jueves, 9 de mayo de 2013

Las dos Rayuela

Abril/2013
Nexos
Rafael Pérez Gay

Leí Rayuela al menos tres veces en los años setenta con esa obsesiva devoción en la que los adolescentes dejan arder sus sueños. La primera de ellas en el remoto año de 1975; la última a finales de esa década. Adquirí cinco ejemplares de la decimosexta edición que imprimió la editorial Sudamericana en mayo de 1974 con un tiraje de ocho mil ejemplares que salieron con rumbo desconocido de un almacén de la calle Rafael Calzada, en la ciudad de Buenos Aires.

Tres de esos libros los regalé a amores primerizos y desdichados. El cuarto ejemplar lo desencuaderné para ordenar la novela de acuerdo a la segunda alternativa del Tablero de Dirección. De esa intervención obtuve una baraja embrollada que a mí me pareció entonces el mayor acto de lealtad al juego cortazariano, pero la verdad es que destruí el libro y lo perdí para siempre. El otro lo tengo frente a mí con la vieja portada negra con el juego del avión que en Argentina se llama rayuela. Encuentro en la última página blanca, la que sigue del colofón, un mensaje inquietante del pasado: Ingrid, 5 59 29 30, el lunes a las nueve.

No sé si marqué ese teléfono. Por lo mismo no sé si asistí a esa cita y si era a las nueve de la mañana o de la noche pues he olvidado quién era Ingrid y, debo aceptarlo, muchos de los párrafos subrayados que memoricé en la parte alta de varias noches de asombro en aquel año, cuando el joven que fui descubrió en Rayuela una de las aventuras mayores de la libertad.

No puedo traer aquí al joven que leía Rayuela, de modo que el adulto que escribe estas líneas sólo tiene a la mano ciertas sombras de la memoria. Recuerdo que en esas páginas sentí por primera vez que la literatura podía conectarse directamente a la vida de todos los días y que a través de la lectura podría lograrse el módico prodigio de volvernos más aptos para la vida misma.

Sin saberlo, aunque lo sabía, aprendí en esa novela mis primeros conocimientos de modernismo; me refiero a la ruptura de las formas novelísticas, al privilegio del juego y el azar como propuesta estética, al humor, a los espejismos, los rituales, a la profundidad de la existencia, a la desesperación de que nada dura y, al final, todo se pierde. De eso hablaban la Maga, Horacio Oliveira, Talita, Traveler, esas imágenes en fuga a través de múltiples laberintos parisinos.

Por algún motivo que no sabría explicar en esta nota, hojear Rayuela me produce una rara sensación de pérdida. No me alegra pasar sus páginas, como me pasa con otros libros cuando regreso a ellos; al contrario, una fuerza desconocida me entristece, como si Rayuela estuviera “del lado de allá” y yo “del lado de acá”, condenado por un abismo insalvable. Esta es probablemente una de las razones por las que, después de la última lectura, nunca releí la novela. Con ninguno de los otros libros de Julio Cortázar me pasa esto, sólo con Rayuela. De pronto he recordado unas líneas de un poema de Cortázar: “Los dioses están muertos uno a uno en largas filas/ de papel y cartón”.

Pongámoslo así: tal vez hay alguien (que anda por ahí) llevado por otra mano del destino que sí marcó el número de Ingrid y sí asistió un lunes a las nueve (nunca sabremos si del día o de la noche) y desde ese lugar me reprocha cosas y me impide con suavidad la alegría cuando tengo entre las manos el ejemplar de la portada negra. No encuentro otra explicación más convincente para esa melancolía.

No voy a descubrir el hilo negro y a escribir lo que significó Cortázar en aquellos años para los jóvenes que ponían en los libros todos los misterios de la existencia, pero quiero contar que a principios de los remotos años ochenta, Julio Cortázar había decidido editar sus libros en la editorial Nueva Imagen para cumplir acaso una promesa interior: poner su obra en manos de un editor argentino, Guillermo Schavelzon, en un país que siempre quiso, México.

A los veintitrés años yo hacía mis primeras armas como editor de tiempo completo en esa editorial. Así, de la noche a la mañana, un día tuve en mis manos el original inédito, recién llegado de París o Barcelona, no lo sé, de Queremos tanto a Glenda, el nuevo libro de cuentos de Cortázar.

Era una carpeta roja con ligas para contener unas ciento ochenta cuartillas escritas a máquina y con algunas correcciones de la mano del autor. No supe qué hacer, si escaparme con ese mazo de páginas para siempre, compartirlo con definitivo aire de superioridad entre los amigos o mirarlo como se mira un tesoro detrás de la vitrina.

Si hubiera tenido en el escritorio un sobre impregnado de ántrax me habría sentido más tranquilo. Cortázar ya era, desde luego, un escritor de talla internacional reconocido aquí y allá, un autor de sesenta y seis años que había escrito algunos de los libros de relatos más perfectos. Digo unos cuantos: Bestiario (1951), Final del juego (1956), Todos los fuegos el fuego (1966), Las armas secretas (1964), Octaedro (1974). Rayuela (1963) era, y lo sigue siendo, una aventura de amor desdichado, un estudio sobre el exilio, una parábola de la soledad, un grito rebelde, una larga experimentación, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.

Leí Queremos tanto a Glenda en aquel manuscrito de primerísima mano. Entré entonces al misterio y a la atmósfera en penumbras de “Orientación de los gatos”, “Recortes de prensa”, “Historias que me cuento”, “Anillo de Moebius” y al mejor cuento político que haya escrito Cortázar: “Graffiti”. Queremos tanto a Glenda es uno de los libros de relatos más concentrados de Cortázar, maduro y joven como su obra. Leí la tipografía y la corregí con angustia y a una velocidad de vértigo, busqué con el diseñador una portada que aludiera a la ambigüedad del libro, le escribí una breve contraportada no poco almibarada y lo entregué a producción. Se publicó en 1980.

El siguiente libro de relatos de Cortázar que leí con los mismos privilegios y mortificaciones, la admiración excesiva siempre es un problema, fue Deshoras (1983). Recogí las cuartillas en otra carpeta roja con ligas en la oficina de Schavelzon. Leí los relatos y los mandé a producción a las volandas. Corregí dos juegos de galeras y unas páginas finas. Tengo frente a mí el libro, una ilustración de Hermenegildo Sabat ocupa buena parte de la portada. He vuelto a perderme en estos cuentos de Deshoras: “Botella al mar”, “Fin de etapa”, “Segundo viaje”, uno de sus grandes cuentos de box. Pero el relato que me hechizó en aquel tiempo tanto como ahora que he vuelto a leerlo, treinta años después de aquel día feliz en que lo leí por primera vez, se llama “Diario para un cuento”. No supe que estaba leyendo el último libro de relatos de Julio Cortázar, la vida es así, no nos avisa cuál es el debut y cuál la despedida.

Con el mismo procedimiento la editorial Nueva Imagen publicó Los autonautas de la cosmopista (1983), cuando murió su mujer, Carol Dunlop, y póstumamente Salvo el crepúsculo (mayo, 1984), dos libros donde el azar y el juego regían el rumbo de la literatura, un poco como en Último round (1969), La vuelta al día en ochenta mundos (1972) y, una vez más, Rayuela.

No recuerdo en dónde leí que cuando Cortázar salió por última vez de su casa rumbo al hospital, en febrero de 1984, uno de los desafíos era descender las escaleras. Bajaba con grandes dificultades y fatalmente enfermo. Le dijo a un amigo que lo acompañaba: escribiré un cuento sobre las escaleras como dragones a los que no es nada fácil derrotar. No tuvo tiempo de escribir ese cuento, no volvió a subir esa escalera.

La aparición de Salvo el crepúsculo en Nueva Imagen trajo a Cortázar a México y a las oficinas de la editorial. Una mañana Schavelzon abrió la puerta de mi despacho y detrás de él venía Julio Cortázar. Después de las presentaciones del caso, Cortázar me dijo:
—Cuando nace uno de nuestros hijos siempre agradecemos al médico que lo haya traído vivo al mundo. De modo que aquí estoy para darte las gracias. Espero que nos veamos en Cocoyoc.

Antes de que se fuera me apresuré a darle noticia de las erratas que la prisa y mi impericia dejaron pasar en la flamante edición, les recuerdo que no había computadoras, se capturaba en una máquina y luego se pegaban las páginas en unos cartones sobre los cuales se corregía. Cortázar respondió:
—Un recién nacido sin lunares sería inhumano —dijo con aquella voz ronca de erres profundas, como un eco del más allá.

No sabíamos que unos meses después la muerte vendría a recogerlo, pero yo escribí en un cuaderno esas palabras que ahora desempolvo en honor de aquellos años en que éramos invulnerables a nuestros veintisiete.

En ese año la editorial Nueva Imagen y la revista Proceso convocaron a un premio literario, uno de los grandes para ese tiempo sin premios, esa época regida sólo por los libros y el público. El jurado: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Julio Scherer, Theotonio Dos Santos, Ariel Dorfman, Jean Casimir, Pablo González Casanova y René Zavaleta Mercado. Durante una semana el jurado deliberaría en Cocoyoc, la hacienda colonial en que fincaron viejos terratenientes de Morelos y más tarde se convirtió en un hotel de lujo con pasillos húmedos y fantasmales.

A mí me tocaba el trabajo del mayordomo editorial que consistía en clasificar los originales del premio, meter cinco copias en cajas y cargar con ellas para repartirlas a los miembros del jurado en su momento y llevar un registro detallado de las lecturas. Veinte novelas pasaron el primer cedazo de la editorial.

En un cajón de la cómoda del cuarto del hotel dos jóvenes guardaban sus ejemplares de Rayuela a la espera del momento crucial en el cual le pedirían su firma a Cortázar. Los jóvenes éramos Delia Juárez y yo. Cada mañana tocaban a la puerta los jurados para surtirse de las páginas del día. Una mañana salí temprano a nadar, cuando regresé encontré agitada a Delia:
—Vino un hombre enorme, pelón, con una túnica blanca, sonreía como un asesino y preguntó por Scherer.
—Méndez Arceo —le dije.

En la cúspide de su prestigio rebelde en el reino de este mundo, el obispo llegaba de Cuernavaca a saludar al jurado del premio. Recuerdo que Julio Scherer se los metía a todos en la bolsa en dos patadas, en las comidas y las cenas de Cocoyoc era el centro mexicano de las mesas. El premio lo ganó Carlos Martínez Moreno y su novela con título de Dante: El color que el infierno me escondiera.

Como en un cuento fantástico, o en un sueño absurdo, de pronto Delia y yo caminábamos por algún pasaje de la hacienda junto a Cortázar y Carol Dunlop. Hablamos un rato largo; mejor, hablaban Cortázar y Dunlop. Buscaban la unión del tiempo y el espacio en los laberintos de la hacienda. Quizá no tanto el tiempo como los tiempos. Cuando Cortázar vio las raíces de un ahuehuete enredarse en un muro de doscientos años dijo esto:
—Qué extraña fusión del mundo mineral y vegetal. Como si un cuarto reino nos esperara en alguna parte de la vida.

Una noche, mientras revisábamos las lecturas de los jurados, decidimos guardar nuestras dos Rayuela en la maleta. Tomé la iniciativa:
—Hablamos con él y con ella. Cenamos juntos. Pedirle un autógrafo a Cortázar sería una vulgaridad.

—Nuestra dedicatoria es el recuerdo —así hablábamos, con unas ganas tremendas de ser un personaje de Rayuela.

Los años han pasado y desde luego me arrepiento. Me gustaría acercarme al librero, sacar el libro de tapas negras y leer una dedicatoria de Cortázar. La firma sería una prueba de ese cuarto reino y las dos Rayuela, una prueba de que aquellos días en realidad ocurrieron y no los soñamos una noche de luna llena en Cocoyoc.

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