sábado, 29 de diciembre de 2012

CONACULTA: LO CULTO, ¿QUE OCULTA?

29/Diciembre/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Desde el regreso de Rafael Tovar y de Teresa a Conaculta —que ya encabezó en los sexenios de Salinas y Zedillo— circulan en prensa e Internet un par de planteamientos: cultura para reparar el tejido social y la promoción de una industria cultural independiente.

Hablar de programas culturales para reparar tejido social alude a espectáculos gratuitos o centros culturales comunitarios (con cursos, eventos y acervos). ¿Es posible en México mantener un proyecto así?
No. Se pueden hacer infraestructuras simbólicas. Un festival aquí; un espacio allá. Granos de arena en un pozo sin fondo.
Además, en México hablamos de ese sueño como si no existiera ya una gigantesca red de espacios donde millones de niños y jóvenes asisten durante varias horas, casi todos los días: las escuelas.
Ahí es donde los niños y jóvenes —y sus familias— podrían adquirir conocimientos y experiencias para alejarles del subempleo, violencia y desesperanza.
Pero el sistema escolar mexicano es un desastre y seguirá siéndolo con el regreso del PRInosaurio que lo operó el siglo pasado.
¿Y la idea de una industria cultural independiente? Pongamos el caso de las editoriales. ¿Por qué necesitan el dinero del Estado para sobrevivir? Principalmente, porque no hay suficientes lectores. ¿Por qué no hay lectores? Porque el sistema escolar que podría producir millones de lectores no sirve. Las cifran lo prueban.
(Para colmo, la red de bibliotecas públicas no funciona y, por ende, no compra ni resguarda los libros que el país produce).
Escuchar las propuestas de Tovar y de Teresa implica olvidar que las misiones que tiene en la mente ya tienen una infraestructura que debería cumplirlas directamente: la Secretaría de Educación Pública.
Desde su creación, Conaculta opera como una especie de intervención gubernamental de disimulada emergencia, por ejemplo, inyectando recursos a la cultura “alta” mediante apoyos y subsidios a la creación artística culta (profesional y joven), y enlazando simbólicamente una parte de ella con otras poblaciones.
Sin Conaculta, la cultura “alta” estaría en la misma crisis que el sistema escolar. Muchas iniciativas, creadores y espacios no podrían continuar o tendrían actividades mínimas y rudimentarias.
Lo que dice Tovar y Teresa refleja que la SEP —en cuestión de reparar el tejido social y promover manifestaciones culturales— es como si no existiera.
Entonces, Conaculta, por un lado, sustenta proyectos simbólicos, estratégicos o coyunturales con la población general y, por otro, mantiene una variada infraestructura andando para evitar que también la cultural alta se desplome.
Conaculta es una venda que, al ayudar a la clase culta, oculta el completo fracaso popular de la SEP.
A nivel macrosocial, sin embargo, Conaculta no puede servir ni como curita en la gigantesca herida abierta del narcosistema.

15 para el 2012

29/Diciembre/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

Puesto nuevamente a hacer un recuento de los quince libros del año (a generosas instancias de Carlos Puig en su programa de televisión En15) creí verme en un bosque con numerosos senderos que llevan a la crítica a muy diversos puntos. Incluso hubiera podido elegir, erróneamente, uno que por momentos parecía más amplio que otros y que indicaba que no hemos tenido grandes o rotundos acontecimientos editoriales este año.
Los múltiples caminos, sin embargo, harán seguramente que los ejercicios de selección (que no tratan de negar y menos anular otras opciones) resulten más opuestos o distantes entre sí. A nadie debe extrañar esa condición que expresa, antes que la obvia subjetividad del crítico, la enorme riqueza del panorama al que nos intentamos asomar.
Aclarado esto, entro de lleno a los títulos que me parecieron más significativos en este 2012 de tonalidades apocalípticas.
1. Cartas a Clara, Juan Rulfo, Ed. RM. Para quienes solo tienen presente sus obras fundamentales, esta es la oportunidad para encontrarse con un Rulfo en pleno ascenso literario, romántico, tímido, de intensa dimensión humana, que explica en buena medida al gigante de las letras mexicanas que llegó a ser.
2. Mil bosques en una bellota, Edición de Valerie Miles, Ed. Duomo. Fue Emerson, según explica la editora de este rico mosaico de las letras hispanoamericanas, quien dijo (en su ensayo La historia) que “la creación de mil bosques está en una bellota”. Y con esa convicción, Miles nos obsequia una muestra —elegida por ellos mismos— de lo mejor de 28 autores como Vargas Llosa, Sergio Pitol, Ricardo Piglia, Juan Goytisolo o nuestro colaborador de MILENIO José de la Colina.
3. Diario de invierno, Paul Auster, Ed. Anagrama. El autorretrato literario más elogiado de la temporada. Una retrospectiva vital donde el autor de La invención de la soledad examina al Auster que fue, desde sus más tiernos años, pasando por la etapa en que se sintió campeón juvenil del onanismo, hasta llegar a los trigésimos aniversarios con su mujer. Auster por Auster: un gran texto.
4. El buen libro, A.C. Grayling, Ed. Ariel. Sin ninguna exageración, el autor de este volumen lo subtituló: Una Biblia humanista. Y se trata de una compilación magistral sobre los mejores relatos y las más sabias reflexiones que la historia y la filosofía nos pueden ofrecer. El (buen) libro lo puede comenzar uno por donde le plazca y siempre encontrará una perla, un norte que nos explique cómo la felicidad, donde la haya, está en las cosas más simples de este mundo.
5. Si en otro mundo todavía, Jorge Fernández Granados, Ed. Almadía. La antología que este poeta ha preparado es un testimonio de la emoción frente a la vida y sus cosas. Tras la sutil profundidad de la voz poética de Fernández Granados, uno no puede sino escuchar el viento y mirar hacia los sueños de otro modo.
6. La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa, Alfaguara. La advertencia ensayística del autor de La tía Julia y el escribidor es para tenerse en cuenta: la cultura, o eso que llamamos tal, corre el riesgo de poblarse de farsantes en todos los terrenos.
7. Nombre de perro, Elmer Mendoza, Ed. Tusquets. Toda la potente narrativa de Mendoza en una extraordinaria novela que debería ser la envidia de todos los reporteros metidos a narconovelistas y también, claro, de los novelistas metidos a reportear el narcotráfico.
8. Canción de tumba, Julián Herbert, Ed. Mondadori. Prueba de que solo la literatura puede acercarse a lo más desgarrador de la vida. La mejor novelística mexicana late en estas páginas rigurosamente bellas y arduas.
9. La edad de la punzada, Xavier Velasco, Ed- Alfaguara. Mirada omnímoda sobre la adolescencia desde el mirador de la madurez literaria. La gran bildungsroman de Velasco.
10. Todo, Kevin Canty, Ed. Libros del asteroide. Después de muchos naufragios personales, los personajes de Canty se atreven a intentar encontrar la orilla; al fin, pues, entienden que la vida no para.
11. Antigua luz, John Banville, Ed. Alfaguara. A Banville ningún tema le viene grande; tampoco el de las relaciones difíciles (como la que se da entre un joven de 15 años y la madre de un amigo suyo de 35). El niño se convertirá en actor y ese episodio servirá de prisma para observar otras relaciones que lo han marcado. La pluma de Banville a todo lo que da.
12. Paisaje caprichoso de la literatura rusa, Selma Ancira, FCE. Nos ha regalado extraordinarias traducciones que la hicieron, este mismo año, merecedora del premio Tomás Segovia, pero este muestrario de la literatura rusa es de suyo memorable. Quien visite sus páginas se verá fascinado por algunas piezas de los grandes autores rusos que no habían sido traducidas al español.
13. Acapulco golden, Jeremías Marquines, Era-INBA-Instituto Cultural de Aguascalientes. El personaje, Malcolm Lowry; el entorno, Acapulco en los años treinta; el recurso, una poesía como la de Marquines que aprovecha todo para iluminar la atormentada noche de Lowry.
14. La silla de Karpov, Javier García Galiano, Ed. Ficticia. Reunión de finísimos textos que confirman cómo del periodismo pueden surgir los materiales de la gran literatura.
15. El paseante de cadáveres, Liao Yiwu, Ed. Sexto Piso. Asombroso viaje a la China profunda que sigue ahí a pesar del proyecto que busca sintetizar lo peor del capitalismo con lo peor del comunismo.

“Los escritores no se jubilan”

29/Diciembre/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Jorge Edwards, el gran narrador chileno vivo que ha compartido su ejercicio literario con su labor diplomática -tarea que aún ejerce aunque con mucho menos ganas que en los primeros años- decidió que era tiempo de compartir su historia, así que hace unas semanas llegó a México la primera parte de sus memorias, que lleva el título de Los círculos morados.
Nunca dudó en llamarla así, quería contar que esas eran las marcas que el vino barato dejaba en las comisuras de sus labios cuando decidió ser escritor y adentrarse en ese mundo de bohemia y rebeldía.
En la primera parte del proyecto que será de tres entregas, el escritor nacido en Santiago de Chile en 1931, Premio Cervantes en 1999 y Nacional de Literatura en 1994, narra su formación como escritor, su vida burguesa, la incorporación a las letras, el afán por cumplir con la familia y concluir la carrera de abogado, el encuentro impactante con Pablo Neruda y con otros chilenos como Alejandro Jodorowsky y Enrique Lihn, y luego su contacto con los surrealistas.
Edwards, embajador de Chile en Francia, dice a EL UNIVERSAL que Los círculos morados es una evocación muy íntima, un retrato literario de una vida y una época.
“¿Sabe porque se llama así?, yo descubrí primero la literatura en los libros de la casa, en los libros del colegio, empecé a escribir; descubrí a los grandes autores, pero los descubrí solo, a Rimbaud, a Baudelaire, a San Juan de la Cruz, a García Lorca, a Neruda; yo no sabía quién era Neruda, un día llegó un chico a la clase y preguntó: ‘¿ustedes saben quién es Pablo Neruda?’, y entonces él leyó el primer poema de los Veinte poemas de amor... ‘Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos...’, era un poema tan erótico que todos quedamos iluminados y nos fuimos a leer a Neruda.
“Después conocí a algunos de los poetas de Chile, íbamos a las tabernas, muy sórdidas, en unos subterráneos, medio infernales y bebíamos vinos malos, salíamos de ahí con un círculo de color lila alrededor de la boca del vino malo, yo pensé siempre: este es el signo delator, ¿delator de qué? De que uno se pasó de la casa burguesa a la poesía, a la escritura, a la taberna infernal. Yo tenía mucho miedo de que mi madre me sorprendiera con los círculos morados”.
Aquí relata cómo descubrió la literatura
Es el tema de la salida del orden en cierto modo y la aventura, hay grandes poemas sobre el tema del orden y de la aventura en el arte, del descubrimiento de la palabra, de la salida del orden para entrar en un mundo de aventura intelectual e incluso espiritual.
¿Cuando decidió que era tiempo de contar las memorias?
Decidí que era tiempo hace tiempo, cuando tenía 15 años de edad y actué conforme con esa idea, estudié Derecho para dejar contenta a la familia, pero cuando recibí el título lo metí en un canasto y lo olvidé; ese descubrimiento es muy antiguo; pero de repente descubrí que yo podía escribir un libro que cuenta esa historia.
En el segundo voy a hablar de mi conocimiento y de mi experiencia y relación con los grandes escritores latinoamericanos que vinieron después, que conocí antes de que fueran tan famosos: Julio Cortázar, a quien conocí en la casa de Mario Vargas Llosa; Carlos Fuentes, que era un gran bailarín, era un gran trabajador pero al final del día le gustaba mucho bailar, era muy simpático, después nuestras relaciones se complicaron un poco pero tuvimos una estupenda reconciliación en París, estuvo en mi casa, poco antes de morir. Yo pensaba “después de esta reconciliación espero tener tiempo para conversar con él, para hablar de todos estos años que han pasado que hemos estado con cierta distancia”, pero se murió.
¿Por qué el distanciamiento?
Hubo cierta vacilación y cierta distancia por mi libro sobre Cuba, en ese tiempo era muy difícil ese libro, muy arriesgado.
¿Cómo evalúa esos primeros años?
Los evoco como años irrepetibles, luminosos. Cuando empecé a escribir tenía un pariente escritor que ya era bastante conocido, después sacó el Premio Nacional de Literatura; se llamaba Joaquín Edwards Bello, primo hermano de mi padre. Él estaba alejado de la familia, justamente se había alejado para escribir, en la familia se hablaba de él como “el inútil de Joaquín”, entonces cuando yo me metí en el mundo de escritor, me metí en la inutilidad, del riesgo vital, pero así lo hice.
Tenía una vieja tía que era muy baja de estatura y muy narigona, era tía abuela, muy simpática; me mostraba las tapas del libro de Joaquín, pero lo hacía casi a escondidas y me decía “tu sabías que tienes un tío escritor”. Yo me reía. Después lo conocí y escribí una novela sobre él porque era un personaje muy misterioso para mí; era un personaje de la familia que nunca estaba, estaba muy lejos o de viaje o en un barrio de Santiago que ya no era bien visto.
¿Nunca lo llamaron “el inútil de Jorge”?
Cuando comenzaba a escribir yo fui calificado por mucha gente; era un buen alumno en el colegio, era rápido, sacaba las mejores notas, creían que yo iba a ser un gran abogado, que me iba a enriquecer y cuando empecé a aparecer como escritor la gente empezó a decir, “el niño de Sergio -mi papá se llamaba Sergio- que prometía tanto y se puso tonto”.
¿Nunca se ha arrepentido de dedicarse a la literatura?
No, al contrario, mi padre vivió hasta muy viejo y al final estaba un poco orgulloso de mí, lo disimulaba, cuando fui a la ceremonia de admisión a la Academia de la Lengua Chilena, mi padre a la vuelta me dijo una cosa que me pareció muy cómica, quizás él no se dio cuenta de lo cómica que era, pero me dijo: “fuiste el mejor”. Ya había una reconocimiento paternal allí.
¿Ya trabaja el segundo volumen?
No, porque estoy terminando una novela, cuando la termine me meto en el segundo volumen, me meto fuera de la embajada, eso lo juro porque el segundo volumen como va a ser un volumen con muchos personajes literarios que conocí, algunos de ellos vivos, quiero hacerlo acompañado de una relectura muy extensa de todos esos personajes, de todas esas novelas, a Neruda no necesito releerlo, pero quiero releer a Alejo Carpentier, hasta llegar al día de hoy. Así que tengo mucho trabajo por delante. Eso es lo bueno de ser un viejo escritor, que los escritores no se jubilan. Claro si se ponen tontos los jubilan los lectores, ellos no se dan cuenta.
¿En el segundo tomo de sus memorias aparecen escritores mexicanos?
Claro, por lo menos aparecen dos, Carlos Fuentes y Octavio Paz, y algunos más como José Emilio Pacheco. Carlos Fuentes me dijo: “No vas a escribir el segundo tomo porque hay mucha gente viva”. Yo le dije: “No, yo sé presentar una cosa sin ofender”. Y eso es cierto. Así que voy a escribir tres.
Aquí está su familia, ¿en el segundo, los amigos?
Está la familia, la casa, la madre, el padre, los hermanos, las hermanas chicas. La historia musical porque yo era un chico melómano que pertenecía a las asociaciones musicales y ahí sale un personaje muy divertido de ese tiempo, que es el personaje principal de la novela que viene ahora que se llama El descubrimiento de la pintura, es una novela corta que escribí como una derivación de una historia que aparece en las memorias; las memorias me han dado elementos, puedo escribir memorias y a partir de una historia que aparece, escribir una novela corta, escribir un cuento.
A mí me divierte mucho escribir, no estoy de acuerdo en absoluto con Phillip Roth, quien dijo el otro día que abandonaba la literatura; es una tontería; hay muchos escritores que han escrito hasta el día de su muerte; Marcel Proust escribió la muerte de un personaje suyo observando su propia enfermedad, en los días finales. Yo soy de esos.
Sin embargo, volvió a la diplomacia
Voy a salir apenas pueda, me quita mucho tiempo, no estoy para memorándums, papeles, para recibir una visita que no me interesa, que no me dice nada, nos decimos lugares comunes, hay que ser un maestro de los lugares comunes.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Clásicos vivos y muertos

22/Diciembre/2012
Laberinto
David Toscana

Los clásicos no son inmortales. Hace falta que esa minoría de lectores silenciosos les dé impulso, continúe pedaleando la bicicleta que podría desplomarse algún día.
No pienso en Dostoievski, Cervantes, Kafka, otros tantos autores que gozan de movimiento perpetuo. ¿Pero alguien querrá leer a José Donoso dentro de cincuenta años? ¿A Onetti? ¿A Carpentier? ¿Joseph Roth? ¿Bruno Schulz? ¿Será Rulfo un autor que tan solo se lea en español? ¿Tan solo en Latinoamérica? ¿Tan solo en México?
Alguien dirá: si un libro o autor cae en el olvido es precisamente porque no era clásico. Me queda claro que esa es la razón por la que muchos éxitos editoriales de hoy serán desterrados mañana de librerías y bibliotecas; sin embargo, quiero pensar que la condición de clásico o de universalidad de una obra está en la obra y no en el lector; pero ya esta idea abre la puerta a una posibilidad descabellada: que haya clásicos inéditos.
O quizás no tan descabellada. Recordemos, por ejemplo, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Fue rechazada por incontables editoriales. Publicada al fin, por insistencia de la madre cuando el autor tenía once años de muerto. La novela pinta para ser un clásico. ¿Lo era ya cuando se trataba de un manuscrito multirrechazado?
No dudo que haya en la historia de la literatura muchos manuscritos que nunca llegaron a la imprenta, que no tuvieron esa insistente madre del autor.
Esta semana leí que apareció un cuento inédito de Hans Christian Andersen. ¿Bastará incluirlo en la siguiente antología para que sea un clásico?
En el multitudinario entierro de Manuel Acuña, el país despidió a uno de sus grandes poetas. Un clásico, habría dicho cualquiera de sus amorosos lectores. Mas oh, nuestro temperamento ha cambiado a través de las generaciones, y hoy el “Nocturno a Rosario” es emblema de la cursilería.
Al mismo tiempo, esos lectores de corazón duro tienen un espíritu de condescendencia con lo escrito en el pasado. Si un escritor contemporáneo tuviese un personaje con la visión religiosa de don Quijote, nos reiríamos de él. En cambio nada de eso nos molesta en Cervantes. Hoy, una novela con la gravedad del tema de Madame Bovary apenas podría salir del mundo puritano gringo, pero está muy bien que la haya escrito un francés del siglo diecinueve.
A mí me gustaría que La familia Golovliov, de Mijaíl Saltykov-Shchedrín, fuese un clásico, pero es difícil conseguir una edición en español. Y así tengo varios otros títulos que creo injustamente relegados.
Encima, estos libros clásicos o potencialmente clásicos han de navegar en un mercado que los ahoga. A los grupos editoriales no les gustan los clásicos; con ellos no se puede hacer gran negocio. Hay que impulsar la novedad, así sea mala; apabullar el libro de ayer, así sea bueno. ¿Dije “así sea mala”? Corrijo: sobre todo si es mala; de ese modo se garantiza lo efímero de su moda y con más certeza tendrá que ser pronto sustituida por otra novedad.
Nosotros, los que hoy leemos, los que estamos vivos tenemos una doble responsabilidad: seguir impulsando a los clásicos e identificar, entre la literatura contemporánea, los clásicos de mañana.

¿Cuál es la novela del “boom” latinoamericano?

26/Diciembre/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

La noche en que Mario Vargas Llosa recibió el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en el idioma español, declaró que aunque muchos citan La ciudad y los perros como la primera novela del boom, era justo decir que ese papel pionero y anunciador del boom debería concederse a la primera novela de Carlos Fuentes: La región más transparente, publicada en 1958, cuatro años antes que la suya.
Y aunque muchos han intentado hallar ciertas verdades: ¿quién le llamó “boom latinoamericano” a la proyección que a partir de la década de los 60 tuvo en España un amplio grupo de escritores de América Latina?, ¿cuál fue realmente la primera novela del “boom latinoamericano”?, y ¿cuántos y cuáles son los escritores que integran ese grupo?, para ello no hay respuestas categóricas.
Ese 21 de noviembre, Vargas Llosa dio amplias razones para que la novela de Carlos Fuentes se considerara precursora de lo que él mismo llamó “movimiento, grupo o promoción de escritores”; dijo por ejemplo que “fue la primera novela latinoamericana que rompió el aislamiento en que hasta entonces nacían, vegetaban y vivían tantas novelas que, por falta de editoriales y la balcanización cultural de nuestro continente, sólo se ponían al alcance de mercados minúsculos”.
Juan José Armas Marcelo, director de la Cátedra Mario Vargas Llosa, señaló en entrevista telefónica con EL UNIVERSAL que La ciudad y los perros es la primera novela del boom que se reconoce en Barcelona.
“Aunque Carlos Fuentes publica La región más transparente en 1958 y es posible que alguien haya visto algo que no se llamaba boom ni se llamaba nada, es hasta 1962 cuando Carlos Barral descubre La ciudad y los perros; por lo cual yo no podría marcar el inicio del boom, lo cierto es que Carlos Fuentes, Carmen Balcells, Emir Rodríguez Monegal y Carlos Barral fueron fundamentales en la edificación de esto”, apuntó el narrador.
Armas Marcelo afirmó que Carlos Fuentes tenía una seguridad profesional porque era muy mundano, que su espacio geográfico era el mundo y su mundo era la lengua. “No me atrevo a decir cuándo y cuál es la novela del boom”.
Para el crítico literario peruano Julio Ortega, la observación de Mario Vargas Llosa al recibir el Premio Internacional Carlos Fuentes demuestra que el boom tiene historia y que hoy en día se puede proponer la genealogía de manera más imparcial, libres (gracias también a la novela) de la enemistad de la política y la mediocridad de los valores impuestos por el mercado.
“Hay consenso de que la nueva narrativa hispanoamericana adquiere ciudadanía internacional cuando en 1961 Borges compartió el Premio Formentor con Beckett. Fuentes decía que el boom empezó cuando llamó a José Donoso, desde Nueva York, para decirle que una de sus novelas se iba a traducir al inglés. Pepe enmudeció y se escuchó boom. Tomó el teléfono Pilar y le dijo: Pepe se ha desmayado, ¿qué noticia le diste? Allí empezó el boom, decía Carlos, cuando Donoso no pudo creer que estaría en inglés”, relató Ortega.
Tal como señala Armas Marcelo, nadie se atreve a situar una novela como la primera del boom latinoamericano por la arbitrariedad que representa. El escritor colombiano Carlos Granés acepta que La región más trasparente tiene todos los elementos de las novelas del boom, pues es una novela urbana, experimental, compleja, ambiciosa y con una acusada deuda de autores anglosajones, especialmente de John Dos Passos.
“Sin duda es una novela del boom pero no fue la detonante del movimiento. La razón es sencilla: el boom fue un estallido editorial español, y la novela que causó furor en España, que ganó los más importantes premios del momento y deslumbró a Carlos Barral, el editor por excelencia del boom, fue La ciudad y los perros. Soy consciente de que esta selección también es arbitraria, y en realidad creo que después de 50 años ya poco importa cuál fue la primera novela. Lo importante y milagroso es que en pocos años se hubieran escrito obras maestras como Aura, La muerte de Artemio Cruz, La Casa verde, Paradiso, Cien años de soledad y tantas más”, comentó el colombiano Carlos Granés, en entrevista desde España.
El novelista Fernando Savater comparte la opinión: “Hay novelas anteriores de las que nos enteramos después, pero La ciudad y los perros fue la irrupción en España de un autor, un estilo, etcétera, dentro del ámbito de los lectores españoles sí que podemos considerarla como la primera”.
A 50 años de la detonación
Hace unas semanas la Cátedra Mario Vargas Llosa celebró los 50 años de La ciudad y los perros y del “boom latinoamericano”, para lo cual reunió a 43 escritores de todos los países de habla hispana. Allí se habló de los escritores del “boom”: Vargas Llosa, Fuentes, Cortázar, García Márquez; pero también de otros que no están y merecen un lugar: José Donoso, Jorge Edwards “al que se le otorgó, con absoluta justicia, una silla en la mesa del boom”, Julio Ramón Ribeyro, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Adolfo Bioy Casares, José Balza, Jorge Ibargüengoitia y R. H. Moreno Durán.
No es fácil hablar de los escritores del boom, como tampoco lo es hablar de los maestros de esa nueva novela, porque al tiempo muchos les buscan un lugar en el boom, ahí están Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, José Lezama Lima y desde luego Juan Carlos Onetti y Jorge Luis Borges.
Además de los maestros extranjeros: William Faulkner, John Dos Passos, Virginia Wolf, James Joyce, Ernest Hemingway, Franz Kafka.
Carlos Granés, quien además es asistente de la dirección de la Cátedra Vargas Llosa recuperó una escena famosa en la biografía de García Márquez: “Álvaro Mutis llega a su apartamento en México y le arroja dos libros sobre la mesa. ‘Lea esa vaina, carajo, para que aprenda, y no joda’, le dice. Los libros eran Pedro Páramo y El llano en llamas. Y en efecto, García Márquez aprendió muchísimo leyendo a Rulfo”.
A 50 años de distancia de esa detonación, Julio Ortega afirmó que “nuestra nueva ciudadanía, la de latinoamericanos, hijos de la imprenta y la escritura, nos la da la nueva novela hispanoamericana. Antes, la buscamos en lo indígena, en lo mestizo, en la revolución, y algunos, que no pusieron a prueba su competencia, en el Estado y sus favores. De allí la demanda de libertad de estas grandes novelas. Nos forjaron como lectores capaces de reconocer nuestra mutua humanidad”.
Para el escritor Carlos Granés, la literatura latinoamericana después del boom perdió todos los complejos de inferioridad, se abrió al mundo, se arriesgó, se volvió cosmopolita, bebió de todas las tradiciones y se otorgó el derecho hablar de lo que se le antojara. “La influencia que tuvo la nueva narrativa latinoamericana fue crucial. Fue un vendaval que oxigenó la literatura en español, y que abrió mil caminos nuevos para la experimentación y creación literaria de los escritores españoles”.
Juancho Armas Marcelo es más íntimo en su conclusión sobre lo qué significó el boom, dijo que uno de los encuentros “es la unión, el compañerismo, independientemente de los textos había una unión profunda, un deseo de ayudarse los unos a los otros”. Y en eso fue Carlos Fuentes fue maestro.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Sobre Pessoa (respuestas a una encuesta)

23/Diciembre/2012
La Jornada
Marco Antonio Campos

El poeta colombiano Armando Romero actualmente está realizando una encuesta sobre Fernando Pessoa y me mandó el siguiente cuestionario:
–¿Cuándo oyó usted hablar de Pessoa por primera vez, y por qué medio o por quién?
–Cuando muy joven admiraba mucho al ensayista Octavio Paz (lo sigo admirando); leí en 1969 su libro Cuadrivio. Como sabe, el cuarto y último ensayo está dedicado a Pessoa (“El desconocido de sí mismo”). El bellísimo ensayo, como la poesía de Pessoa, es como una casa de múltiples puertas.
–¿Cuando leyó usted a Pessoa por primera vez y en qué libro o revista?
–También en 1969, pero en la antología que armó y tradujo el poeta argentino Rodolfo Alonso. Se publicó en Fabril. Cuando leí los poemas traducidos por Paz años después, me parecieron más afines a mi sensibilidad, pero la traducción que me dejó la primera y definitiva impronta fue la de Alonso. Todavía guardo el libro. Se nota en la cubierta de pasta dura y en las páginas las muchas lecturas que hice. Después mi padre me trajo a principios de los setenta del Brasil las obras de Pessoa en portugués. Con todas mis deficiencias respecto al idioma, mi acercamiento ya fue directo. Creo que leía mejor el portugués que ahora.
–¿Qué impacto le hizo a usted la obra de Pessoa en ese entonces?
–Demoledor. Lo leí a lo largo de varios años, pero sobre todo en aquellos 1969 y 1970 me hizo sentir todo el peso del fracaso y la inutilidad de un verdadero porvenir. Ningún poema de él me causaba tanto desánimo como “Tabaquería”, del cual, por cierto, hice después una versión que publiqué en 1982. Pero estéticamente Pessoa era un inmenso poeta. Me cautivaba cómo unía la reflexión metafísica y lo menudamente cotidiano. Cómo su alta lucidez difícilmente dejaba de ser emotiva. Cómo, de una frase convencional o banal, desarrollaba en perfecta ilación un admirable poema. Me deleitaban mucho asimismo los juegos que Pessoa hacía con sus propios heterónimos, como si se conocieran desde hacía mucho tiempo o convivieran en una casa de fantasmas que podía también ser el mundo. Pessoa me influyó mucho, pero no sabría decirle en este momento en qué y en dónde exactamente en mi primera poesía. Yo era muy joven y andaba buscando caminos. Por lo demás, la influencia de una traducción nunca es la misma que la del original: son dos poetas que se parecen mucho pero no son iguales. O en el caso de Pessoa principalmente son cuatro poetas, aunque, como se sabe, tuvo decenas de heterónimos. Por cierto, cuando le di a Paz en aquel 1982 mi versión de “Tabaquería” en su departamento de Paseo de la Reforma, me dijo: “Pero ¿por qué otra traducción de Pessoa?” Entendí que entre líneas me reprochaba: “¿Para qué otra si ya está la mía?”
–¿Qué pensó usted de los heterónimos, los pudo diferenciar?
–Si hablamos de los cuatro poetas, no tuve problema. El único que tenía la impresión de que se parecía menos a Fernando Pessoa era el poeta que escribía con el nombre de Fernando Pessoa. Me gustaba en su honda sencillez humana y en sus imágenes llenas de sensaciones el poeta bucólico Alberto Caeiro, aunque sentía más cerca el verso clásico pero hondamente emotivo de Ricardo Reis, quien me hacía creer que también eran mis contemporáneos Píndaro y Horacio, pero quien me pareció desde entonces el poeta por excelencia fue Álvaro de Campos, engenheiro, poeta sensacionista. Sin embargo, hago de él aquí una apostilla: el heterónimo que hizo los poemas más depresivos es también el futurista torrencial y furibundamente optimista de “Saludo a Walt Whitman” y “Oda triunfal”, poemas que se leen en un arrebato, o como decía Nietzsche, se leen –deben leerse– de pie.
–¿Hubo uno de los heterónimos que fue y sigue siendo su favorito, o hay cambios?
–Sigo pensando que el mejor, como lo creyó también Paz, es Álvaro de Campos, y sigo pensando que sus vastos y breves poemas que me marcaron en la juventud son los que releo con verdadero placer: “Lisbon Revisited”, donde manda al diablo todo y a todos; “Escrito en un libro abandonado en viaje”, una suerte de punzante epitafio; el epigrama “The Times”; “Gacetilla”, donde es consciente de que los poetas verdaderos vivirán más en el tiempo que los millonarios de todas las épocas; “Aniversario”, en que se le caen a la vez los años y los fracasos; la invectiva satírica “Marinetti, académico”, y desde luego los poemas de gran aliento como “Oda marcial”, “Saludo a Walt Whitman”, “Oda marítima”, y aparte, en el lugar lujoso de la vitrina, “Tabaquería”. Pero debo decirle que son pocos los poemas de Álvaro de Campos que no me gustan. Como Kavafis, Kafka y Borges, en Pessoa la persona se confunde con el personaje, y quien mejor lo ha inventado en sus espléndidas ficciones, quien lo ha hecho vivir de nuevo al figurarlo en varios de sus libros, es Antonio Tabucchi, haciéndolo, por ejemplo, entrevistarse en Lisboa con otro extraño en la Tierra, Luigi Pirandello, o con quien luego de una agotadora jornada se va Tabucchi con él a cenar, o consigue imaginativamente que sea visitado por sus heterónimos en los tres últimos días de su vida. “Me ha gustado invitarlo a que habite en mis páginas”, me contestó Tabucchi en una entrevista. Me da por creer que es dable imaginar a Tabucchi como el último de los heterónimos de Pessoa.
–¿Piensa usted que la obra de Pessoa tiene una presencia o afinidad con su poesía y en qué?
–Nadie que lo haya leído a fondo escapa a su influencia. Si la hay en mí es en la parte oscura y pesimista, pero no sabría en verdad, le reitero, explicarle cómo. Por lo demás, el único heterónimo que he utilizado como escritor suele llamarse Marco Antonio Campos. Pero uno se reconoce a menudo más en los versos ajenos que en los propios. Tal vez como Pessoa, tal vez más que Pessoa, me reconozco en estas líneas de “Tabaquería”: “Hice de mí lo que no supe,/ y lo que podía haber hecho de mí no lo hice./ El disfraz que vestí era equivocado./ Me tomaron luego por quien no era, y no desmentí, y me perdí./ Cuando quise quitarme la máscara,/ estaba pegada a la cara./ Cuando la tiré y me vi en el espejo,/ ya había envejecido.”

sábado, 22 de diciembre de 2012

NATIVOS CUESTIONAN ACADEMICOS

22/Diciembre/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Los académicos para conseguir un trabajo, como en cualquier otra profesión, deben ofrecer algo nuevo. Eso es positivo. Excepto cuando la relación con algo “nuevo” tiene el único fin de conseguir un puesto o visibilidad.

Hace dos décadas nuevos académicos se colgaron de la aparición de más de una literatura del norte. Nos entrevistaban o te pedían tus libros porque les resultaban inconseguibles. Generalmente, nunca más sabías de ellos.

Al norte nunca se le había dado importancia literaria. Escribir de ese norte en un momento en que no paraba de publicar libros interesantes, se hizo lo que ellos mismos llaman una “industria”. Convenía ponenciar sobre esos salvajes.

Los 90’s y 2000’s, docenas de congresos, artículos MLA en Indiana Jones-Journals y, claro, las Memorias (ed.)

Los escritores del norte pocas veces recibían siquiera un ejemplar o aviso. Las comunidades, mucho menos.

En el 99% de los casos, no éramos sino objeto de estudio, tema nuevo para acrecentar su currículum. Al norte, en nada le beneficiaba ese “descubrimiento”.

A partir, más o menos, del 2004 se dio un giro. Ahora los nuevos académicos necesitaban ofrecer algo distinto, y como ya se había ofrecido que la literatura del norte de México estaba en apogeo y era interesante, los nuevos académicos necesitaban decir lo contrario.

Rastrearon libros, maquillaron sus intervenciones con un teórico norteamericano o europeo que explica lo que hace el nativo, saquearon ideas del norte, titularon su statement cool y, de nuevo, nos enteramos cuando la tendencia se hizo apabullante.

En la última década, la nueva ley dicta que hay que atacar la literatura del norte para tener invitaciones, puestos y notoriedad.

Hoy se nos acusa de todo. Desde ser parte del crimen organizado hasta tener lectores que pagan por nuestros libros.

Estimados académicos y académicas a las que les quede el saco, por favor, dejen de usarnos.

Nuestro ego no los necesita ni nuestra cultura se beneficia en nada.

Llevan ya muchos años colgándose del trabajo literario del norte.

Si ustedes creen que el nativo norteño es tan torpe que los necesita para definirse, “validarse” o “progresar”, o que no se entera o no dirá nada, s*u*e*ñ*a*n.

Yo no soy amable. Pero casi todos mis colegas sí, y ustedes se han aprovechado de su amabilidad.

Antes éramos los “chichimecas”, los “provincianos”, los “bárbaros”, los exotic-posmos; hoy somos los “narcoliteratos”. Y a estos chichimecas, provincianos, bárbaros, exotic-posmos y narcoliteratos no nos gusta que se metan con lo que más amamos: el norte, la tierra en que nacimos y donde vamos a morir peleando.

Y sí, somos lo “regresivo”, lo “mal hecho”, lo “violento”, lo “efímero”, lo que necesita dejar de ser así. Somos la basura costumbrista, la pior de las carnes asadas.

Somos todos tus prejuicios, bibliografía incluida.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Libros para antes del fin del mundo

19/Diciembre/2012
Milenio


Se acerca “el fin del mundo”. Escritores y editores reflexionan sobre cuáles serían los libros que tendrían cerca del desastre, sobre todo títulos que marcaron su vida: una selección amplia y diversa, en la que se refleja que en asuntos de lectura, en gustos se rompen géneros y no siempre los títulos emblemáticos de la literatura universal son los que dejan huella en cada persona.
Ignacio Solares
El príncipe idiota, de Fiódor Dostoievski, porque creo que es el máximo ejemplo de cómo la literatura puede darle forma e ilustrar la teoría cristiana.
Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, porque es un libro escrito en el inconsciente colectivo y, como diría Jung, logró atraer a la tierra un arquetipo del que todos participamos o deberíamos participar, el quijotismo.
La muerte de Iván Illich, de León Tolstoi. Es, quizá, la novela que mejor ha mostrado e ilustrado el proceso inevitable, tan doloroso y pleno a la vez, de la muerte humana.
Los miserables, de Víctor Hugo. No solo es un vasto espejo del París del siglo XIX, sino uno de los libros más crudos y dramáticos sobre la condición humana.
Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Como ningún otro libro en la historia de la literatura mexicana ha captado eso que llamamos el alma mexicana, tan particular y única. Para entender qué es eso que llamamos “mexicanidad” e incluso reafirmar nuestra identidad nacional más allá de los discursos y de los sellos oficiales, hay que adentrarse en este libro mágico.
Hernán Lara Zavala
Autobiografía, de Juan García Ponce. Al leer ese breve volumen se me reveló, por primera vez, la lejanísima posibilidad de ser escritor. Entre García Ponce y yo existían muchas afinidades: él era el mayor de una familia numerosa, con un padre empresario que quería que su hijo lo sucediera, provenía de Yucatán, de clase media acomodada, vivía en la Ciudad de México, estudió con los maristas y, a pesar de todo, su mayor anhelo consistía en alejarse del mundo en el que había crecido para jugársela como escritor y convertirse en artista.
Confabulario, de Juan José Arreola. En varias ocasiones he afirmado que Arreola es el único escritor genial que he conocido personalmente y conste que he conocido a muchos, incluso superiores literariamente, pero ninguno con la brillantez de su genio y su pasión, de su memoria y capacidad creativa y de improvisación: hombre atribulado, pecador culpígeno, declamador nato, artista de la palabra oral y escrita.
El Hacedor, de Jorge Luis Borges. Tanto por García Ponce como por Arreola me acerqué también a la obra de Borges, extraordinario cuentista, ensayista y poeta que innovó forma y fondo de la literatura universal. Todos los libros de Borges son buenos, pero el que se encuentra más cerca de mi corazón es El Hacedor.
Eusebio Ruvalcaba
El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Nunca he encontrado en ninguna otra novela el arte de contar llevado hasta sus últimas consecuencias. Me estoy viendo leerla a bordo del metro, reía yo tanto que la gente se volvía a mirarme. Pero no era una risa vacua, sino asentada en la tragedia que vivía su protagonista. Después caí en la cuenta de que ésa era la maravilla: la vida del chico parecía ser la de cualquier joven más o menos crápula, más o menos triste, más o menos cercano.
Codine, de Panaít Istrati. Desde las primeras líneas, la historia corre como reguero de pólvora. Lo mismo la historia que el modo de narrar, parecen extraídos de un volcán en erupción. Los personajes viven y sufren, se alimentan de una gota de esperanza y al final se entregan a la desolación más devastadora. Cuando hoy por hoy tomo el libro, mis manos tiemblan.
Ulises Criollo, de José Vasconcelos. Cada página de Vasconcelos es una parcela de tierra fecunda. Leyéndolo se aprende a escribir: es un constructor, un arquitecto de la condición humana: leerlo es sumergirse en el océano de la emoción, de la tensión dramática, la de a de veras, la que pone a temblar a los enanos de espíritu.
Las memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. Qué inútiles resultan los viajes cuando se cuenta con un libro como éste: contiene todo en materia de conocimiento, no hay que desplazarse un centímetro para advertir el nacimiento del arte, o el arte en su manifestación más elevada, que es el del conflicto espiritual.
Diego Rabasa
Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Creo que es uno de los libros que debería de sobrevivir a nuestra especie. La maestría con la que Lowry crea un ambiente que nos remite a esa confusa y caótica experiencia que supone enfrentar el mundo desde nuestra mente me dejó sin aliento. El más mínimo gesto dentro del libro es una clave para entender el desolador paisaje mexicano o la tragedia de los protagonistas.
Indigno de ser humano, de Osamu Dazai. Una divertida y punzante historia sobre lo que sucede cuando un hombre renuncia cabalmente a medir su vida en base a los siempre inalcanzables ideales humanos. Me lo llevaría en la memoria porque representa esa zona de permisividad y malicia en la que acontecen tantos placeres.
Hay dos escritores que me llevaría en la memoria porque en su momento fueron clave para mi relación con el mundo: Juan Rulfo y Robert Walser; con Walser quedé maravillado ante la capacidad que tiene para desnudar el sin sentido que hay en cualquier afán humano que no sea el de habitar el momento.
Rulfo me enseñó que la lengua y la tierra tienen una relación íntima y muy poderosa, que la literatura no es un mero retrato de la realidad, sino la expande. Tras leer a Rulfo el mundo fue un lugar diferente para mí.

martes, 18 de diciembre de 2012

Ayúdanos a elegir los mejores libros de 2012

17/Diciembre/2012
El Universal
Redacción

A partir de una consulta convocada por EL UNIVERSAL a cuatro críticos literarios para que eligieran los mejores libros de narrativa, ensayo y poesía publicados en México en este 2012, tenemos una lista amplia de las obras que Armando González Torres, Eduardo Mejía, Élmer Mendoza y Mauricio Montiel Figueiras seleccionaron.

Te proponemos que con base en esa lista que tienes a continuación votes en los comentarios de Facebook, disponibles al final de la página, por los que consideras los mejores libros publicados en 2012.

En la última semana del año publicaremos el texto con la lista de los mejores libros publicados en México en el año que termina.

Mauricio Montiel Figueiras
NOVELA
John Banville, Antigua luz (Alfaguara)
Francisco Goldman, Di su nombre (Sexto Piso)
Pierre Michon, El origen del mundo (Anagrama)
Myriam Moscona, Tela de sevoya (Lumen)
ENSAYO
Luigi Amara, La escuela del aburrimiento (Sexto Piso)
Pietro Citati, Kafka (Acantilado)
Jonathan Franzen, Más afuera (Salamandra)
Tedi López Mills, Libro de las explicaciones (Almadía)
POESÍA
Francisco Hernández, Una forma escondida tras la puerta (Monte Carmelo)
Jeremías Marquines, Acapulco Golden (Era)
Daniel Saldaña París, La máquina autobiográfica (Bonobos)
José Javier Villarreal, Campo Alaska (Almadía)
Eduardo Mejía
NOVELA
Jonas Jonasson, El viejo que saltó por la ventana y se largó (Salamandra)
Petros Márkari. Con el agua al cuello, (Tusquets)
Carlos Fuentes. Federico en su balcón (Alfaguara)
Rafael F. Muñoz. Si me han de matar mañana (Era)
John Fowles, El Coleccionista(Sexto Piso)
ENSAYO
Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo (Alfaguara)
Ferdinand von Schirach, Crímenes (Salamandra)
Michelle Perrot, Mi historia de las mujeres (FCE)
Domninique Simonnet, La más bella historia del amor (FCE)
Armando González Torres
POESÍA
Raúl Renán, Como fue el presagio (Fondo de Cultura Económica)
Mercedes Roffe, La ópera fantasma (Vaso Roto)
Safo, Poemas y fragmentos (Universidad Autónoma de Nuevo Leon-Textofilia editores)
ENSAYO
Margo Glanz, Coronada de moscas (Sexto Piso)
Gerardo Deniz, Red de agujeritos (Ficticia)
José Ovejero, Ética de la crueldad (Anagrama)
Élmer Mendoza
NOVELA
Fernando del Paso, Noticias del Imperio (Fondo de Cultura Económica)
Antonio Orejudo, Ventajas de viajar en tren (Tusquets)
Alejandro Almazán, El más buscado (Grijalbo)
POESÍA
Jaime Labastida, En el centro del año (Siglo XXI)

domingo, 16 de diciembre de 2012

Perspectiva negra (I DE II)

16/Diciembre/2012
La Jornada Semanal
Orlando Ortiz

 
Nunca acabo de entender esa diferencia que hacen los académicos entre novela policíaca, relato policíaco, novela criminal, novela negra, de detectives, de suspenso y qué sé yo cuántas categorías o clasificaciones más. Eso, cuando se dignan tomarla en cuenta, por no decir “bajar la mirada” con indulgencia, o hasta con un gesto de conmiseración. Para estas personas, los paradigmas son Gilbert k. Chesterton, Conan Doyle, Wilkie Collins, Agatha Christie y, haciendo un esfuerzo, George Simenon. Se quedan en lo que otros de sus colegas denominan novela enigma. Al parecer, el delito es cuestión de inteligencia, tanto del que lo comete como del que debe averiguar  “quién es el culpable”.
En la década de los ochenta, Ernest Mandel publicó Crimen delicioso, cuyo subtítulo es Historia social del relato policíaco. Me llevó a su lectura una profunda curiosidad, en gran medida morbosa, pues conocía su Tratado de economía marxista, y me preguntaba por qué razón estaba poniendo en riesgo su prestigio como intelectual marxista y líder de la Cuarta Internacional. Mi inquietud no respondía a preocupaciones de orden ideológico (¡Válgame San Carlos, San Federico, San Vladimir y San León, un intelectual marxista ocupándose de trivialidades burguesas!), sino a que dudaba mucho de que un economista, filósofo y activo dirigente trotskista hubiera tenido tiempo para leer novelas policíacas. Imaginaba que alguien como él dedicaría la totalidad de su tiempo al estudio y análisis profundo tanto de la teoría como de la realidad del mundo y la situación de su partido. Dudaba mucho de que estuviera bien informado sobre el tema y conociera la extensa lista de autores y obras clásicas y contemporáneas del género policíaco.
Mi sorpresa fue mayúscula y sentí vergüenza de haberme aproximado al libro con un prejuicio descomunal. Mandel conocía autores y obras para dar y regalar; sin embargo, lo que más me entusiasmó fue el abordaje que hacía del tema. El que esto escribe conocía La novela criminal, publicada por Tusquets, con artículos de Gramsci, Eisenstein, Chesterton, Allan Poe y Thomas Narcejac, con un prólogo de Román Gubern; también la Breve historia de la novela policíaca, de Alberto del Monte, y tal vez ya para entonces había leído De la novela policíaca a la novela negra, de Salvador Vázquez de Parga, y la Historia del relato policial de Julian Symons. Sin duda buenos textos, cargados de información y análisis interesantes, pero ninguna comparable con el que hace Mandel, en verdad deslumbrante.
Confieso que mi entusiasmo no apareció desde las primeras líneas, pues ya no recuerdo si en el prólogo o en el primer capítulo asentaba que para proceder al análisis del tema utilizaría el método dialéctico clásico, es decir, el que desarrollaron Hegel y Carlos Marx. Supuse, y supuse mal, que las siguientes páginas iban a estar cargadas de proletarios, sujetos y objetos históricos, plusvalía, explotación, modos de producción, formación social, burgueses, ideologías burguesas, etcétera. Suposición, como ya dije, infundada. Porque en los capítulos subsecuentes, además de información y opinión que para nada recurría a la gastada jerga de los marxólatras y marxólogos, Mandel manejaba magistralmente la ironía y el humor. Ahí vi y entendí, por primera vez, de qué manera la literatura está ligada estrechamente a lo social y al momento histórico.
Recuerdo claramente que Mandel hace referencia a un pasaje de Marx en el cual este pensador aseguraba que el delincuente produce delitos como el poeta produce versos o el carpintero sillas, es decir, que era parte de la sociedad y como tal cumplía una función social natural y al mismo tiempo era producto de ella. Desde entonces me quedé con el propósito de averiguar –nunca lo he hecho– si era verdad que las líneas citadas estaban en la teoría de la plusvalía de Marx. ¿Ocurre en todas las sociedades?, me preguntaba, porque en aquel entonces se creía que tales males desaparecerían al llegar el socialismo. El tiempo y la realidad son muy crueles.
Así, cada momento del desarrollo de la novela policíaca responde a la etapa del desarrollo capitalista en el que surge. El detective privado funciona cuando el delito es cometido por individuos, y a medida que el delito toma otras directrices el investigador privado es insuficiente y se hace necesario el respaldo policíaco. Y el crimen organizado exige, obviamente, mayor organización, preparación y equipamiento de la policía, a lo cual habría que agregar las imbricaciones políticas y de corrupción. Veremos lo que esto implica.

Faulkner cincuenta años después

16/Diciembre/2012
La Jornada Semanal
Carlos María Domínguez

En julio pasado la ciudad de Oxford, Mississippi, se vio agitada por el cincuentenario de la muerte de William Faulkner, ocurrida el 6 de julio de 1962. Sin embargo, es inocultable que la ciudad lo acusó de que su obra siempre resultó difícil para el público y de que hablaba muy mal ella, hasta que el otorgamiento del Premio Nobel lo convirtió en su ciudadano más célebre. Cuando en 1949 recibió el galardón sueco, hacía siete años que sus libros no se vendían ni reeditaban. La situación editorial de Faulkner es apenas mejor ahora, pero su obra gravita en la literatura como un asombroso logro.
La razón de que Faulkner merezca estudios es estrictamente literaria. No cazó elefantes, no militó por los derechos de los negros o los indios, no jugó en Wanderers, no cometió grandes transgresiones morales. Joseph Blotner le dedicó una monumental biografía y su trabajo arroja la abrumadora evidencia de que los datos no explican al hombre y el hombre no explica la obra. Todo lo que importa de Faulkner es lo que dejó escrito.
“Mi única ambición, como persona reservada que soy –dijo una vez–, es que me borren y echen de la historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros publicados; ojalá hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba a ocurrir, como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado. Es mi propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias y a mi epitafio, sean ambas: ‘Compuso libros y murió.‘” La brevedad de su despedida es más orgullosa de lo que aparenta. Que haya protegido su vida privada con tanto celo arroja luz sobre otra de sus frases controvertidas: “Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo... Su única responsabilidad es con su arte. No deberá tener ningún escrúpulo y, de ser necesario, arrojará todo por la borda: honor, orgullo, decencia, seguridad, felicidad y, si tiene que robar a su madre, no dudará en hacerlo.”
Algunos escritores vieron en esta afirmación un permiso para robar a la madre y después contarlo, pero resulta obvio que Faulkner no pensaba en garantizar el arte con una mala vida, sino con el sacrificio impuesto por la obra. Gran parte de su ambición fue expresar que los hechos no hablan por sí mismos; hay que asediarlos tantas veces como sea posible, porque la verdad asoma como secreto, tiene estructura de secreto y no se puede conocer. Faulkner encarna un momento residual de la novela, que desde Walter Scott (1771-1832) dio al género la ilusión de conocer la realidad por su detalle. Frente a cualquier género dramático, desde entonces la novela reinó como el arte mejor dotado para recorrer y condensar el tiempo. Toda la novela del siglo XIX se consagró a ello, hasta el paso extraordinario con que Marcel Proust descompuso el detalle en las caudalosas percepciones de un sujeto extraviado en su experiencia.
Detrás de Proust y del empeño de James Joyce en cambiar la naturaleza de la novela por el tejido de los procedimientos verbales, Faulkner dio la realidad por perdida y entendió el lenguaje como una forma no resignada del asedio. Lo dijo en la novela, y acaso es de las últimas cosas importantes que dijo la novela en el siglo XX.
La imaginaria ciudad de Jefferson y el condado de Yoknapatawpha, con sus negros, sus indios, sus blancos pobres y sus blancos ricos, desde los tiempos de la Guerra de secesión (1861-1865) hasta la gótica modernidad del sur de Estados Unidos, fue el escenario privilegiado de su visión narrativa. No sólo una voz, un carácter, los temas, los personajes, un tempo, un estilo. Sobre todos los recursos que utilizó para narrar sagas familiares –los Sartoris, los Snopes, los Sutpen, los Compson, los Bundren– impera una visión de la naturaleza humana y de la forma en que puede ser contada. A esto se refirió Jorge Luis Borges cuando afirmó: “Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad fue acaso el último a quien le interesaron por igual los procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las personas. El último, hasta la aparición tremenda de Faulkner.”
Es penoso para las letras del siglo XXI que las pretensiones de Joyce, Proust y Faulkner lleven el discurso por caminos que se oyen trascendentes, pero sin la asunción de esta pena no hay modo de ser justos con el lugar que ocupa Faulkner en la literatura.
Damas y espectro
Después de un temprano libro de poemas, The Marble Faun (1924), Faulkner inició una obra narrativa que abarca una veintena de novelas y un centenar de cuentos. Sensible a la épica, ambientó historias en las dos guerras mundiales (La paga de los soldados, Una fábula, los relatos “Todos los aviadores muertos”, “Ad Astra”, “Victoria”, entre otros), la Guerra de secesión (Banderas sobre el polvo, reescrita en la versión de Sartoris, Los invictos), y la aviación civil, a la que fue afecto en su juventud (Pylon). Su novela más experimental, bajo el notorio influjo de Joyce, fue El ruido y la furia (relato a cuatro voces, iniciado por la de Benjy, el idiota de la familia Compson), y la más compleja y ambiciosa, Absalom Absalom!, historia del incesto y el horror por la cruza de razas en la familia de los Sutpen, narrada simultáneamente en dos tiempos: la conversación del joven Quentin con la anciana Rosa Coldfield una calurosa tarde a fines del verano, y la de Quentin con un compañero de la universidad de Harvard. Trabajó en ella muchos años, la publicó en 1936 y pertenece a su período más creativo, del que también forman parte Mientras agonizo y Luz de agosto
Palmeras salvajes fue, acaso, su novela más paradójica y más frecuentada. El contrapunto a los sacrificios de Charlotte y Wilbourne por conservar su amor –el encuentro de un preso fugado con una mujer embarazada durante una inundación del Mississippi, y el empeño del condenado por huir del amor–, acabó por impregnar de un modo más vívido la memoria de los lectores. Pero ambos relatos cierran su cuento con dos frases encadenadas; la conclusión de Wilbourne: “Entre la pena y la nada, elijo la pena”, y la conclusión del condenado: “women shit”, corolario de la inclusa trama amorosa del hombre. Entre sus libros más accesibles destacan Intruso en el polvo (historia de un secreto oculto en una tumba y en el orgullo de un hombre negro), La escapada (también traducida como Los rateros, aventura de un niño con un sirviente negro), Réquiem para una monja (el juicio a una doméstica por asesinato, enlazado a los orígenes de la ciudad de Jefferson, descritos con un maravilloso tono de comedia), también el relato policial de Gambito de caballo, protagonizado por un personaje quijotesco y recurrente en sus novelas, Gavin Stevens, un abogado de memoria piadosa sobre la condición de los estados sureños y con suficiente coraje para meterse en toda clase de problemas.
De todas sus novelas, la que alcanzó mayor éxito, sin embargo, fue Santuario (1931), y fue un éxito buscado con resentimiento por la indiferencia del público frente a sus obras anteriores. Se propuso escribir una historia perversa, con suficiente morbo para agradar y llamar la atención: la violación de la joven Temple Drake por el gángster Popeye, cuya impotencia lo llevó a utilizar una mazorca. Faulkner despreció la novela durante el resto de su vida, pero es indudable que Santuario le dio su mayor proyección dentro y fuera de Estados Unidos. Fue la primera de sus novelas traducidas al español, por el escritor cubano Lino Novás Calvo, y antecede a la excelente traducción que hizo Borges de Palmeras salvajes, en 1940.
Muchos de sus cuentos se convirtieron en clásicos, como “Una rosa para Emily” o “El oso”, integrado a la compilación “Desciende Moisés”, donde el mundo de los indígenas completa el mapa racial de Yoknapatawpha, centro del plan más rotundo de su obra: un condado ficticio y sumergido en los conflictos del sur de Estados Unidos, sin otro beneficio que el de condensar los secretos morales, íntimos y sociales del hombre, bajo el tenaz asalto del lenguaje en su afán por penetrar en ellos. “Hace largos años nosotros, los sureños –escribió en los inicios de Absalom Absalom!– convertimos a nuestras mujeres en damas. Luego vino la guerra y las damas se transformaron en espectros. Siendo, como somos, caballeros ¿qué otro remedio nos queda sino escuchar a las espectrales señoras?” Con la memoria de las mujeres y los hombres, y la arbitrariedad de sus recuerdos, Faulkner construyó una trama por encima de la trama de sus novelas, dignamente irresuelta pero capaz de consolidar una de las más extraordinarias aventuras del género en la literatura moderna.
El estilo
En repetidas ocasiones se ha señalado que gran parte de la dificultad par leer a Faulkner reside en el estilo laberíntico y enredado de su prosa. Períodos larguísimos de oraciones derivadas, interceptadas por extensas acotaciones entre paréntesis, una sintaxis caótica y largos párrafos donde la comprensión vacila como el cabo de una vela en la oscuridad. Pero su estilo lo llevó a merecer el Nobel de literatura y, a menos que consagremos la identidad de los méritos con los defectos, la aparente contradicción pide anotar que gran parte del placer ofrecido por sus libros radica en el asombro de oír y ver asomar manifestaciones de la realidad por primera vez en el lenguaje de los sentidos. Cuando su caudaloso registro de recursos lleva la historia por sus formas biológicas y sensibles, la ilusión del mundo se abre en infinitos pliegues perceptivos; cuando se extravía en la oscuridad, la atención del lector queda suspendida, no sólo frente a la dificultad del escritor, sino también frente al misterio que aborda. El secreto humano, sea el de honor, el del orgullo o el de la debilidad, dice “tocado”. 
El monólogo interior, el discurrir caótico de la conciencia, la frecuentación de planos simultáneos en los que conviven múltiples testigos y las derivas del relato omnisciente, son técnicas vanguardistas rigurosamente estudiadas por la crítica literaria, pero sobre los dominios de Faulkner en el arte de escribir prima la desesperación del lenguaje por ahondar en el alma de los hechos, a conciencia de que no entregarán su última palabra antes que el escritor asuma su derrota y vuelva a intentarlo. En cierto modo, propone una conciencia trágica del lenguaje, ejercida con el estoicismo de reconocer que su propósito está más allá de sus fuerzas, pero no dejará de conquistar el fracaso que se merezca.
Su fracaso fue prodigioso porque su ambición era grande, y está expresada hasta en el laborioso trabajo de contar la sinuosa trayectoria de un tordo al cruzar un campo de flores, o los destinos del perro viejo y el perro joven del señor Bayard, en Sartoris. No porque le pareciera un buen ejercicio o careciera de mejores rumbos que tomar en el relato, sino porque todo lo que existía, existía para ser nombrado en su destino, igual que los restos de cocinas y maderas, y árboles y animales arrastrados en la célebre crecida del Mississippi integrada a Palmeras salvajes. La ambición de Faulkner fue la del demonio, como la de otros grandes escritores: ejercer por el engaño y la ilusión, el arte de un dios.
Su legado hoy luce suspendido en el limbo de los viejos logros dejados a un lado por las modestas y vigorosas disuasiones de la postmodernidad. Lo que no deja de asombrar es que él mismo lo haya anticipado en su discurso de aceptación del Premio Nobel, con el espíritu de quien pretende provocar una vieja confianza:
Nuestra tragedia actual es un temor general en todo el mundo, sufrido por tan largo tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu; sólo queda esta interrogante: ¿Cuándo estallaré? A causa de ella, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano…
Ese escritor joven debe compenetrarse nuevamente de ellos. Aprender que la máxima debilidad es sentirse temeroso; y después de aprenderlo olvidar ese temor para siempre, no dejar lugar en su arsenal de escritor sino para las antiguas verdades y realidades del corazón, las eternas verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y predestinada al fracaso: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio. Mientras no lo haga así, continuará trabajando bajo una maldición. No escribirá de amor sino de sensualidad, de derrotas en que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanzas y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no serán penas universales y no dejarán huella. No escribirá acerca del corazón sino de las glándulas. Mientras no capte de nuevo estas cosas, continuará escribiendo como si estuviera entre los hombres sólo observando el fin de la Humanidad. Yo rehúso aceptar el fin de la Humanidad.
Puede que la advertencia suene solemne y vieja, como la de un espectro en una mansión llena de polvo y recuerdos inútiles, pero si fuera el caso, todavía es posible agradecerle su voluntad de permanecer.
El doble viaje por América Latina
Fue Juan Carlos Onetti el escritor latinoamericano que abrazó con mayor intensidad el influjo de Faulkner, también presente en la breve obra de Juan Rulfo; de un modo sensible en la de Juan José Saer; temáticamente alentador para García Márquez, Vargas Llosa y Carlos Fuentes, entre otros escritores del llamado Boom. Es notorio que la decadencia de latifundistas orgullosos de sus tradiciones, con sus trabajadores negros e indígenas, sus pueblos rurales y sus viejas épicas, ofrecía mayores puntos de identificación con la herencia católica y colonial de América Latina que la modernidad encauzada por los yanquis del norte.
En algunos casos la influencia fue profunda; en otros, superficial, pero Faulkner no dejó de provocar un gran impacto entre narradores y lectores atentos a la vanguardia que representaba la obra del escritor sureño en el género de la novela. Sus libros otorgaron permisos para regresar a viejas historias con técnicas nuevas, alentaron la frecuentación de las sagas y la creación de territorios de ficción, parejamente involucrados con los conflictos de los territorios reales. El impulso provino, sin embargo, de un escritor de filiación conservadora, nada afín a los ideales antiimperialistas de la mayoría de sus admiradores en el continente. En ninguna otra obra estadunidense quedaron expuestos de modo más rotundo los prejuicios, injusticias y conflictos promovidos por el racismo que en la del fundador de Yoknapatawpha, pero Faulkner no prolongó la dimensión ética de su obra en compromisos extraliterarios. Prescindió de las demandas sociales y políticas, a regañadientes aceptó ir a recibir el Nobel –medió un pedido del gobierno de Estados Unidos– y sólo cuando se le acabaron las excusas accedió a viajar a América Latina, en dos ocasiones.*
En su libro Creating Faulknerʼs Reputation: The Politics of Modern Literary Criticism, Lawrence Schwartz afirmó que el ascenso de Faulkner a la fama durante los años cuarenta y cincuenta estuvo relacionado con un proyecto cultural de la Guerra fría que promovió el modernismo anglosajón “como un instrumento del anti-comunismo”. Su primer viaje fue en agosto de 1954, pocas semanas después de que la CIA derrocara al gobierno de Guatemala, dentro de un programa del Departamento de Estado estadunidense para mejorar la imagen de sus relaciones con América Latina. Hizo una escala en la embajada de Lima, donde brindó una exitosa conferencia de prensa, y viajó junto a Robert Frost a participar en un congreso internacional de escritores en San Pablo, Brasil, en el que el Departamento de Estado concentraba sus expectativas. Pero apenas llegó el 8 de agosto, comenzó a beber en exceso –el abuso del alcohol lo acompañó durante gran parte de su vida– y al día siguiente no participó en ninguna de las reuniones. A duras penas logró mantenerse de pie durante una breve aparición en la recepción que le dedicaron en su honor, tenazmente vigilado por los funcionarios esatdunidenses. Esa noche continuó bebiendo en el hotel hasta el borde del coma etílico, por lo que debió ser atendido a la mañana siguiente. Se informó públicamente que “la reaparición de una vieja herida de guerra lo había incapacitado para asistir a las sesiones”, excusa derivada de otra mentira. Cuando Faulkner fue a alistarse, lo rechazaron por su baja estatura, pero durante el resto de su vida alentó la idea de que había participado en la segunda guerra mundial.
Suspendida la mayoría de las actividades programadas, Faulkner asistió a unas pocas ceremonias y tomó el vuelo de regreso con escala en Caracas, donde logró brindar una conferencia de prensa. Fue “una semana angustiante”, dijo el informe oficial de la USIS (Servicio Informativo y Cultural de Estados Unidos). Todos los funcionarios “estuvieron constantemente junto a él durante su estadía para evitar cualquier incidente mayor y toda cobertura de prensa desfavorable que pudiesen realizar los periódicos comunistas”. “No se alcanzó el máximo resultado de la visita del Sr. Faulkner –escribió John Campbell– y los frutos de sus visitas no guardaron proporción con la inversión financiera realizada por el gobierno de Estados Unidos.”
El segundo viaje lo realizó a Venezuela el 2 de abril de 1961, a pedido del Departamento de Estado para promover “un mejor entendimiento cultural”. Entonces Estados Unidos refugiaba en Miami al dictador Marcos Pérez Jiménez, Legión de Mérito por sus esfuerzos anticomunistas, pero expulsado de Venezuela en 1958; acababa de bajarle al país caribeño una cuota en las importaciones de crudo y en la última visita de Nixon la comitiva había sido atacada por manifestantes. Faulkner aceptó la invitación señalando que “había esperado que la nueva administración [Kennedy] ya hubiese elaborado para aquel tiempo una política exterior. Entonces amateurs como yo (los reacios) no necesitaríamos ser enviados al frente”.
En Caracas, Faulkner se reunió varias veces con el presidente Betancourt, Rómulo Gallegos, Uslar Pietri, Juan Bosch y Arturo Croce. Un gran despliegue de prensa le permitió conquistar al público, eludió con soltura las preguntas más incómodas de los periodistas y fue condecorado con la Orden Andrés Bello, para lo cual preparó un discurso que leyó en español. Esta vez las autoridades estadunidenses quedaron plenamente satisfechas y Faulkner regresó a Oxford el 18 de abril, un día después de la fallida invasión de Bahía de Cochinos, en Cuba.
* El relato de los viajes de Faulkner a América Latina fue presentado por la académica Deborah Cohn, de Indiana University, en el encuentro dedicado a Faulkner por el Departamento de Letras Modernas de la Facultad de Humanidades, en Montevideo, junio de 2007. El trabajo se titula “Combatiendo el clima anti-estadounidense durante la Guerra Fría: Faulkner, el Departamento de Estado y América Latina”, recogido en William Faulkner y el mundo hispánico. Diálogos desde el otro sur, Serie Montevideana Nº 5, Linardi y Risso, Montevideo, 2008.



sábado, 15 de diciembre de 2012

LA CIUDAD LETRADA NO QUIERE MORIR

15/Diciembre/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Una lista de los libros de crítica que han hecho una aportación clave en Latinoamérica tendría que incluir La ciudad letrada de Ángel Rama, una crítica al “grupo letrado” que se formó en la Colonia y continúa hasta nuestros días.
Rama se refería a los religiosos, educadores, escritores, intelectuales, todos aquellos encargados de manejar la pluma, los “dueños de la letra”.
Decía Rama: “No solo sirven a un poder, sino que también son dueños de un poder”. La semana pasada que criticaba la concepción elitista, “civilizatoria” de Vargas Llosa al contraponer la “Ciudadela de los Libros” contra la “barbarie”, lancé un guiño de ojo para recordar lo dicho por Rama y otros sobre la “Ciudad Letrada”.
La “Ciudad Letrada” comenzó en la Colonia y sobrevivió después de la Independencia. Su función era mediar entre el poder gubernamental y el populacho a través de la escritura “leal”. Además, alabar la Bella Forma, por ejemplo, trazando una división clara entre la escritura y el habla vulgar, “cuya libertad —anota Rama— identificó con corrupción, ignorancia, barbarismo”.
En México, La ciudad letrada es una crítica tajante que se gusta olvidar, descalificar e ignorar. Quizá porque el propio grupo letrado aquí, con toda pompa, se denomina “República de las Letras”.
Cada vez que escucho o leo esta expresión no puedo evitar pensar en el libro de Rama, una crítica devastadora como pocas.
Hasta la fecha, y sin que parezca preocuparles esta continuidad, muchos escritores y escritoras en México continúan la Ciudad Letrada. Digamos, constantemente defienden la lengua escrita contra el “desorden” del habla popular, y escriben airadamente contra los intentos de escribir libros que de algún modo reflejen la miseria y el analfabetismo, porque según esta postura elitista, colonizada, escribir literariamente debe significar darle la espalda al “caos”, no mezclar la bella letra con la calle puerca.
Lo peor de esta situación es que entre las escritoras y los escritores jóvenes es donde actualmente más se siente la vigencia orgullosa de los valores caducos de la Ciudad Letrada.
Quizá lo que vendrá obligará a una ruptura entre esta concepción reinante y una concepción más “bárbara”, socialmente consciente, autocrítica, una literatura ética en México.
Por ahora, sin embargo, esto es una utopía. La Ciudad Letrada se extiende, y con el regreso del PRI, seguramente, se fortalecerá.
El libro de Rama —no obstante algunos problemas (creo yo, algunas condescendencias que todavía tuvo con la escritura literaria)— es un buen testimonio y diagnóstico de un problema vivo. El problema de si la letra seguirá ignorando y hasta defendiendo la desigualdad y la mentira embellecida, o si, en algún momento, la letra será parte de un cambio de modelo social.

El horizonte dibujado con un lápiz

15/Diciembre/2012
Laberinto
Santiago Gamboa

El horizonte de la Nueva Narrativa está apenas dibujado con un lápiz, de forma tenue. Es una línea que debemos poder borrar e ir desplazando hacia delante ya que el adjetivo “nuevo” es movedizo.
También fueron “nuevos” autores como Vargas Vila o Rubén Darío, Onetti, los novelistas del Boom e incluso los del post Boom. Todos hemos sido “nuevos”. Llegado el momento mi propia generación, que empezó a publicar en los años noventa del pasado siglo, también recibió el nombre de “Nueva”, pero ya hoy, pasada la primera década del XXI, conviene dejarle el adjetivo a la generación siguiente, como una antorcha que va de mano en mano y que, eso sí, debe mantenerse encendida.
La imagen de la antorcha sirve también para señalar algo y es la continuidad de la tradición: cada uno de los grupos de “nuevos” que se ha ido sucediendo en el tiempo, de algún modo, se ha apoyado en la tradición creada por los anteriores, por los “nuevos” de antes. Incluso cuando el grupo se anuncia o proclama como portador de una estética de ruptura, también ésta resulta enlazada a una tradición. La ruptura es tradición (lo dijo Octavio Paz). Supone un cambio en el entramado de la tela, pero la tela continúa.
También la Nueva Literatura Latinoamericana, vista como conjunto, responde a una tradición, a una continuidad, a un modelo de estética que tiene ecos y resonancias y que proviene tanto de sí misma como de otras culturas, en rincones del mundo lejanos que se mueven, en muchos casos, por sistemas culturales diferentes, que se rigen por otras metáforas.
Al decir esto pienso en Lezama Lima, pues él formuló una interpretación poética de la historia a la que llamó “Las eras imaginarias” según la cual cada época responde a un sistema metafórico preponderante. Desde este punto de vista la religión y la política pueden ser consideradas metáforas. Sistemas que se convirtieron en estética y tuvieron su literatura. En el caso de América Latina, ¿cuál o cuáles fueron esas metáforas? En sus orígenes, la necesidad de nombrar la propia realidad, la necesidad de fundarla poéticamente y de darle una historia y un espacio en la cultura de Occidente; también de crear una versión de Occidente desde Latinoamérica y sobre todo definir una identidad, hecha de retazos y herencias.
Sin duda, la imagen de América Latina que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX proviene de la literatura y de la política. Es una imagen que se instaló en la imaginación y finalmente en la razón del resto del mundo, y que tiene que ver tanto con la revolución cubana y el rostro del Che Guevara y Tlatelolco y el bombardeo de la Moneda y el suicidio de Allende, como con la aldea de Macondo, la Santa María de Onetti, el jardín de senderos que se bifurcan, la casa verde y la región más transparente del aire.
Más adelante surgió una metáfora impuesta que, con los años, dejó de serlo y se convirtió más bien en un estereotipo. Referido a América Latina, lo que quedó por un tiempo muy largo en la imaginación de Europa y Estados Unidos fueron sobre todo tres palabras: exotismo, evasión y revolución, y pasados los años del Boom los narradores latinoamericanos que fueron llegando se vieron atrapados por esta exigencia. El eurocentrismo tiende a dividir el mundo en una serie de, por decirlo así, jardines frutales, y del jardín latinoamericano las frutas que se esperaba recibir eran esas: exotismo, evasión y revolución; quien pudiera ofrecer ese bodegón frutal con mayor gracia y talento era quien más posibilidades de éxito tenía. La revolución latinoamericana se convirtió en el realismo mágico de la izquierda europea. El exotismo era exigido sobre todo a los autores provenientes del área del Caribe —y ni hablar si eran colombianos— como condición para ser escuchados, tomados en cuenta, y muchos autores, por necesidades de supervivencia, decidieron jugar el juego disfrazándose de latinoamericanos para animar los congresos literarios de Europa y Estados Unidos. La evasión era el máximo deseo, lo que justificaba todo lo anterior. La frase parecía ser: “Permite que me evada y te amaré”.
Cuando mi generación empezó a publicar, a principios de los noventa, Europa estaba cerrada para quien no fuera un escritor latinoamericano en esos términos. Para los europeos no tenía ningún sentido ni el menor interés que un colombiano, por ejemplo, escribiera de otro modo o planteara personajes y situaciones que se salieran del estereotipo. Para ellos, era como si un músico cubano, en París, se pusiera a tocar “La marcha Radetzky” en lugar de “El manisero”. Lo mismo pasaba en Estados Unidos, según dieron cuenta los escritores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez en su antología McOndo, publicada en 1996, uno de los primeros intentos por derribar los muros de ese jardín frutal latinoamericano en el que solo se podían cosechar ciertas frutas.
En esa antología, como ocurrió poco después con la antología Líneas aéreas, publicada en España en 1999 por la editorial Lengua de Trapo, se empezó a ver el perfil de lo que podría ser una “nueva narrativa”, y desde ese momento se vio que ésta sería, como la definición que da Stephen Dedalus del arte irlandés, “un espejo roto”. Las mil astillas de este espejo se disgregaban en un deseo de abarcar experiencias muy disímiles y variadas.
En México, como una reacción a la frivolidad que terminó por instalarse en cierta literatura latinoamericana posterior al Boom, que respondía a los estereotipos exitosos, los mexicanos Volpi, Padilla, Palou y Urroz, hicieron público el manifiesto del Crack!, […] el cual pregona, entre otras cosas, la importancia de hacer novelas complejas, ambiciosas, totales. Es decir, una herencia de la mejor literatura del Boom.
La antología McOndo y el manifiesto Crack, con solo dos meses de diferencia de publicación, en 1996, y luego Líneas aéreas en 1999, crearon un primer mapa, muy general, de lo que podría ser esta nueva narrativa latinoamericana, pues al menos establecieron un listado de autores jóvenes (en ese momento), y nos pusieron a leer. A esto se sumaron muchos otros, poco a poco, que venían de más atrás pero que publicaron tarde, como fue el caso de Roberto Bolaño, o simplemente que estaban ahí pero que no fueron detectados en su momento por los antologadores.
El resultado de estas lecturas volvía a ser de nuevo la definición de Dedalus: el espejo roto, las astillas dispersas por el suelo y regadas en todas las direcciones. Narrativa clásica, novela negra, histórica, psicológica, novela urbana y política, novelas, cuentos, ficciones y autoficciones, memoria e imaginación, narrativa lírica y dialógica, novelas del YO y del TU, del nosotros, del ELLOS y ELLAS, novela erótica y novela filosófica, y en el caso de Colombia y, por desgracia, más tarde también de México, ese subgénero de la novela negra que en Colombia se bautizó con el nombre (creo que fue Héctor Abad) de “sicaresca”.
Un elemento llamativo de esta “Nueva Narrativa” fue que, en algunos autores, o más bien en las obras de algunos autores, la especificidad tenía cada vez menos que ver con rasgos exclusivos de América Latina y más con cierta idea de un mestizaje universal, con protagonistas que son cada vez menos caracteres típicos y más seres humanos globales, con soledad global y problemas de identidad o desamor o alcoholismo global, y que buscan respuestas o alivio por igual en la poesía erótica traducida del sánscrito, la música africana de Amadou y Mariam o las letras de Bob Dylan. En la mayoría de los casos los personajes siguen siendo latinoamericanos pero ya no están, por decirlo así, inmersos en un sistema cultural exclusivo, sino que participan de ese sustrato global que hoy está por encima de las particularidades regionales y que hace que un joven en Tokio o en Varsovia pueda tener una enorme zona de contacto en su educación sentimental con otro de Tegucigalpa o Bogotá.
Pero apenas escrito lo anterior, compruebo que esto no es una novedad ni que surgió de la nada, pues ya en la literatura latinoamericana anterior había experiencias similares. Pienso en la obra de Octavio Paz, haciendo la síntesis entre la India y México. Pienso en Borges, en Neruda, o en esa “obligación” señalada por Vargas Llosa de incorporar todas las tradiciones, todas las lenguas, todas las literaturas. Pienso en los cuentos franceses de Julio Cortázar o Ribeyro, en la infinidad de pasajes en las obras de Fuentes en donde los personajes, mexicanos o europeos, se pasean con propiedad por Washington, Londres o Berlín escuchando jazz y hablando de cine con un gran cosmopolitismo. Tal vez esa sea la palabra clave. Cosmopolitismo.
En el cosmopolitismo de esas obras, que movieron la frontera de lo posible en la escritura más allá de los propios límites regionales, está el germen de lo que luego se desarrolló en autores más jóvenes, algunos de los cuales, no todos, fueron directamente a narrar desde Europa, Asia o África, sintiendo que todo eso les pertenecía por igual y tanto como sus propios países. Tal como los autores anglosajones del siglo XX, pongo como ejemplo a un Graham Greene o a un Conrad, los autores latinoamericanos de hoy (autorizados por los maestros del Boom) tienen el mapa del mundo en su mesa de trabajo y se sumergen en él con gran desparpajo y propiedad, pues la experiencia de la vida es mucho más transnacional. Hoy, en Colombia y sin duda en los demás países de América Latina, muchos jóvenes no conocen los pueblos de sus países, pero sí conocen Sidney y El Cairo. Estos jóvenes dejaron de ser municipales y se volvieron universales, cosmopolitas, y es apenas natural que la literatura, cada vez más, siga ese camino. Aunque lo local pervive, claro. Simplemente se ensacharon las fronteras, se conquistaron territorios y espacios narrativos que antes eran menos convencionales.
Pero volvamos a la idea de lo “nuevo”, ese nombre ritual que vuelve con el tiempo.  Tal vez en literatura ser “nuevo” significa esencialmente tener un punto de vista nuevo sobre lo mismo, sobre las mismas cosas de siempre. Por mucho que cambiemos, por mucho que el ser humano pase de ser el rey del municipio al rey del mundo, el sustrato es el mismo. Por eso es que hoy nos seguimos reconociendo en el perfil trazado por Shakespeare, un hombre que vivió en un mundo y una sociedad de cuyas coordenadas ya no queda nada, y sin embargo su retrato del ser humano es de absoluta actualidad. Cambiamos, pero tampoco tanto. Por eso es difícil ser completamente original. Al fin y al cabo la propia vida es un sistema limitado de acciones y tramas, las cuales se transmiten a la literatura, en donde también son limitadas.
Siguiendo esta idea, en la Nueva Novela Latinoamericana vuelven a encontrarse los viejos argumentos, las más conocidas tramas literarias. Mencionaré algunas:
Alguien mata a alguien y es descubierto; alguien se mete en un lío y sale de él encontrando algo que lo transforma; alguien pierde algo y con gran esfuerzo lo recupera; alguien es víctima de una injusticia, es traicionado, y se venga; alguien empieza a ir cuesta abajo y así continúa hasta descubrir algo muy sucio; alguien descubre que ya no se reconoce en el espejo; dos se aman y mucha gente se interpone; alguien se enfrenta a un desafío con valentía, y tiene éxito o fracasa; alguien inicia una investigación para conocer la verdad de un asunto y descubre lo inesperado; alguien se entera de algo que le cambia su vida o que le anula la identidad, y debe recuperarla.
Y esto sin mencionar aún el gran tema de la novela a secas. ¿Qué es lo que dice la novela que no puede ser dicho por los demás géneros?, ¿cuál es su especificidad en las artes escritas?
El gran tema de la novela es el paso del tiempo.
La experiencia de la vida, desde cualquier ángulo, sujeta al paso del tiempo.
Solo la novela puede transmitir y transformar esto en “experiencia”, pues su lectura está también sujeta al tiempo. Leer una novela toma algunos días, a veces semanas, una temporalidad que puede ser superior o inferior a la del argumento del libro, pero es en esa extraña conjunción de dos tiempos que fluyen paralelos, en ese diálogo de tiempos enfrentados, el de la historia contada y su lectura, donde la novela existe, donde su voz se hace única.
Hace casi 30 años un jesuita profesor de literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá, don Marino Troncoso, dijo algo que me impresionó mucho. Según él, uno podía estudiar todas las formas de la literatura universal sin salirse de la literatura latinoamericana. Esta afirmación es tal vez excesivamente entusiasta y radical, y lo es al modo radical en que se hacen las afirmaciones literarias. Pero la conclusión es que la Literatura Latinoamericana es sin duda un planeta muy autónomo, pero también un planeta que está en órbita junto a otros, al interior del gran universo de la creación literaria.
Dejando ya a un lado el cosmopolitismo en la Nueva Narrativa Latinoamericana, miremos qué pasa en la orilla contraria. En quienes narran de nuevo sus propios países, sus sociedades, sus ciudades… ¿Qué hay ahí? Mirando desde arriba, vemos que una de las formas más frecuentes es una versión muy latinoamericana de la novela negra clásica, en donde, por supuesto, el contexto “nacional” es indispensable.
Si desde el punto de vista de la población, en los años cincuenta y sesenta América Latina era un continente basicamente rural, hoy podemos decir que es mayoritariamente urbano. A veces por razones nada románticas como la pobreza o la guerra y los desplazamientos forzados, en el caso de mi país. Lo cierto es que la inmigración del campo ha convertido a las ciudades latinoamericanas en grandes urbes del Tercer Mundo, metrópolis alocadas que viven todas las edades del hombre de forma simultánea, con hordas de vagabundos enloquecidos que buscan comida con un garrote en la mano, como en la Edad de Piedra, y que conviven, en la misma avenida, con jóvenes yuppies que, desde su automóvil, con sus blackberrys, hacen transacciones en Bolsas europeas o intercambian mensajes de amor con alguien que está en Tokio, y al que probablemente nunca han visto.
La realidad despiadada y violenta de estas ciudades ha ido formando otra de las sendas más transitadas por la narrativa latinoamericana de hoy. Esas megalópolis repletas de desplazados o de perdedores que deambulan de aquí para allá, como un banco de peces, acaban por hacer implosión, y la escritura que las interroga se vuelve muy negra.
Una vieja usanza literaria: la curiosidad, el enigma, la intriga, es propuesto muchas veces en la literatura latinoamericana de hoy con las especificidades, ahora sí, de cada lugar, para mostrar, desde todos los ángulos, las cosas que pasan o han pasado y que siguen pasando en nuestros países.
Recordemos de qué se trata.
Si acercamos la cámara, ¿qué es lo que vemos en el lente?
Hay un cadáver en un sillón y un arma de fuego. Los vecinos opinan que el occiso era un hombre extraño pero amable, y coinciden en que no lo merecía. Las huellas conducen a la ventana y hay un cristal roto, pero es mejor desconfiar. El apartamento está en un tercer piso. Suenan las sirenas y no lejos de ahí un desconocido huye por las cocinas de un restaurante chino, causando un estrépito de ollas y sartenes.
El detective, un tipo solitario, acosado por las deudas y en cuyo test psiquiátrico hay una triple D que equivale a Depresivo, Divorciado y Dipsómano, decide tomar el caso; investiga y persigue, pregunta, irrumpe con violencia en extraños domicilios nocturnos, encuentra indicios, golpea a un drogadicto un poco más de la cuenta y obtiene el nombre de una casa de masajes, hace conjeturas, se desvela y por lo general, al amanecer, llega a conclusiones escalofriantes: vivimos en un mundo extraño y las urbes anónimas despiertan al monstruo que duerme en ciertos transeúntes, ciudadanos con historias que podrían ponernos la piel de gallina, sufrimientos atroces que solo pueden ser atenuados con altas dosis de alcohol, drogas, sexo frenético y brutal entre actores desesperados.
La corrupción y el delito son demasiado frecuentes, como el atardecer o la lluvia o los disparos en las cafeterías. Hemos perdido el decoro, ya nadie respeta nada. “Mesero, sírvame un café debajo de la mesa”, dice alguien en Ciudad Juárez. El detective camina al lado de un puente peatonal repleto de grafitis y moho. La poesía de los callejones está siendo escrita con dedos embarrados de crack y alguien duerme en el cubo de la basura, al fondo, junto al cadáver de un gato. El hospital de poetas está lleno a reventar y ninguno quiere irse. Todos somos efímeros.
El detective, bebiendo un vaso de bourbon ante un mesero sonámbulo, evoca la sonrisa de una mujer y se retira una lágrima. Luego, en silencio, paga el consumo y camina hasta la puerta, la empuja haciendo rechinar los goznes y se pierde entre las sombras, pateando una lata vacía de refresco, leyendo el titular de una hoja de periódico mecida por el viento.
“Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún sentido. Cuando decirlo era algo triste, solitario y final”, escribe Chandler en El largo adiós.
Pero hoy este tipo de novelas no se escriben solo para narrar la resolución de un enigma, sino sobre todo para retratar la golpeada psique de la ciudad: el modo en que en ella se vive y se muere. O de una sociedad y un país. Lo relevante no es el misterio sino el camino recorrido: los paisajes, no después de la batalla sino de las cotidianas escaramuzas de la vida. Las novelas son radiografías de las urbes, cada vez más desesperadas y nerviosas. El hombre solitario, el ser anónimo de la ciudad, sigue siendo el héroe, pero está muy cansado, se siente solo y tiene miedo. Cree, y no se equivoca, que es hora de tomarse un buen trago.
Las novelas negras en la Nueva Novela Latinoamericana no son convencionales y se escriben para hablar de los desacuerdos humanos. Presenta además una característica insólita y es que por momentos deja de ser un subgénero y se confunde con la novela a secas. Se vuelve novela costumbrista.
Podríamos incluso hablar de “novela negra involuntaria”: la crónica de una realidad, las preguntas graves de una región, como la nuestra, que sigue sacando huesos debajo de sus hermosas montañas, planicies y valles. Es otra modalidad de esa búsqueda por comprenderse mejor, a sí mismos y a lo que nos rodea: la sociedad globalizada, las economías emergentes, el vacío ideológico, el choque de generaciones, el terrorismo del odio racial, religioso o social, pero también el de la abulia, el terrorismo como forma para combatir el ocio; la inmigración desatada, los grupos neonazis que en la noche recorren las avenidas ventosas como huestes prehistóricas.
Es el tema, la negra realidad, lo que en ocasiones da el color predominante, el sombreado, los grises de fondo y el violeta, que puede ser el de la sangre.
Pondré dos ejemplos de esta “novela negra involuntaria”: es el color de los libros de Rodrigo Rey Rosa en Guatemala y de Horacio Castellanos Moya, en El Salvador, escribiendo la historia reciente de Centroamérica.
Hablando de su propio país, Castellanos Moya le hace decir a uno de los personajes de su novela El asco lo siguiente:
Moya, este país está fuera del tiempo y del mundo, solo existió cuando hubo carnicería, solo existió gracias a los miles de asesinados, gracias a la capacidad criminal de los militares y los comunistas, fuera de esa capacidad criminal no tiene ninguna posibilidad de existencia.
Ahí está la literatura: abriendo una ventana terrible que nos acerca al horror, pero sin padecer sus consecuencias, asistir a él sin peligro. Visitar la frontera final, la última trinchera de la condición humana y regresar sin cicatrices. Así define Kant lo sublime: la contemplación de lo aterrador desde un lugar seguro.
Esta es la negra realidad. El novelista solo la persigue. La realidad convierte su novela en novela negra.
Miremos el principio de Piedras encantadas, de Rodrigo Rey Rosa. Dice así:
Guatemala. Centroamérica.
El país más hermoso, la gente más fea.
Guatemala. La pequeña república donde la pena de muerte no fue abolida nunca, donde el linchamiento ha sido la única manifestación perdurable de organización social.
Ciudad de Guatemala. Doscientos kilómetros cuadrados de asfalto y hormigón (producido y monopolizado por una sola familia durante el último siglo). Prototipo de la ciudad dura, donde la gente rica va en blindados y los hombres de negocios más exitosos llevan chalecos antibalas. La metrópoli precolombina que financió la construcción de grandes ciudades como Tikal o Uaxactún —y sobre la que fue construida la actual— había alcanzado su auge económico a través del monopolio de la piedra obsidiana, símbolo de la dureza de un mundo que desconocía el uso del metal.
Ciudad plana, levantada en una meseta orillada por montañas y hendida por barrancos o cañadas. Hacia el Sureste, en las laderas de las montañas azules, están las fortalezas de los ricos. Hacia el Noreste y el Oeste están los barrancos; y en sus vertientes oscuras, los arrabales llamados limonadas, los botaderos y rellenos de basura, que zopilotes hediondos sobrevuelan en parvadas “igual que enormes cenizas levantadas por el viento” —como escribió un viajero inglés— mientras la sangre que fluye de los mataderos se mezcla con el agua de arroyos o albañales que corren hacia el fondo de las cañadas, y las chozas de miles de pobres (cinco mil por kilómetro cuadrado) se deslizan hacia el fondo año tras año con los torrentes de lluvia o los temblores de tierra.
Esta descripción contiene un eco sutil de la imprecación de Ixca Cienfuegos a México, DF, al inicio de La región más transparente, de Fuentes, que podría ser la descripción de muchas otras ciudades de la región, casi diría: de cualquiera de nuestras presuntuosas y violentas aldeas.
Sin embargo, Piedras encantadas se acerca más al género negro clásico porque hay un crimen y una investigación. Un niño es atropellado y el conductor huye. Una cosa normal por estos lados. Recuerdo que un conocido abogado me dijo una vez, en Bogotá, que no había que ponerle calcomanías llamativas a los carros ni aceptar placas con números repetidos o capicúas para, en casos así, poder escapar y que nadie memorizara nada. Escapar, escapar, es lo que todo el mundo hace, porque, en el fondo, nadie es inocente en estas ciudades sin ley. Todos, de algún modo, son asesinos, y tal vez por eso nunca hay justicia.
Porque aun si se esclarece el crimen, no se condena a nadie.
No se recupera la armonía, como en la novela anglosajona. Pero es que ellos son protestantes y creen en ciertos principios. En el mundo anglosajón las leyes humanas deben triunfar y el orden, temporalmente deshecho por una anomalía, debe restablecerse. Entre nosotros no: somos hijos de la Contrarreforma, del hombre que reta a dios y sus leyes y es perdonado.
Nuestro antepasado es un Juan Tenorio sentado en una cafetería de Ciudad Guatemala o Monterrey o San Salvador, esperando que no empiece una molesta balacera que le impida terminar tranquilo su desayuno. Aquí el triunfo de la ley es poco realista. Por eso la figura del detective es infrecuente.
El detective, en América Latina, es más bien una metáfora. Un modo de mirar, un modo romántico de estar solo.
Es también un modo de ser poeta.
“Soñé que era un detective latinoamericano muy viejo”, dice Roberto Bolaño en un poema, “Vivía en Nueva York y Mark Twain me contrataba para salvarle la vida a alguien que no tenía rostro. Va a ser un caso condenadamente difícil, señor Twain, le decía”.
Una de las mejores novelas publicadas en español en las últimas décadas se llama Los detectives salvajes y sus personajes son poetas.
Pasando a otros argumentos, la Nueva Novela Latinoamericana contiene muchos otros géneros, como la novela histórica. Pero tampoco es novedoso, es también una larga tradición de América Latina, desde Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, o libros como Terra Nostra, de Carlos Fuentes. Siempre he creído que los novelistas que tuvieron infancias tristes escriben novela histórica, pero es solo una hipótesis. Yo tuve una infancia feliz.
Lo que sí parece casi definitivo es la predominancia de la novela urbana. Nuestras ciudades lo abarcan todo, y no es para menos.
Y otra característica interesante, y quizá la más novedosa: el ascenso de novelas que son más bien crónicas de hechos reales, familiares o personales, pero narrados con las herramientas de la novela. Es el caso de El olvido que seremos, de Héctor Abad, El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel, o Canción de tumba, de Julián Herbert. Tres libros que narran hechos reales, pero con las armas de la ficción.
Y ya para terminar, ¿cómo es el escritor de esa nueva narrativa latinoamericana? La verdad es que al verlo de lejos es una persona bastante banal. Ya no es un héroe, como en la época del Boom. Tal vez diría que ningún país latinoamericano le ha vuelto a dar a ningún escritor ese rol casi mitológico que le dio a los autores del Boom. No, eso no volvió a suceder y tal vez sea mejor así. Hoy el escritor es solo un escritor, nada más que eso. Un tipo que escribe, una mujer que escribe.