lunes, 14 de febrero de 2011

La ebriedad

14/Febrero/2011
Universal
Guillermo Fadanelli

La bebida nos vuelve a todos un poco artistas y esto sucede incluso si se carece de una fina sensibilidad. Quien critica a los bebedores sólo por serlo y no por sus actos acusa una moral disminuida. Habitar la oscuridad, la nada, la absoluta nulidad del vivir no es sencillo sin acudir a la bebida, ya sea esporádicamente o todos los días. Expertos en los estados del alma, los ebrios hacen que el relativismo de las cosas sea placentero. Los escritores deben aprender a estar borrachos todos los días, escribió Hemingway. Pero no habría que limitarlo sólo a los escritores o artistas sino a toda persona prudente: tomarse unos tragos sin volverse insoportable ni hacer que la vida de los demás se vuelva más miserable. El ebrio que no daña a los demás, sino sólo a sí mismo es un santo. Y si uno vive atormentado y encuentra en la bebida una veta de alivio y conmiseración de sí mismo, no nos queda más que celebrarlo y evitar aumentar su amargura con el peso de la acusación y el desprecio.

No todos los bebedores encuentran el reposo o la calma durante su estar en el mundo. Joseph Roth acusó en sus últimos años la intensidad que suele acompañar al constante presagio de la desgracia, a la muerte de su mujer amada, a la culpa o al pudor que revelan en sus actos quienes tienen vergüenza de vivir. Stefan Zweig no culpaba a Roth de su hundimiento en el vino, sino a su tiempo, “un tiempo desaforado e injusto que empuja a los más nobles a tal desesperación y que para escapar del odio contra ese mundo no conocen otra salida que la de aniquilarse a sí mismos.” Quien haya leído aquella breve novela de Roth, “El peso falso”, encontrará en sus páginas a un hombre aniquilado por el vino, por la mala sangre que echa a perder cualquier buena bebida y que da a los borrachos tan mala fama entre los puritanos y los arrogantes. Es la mala sangre y no la bebida la que pierde a los hombres. “Bebo porque quiero sufrir más vivamente”, confesó Dostoiewski y ese sufrir más vivamente no quiere decir nada más que retar y enfrentar al rostro voraz y primitivo de la muerte.

Entre los hombres de los últimos siglos se abre una grieta insalvable, una fisura que nos vuelve tan distintos pese a decir que pertenecemos a una misma especie: por una parte estamos quienes creemos que lo único que tenemos para conocer y habitar el mundo a partir de ese conocimiento es una fe animal (desde Hume, Hamann y la cauda de románticos hasta los más recientes filósofos relativistas como Feyerabend y Rorty): todo lo que sabemos son mentiras que aceptamos como verdades para poder hacer más habitable la vida. Por otra lado, están quienes creen que es posible medir el mundo y que algunas de nuestras creencias pueden ser comprobadas con absoluta certeza. Estos últimos son de algún modo mis eternos contrincantes, pues creen que la verdad está de su parte y no dudan —a la manera de fanáticos religiosos— en imponerla a quienes no piensan como ellos. La ebriedad es una interpretación más del mundo y aunque muchos se deslicen en ella hasta la muerte nadie, sino un necio, podría condenarla por sí misma y negar que es una forma más de placer y de conocimiento.

Mantengo un esmerado respeto hacia los ebrios prudentes (e incluso hacia uno que otro desmesurado) y jamás haría escarnio de uno de ellos ni lo señalaría en la plaza pública como si se tratara de un maleante. Quien lo hace es un tacaño del alma, un policía de causas injustas y una especie de depredador de la felicidad. A veces el vino restituye la unidad perdida y alivia la conciencia de la dispersión o el sin sentido de nuestros actos. Uno se reconcilia consigo mismo y aunque avanza a oscuras sus pasos son más firmes porque al menos han inventado un camino.

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