicano o un pintor francés’”.

Vamos a la cita original (pp. 29 y 30):

“El escritor tópico —el escribidor— tiene a la escritura como un oficio y solamente un oficio. Puede, y sin infligirse, verse dedicado a la redacción de novelas sobre ferrocarrileros o sobre el imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés. Será la suya una decisión respetable, pero a fin de cuentas todo se reduce a una apuesta, ésa sí, voluble y limitada. Inauténtica. Esto es: perecedera.”

¿De dónde sale García con que yo detesto a alguien como Vargas Llosa? No hago ningún dictamen sobre sus dotes literarias. Señalo, sí, la elección de los asuntos en sus novelas, y en las de Del Paso, pero esos ejemplos se hallan en una reflexión sobre los temas morales de la novela de conocimiento. A esto me refiero cuando afirmo que García magnifica minucias y escamotea los argumentos.

Otro ejemplo: “Amparado en George Steiner, Beltrán también propone una apasionada defensa de la tradición —sin embargo, en su ensayo sobre Musil ignora olímpicamente a Juan García Ponce, el autor que más ha profundizado en nuestro idioma sobre el autor austriaco”.

Primero: mi “apasionada defensa” se encuentra en una reflexión —omitida por García— sobre el no lugar de los clásicos en la sociedad mexicana. De igual modo, la segunda parte, “Cuaderno azaroso”, reúne ensayos sobre escritores de la tradición mexicana. ¿Por qué no lo menciona? ¿Nellie Campobello, Efrén Hernández y Francisco Tario no pertenecen a la tradición, y sólo García Ponce?

Segundo: ¿yo debería citar a García Ponce sólo como una muestra de erudición y respeto a la autoridad, aunque no sea pertinente? ¿O García pretende pasarse de listo vinculando dos temas, uno tratado in extenso (la tradición en la sociedad actual), con uno nimio y cuestionable (citar o no a García Ponce), en lo que sería la objeción sofística de quien anula lo esencial confrontándolo crasamente con lo secundario?

García se “sorprende” de que yo destaque la obra de mi paisano Óscar Liera y de Nadia Villafuerte, narradora “cercana al crítico”. Pero, ¿por qué omite que El sueño incluye ensayos en que discierno aspectos notables no sólo de Nellie, Efrén y Tario, sino también de Rossi, Elizondo, Pitol…? ¿No los leyó? ¿O no le convenía sacarlo a colación porque eso le impediría declararse sorprendido, como quien insinúa que yo sólo elogio por interés extraliterario?

El crítico tiene libertad de escribir sobre los autores que más despierten su juicio. Si éstos son sus amigos, sus paisanos o sus colegas de signo zodiacal, no importa: lo que valen son los argumentos. Mientras García desliza la sospecha de que aplaudo a Liera por sinaloense y no por escritor, no sólo está mostrando su ignorancia, pues desconoce el sitio canónico de este dramaturgo en el teatro mexicano, sino que evita llamar la atención —ya no digamos sobre los argumentos de mi lectura crítica de Liera— sobre el hecho de que en mi libro viene otro texto en que presento objeciones a Balas de plata de Élmer Mendoza, también mi paisano. ¿Cómo a García esta discrepancia no le despertó el asombro? Y en cuanto al libro de Villafuerte, ¿cree García que el panorama literario se mantendrá sin cambio así que pasen cien años? ¿No sabe que un crítico puede hacer una apuesta por un autor desconocido? ¿Ignora que no soy el único que ha comentado con entusiasmo el libro de Villafuerte? No sabe García (o eso parece) que la amistad exige un ánimo sincero a toda prueba, no sólo para disentir sino también para elogiar. En mi caso —no sé en el suyo—, la amistad no nubla el criterio; lo afina, lo dirige hacia la más exigente sinceridad como una muestra de levinasiano respeto al otro. Es el ejemplo de Esther Seligson —quien la conoció sabe de qué hablo—, y yo lo sigo.

Pero esa explicación sale sobrando. El apunte de García es cobarde porque se queda en la insinuación. Si los argumentos que doy en mis apreciaciones de Liera y Villafuerte fueran endebles, él tendría que demostrarlo, y para eso García tendría que leer Camino rojo a Sabaiba y ¿Te gusta el látex, cielo?, y contrastar su criterio con el mío.

Una más. García glosa: “‘Muy adolescentemente’, [GBF] intenta proponer definiciones, buscar salidas, acomplejado como está por su ‘bastardía intelectual’”. García sugiere que todo ensayista ha de estar acomplejado, porque “proponer definiciones, buscar salidas” es en mucho su quehacer. Pero no le hagamos el favor de obviar la crítica ad hominem: aventurando un irresponsable y grosero diagnóstico psicológico, García demuestra que reseña un libro para descalificar a una persona.

Termino. Para García, yo sólo estoy embistiendo “contra... molinos de viento”. Se equivoca. Con su falta de ética en el ejercicio crítico, García demuestra que no son molinos de viento los que señalo en mi libro. La escritura sin compromiso moral y la crítica irresponsable están más que vivas. Y me refiero a su texto, claro.


Alfabeto de las esfinges / Ensayos transatlánticos, de Adolfo Castañón, La brújula hechizada, de Mauricio Montiel Figueiras y El sueño no es unrefugio

Mayo/2010
Letras Libres
Fernando García Ramírez

Tres autores, tres formas de encarar la literatura –Adolfo Castañón, Mauricio Montiel Figueiras y Geney Beltrán Félix: tres ensayistas mexicanos. Llama la atención, en primer lugar, que ninguno de los tres haya escrito un libro ex profeso, ya que las tres obras que comento son recopilaciones de ensayos, reseñas, entrevistas y prólogos. Tres formas de concebir la literatura: para Castañón se trata de un conjunto de signos que hay que descifrar para darle sentido a la vida; para Montiel, de una pasión que es necesario transmitir, mientras que para Beltrán la literatura debe ser un medio para la expresión de un propósito. Vamos por partes.

Alfabeto de las esfinges
de Adolfo Castañón es un libro desigual. En él su autor alojó desde notables ensayos de interpretación literaria (como el dedicado a María Zambrano) hasta reseñas descuidadas (como la que escribió a propósito de la edición en La Pléiade de la obra de Montaigne). Sus capacidades críticas, pese a ello, son evidentes: dueño de un vastísimo conocimiento literario, Castañón va de la hermenéutica a la anécdota trivial, lo mismo descifra una idea compleja de Iván Illich que paladea un verso de José María de Heredia. Castañón se mueve a gusto por su rica biblioteca. Ahora lo vemos con un tomo de Ovidio en formato mayor, ahora hincado con un libro de Monterroso en las manos. No grita ni se exalta; conversa, suelta ideas, consulta de continuo el diccionario en busca de una etimología o para descifrar el sentido de un texto arcano. Su padre fue un gran bibliófilo; Adolfo Castañón, por tanto, nació entre libros, jugó entre pilas de ellos, su horizonte es libresco. Ve el mundo desde la atalaya de su biblioteca. Vive una contradicción, y él lo sabe: entiende que la alta cultura es obra de pocos pero que debe rendir fruto a muchos. No es casual que haya dedicado casi treinta años de su vida a la labor editorial. Castañón ha escrito cuentos y poemas, nada notables; lo suyo es el ensayo y la crítica literaria. Frente a la obra literaria Castañón se planta como Edipo ante la Esfinge: la interroga, la descifra. ¿Para qué? Para librar a la ciudad del monstruo, claro está, del monstruo de lo informe, de la barbarie y la incultura, para hacerla un espacio habitable y noble. La conciencia de la contradicción que lo posee es generacional: nacido en 1952, fue “educado sentimentalmente, por desgracia, en la sensibilidad de 1968”. Una generación romántica que considera que la difusión de la cultura es sobre todo un asunto moral. Una generación, también, desencantada. Castañón es un lector conservador, horrorizado, como Marcel Schwob, “por las máquinas infernales del progreso”. Considera, con George Steiner, que la cultura es un santuario de la humanidad y que ese santuario tiene pocos custodios, y que él es uno de ellos. Y como conservador venera a los clásicos: a Montaigne y a Cervantes, a creadores como Borges y a críticos como Connolly. Ve con desconfianza empresas literarias como la de Breton y el surrealismo, aunque, desde su perspectiva, el surrealismo ya pasó a ser “una memoria clásica, memorable y escolar, seductora y formativa”. Castañón interroga a la Esfinge, descifra sus enigmas y los transmite a la ciudad de los lectores, porque la crítica para él es un asunto de responsabilidad, de civilidad.

A Mauricio Montiel, en cambio, no lo anima un espíritu clásico. El suyo es un talante explorador. Más que un crítico que busque descifrar claves, es un escritor viajero, y su libro –La brújula hechizada– es una bitácora de sus exploraciones, “una pequeña guía para el lector inquieto”. No le interesa establecer un Norte, porque su brújula, hechizada al fin, apunta hacia todas direcciones. Le interesan los narradores japoneses contemporáneos (Haruki y Ryu Murakami, Koji Suzuki), los holandeses (Tim Krabbé, Cees Nooteboom), los ingleses e irlandeses (Martin McDonagh, J.G. Ballard, Christopher Priest, John Banville y Kazuo Ishiguro), los norteamericanos (Michael Kimball, Paul Auster, Barry Gifford, James Ellroy) y sudamericanos (Bolaño, Saer, Piglia), y le interesan sobre todo porque son narradores, contadores de historias. Sin método analítico evidente, lo suyo es la intuición, la visión personal, la interpretación subjetiva. Montiel es un narrador (Los animales invisibles y Edificio así lo confirman) interesado en otros narradores. No busca extraer de ellos una verdad filosófica o literaria, mucho menos sociológica; lo que busca, y encuentra de continuo, es el placer de la aventura, el gusto por las buenas historias, y más específicamente: a Montiel le atraen las estrategias narrativas de los novelistas contemporáneos. Montiel está buscando senderos que le servirán más adelante para transitar con sus propias historias y personajes. Para él, en cuanto lector, lo importante es transmitir el entusiasmo por la obra leída. Se ve a sí mismo como un incurable viajero que regresa a casa con las maletas llenas de libros y de paisajes narrativos nuevos. Montiel es un apasionado de la novedad. Cree a pie juntillas en las propuestas de Italo Calvino para este milenio, sobre todo en cuanto a la levedad y la velocidad. De cada uno de los autores que aborda brinda información valiosa, hace un repaso de su vida y sus libros, se detiene en varios de ellos, disecciona con claridad y soltura su pasión. He dicho que Montiel más que crítico es un narrador, pero ahora doy un paso atrás y me desdigo: Montiel es un crítico en el sentido en que lo concibe George Steiner en Tolstói o Dostoievski: “La crítica debería de surgir de una deuda de amor.” Montiel es un viajero agradecido que paga sus deudas de amor con ensayos entusiastas que conforman una cartografía original y envidiable, orientada por una “brújula hechizada”.A diferencia de Castañón, que nació rodeado de libros, el joven crítico Geney Beltrán (El sueño no es un refugio sino un arma) nació en un pequeño pueblo de la sierra de Durango colindante con Sinaloa: “en casa no había libros ni más lecturas que las historietas o los semanarios políticos o de nota roja”.

Su condición, de “bastardía intelectual”, lo define. Avecindado en la ciudad de México, el ambiente lo oprime: “este país tan lleno de ubicua mierda [...] de un visceral desaliento y desasosiego”; su presente, para él, para su generación, la de “los nietos de Rulfo”, es de total desaliento: frívolo, vacío, indiferente. No hay comunidad, no hay “raíz válida”. En esa situación sólo existe una salida: “El escritor debe ser inclemente con su mundo.” E inclemente se trata de mostrar Beltrán. Grita, se exalta, insulta, pela los dientes, se muestra rabioso. “Muy adolescentemente” intenta proponer definiciones, buscar salidas, acomplejado como está por su “bastardía intelectual”. Detesta al “escritor tópico”, como Mario Vargas Llosa, dedicado a redactar novelas “sobre un dictador dominicano o un pintor francés”, o Fernando del Paso, al que considera un escritor vacuo y vano. Desde su posición iconoclasta, Beltrán vocifera, habla de parricidios y de desgarramientos, escribe desde las vísceras. ¿Y qué es lo que propone este joven furioso? El hilo negro. Dice que el escritor debe ser “auténtico al mentir”, debe escribir para la posteridad (los lectores que importan son “los que aún no están”), debe escribir para transformar el mundo (y para sustentarlo se vale de una cita de Gabriel Zaid, que es, como todos saben, un escritor revolucionario). Detesta Beltrán a los escritores experimentales, ya que el auténtico escritor debe escribir de lo que preocupa al hombre, de su verdad interior; debe escribir sobre la “Condición Humana”. Para Beltrán el escritor y la literatura, sobre todo, deben de. Nada de juegos, nada de experimentación, nada de frivolidades, la literatura debe ser puesta al servicio del Hombre. Así las cosas. Tanto pataleo y berrinche para venir a salir con esta novedad. Pero no se detiene ahí: dice Beltrán que el escritor contemporáneo debe dedicarse a narrar y que los investigadores universitarios deben dedicarse a escribir ensayos. Tremenda cosa. Amparado en George Steiner, Beltrán también propone una apasionada defensa de la tradición –sin embargo, en su ensayo sobre Musil y la literatura del conocimiento ignora olímpicamente a Juan García Ponce, el autor que más ha profundizado en nuestro idioma sobre el autor austriaco. El crítico embiste y embiste duro contra... molinos de viento. Por eso sorprende que la única vez que el crítico utiliza la frase “obra maestra” sea para designar a Óscar Liera, dramaturgo sinaloense, su paisano, y que su apuesta (“figura mayor de la literatura del siglo xxi”) sea Nadia Villafuerte, narradora muy cercana al crítico.
Tres experiencias literarias (Castañón, Montiel, Beltrán) que van del clasicismo al exabrupto, del rigor al desvarío. Tres ejemplos magníficos de la vitalidad del ensayo literario que hoy se practica en México. ~