sábado, 1 de mayo de 2010

Encanto y crítica

1/Mayo/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Siempre que los críticos se empeñan en mostrar sus categorías y metodologías para abordar una obra literaria, corren el riesgo de alejarse del criterio más válido y universal, que es el del lector. Puede ser que el conocimiento que tienen aquéllos de una obra se traduzca en finas y acuciosas observaciones, en profundos análisis de contexto y estructura del objeto de estudio, pero es un hecho que su sapiencia nunca podrá competir con la frescura y desenfado con que este último es capaz de juzgar una novela o un cuento.

Ahí donde el crítico dice, por ejemplo, de una novela, que es un “deslumbrante ejercicio de estética minimalista”, un lector razonable puede apuntar: “Es una obra bella y sencilla”. O bien, simplemente, “me gusta “. No parece mucho a los ojos del especialista, pero suele ser suficiente para que un autor y su obra trasciendan.

El escritor francés, Julien Gracq, lo dice de este modo: “A partir del momento en que existe un público literario (es decir, desde que hay literatura) el lector, que tiene delante una variedad de escritores y obras, reacciona de dos formas: con un gusto y con una opinión. Cuando se ve cara a cara a solas con un texto le salta ese mismo resorte interior que nos funciona por dentro, porque sí, cuando conocemos a una persona: «le gusta» o «no le gusta»; es o no lo suyo…”.

Apenas ayer leí un texto donde Enrique Vila Matas recupera —de Fernando Savater, quien también se ocupa de ello— la noción de encanto para definir lo que en suma hace que no podamos abandonar una lectura. Si una obra lo posee, todo lo demás parece salir sobrando. Sin embargo, no faltan los problemas en torno de este asunto. ¿Qué pasa cuando nos topamos con un clásico que parece no tenerlo? ¿Debemos abandonar su lectura sin importar que nos estemos perdiendo de algo que ha sido valorado por la crítica como un texto indispensable? ¿O debemos seguir el práctico consejo que no pocos escritores ofrecen: si un libro no te atrapa en las primeras líneas o páginas, déjalo?

Por una parte, muchas obras resultan encantadoras porque contienen una gran ligereza. Leerlas es como escuchar un ritmo pegajoso o saborear algo agradable al paladar que no requiere de mayor capacidad degustativa. Por la otra, hay también obras a las que sólo podremos acceder concentrándonos durante muchos días y noches. Leerlas equivale a escuchar un largo concierto o a poner a prueba nuestro paladar frente a una compleja preparación culinaria.

No obstante, desde hace mucho se acepta que el valor de la sencillez no está reñido en materia literaria con la calidad ni con la maestría en su ejecución. Pero los clásicos, para serlo oficialmente (o académicamente, que es muchas veces lo mismo) no tienen por qué ser sencillos ni complejos. Pareciera de pronto que ganan su estatus a fuerza de la relectura, algo en lo que ya reparó Italo Calvino en su famoso Por qué leer a los clásicos: “Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo…». Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro”.

Luego vino Augusto Monterroso, quien generalizó (burlonamente) esta definición para todos los intelectuales y gente culta que, efectivamente, nunca están leyendo por primer vez una obra (¡qué va!), sino siempre releyendo. Parte extrema de este bluff son quienes aseguran haber leído (aunque no se les note por ningún costado) todos los clásicos por los que se les pregunta. Son gente de una sabiduría aparte (por ficticia), que finalmente siempre son descubiertos como ridículos farsantes o pequeños estafadores de la buena fe de sus auditorios.

Ahora bien, más allá del legítimo encanto literario que cada uno es capaz de encontrar, y de la incuestionabilidad de algunos clásicos (encantadores o no), corren tiempos en que las grandes editoriales y el marketing nos intentan imponer una percepción acerca de las obras que se supone “marcan nuestro momento” o que de plano ya fueron entronizadas como “nuevos clásicos”, “lecturas imprescindibles” y demás patrañas.

Gracq sabía perfectamente lo que decía, cuando ya desde mediados del siglo XX —sin saber todavía del impacto global de las nuevas tecnologías y medios: “De una semana a otra, las brújulas de los críticos apuntan por turnos hacia todos los horizontes de la rosa de los vientos, vientos que dan ganas de calificar, como poco, de variables flojos. Estamos en una época que, pese a la evidente plétora de talentos críticos (quizás sea ésta su marca más característica), parece más incapaz que cualquier otra para empezar a seleccionar por sí misma su propia aportación. No sabemos si hay una crisis de la literatura, pero salta a la vista que existe una crisis del criterio literario”.

Por eso hay que confiar en el encanto, pero sin echar por la borda la historia y la información puntual de las obras y sus autores. Contra la sensibilidad natural del lector y la pertinaz presencia (a veces de siglos) de diversos clásicos, nada pueden los inventores de genios literarios de ocasión.


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