domingo, 26 de mayo de 2013

Sin Carlos

26/Mayo/2013
Confabulario
Gonzalo Celorio

La última conversación que sostuvieron Jorge Luis Borges y Pedro Henríquez Ureña versó sobre la Epístola moral a Fabio de aquel sevillano que acabó sus días en México y cuyo nombre, Andrés Fernández de Andrada, permaneció oculto en el anonimato durante más de trescientos años. Hablaron particularmente del terceto que dice:

¿Sin la templanza viste tú perfecta
alguna cosa? ¡Oh muerte!, ven callada
como sueles venir en la saeta.

Días después, según lo ha podido reconstruir con asombrosa precisión Leila Guerriero, el sabio dominicano murió repentinamente apenas había subido al vagón del tren que lo conduciría, como todas las tardes, de la terminal Constitución de Buenos Aires a la ciudad de La Plata, donde impartía cursos en un instituto pedagógico. La muerte le llegó callada, como si una flecha invisible -veloz, certera, silenciosa- le hubiese atravesado el corazón. Tras su fallecimiento, Borges escribió un cuento imposible, titulado “El sueño de Pedro Henríquez Ureña”, en el que relata aquella conversación y el sueño premonitorio que su respetado interlocutor tuvo la víspera de su muerte. El cuento de Borges va más allá de la omnisciencia, pues el narrador sabe lo que su personaje soñó aunque el personaje mismo, al despertar, lo haya olvidado por completo y no haya tenido, por tanto, ninguna oportunidad de relatarlo.
La Epístola moral a Fabio y la recordación que hace Borges de ese terceto y de la muerte fulminante de su amigo se me vinieron encima, no sé si como una revelación o como un consuelo, cuando me dieron la terrible noticia de que Carlos Fuentes acababa de morir, increíble, intempestiva, sorpresivamente, sin que ningún indicio hubiese anunciado el fatal desenlace, sin que hubieran mediado enfermedades, despedidas ni dolencias.
Lúcido, fecundo, vigoroso, jovial, apuesto, enérgico, vital, saludable. Así murió Carlos Fuentes. Como había vivido.
A lo largo de los años de su carrera literaria, desde los primeros signos asaz precoces de su talento narrativo hasta sus últimas novelas, con las que cerró el ciclo que denominó La edad del tiempo, Fuentes fue creciendo, madurando, aquilatando su escritura, culminando su ambiciosa obra, pero tuvo la cortesía y el privilegio de no envejecer nunca.
Habrá quien piense que la suya fue una muerte afortunada y hasta envidiable, porque, como recuerda Borges, “morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises”; sin decadencia, sin degradación. La imprevista saeta dio en el blanco cuando Carlos Fuentes acababa de entregar tres libros a la imprenta y estaba preñado de proyectos; cuando la víspera había concedido una entrevista al diario El País y hacía públicos su legítima preocupación y sus agudos análisis sobre el proceso electoral mexicano; cuando, apenas unas semanas antes, los cuatro escritores que nos habíamos constituido en una suerte de interlocutor plural para poder alternar con su sabiduría nos habíamos reunido a comer con él para conversar, como siempre, de literatura y de la situación política de México.
Quizá haya sido una muerte afortunada para él. Cómo saberlo sin quedarnos en la mera suposición conjetural, semejante a la que Borges pergeñó en su cuento imposible para amortiguar de algún modo el dolor que le causó la muerte de uno de sus pocos interlocutores pares. Pero dado el caso que su muerte hubiera sido afortunada para él, lo cierto es que nunca lo será para nosotros, los que aquí permanecemos todavía, a saber por cuánto tiempo. Cómo asimilar una desaparición tan imprevista, cómo digerir un silencio tan inesperado; cómo rellenar esa oquedad inmensa que de pronto se abre a la mitad del foro.
y por qué somos como somos, es decir la conciencia de nuestra identidad, en cuya búsqueda ya no tenemos que romper ninguna lanza porque, gracias a él, ya podemos caminar por el mundo sin necesidad de presentar ningún pasaporte cultural identitario.
Celosa, selectiva y discriminatoria como es, la literatura universal se quedará con muchos títulos de Fuentes: con la polifonía urbana y estamental de La región más transparente; con el misterio de los avatares amorosos de Aura; con La muerte de Artemio Cruz, que corona la novelística de la Revolución mexicana, hasta entonces subordinada a la fe testimonial o a las reivindicaciones de facción; con ese portentoso monumento verbal que es Terra nostra, equiparable a Paradiso de Lezama Lima o Gran sertón de Guimaraes Rosa; con las confrontaciones entre pasado, presente y futuro de Cristóbal nonato, La silla del águila o los cuentos de El naranjo.
Pero estos libros, y tantos otros de su autoría, que la literatura conservará en su seno para siempre, también son importantes para la historia de la literatura: unos precedieron el venturoso estallido de la nueva novela hispanoamericana, abrieron las puertas a la modernidad y utilizaron los más audaces recursos narrativos para dar cuenta de una realidad que aún no había pasado por el tamiz de la palabra; otros construyeron prodigiosos mundos verbales a partir de referentes históricos o literarios y todos cobraron una dimensión crítica hasta entonces inédita e hicieron calas profundas en la realidad que les sirvió de referencia.
De cualquier obra de la narrativa hispanoamericana se puede saber a ciencia cierta si se escribió antes o después de Carlos Fuentes. Y su influencia no sólo fue determinante en las generaciones posteriores, que transitaron por la brecha que él desbrozó, sino también, milagrosa y retroactivamente, en los escritores anteriores a él porque Fuentes nos enseñó a leer con otros ojos a Borges y a Reyes, a Rulfo y a Machado de Asís, a Quevedo y a Cervantes.
A Carlos Fuentes, espíritu renacentista encarnado en el siglo XX, nada humano le era ajeno: la literatura, la historia, las lenguas, el cine, la pintura, la música, la ópera, el teatro, la política, la economía, las relaciones internacionales. Fue un humanista moderno. Su capacidad de trabajo, su disciplina, su humillante fecundidad, su curiosidad siempre niña, su pasión política y su templanza crítica, aunadas a su amor a México, lo ubican en una estirpe de excepcionales escritores mexicanos para quienes, como lo quería Alfonso Reyes, que fue su modelo, su maestro y su padrino literario, la única manera de ser generosamente nacionales es ser provechosamente universales.
Pero la universalidad de Fuentes no se debe solamente a su vocación humanista, que no deja de ser una abstracción y con frecuencia remite al pasado clásico, sino a la dimensión internacional de su obra, de su pensamiento y de sus intereses intelectuales; se debe a su interlocución de tú a tú con los filósofos, los sociólogos, los historiadores, los periodistas, los políticos, los estadistas, los empresarios más destacados de su tiempo en el ámbito de las naciones. Si fue un dignísimo heredero -y en ciertos aspectos un antagonista- de aquellos pensadores mexicanos de vocación universal, también se convirtió en paradigma utópico de las generaciones subsecuentes, que difícilmente podrán recibir estafeta de tal envergadura, aun cuando sus enseñanzas y su legado hayan dejado una impronta imborrable, porque quizá él haya sido el último exponente del intelectual ecuménico, comprometido lo mismo con su obra personal que con su país y con el mundo.
Sí; sus libros, su ejemplo, su palabra siguen con nosotros y seguirán por siempre, pero hemos perdido su opinión cotidiana, su liderazgo intelectual, la tranquilidad orgullosa de que nos representara dentro y fuera del país como nuestro mejor embajador y, sobre todo, la alegría de su amistad asidua, porque Carlos Fuentes fue un hombre generoso, que reconoció a los escritores de las generaciones posteriores a la suya y les ofreció, fuera del aula, su luminoso y estimulante magisterio. Por eso no envejeció nunca.
Volvamos, para concluir esta suerte de elegía prosaica, al terceto de la Epístola moral a Fabio, que atribuye a la templanza la perfección de las obras humanas: “¿Sin la templanza viste tú perfecta / alguna cosa?”
La templanza fue una de las mayores cualidades de Carlos Fuentes, hombre de temple si los hay. Su disciplina escritural y su vocación literaria se sobrepusieron a cualquier otro apetito. Sus grandes pasiones –y vaya que las tuvo-, que lo podrían haber reducido a la frivolidad, la galantería, la presunción o la erudición trivial, se sujetaron siempre al gobierno de la palabra fecunda, que las expresaba y al mismo tiempo las exorcizaba y las contenía. Los frívolos, los presuntuosos, los vacuos son muchos de sus personajes, que desfilan por el escenario de la sociedad mexicana que retrata con severidad implacable. Por encima del vigor con el que podía comerse una docena de ostras, meterse a nadar en las aguas gélidas del mar Cantábrico o brincar con agilidad de adolescente a un podio para dictar una conferencia en español o en la lengua de Shakespeare o en la de Victor Hugo, estaban el rigor, el trabajo, la disciplina, la inteligencia, la lucidez.
Esa templanza, la virtud más perfecta según el sevillano que redactó la Epístola moral a Fabio, será la que tendríamos que invocar para aceptar su muerte y seguir, sin él, nuestro camino, que no es otro que el que trazó con luminosidad y con amor.
Madrid, julio de 2012.

Fuentes y el boom

26/Mayo/2013
Confabulario
Hernán Lara Zavala

¿Existió realmente el boom?  Yo creo que sí y no se dio, por cierto, mediante generación espontánea.  Independientemente del innegable talento de los autores, de los diversos apoyos que les brindaron ciertas editoriales, de una crítica que estuvo a la altura para reconocer el surgimiento de ese fenómeno cuyo nombre pone triste a tanta gente, el boom existió como una montaña, una torre o un elefante.
Gran parte de los críticos ubica el inicio del fenómeno literario, editorial y publicitario bautizado como el boom en el año de 1962, fecha de publicación de La ciudad y los perros de Vargas Llosa, que obtuviera el premio Seix Barral y con la cual se supone que arrancó una nueva etapa de la literatura escrita en español.  Lo cierto es que Emir Rodríguez Monegal en Narradores de esta América aclara que en realidad la primera obra que abrió fuego para plantear los cambios estilísticos e ideológicos propuestos por el boom latinoamericano fue La región más transparente de Carlos Fuentes publicada en 1958.
En opinión de Rodríguez Monegal Fuentes sería el pionero para resolver, en la práctica primero, a través de su novela, y después en la teoría, mediante su ensayo La nueva novela hispanoamericana del año de 1969, el dilatado debate sobre “civilización y barbarie” planteado por Sarmiento.   En la novela de Fuentes esta dicotomía se vislumbra como el México del campo traído a fuerza de hambre a la gran ciudad de México.  Por otra parte, en su ensayo Fuentes reformulará ese viejo debate para cambiar no sólo las dos categorías en conflicto sino el carácter de la propia tesis.  El escritor colombiano R. H. Moreno Durán planteó lo siguiente a la luz del boom:  “Ya no se trata de oponer la ‘civilización’ a la ‘barbarie’, la disyunción sería ahora “imaginación o barbarie”, una ruptura no sólo del esquema inicial sino de dos ámbitos diferentes, que funden un mismo debate lo ficticio y lo estético con lo real y lo social.”
No nos engañemos: los integrantes del boom son indiscutiblemente cuatro:  Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.  Dentro del grupo se han tratado de trepar, o los ha colado la crítica, escritores tan diversos y valiosos como Guillermo Cabrera Infante, José Donoso, Álvaro Mutis, Mario Benedetti, Manuel Puig, Severo Sarduy, Fernando del Paso y tantos más que, sin negar sus méritos, son importantes pero el hecho es que el boom lo constituyen cuatro y, como los Beatles, en el grupo ya no cabe ni uno más.
¿Qué cambió el boom?  Planteó una redefinición de los géneros literarios para ampliar la libertad  de mezclarlos indiscriminadamente; buscó tramas premeditada y acaso innecesariamente complejas evitando la linealidad y propiciando la participación del lector en la integración y la evaluación final de la historia;  multiplicó las voces de la novela y sus efectos polifónicos; ejerció todo tipo de experimentaciones tanto a nivel anecdótico como estilístico para imprimirle un efecto lúdico a la anécdota; se apropió del lenguaje de la gente común e incorporó diversos lenguajes vernáculos locales; revaluó el elemento fantástico como parte de la realidad cotidiana y exploró los vicios sociales y políticos latinoamericanos con una mirada más crítica, más ideologizada y más comprometida.
Fuentes efectivamente fue pionero entre los escritores latinoamericanos al convertir a una ciudad, la de México, en el gran personaje de su novela.  A él le siguió Vargas Llosa con La ciudad y los perros en donde los habitantes del microcosmos del internado Leoncio Prado salen a explorar y a vivir las calles de Lima;  García Márquez inventó su propia geografía al crear Macondo a partir de las evocaciones y leyendas de su familia en Aracataca en tanto que Julio Cortázar, aunque escribió la mayor parte de sus cuentos en Francia, lo hizo con los ojos puestos en Argentina y en su novela Rayuela logra finalmente tender un puente entre París y Buenos Aires.
De acuerdo con Ángel Rama Vargas Llosa fue reconocido por la crítica antes que Julio Cortázar y Cortázar antes que Borges, lo que “contribuyó a un aplanamiento sincrónico de la historia narrativa americana que sólo con posteridad y dificultosamente la crítica trató de enmendar”.  En su libro sobre la novela hispanoamericana Fuentes apostaba por sus pares y contemporáneos sí, pero no por ello dejó de reconocer la herencia de sus antecesores inmediatos:  Onetti, Rulfo, Arreola, Lezama Lima, Roa Bastos, Borges, Carpentier, Asturias, Arguedas, Reyes, Feliserto Hernández,  Marechal, Macedonio Fernández y Roberto Artl.
Entre los integrantes del boom se estableció desde el inicio una camaradería y una afinidad literaria poco común entre escritores que les permitió trabajar como grupo y enfrentar a los escépticos europeos y estadounidenses que ya habían declarado la muerte de la novela.  No obstante, su surgimiento no se puede soslayar la enorme influencia que ejercieron los narradores norteamericanos de la llamada “generación perdida” para la renovación temática y estilística de la narrativa de nuestros países.  Durante la segunda parte del siglo XX Onetti, Rulfo, Yáñez— en una primera etapa— y Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez posteriormente recibieron la benéfica influencia de William Faulkner, John Dos Passos y Ernest Hemingway.
Los cuatro tenían inquietudes políticas tempranas: sentían la obligación de ejercer un compromiso social que les permitiera denunciar y sacar a nuestros países de la pobreza y la injusticia impuesta por las dictaduras y las oligarquías y así lo manifestaron desde el principio, tanto en su literatura como en su vida pública, identificados abiertamente como pensadores de izquierda;  filosóficamente eran los herederos en latinoamerica de Marx y Lenin, de Luckàcs, de Sartre y de Camus, de Wright Mills, de Franz Fannon y de José Carlos Mariátegui que eran los pensadores en boga.  Pero el momento clave llegó con la Revolución Cubana de la que todos fueron entusiastas receptores, simpatizantes y promotores.  Pero el ideal revolucionario que los animaba y los unía pronto empezó a resquebrajarse y, al paso de los años empezaron a surgir ciertas divergencias entre las posturas políticas de cada uno de ellos.  A partir del caso Padilla se iniciaron las disensiones frente al proyecto revolucionario cubano que finalmente se tradujeron en el distanciamiento, la crítica y la ruptura de Fuentes y de Vargas Llosa con la dictadura de Fidel, contrario a Julio Cortázar y Gabriel García Márquez que se solidarizaron con él y le brindaron su apoyo hasta el final.
Acaso como efecto de la fama los cuatro sufrieron algún resbalón.  Fuentes aceptó ser embajador de México en Francia durante el gobierno de Luis Echeverría con la consigna de “Echeverría o el fascismo” pero pronto se dio cuenta de su error y cuando nombraron embajador en España a Díaz Ordaz renunció y se retiró de por vida de los cargos políticos para convertirse en una especie de consciencia moral latinoamericana desde el ejercicio de la literatura y las tribunas del periodismo.  La ideología de Vargas Llosa fue girando poco a poco hacia la derecha y sucumbió a la tentación de lanzarse como candidato a la presidencia del Perú, como una responsabilidad indeclinable frente al desastroso futuro que se vislumbraba en su país, decisión que por poco le cuesta su carrera literaria.  Cortázar apoyó la revolución Sandinista y decidió alinearse con Daniel Ortega hasta sus últimas consecuencias. Luego del Nobel Gabriel García Márquez ejerció su influencia política mediante su periódico y su revista de los que imperceptiblemente se fue alejando poco a poco. Con una gran discreción ayudó a muchos disidentes a salir de Cuba pero jamás rompió con Fidel de quien es amigo y protegido hasta la fecha.
Lo cierto es que políticamente hablando de los cuatro grandes del boom Carlos Fuentes resultó el más equilibrado, el más independiente y objetivo sin perder por nunca la conciencia crítica.  En cuanto a su postura política sufrió ligeros cambios (debemos recordar que en una ocasión los Estados Unidos le negaron la entrada a Puerto Rico y por otro lado en Cuba Roberto Fernández Retamar lo caricaturizó como Calibán) pero mantuvo hasta el final su carácter enérgico, recto y fuerte frente a las condiciones políticas del mundo con una actitud objetiva, comprometida y siempre progresista.
¿Fueron realmente grandes, literariamente hablando, los cuatro integrantes del boom?  Sin lugar a duda y cada uno de ellos con méritos indiscutibles e inigualables salvo por el hecho de que todos poseían una gran furia creadora.
El mayor de ellos era Julio Cortázar, nacido en 1914.  “Tan joven y tan viejo como un Rolling Stone”, diría Joaquín Sabina, pues en efecto a pesar de su edad Cortázar era el eterno joven tanto en su trato personal como en su vida y su literatura.  Se distinguió por ser miniaturista y relojero, el maestro de la forma breve, del humor, lo lúdico y los malabares de la palabra: era el cuentista de lo fantástico cotidiano, heredero de Borges y Felisberto Hernández.  El prestidigitador enigmático e inteligente de los actos cotidianos transportados a niveles metafísicos de prosa despierta, entusiasta, juguetona, seductora y divertida, “siempre a la izquierda y sobre el rojo”.
Le sigue en edad Gabriel García Márquez, el fabulador de mitos y leyendas que llevaron al límite los hallazgos y postulados de” lo real maravilloso” de Alejo Carpentier, del surrealismo practicado por Asturias y Cardoza y Aragón y la milagrosa influencia de Rulfo en Pedro Páramo.  Con García Márquez fantasía y realidad perdieron sus fronteras a través de una prosa simultáneamente desenfadada, irónica, humorística y poética que parece escrita con una pluma que sonríe al tiempo que plasma sus historias.  La mayor parte de sus novelas tienen títulos tan afortunados que se han convertido en emblemáticos.  Tal vez la obra de Gabriel García Márquez constituya la mayor influencia en la percepción de la parte mágica e hiperbólica que todos los pueblos guardan en el subconsciente y por lo mismo es quien más influyó en la literatura universal.
El benjamín y precursor del boom, Mario Vargas Llosa resultó ser el narrador nato dentro del grupo, el novelista por excelencia que cuenta anécdotas amenas y llenas de suspenso inspiradas en personajes de la vida real, identificables, convincentes, obsesivamente realistas.  Sus novelas siempre resultan interesantes, rápidas y llenas de diálogos convulsos, vertiginosos y sincopados; es el maestro de la aventura política que se inició reflexionando sobre los males del Perú pero que después proyectó su búsqueda hacia otras latitudes en donde pudiera desfacer entuertos y denunciar abusos.  Es el humorista serio y el erotómano contenido; el intelectual del sentido común, inteligente, culto y poco dogmático pero cuyas posiciones políticas  no siempre llegan a convencer.  El erizo que con los años se fue trasformando en zorro y del Perú saltó a América Latina y de ahí al mundo entero.
Y finalmente la figura que hoy nos convoca: Carlos Fuentes:  auténtico pionero del boom a quien el resto del grupo le encargaba dar discursos y dictar conferencias en su representación por su mente lúcida, su facilidad de palabra, su presencia imponente, su manejo de lenguas y sus maneras histriónicas.  El autor de “la nueva herejía” según Luis Harss, refiriéndose a que él escribió las novelas contra la revolución “institucionalizada” así como contra “las buenas conciencias”.

"Fue el más fecundo de los cuatro y escribía indistintamente relatos realistas y fantásticos. Es el novelista de prosa lírica, sinuosa y discursiva a la vez, el narrador que cuenta al tiempo que reflexiona.

Sus experimentos formales son complejos, riesgosos, intelectuales y por lo general involucran diversos juegos con el sentido del tiempo.  Es el teórico que jamás dejó de reflexionar sobre los derroteros de la narrativa hispanoamericana.  Es el gran promotor del boom sí, pero también del postboom.  Lector generoso y entusiasta siempre al día y que apoyó a los autores más jóvenes durante varias generaciones.
En cierto modo su búsqueda literaria lleva el sentido opuesto a la de Vargas Llosa.  Fuentes empezó como un zorro que observaba a México, América Latina y España a través de la novela y de la historia pero, con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en un erizo cada vez más ensimismado y obsesionado y con nuestro país, con su destino.

Pasado, presente y futuro de México, sus realidades y fantasías, así como los vaivenes sociales y políticos, se despliegan de forma panorámica en la enorme capilla de su literatura.
Carlos Fuentes nos ha dejado a todos sus lectores, mexicanos o no, una vastísima obra.  La parte final de su vida se caracterizó por entregarnos mínimamente un libro al año —cuento, novela, ensayo, teatro, ópera, crítica de artes plásticas, memorias, reflexiones.  Qué difícil llevarle el paso.  Ahora, a un año de su partida, sus incontables libros nos aguardan para que podamos ponernos al día y estudiarlos junto con las obras de juventud que tanta fama y prestigio le dieron desde sus inicios.  Merecen ser leídos con atención pues están cargadas de amor, pasión y sabiduría a México y a los mexicanos.  Gratitud a Carlos Fuentes que nos ha legado una inmensa obra que lo mantendrá vivo por muchos, muchos años.

sábado, 25 de mayo de 2013

Sellos independients ¿de quién?

25/Mayo/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

La literatura mexicana ya no puede comprenderse sin un nuevo fenómeno: las llamadas editoriales independientes. 

Editoriales independientes, a veces, de los lectores: esa democracia y esa tiranía. 

Estas editoriales, al contrario de las transnacionales, publican libros independientemente de si tendrán suficientes lectores–compradores. Hacen colecciones de obras raras o de autores emergentes, libros no comerciales. Libros para pocos. 

Ese lujo no lo pueden pagar los propios editores de libros para los happy few, porque, aunque sus valores son de élite o minoría, incluso los escritores mexicanos más exquisitos viven en el subempleo.

Para la mayoría de estas editoriales ser independientes de los lectores significa ser dependientes de subsidios gubernamentales.

Si les preguntamos, no dirán que son independientes de los “lectores” sino del “mercado”. Dicho abstractamente no se escucha mal. Incluso se escucha moral.

Llamarlas editoriales independientes es inexacto o involuntariamente cómico. Prefiero llamarlas editoriales pequeñas. 

Estas editoriales están cambiando el panorama literario. Las grandes editoriales perdieron, en la última década, mucho de su poder para definir la literatura mexicana. 

Son tan bonitos y selectos los libros de las editoriales pequeñas que los nuevos escritores mexicanos las prefieren. Entre ellos son ya más prestigiosas que las editoriales transnacionales.

Generalmente las manejan escritores del centro de la República. Son pocas las editoriales fuera de Ciudad de México, donde es más caro imprimir algunas obras que luego faciliten pedir subsidio.

A veces en otros países, las editoriales pequeñas son grupúsculos antisistema. En México, la gran mayoría carece de micropolítica alternativa. Simplemente son editoriales de escritores que editan libros de su gusto.

A pesar de que casi todas usan fondos públicos, estas editoriales no abren convocatoria pública. Publican lo que sus editores deciden personalizadamente y los jurados de las convocatorias gubernamentales aprueban en paquete.

Para entender la literatura mexicana hoy se necesita conocer la historia reciente de las editoriales pequeñas. Su lugar es extraño.

Por ejemplo, las revistas principales casi no reseñan estos libros —a excepción de los de contactos cercanos o enemigos a desprestigiar— porque no circulan bien. Seguirles la pista haría que estas revistas perdieran su lazo con el lector común.

Si alguien confía en la imagen de la literatura mexicana construida por las revistas quedaría tan extraviado como si confiara en las librerías, donde casi no se venden estos libros. 

El costo de distribuir bien las sacaría inmediatamente del mercado (al que no casi no han entrado).
Amigos editores: no me reclamen lo aquí dicho. Ustedes mejor que nadie saben que simplemente describo.

Suplementos culturales, los semilleros de figuras

25/Mayo/2013
El Universal
Abida Ventura

Con una larga tradición en la historia del periodismo, los suplementos culturales en México han funcionado, según las voces de sus protagonistas y críticos, como tribuna desde donde se lanzan los nuevos escritores, como espacios de experimentación de diversos géneros como la reseña, la crítica, el ensayo, el cuento o la poesía, así como semilleros de grandes plumas.
La existencia de estos espacios periodísticos, en donde se han formado grandes figuras de la literatura y la plástica mexicana, como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, José Luis Cuevas y Vicente Rojo, cobran importancia porque también son enormes promotores de la cultura, opina Elena Poniatowska, una de las escritoras que se inició en las páginas del suplemento cultural de referencia, México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez, el gran promotor de la cultura y de los escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo pasado.
“Desde ahí, como escritores, podemos impulsar los primeros cuentos y ahí tienen acceso muchos poetas, ensayistas. Es un semillero de nuevas figuras y de lo que nosotros podemos darle a nuestra cultura”, comenta en entrevista la autora de Leonora y La noche de Tlatelolco.
La periodista lamenta que actualmente en México no existan muchos suplementos culturales de calidad, ya que además de ser espacios de formación, funcionan como promotores de la cultura.
En México, reitera el ensayista, escritor y crítico literario Emmanuel Carballo, los suplementos culturales han sido la tribuna de los nuevos escritores. “Es la antesala del libro, muchas veces los escritores publican primero en los suplementos y si tienen éxito en el público van a las editoriales para publicar un libro. Han sido un espacio fundamental para la literatura mexicana”, dice.
Además, explica Carballo, quien ha sido colaborador en múltiples revistas y suplementos culturales, son punta de lanza para las nuevas generaciones. “Los jóvenes hemos sido miembros de los comités de redacción y cuando crecemos somos críticos de los suplementos”, dice.
Espacio para la literatura
La investigadora Irma Elizabeth Gómez Rodríguez, del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM (IIB), recuerda que desde el siglo XIX la prensa fue el único medio en el que los escritores e intelectuales mexicanos encontraron, además de una forma de subsistencia, la oportunidad de difundir sus obras, sus ideas y críticas al sistema político de la época. “La gran importancia de todas estas secciones dedicadas a la cultura es que fueron un espacio de formación de escritores, porque en ellos se podía experimentar con géneros que llegaban desde el extranjero, en esos suplementos es donde se aclimataron los géneros nuevos y eso hace que avance la literatura en México, como fue el caso de la Revista Azul, un suplemento del periódico del Partido Liberal, totalmente porfirista, y que sin embargo tenía a autores de la talla de Manuel Gutiérrez Nájera”, dice.
Desde los comienzos del periodismo mexicano, añade Gómez Rodríguez, los suplementos culturales han otorgado sus páginas a la experimentación. “Fueron un motor de especialización del literato, porque antes de que la prensa se fuera industrializando y especializando, el literato escribía de todo. Así van surgiendo figuras como el reportero, y el literato comienza a dedicarse más a la creación literaria, que a la opinión”, concluye.

domingo, 19 de mayo de 2013

Anécdotas de antología

19/Mayo/2013
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Hace más de una década, en una librería de la ciudad de Querétaro, al final de la presentación de mi antología Dos siglos de poesía mexicana: Del xix al fin del milenio (Océano, 2001), durante la ronda de intercambio de opiniones con el público, levantó la mano un señor de unos sesenta y cinco años y, con voz grave, dijo:  “Yo sólo quiero preguntarle al antologador [o sea a mí] por qué en esta antología no están ni Gumersindo Cantarrecio ni Panchito Picaflor”. (Estoy satirizando obviamente los nombres de los personajes que él mencionó, pero por ahí iba la cosa.)
Le dije, francamente, que yo no conocía las obras de estos próceres de la lírica queretana, y él me respondió que eran “dos grandes ausencias en el libro” porque, a su juicio, Gumersindo Cantarrecio y Panchito Picaflor eran vates indispensables en la historia poética no sólo de Querétaro y alrededores, sino también de toda la nación.
Le pregunté entonces por qué, si eran tan importantes, no habían sido incluidos en algunas otras antologías: por ejemplo, la de Pacheco o la de Monsiváis, o en Poesía en movimiento, o en el Ómnibus de poesía mexicana, de Zaid, y él respondió que “¡es obvio: porque siempre ha habido toda una estrategia conspiradora para borrar del espectro poético a estos dos grandes vates!”
Delante de él, abrí la Antología y le dije:
–¿Qué autores le hubiera gustado a usted que yo quitara para, en sus lugares, poner a don Gumersindo y a don Panchito: a Carlos Pellicer, Renato Leduc, Manuel Maples Arce, Elías Nandino, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen, Concha Urquiza, Manuel Ponce, Efraín Huerta, Octavio Paz?
Un sector del público rio con ganas, aunque yo no pretendía mofarme del señor, sino solamente hacerlo entrar en razón.
–¡No! –protestó mi interlocutor–. ¡De quitar, no quitar a nadie, pero sí incluirlos!
–Una antología –le dije, entonces– es, por definición, una selección o, mejor aún, una reunión o colección de piezas escogidas, es decir selectas. Nada tiene que ver con un directorio. El antólogo, según sus criterios, al elegir a unos poetas, deja de elegir a otros. Tal es el sentido de toda antología. Yo estoy seguro de que, cuando usted emprenda una antología, don Gumersindo Cantarrecio y don Panchito Picaflor estarán en primerísimos lugares en ella y, probablemente, no así Pellicer ni Paz ni Gorostiza. Su antología será una propuesta de lectura diferente a la mía.
Y ahí terminó nuestro intercambio frente al público, aunque después el señor, ya en los vinos, se me acercó nuevamente para insistirme en que leyera a sus próceres locales, ya que eran muy buenos y estaba seguro de que me impresionarían muchísimo.
Días después, me di a la búsqueda de Cantarrecio y Picaflor. No eran Othón ni Urbina, y ni siquiera Rafael López o María Enriqueta. Eran vates que bateaban ripios en serio, por todo el jardín derecho del diamante, y roleteaban imparables de una cursilería devastadora. Pero lo destacado de la anécdota está en el hecho de pensar que, en efecto, hay –¡tiene que haber, pues no se explica de otro modo– todo un complot, todo un aparato orquestado, para perjudicar la fama pública de los Cantarrecio y los Picaflor que en el mundo ha habido y que les impide llegar a la gran cantidad de lectores que están ansiosos de gozarlos.
Hace poco, en una universidad, al término de la presentación de mi Antología general de la poesía mexicana: De la época prehispánica a nuestros días (Océano, 2012), se me acercó el profesor Equis, investigador, ensayista, estudioso de la literatura que, entre otras cosas, a lo largo de su provecta existencia, ha publicado dos o tres poemarios. Me dijo:
–Voy a revisar con mucho interés su Antología, pero antes, dígame, para saberlo, ¿estoy incluido yo en ella?
–No, maestro –le respondí con cortesía incómoda–. No está incluido usted.
–¡Ah, no, bueno, por eso lo decía! Sí me interesa ver a quiénes puso usted, pero si no estoy yo, pues mejor luego la busco.
Es obvio que el profesor Equis tiene una gran autoestima, dado que piensa no sólo (como una hipótesis) que él podía estar al lado de Sor Juana, Othón, Díaz Mirón, López Velarde, Villaurrutia, Gorostiza, Rosario Castellanos, Paz, Huerta, Sabines..., sino que (como una disparatada certeza) debía estar junto a ellos. Extrañísimo razonamiento, extrañísima deducción (i)lógica, pues salvo él nadie más preguntaría por él en una antología, y salvo él ningún lector lo echaría de menos junto a Juana de Asbaje, Othón, Díaz Mirón, López Velarde, Villaurrutia y los demás.
Creo que la vanidad sigue siendo la mayor causa de nuestros desatinos.

El arte de no leer

19/Mayo/2013
Jornada Semanal
Hermann Bellinghausen

Este comentario trata de los libros que uno no lee. De uno en particular, que usted probablemente no leerá, titulado Cómo hablar de los libros que usted no ha leído (Bloombsbury, Nueva York, 2007; edición
castellana en Anagrama, Madrid, 2008), del profesor de literatura en alguna Sorbona de París, Pierre Bayard. Usted supondrá que al menos este reseñista sí lo leyó y con altruismo le está ahorrando hacerlo. Quizá se engaña. Según el propio Bayard, hay muchas maneras de hablar, incluso doctamente, de libros que no se han leído pero tanto se dice de ellos y tanto se les cita que la gente se siente cómoda y hasta apasionada discutiendo un libro ignoto, lo compara, desdeña o defiende.

Este comentarista bien pudo sólo hojearlo, una de las técnicas que comenta el catedrático francés y usa a Paul Valéry para demostrarlo, siendo que el poeta homenajeó a Proust, Bergson y Anatole France sin haberlos leído ni planear hacerlo en el futuro; pero qué encendido obituario el suyo para expresar admiración por La recherche. Bastaba echar un vistazo al índice, por lo demás bastante expositivo, pues se trata de sumarios del contenido de cada capítulo. Además, el autor no es un pedante que aplaste al lector con su bagaje literario. Tal vez porque no tiene mucho de qué presumir. Sincero, candoroso, democrático, empieza por confesar que nunca ha leído Ulises, de James Joyce, pero tiene una idea aceptablemente completa de la trama, el modo peculiar de la narración, el flujo de la conciencia, el monólogo de Molly Bloom y su lugar en la literatura universal, aunque sólo conozca poco más que la portada, dando la razón a Flaubert en su Diccionario de lugares comunes: “Libro: Cualquiera que sea, siempre demasiado largo.”
Lo que sigue son entretenidas revelaciones, reflexiones, interpretaciones, pasajes y comentarios sobre las más diversas e imaginativas formas de mendacidad y autoengaño para hablar, escribir o dictar conferencias ante auditorios que podrían conocer mejor que uno el libro del cual uno está pontificando. Cuando no hilarante, es demoledor. Pone en duda buena parte de lo que los que “saben” dicen saber de los libros.
Es comprensible que para algunos reseñistas resulte ofensivo y lo divertido se le acabe pronto, y ponen a Bayard seriamente en su lugar: “Hay pocos libros más deplorables que este ensayo. Debajo de su astucia e ironía no se oculta otra cosa que un fácil antiintelectualismo”, escribió en Letras Libres el intelectual Rafael Lemus (noviembre de 2008). “Disfrazada de irreverencia predomina la estupidez, un tosco elogio de la estupidez. Ninguna de las frases de este libro promueve la inteligencia; ninguna pretende crear un lector más inteligente. Por el contrario: se celebra la mera astucia, se enaltece al pícaro.” Le reprocha no acusar deleite. En un comentario más entusiasta, la admirable escritora estadunidense Francine Prose encontraba ahí “un himno a los placeres de leer”.
Admitamos que la pieza participa de la tradición francesa en la que algún savant alza la voz para elogiar en vituperio una materia que no es su fuerte (ya ven, Sartre furioso contra Baudelaire, sólo demostrando lo poco que el filósofo entendía la poesía). Acaso Bayard no es un lector apasionado ni hedonista. Algo hay de calvinista en su regodeo. Con una breve nomenclatura en siglas, marca cada libro que cita indoctamente como “desconocido para mí”, “hojeado”, “he oído hablar” (“bien o mal, mucho o poco”). Guiado por pasajes de novelas digamos que populares (El nombre de la rosa, de Umberto Eco; El tercer hombre, de Graham Greene), o la película Groudhog Day, de Harold Ramis (1993), va comentando textos que desconoce de Virgilio, Aristóteles u otros indispensables para cualquiera que lee, y se permite ilustrar la importancia que pueden alcanzar libros de los que sólo se ha oído hablar y quién sabe si existan.
No es un alegato de denuncia. Al contrario. Con respeto, incluso admiración, describe algunas formas de no leer. Así, un bibliotecario de El hombre sin atributos, de Robert Musil, cuida un acervo incalculable en valor e inmenso en número. De esos libros que ama y cuida, que son su vida, no ha leído ninguno. Como padre justo, los quiere por igual. Elabora y comparte catálogos, los únicos volúmenes que sí lee. Organiza, clasifica, numera tomos. Gracias a él, cada uno posee su lugar.
Para leer sin leer
Hay formas de no leer que Bayard no trata, espero que deliberadamente. Con los buscadores de internet, Facebook y demás, estas formas se han multiplicado (algo que cualquier educador conoce bien como la herramienta de trampa favorita de los estudiantes para reseñar en base al plagio, las generalidades y Wikipedia). O las películas “del libro”. Nunca planeé leer El padrino, de Mario Puzo, sin dudar que sea interesantísimo. Pero vi la película, con el consuelo adicional de que es una Obra Maestra del cine de gángsters, con aires shakesperianos y estupendas actuaciones. Los ejemplos son miles. El gran John Houston basó su larga y desigual carrera en adaptar cuentos y novelas. Uno puede comparar las versiones cinematográficas de Los miserables, Ana Karenina, Cumbres borrascosas, Pedro Páramo, Macbeth o la Ilíada. Cuántas cintas vemos, comerciales o serias, de libros que nunca leeremos y qué bueno. O qué lástima, según.
Los audiolibros son, supongo, una forma legítima de no leer mientras manejas, cocinas o reparas una silla: un disco de fondo nos evita gastar la vista en las páginas de Paulo Coelho o cosas peores, pero también nos achica los clásicos. Por fortuna, los invidentes pueden constituirse en espléndidos lectores. Ahora, prejuicios aparte, ¿cuánta gente que “no lee” de hecho devora volúmenes y sagas que quienes decimos leer jamás acometeríamos? La industria trasnacional está poblada de tomos de quinientas o novecientas páginas que vuelan a la playa y habitan comedores y retretes, van de mano en mano, agotan ediciones, merecen secuelas y “precuelas” que para los-que-sí-leemos son basura. El folletón no ha muerto.
La tecnología ha facilitado enormemente las posibilidades de no lectura. Si uno necesita o desea un determinado libro, de un clic lo baja y ya, con todo y sumario. Nada de trasladarse a la librería o la biblioteca, o sustraerlo de casa de un conocido, ni siquiera ordenarlo en Amazon. Luego que para eso están las enciclopedias en línea y sus millones de espejos que nos permiten en segundos acceder a sinopsis, reseñas y promocionales, de manera que el no libro suplanta al libro, y más que alterar su forma (cualquier lectura es válida), diluye el contacto con su contenido.
Las consideraciones del polémico Bayard pasan por admitir que se dirige a un sector reducido para el cual leer libros, haberlo hecho, impacta en la imagen que los demás se hacen de uno y la idea que uno tiene de sí mismo: gente a la que le importan a lectura, la escritura, la traducción y la edición de este “formato” para comunicarse mediante palabras encuadernadas. Hoy los prestigios y referentes culturales presentan otras coordenadas, distintas formas de presentación, asimilación, reproducción y uso. La pantalla móvil y la infinita progresión de datos, registros, imágenes y códigos neo o postverbales llevan la no lectura a esferas que esta nota no pretende discutir.
Bayard recurre a Balzac ‒a quién más‒ para ilustrar la realidad del mundo editorial, los comentaristas y demás magma del prestigio cultural (no sólo literario). Reseña Las ilusiones perdidas resaltando que los editores no necesariamente leen lo que publican o rechazan, sino que se guían de opiniones ajenas que pueden hundir o enaltecer obras mediante recensiones por encargo cuyos autores las elaborarán sin perder el tiempo en la lectura. Casos hay que hasta premios ganan y los entregan reyes, presidentes o funcionarios que pronuncian informados discursos escritos por alguien más.
Con Montaigne, el profesor de Sorbona se pregunta si los libros que leímos y olvidamos (la mayoría, ciertamente) podemos darlos por buenos. En algún compartimento de nosotros alguna huella habrán dejado, grande o no, formativa o desesperanzadora, bella o ingeniosa. Pero no los recordamos. Bayard es también psicoanalista; infiero que da por sentados el inconsciente, la memoria profunda, el olvido selectivo, la materia de los sueños y el sentimiento de culpa por no hacer la tarea.
Están los autores que se los inventan (no menciona a Borges, pero sí a Soseki, el inquietante narrador japonés). Con desparpajo final, el ensayo de Bayard nos conduce al refranero de Oscar Wilde y la certidumbre de que leer nos distrae de escribir nuestra autobiografía: la “antinomia” entre leer y crear. En otro extremo estarían las deliciosas reseñas de libros inexistentes realizadas por Stanislaw Lem en Provocación (Editorial Funambulista, Madrid, 2005) y Vacío perfecto (Impedimenta, Madrid, 2008) que en su virtualidad prodigan intensas maneras de leer y conocer: algo demasiado complicado para Bayard, si bien habla del libro “interno” y el “virtual” como la nuez de esa idea que nos hacemos de determinado libro, la que realmente importa.
Intelectualmente plebeyo pese a todo, Bayard expone los riesgos que implica esta actividad secreta y osada, y la común hipocresía respecto a lo que verdaderamente se ha leído. Estamos en una de las pocas zonas de la vida privada “además de las finanzas y el sexo ‒dice‒ sobre las cuales es difícil obtener información confiable”.
Los creyentes que leen exclusivamente biblias, coranes o devocionarios tienen sus propias ideas al respecto; memorizan colectivamente, por ósmosis, contenidos por los cuales, llegado el caso, morirán, matarán o quemarán los libros infieles. Los censores hitlerianos y estalinistas, como el Santo Oficio, serían entonces sacrificados lectores que salvaron al vulgo de contaminarse con las obras equivocadas.
Dejando de lado esa estupidez que considera la lectura una “adicción”, cabe concluir que los no lectores más flagrantes (plagiarios, demagogos, falsificadores) los encontramos entre quienes leen, escriben y dan importancia mayúscula a dichas actividades. Una paradoja interesante.

Pesimismo sonriente y periodismo cultural

19/Mayo/2013
Jornada Semanal
Fabrizio Andreella

A h.g.v.
El suplemento
Una lectora me ha escrito un correo electrónico en el que me acusa cordialmente de sazonar con abundante pesimismo los textos que comparto con los lectores de La Jornada Semanal. Agradeciéndole la atención que dedica a mis reflexiones, quiero aprovechar su amable reproche para reflexionar sobre el periodismo cultural y sus objetivos en esta época.
El periodismo cultural, obviamente, puede ser el alma fraternal que frecuenta nuestras pasiones o el espectro mercantil que conoce nuestros vicios. Dejaremos esa disyuntiva como resuelta para nosotros ya que, afortunadamente, cada domingo frecuentamos estas páginas compartiendo encantos e inquietudes, informaciones y reflexiones, memorias y suposiciones.
El periodismo cultural libre de ocultos intereses extraculturales es un suplemento dietético. Ayuda en aquellas situaciones de avitaminosis intelectual provocadas por la indiferencia tanto a la hermosura y la creatividad como a la iniquidad y al horror. Sus principios activos tratan de limitar aquella ignorancia que genera sufrimiento y son primariamente dos: la difusión de la hermosura y la invectiva contra el engaño.
La belleza
El primer principio activo ilumina la belleza de las creaciones humanas que llamamos arte, cultura, pensamiento, para divulgarlas y ayudar al individuo a contemplar los encantos de la vida y a crecer con ellos. Se trata, sobre todo, de la belleza que no es llamativa, que no se nota a primera vista, la belleza excéntrica que por su singularidad y originalidad amplifica la posibilidad de gozar de quien la contempla, y lo mismo hace con su capacidad de disfrutar el mundo. Se trata también de la belleza escondida por el polvo del tiempo, la belleza inactual que aumenta su encanto con el exotismo temporal; esa belleza clásica que nos permite esquivar la flecha del tiempo y salir del despótico torbellino de la actualidad.
El engaño
El segundo principio activo del periodismo cultural indaga, descubre y denuncia aquellas creaciones humanas que dejan en la realidad ambiental, social o psíquica unas cáscaras de plátano donde uno se puede resbalar, perder la visión del horizonte y acostumbrarse a vivir boca abajo o sin conciencia de la disminución sufrida.
El Premio Nobel t.s. Eliot pinceló su inquietud frente a esta amenaza en unos versos de “La piedra” (1934): “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?”
Trasladando la pregunta poética a la vida diaria, es suficiente pensar en el cielo sin estrellas que nos toca en las metrópolis para darnos cuenta de que la contaminación no corrompe solamente los pulmones, sino también la mirada del alma hacia arriba. Buscando en la infinitud misteriosa de la noche un alivio para el insomnio o la validación de un amor, el habitante de la ciudad ya no encuentra el apapacho del cosmos estrellado al cual participar de su ansiedad. El techo de plomo sobre su cabeza es mudo o, más bien, está lleno de tóxica información química.
Como todo mundo sabe, el único resultado de haber llegado a la Luna es que ya no es una imagen romántica que abre el corazón de los enamorados, sino un inútil dato científico amontonado en el almacén de la memoria técnica. ¿Son detalles irrelevantes? ¿Son resultados que no importan o que no tienen que ser parte de una reflexión colectiva? Tal vez para alguien es así, pero para otros pueden ser temas que ayudan a formarse una conciencia de sí y de la comunidad donde viven.
La alfombra
Claro está que ser agente de este segundo principio activo contra el engaño –es decir, denunciar los efectos colaterales de las cosas que se presentan como perfectas soluciones a problemas que ignorábamos tener– obliga a una mirada crítica que puede parecer ennegrecida por el pesimismo del agorero.
Reflexionar sobre una realidad exitosa, horneada de novedades útiles, agradables y aceptadas con entusiasmo acrítico o tranquila indiferencia, es una operación que atrae no solamente la acusación de pesimismo.
Revelar lo que se ha barrido bajo la alfombra supone exponerse al riesgo de ser tachado también de conservadurismo mojigato, ciego tradicionalismo, fanatismo derrotista y cobarde hipocresía. Como si el mero hecho de ser socialmente crítico fuera la señal de una amargura personal, de una infelicidad íntima que no permite celebrar la civilización como ésta merece.
Sin embargo, denunciar las trampas que se hallan en lo cotidiano es uno de los instrumentos que tenemos para dar su nombre a los espectáculos de ilusionismo que a veces tratan de pasar por realidad. Nos permite elegir o rechazar la realidad diariamente en lugar de sufrirla pasivamente.
La adicción
A veces, aun conociéndola, tenemos que plegarnos a ella, pero ese conocimiento nos permite al menos no caer en una pasividad inconsciente o simplemente indolente.
No siempre es cierto. Por ejemplo, a veces aparece la noticia comprobada de que en un programa de telebasura todo es arreglado y los protagonistas son actores pagados para realizar un poquito de pornografía emocional actuando como pobres desgraciados bañados en lágrimas. Sin embargo, la reputación de esos programas no es manchada y el éxito sigue igual. Se trata del poder que tiene la adicción mental a la ficción cuando la existencia es un espanto o, como dijo el Roto, “la realidad es una alucinación producida por la ausencia de propaganda”. La realidad en estos casos es un obstáculo a la narración mitológica sostenida por un aparato de imaginaciones, evocaciones y sueños que arrinconan la reflexión racional y la conciencia personal de los hechos que hacen la historia colectiva e individual. Es triste notar que políticos y publicistas consideran la sandez general como la precondición esencial y necesaria para la efectividad de sus tareas.
El optimismo
Frente a este panorama mediático y antropológico, es cómodo ampararse en el optimismo de rigor que impone la postmodernidad, pródiga en gadgets, modas y “sueños” que guían siempre la mirada hacia un paraíso por venir. Un optimismo que, si lo analizamos bien, no es una forma de esperanza sino de cinismo, porque concierne a la máquina de la técnica y sus adelantos, mientras la vida social abandona la solidaridad por el voluntarismo y se desmorona, y la vida individual es azotada por la ansiedad, que a veces se torna en depresión y neurosis disimuladas por vergüenza o incapacidad de reconocerlas.
Este optimismo de la máquina postmoderna sirve para ocultar un inconveniente de la relación entre el hombre y la técnica: estamos obligados a participar en una carrera innatural, sobre todo psicológicamente, pero también económica y físicamente, en pos de alcanzar la flecha del progreso. Es la filosofía del último modelo como forma de sentirse aliviados/alivianados.
Sin embargo, esta velocidad, orgullo de la producción bajo la dirección de la técnica, no nos permite ni siquiera preguntarnos la cosa más simple: ¿A qué blanco apunta esa flecha del progreso? ¿Ese blanco es de evolución humanista o es un simple punto geométrico imaginario puesto en el infinito, que sirve solamente para darle un sentido a la producción sin finalidad de la técnica? En este sistema, el ser humano es un simple funcionario, catequizado con eficaces promesas seductoras para ofrecerse al progreso como usuario entusiasta de las nuevas creaciones de la técnica.
El conformismo
Tomemos como ejemplo el e-book. En los medios masivos su celebración como avance espectacular es incesante, y desde el punto de vista de la técnica seguramente lo es. La única verdadera ventaja que tiene es la de poder llevar muchos textos sin cargar peso. (No menciono el tema ecológico porque me parece ridículo e hipócrita hablar de árboles salvados por no imprimir libros, cuando se destruyen selvas enteras sin la menor dificultad para cualquier otra producción industrial.)
Pero la admisión de los límites y defectos del e-book es considerada un acto vergonzoso de retrógrados atolondrados. No es chic, no está a la moda ni en línea con el conformismo tecnológico. Entonces solamente se puede pensar en soledad o confiar en voz baja a un amigo que el e-book no es para nada cómodo. Porque cansa los ojos, es frío, no permite consultar páginas diferentes con facilidad, no se puede ojear bien el texto, no involucra el tacto, el olfato y el oído, como hace el papel, hay que recargarlo, las fuentes tipográficas son modificadas, etcétera.
Frente a estas objeciones, los fervorosos creyentes en el progreso tecnológico suelen salir con un desdeñoso “a mí no me molesta nada, es un encanto”. En cambio, los más inclinados hacia el determinismo tecnológico rebaten con un terminante “mejorará”.
Optimismo: una obligación que se torna en actitud espontánea. Mientras, claro, nos acostumbramos a todo, como nos hemos acostumbrados al sabor de la tortilla industrial, al tráfico de la ciudad, a pagar para beber un vaso de agua. La amnesia colectiva necesaria para que lo bueno del pasado no se tome como referencia para ajustar el rumbo de la máquina técnica postmoderna, es organizada por un presente que nunca para de “informarnos”, es decir de bombardearnos con novedades de dudosa importancia que sepultan la realidad con narraciones nuevas antes de poder reflexionar sobre las viejas.
La cultura
Entonces, en el presente eternizado por los medios masivos, ¿qué tanto puede decir la cultura, que pide y provoca una reflexión extendida en el tiempo? ¿Cuál es el papel del periodismo cultural? Amigo del cafecito dominguero, del tramo largo en el Metro, del sofá indolente y de todas las esperas, el periodismo cultural es un tambaleante puente de cuerdas entre la vida diaria y la reflexión, entre la cultura y la gente, que a veces no se frecuentan mucho.
Si la cultura perdiera cualquier contacto con el mundo cotidiano, con la educación y el civismo, con las aspiraciones y los gustos de la gente, y se aceptara a sí misma solamente como un espacio elitista para una minoría enrocada en la academia, entonces el poder que no ama el crecimiento cultural y económico de las clases subalternas ‒porque tienen que quedarse allá en el fondo del paisaje como un dato de color‒ sería muy feliz.
Claro, antes que nada el periodismo cultural debe informar sobre las novedades culturales, idealmente sin que esto lo convierta en un voceador de “los más vendidos” o un camarero de las estrellas mediáticas que se creen escritores porque ya tienen un público. Además, reporta los debates públicos que la sociedad vive como decisivos y prueba y analiza los ingredientes que están empezando a cambiarle el gusto a la vida social e individual.
La identidad
Pero el periodismo cultural puede ser también como un sherpa que acompaña al lector-explorador en regiones del pensamiento y del arte olvidadas o inesperadas. No posee, o más bien se deshace, del prestigioso y sólido equipo profesional de las investigaciones académicas, porque su excursiones no son planeadas con la misma formalidad y son mucho más breves y rápidas. Pasa por terrenos esteparios, despoblados, y de vez en cuando se adentra tímidamente en laboratorios clandestinos de conjeturas raras y arriesgadas porque sabe que a veces la imperfección es la tierra más fértil para nuevas florescencias.
El periodismo cultural puede ser un espacio donde la escritura hace de los límites –el espacio reducido, la necesidad de dirigirse a un público amplio, la presión del tiempo– la fuente de su fuerza para soltar los conceptos de las jaulas disciplinarias que los emplean en estudios más formales.
El periodismo cultural puede ser una arena donde inflamar las ideas, molestar a los prejuicios afianzados, desquiciar a las lógicas asentadas, buscar nuevas reacciones químicas entre opiniones heterogéneas.
El periodismo cultural puede ser el lente sobre un presente que tiene la fuerza de abarcar el pasado –porque sin memoria no hay dirección ni evolución– y el futuro –porque sin ver las implicaciones venideras de los actos de hoy, el mañana será solamente el tiempo en que los hijos serán castigados por las iniquidades de los padres (Éxodo, 34:7).
El periodismo cultural puede ser el que lucha contra el despotismo de la novedad, el que critica todo aquello que se autolegitima por el hecho simple de ser actual; el que analiza los costos sociales de ideas, modelos y tendencias culturales que se difunden.
La sonrisa
Ahora bien, si estas son posibles identidades del periodismo cultural, su mirada debe ser necesariamente afilada, despiadada y policíaca. ¿Quiere decir también pesimista? No, quiere decir realista, porque una mirada maravillada que junta “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”, como dijo Antonio Gramsci, disfruta y ocasiona el bienestar con realismo. “Gran desorden bajo el cielo, la situación es excelente”, decía Mao Tse Tung. Funciona aun sin ser revolucionarios. Con tal de no cerrar los ojos y seguir sonriendo y festejando a esa especie misteriosa, absurda y maravillosa que es el género humano.

sábado, 18 de mayo de 2013

La enseñanza que nos dejó Rulfo

18/Mayo/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Este 2013 se cumplen 60 años de El llano en llamas, que sería la mayor obra literaria mexicana de no ser porque dos años después Juan Rulfo decidió publicar Pedro Páramo.

Algunos escritores dizque vivos saben tan poco de literatura que desdeñan a Rulfo, la cima estética de la literatura mexicana.

Y quizá latinoamericana, junto a Borges, tan distintos.

Rulfo era un hombre sensible, con una accidentada experiencia mundana, frecuente en grandes novelistas. Rulfo gustaba recordar que había sido agente migratorio y vendedor de llantas.

Lo decía para desalinearse de literatos soberbios y clasistas. Esos que aspiran a ser cosmopolitas de tan poco que han vivido.

Rulfo escribió Pedro Páramo en pocos meses, tres o cinco, según dijo. Gracias a una beca. Lo cual desmiente todas esas tonterías que dicen los escritores mexicanos actuales, increíblemente problematizados por cualquier cosa, incluso por tener o no tener una beca.

Rulfo había ya premeditado la trama de su novela, y con el tono adquirido en sus relatos de la década previa, logró ejecutarla en pocas jornadas.

Rulfo sabía que había hecho una obra maestra. Pero no lo quiso saber inmediatamente la literatura mexicana, que tardó años en aceptarlo, y aún cometió la ridiculez de reseñarla mal y querer ignorarla.

La costumbre le quedó a algunos literatos, quienes todavía periódicamente declaran alguna fruslería sobre Rulfo.

Otro rasgo de Rulfo que todavía no soportan ciertos escritores es que su lenguaje literario esté hecho de voces pueblerinas. Por supuesto Rulfo rehizo ese lenguaje. Pero ese cuento que se echan los literatos de que Rulfo lo inventó totalmente solo lo pueden creer un grupo de personas tan sordas e ignorantes que no se dan cuenta que los pueblos mexicanos son más poéticamente memorables que la estilística nacionalizada.

Los literatos mexicanos están realmente en un estado tan lamentable de percepción —son una mafiecita miserable— que cuando se les pregunta cuál es la gran lección de Rulfo responden que purificar las palabras de la tribu, quedarse callado o buscar la palabra justa, o algún otro cliché de la literatura francesa mal leída. No oyen. 

Si oyeran sabrían que la obra de Rulfo está compuesta de lo contrario: una impureza apretada de dientes, un murmullo enjuto que procura menos la “palabra justa” que narrar la injusticia.

Rulfo es la palabra pegada a la herida. Él deja que las voces hablen, y como esas voces son de fantasmas indígenas y cabrones coloniales, campesinos cristeros y verdugos humillados, personajes muertos y herencias rapaces, dictan su poesía del sufrimiento a un escritor provinciano, a veces sonriente, a veces atormentado. 

Rulfo publicó dos libros. Luego se quedó callado. Pero su lección no es el silencio. Su lección es haber escuchado.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Juan Rulfo, escritura y sobrevivencia

Mayo/2013
Letras Libres
Roberto García Bonillla

Juan Rulfo estaba por cumplir treinta y ocho años cuando se publicó Pedro Páramo. Entre la publicación de su novela y la muerte de su autor transcurrieron más de tres décadas que vieron crecer el prestigio del escritor; su novela y los cuentos reunidos en El llano en llamas (1953) se llevaron a más de medio centenar de lenguas, y los tirajes en español se reprodujeron por cientos de miles. A los diecisiete años el escritor abrazó su libertad e inició su trabajo escritural. Había asimilado los conflictos de la fe y una espinosa disciplina formativa que se alimentó del confinamiento en el orfanatorio y en el seminario (1927-1934). Emergió su vocación y uno de sus gérmenes fue el asesinato de su padre cuando el futuro escritor contaba con seis años de edad. La crisis de la pérdida se acentuó cuatro años con la muerte de la madre. El niño sumergió y elaboró el duelo entre los libros de la casa materna de San Gabriel donde estaba la biblioteca de su abuelo y la del curato que se alojó ahí cuando las iglesias se cerraron durante la Cristiada.
La transfiguración del duelo en trabajo creador fue pausada y rotunda. Un decenio transcurrió desde la publicación de su primer texto –“La vida no es muy seria en sus cosas”– y la aparición de Pedro Páramo. Ese lapso será muy fructífero en la escritura y también en su trabajo fotográfico –sobre arquitectura, paisajes y retratos– que alternaba con el alpinismo.
Rulfo nunca consideró la escritura como un trabajo profesional y no le interesó lucrar con el oficio de escritor. Además de los cientos de textos introductorios y cuartas de forros que como editor escribió en las publicaciones del Instituto Indigenista, se conocen unos sesenta textos entre prólogos, presentaciones, ponencias, monografías; existen unos cuatrocientos más sobre arquitectura, casi todos inéditos. También fue un creador excepcional de imágenes. Dejó un archivo de unos seis mil negativos. El ejercicio de la escritura y la fotografía fueron para Rulfo una afición: “Para mí el único oficio es el de vivir.”
Conciliar el trabajo creador con la sobrevivencia cotidiana fue unos de los mayores retos en la vida de Rulfo quien provenía de familias adineradas de los Altos de Jalisco: el abuelo materno, Carlos Vizcaíno, había sido un millonario filántropo benefactor de los huérfanos de la región; la abuela materna quería que su nieto fuera sacerdote y la paterna que siguiera la abogacía como profesión y uno de los motivos que lo llevaron al seminario fue la ilusión de viajar a estudiar a Europa donde resplandecían los sueños y proyectos de todo aspirante a escritor.
Durante el verano de 1935 el joven Juan llega a la ciudad de México y por instancias de su tío, el coronel David Pérez Rulfo, ingresa al Colegio Militar; semanas después admite que no tenía dotes para la milicia. Se decide en definitiva por la literatura. No le revalidan los estudios y asiste como oyente a San Ildefonso –a la carrera de derecho– y a Mascarones a la Facultad de Filosofía y Letras. Antes, por recomendación del subsecretario de Guerra y Marina, general Manuel Ávila Camacho, ingresa en 1936 a la Secretaría de Gobernación –al departamento de Migración– como oficial quinto con un horario de nueve a trece horas y de dieciséis a diecinueve horas. El novel burócrata recibirá un modesto sueldo y a cambio tendrá muchas horas libres para escribir. Durante una década, sus rutinas estuvieron signadas por los cambios de adscripción, los viajes, y alguna suspensión del sueldo. En el expediente de Juan Rulfo en la Secretaría de Gobernación (glosado por Antonio Alatorre en “Cuitas del joven Rulfo, burócrata”, 1992) se advierten los modestos puestos del empleado Juan Pérez Vizcaíno.
Las ausencias laborales por debilitamiento físico fueron frecuentes; los médicos llegaron a indescifrables diagnósticos como “conmoción y choque nervioso”; eran los signos de un temperamento melancólico. Rulfo solicitó un permiso a finales de 1939. Tras cuatro meses regresó del aislamiento, al parecer había avanzado en “El hijo del desaliento”, novela que su autor rompió por considerarla “retórica” y “rimbombante”. Rescató un fragmento –“Un pedazo de noche”– que publicó en América su único guía literario y compañero en Gobernación, Efrén Hernández.
Los ingresos del naciente escritor aumentan con mucha lentitud; aprende las estrategias y los ritmos de la burocracia, y se sirve de las prebendas: horarios flexibles, cambios de adscripción, por ejemplo, a Guadalajara, desde donde realizó breves viajes y fungió como inspector en el norte del país. En ese tiempo se embelesó con una joven de trece años, Clara Aparicio, su futura esposa. Más tarde conoció a sus paisanos Juan José Arreola y Antonio Alatorre; a ellos les da cuentos que publican en Pan (1945-1946); el primero fue “Nos han dado la tierra”.
Rulfo regresará a la ciudad de México. La idea de una novela ya le “estaba dando vueltas en la cabeza”. Los lazos entre intuición y fantasía fructificarían diez años más tarde. El burócrata vive con un ingreso seguro aunque con ciertas restricciones, no siempre advertibles; su vestimenta proyecta más refinamiento que modestia y menos estrecheces que atildamiento. Asiste a los conciertos de la Sinfónica Nacional y compra muchos libros de literatura, historia y fotografía. Aunque el escritor recordaba con cariño sus años en Gobernación, nunca le estimularon sus labores en el palacio de Cobián. Las rutinas del joven no se acoplaban con los horarios de la oficina, la lectura vertebró muchos años los derroteros de su vida, era habitual que se amaneciera leyendo. Los libros mitigaron una vida sin sosiego. Con ironía llegó a escribir: “a todos los que les gusta leer mucho, de tanto estar sentados les da flojera hacer cualquier otra cosa”. Estaba dotado de una sensibilidad que se enriqueció en su contacto con las artes, en particular, la música clásica y la pintura. Y aunque era más adaptable que cuanto podría suponerse, denotaba cierta impericia frente a resoluciones cotidianas y asuntos prácticos.
Irrumpe la exaltación de la pasión juvenil. Emprende largas caminatas, sitúa los ambientes de su obra y se afana escribiendo cartas a su novia (publicadas más tarde en Aire de las colinas, 2000): se manifiesta un artista cuya idealización del amor convive con un pesimismo –proclive a la melancolización– y una autocrítica que alcanza la parodia. Deja la Secretaría de Gobernación (1947) porque encuentra un mejor ingreso en la Goodrich Euzkadi; ahí se desempeña como “fiscal de obreros”: capataz. Labor insoportable. Pasa al departamento de Publicidad y se convierte en vendedor de llantas. Viaja y conoce todo el país. Es contertulio de la revista América y empieza a despuntar como escritor. Contrae matrimonio en 1948.
Al paso del tiempo las presiones económicas crecen. Procrea una hija y tres hijos. Quiere conjugar, sin grandes frutos, la creación con la sobrevivencia. Intenta trabajar en la industria del cine. Publica sus fotografías en América (1949), en Mapa –donde también es editor–, en la guía turística de la Goodrich Euzkadi en la cual también escribe sobre historia, arqueología y estadística. Rulfo diversifica sus actividades pero sus aspiraciones son artísticas más que remunerativas. El enamoramiento lo ha llevado a transferir el mundo práctico con el de las emociones (“Ahora me siento de otro modo. Ya no me siento pobre. Lo que tú [Clara] representas para mí es el mayor de los bienes”).
A fines de 1953 renuncia a la Goodrich y la beca que recibe del Centro Mexicanos de Escritores (1952-1954) es un alivio que le permite sobre todo dedicarse a escribir. Reúne y decanta los cuentos ya publicados; añade ocho más y conforma El llano en llamas. Tres lustros más adelante agregaría dos cuentos y suprimiría “Paso del norte” que reaparecerá en 1980. La prolongada gestación de su novela llega a las hojas en blanco: trabaja con vehemencia y después de cuatro meses suma trescientas páginas manuscritas que al llegar a la máquina de escribir se reducen a la mitad. En septiembre de 1954 entrega a la editorial el original de la novela con el título “Los murmullos”. Sin trabajo estable, se gana la vida haciendo guiones y adaptaciones comerciales, más adelante labora en la Comisión del Papaloapan como asesor de campo sobre población y sus tradiciones. El escritor recordará que ese trabajo –la construcción de una planta eléctrica (1955-1956)– le gustó como ningún otro. Escribe también en el Dictamen de Veracruz.
La publicación de Pedro Páramo en 1955 alterará la vida de su autor. Los cuentos quedan opacados ante la novela que gana la atención y los elogios de la crítica. La primera edición se agota con lentitud, pero a partir de 1959 las reediciones de ambos libros serán constantes. Poco antes de la muerte del escritor jalisciense solo en el Fondo de Cultura Económica –su casa editora hasta 1998– se habían vendido alrededor de un millón de ejemplares de cada uno de sus libros, de cuyas regalías nunca pudo vivir Rulfo.
La incertidumbre por la sobrevivencia aparece. Entre 1955 y 1963 Rulfo ejerce las más diversas actividades: es becario de El Colegio de México (1956-1958), imparte clases de estilo en la unam; es guionista –por ejemplo en Paloma herida, de Emilio el Indio Fernández–; dictamina guiones y es inspector de filmaciones extranjeras; realiza –por encargo de José Luis Martínez– fotografías para la revista Ferronales; recopila anuarios de ilustraciones históricas para la televisión de Guadalajara, e inicia su asesoría en el Centro Mexicano de Escritores. Las carencias económicas conviven con el prestigio en ascenso. La obra de Juan Rulfo se traduce a cada vez más idiomas. Son los años en que el alcoholismo abisma todavía más su vida interior. La cima de un prosista se transfiguró en la desdicha de un hombre en conflicto que sobrelleva la fama con autocrítica inclemente.
La escritura de “La cordillera” se alargó y cuando, por fin, el manuscrito estaba en la editorial, Rulfo recogió la novela del escritorio de Arnaldo Orfila Reynal y dijo: “me la llevo porque tiene mucha sangre”. Los cuentos de “Días sin floresta”, contratados con la editorial Grijalbo, no conocieron la luz pública porque su autor no concluyó las correcciones.
Los últimos veintitrés años de su vida Rulfo trabaja en el Instituto Nacional Indigenista (ini) en puestos editoriales: de redactor y corrector de textos de antropología social a jefe del departamento de publicaciones. La fama crece; las invitaciones al extranjero se hacen cada vez más frecuentes y las ediciones de su obra se multiplican en distintos sellos editoriales. La crítica académica sobre su obra se vuelve una industria; llegan los honores de Estado que él recibe con azoro y entusiasmo trenzados.
A la pregunta sobre su silencio editorial, una respuesta habitual es que no tiene tiempo para escribir porque debe trabajar y mantener a su familia. Llega a decir: “Después de la salida de Pedro Páramo vinieron muchas fiestas, muchos cocteles, muchas desveladas; ese ritmo se me fue convirtiendo en un problema y, más tarde, después de una cura antialcohólica, dejé de escribir.” Aunque no deja de escribir, con excepción de El gallo de oro y otros textos para cine (1980), no entrega más originales a las editoriales. ¿Rulfo necesitaba tiempo para escribir; la autocrítica liquidó sus tentativas escriturales, o dejó dicho todo en dos célebres libros? ¿La abstinencia anestesió la imaginación literaria del escritor o la astenia se adueñó de sus aspiraciones en la república de las letras?
Tras una lectura que comparte con Günter Grass en Berlín –a mediados de 1982–, Rulfo declara que muy pronto se dedicará exclusivamente a la escritura. Meses más tarde, ya jubilado, regresa al ini, contratado por honorarios. Rulfo nunca abandona sus aspiraciones escriturales aunque la depresión –aun hoy rodeada de más enigmas que certezas– lo persigue sin tregua como fiera silenciosa. Es postulado para el Premio Cervantes; no haberlo obtenido mengua su salud ya debilitada. Se le diagnostica enfisema pulmonar; cuatro meses después, mientras duerme en su casa al sur de la ciudad de México, muere como un hombre común. Tras las exequias oficiales, los medios de comunicación reproducen con exaltación la conmoción de la cultura mexicana y sus representantes a través de pésames y encomios en torno al escritor que arrastró la pesadumbre de su silencio con laconismo imperturbable. ~

Bonifaz Nuño entre las nieblas del alba

Mayo/2013
Letras Libres
Adolfo Castañon

Murió el último día del primer mes del año 2013, asomándose a la orilla de sus noventa de edad. Vivía solo, soltero, sin hijos. Murió valientemente, erguido y orgulloso, atento a no perder ni hipotecar su libertad interior, después de haberla entregado y sacrificado a esa madre o madrastra nutricia que es la Universidad Nacional Autónoma de México, que es, sin metáfora, un Estado dentro del Estado, un país dentro del país, un mundo en el mundo, en cuyo seno pueden prosperar la poesía y las humanidades de las cuales él fue prenda y estandarte.
Bonifaz Nuño fue, ante todo, un poeta, un pastor de palabras y un cuidador de ritmos y metros. Tradujo del griego y del latín varias obras –desde Píndaro hasta Virgilio, pasando por Homero–. Fundó una Biblioteca de Clásicos Griegos y Latinos en ediciones bilingües, y creó una escuela de traducción que, aunque discutible, ha tenido no poca influencia dentro y fuera de México. En su extensa obra poética, cabe distinguir varias vetas. Una es la del escribano que merodea tembloroso e inseguro en los alrededores de la ciudad reflexionando sobre el tiempo, la historia, el poder y la impotencia. Ese escriba modesto que merodea en las afueras del Imperio, como un Procopio, cuyo personaje recuerda en su voz trémula y sensual a la de Constantino Cavafis. Reza –esa es la palabra– el poema 31 de Fuego de pobres (1961).
Otra vertiente es la del poeta enamorado que canta a las amadas sin poder amarlas cabalmente, con la voz sospechosa de un Onán que las corteja para volver con mayor ardor a sí mismo. Está también el poeta que sabe cantar a la naturaleza en forma desinteresada, y hacer de su canto un pacto civil. De ahí viene ese “Canto llano a Simón Bolívar” (1958), en el cual se entrechocan las espadas y se dibuja en el horizonte de la memoria una nostalgia por la épica: “Allí las marchas insomnes, / los innumerables contrarios ejércitos, / las selvas en derrota, / y los torrentes vencidos a nado, / y las leyes dictadas, / y las bayonetas y el sudor y los cantos. / La nostalgia de lo heroico templa la voz del amante: / ¿En dónde están tus amores, Bolívar? / ¿Tus fiestas, tus hermosas amantes? / Menos que niebla son; menos que cenizas y viento.”
El péndulo oscilante entre la épica y la lírica parece detenerse en estos versos escritos en 1958, fecha en la cual cabe recordar que la estrella de Fidel Castro se encontraba en ascenso. Está, en fin, el perfil del que sabe que, al escribir, está jugando, apostando a esta o aquella identidad, practicando en una incesante metamorfosis la poesía como quien se compromete en un juego de mesa –juego de baraja o solitario– y a la vez en un cubilete profético y adivinatorio cuyos lances no cancelarán los de la providencia. Todas estas figuras poéticas parecen conectadas entre sí; y a su vez parece que se ligan, no siempre subterráneamente, con los autores clásicos que Bonifaz Nuño supo hacer pasar por su garganta de oro, saborear, gustar y hasta a veces encarnar, como un sacerdote de la religión poética. Precisamente el gusto por el arte lleva a Bonifaz a un ejercicio del gusto interior y civil en el curso del cual va configurando y cristalizando un personaje, una persona: el Rubén Bonifaz Nuño interior y secreto que se entrelinea en las estancias de su obra, ya sea como amante desfalleciente, ya sea como ciudadano golpeado por las sombras que rodean a la ciudad.
Corre la voz de que Rubén Bonifaz Nuño no era un buen prosista: su pensamiento estaba demasiado encandilado por las luciérnagas de los significados secundarios y su prosa podía carecer de nervio y aun de verdadero pensamiento, sustituido por ornamentales cláusulas creyentes. Era, en cambio y por lo mismo, un espléndido y extraño poeta en prosa, como muestran esas extrañas páginas de crítica e historia del arte, que dedicó a su amiga de toda la vida, Beatriz de la Fuente en El cercado cósmico. De La Venta a Tenochtitlan. Algunas de las páginas majestuosas de ese libro cabría leerlas como encendidas palabras esculpidas en ascuas alrededor de los templos de piedra o de fuego amoroso.
La prosa parnasiana de Bonifaz progresa, por así decir, guiada por el tacto y no por la vista, aunque los poemas estén iluminados por una luz intelectual capaz de abrir el espacio. Los valores de la escritura parecerían labrados, excavados sobre la materia lingüística.
El cercado cósmico reúne una serie de textos de crítica de la escultura y de la arquitectura prehispánica escritos por Rubén Bonifaz Nuño. En esa prosa pétrea y ceñida se advierte la mano firme del artífice y orfebre del lenguaje que fue Bonifaz Nuño. Respiran esas páginas un anhelo de grandeza de monumentalidad que el tono, a veces confesional de su poesía, no siempre tocó. ~

domingo, 12 de mayo de 2013

La novela como género: ¿declive o renacimiento?

8/Mayo/2013
Babelia
Winston Manrique Sabogal

El desarrollo continuo y exponencial de las tecnologías transforma el mundo tal y como lo conocemos constantemente. Ante esta influencia, preguntamos a una veintena de escritores españoles y latinoamericanos por sus opiniones respecto al futuro de la literatura y, más concretamente, de la novela a través de tres preguntas: 1 ¿Qué es una novela hoy en medio del cambio de paradigma tecnológico? ¿Se conserva su esencia?; 2 ¿Cuál es el estado de la novela como género en la actualidad? ¿Está en fase de extinción?; 3 Cree que las tecnologías emergentes y soportes de lectura son una amenaza para la novela?

YOLANDA ARROYO PIZARRO (Puerto Rico)

1- Creo que el cambio viene, pero no es ahora. Aún existen arduos defensores/lectores/escritores del género que lucharán porque permanezca. Pero una década más y me anticipo a decir que la evolución es inminente.
2- No pienso en su extinción, mas sí en su cambio. Cada vez nos encontramos con una mayor cantidad de lectores que se rehúsan a adquirir/leer novelas de extensión extendida. Prefieren el hiperrealismo, la escena activa, el microrrelato, el micro- capítulo. Además, se va privilegiando cada vez más el texto multilingüe, una novela que en tiempo real pueda ser leída por más de un lector multi-idiomático. El escritor tiene ante sí una lucha por defender el género de si mismo, es decir, tiene que entretener mientras compite con una infinidad de otras distracciones y ello obligará el cambio novelar.
3- Creo que estos nuevos soportes modificarán la manera de novelar, y aquellos que se vayan haciendo expertos en la materia, serán los escritores que sobrevivirán y sobresaldrán en esa nueva manera de escribir. Ya sucedió antes cuando la longitud de la novela fue modificada por los lectores modernos. Ya nadie lee novelas de 400 o más páginas.

PABLO CASACUBERTA (Uruguay)

1- Primero que nada, hay que establecer que la novela como la conocemos es en sí misma el resultado de un cambio tecnológico, la imprenta. Más que cambiar estructuralmente, hoy la novela ha pasado a estar inserta en un panorama muy denso de intercambio de información y de estímulos visuales. Por lo que es probable que, cada vez más, la novela se vea rodeada de elementos subsidiarios y multimediáticos, como entrevistas, adaptaciones audiovisuales o exploraciones gráficas de su contenido, de tal forma que el texto en si mismo se tome como el punto de partida para una serie de ampliaciones hipertextuales. En buena medida este proceso ha venido desarrollándose por décadas, pero internet ha puesto al lector en una posición de explorador con acceso inmediato a ese "mundo ampliado" del libro, una tarea que antes era exclusivamente bibliográfica y que demandaba una lenta y concentrada investigación.
2- La novela ha sobrevivido no sólo por su insustituible demanda de colaboración con el lector en la construcción de un mundo ficcional, sino también por su capacidad de asimilar e incorporar innumerables gramáticas de otros géneros, valiéndose de códigos del cine, de la radionovela, de la televisión, del diario personal, del blog. No podemos evaluar la salud de la novela actual en función de su parecido con Madame Bovary o con Rojo y Negro, sino en virtud de la vigencia de un modelo de interacción. La novela sigue suponiendo un autor que invita al lector a generar en complicidad un mundo en común, del cual el texto apenas aporta unas pautas muy generales, que deben ser convertidas en escenas y personajes de carne y hueso mediante un sostenido esfuerzo de lectura. Esa dinámica no ha cambiado, y no parece ser pasible de ser sustituida por otras formas más pasivas de figuración, pues es en esa comunión entre autor y lector que se sustenta la existencia misma del género. El desarrollo del cine y de la televisión coinciden con una explosión de la novela, no con una merma, y todo parece indicar que ese proceso seguirá vigente. Algunas tecnologías, como la rueda o la silla, han cambiado bastante poco desde su invención, pues satisfacen y definen en forma simple una necesidad primaria. Me siento tentado a pensar que la novela pertenece a ese género de invenciones.
3- En el mundo se publican entre dos y tres millones de títulos por año. El volumen de lo publicado en las últimas décadas no ha decrecido sustancialmente. Eso no quiere decir mucho, porque podría estar ocurriendo que el consumo de libros se mantenga estable pero su lectura efectiva decrezca. Sin embargo, considero al libro no como un soporte material sino como un proceso. El proceso de lectura. En qué plataforma material y tecnológica tome lugar ese proceso debería preocuparnos sólo cuando notemos que las personas están dejando de leer en absoluto. Por el momento las estadísticas sugieren que se leen menos libros, pero más información en pantalla. Ese cambio podría interpretarse de varias maneras. Por una parte, podría considerarse que sólo ha cambiado el  formato. Pero hay que tomar en cuenta que cada plataforma tiene una modalidad de atención distinta, y que lo que seguramente esté ocurriendo es que la lectura de pantalla se refiera mayormente a piezas breves, noticias y comentarios. Es decir, que la disposición a leer sea menor en el sentido absoluto. De ser así, la novela irá convirtiéndose en un producto marginal, destinado a ser consumido por cierta élite intelectual. Lo que acaso no resulte muy distinto al lugar que ocupaba en la primera mitad del siglo XX. Sería una pena que eso ocurriera. En otro escenario posible, el libro electrónico acaso realmente conquiste al público, generando un modelo de lector que lleva todos sus libros consigo todo el tiempo, y que sea capaz de generar innumerables vínculos intertextuales. Es demasiado temprano para descartar un desarrollo de esa naturaleza. Mientras la historia elucida esa disyuntiva, el énfasis no debería estar en la difusión del libro como objeto, sino del acto de leer, pues es en todo caso la merma en la lectura lo que debería estarnos preocupando.

OLIVERIO COELHO (Argentina)

1- La novela conserva su esencia y cualquier pensamiento apocalíptico al respecto es coyuntural. El cambio de paradigma tecnológico puede modificar el modo de leer, pero es prematuro pensar que pueda cambiar, ahora, el modo de escribir novelas. Creo que sigue habiendo grandes relatos. Es más probable que cierta vuelta a la narración más ambiciosa operada en series como Mad men, Breaking bad, Six feet under- intervenga en el imaginario de los escritores e incida en el futuro de la novela. No extinguiendo la novela, sino dándole un nuevo horizonte narrativo que la devuelve a su origen totalizador: género capaz de hilar, bajo el espesor de una voz, vidas, familias, sociedades, procesos históricos, distopías.
3- Si existe una crisis en la novela, es previa a las nuevas tecnologías. Podríamos hablar de un agotamiento formal y de una especie de apatía de algunos escritores contemporáneos por asumir riesgos o encontrar historias potentes, y ni siquiera esto es generalizable, porque siguen escribiéndose grandes novelas y siguen apareciendo escrituras singulares. Por otra parte las nuevas tecnologías y soportes de lectura no hacen más que redefinir el panorama y podríamos ver en ellas un complemento para la literatura: volverla más accesible y cómoda. Habrá gente en el futuro -u hoy- que, aunque no tenga espacio para bibliotecas en sus micro hogares, si tendrá el deseo de leer, y de alguna manera los nuevos soportes de lecturas vienen a ofrecer una solución, una mágica síntesis.

JUAN DAVID CORREA (Colombia)

1- La novela nunca ha sido un género estático. Es más, su definición está precisamente en su heterodoxia y diversidad de enfoques. Que ahora quepan cosas del mundo virtual no quiere decir que estemos ante el abismo, sino todo lo contrario: estamos asistiendo quizás a uno de las decenas de cambios que el género ha tenido en la modernidad: si en el Quijote cabían las novelas pastoriles, la burla a las novelas de caballería, los refranes populares, hoy los chats, la inmediatez, y los recursos de esta época pueden hacerlo sin escándalo.
2- Lo dudo: hoy se venden más novelas que antes. No es la novela la que está en crisis, es el mundo. Echarle la culpa es cuando menos temerario. Creo que las nuevas tecnologías no acabaran con la novela pues nunca, al decir de Monsiváis, ha sido un género masivo. No se puede poner a competir una cosa con la otra. Los lectores de novelas, que somos pocos, pero seguimos existiendo, prevaleceremos por muchas redes sociales, chats, videos, películas y demás nuevas tecnologías que estén al servicio de la humanidad.

JUNOT DÍAZ (estadounidense de origen dominicano)

¿Hay un agotamiento o crisis de la novela como género literario? ¿A qué se debe esta mirada apocalíptica? ¿Acaso las nuevas tecnologías son una amenaza para la novela? Siempre hay una crisis con la novela y la novela sigue marchando. Creo que el arte despierta en mucha gente una especie de incertidumbre. Yo veo la novela como un virus feroz. No somos capaces de matarla. Cada vez que creemos que la entendemos cambia de forma y sobrevive.

AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO (España)

1- 3- Empecemos por aclarar que desde que las sociedades tienen memoria y canon, todo producto cultural nuevo se da cuando algún componente de la cultura profana se introduce en el ámbito de la “cultura valorizada”, operándose entre ambas un intercambio de valores. Sin ese intercambio de valores no hay avance cultural. El nuevo producto es después absorbido por la cultura valorizada y pasa a la tradición y al canon. Y así sucesivamente.
La obra hecha exclusivamente a través de elementos profanos se queda en ese ámbito y no produce cambios sociales ni hace avanzar a una sociedad –es lo que comúnmente llamamos “moda”-. De la misma manera, una obra hecha  exclusivamente a través de elementos de alta cultura no produce tampoco cambios en la sociedad –es lo que llamamos erudición-. Ambas prácticas son autistas.
Además, ocurre -y esto también es tan antiguo como las artes-, que toda generación de escritores ya consolidados cree que la historia se termina con ellos, y toda generación emergente cree que es ella quien lo renueva todo. Y en parte es verdad. Algo se extingue para que otra cosa emerja. Pero también algo permanece constante en esa transformación –de lo contrario estaríamos hablando de magia o quimérica metamorfosis-, y lo que permanece constante es la capacidad de contar y entender la contemporaneidad a través del pensamiento, es decir, a través de las palabras. Naturalmente la manera de mostrase hoy todo eso es diferente a hace 50, incluso 20 años. Nadie escribe hoy como hace 50 años, y ni falta que hace. Nadie hace hoy música como hace 100 años, y ni falta que hace. Todo eso ya está en el ADN cultural, incorporado queramos o no. Lo que está en crisis, pues, es un modelo de novela, pero no el género novela. Y digo que está en crisis porque es cierto que la novela ha pasado de ser un arte hegemónico a una manifestación cultural que no posee la capacidad de transformar la sociedad en su conjunto. A lo sumo, mueve algo individualmente, en el lector, pero no es capaz de crear grandes relatos sociales. Esos grandes relatos sociales quedan hoy reservados para el cine, la arquitectura, la música, las ciencias y los sistemas digitales en Red. De cualquier manera, eso no me disgusta especialmente, yo escribo para mí, para investigar mi poética, y creo que eso debería bastarle a cualquiera. Cada época tiene su propio ecosistema –que incluye a todo a todo lo que del pasado se ha trasmitido al presente-, y el creador lo que hace es generar pensamiento con las herramientas que ese entorno le brinda. Sólo eso. Si no, no es creador.
Respecto a las nuevas tecnologías, el campo es enorme. Las tablet, por ejemplo, dan la oportunidad al escritor de crear a través de la palabra, del vídeo, del sonido, convirtiéndose así la obra en un artefacto aún por definir y el escritor en una especie de “compositor” que maneja de manera creativa diferentes lenguajes. En ese campo aún estamos en las cuevas de Altamira, y creo que es lo que tendrá más expansión para generar relatos que expliquen de alguna manera el mundo. Eso sí, reivindico el derecho de cualquiera a crear historias de la manera en que le dé la gana: con ordenador, en papiro o con un cincel sobre una piedra.

NONA FERNÁNDEZ (Chile)

1- 2- 3- Cree que las tecnologías emergentes y soportes de lectura son una amenaza para la novela? La novela es un monstruo vivo, alerta, con las antenas abiertas. Muta, se replantea, se reorganiza, avanza y retrocede, está en constante movimiento. Nunca va a desaparecer porque como buen artefacto artístico se alimenta de su tiempo, de su época, por lo tanto debe contenerlos con todo sus replanteamientos. La novela ha demostrado a lo largo de su vida que es capaz de nutrirse del mundo audiovisual, del mundo virtual, de todos los mundos posibles, porque esa es su principal virtud, la de adaptarse y sacarle provecho y luz a su entorno. La novela no le tiene miedo a las plataformas virtuales, no le tiene miedo a los cambios porque se alimenta de ellos, son los autores los temerosos. Un escritor debiera, lo mismo que la novela, estar a la altura de su época. La novela tiene tantas formas que aún desconocemos, que eso la hace profundamente seductora. Como creador, ¿cómo no querer descubrir hasta dónde pueden llegar sus límites? ¿Tiene límites la novela?

WENDY GUERRA (Cuba)

1- Escribo desde otro mundo y siento que en esto somos la excepción. Vivo en Cuba, ese lugar en el que leer una novela es el único modo de comunicarse con la vida real. Entender un personaje es descubrir cómo vive el resto del mundo, nosotros estamos en otro estado, para los cubanos de la isla leer una novela es vivir la vida de los otros. Esa ha sido la esencia de la literatura en estos años. Como casi nadie tiene internet y en nuestras librerías raramente se editan novelas contemporáneas, traerlas y hacerlas circular es un lujo, los amigos hacen cola para leer las novelas de Roncagliolo, Jorge Volpi, Alejandro Zambra.
2- En la medida que existan sociedades cerradas donde la información no fluya con facilidad, una  novela pasa como asentamiento reciente de la historia cotidiana, es para los cubanos oro molido que sirve como ventana para entender cómo se come, se ama, se viste y se respira en el resto de occidente. Una novela escrita ayer en México o Barcelona es un plano secuencia sin corte de lo que puede pasar en Cuba dentro de cinco años. Leer una novela es identificarnos con nuestra próxima sinopsis de vida. Como ves la novela sigue siendo eterna, sobre todos para los que vivimos en desventaja con los medios.
3- Escribo novelas que son diarios de vida, en ellas hago diluir la verdad con la ficción. Este es el único modo de hacerme entender desde una sociedad socialista en extinción. Es por eso que veo los medios como parte importante (aun prohibida) de su circulación. Si estos diarios de vida de una cubana se trasmitieran en vivo por las nuevas tecnologías, la visión interactiva que tengo de la novela sanaría la sensación de encierro que trasmito en mi escritura diaria.
La novela no ha muerto, ha variado con la llegada de este tipo de narrativa que hacemos varios de los autores contemporáneos que, sin querer, imprimimos estilos de supervivencia, y con ellos vamos creando otras estructuras, partiendo del ideal romántico de novela y sus variaciones. Mientras exista una historia que contar o un dolor que sanar, habrá novela, aceptemos todos los soportes que la hagan viajar, perdurar en planos complejos como el mío. Una buena novela es una ventana al mundo y aun puede cambiar la vida de un cubano.

GUSTAVO GUERRERO (Venezuela)

1- La novela nunca ha tenido una esencia ni ha sido un género normativo y eso es justamente lo que le ha permitido transformarse a través del tiempo y adaptarse a las distintas épocas y públicos. Además, ha sido uno de los géneros modernos cuya apertura ha favorecido la integración de las formas narrativas de la cultura popular (lo sentimental, fantástico, lo policiaco, etc.) y ha hecho visibles así a otros grupos sociales ampliando las representaciones que una sociedad se da de sí misma. No creo que, de un día para otro, vaya a dejar de cumplir este papel estético, político y democrático. Lo que ha cambiado es que hoy el libro y la escritura ya no ocupan el centro de nuestra cultura y que la novela, como los demás géneros literarios, está aprendiendo a convivir con otras modalidades de expresión en un nuevo paisaje tecnológico y multimedia. Tengo la impresión de que, para nuestras últimas hornadas literarias, esta convivencia con la tecnología multimedia no constituye un verdadero problema. Hay sin duda algo generacional en esto, pues el problema no se plantea sino cuando se tiene una visión mas tradicional y reificada de la poesía o la novela.
2- No lo creo. Es un género mutante, siempre lo ha sido. Solo que tiene que hacer el duelo de su centralidad y aprender a sobrevivir, como la poesía, en un espacio multimedia y donde las fronteras entre la literatura y los otros modos de representación se han hecho cada vez mas porosas. A mi modo de ver, su presente y su futuro, si se entiende por ello la capacidad de renovación del género, pasa por la doble perspectiva de un recentramiento sobre los poderes propios de la escritura y un dialogo con otros medios. Lo uno por lo otro, lo uno con lo otro. Las dos cosas están estrechamente relacionadas, por supuesto.
3- Obviamente, no. Aunque progresa lentamente en Europa, la difusión, del libro digital no cesa de crecer. Y también la oferta multimedia vinculada a las tabletas. Con ello estamos entrando en un tiempo distinto porque un soporte es siempre algo más que un soporte: es una nueva sensibilidad y la fuente de nuevos modos de lectura, como lo decía Walter Benjamin. Es temprano aun para saber cómo los géneros literarios van a incorporar estos cambios. Pero no es tarde para plantearse la pregunta y tratar de responderla. En todo caso, me parece más interesante que volver otra vez al tópico de la muerte de la novela y la crisis de la cultura contemporánea.

RAFAEL GUMUCIO (Chile)

1- 2- 3- Creo que Goytisolo tiene toda la razón y está absolutamente equivocado. Es evidente que la novela no es Europa no está en el centro del debate intelectual y moral. La novela, como la canción de protesta o el rock n rol se ha convertido en una época de la vida, algo que se consume con hambre de los quince a los treinta, pero que deja de ser un tema importante para los mayores de treinta años. No es así en el todo el mundo. En china, en Sudáfrica, en estados unidos, en América  Latina (en algunos países más que en otro) en los suburbios de inmigrante de Londres, París y Nueva York la novela es aún la forma principal de contar la historia. La lista de los más reciente premios nobeles- casi todos ellos novelistas en activo--prueba el punto. Coeetze, Pamuk, Naipaul, Muller, Mo Yan, Vargas Llosa. Viejas glorias, talentos discutibles pero que en general vienen a representar literaturas vivas en que, para bien o para mal se escriben novelas.
¿Por qué en Sudáfrica, en China, en Turquia y ya no en París? ¿Por qué los jamaicanos, los pakistaníes en Londres y no los ingleses? La razón creo que tiene que ver con la naturaleza misma de la novela. La novela es un arte funambulesco. Se parece a caminar sobre la cuerda floja. Para que esta caminata tenga sentido tiene la cuerda que estar lo suficientemente tensa. En un extremo de la cuerda están las leyendas que contaban los padres, los mitos del pueblo, la épica oral, en otro extremo están los informes sociológicos, las tesis universitarias, el discurso culto. La novela cuenta el camino entre uno y otro que emprende lo que por naturaleza han quedado excluido de estos dos mundos. Judíos en nueva york, normando en Paríss (en el siglo XIX). Necesita así comunidades en duda, necesita sujetos en tránsito. Esos sujetos, la clase media que viaja del mito al informe, se encuentra cuestionada, puesta en duda, absolutamente disgregada. La novela que produce, las de Goytisolo por ejemplo, retratan esa perplejidad. En medio de la cuerda floja esa clase media europea que creyó en una serie de seguridades que caducaron de pronto, se ha puesto a mirar el vacio bajo sus pies. El resultado es una sensación de vértigo infinito.

MARTÍN KOHAN (Argentina)

1- 2- 3- Confieso que, si de impacto tecnológico se trata, no soy la persona más indicada para pronunciarse. Leo libros en papel. Y los escribo en papel también, no uso la computadora. No es que milite contra la tecnología, lo que me parecería estúpido, sólo sigo mis gustos personales; y mis gustos son tocar el papel en el que leo, escribir a mano lo que escribo.
Si hay un género que se alimenta de sus propias puestas en crisis, en lugar de languidecer por ellas, es la novela. Convertirse en otra cosa es a mí entender un signo de vigencia, no de agotamiento.

LINA MERUANE (Chile)

1- 2- 3- Esta pregunta --se acaba o no se acaba la novela-- parte de una premisa apocalíptica, instalada por intelectuales que insisten en mirar hacia el pasado en busca de refugio o de modelo. Pienso en el discurso derrotista de Vargas Llosa sobre la cultura actual, y en este planteamiento acaso también agobiado por las supuestas precariedades de la escritura actual. Contestar a esta pregunta sería caer en las trampas de este discurso sin salida, sería confirmar o permitir que nos domine un pensamiento sin imaginación de presente, que surge enmarcado por un modo especifico y fijo de pensar el género, uno que no comprende que la escritura es como el lenguaje: fluido,  adaptable, fruto de su tiempo. Pienso que hay que resistirse a estos discursos --se acabó, o se  acabará y cuándo y a quién culparemos de su acabamiento-- a través de la acción de una escritura fresca y de la reflexión sobre un tiempo que nos desafía éticamente. Que se acabe o no la novela no es, a mi juicio, importante; importa, más bien, la posible continuidad de espacios creativos y de escrituras que piensen y sobre todo desafíen el mundo que nos toca.

JAVIER MONTES (España)

1- 3- Lo que está en juego aquí no es exactamente algo relativamente poco importante como la supervivencia de la Novela como forma, sino algo mucho más profundo, y quizá incluso a nivel neurológico: la capacidad de los nativos digitales para el acto de atención exclusiva y prolongada en el tiempo que supone la lectura de textos extensos, con argumentos complejos, digresiones, referencias cruzadas, evocaciones puramente imaginarias, descripciones verbales, etcétera.
En este sentido, los que nos hemos formado durante la infancia y adolescencia en un mundo analógico de lecturas, escritura y libros "tradicionales", por mucho que nos hayamos habituado a las nuevas tecnologías, estamos separados por una brecha casi fisiológica de quienes ya nacieron en un mundo donde la adquisición de información y conocimientos fue desde el principio predominantemente digital y "por pantalla interpuesta".
Y la gente de mi edad somos el "furgón de cola": nacimos justo en la brecha que separa ambos mundos. Somos jóvenes (más o menos) pero en realidad "viejos" en un sentido digital. Quizá a mis 35 años tengo más en común (ojo, solo en ese sentido) con una persona de 70 que con una de 18 o 20 años.
Sobre este asunto recomiendo mucho la lectura de "Superficiales", de Nicholas Carr, que no es un libro "contra" las nuevas tecnologías, sino un estudio de como esas tecnologías afectan a la formación y el funcionamiento y los mecanismos de aprendizaje de nuestro cerebro. Está por ver si los nativos digitales que ahora van alcanzado la edad adulta mantendrán en el futuro los hábitos de escritura o lectura "tradicionales": lo veremos en los próximos veinte o treinta años (si llegamos vivos).

GUADALUPE NETTEL (México)

1- 2- 3- Mi generación ha visto tantos fines de tantas cosas que no creemos en lo más mínimo en el final de algo. El mundo va cambiando y la novela se va adaptando. Otra cosa es que haya tipos de novela que se escriban menos pero surgen otras formas y no por ello dejan de ser Novelas.

EDMUNDO PAZ SOLDÁN (Bolivia)

1- 2- 3- Vivimos en una ecología de medios en la que la novela no ocupa un lugar central, pero no creo que eso signifique su muerte ni mucho menos. Más bien, creo que su estado marginal le da mucha más libertad para hacer todo tipo de exploraciones formales y temáticas. La novela como género se ha mostrado muy capaz de sobrevivir al entrar en diálogo con los principales medios de su momento histórico. Hace más de un siglo los apocalípticos decían que con la llegada del cine se acababa la novela, pero la llegada del cine fue uno de los factores para la renovación novelística de principios del siglo XX. Lo que tenemos que hacer hoy es enfrentarnos a las nuevas tecnologías, dialogar con ellas, apropiarnos de algunas de sus estrategias narrativas, ver qué nos sirve y a la vez seguir profundizando en todo aquello que la novela puede hacer mejor que otros géneros.

JOSÉ PÉREZ REYES (Paraguay)

1- 2- 3- Siempre habrá un camino más para recorrer, una ciudad en la que dar más vueltas y vueltas, y entonces el movimiento resulta incesante, cada época imprime velocidad según sus impulsos pero la novela no podría llegar a su fin, en todo caso se habla del fin de la novela como si fuera un “tema”, también recurrente, pero el supuesto tono apocalíptico ya no causa alarma, siempre habrá alguna obra que cause curiosidad o asombro.
Siempre habrá un mundo entre real y ficticio que construir entre lectores. Aparecerán nuevos formatos y se irán ampliando con recursos multimediáticos que amplíen la exploración entre líneas que una novela pueda sugerir.
La novela surgió en períodos de cambio y se adaptó a otros cambios a lo largo del tiempo, eso está en su esencia misma. Todo confluye en la novela, es como un gran delta.

PILAR QUINTANA (Colombia)

1- Me parece muy difícil hablar de una esencia de la novela porque es un género que lo admite casi todo. Pero si por novela queremos entender la novela total, creo que hoy en día hay autores que las están haciendo. Algunas de Murakami o Bret Easton Ellis, por ejemplo, tienen ese sabor. Están construidas como las novelas decimonónicas, son grandes novelas, quieren abarcar el mundo y contarlo todo, desde el detalle del vestuario de un personaje hasta lo que mueve a la sociedad. Pero, por otro lado, son completamente contemporáneas y originales. Están llenas de referencias pop, tienen monstruos y coquetean con la ciencia ficción o el fantasy. Esto me parece muy interesante, muy novela del siglo XXI.
2- No sé cuántas veces he leído y oído decir, en ensayos, artículos y eventos literarios, que la novela no tiene futuro, que la novela es una especie en vías de extinción, que la novela se acabó, que las novelas de antes, esas sí, eran novelas. Lo decían en el siglo pasado y lo decían en el antepasado. ¡Y nunca han dejado de escribirse novelas! Hoy en día se escriben novelas buenas y malas, como en todas las épocas. Lo que creo es que tendemos a pensar que las de antes eran mejores porque las que permanecen y consiguen llegar hasta nuestros días son las mejores de su época. En cambio las otras, las no tan buenas, las mediocres y las malas, que siempre son las más, se van olvidando y perdiendo en el tiempo. A nosotros, en nuestro tiempo, nos abruma la cantidad de novelas mediocres que aparecen porque están presentes, porque este es su tiempo.
Pero en cien o doscientos años, cuando el tiempo ya haya hecho su selección natural y solo queden las novelas buenas de hoy, tal vez haya quien diga que en el siglo XXI sí se escribían novelas de verdad y que es ahora que el género se está extinguiendo.
3-  Todo lo contrario. Más bien creo que las nuevas tecnologías están abriendo y democratizando el mercado editorial. Gracias al Kindle y al Internet he podido leer novelas que no se consiguen en mi país y leer a autores que no son tan conocidos en nuestro medio. He pagado menos por novelas que en papel salen muy caras y he conseguido muchas gratis (y no solo las clásicas). He sabido de autores rechazados por las editoriales que se han publicado a ellos mismos y están vendiendo bien, abriendo nuevos mercados y publicando novelas de género que a veces no les interesan a las editoriales tradicionales, pero sí a ciertos públicos. En suma, me parece que ahora hay más oferta, que hay para todos los gustos y que más gente tiene acceso a la lectura.

MAYRA SANTOS FEBRES (Puerto Rico)

1- Una novela es una novela y, la verdad, siempre que un escritor empieza a definir un género literario en el que cree que escribe, termina haciendo un pegote terrible. Sin embargo, tiene que hacerlo para profundizar su propio entendimiento de práctica literaria y transferir sus reflexiones a la especie. Pero es un intento incompleto por la naturaleza misma del ejercicio. Los géneros literarios son meras clasificaciones o taxonomías que no definen del todo ni la naturaleza ni de la práctica literaria. Así como Montaigne definió un ensayo como un género de reflexión "abierta, sin forma, etc" para hablar de eso que el pretendía escribir, así muchos han intentado definir una novela. Terminan diciendo que es un género de ficción, de gran amplitud, escrito en prosa, donde caben todos los otros géneros literarios, lo cual es una definición bastante difusa; la reconstruccieon de un mundo, la crónica íntima de un pueblo y cosas por el estilo, que temrinan siendo generalizaciones, algunas bastante geniales, pero superables. Creo que de eso se trata, de seguir instigando el diálogo que profundiza acerca de una práctica humana a los que muchos nos sentimos llamados y descubrir su misterio. Nunca lo haremos del todo. Cualquier contribució- y más la de un escritor como Juan Goytisolo, es más que bienvenida.
Las definiciones y redefinición aumentan al diálogo y al conocimiento de lo que hasta ahora vemos que es una novela, pero no puede definir su esencia porque esta muta a lo largo del tiempo y del espacio.
En cuanto a los cambios que pueda sufrir la novela de cara al nuevo paradigma tecnológico- esta discusión ya la tuvimos en la especie y la tenemos cada vez que ocurre un descubrimiento tecnológico- que va a desaparecer la literatura (novela, poesía, o eso que llamamos "calidad literaria) con la llegada de la imprenta, las computadoras y ahora el internet; es decir con la apertura del acceso de más gente a producir eso que llamamos "Literatura". De que algo va a cambiar, algo cambiará; pero cada tanto se nos olvida que la tecnología es un medio, no un fin en sí mismo. Es un instrumento que nos hace más fácil y más feliz la vida a muchos escritores del planeta.
Y bueno, si desaparece eso que llamamos "novela" a cambio de que más gente tenga acceso al conocimiento, a los libros, al Saber, pues que desaparezca. Ya nos inventaremos otra cosa que la suplante.
2- La novela no está en fase de extinción, sobretodo en países, culturas y desde perspectivas que anteriormente se han visto como minoritarias o inclusive como incapaces de gestar literatura. Las mujeres estamos escribiendo más novelas, de maneras diferentes, de larga o corta extensión, ganando más premios literarios. Lo mismo los gays, los caribeños y demás hispanoparlantes negros; todos revolucionando lo que se entendía como novela, no por el uso de tecnología, sino por la inclusión de nuestros saberes, experiencias y sensibilidades estéticas divergentes en el desarrollo y práctica del arte de escribir novelas. No, definitivamente, la novela está vivita y pujante, al menos en este lado del mundo creativo.

KIRMEN URIBE (España)

1- 2- 3- Siempre he desconfiado de las lecturas apocalípticas. Mi padre cuenta que cuando era joven, su abuelo le decía que tuviese mucho cuidado en la calle, con "esos carros sin caballos". "El mundo se ha vuelto peligroso", le decía. Parece ser que cada persona asocia con lo que él ha conocido lo bueno, y desconfía de lo que vendrá después. Me viene a la mente el maravilloso libro de Stefan Zweig El mundo de ayer donde cuenta cómo se ha caído el mundo que él ha conocido. Zweig pensó que todo había acabado y se suicidó. Pero el mundo sigue girando.
Soy consciente del momento en que vivimos. Sé que estamos viviendo un momento difícil, la venta de novelas ha caído en picado, están cerrando librerías, las obras que más se venden no son siempre las de más calidad. Creo que está cambiando la manera de leer y por consiguiente, la de escribir. Vivimos a una velocidad de vértigo que nos dificulta detener el tiempo y disfrutarlo, por ejemplo, leyendo una novela. Pero también es verdad que mi generación lee mucho más que la de mi padre, que no tenía casi acceso a la cultura.
Quiero creer que con las dificultades que está viviendo la industria editorial, o el mero cambio de soporte no acarrearán la desaparición de la novela (aunque parece ser que haya corporaciones empeñadas en ello). El poder siempre crea un contrapoder, dijo Foucault, y los escritores sabrán sacar cabeza en esta nueva situación. Dos botones de muestra: mi editora en Japón me decía que con el libro electrónico han ganado en lectores, que nunca ha habido tantos lectores en Japón. Están los de papel y están los digitales. En EEUU, aunque grandes cadenas como Borders han caído, están surgiendo muchas casi orgánicamente nuevas librerías, pequeñas librerías literarias que cuidan al detalle al lector.
Al mismo tiempo, considero que la forma misma de la novela cambiará. Cambió con la aparición del periodismo, de cine, de la televisión y está cambiando con las nuevas tecnologías. Se están creando nuevas formas de novela. Cuando se publicó Manhattan Transfer de John Dos Passos, una obra inspirada en el montaje cinematográfico, hubo un crítico que la calificó como "una explosión en una cloaca". Pero a mucha gente de su generación le pareció una obra maestra. Ya dijo Bajtin que la novela incorpora aquellos cambios que se dan en la sociedad, que está muy atenta a toda transformación y su reflejo en la cultura popular.
No, la novela no desaparecerá, cambiará pero seguirá viva, porque no hay mejor manera para reflejar la complejidad del pensamiento y las emociones humanas. La novela cuenta aquello que no hemos vivido, completa la realidad, y además, lo hace de una manera muy plural. Cambiará de forma, cambiará el soporte, los lectores cambiarán, pero la novela seguirá viva.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ (Colombia)

2- Creo que la novela seria, para usar términos que son más bien atajos, ocupa hoy un lugar menos central que hace unas décadas. Creo que ha sido ligeramente desplazada a los márgenes de la sociedad. Pero decir que está desapareciendo o en vías de extinción sólo puede ser ignorancia o pereza o narcisismo: los lectores hemos compartido el comienzo del siglo con Austerlitz, 2666, El atlas de las nubes, Tu rostro mañana, Las benévolas, Anatomía de un instante y muchas más. No, la novela está muy viva. El grito sobre la muerte de la novela suele más bien referirse a la muerte creativa del que lo profiere, y suele también esconder el desespero de no haber logrado lo que se quería. Espero que no sea el caso de Goytisolo.
3- Soy más bien escéptico frente a las nuevas tecnologías, y sí creo que ciertos lectores de ficción, entre los que me cuento, tienen una relación con la página de papel que es muy difícil explicar a los demás. Además creo que tiene razón Umberto Eco cuando nos recuerda que el libro nació perfecto: como la rueda, es en esencia inmejorable. El libro electrónico tiene muchas ventajas, pero también muchos problemas, y en su auge presente hay mucho de superchería y de consumismo. Pero nada de eso le importa a la novela, que es una invención inseparable de una cierta concepción humanista del mundo. Si la novela se acaba, será porque algo se nos ha muerto por dentro, no porque se lea en un Kindle.