lunes, 28 de febrero de 2011

Sin futuro

28/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Para convertirme en un escritor célebre sólo debo esperar a que los demás escritores se mueran. Siendo un viejo contaré la historia a mi manera e inventaré una cantidad de historias tales que el desprestigio caerá sobre mis rivales. Y esta vez no podrán levantarse: será como su segunda muerte. Así he respondido a quien me preguntaba si para mí era importante la fama. Hoy en día los escritores no pueden se famosos a no ser que sean extraordinariamente malos. La mediocridad incluso es mal recibida. En el diario de sus obsesiones, Crackpot, John Waters da varios consejos a quienes desean la celebridad a toda costa; y exagerar sus peculiaridades es uno de ellos: Si tiene problemas de cutis embárrese una bolsa de papas fritas en el rostro y cámbiese su nombre por el de “Granos”. La sabiduría de un consejo en apariencia tan burdo no está a discusión: si es usted un mal escritor organice una presentación y póngase a bailar ante el público (de preferencia ante un público que no lea).

En Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs, la autobiografía del mismo Rotten (John Lydon), este dice que no soportaba a los punk uniformados. Toda esa indumentaria supuestamente rebelde demostraba una necesidad de pertenecer a un rebaño y una notable ausencia de individualidad. Todavía en marcha, Lydon ha escrito que su compañero en Sex Pistols, Sid Vicious, se hallaba obsesionado con la moda y era un lector apasionado de Vogue. Como es evidente, los que sobreviven maquillan a los muertos y vuelven a enterrarlos varias veces hasta que llega su turno. No por otra razón Patti Smith debió dedicar su reunión de poemas y ocurrencias trascendentales, Babel, a los tiempos venideros y dijo: “Este libro está dedicado al futuro”. Me parece una dedicatoria responsable y serena: dedicar un libro a lo que no puede ser. Y de paso quedar bien con los perros que husmearán en su tumba.

“Pobre del escritor que desea obtener un estilo. El arte en el futuro se fundará en la energía intuitiva y los creadores no se preocuparán por ser originales, sino por ser sinceros. Entonces la humanidad se parecerá al hombre”. Esas son palabras que he tomado del libro A partir de ahora el combate será libre de Rafael Barrett, escritor romántico y mordaz, crítico de las sinceras estupideces de su tiempo. Se acaban de cumplir cien años de su muerte y el silencio a su alrededor es su único homenaje. Si acaso se enterara de lo que la sinceridad ha hecho con la literatura, él retiraría sus palabras, aunque la verdad no lo creo, un hombre como Rafael Barrett se sostendría en lo dicho.

“Éramos jóvenes y en nuestras cabezas reinaban las drogas y la muerte”, se lee en Dream Police, de Dennis Cooper, el poeta que desprecia el futuro y cuando mira hacia atrás escribe: “Mi pasado consiste en una corta sucesión de chicos guapos u hombres jóvenes a los que admiré, arrastré a la cama y después dejé en ruinas en la calle con el dinero justo para tomar un taxi de vuelta a casa”. A Cooper nada le sucederá en el futuro porque ha tenido la sutileza de cortarse en pedazos e incinerarse antes de que ningún cretino haga su autopsia.

El libro de Mauricio Bares, Apuntes de un escritor malo comienza así: “Según yo, un escritor malo es casi tan importante como uno bueno, por la sencilla razón de que los escritores malos contribuimos a que destaquen los destacados. “Bares es un buen escritor y se suicida de antemano, como dictan los cánones. Y no vende miles de libros ni baila frente al público: hace su trabajo. Y hojeando el diario de José María Vargas Vila me encuentro con esta frase que de pronto se me ha vuelto un espejo: “Debe ser muy bello morir, cuando el deseo es más grande que la vida; porque la mayor tristeza es una vida sin deseos”. ¿Una vida sin deseos? No se puede ir más allá.

domingo, 27 de febrero de 2011

Escribir bien

27/Febrero/2011
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Quienes dicen que la única responsabilidad del escritor es escribir bien tienen alguna cosa más qué explicar que, por supuesto, nunca explican. Resulta obvio que quienes repiten este apotegma lo hacen con la seguridad de que es aplicable a ellos: no les cabe la menor duda de que son responsables como escritores, puesto que escriben bien.

Pero ¿qué es escribir bien? ¿Manejar estupendamente el lenguaje? ¿Conocer perfectamente el oficio? ¿Tener éxito de crítica y mercado? ¿Cómo sabe un escritor que escribe bien? ¿Quiénes se lo garantizan: los editores, los premios, la publicidad, las recensiones, el público lector?

Si se apela al lugar común de que “no hay mejores jueces que los lectores”, habría que explicar por qué los lectores encumbraron ayer a figuras literarias que hoy ya no son tales: olvidados autores de libros que ya nadie lee.

Creer que escribir bien es la única responsabilidad del escritor es confiarse, de algún modo, a una muy graciosa abstracción. Novelistas y poetas afirman esto, y todos debemos suponer que ellos escriben bien, pero lo dicen como si la escritura fuera nada más un dominio técnico que no implicara ideas, emociones, prejuicios, ideologías políticas y estéticas, convicciones, descreimientos, etcétera.

“Escribir bien”, por tanto, es una ingenuidad cuando se considera que sólo atañe al dominio técnico y a la consecución estética. Se puede ser el mayor esteta literario y, a la vez, el peor escritor, sin que esto excluya, por otra parte, ser un perfecto cabrón y una persona poco inteligente. ¿Eso es escribir bien?

Los ejemplos abundan. En tanto más se cree que la ética poco o nada tiene que ver con la literatura, peor se escribe. Las grandes obras que han sobrevivido al tiempo no lo han hecho, nada más, por sus valores estéticos, sino también por su comprensión de la realidad y por su vínculo solidario con el mundo: por todo aquello que va más allá de la “perfecta escritura” y tiene que ver con el común espíritu del ser humano. Shakespeare no es únicamente inglés, sino francés, alemán, español, mexicano, etcétera.

Es verdad que se puede ser un pésimo escritor de muy buenas intenciones sociales, pero tampoco es mentira que se puede ser también un pésimo escritor esteticista y egoísta, que cree que a la gente sólo le interesan esas cándidas abstracciones llamadas novelas, cuentos o poemas.

A muchos lectores nos parece que Borges, Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa escriben bien y más que bien, pero no sólo por la sintaxis que manejan, ni por el uso extraordinario del idioma, ni por la perfecta construcción de sus artefactos verbales, sino porque en sus libros siempre hay algo más: más incluso que todo el concepto artístico de la obra literaria. Durante algún tiempo, muchos lectores llegaron a creer que José María Vargas Vila y Luis Spota escribían bien, ¿pero quién los lee ahora y quién lo cree todavía?

Parece obvio que César Vallejo, Pablo Neruda, Aurelio Arturo y Octavio Paz escriben bien, más que bien, extraordinariamente, pero no sólo por el lenguaje poético y los alcances universales de sus obras, sino siempre por algo más que nunca alcanzan los poetas correctos y precisos que nada o muy poco tienen que decir y que, sobre todo, no lo saben decir de manera diferente, original, impar.

¿Qué es escribir bien? Nadie sino el que escribe bien lo sabe, y a veces ni siquiera lo sabe exactamente, sino que lo intuye o lo presiente. Kafka sabía que escribía bien, pero no lo sabían los lectores de su tiempo. Por lo demás, ni siquiera compendiando los elementos de la buena escritura resulta factible conseguir que los que escriben mal escriban bien.

Escribir bien, entonces, es un don que no se les da a todos. Por eso no hay Vallejos, Nerudas, Aurelios Arturos y Paces en cada esquina de las calles de Lima, Santiago, Medellín, Bogotá, México, Monterrey y Mérida, pero sí muchos poetas que creen que “escriben bien” y que, además, afirman que su única responsabilidad es “escribir bien”.

Bien les vaya. Si eso creen, es que no han comprendido la diferencia que hay entre la escritura correcta y el genio literario, ese genio literario que no es fruto únicamente de la disciplina y el taller, sino de ese algo más que no todo el mundo alcanza ni podrá alcanzar jamás; ese algo más que a casi todo el mundo le falta porque escribir bien es siempre algo más que escribir bien.

Un émulo criollo de Juan de Mairena escribió: “Durante mucho tiempo me pareció que el aprendizaje tenía lógica y congruencia... hasta que conocí de cerca a mis maestros”.

Se solicita crítico literario con deseos de molestar

27/Febrero/2011
Universal
Yanet Aguilar Sosa

“Se busca crítico literario. Hombre o mujer joven, menor de 35 años, que posea el demonio de la crítica y que ejerza con pasión ese género que en México ha tenido grandes plumas. Requisitos: que sea incómodo y temerario, que haya publicado reseñas en revistas marginales, ediciones con poca circulación o en blogs y páginas electrónicas, que no sea nada complaciente ni vea a la crítica como una manera de acceder a la República de las Letras”.

Ese perfil de todo crítico debe ser también la convocatoria de toda publicación; sin embargo, en México la situación de la crítica literaria no es la mejor. Cada vez son menos los espacios dedicados a ese género y muchas veces, quienes se dedican a hablar de literatura, son jóvenes que ven en la crítica la posibilidad de entrar a la literatura.

Hace unos días, la revista Letras Libres concluyó su periodo de fichaje; por vez primera esa publicación convocó, a través de un concurso en línea, a jóvenes críticos para que enviaran trabajos publicados, y así poder cazar a nuevos talentos. La respuesta fue buena y mañana publicarán la lista con el nombre de los diez jóvenes escritores que mejor cumplieron los requisitos, de ellos saldrá el ganador del certamen que incluye la publicación de la crítica en la revista y 50 mil pesos.

A partir de esa convocatoria, críticos literarios de probada trayectoria analizan la situación de la crítica literariay sus problemáticas. Ricardo Cayuella Gally, Armando González Torres y Geney Beltrán, reflexionan sobre ese quehacer literario, la falta de incentivos y de lectores y los peligros de las becas.

La crítica situación de la crítica

Las problemáticas de la crítica literaria en México son diversas: se reducen los suplementos, revistas y páginas culturales y, por ende, los espacios para el ejercicio de ese género; no es un oficio que permita vivir de eso y la crítica no es considera un género literario, a veces es denominada literatura secundaria.

Esos no son los únicos problemas. Muchos que la ejercitan no la consideran un género de la literatura sino una carrera ascendente para entrar a la República de las Letras; además, hay un temor a quedar mal con alguien que después pueda ser el tutor de una beca o el encargado de un encuentro.

Cayuela, editor de Letras Libres, enumera tres de los grandes problemas de la crítica literaria: las redes “inevitables o muy características del México de las cortesías”; es decir, las de los intereses compartidos, el peligro a quedar mal con alguien que después pueda ser el tutor de una beca, el organizador de un taller, el que te invite a un encuentro.

A eso se suma, que la crítica no se ve como un género más de la literatura, sino como una carrera ascendente para entrar a la vida literaria o a la República de las Letras. “Esto hace que mucha gente que empieza muy filosa y muy activa, una vez que se acomoda dice: ‘lo mío es la novela’, ‘yo siempre quise ser cuentista’, y se cuida mucho de qué dice, a quién se lo dice y cómo lo dice”. La tercera son los pocos espacios para publicar. En este último elemento, coinciden todos los especialistas.

Ellos están de acuerdo en señalar que la crisis de las publicaciones en papel, que no es privativo de México, es un grave problema; sin embargo, dice Cayuela Gally, entre que se consolidan espacios digitales fuertes, con prestigio y con público y con cosas que decir, y desaparecen suplementos y revistas culturales, se ha creado un vacío que es peligroso para la crítica.

Y alertan sobre dos fenómenos negativos: reducción de espacios para el ejercicio de la reseña de novedades, y la pésima distribución de libros de crítica publicados en sellos (usualmente) universitarios o gubernamentales.

Armando González Torres y Geney Beltrán señalan como otra grave problemática la falta de lectores de crítica, a consecuencia del desinterés en las artes y las humanidades.

“A falta de una demanda, la industria editorial y las publicaciones periódicas consideran innecesario generar una oferta”, señala Beltrán.

Armando González Torres reconoce que por un lado existe la tendencia a reservar espacios cada vez más pequeños a la crítica y muchas veces el comentario crítico se confunde con la noticia o la publicidad. “Por lo demás, existe un interés desigual hacia los distintos géneros y se dispone de más espacios para la crítica de géneros comerciales como la novela y muchos menos para otras modalidades de narrativa, o para la poesía y el ensayo”.

A lo anterior se suma el hecho de que el espacio disponible para la crítica es totalmente asimétrico al tamaño de la producción y suele concentrarse en editoriales poderosas o autores prestigiosos y que muchas novedades valiosas se tienen que resignar a circular sin recibir un solo comentario.

González Torres dice que además existen incentivos inadecuados para la crítica. Por un lado, la crítica periodística no tiene el prestigio ni la remuneración que estimule su profesionalización, lo que obliga a la rotación e improvisación de cuadros. Por otro lado, la estrechez del mercado cultural, la concentración de poderes y la importancia de las relaciones personales en el ascenso profesional en la literatura inhiben la crítica y desestimulan una cultura del debate.

Una crítica literaria correcta

Geney Beltrán, autor de El sueño no es un refugio sino un arma y crítico literario de la Revista de la Universidad de México, dice que aunque hay muy buenos críticos en México, resulta imposible para cualquiera de ellos vivir de su escritura y ante eso sólo les queda la cátedra universitaria, las becas y el trabajo editorial o de promoción cultural. “Esta falta de profesionalización no impide, por supuesto, que se desarrolle una carrera como crítico; sencillamente, sólo la hace más difícil y azarosa”.

Cayuela asegura que por esa razón convocaron a jóvenes, pues parten de la certeza de que una gran ventaja es que la crítica joven no está tan maleada como la crítica de sus mayores.

“Sentimos que en México el sistema de becas y de pleitesías y de premios y de recompensas obliga a una cierta cortesía en el trato personal y escrito y eso ha hecho que la temperatura crítica baje mucho. Los jóvenes, sobre todo los que vienen de la marginalidad, tienen menos miedo de meterse en problemas; yo creo que un crítico esencialmente es alguien que quiere meterse en problemas”, señala el editor y ensayista.

Nadie duda que la crítica literaria es fundamental para la continuidad y salud de una tradición literaria. González Torres asegura que en su concepción más acabada, la crítica literaria no sólo se encarga de informar o juzgar la producción artística, sino de conectar con el pasado, crear gusto, apostar por valores y aclimatar nuevas formas. “La crítica, por lo demás, no es una facultad desvinculada de la creación y mucha de la denominada literatura secundaria, como le llaman a la crítica, puede convertirse en literatura de primera”.

El autor de ¡Que se mueran los intelectuales! dice que en México la crítica literaria, sobre todo la que se expresa a través de revistas, suplementos y periódicos (la crítica académica, si bien fundamental, suele acotar su influencia al campo de los especialistas) juega un papel importante para extender el diálogo libresco y mediar entre la producción artística y el consumo más amplio.

Y recuerda que en México hay una arraigada tradición de escritores y críticos, como los Contemporáneos, que en el siglo XX participaron tan activamente en la creación artística propia como en la construcción de un canon y una tradición literarial. Una costumbre que continuaron autores como Octavio Paz. “En la actualidad, si bien ya existe un estamento académico muy consolidado, muchos de los críticos más notables siguen siendo escritores”.

Por eso es necesario revertir la tendencia de cerrar espacios en suplementos y revistas, dice Geney Beltrán, pues la dinámica de los intercambios intelectuales, las polémicas y las revisiones crítica es necesaria para la vitalidad y renovación de cualquier literatura.

Una joven crítica incómoda

Geney Beltrán asegura que en la generación más joven hay muy buen talento crítico desaprovechado y aunque muchos desarrollan su trabajo crítico en la academia, que proporciona mayor seguridad, tiene escasa vinculación con lectores no especializados.

Cayuela Gally ha encontrado en los críticos jóvenes una incomodidad vital muy fuertes ligadas a las circunstancias del país. “Ese tono áspero y desesperado que son como gritos de impotencia a lo que estamos viviendo se trasmina a sus reseñas; le cuestionan mucho a los libros de los que hablan, también hay un cierto cuestionamiento de los grandes nombres recibidos y eso también es bueno porque la literatura avanza muchas veces gracias al parricidio”.

Justo a esos escritores jóvenes que tienen dentro el demonio de la crítica apela Cayuela Gally y a partir de allí “ampliar las miras de un crítico joven, que mire otras lenguas, otras publicaciones, que escape un poco de la barrera del nopal que a veces nos atenaza”.

Sin embargo no la tienen fácil. Armando González Torres dice que para imponer su talento y su agenda de gusto, los críticos emergentes deben luchar contra todas las inercias.

A la caza de nuevos talentos

El concurso convocado por Letras Libres apuesta por encontrar a jóvenes cuya verdadera vocación sea la crítica. Buscan una nueva camada. Y lo hacen en todo México, saben que hay una cultura crítica en Villahermosa, Tijuana, Monterrey, Guadalajara o Puebla.

“Queremos que ese filón de la periferia y de la marginalidad se incorpore a un discurso central y que lo enriquezca y sobre todo lo problematice. Queremos críticos que sean incómodos, que digan verdades que todos sabemos y que nadie dice”, afirma Cayuela.

Cualquiera de esos diez críticos que mañana serán dados a conocer, representan una “bolsa” de renovación de nuevos colaboradores. “Cazar es parte del trabajo de esta redacción, revisar blogs, revistas de provincia, pequeñas editoriales marginales y ver gente joven que esté diciendo cosas, no podemos quedarnos siempre los mismos diciendo las mismas cosas”, concluye Ricardo Cayuela Gally.

sábado, 26 de febrero de 2011

26/Febrero/2011
Milenio
Heriberto Yépez

En México, muchos artistas que laboran en universidades son tratados como si fueran académicos de segunda clase.

Lo absurdo: se les mide desde el punto de vista de la producción académica (verbal).

Un académico mediocre con un buen número de malas ponencias supera en puntaje a un artista con obra visual reconocida.

Muchos artistas visuales producen más (y mejor) pero reciben menor paga y evaluación. Los tabuladores no valoran bien los rubros del arte.

Gran círculo vicioso: no se abren posgrados en arte porque no hay doctores en arte para abrirlos y, como no hay posgrados, muchos artistas mexicanos no pueden trabajar en las universidades.

Si son pocos los posgrados en artes para formar académicos, en México los posgrados para formar artistas se cuentan con los dedos de una mano mutilada.

Si tuvo la suerte de vivir cerca de un posgrado (aunque no sea en arte) o ser admitido en uno lejano, de todos modos, un gran artista visual puede terminar con el sueldo de un pobresor de asignatura. Sus actividades artísticas no tienen buen puntaje. Fuga de cerebros.

En muchas universidades de USA, un creador no necesita títulos académicos. Es profesor gracias a su obra.

Picasso, sin título, no podría ser contratado por una universidad mexicana.

En el presente (desde hace décadas) en el primer mundo, el artista crece en las universidades. Una mayoría creciente de los creadores artísticos salen directamente de ellas.

Invocar el ideal romántico del artista “no-académico” sería una payasada.

Las universidades no pueden maquilar artistas. Pero artistas definitivamente pueden incrementar sus capacidades teóricas y técnicas si ingresan a universidades; en lugar de, a la antigüita, taller o autodidactismo.

Con más licenciaturas y posgrados y justo reconocimiento a su producción, los artistas, además, no necesitarían de tantas chambas y becas. Tendrían alternativas.

Otro problema es que el Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) de Conaculta no tiene el mismo reconocimiento en las universidades que el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de Conacyt. Muchos artistas se quedan en el limbo. El sistema simplemente no tiene un modo de reconocerles o permitirles avance. Por eso tantos huyen al extranjero. O engrosan el desempleo.

Los artistas visuales —donde la producción verbal es de segunda o tercera pertinencia— se encuentran en aprietos: si llegan a entrar al Sistema Nacional de Creadores —nada fácil—, de todos modos el SNCA no tiene mucho peso en las universidades; ahí es como un SNI de segunda clase.

Todo esto explica, en buena medida, por qué los artistas mexicanos siguen fuera de las universidades, como si viviéramos en el siglo antepasado.

¿Cuál es el problema de fondo? La negligencia de nuestras autoridades educativas y culturales.

Nuevos y viejos libros

26/Febrero/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. Es un tema sobre el que muchos han opinado en función de su experiencia, determinada por espacio y presupuesto.

No bien finaliza febrero, las novedades librescas se agolpan en la mesa del comedor, como excelentes platillos disponiéndose a ser presentados y engullidos. Aunque forman un conjunto respetable, lucen humildes ante los volúmenes que ya encontraron colocación en los libreros cercanos. Reclaman mi atención en plena mudanza, justo cuando viejos cariños reaparecen ante mí: libros que vuelvo a tener entre las manos después de un tiempo de ausencia; textos que significan ya parte de un paisaje sin el cual no entiendo mi hábitat, no digamos mi memoria.

En el reacomodo que supone un nuevo domicilio, los libros recientes aspiran a ocupar anaqueles vírgenes, acaso el librero que mandamos hacer ex profeso para ese hueco del estudio o el que improvisamos con ladrillos y tablas (siempre quise hacer uno con esta combinación de materiales), pero al final —siempre que nuestra biblioteca tenga alguna lógica— terminan reunidos de un modo u otro con los autores próximos, las materias semejantes o sus pares del mismo tamaño (casi nadie lo confiesa, pero en medio de la estrechez y obligados a acomodar cientos o miles de libros, apelamos necesariamente a uno de los criterios más simplones que hay para organizar los libros: el tamaño de éstos. Y luego el azar dispone que un libro que quedó junto a otro sólo por su altura o peso, tenga al final alguna relación con él más allá de sus dimensiones físicas).

Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. ¿Dónde quedará ubicado? ¿Por qué ahí? ¿Lo encontraremos fácilmente? ¿Se cubrirá de polvo por intocado? ¿Acompañará bien a sus vecinos? Es todo un tema sobre el que muchos han opinado, siempre en función de su experiencia, la cual está determinada casi siempre por el espacio y el presupuesto del que disponemos para esos libros que nos acompañan. Miente, o no tiene idea del asunto, quien afirme que es tan sencillo como saber de qué se trata y colocarlo al lado de sus parientes temáticos o autorales. La discusión entre los poseedores de una cantidad respetable de libros es infinita a este respecto, pero aquel que realmente los valora y utiliza no pierde su ubicación precisa, por más extraviados o confundidos que parezcan entre los demás. Siempre en la cabeza tenemos una suerte de mapa que da con ellos, así se encuentren en el piso amontonados, debajo de la cama o de la mesa.

Estas últimas imágenes sólo sorprenderán a algún recién llegado. Los que todo el tiempo estamos constituyendo —armando y desarmando, instalando y mudando— nuestra biblioteca, sabemos que no son pocas las ocasiones en que los libros quedan por temporadas en el piso o en apretadas cajas. Nunca sobran los metros cuadrados ni los anaqueles para el propietario de una colección respetable.

Acerca de las cajas de libros diré que, pasado un tiempo sin ser abiertas, generalmente después de una mudanza, suelen sorprendernos nuevamente con su contenido: nos recuerdan otras casas, otros libreros y, sin embargo, son los mismos textos de un bagaje que llevamos años preparando, los mismos compañeros de un viaje que nunca termina.

La regla es que lo nuevo se mezcle con lo viejo. Así también los volúmenes recién adquiridos van a dar a un sitio donde otros ya estuvieron o siguen estando con sus amarillentas páginas, memorial de intereses intelectuales, pasiones literarias, recordatorios de trabajos pendientes o incluso de las grandes frustraciones por lo que ya, quizás, nunca leeremos (“hay una… que nunca leeré… de otros).

Ahora bien, en todo tránsito hay libros perdidos. Son los más queridos, pero quién sabe que malhadado destino los alejó de nosotros para siempre. Y son como los difuntos, que extrañamos cuando queremos evocar una frase, una imagen o una historia suya. Así me pasó ayer cuando buscaba un libro de relatos (sueños, en realidad) de Leonora Carrington; sigo sin encontrarlo y me preocupa no volver a ver esa foto maravillosa donde la artista posa con un grupo de amigas, bellísimas, todas fingiendo estar dormidas, muy a la manera de un ejercicio surrealista.

¿Dónde está? ¿Lo presté —craso error— y ya no recuerdo? ¿Me fue robado? No tengo idea, y lamento mucho esta ignorancia tratándose de un libro.

De todas formas, los nuevos y viejos libros de nuestras bibliotecas seguirán encontrándose para —ahora mismo y siempre— sustentar las palabras de Borges:

“Un cúmulo de polvo se ha formado en el fondo del anaquel, detrás de la fila de libros. Mis ojos no lo ven. Es una telaraña para mi tacto.

“Es una parte ínfima de la trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. Es parte de la trama que abarca estrellas, agonías, migraciones, navegaciones, lunas, luciérnagas, vigilias, naipes, yunques, Cartago y Shakespeare.”

Una y otra vez, todas las cosas y los sueños. Todas las realidades. Los libros.

lunes, 21 de febrero de 2011

Que mala conversación

21/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Una casa sin techo? Es probable que cuando llueva, esta casa no sea un buen refugio. Se podría intentar dormir dentro de ella e imaginar que en verdad existe un techo, pero la lluvia terminará venciendo a la imaginación. Sería bueno que las personas comunes lograran resguardarse en esta casa del crimen y también de quienes lo combaten. Pero la lluvia será intensa y el piso se convertirá en lodo. Podríamos imaginar que ese lodo en el que vivimos es una alfombra mullida y actuar en consecuencia: invitar a otras personas a que crean que nuestro lodo es esa mullida alfombra. Y la broma puede seguir sólo a condición de que todos estemos dispuestos a reírnos. ¿Pero qué hacer si nadie se ríe? Ser excesivamente formales para que no se dude de las magníficas condiciones de nuestra casa. Nada imita tan bien al vacío como la formalidad obsesiva (El proceso, de Kafka). En esencia justamente para eso existen las leyes: para evitar la conversación.

Porque es probable que si existe conversación pueda darse un acuerdo. Y un acuerdo sería un grave síntoma de debilidad ya que tendríamos que aceptar que en nuestra casa nadie puede guarecerse de la lluvia (excepto los mexicanos que hemos dado pruebas de resignación y estoicismo). Evitar la conversación es la mejor manera de repeler la crítica hacia nuestra casa. Y si los cretinos no aceptan lo confortable que es nuestra alfombra nos empujarán entonces a poner un brusco remedio a la situación. Los acusaremos de ceguera y seremos hostiles hasta la redundancia.

Las personas pueden dar por terminada una conversación y odiarse hasta que su enemistad los vuelva desgraciados: sin esos dramas la vida duerme. Esa es una de las libertades más preciadas de los individuos: mantenerse aparte de los seres que detestan. Pero los países no pueden hacer eso porque sus leyes —en el caso de las democracias occidentales— son consecuencia de una conversación: una breve pausa mientras la charla continúa y vienen leyes más convenientes. Y si dos gobiernos deciden terminar esa conversación no queda más que concluir o que son tiranos o que son ineptos. No se pueden seguir las normas al pie de la letra —quien diga poder hacerlo miente— pues toda lectura que se haga de ellas es interpretación o puesta al día del espíritu que las inspiró (de Giambattista Vico a H.G. Gadamer se ha insistido en que pensar es conversar). La enfermedad social se presenta cuando en vez de estadistas capaces de comprender el sentido de un espíritu de conversación que aspire a la justicia, sufrimos a gobiernos inspirados en la mercadotecnia donde el valor de las palabras es circunstancial. Gracias a ello la televisión usa su poder para hacer de los procesos judiciales tiras cómicas que vender y que terminan valiendo como verdad.

El que se refugia en una concepción cerrada de las normas jurídicas detiene esa conversación que lleva a la justicia. Se agazapa en una trinchera donde su única obsesión es disparar. Si me dicen que la ley no debe contemplar excepciones la broma se hace más aún grande. Las excepciones son necesarias en la conversación que busca la justicia (por eso existen tratados internacionales, diplomacia, deseo de acordar). De eso se trata todo el asunto: de las excepciones que deben ser tratadas como tales porque de lo contrario la ley se impone como un fin o última meta y no como pausa de una conversación que va más allá de formalismos primitivos. Una escaramuza deprimente: por una parte un gobierno que habita en una casa sin techo y que nos presenta el lodo como la alfombra mullida (en México el sistema de justicia está desacreditado). Y por otra, un presidente francés que es producto de una democracia sostenida en la mercadotecnia de los símbolos y que desea elevar su celebridad a costa incluso de la conversación. ¿A dónde nos llevan estas personas? No sé, yo tengo mi propia vida.

domingo, 20 de febrero de 2011

Palabras para el periodismo cultural

20/Febrero/2011
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Palabras para el periodismo cultural

En el actual momento de México y el mundo debemos aferrarnos a los actos civilizatorios capaces de detener la creciente deshumanización que es el más ominoso signo del cada vez más cercano apocalipsis (Apocalipstick es el título de uno de los últimos libros de Carlos Monsiváis). La educación y la cultura pueden frenar un poco el galope de los cuatro jinetes. Por eso el estado de nuestro sistema educativo (uno de los peores del mundo de acuerdo con las estadísticas), el desamparo en que sobreviven las universidades públicas acosadas por un poder político incapaz de entender que la universidad es, como decía Ortega y Gasset, “la directora del pensamiento colectivo y la maestra de la vida social”, y el escaso apoyo presupuestal a las tareas de la enseñanza de las artes y de la difusión de la cultura, son las angustiosas realidades que se imponen a la mentira y a la demagogia que, sobre estos temas, vierten a raudales los miembros de una clase política en pleno proceso de descomposición.

Todos los días, al abrir el periódico (hecho que es, sin duda, uno de los actos civilizatorios) constatamos el aumento de la deshumanización: se inicia, entonces, como en un alucinante esperpento valleinclanesco, la aparición de seres decapitados, desmembrados, entubados, levantados, secuestrados y olvidados por todos lo antes posible. El sangriento discurso periodístico nos remite al contexto en el que crecen los horrores. Habitan en él la miseria, la falta de oportunidades, la injusta distribución del ingreso, las atrocidades judiciales, la ignorancia, el control de la opinión por medio de las acciones anticivilizatorias del duopolio de la televisión, más poderoso que el sistema educativo; la mentira como forma de expresión cotidiana, la descomposición de los partidos políticos y todas las atrocidades que caracterizan al neofeudalismo disfrazado torpemente tras la máscara del llamado sistema neoliberal.

Todas estas realidades y el conjunto de amenazas que se ciernen sobre nuestras cabezas, nos están indicando la necesidad de promover las acciones educativas y culturales que, al lado de un proyecto coherente de desarrollo social y de justa y equilibrada distribución de la riqueza, pueden ayudar al mejoramiento de la conciencia social. Por estas razones, una revista cultural, un suplemento, unas páginas que atiendan las actividades artísticas y científicas, son artículos de primera necesidad y, sí saben aprovechar en toda su extensión las libertades del pensamiento y de prensa, pueden cumplir el papel bíblico de la levadura que acrecienta y hace que en calles como espejos se vacíe el santo olor de la panadería (López Velarde dixit).

El periodista cultural debe saber que es, sobre todo, un periodista que escribe, siguiendo los lineamientos generales del periodismo, sobre temas relacionados con las artes, los estudios culturales y el análisis y la difusión de la cultura popular.

Debe saber que entre la llamada cultura académica y la popular se da un constante juego de interinfluencias e interconexiones. Una enriquece a la otra y ambas sufren las interferencias de lo que Marcuse llama “la gran matriarca del consumo”, la televisión comercial. Por otra parte, la cultura académica y artística con frecuencia es desfigurada por la acción de los intelectuales orgánicos y de los periodistas que, por razones lamentables, ejercen la funesta autocensura, hablan para conseguir algún beneficio y conocen el arte de quedarse callados para proteger sus privilegios.

No puedo figurarme a un mundo sin poesía, sin prosa, sin música, sin teatro, cine, pintura, escultura y artesanías populares. No puedo figurarme un mundo sin revistas, suplementos y páginas de cultura capaces de tomar el pulso de los nuevos desarrollos de las artes y de las humanidades. Algunos profetas del infortunio anuncian a grandes voces el fin de la prensa escrita. Creo que sus alarmas son injustificadas. La civilización no puede olvidarse de sus formas de expresión y de comunicación. Así, la prensa escrita y el libro perdurarán y la tecnología cada vez más avanzada y sorprendente auxiliará a esos dos elementos esenciales de la civilización: el papel y la tinta de imprenta.

No le tengamos miedo a la tecnología. Recordemos que internet y todos los otros medios virtuales pertenecen, a pesar de los avances de la cultura de la imagen, a lo que MacLuhan llamaba “la galaxia de Gutenberg”. Sigue siendo la palabra el centro de la comunicación humana. Por otra parte, los medios electrónicos, en su mayoría, se limitan a informar sobre los efectos. En cambio, la prensa escrita superada, en buena medida, por la rapidez de las comunicaciones, dedica la mayor parte de sus esfuerzos al análisis de las causas y al estudio del contexto en el que dan los acontecimientos.

Nos abruma el cúmulo de informaciones, nos enajenan el ruido y la velocidad de los medios de comunicación de masas, pero, a pesar o gracias a estos avances de la tecnología, podemos ampliar los campos del periodismo cultural y, como ya lo hacen algunos canales públicos de la televisión mexicana, enriquecer la información y ampliar la reflexión sobre los grandes temas de la vida cultural.

Mucho les agradezco este premio. A mi edad nunca está de más un pequeño reconocimiento que hable sobre los pocos aciertos y calle sobre los abundantes errores. El poeta brasileiro, Joao Cabral de Melo Neto, cuando se sentía triste e inseguro, le hablaba a su amigo, el poeta Carlos Drummond de Andrade, para pedirle: un elogiozinho por amor de Deus (un pequeño elogio por el amor de Dios). Gracias por levantarme un poco el ánimo que los años y los daños me tienen alicaído.

A pesar de tantas calamidades, ineptitudes, corrupciones, desaciertos y crueldades, a pesar de estar cruzando por un angustioso período de deshumanización, la virtud de la esperanza aún brilla como una solitaria estrella en medio de la tormenta. Tengamos fe en la fuerza de la cultura entendida como diálogo humano, en el periodismo comprometido con la verdad y con la justicia.

sábado, 19 de febrero de 2011

El último neoconservador

19/Febrero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

La historiadora israelí Avital H. Bloch comprobó el vínculo ideológico entre cuatro generaciones de Vuelta y Letras Libres y los neoconservadores norteamericanos, familiarmente llamados “neocons”.

Lo hizo en “Vuelta y el surgimiento del neoconservadurismo en México”, revista Culturales, número 8, Centro de Investigaciones Culturales, UABC, 2008.

Dice Bloch: “Paz hico eco del principio antimarxista inherente en el ‘pluralismo liberal’, que organiza un sistema político no-ideológico. El concepto lo desarrollaron en los años cincuenta y principios de los sesenta los liberales anticomunistas de Estados Unidos, a quienes especialmente Paz y su discípulo Krauze admiraban”.

Paz y los acólitos neocon retomaron el discurso contra la izquierda, el repudio a la contracultura y la adopción del credo económico capitalista como vía para evitar la revolución, a veces con dictador o régimen autoritario incluido, como en el caso de los neocons mexicanos y el PRI. La izquierda como un peligro para México, máxima neocon.

Como afirma Bloch, la estética neocon nacional se caracteriza por “utilizar el modernismo [la vanguardia] como una noción políticamente conservadora”. De ahí que Paz declaró el fin de la vanguardia y defendió la “vuelta a los orígenes”. Zapata y no Cárdenas; Frost y no Ginsberg; Yes to Daniel Bell! Jamás Kristeva.

En el caso mexicano esta ortodoxia fue tan normalizada por el PRI y tan marcada la ausencia de crítica hacia Paz que —como Bloch señala— el grupo paceano no fue identificado como neocon; el influjo fue ofuscado. Todavía tema tabú.

Otro factor, sin embargo, explica que la noción de neoconservadurismo no haya sido utilizada en nuestra crítica hacia Paz: el ideario neocon alimenta casi todos los grupos intelectuales mexicanos. Aquí lo neocon ganó la guerra cultural.

El socialismo desapareció como discurso letrado. Y filosofar, en seco, cesó.

¿Rasgos neocons? La ironía hacia toda posible revolución estética o política; el desprestigio moral como cañón —oh campañas negativas Republicanas— contra figuras, ideas o contextos críticos del sistema; lo formal como formol del escritor (“la política afea a las Musas”). La poesía como absenta apolítica o lela lírica.

Casi toda la poesía mexicana reconocida es neocon. Después de Bartra, ¡incluso La Jornada Semanal adquirió gustos literarios neocon! Y el 68 contracultural devino 69 onanista.

Sin izquierda radical y sin derecha declarada —la derecha es la regla callada—, esta literatura no tiene dialéctica.

La derecha se diluyó al grado que nadie percata que prácticamente hoy todos los grupos compiten para saber quién puede ser —costeños, tapatíos, norteños, Condesa o nihilistas— la mejor variante neocon.

El último neoconservador del mundo morirá en una revista literaria mexicana.

Jorge Cuesta y el nacionalismo

19/Febrero/2011
Laberinto
Evodio Escalante

Cuando se trata de hablar del nacionalismo, nada mejor que recordar el genio provocador de Jorge Cuesta. Para esta inteligencia mercurial y maldita que desplegó su talento en artículos de periódico, y que nunca tuvo el modo de publicar un libro, el nacionalismo era la peste. No porque fuera un adelantado de los estudios post-coloniales, que han hecho furor en la academia norteamericana de hoy, sino porque tenía una profunda aversión a todo lo que fuera dogma y esclerosis del pensamiento. El nacionalismo, esgrimido como bandera, era para él una manifestación de irracionalismo que sólo podía traer más atraso para el país. Es célebre su polémica con Abreu Gómez, cuando le replica: “El nacionalismo equivale a la actitud de quien no se interesa sino con lo que tiene que ver inmediatamente con su persona; es el colmo de la fatuidad. Su principio es: no vale lo que tiene un valor objetivo, sino lo que tiene un valor para mí. De acuerdo con él, es legítimo preferir las novelas de Federico Gamboa a las de Stendhal, y decir: don Federico para los mexicanos, y Stendhal para los franceses.” Concluye desafiante Cuesta: “Por lo que a mí toca, ningún Abreu Gómez logrará que cumpla el deber patriótico de embrutecerme con las obras representativas de la literatura mexicana. Que duerman a quien no pierde nada con ella; yo pierdo La cartuja de Parma y mucho más.”

El más agudo polemista del siglo XX mexicano tiene mucho más que decir al respecto. En efecto, en otro artículo sobre el mismo tema, Cuesta señala: “El nacionalismo es una idea europea que estamos empeñados en copiar.” Ergo, cuando más nacionalistas nos sentimos es cuando nos volvemos más extranjerizantes. La idea misma de una nación mexicana le parece a Cuesta tan sólo una ficción desprovista de referente. La Constitución política que nos rige, en tanto copiada de modelos extranjeros, poco tendría que ver —en este hilo de razonamiento— con la verdadera realidad del país. En consecuencia, nos hemos formado una idea falsificada de lo que somos: “La nación mexicana ha tenido una mera existencia convencional y política; no obedece a una razón constitucional verdadera. Y por eso, al haberse dado la idea europea de nación como la constitucional de ella, toda la vida de México ha adquirido un carácter ilícito y clandestino…”

El juicio se extiende por supuesto al campo artístico y literario, y no deja de ser terminante: “La idea más infecunda en el arte y la literatura mexicano ha sido la idea nacional. Las obras nacionalistas no han logrado otra cosa que imitar servilmente a los nacionalismos de Europa. El nacionalismo mexicano se ha caracterizado por su falta de originalidad, o, en otras palabras, lo más extranjero, lo más falsamente mexicano que se ha producido en nuestro arte y nuestra literatura, son las obras nacionalistas.”

Estos dictámenes tremendos, empero, no han brotado del puro talento del polemista. Muchas son las fuentes que nutren su pensamiento. Cuesta era un lector riguroso de Nietzsche, de Julien Benda, de pensadores anarquistas como Proudhon, y por supuesto, del filósofo mexicano Samuel Ramos, quien por entonces acababa de publicar El perfil del hombre y la cultura en México (1934). De este libro toma varias afiladas nociones que él esgrimirá como espadachín imbatible. ¿Qué cosas obsesionan a Ramos? Discípulo de Antonio Caso, quien habría acuñado la expresión de “imitación extra-lógica” para referirse a una asimilación que está fuera de lugar, Ramos también encuentra que la imitación sin discernimiento es uno de nuestros errores históricos más recurrentes y más nocivos. He aquí un pasaje que me parece central de su libro El perfil del hombre y de la cultura en México, y que, por supuesto, sirvió a Cuesta para articular su polémica posición: “El fracaso de múltiples tentativas de imitar sin discernimiento una civilización extranjera, nos ha enseñado con dolor que tenemos un carácter propio y un destino singular, que no es posible seguir desconociendo. Como reacción emanada del nuevo sentimiento nacional, nace la voluntad de formar una cultura nuestra, en contraposición a la europea. Para volver la espalda a Europa, México se ha acogido al nacionalismo… que es una idea europea.” (Subrayado mío.)

No deja de ser curioso, ya que estamos con Ramos, que mientras los filósofos europeos redescubren la ontología y se proponen una indagación acerca del ser y del sentido del ser (como sucede con Heidegger), entre nosotros esta investigación se entrampe de inmediato en el asunto particularista del ser del mexicano, rasgo eminentemente provinciano que mucho me temo no hemos alcanzado a superar. Lo digo porque de tarde en tarde siguen surgiendo todavía en la actualidad estos intentos trasnochados de hacer una ontología del mexicano, expresión que encierra una contradicción en los términos.

Pero los embates más fuertes en contra del nacionalismo de Jorge Cuesta se despliegan en su artículo “La decadencia moral de la nación”. No es que el nacionalismo per se constituya un sentimiento aberrante. Lo que yo entiendo, y es preciso distinguir esto, es que habría en realidad dos nacionalismos muy distintos entre sí. El nacionalismo voluntarioso, estentóreo, vociferante y de aparador, vinculado a los aspectos más reaccionarios de nuestra ideología; y un nacionalismo sereno, inconsciente, decantado en el fondo de nuestro ser y que pertenecería a lo que Proust llamaba la “memoria involuntaria”. De tal suerte, seríamos nacionalistas justamente en aquellos momentos de nuestra vida en que no pensamos para nada en el nacionalismo; por el contrario, recaeríamos en lo extranjerizante tan pronto como la idea de lo nacional prende en nuestra conciencia obligándonos a adoptar actitudes artificiosas y convencionales.

El eje de este artículo, inspirado todo él en nociones anarquistas, es una sugerente definición de democracia aportada por Cuesta: es democrática aquella sociedad en la que puedes hablarle al Estado de tú. Los ricorsi revolucionarios, los estallidos recurrentes de la violencia que desmembran el cuerpo social y acarrean la caída de los poderosos, son para el Cuesta de este artículo la más señalada muestra de salud pública. Resulta lamentable que la misma autoridad se perpetúe por decenios (como sucedió en la época de Porfirio Díaz): esta eternización institucional conduce a la esterilidad y al adormecimiento de las conciencias. Por eso señala categórico: “Los movimientos revolucionarios, otorgándola de un modo inmerecido y caprichoso, desprestigian a la autoridad y elevan el espíritu de los que han sido aplastados por ella.”

Adviértase que Cuesta no desea el entronizamiento de la autoridad, cualquiera que ella pudiera ser, sino su desaparición. Por eso me parece notable en este sentido la referencia explícita a Proudhon: “Las inepcias de los gobiernos hacen la ciencia de los revolucionarios.”

La conclusión de Cuesta tiene mucho de terrible si pensamos que en estos momentos México atraviesa por una situación de crisis de las instituciones y de desprestigio creciente de la autoridad política que nos rige. Según Cuesta, en lugar de quejarnos y lamentarnos, como tanto nos gusta, tendríamos que sentirnos dichosos de estar inmersos en esta debacle y sus torbellinos: “Las inepcias de los gobiernos, por lo tanto, hacen la verdadera fortuna de los pueblos que les brindan ocasión de formar su carácter, que es la más apreciable virtud.” Dicho de otro modo: mientras que las administraciones eficientes provocan la molicie de Roma, las que fracasan son el verdadero pasto de le los revolucionarios porque elevan el espíritu de contradicción y de lucha.

Fáustico, agónico, abismal, Cuesta propone una visión relampagueante de la historia de México: puesto que siempre hemos estado implicados en procesos de cambio, nuestra verdadera tradición no es la estabilidad sino la revolución. La paz social propiciada por el estado paternalista es sólo una ilusión que ha de quebrarse con el saludable “instante explosivo”. Por ello mismo argumenta: “Puede decirse con mayor fundamento que nuestra verdadera tradición es el estado revolucionario, y que las perturbaciones de nuestra historia son las épocas de administración y de paz.” Serían estas últimas, en efecto, las que propiciarían la bancarrota de la nación. Por fortuna, agrega Cuesta: “Nuestra historia está más preocupada por hacernos un carácter que por hacernos un paraíso; está más ávida de experiencias y de poder que de tranquilidad. En consecuencia, las épocas de administración, de felicidad y de economía dirigida son las que habrían de significar un abandono de nuestro destino y una decadencia moral de la nación.”

No estaría mal que tomáramos en cuenta este sorprendente diagnóstico.

lunes, 14 de febrero de 2011

La ebriedad

14/Febrero/2011
Universal
Guillermo Fadanelli

La bebida nos vuelve a todos un poco artistas y esto sucede incluso si se carece de una fina sensibilidad. Quien critica a los bebedores sólo por serlo y no por sus actos acusa una moral disminuida. Habitar la oscuridad, la nada, la absoluta nulidad del vivir no es sencillo sin acudir a la bebida, ya sea esporádicamente o todos los días. Expertos en los estados del alma, los ebrios hacen que el relativismo de las cosas sea placentero. Los escritores deben aprender a estar borrachos todos los días, escribió Hemingway. Pero no habría que limitarlo sólo a los escritores o artistas sino a toda persona prudente: tomarse unos tragos sin volverse insoportable ni hacer que la vida de los demás se vuelva más miserable. El ebrio que no daña a los demás, sino sólo a sí mismo es un santo. Y si uno vive atormentado y encuentra en la bebida una veta de alivio y conmiseración de sí mismo, no nos queda más que celebrarlo y evitar aumentar su amargura con el peso de la acusación y el desprecio.

No todos los bebedores encuentran el reposo o la calma durante su estar en el mundo. Joseph Roth acusó en sus últimos años la intensidad que suele acompañar al constante presagio de la desgracia, a la muerte de su mujer amada, a la culpa o al pudor que revelan en sus actos quienes tienen vergüenza de vivir. Stefan Zweig no culpaba a Roth de su hundimiento en el vino, sino a su tiempo, “un tiempo desaforado e injusto que empuja a los más nobles a tal desesperación y que para escapar del odio contra ese mundo no conocen otra salida que la de aniquilarse a sí mismos.” Quien haya leído aquella breve novela de Roth, “El peso falso”, encontrará en sus páginas a un hombre aniquilado por el vino, por la mala sangre que echa a perder cualquier buena bebida y que da a los borrachos tan mala fama entre los puritanos y los arrogantes. Es la mala sangre y no la bebida la que pierde a los hombres. “Bebo porque quiero sufrir más vivamente”, confesó Dostoiewski y ese sufrir más vivamente no quiere decir nada más que retar y enfrentar al rostro voraz y primitivo de la muerte.

Entre los hombres de los últimos siglos se abre una grieta insalvable, una fisura que nos vuelve tan distintos pese a decir que pertenecemos a una misma especie: por una parte estamos quienes creemos que lo único que tenemos para conocer y habitar el mundo a partir de ese conocimiento es una fe animal (desde Hume, Hamann y la cauda de románticos hasta los más recientes filósofos relativistas como Feyerabend y Rorty): todo lo que sabemos son mentiras que aceptamos como verdades para poder hacer más habitable la vida. Por otra lado, están quienes creen que es posible medir el mundo y que algunas de nuestras creencias pueden ser comprobadas con absoluta certeza. Estos últimos son de algún modo mis eternos contrincantes, pues creen que la verdad está de su parte y no dudan —a la manera de fanáticos religiosos— en imponerla a quienes no piensan como ellos. La ebriedad es una interpretación más del mundo y aunque muchos se deslicen en ella hasta la muerte nadie, sino un necio, podría condenarla por sí misma y negar que es una forma más de placer y de conocimiento.

Mantengo un esmerado respeto hacia los ebrios prudentes (e incluso hacia uno que otro desmesurado) y jamás haría escarnio de uno de ellos ni lo señalaría en la plaza pública como si se tratara de un maleante. Quien lo hace es un tacaño del alma, un policía de causas injustas y una especie de depredador de la felicidad. A veces el vino restituye la unidad perdida y alivia la conciencia de la dispersión o el sin sentido de nuestros actos. Uno se reconcilia consigo mismo y aunque avanza a oscuras sus pasos son más firmes porque al menos han inventado un camino.

sábado, 12 de febrero de 2011

Contracultura y neoconservadurismo

12/Febrero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace tres lustros apareció La contracultura en México de José Agustín, epílogo a la trilogía La tragicomedia mexicana, crónica contada desde un punto de vista contracultural.

Como todo buen libro, La contracultura en México tiene muchos defectos.

Pero no practiquemos ese jodido pasatiempo nacional de descalificar todo para yo sentirme el mero-mero (si jodo al otro, ergo, yo estoy menos jodido: consuelo de los muy jodidos); La contracultura en México, crónica-ensayo, es un libro provocador que llenó un hueco. Hay que celebrarlo.

En los noventa José Vicente Anaya insistía en que en los setenta mexicanos ocurrió una actitud contracultural mexicana que ni Monsiváis ni la República de las Letras ni José Agustín anotaron. Poco después apareció Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, una novelización de su versión de la contracultura infrarrealista. Pero historia íntegra de la contracultura en México no hay.

En las últimas dos décadas, Carlos Martínez Rentería ha publicado la revista Generación, que ha documentado calles, callos, callejones y calpullis de distintas contraculturas mexicanas (el plural es obligatorio). Para entender el archipiélago contracultural mexicano de este periodo, Generación es una crónica-a-entregas imprescindible y sobreviviente. La historiografía futura de la contracultura mexicana mucho le deberá.

Como dije en un Congreso de Contracultura que Generación organizó —otra de sus aportaciones— el concepto de “contracultura” es inexacto en el caso mexicano; y su praxis actual, retro.

No hay que moralizar —las típicas quejas fresas, ay, si se vende en Sanborns no es contracultural—; hay que replantear la idea de contracultura, tanto en México como en Occidente, precisamente, para reinventarla.

Hago este breve recuento porque hay señales alarmantes: después de cierta apertura de la cultura literaria nacional hacia otras formas de concebir la función literaria, hoy en México el conservadurismo se revigoriza.

Nótese, por ejemplo, ¡la absoluta carencia de pensadores de izquierda entre las nuevas generaciones de poetas o narradores! Refugiados en la pureza del “creador” ocultan su apatía.

¡Incluso la Generación X parece politizada en comparación con la Generación Millenial!

¿El feminismo? Una más de las muertas de Juárez. ¿No hay escritoras recientes feministas en este país? Cristo, en cambio, recupera portavoces.

Una parte de la responsabilidad la tuvo la contracultura. (Sin José Agustín, ¿tendría historia pública?). Deshistorizada, autocomplaciente, mitificada, rota, la contracultura literaria mexicana se diseminó sin autocrítica.

¿Se ha actualizado? ¿O es ya la contracultura otro más de nuestros usos y costumbres?

¿La gran ganadora del stand-by (me) de la contracultura? La creciente neoconservadora.

Literatura contra violencia

12/Febrero/2011
Laberinto
Armando González Torres

Suena ingenuo, pero ¿puede la literatura contribuir a moderar la violencia, a restituir formas de vinculación y solidaridad entre individuos? En ciertos territorios, todo extremo del mal se vuelve parte de una difusa normalidad, pues la violencia encarna en una cosmovisión pasiva y fatalista que apenas distingue la calidad moral de los actos y la identidad de los agentes. Impera entonces la tendencia a juzgar a partir del resentimiento o el prejuicio y se opera una reducción del espacio social comúnmente habitable. Contrarrestar los devastadores efectos del miedo, la desconfianza, el rencor social y los estereotipos encontrados requiere un esfuerzo bien organizado de apertura intelectual y emotiva: pasar de los juicios globales a los específicos, confrontar los estereotipos temidos o despreciados, dirimir resentimientos. En particular se trata de suscitar la empatía y mirar como ser humano al que sería la presa, la víctima o el extraño. En este sentido, la literatura contribuye a identificarse con personajes y situaciones, a las que la costumbre o el prejuicio acostumbran mirar simplemente como objetos amenazantes. Como dice Martha Nussbaum en Justicia poética: “Podemos enterarnos de muchas cosas sobre la gente de nuestra sociedad y sin embargo mantener ese conocimiento a distancia. Las obras literarias que promueven la identificación y la reacción emocional derriban esas estratagemas de autoprotección, nos obligan a ver de cerca muchas cosas que pueden ser dolorosas de enfrentar. Y vuelven digerible este proceso al brindarnos placer en el acto mismo del enfrentamiento”.

Una revelación literaria acaso puede ofrecer alternativas de visión a seres, con una imaginación cercenada y un sentimiento muerto, prisioneros de su ambiente o su pasado, oponiéndose a la violencia sin replicarla. Muchos de los dilemas más controvertidos y sutiles de la convivencia y el derecho o muchos relatos extremos de las consecuencias del odio se encuentran expresados en la literatura y no es extraño que el pensamiento legal acuda seguido a la imagen literaria. Habría entonces que explotar el aspecto formativo y curativo de la literatura para iluminar la mente en situaciones límite. La literatura es verdaderamente subversiva en ese mundo mudo que muchos habitamos, encarnado sólo en accesos violentos, pues multiplica la capacidad de vivir experiencias distintas, revela analogías profundas entre personajes antagónicos, señala lo que es inaceptable y nutre un poco la sensibilidad restituyendo aptitudes morales adormecidas. Esa moralidad ambigua de la literatura apunta diversos caminos y, al exigir al mismo tiempo la identificación y la distancia, hace reflexionar sobre el horror y la esperanza de redimirlo. Por eso, aunque no sea dueña de un mensaje estrictamente edificante, la literatura puede cumplir una función pública, sin duda no para instaurar las buenas causas, pero si para interpelar y combatir lo execrable.

lunes, 7 de febrero de 2011

El ruido

7/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando el diablo tiene descendientes los tiene en masa, reza un dicho eslavo. Es una manera de decir que cuando la desgracia toca a tu puerta viene siempre acompañada. Y además se quedará a cenar (si no es que se instala cómodamente en el sillón de tu sala). Existe un momento preciso en que la desgracia se anuncia por primera vez y uno debe ser sensible a sus pisadas. Cuando por un motivo cualquiera debo conversar o cruzar palabras con un desconocido me pregunto qué clase de vida llevará o si su sonrisa no estará sostenida por un infame cúmulo de pesares. Me gustaría pensar que todos mienten y que son amables actores que no desean darnos más problemas de los que ya uno afronta personalmente. Apenas el jueves pasado un hombre tocó el timbre de mi casa para preguntar si podía darle dinero porque según sus palabras había aseado la coladera de la esquina. Le respondí de la manera más amable posible que si finalmente la coladera estaba limpia por qué motivo no regresaba a vivir en ella. En seguida me arrepentí porque pese a que el hombre era un truhán mi sarcasmo resultaba innecesario.

Dos semanas atrás abrió sus puertas una escuela de baile flamenco justo en la planta baja del departamento en que habito. Así las cosas y pasadas las nueve de la noche se escucha un ruido desquiciante de seres humanos que golpean las suelas de sus zapatos contra el piso. ¿Qué extraño entusiasmo llevará a estas personas a arremeter de tal manera contra una duela recién formada? Es probable que la ausencia de sexo lleve a todos estos bailadores a inventarse un arte que debe parecerles por lo menos exótico. El ruido no es expresión de la libertad. Creo que una tristeza profunda se respira en el alma de estas almas danzantes. Esto me ha llevado a recordar que en Parque de ciervos, la novela de Norma Mailer, un joven emprendedor funda una escuela de toreo en el piso veinte de un edificio de Nueva York. Lo más extraño es que varias personas se inscriben a la escuela para aprender el arte taurino mientras miran las nubes desplazarse entre los rascacielos. La ciudad en que vivo es una de las más ruidosas de cuantas he conocido. En el DF todos se expresan contra la salud de los oídos ajenos. Los “ciudadanos” son carne parlante y adonde marchan llevan consigo una bocina que tortura el silencio. La sordera es una epidemia en todos los ámbitos sociales y eso es notorio cuando intentamos realmente escuchar o conversar con los otros.

El placer no conoce el ruido. Y yo no haré nada para acallar las voces que todos los días me llevan a la horca. Cada vez que deseo que se cumplan las mínimas normas de la convivencia la bestia anarquista que me habita abre un ojo y me sonríe socarrona. No soy bueno para prohibir ni para decir a las personas lo que deben hacer (prefiero odiar a prohibir). Toda historia puede ser comprendida como un alud de desgracias y buena parte de los individuos sobreviven sin encontrar ningún sentido a su estancia en el mundo, las acciones buenas o justas no inciden en el entorno, los intelectuales (o aquellos que podrían dar buenos consejos) son despreciados y confinados en universidades o centros que funcionan como castillos medievales donde sus habitantes se resguardan de la barbarie que asuela más allá de sus murallas. La hipótesis desgraciada, es decir la conciencia de que el mal se impone sobre el bien nos hace vivir en melancolía y parece dotarnos de una paciencia resignada ante la muerte. Yo creo que el diablo existe porque el ruido lo anuncia todo el tiempo. Y cuando el diablo tiene descendientes, como cité en un principio, los tiene en masa.

sábado, 5 de febrero de 2011

El logo de WikiLeaks decodificado

5/Febrero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

El logo de WikiLeaks es un reloj de arena con obscuro globo terráqueo arriba aclarándose abajo.

Mensaje: es cuestión de tiempo para que el mundo real sea revelado.

El propio logo, empero, deshace este sentido.

Ojo: es hacker atrapado en tecnología premoderna: ¡un reloj de arena!

La cibercultura persiste en una visión maniquea: Noche oscura (Los de Arriba) vs. Día claro (Los de Abajo).

Véase cómo la parte superior traza inconscientemente una cara de mujer.

El wikilogo es un T’ai Chi T’u (emblema del yin-yang) muy judeocristiano. En el taoísmo, lo oscuro no es malvado, aunque sí femenino y acuático como en Wikiworld.

En el wikireloj, la arena no es arena sino ¿hielo? Oh guerra fría.

Un reloj de arena una vez precipitado, se invierte. Pero este wiki-gadget no tiene dialéctica: ¡los planetas están atorados al contenedor! No son globos sino ollas.

Es imposible que se filtre totalmente un mundo en el otro. Por eso aunque el mundo de arriba está goteando, ¡sigue intacto!

El Otro Mundo no se deshace. Sólo se despinta.

La idea que magia, metafísica y religión trazaron del otro mundo será reiterada (descoloridamente) en nuestra imagen de este mundo.

Después de Wikileaks, el mundo revelado resulta idéntico al oculto: ¡Ya sabíamos todo lo que Wikileaks nos dijo! Top Secret = Top Ten.

Este mundo: copy-paste, pastiche, stencil, clonación del viejo mundo metafísico. Excepto en un detalle: el otro mundo —antes oscuro— también terminará siendo paliducho.

El Wikilogo señala sin saberlo que vamos de una era dualista (dos mundos contrapuestos y complementarios) a una época telefísica (con dos mundos tenues e idénticos).

Pero aún el reloj no se invierte.

Qué curioso: en la hora actual del wikilogo nuestra imagen del otro-mundo (a la vez cielo y tinieblas) está más completa que nuestra imagen del mundo ordinario.

(Sabemos lo que hace el Presidente pero no lo que hacemos nosotros).

Al planetoide inferior le falta una parte. Parece dos delfines esperando alimento.

El logo involuntariamente indica que después de la filtración tendremos una imagen del mundo idéntica a la que ya teníamos, aunque más clara, más pálida, más light.

Un mundo telefísico que ha perdido la idea de lo otro y el contraste.

Wikileaks suena en inglés como “weaky leaks” (fugas debiluchas).

Los wikimedias son WYSIWYG, es decir, interfases que permiten al usuario ver un documento que está siendo creado de modo similar a cómo resultará al terminar.

WYSIWYG es un acrónimo de “What you see is what you get”, una frase norteamericana que significa: esto que ves es todo lo que hay, lo que te vas a llevar.

Wikileaks quiere que conozcamos al mundo oculto. Pero lo que su logo sugiere sin saberlo es lo opuesto: la idea pragmatista de que no hay más mundo que “este”, el mundo del que ya estabas informado.

Villoro y el poder

5/Febrero/2011
Laberinto
Alicia Quiñones

Si hay una constante en el teatro de Juan Villoro es el poder. Un tema que puede obsesionar a cualquiera. El poder en la obra del autor de Llamadas de Ámsterdam es taciturno, aparentemente en calma; tranquilidad que hace que los personajes revienten en el escenario. Sobre esto y su siguiente pieza teatral —que escribe actualmente— cuyo personaje principal es un ex presidente de México habla Juan Villoro.

En sus obras aborda el poder. ¿Por qué?

Sí, en ambos casos hay una exploración sobre los registros del poder, en Muerte parcial se toca mucho el tema de la impunidad. Uno de los personajes que es el que arma toda una estrategia para desaparecer al otro; es un político, es alguien que ha actuado en lo “oscurito”, como decimos en México, que ya pasó por tres partidos políticos y es un tránsfuga profesional de la política y el único resquicio que le queda es inventar su propia muerte y labrar su más allá. Desde el más allá opera y vigila su reputación. Se trata de anticiparse a eso para perfeccionar su vida post mortem. También en la obra hay un elemento de la paranoia que estamos viviendo hoy en día, que podemos ser filmados en cualquier lugar y tenemos una existencia vigilada. En el caso de El Filósofo declara [con temporada en el Teatro Santa Catarina] tiene que ver con la participación de los intelectuales —digámoslo así— en la glorificación de una cultura nacional que muchas veces es una puesta en escena: el intelectual que tiene una gran reputación sin que nadie lo haya leído, pero que pertenece a todas las academias, a los grupos de influencia. Contrasto un filósofo que ha hecho obra y otro que ha sido más bien un grillo, un político de la cultura, que le ha ido bien en la vida pero tiene el pecado de no haber hecho obra.

Es evidente que en El Filósofo declara hay una reflexión marcada de la situación de los intelectuales en México que han sido muy favorecidos por becas, por apoyos y no siempre han tenido que jugársela a través de un trabajo que tenga que ver con un público o una obra. El Estado mexicano ha favorecido muchísimo a los autores, en ocasiones, creando generaciones de becarios.

¿Tienen una función política su teatro?

El teatro cumple una función de catarsis muy importante, en la Grecia clásica surgía para reflexionar sobre lo que pasaba en la polis, en Atenas. En países que han pasado por regímenes totalitarios ha sido muy importante para decir lo que no se puede por otra vía. No es casual que el gran disidente checo fuera Vaclav Havel, que también es dramaturgo. Cuando viví en Berlín Oriental el teatro era muy interesante porque se podía reflexionar de cosas que en los periódicos no era posible; se hacía de manera simbólica, no obvia. El teatro puede ser en este momento incluso de sanación ante los problemas que estamos viviendo. Frente al horizonte de destrucción, de violencia, de degradación en que vivimos, ver una puesta en escena puede ser una manera de tener un espejo que nos haga pensar y, en cierta forma, nos reconcilie con nosotros mismos. Por eso el teatro requiere de público para suceder.

Estoy preparando una obra que es abiertamente política y está protagonizada por un ex presidente. Pero, en general, creo que siempre el teatro es político.

La puerta estrecha se ha cerrado.

Así escribo (Hernán Lara Zavala)

Febrero/2011
Nexos
Hernán Lara Zavala

Escribir ante el espejo

Escribir es un acto de comunicación contra uno mismo. Soy el tipo de escritor que necesita estar solo para concentrarse. Mis amigos formados en el periodismo escriben donde caiga y en las condiciones más adversas, como lo exige la naturaleza de su oficio. Otros escriben en cafés. Se llevan su cuaderno, piden algo de beber, se instalan en una mesa del rincón e inician la tarea. Autores tan prolíficos como David Martín del Campo o César Aira escriben de este modo sus novelas.

Mi amigo Marco Aurelio Carballo me preguntaba en alguna ocasión cuáles eran mis hábitos de escritura y si necesitaba un ritual para comenzar. Le contesté que mi tiempo ideal de escritura es durante las mañanas, luego de desayunar, cerca de las nueve, sin bañarme ni acicalarme, a veces en pijama, a veces en fachas o en shorts. Le comenté que no necesito ritual aunque muchas mañanas, antes de levantarme, leo fragmentos de algún libro por placer, no para imitar a su autor sino para que me infunda ganas de escribir, para que me dote de energía potencial, de inspiración. Pero lo único que necesito es tiempo, silencio y soledad.

El tiempo es más o menos prolongado (dos horas mínimo) y la intimidad absoluta. El espacio puede ser cualquiera pero el ideal es el estudio en mi casa con sus fetiches, mi ordenado desorden y con los libros que necesito a la mano. Escribo en una suerte de tapanco rodeado de ciertas imágenes —mis ídolos con pies de barro— que me alumbran y me fustigan: Shakespeare, Cervantes, Kipling, Stevenson, Conrad, Joyce, Faulkner, Lowry, William Trevor y San Gregorio Hernández a quien no sé por qué razón me he encomendado desde hace ya varios años. De no estar en mi estudio mi condición se restringe a la soledad pues si hay otra persona, sea quien sea, la camarera del hotel, alguno de mis hijos o mi esposa me impide la concentración y la posibilidad de perderme en mi imaginación. Nunca escucho música, no porque no me guste sino porque me distrae. Antes escribía con pluma fuente y tinta sepia en blocks rayados de color amarillo tamaño oficio cuyas páginas resultaban equivalentes a una cuartilla, que luego mecanografiaba. Desde 1987, cuando estuve en el International Writing Program en Iowa, me convertí a la computadora. Soy fanático de la Macintosh y nunca le he sido infiel. Escribo directamente sobre la pantalla aunque me auxilio con mis libretitas de notas con las que siempre cargo para trazar breves bosquejos, hacer apuntes, registrar bitácoras y elaborar notas que me servirán cuando quede solo y a mis anchas. Nunca corrijo en pantalla sino en papel.

Al hablar del tiempo pienso sobre todo en la fase de calistenia por la que tiene que pasar necesariamente todo escritor. A mis alumnos muchas veces los reconvengo en sus trabajos porque se nota que empezaron a escribir en frío y eso salta en los principios de sus cuentos o ensayos. La escritura requiere un proceso de calentamiento y no es sino hasta después de un rato que las palabras fluyen. El momento cumbre llega cuando ya no me doy cuenta de que estoy escribiendo sino que ya me hallo una octava por arriba de mi percepción normal, donde la imaginación se pierde entre personajes y situaciones y se establece una comunicación secreta de entes reales y ficticios, recuerdos, ocurrencias e invenciones.

Por cuestiones de trabajo a veces me veo en la necesidad de escribir en cuartos de hotel. Esto significa que si viajo y dispongo de una mañana o de una tarde libre muchas veces aprovecho ese momento de relativa paz y absoluta privacidad para ponerme a escribir. Pero a menudo me sucede algo horrible. Dispongo de los preciados espacios, tiempo y soledad pero, para mi desgracia, la mayoría de los hoteles no tiene escritorio o mesa de trabajo sino un tocador con una silla y un espejo enfrente. Por eso cuando me trato de concentrar y levanto la vista del papel o de la lap me veo mí mismo y siento que hay alguien más en el cuarto contra el que voy a tener que luchar si acaso deseo escribir algo que realmente valga la pena.