domingo, 28 de octubre de 2012

Las muñecas y Felisberto

28/Octubre/2012
Jornada Semanal
Ana Luisa Valdés

A veces le preguntan a uno qué libro se llevaría a una isla desierta. Yo me llevé al exilio sueco, en donde viví durante mucho tiempo, un ejemplar muy usado del libro de Felisberto Hernández, Las Hortensias, un libro editado por Arca. Ese libro me ha acompañado más de treinta años y ha formado parte de todas las bibliotecas que he armado; ha sobrevivido a divorcios y separaciones, a mudanzas y hasta a la quema de libros ordenada por militares caprichosos en los tiempos de la dictadura uruguaya.
Las Hortensias, la relación casi simbiótica entre un hombre y sus muñecas, fue para mí una anticipación de lo virtual, de la relación que yo y muchos otros hemos generado con nuestros avatares, con nuestras imágenes virtuales.
Felisberto atisbó, con esa mirada mágica y sorprendente del escritor demiurgo, el mundo que sesenta años más tarde nos rodea. En esa relación en un cuarto cerrado, huis-clos, entre un hombre y sus muñecas, hay elementos de clandestinidad, erotismo culpable y vergüenza social que hoy vinculamos con tabúes y estigmas.
Esas muñecas a las que Felisberto viste y a las que les atribuye historias personales, pasados y voces, son para el protagonista sus relaciones más fundamentales, sus interlocutores más preciados, las únicas que aman incondicionalmente, sin riesgos.
En el mundo de hoy, el mundo del sida y del postsida, en donde el sexo virtual ha sustituido al sexo real porque es menos peligroso y no se intercambian secreciones y no se corre el riesgo de enfermarse y de morir, las muñecas de Felisberto se convierten en la metáfora perfecta, en la sustitución de las relaciones reales con seres de carne y hueso.
Las personas somos imperfectas, las muñecas son perfectas; las personas amamos mal o a destiempo, creamos relaciones asimétricas, somos reincidentes, amamos erráticamente, no somos previsibles.
El amor de las muñecas es permanente y atemporal, aman incondicionalmente, no preguntan, no quieren saber, no se inmiscuyen en la vida de uno, no hurgan en las gavetas de la cómoda buscando pruebas de infidelidad, no son celosas ni exigentes ni demandan un tiempo que uno no quiere o no puede dar.
Son, en suma, las amantes perfectas para un protagonista aterrado por la vida y sus decepciones. En el marco estéril de la representación la fantasía tiene alas.
La mujer del protagonista es también cómplice de esa obsesión y sorprende a su marido haciendo que las muñecas usen su ropa; vestidos de novia o vestidos de gala, todo contribuye a crear una atmósfera teatral y onírica.
En la película Avatar, de James Cameron, reconozco elementos de Las Hortensias: ese soldado paralizado usando herramientas virtuales para recuperar el movimiento de sus piernas inútiles es también Horacio, el antihéroe de Felisberto, usando a las muñecas y a las leyendas creadas en torno a ellas para sustituir una vida pobre en desafíos.
El avatar, en principio cada una de las encarnaciones de la deidad hindú Vishnu, se ha transformado hoy en la representación en el cyberespacio de la conciencia detrás de la pantalla, del que, como el héroe de Cameron, quiere sustituir su cuerpo imperfecto con prótesis de animales o de máquinas. Este tema, tan caro al cine y a la ciencia ficción, la combinación de hombres con máquinas que se ha visto en Yo robot, en Terminator, en Matrix, tiene su antecedente literario en Las Hortensias, de Felisberto Hernández.
María, Horacio y las muñecas se combinan y se alternan, la pareja real pasea a la muñeca irreal “la mujer sin pasos”, la mujer real, María Hortensia, se confunde con la muñeca , Hortensia, y entre ellas se crea una complicidad que excluye al hombre, el sujeto del deseo.
En esa comunidad casi de caracteres erótico o por lo menos sensual entre mujer y muñecas el antihéroe de Felisberto se pierde y se vuelve invisible.
Él quería anticipar la pérdida de su mujer, María, haciendo una muñeca que se le pareciera. Pero la muñeca y la mujer cambian roles y papeles y ya no se sabe quién es quién. El pintor Hans Bellmer quedó también fascinado por las muñecas y la escritora Ana Clavel examina la similitud entre las obsesiones de Felisberto y de Hans Bellmer, que como el protagonista de la nouvelle de Felisberto, hace de sus muñecas sus partners.
Bellmer, el esposo de la pintora y poeta Unica Zürn, que se suicidó tirándose del apartamento que compartía con él en París, empezó a construir muñecas en Berlín en 1933. Condenado por el nazismo a no poder seguir trabajando, ya que su arte era considerado como “degenerado”, entartete, Bellmer se fue a París en 1938.
El deseo de Bellmer y su exploración de las muñecas como objetos de deseo está teñido de lo que Freud y Lacan llaman la teoría de la sustitución, en donde el objeto deseado y al que se teme perder es sustituido por una muñeca, avatar o máscara, a la que se le atribuyen las cualidades del objeto amado.
El Horacio de Felisberto y Hans Bellmer comparten un placer y una inclinación que hoy comparten muchos hombres. Pero no son las Barbie adolescentes y andróginas que se coleccionan, sino maniquíes de escaparate, vestidas con ropa real y con pelucas hechas de pelo de verdad.
Esas muñecas son confidentes silenciosas a las que se puede confesar atroces delitos y sueños que sólo el sacerdote y el psicoanalista pueden elaborar. Pero estas muñecas necesitan un Pigmalión que las traiga a la vida, que haga de ellas seres reales, como Gepetto quería que Pinocho, el niño de madera, se volviera un niño real en quien verter afecto y deseos, amor y solidaridad.
Horacio desaparece, se confunde en esa selva de muñecas y de mujeres que intercambian identidades. El sujeto del deseo sucumbe a la dinámica del deseo mismo, y las leyes que regulan lo onírico y lo lúdico ya no sirven para explicar cómo el deseo desbocado es capaz de crear de la nada y de seres uniformes y sin alma relaciones sentimentales y emociones muy semejantes a las que experimentamos con seres de nuestra misma especie, con los que son nuestros hermanos de aflicción y de gloria.

Luces y sombras de Felisberto Hernández

28/Octubre/2012
Jornada Semanal
Carina Blixen

Diez años después de la muerte de Felisberto Hernández (1902-1964) empezó un lento proceso de reconocimiento internacional, hecho posible gracias a la edición de las Obras completas de Arca, que recuperó textos inencontrables, desempolvó inéditos y amplió la circulación de sus obras éditas. En 1974, la Universidad de Poitiers consagró un seminario al estudio de la obra de Felisberto y la editorial Einaudi publicó Nessuno accendeva le lampade con una nota introductoria de Italo Calvino. En Buenos Aires, el 31 de marzo, Tomás Eloy Martínez le dedicó nueve páginas del suplemento cultural de La Opinión e Ida Vitale en la revista Crisis No. 18 (octubre) escribió un extenso artículo acompañado de una selección de textos, entre los que aparecía traducida la introducción de Calvino con el título “Felisberto no se parece a ninguno”. Es una frase entresacada de la presentación a la edición italiana, que ha sido largamente repetida, y que sigue siendo cierta aun teniendo en cuenta a los escritores que después pudieron admirar la obra de Felisberto, porque la única manera de seguir sus pasos es ser cada vez más fiel a sí mismo.
El libro elegido para ser traducido al italiano, Nadie encendía las lámparas, había sido publicado en 1947, en Buenos Aires, por Sudamericana. Felisberto, que aspiró siempre a la profesionalidad, tuvo en ese momento grandes expectativas de ampliar la difusión de su obra, pero no llegó a vender una edición. Leído hoy, el libro es de una actualidad pasmosa. Felisberto logra escribir sobre nada: las dificultades de alguien que lee un cuento en público, que se distrae, escucha algunas conversaciones, participa en otras (“Nadie encendía las lámparas”); la historia de una muchacha que vive con su padre y no se anima a salir de su casa (“El balcón”); la del dueño de una tienda que tiene una “enfermedad” a la que quiere más que a su vida (“Menos Julia”). Cuando murió Felisberto, Ángel Rama lo despidió con un artículo, “F.H.: burlón poeta de la materia” (Marcha, 17.1.1964), en el que rescataba la dimensión corpórea, provinciana y vulgar del mundo felisbertiano. Esto no impidió que, a partir de la década de los setenta, los cuentos fueran leídos en clave de literatura fantástica. Hoy es tal vez posible recuperar la sutil extrañeza con que el narrador despliega lo intrascendente, precario, fugitivo, inasible, muchas veces inexplicable, que da forma a nuestros días. Su escritura no tiene nada que ver con “la de la vida cotidiana”: le falta su carácter compacto, su tendencia a lo uniforme. Por el contrario, logra, sin ningún énfasis, captar la falta de congruencia, los silencios, el desacomodo habitual entre las personas con una mirada leve y aguda. 
De músico itinerante a escritor
Su primera vocación fue la música. Desde niño dedicó largas horas al estudio del piano y en su juventud y primera adultez (entre 1926 y 1942) trató de ganarse la vida dando conciertos en Montevideo, el interior de Uruguay y las provincias argentinas. De esa experiencia sacó buena parte de sus asuntos y, según Norah Giraldi Dei Cas (Musique et littérature), uno de los rasgos esenciales de su literatura: la variación y la repetición sobre el mismo tema o motivo. Mientras realizaba sus giras musicales, Felisberto publicó cuatro libros de formato minúsculo y material pobre que pasaron casi desapercibidos: Fulano de tal (1925), Libro sin tapas (1929), La cara de Ana (1930) y La envenenada (1931). Con el comienzo de la publicación de sus Obras completas, estos libros, llamados en conjunto los Libros sin tapas, lograron visibilidad y la crítica pudo apreciar su espíritu vanguardista: la narración dislocada, la velocidad en la captación del pensamiento, la “desautorización” del autor a la manera de Macedonio Fernández.
Son libros interesantísimos, con hallazgos destacables, pero el Felisberto escritor surgió después, en 1940, año en que muere su padre, cuando él está realizando una de sus giras de músico y en el que decide su nueva vocación mientras le escribe cartas a Amalia Nieto, reconocida pintora y esposa de Felisberto entre 1937 y 1943. El 21 de agosto de 1940 le escribe a Amalia, desde Las Flores (Argentina), que no se acuerda de haber pasado nunca por una crisis como la que está sufriendo en ese momento: no logra hacer del piano una profesión rentable que le permita sostener a su familia, siente la necesidad de dedicarse a escribir pero sabe que lo que haga sólo podrá interesar a pocos. Escribe: “Y ahora, en esta pieza de este pueblo dormido con sueño de bruto, me he paseado como loco, pensando, qué haría, con esta confusa cosa que me viene atacando y que lo único que me traerá de bueno es una fuerte decisión. Y hasta ahora voy por aquí: por un lado, escribir; sea como sea. Si puedo diluir, agilizar, o, hasta donde pueda, adaptarme, bien. Y si no como sea: escribir, leer y pensar por ese lado. Por otro lado: mi defensa en un lugar estable, es muy difícil.”
A partir de esta crisis comienza un lento trabajo de “autofundación” con la escritura. Empieza por recuperar las figuras de dos maestros de música de la infancia y la juventud: Celina Moulié y Clemente Colling. El orden del recuerdo no es el cronológico, primero surge Por los tiempos de Clemente Colling (1942), y después El caballo perdido (1943). En esta novela, Felisberto realiza la dificilísima proeza de captar de forma compleja y convincente el mundo de la infancia. Tierras de la memoria, la otra narración de esos años, quedará inconclusa. Se inicia con la figura del padre que va a despedir al hijo músico a la estación de tren, padre futuro a su vez, en busca de trabajo para mantener a su familia. Un viaje que evoca y duplica otro: la visita a Chile como integrante del grupo Vanguardias de la Patria, cuando tenía diecisiete años. Tierras de la memoria es más anecdótica y diversificada que las anteriores y cierra lo que se ha llamado su etapa memorialística.
Aunque los cuentos de Felisberto sean sorprendentes y absolutamente disfrutables, aunque algunos de ellos, como “El cocodrilo”, puedan ser considerados magistrales, creo que su gran obra, la más conmovedora y desacomodante se encuentra entre las tres novelas “de la memoria”. En los Libros sin tapas ya estaba la reflexión, el juego, la mirada sesgada, el autoanálisis, la voluntad desacralizadora, la angustia, pero es en Por los tiempos de Clemente Colling que lanza su imaginación empujada por el recuerdo. Crea una dimensión literaria diferente al animarse a narrar, aunque sus historias siempre se quiebren o lo más importante no sea su trama sino el lento devenir del lenguaje. Descubre la narración como forma de autonocimiento, y acepta, al recrear algunas figuras y algunos momentos del pasado, una nueva posibilidad de desprendimiento de sí, porque el mundo que narra está ligado a su voz (es siempre una primera persona) pero al mismo tiempo se independiza mientras se despliega. Aunque sus narraciones pueden leerse como una suma de fragmentos, y aun de variantes, en el ejercicio de contar esas novelas ensaya una distancia nueva entre el sujeto que cuenta y lo contado que le permite levantar un mundo oscuro y denso iluminado por el recuerdo. Ese es el claroscuro fundamental de esta narrativa que se transforma en un juego de luces y sombras. 
En Fulano de tal (1925) se había propuesto “decir lo que sabe que no podrá decir” y en La cara de Ana (1930) había desplegado su capacidad de reflexión y autoanálisis; en Por los tiempos de Clemente Colling vuelve a dejar expresa desde el comienzo su voluntad de no escribir sobre lo que sabe “sino sobre lo otro”. La actitud que se reitera hace más evidente la fuerza de esta imaginación que hace posible el dejarse ir del narrador seducido e invadido por sus recuerdos. Inaugura un fluir, un ritmo, una potencia emocional, una precisión visual excepcionales. Las dos novelas, publicadas en 1942 y 1943, instituyen a Felisberto, sin vuelta atrás, como un escritor insoslayable.
Es grande el riesgo de perseguir algunas imágenes del recuerdo: la narración de El caballo perdido se quiebra a la mitad y ya no habrá posibilidad de continuar el relato que había iniciado. El narrador sabe que la locura puede ser quedarse para siempre en una “isla” del pasado y toma sus recaudos: en las tres narraciones “de la memoria” el “ahora” de la escritura dialoga, con intensidad diferente, con el pasado que vuelve. Narra a otro (Colling o Celina) al mismo tiempo en que se narra a sí mismo. Es mediante la “novelización” de estas figuras de su infancia y juventud que explora su íntima ajenidad. La voluntad de “ser escritor”, dicha en 1940, ata la angustia a la escritura y ésta, como escenifica la segunda parte de El caballo perdido, a la presencia en el mundo. Es en este proceso que surge la dimensión problemática de su manera de concebir la relación entre la literatura y la realidad. Y eso es lo verdaderamente interesante. Rechaza la confusión entre el relato pulido y terminado con una idea de “verdad”. Las tres novelas instauran la primera persona, parcialmente autobiográfica, con algunas de las características de lo que después, a partir de los setenta, se llamará autoficción.
En Nadie encendía las lámparas vuelve, como señaló Ángel Rama, a lo evocativo en los inicios y a su experiencia de músico itinerante, que había cesado en 1942. Desplaza la mirada hacia los otros o, más precisamente, hacia las relaciones ambiguas que el narrador protagonista establece con ellos. Las anécdotas se suman, se siente el placer del vaivén entre la obra y la vida, el juego entre lo que es y no es ficción. El juego de luces es otro hilo que permitiría seguir las persistencias de su mundo. El último párrafo de El caballo perdido comienza: “Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellas noches, no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo.” Se refiere a la escena en que Celina, al prender una lámpara, crea un halo fantasmal en el que las cabezas del niño, la abuela y la maestra aparecen suspendidas en el vacío. La creación es comparada reiteradamente a una proyección de cine con un creador espectador que lamenta siempre el fin de la magia cuando la luz vuelve. El título Nadie encendía las lámparas alude a la penumbra en que transcurrió el cuento y que tal vez lo hizo posible. 
Cuando la publicación de Nadie encendía las lámparas, Felisberto estaba en París gracias a una beca conseguida por el poeta franco-uruguayo Jules Supervielle. Tuvo en la Ciudad Luz formas de reconocimiento que no pudieron colmar sus expectativas. Volvió en 1948 y siguió penando por sobrevivir al mismo tiempo que encaraba nuevas formas de escritura. En 1949 publicó Las Hortensias, uno de los pocos relatos escritos en tercera persona, y en 1955 comenzó a escribir el “Diario del sinvergüenza”, que dejó inconcluso y que continúa siendo uno de los problemas abordados en Tierras de la memoria: la relación del yo y el cuerpo. El narrador dialoga con su “sinvergüenza”, su cuerpo, que no le responde, que es ajeno, que actúa por sí mismo, con independencia de su cabeza y que está recorrido por “pensamientos descalzos”. El diálogo retoma en realidad la noción de un cuerpo segmentado (los dedos del niño en el piano, las lágrimas del cocodrilo, los ojos del acomodador) que recorre su obra. En 1960 aparece el último libro publicado en vida, La casa inundada, que apuesta decididamente por una dimensión simbólica. Retoma el tema del escritor y su asunto, como había planteado desde el comienzo de su escritura en La envenenada (1931).
Mario Levrero (1940-2004) es tal vez, de los narradores uruguayos posteriores, el que se acerca más a las “singularidades” felisbertianas. Quiero destacar solo dos aspectos de este diálogo entre espíritus afines para dejar abierta esta imagen parcial de Felisberto: la relación particularísima que ambos establecen entre una superficie de lo real y sus abismos, y el humor que hace estallar preconceptos y produce una revelación en un fulgor instantáneo.


Felisberto y el cuerpo como novedad

28/Octubre/2012
Jornada Semanal
Alicia Migdal

Cuando murió Felisberto, en 1964, se evocaba el tamaño de su ataúd que no pasaba por la puerta. El “burlón poeta de la materia” del título de Ángel Rama era un señor apenas sesentón pero ya veterano para la época, gran comedor de papas fritas en platos enormes. “Felisbertote”, lo llamaba Paulina Medeiros en sus cartas de amor, atravesadas todas ellas por el erotismo y la infantilización. Es que el niño que quería “hacerle abedules al brazo de la maestra” no sólo no perdió esa condición asociativa y juguetona con el lenguaje, sino que la convirtió en el centro de su discurso literario. Ese narrador-niño también quería levantarle las polleras a las sillas, atisbar sus cuerpos y “entrar en relación íntima con todo lo que había en la sala”, “dispuesto a violar algún secreto”. El mayor encuentro entre la erotización infantil de la mirada y los objetos construidos está en Las Hortensias, donde el narrador se atreve a todo a partir de la teatralización de la serie de muñecas que son elaboradas para él y para su mujer, en un juego a lo Buñuel, a lo García Berlanga, en donde el individuo es derrotado por la realidad ficticia que él mismo creó.
Esa doble perspectiva: la realidad sensorializada hasta el extremo y la libertad asociativa y no culposa propia de un niño, constituyen el toque Felisberto, parte de lo que Italo Calvino consideraba una novedad sin antecedentes. No hay relato suyo, ni mínimo ni relativamente extenso, que no esté comandado por una perspectiva sensorial. El cuento “Nadie encendía las lámparas” es una muestra impecable de relato donde no pasa nada, todo hecho de climas, de cercanías mentales y de un abrupto final en el que queda suspendida la tenue acción de una tertulia y la imagen de una mujer de cabellos esparcidos cierra lo que para otros narradores realistas debería ser un comienzo: “Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.” Zaguán, luz mortecina porque nadie encendía las lámparas, mujer recostada, silencio, leve contacto de aproximación: esto suena a tango, pero también a Robbe-Grillet, a Antonioni y a ensueño proustiano. Por esos años, Onetti había publicado La vida breve y Armonía Somers La mujer desnuda. Rastrear las cercanías y distancias entre los tres sería un buen ejercicio de comprensión comparada.
En la historia de la división del trabajo de escritura entre mujeres y hombres uruguayos, el cuerpo explícito pocas veces ha sido abordado por el varón, salvo en la limitante de la literatura pornográfica o en la que está en su borde. En nuestra literatura canónica, el cuerpo masculino hizo su aparición después de la dictadura cívico-militar, cuando un amplio registro testimonial se ocupó de él a partir de la tortura.
Nada más alejado de Felisberto que esta realidad posterior a su vida y a sus tierras de la memoria, llenas de quintas en el Prado, con mujeres decimonónicas y tranvías y tiempos quietos. Él se ocupó de reflexionar sobre las travesuras o las oscuras psicopatologías de su cuerpo en Diario del sinvergüenza, buscando entender la hendidura entre su yo, por un lado, y su cuerpo y su cabeza por otro, como lo declara al comienzo de ese texto.
¿Por qué encanta tanto Felisberto? Niño eterno, amante y amador de mujeres, pelele de la realidad física, curioso impertinente, humorista por el solo hecho de mirar al sesgo y hacer asociaciones inesperadas poniendo el acento en un detalle que se vuelve central, Felisberto parece estar al margen de la temporalidad precisamente por internarse en la memoria y en el pasado como tierra de refundación. ¿Quién puede resistirse a la sorpresa de su mirada, al juego de sus analogías? A la difusión amplia de su mundo literario fuera de las fronteras del Plata se le ha sumado un ingrediente nuevo y extraliterario, un “caso” que no está alejado de su personalidad sino que es casi detonado por ella.
Su tercer matrimonio de sólo dos años con la española María Luisa de las Heras, después de un breve encuentro en el París de la postguerra, ha cobrado en estas décadas una relevancia sorprendente. Narradores rioplatenses han novelado o autenticado con su investigación la noticia dada a finales de los ochenta por Cambio 16 de España: María Luisa era en realidad África de las Heras, espía española de la KGB, frustrada ejecutora de Trotsky reclutada por la madre de Ramón Mercader, heroína de la URSS y matrimoniada con Felisberto para poder introducirse como agente encubierta en un Montevideo apacible al casarse con un notorio anticomunista. Felisberto fue elegido por África y la inteligencia soviética justamente por todas las razones que hicieron de él un narrador singular, al tiempo que un hombre débil y usable. Sabemos poco y nada de esos dos años de matrimonio. A María Luisa le dedicó Las Hortensias. Sabemos más de ella a pesar de no saber nada. Vivió en Montevideo hasta 1967, como quien dice hasta ayer. Hay amigos que la recuerdan como la modista española, servicial, sencilla y humana, que después de divorciarse de aquel escritor especial siguió viviendo sin trazas de él en su vida y sin otras opiniones políticas que las de su antifranquismo. Una “gallega” más en una ciudad acogedora de inmigrantes. Un operativo perfecto de la época.
El fisgoneo literario de Felisberto y su imaginación violatoria de secretos de estatuas, sillas, muñecas, escalinatas, mantiene un juego especular con la espía que, en cierto modo, lo violó a él. Otro operativo, inconsciente, cuya perfección tal vez no se pueda desentrañar.


sábado, 27 de octubre de 2012

LOS PELIGROS DEL TRADUCTOR

27/Octubre/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Leer es más valioso que escribir. Pero hay una forma en que leer y escribir se viceversan: traducir. Y sus peligros.

Hablo de la traducción literaria, aquella guarda-voces, que cuida la variación y elección realizadas.

El primer peligro de traducir es traicionar lo otro (lo traducido) sin traicionar lo propio, lo mío-mismo.

Traducir en bien de lo traducible.

Arreglar, normalizar, “mejorar”. Traer al otro “corrigiéndolo”.

Si el traductor es un gran escritor, el lector lo conoce mejor. Pero no nos engañemos: la traducción no debe ser una rama de la cirugía plástica.

Traducir debe ser extrañeza. Una traducción siempre debe ser una tercera vía ante dos idiomas que se topan. Traducir debe diferir de ambos.

Si traducir las palabras y dejar la sintaxis original sería ilegible, naturalizar un autor a un idioma diferente es reducirlo a contenido e ignorar su forma (¡no suya solamente!)

Las traducciones más bellas casi siempre empobrecen esta diferencia.

La estética de la traducción (la divergencia) lucha contra la estética del estilo (la purificación).

Lo más traducible es la literatura más fácil e idiomáticamente estándar. Lo más traducible es lo menos literario.

Otro peligro radica en qué traducimos. Seamos francos (es decir, dictadores): la traducción es colonial.

¿Qué se traduce, por ejemplo, al inglés, francés o alemán? ¡La literatura hecha por los Buenos Salvajes!

Raramente una cultura (un mercado editorial) traducirá literatura extranjera que desorbite sus propios entendidos, ponga en crisis su hegemonía. Casi siempre se traduce lo que confirma los prejuicios históricos o los imaginarios coyunturales del momento político.

Generalmente no se traduce a los extranjeros insumisos sino a los extranjeros comercializables o funcionales. Traducimos lo ejemplar. Lo que sirve de ejemplo de algo que queremos hacer ver en nuestra propia cultura.

Traducir es hacer visible.

Muchas veces a costa de hacer(lo) audible.

Algunos traductores se quieren alejar de esta tradición hegemónica y buscan traducir hacia lo disonante y lo inasimilable.

Una misión del traductor es cómo traducir sin que se produzca asimilación, a sabiendas de que la asimilación es funesta.

La traducción debe mostrarnos que hay muchas formas; fracasa cuando nos hace sentir que nuestro idioma, nuestra cultura, nuestro modo lo puede todo.

La traducción debe, por el contrario, querer transmitir la sensación de estar incompletos, de ser insuficientes y, sin embargo, hacerlo sin causar la impresión de que lo extranjero nos supera, de que necesitamos convertirnos a ello.

Como puede escuchar el atento lector, traducir debe evitar lo colonial.

El traductor colonialista y el traductor colonizado. Traducir como imperialismo y traducir como autocolonialismo.

Traducir es el mayor peligro literario.

domingo, 21 de octubre de 2012

Un peruano en Europa

21/Octubre/2012
Jornada Semanal
Ricardo Bada

Perú ha sido siempre cuna de grandes poetas, e incluso del que quizá sea el mayor poeta de nuestra lengua en el lado americano del gran charco: César Vallejo (“lo digo y no me corro”, para expresarlo con sus propias palabras). De entre quienes lo siguieron en el Perú, sólo dos, a mi juicio, no quedan empequeñecidos por la sombra de aquel a quien respetuosa y cariñosamente llaman “el cholo”: Jorge Eielson (1924-2006) y Antonio Cisneros, que se nos murió el sábado 6 de octubre, en Lima, sin haber alcanzado los setenta años de edad.
La noticia de su muerte nos abrumó porque ni siquiera sabíamos que estaba tan enfermo. Y nos afectó porque Toño, siempre Toño en el recuerdo, fue una persona a quien queríamos mucho y que siempre que se parachutaba en Colonia era nuestro huésped. No precisamente de trato fácil, y menos con un par de tragos intus, pero sabiéndolo de antemano se le aguantaban carros y carretas gracias a su plática, una de las más creativas y sugerentes que hayamos disfrutado quienes tuvimos el privilegio y el placer de haber sido sus interlocutores. Cuando Toño hablaba, se sentía en el aire el chisporroteo de las ideas y las imágenes. Y no eran fuegos de artificio, sino fuego del que deja rescoldos.
Toño nació en Lima en 1942 y publicó sus primeros poemas a los diecinueve años, una plaquette titulada Destierro, a la que un año después seguiría David. Y estudió Literatura en dos Universidades limeñas, la de San Marcos y la Católica, de la primera de las cuales fue luego docente, así como también, en calidad de profesor invitado, de las de Southampton, Niza, Budapest y Berkeley.
En 1967 obtuvo el Premio Nacional de Poesía del Perú, con Comentarios reales de Antonio Cisneros, para que no se confundiesen con los del Inca Garcilaso, y es simpático reseñar el gazapo de sus meritorios traductores ingleses, empecinados en traducir “reales” como “royal”, en vez de referir esos Comentarios a la realidad, igual que el Inca, y ese inca ucrónico y utópico que fue Cisneros.
Un año después, en 1968, clave por tantos conceptos, le llega la consagración definitiva ganando el Premio Casa de las Américas (cuando ese Premio era marchamo de calidad) por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, donde centellean algunos de los poemas más hermosos compuestos en español en el siglo XX. Pienso especialmente en el famoso “KARL MARX DIED 1883 AGED 65”, inspirado por la tumba de Marx en Londres, y que concluye con unos versos que justifican estas líneas escritas en honor de mi amigo, su autor: “y la cosa no iba y después/ sí y entonces/ vino lo de Plaza Vendôme y eso de Lenin y el montón/ de revueltas y entonces/ las damas temieron algo más que una mano en las nalgas/ y los caballeros pudieron sospechar/ que la locomotora a vapor ya no era más el rostro/ de la felicidad universal.// ‘Así fue, y estoy en deuda contigo, viejo aguafiestas’”.
En la primera mitad de la década de los ochenta le concedieron una beca de creación, durante un año, en Berlín occidental, donde lo conocí e iniciamos una amistad entrañable que ha terminado de manera cruel e inesperada ese luctuoso sábado. Y fue durante una larga charla en Berlín, en junio 1982, cuando me resumió sus preferencias autorales: Brecht (pero no el dramaturgo sino el poeta), Pound, Eliot, Lowell, Ferlinghetti, Ginsberg, Octavio Paz hasta el ‘60, Ernesto Cardenal hasta poco después, y el más grande de toda la generación española del ‘27, Luis Cernuda, siempre.
Una influencia de la que no habló, tal vez por lo evidente, es la Biblia. Otra no tan evidente, excepto en el “Tercer movimiento (affetuoso) contra la flor de la canela”, es la de John Donne. Y una tercera, Quevedo, se le trasvelaba en la adoración con que solía recitarlo.
No quiero que se me quede en el tintero su obra de prosista (El arte de envolver pescado), ni sus traducciones de una antología del brasileño Ferreira Gullar y otra de la poesía inglesa contemporánea –cuya lectura tanto le rentó en su descastellanización del discurso poético–; y last but not least su desempeño como creador y animador cultural a través de El Caballo Rojo, un suplemento cultural de los más recordables en la historia del periodismo latinoamericano.
Además de Berlín, otros escenarios de nuestros encuentros fueron París, Madrid, Colonia y Hamburgo, aquí en junio 1986, un recital deveras inolvidable, con Gonzalo Rojas, Álvaro Mutis, Zoe Valdés y Pedro Shimose, panel de lujo donde los haya.
Una manera oblicua de acercarse a la poesía de Antonio Cisneros es hacer un corte transversal a sus declaraciones públicas (entrevistas) en diversas épocas de su vida.  Elijo dos. Una de 1971: “No ha sido por el Canto general que triunfó la Unidad Popular en Chile. Al exigir a la poesía un poder que no tiene, la gente delira pretenciosamente. Y eso sí que es contrarrevolucionario.” Y otra de 1982: “Me fui apartando de Lorca cuando sentí que era pura emotividad. Constaté en su poesía una ausencia de humor que me fue alejando de é1. Empezó en cambio a interesarme Brecht. Su ironía que destroza la lógica burguesa. Me interesa su idea de contar el otro lado de la Historia.” Y en esa misma entrevista explica, de un modo increíblemente revelador de su propia poesía, cómo se fue a Londres con una beca que la Universidad de San Marcos le había concedido para ir a Madrid: “El argumento que utilicé ante el Decano fue muy simple: ‘Doctor, en Inglaterra están los Beatles.’ Y el Decano comprendió.”
Tengo a la vista constantemente, cuando escribo, una serie de fotos que cuelgan en las paredes de esta casa. Una de ellas documenta la fiesta de despedida de Toño en Berlín, cuando terminó su beca de creación, que le sirvió para escribir un nuevo libro, Monólogo de la casta Susana y otros poemas. Y contemplando esa foto ahora, entiendo mucho mejor lo que me comentó Julio Mendívil, el etnomusicólogo peruano de la Uni de Colonia, que fue quien me dio la noticia de la muerte de Toño: “Él era un icono de mi juventud, casi como John Lennon, imagínate”. Y sí, Imagine.

A la memoria de Antonio Cisneros

21/Octubre/2012
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

A Rafael Vargas, Juan Manuel Roca,
Hugo Gutiérrez Vega y Juan Gelman,
buenos amigos de Antonio Cisneros

Valió la pena ver y oír pasar ese ventarrón. Era un magnífico niño irreverente, iconoclasta, que tenía asimismo un corazón compasivo y solidario. Él se sabía –lo era– uno de los escasos grandes poetas que aún quedaban en nuestra lengua. Todo lo que tocaba, aun las cosas más nimias y dispares, las volvía novedosa poesía. Nacido en Lima, el 27 de diciembre de 1942, murió el pasado 6 de octubre. Permítaseme en este breve espacio dejar de él algunos recuerdos.
Lo vi en muchas partes y leímos juntos en algunas: en Santiago de Chile, Morelia, Querétaro, Zacatecas, Monterrey, y sobre todo Lima y Ciudad de México. Es curioso o paradójico: según mi experiencia, Cisneros era muy diferente cuando se conversaba sólo con él o cuando estaba en grupo. En lo primero, era serio, pero si encontraba un grupo que supiera oírlo, podía ser por horas divertidísimo, brillantísimo.
En noviembre de 2004, invitado por el poeta Rafael Vargas, agregado cultural de México en Chile, asistí a la Feria del Libro y a un encuentro de poetas en la Universidad Finis Terrae. Volví a encontrar a Cisneros después de muchos años. Bebiendo whisky, Toño (así le decíamos todos) era de carrera larga. La noche de su arribo, luego de estar bebiendo con otros poetas en el hotel NH, de calle Condell, nos invitó casi obligándonos a William Ospina y a mí “a seguirla”. Salimos a caminar, y como estaba casi todo cerrado, acabamos en un restaurante de medio pelo en la Plaza Italia. Cisneros la traía gratuitamente contra los dependientes y bromeando les machacaba que Perú acababa de vencer en futbol a Chile. “¿A qué horas le pegan?”, me preguntaba. En la rockola del sitio no dejaban de sonar, para horror y tormento, canciones de Thalía, de Luis Miguel y Juan Gabriel. Al salir del changarro, mientras caminábamos hacia avenida Providencia, Ospina se puso a cantar canciones rancheras y yo lo acompañaba con algo que eran preferentemente aullidos. Nos detuvieron un joven y una joven carabineros: la joven era bonita. Toño de inmediato entró a explicarles: “Miren, somos unos poetas que venimos del Perú, de Colombia y de México. Estamos aquí en el hotel NH. Como ustedes ven, el poeta colombiano se sabe mejor las rancheras que el mexicano.” Los  carabineros sonreían. Le pregunté a la carabinera: “Por el demérito patriótico que me hizo el poeta peruano, ¿me permite que le dé un beso de despedida?” En los siguientes días Cisneros relataba los hechos, pero como pegó mucho entre los chilenos la anécdota con la carabinera, modificó la versión, y contaba en plural: “Entonces, luego de decirles que William Ospina sabía mejor las rancheras, Marco Antonio y yo nos despedimos de beso de la carabinera.”
En las dos últimas semanas de octubre de 2009, cuando se le dedicó el Encuentro de Poetas del Mundo Latino en Morelia y se le dio, junto con Hugo Gutiérrez Vega, el Premio de Poetas del Mundo Latino Víctor Sandoval en Aguascalientes, nunca lo vi tan feliz, tan cordial, tan afable con la gente, luciendo a diario impecables trajes. En Morelia su foto cubría calles y plazas.
En junio de 2010, la entonces gobernadora Amalia García y el director del Instituto Zacatecano de Cultura, David Eduardo Rivera, me otorgaron el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde. Pedí si podía invitarse a las jornadas correspondientes a Juan Manuel Roca y a Toño Cisneros. “Los dos son grandes poetas y los dos son muy divertidos.” Y los invitaron. Y todos la pasaron bien. Leímos los tres juntos en la ciudad de Zacatecas y en el Teatro Hinojosa de Jerez. Luego de la entrega del premio cenamos en grupo en la casa de la calle de la Parroquia donde vivió López Velarde. El poeta José de Jesús Sampedro apareció de improviso y le puso a Cisneros en la mesa tres botellas de whisky. Jalé a Sampedro: “¿Nos quieres llevar al suicidio…?” Luego de media de whisky, mientras tocaban los mariachis, Cisneros estaba encantado conversando con Amalia García: “Oiga mi reina, fíjese mi reina, le quiero contar esto mi reina, en el Perú mi reina...” Con todas las tablas que da la política, Amalia conversaba como si se conocieran de toda la vida. Le sugerí en voz baja: “Toño, dile o Amalia o licenciada o gobernadora”. Me respondió molesto: “¿Tú me vas a enseñar a mi edad, yo que trabajo en la cancillería peruana, cómo tratar políticos?”
Lo vi la última vez en abril en Lima. Le llevé a su trabajo, en el Centro Cultural Inca Garcilaso, diez ejemplares de la edición que le publicamos en la UNAM de su excepcional antología personal Propios como ajenos. Le encantó como objeto. Luego nos dirigimos a comer con varios amigos (José Ángel Leyva, Jotamario Arbeláez, Fernando Herrera y su mujer) al histórico Bar Cordano, a un costado de la catedral. Durante la tarde en el Cordano y durante la cena que hizo en su casa luego de la sesión inaugural, pocas veces lo vi tan cordial y tan centellante. En la sesión inaugural del Festival de Poetas de Lima en un gran parque, ante dos mil gentes, fue impresionante el aplauso que le dieron los peruanos a su mejor poeta [aún] vivo. A Toño se le salieron las lágrimas.
Hace cosa de mes y medio me habló por teléfono. Tenía un cáncer durísimo en el pulmón y una severa fibrosis pulmonar. Lo hacían pedazos las quimioterapias. Una semana más tarde me pidió un medicamento (Permefidona) que se vendía en México pero no en Perú. Mi hermana lo buscó por todas partes y acabó encontrándolo en Canadá. Iba a enviárselo, pero Antonio le contestó en un correo muy cariñoso diciéndole que eran mayores las contraindicaciones y la mayoría de los neumólogos españoles y franceses lo desaconsejaban. Cisneros tenía una bella familia. Fueron meses muy difíciles para su esposa (Nora) e hijos (Diego, Soledad y Alejandra). Él, muy apegado a la familia, creía ser buen hijo, buen esposo, buen padre, buen abuelo.
Tardará en América Latina en surgir otro poeta de sus múltiples dimensiones. Yo lo recordaré siempre como el poeta que sólo escribió libros inimitables, inmarchitables, y como un entrañable amigo al que será muy difícil no extrañar.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Bryce Echenique: Higiene y sentido común

Octubre/2012
Nexos
Armando González Torres

 
Su novela Un mundo para Julius logró la hazaña, en plenos y militantes años setenta, de volver entrañable a un niño rico y ejercer una crítica social sutil y sin consignas.
Después de sus deslumbrantes primicias, sin embargo, Bryce había dejado de ser noticia literaria, mantenía una presencia regular, pero sus nuevos libros no recibían más que los elogios rutinarios y el empuje de la publicidad. Hace algunos años volvió a adquirir notoriedad: en 2007 fue acusado del plagio de numerosos artículos, Bryce respondió con declaraciones que iban desde el realismo mágico (conspiración político-informática, errores de su secretaria) hasta el cinismo (el plagio es un homenaje y la víctima debería sentirse orgullosa de que el consagrado ejerza ese derecho de pernada sobre las ideas de los desconocidos). En 2009 Bryce fue condenado y multado por el órgano oficial de defensa de la propiedad intelectual de Perú por el plagio de 16 artículos. En la red no sólo circularon los artículos sancionados y los originales, sino otros plagios detectados por académicos, haciendo evidente que la costumbre de copiar del escritor era innegable y nada ocasional.

Este año se le otorgó a Alfredo Bryce el Premio FIL de Literatura. La obra de Bryce puede merecer un premio, pero sus antecedentes vuelven definitivamente polémica su elección para un reconocimiento patrocinado con recursos públicos. El fallo resulta controvertible tanto por el hecho mismo, como por el contexto. Recién se debatió en México otro caso donde un autor plagiario (éste muy menor) había sido premiado. El desagradable asunto parecía, al menos, establecer algunos límites a la discrecionalidad en premios con recursos públicos. Sin embargo, la entronización de Bryce parece un ominoso desafío. Los miembros del jurado no niegan los antecedentes de plagio, sino que señalan que, por un lado, este hecho no afecta su obra (“Desde nuestro punto de vista, porque claro, los jurados lo discutimos, creemos que el plagio de unos artículos, sea una o 17 columnas, de pequeñas artículos periodísticos, es algo menor que no toca a su gran obra”)1 y, por el otro, que cuando se escribe mucho el plagio se vuelve inevitable (“y cada escritor que ha hecho esto lo sabe, después de haber escrito 50 columnas empiezas a repetirte, en el caso de Bryce Echenique, cuando hay un tipo de confluencia entre prensa diaria y literatura que es única, hay momentos de crisis como éste, yo no lo llamaría plagio sino plagio inevitable, una repetición inevitable es como lo que pasa con los juegos de palabras, ellos nos inventan a nosotros. Ésa es nuestra posición”).2

Ni el recurso al plagio es una nimiedad, ni es una condena inevitable para el escritor atareado. Por supuesto, no se puede profesar el fanatismo de la originalidad: muchas obras maestras se han realizado utilizando tramas ya existentes o reescribiendo una obra menor, pero si bien el acto creativo admite el préstamo, el guiño, la reelaboración y muchas formas del comercio intelectual, el plagio es algo más: se trata de un intento deliberado, subrepticio y repetido de afirmar como propio un escrito ajeno. ¿Importa que un autor se haga tonto a sí mismo, copie artículos, los publique con su nombre y trate de engañar a lectores despistados? Por lo demás, ¿el que haya actuado de una manera moralmente discutible anula el valor de su obra? Desde mi punto de vista el plagio importa porque no es sólo una venalidad moral, sino una epidemia intelectual que en nuestros países erosiona el ambiente social para la inventiva, degrada el diálogo público, corrompe el prodigio de la creatividad individual y genera numerosos perjuicios económicos. El copiar con ánimo deliberado de engañar se convierte, antes que nada, en un autoengaño, que afecta derechos de terceros, desprotege a talentos desconocidos y, sobre todo, vulnera el contrato social de la escritura que se basa en la buena fe entre autor y lector.

Por eso, si el plagio no anula los valores de la obra de Bryce ni tiene por qué volverlo un apestado, sí afecta gravemente su credibilidad y su representatividad como autor. Creo que esos antecedentes lo hacen inelegible para un premio que involucra dinero público. Cierto, el escritor no es un representante de los valores morales, pero sí de los valores artísticos y desde el punto de vista estrictamente artístico el plagio es malo, porque copiar con fines deliberados de engañar no es creativo. No se trata entonces de moralismo, sino de un principio de sentido común que señala que, para preservar y fomentar la creación, es necesario, antes que nada, procurar parámetros mínimos de integridad y competencia leal. Me sorprende, por ello, el estancamiento de los reflejos críticos: si en el ámbito político se concediera una licitación a una empresa con pésimos antecedentes sería escandaloso, pero el blindaje prestigioso de la cultura permite a un jurado regalar 150 mil dólares a un autor que defrauda su propia inteligencia y la de sus lectores. No se puede ser magnánimo con los recursos de todos si la función de un premio público es establecer un contrapeso a la lógica del mercado, no puede utilizarse para desagraviar autores de franquicia que incurrieron en el descrédito. Los jurados han cometido un error al minimizar el plagio y su fallo, más que un reconocimiento, se vuelve un inquietante mensaje de complicidad e impunidad.


1 Declaraciones del académico rumano Calin-Andrei Mihailescu, vocero del jurado, en Yanet Aguilar Sosa, “Plagios telón de fondo del Premio FIL 2012”, en El Universal, 4 de septiembre de 2012.
2 Ídem.

Esplendores y miserias del plagio

Octubre/2012
Nexos
Roberto Diego Ortega

Las controversias y denuncias desatadas por el tema del plagio tocaron a los medios literarios por segunda ocasión en 2012, a raíz de la concesión de dos premios relevantes: el Villaurrutia, que distingue al mejor o los mejores libros del año, y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que se otorga a un autor como reconocimiento al conjunto de su obra.

El año que vivimos
No sin alguna polémica, antes de 2012 estos premios recayeron en obras y escritores cuyo mérito no fue cuestionado. La novedad de este año es que las distinciones resultaron pieza de escándalo por un solo motivo: que en sus antecedentes, los ungidos fueron señalados una y otra vez como plagiarios —atrapados en flagrancia, con las manos en el texto—, y a pesar de las acusaciones y las pruebas los jurados en turno decidieron premiarlos.

El Villaurrutia, concedido a Sealtiel Alatriste, detonó un revuelo incontenible en los medios impresos y las redes sociales. Desde 2008, Guillermo Sheridan lo había exhibido en repetidas ocasiones. La pesquisa reveló en “sus” textos plagios a discreción de fuentes diversas que incluían a Wikipedia. El affaire culminó con la renuncia de Alatriste no sólo al Premio Villaurrutia sino también a su prominente cargo y presupuesto como directivo de Difusión Cultural de la UNAM, una responsabilidad que en medio del vendaval se volvió insostenible.

En el reciente premio de la FIL, el rechazo inicial provocado por la designación de Alfredo Bryce Echenique añadió a su idéntica ignominia de plagiario —exhibido también de modo irrefutable—, la ignominia de un jurado que votó de forma unánime por la complacencia, y de manera implícita por la renuncia al rigor intelectual indispensable para un escritor. El mensaje y el acto canjearon este principio elemental por la aceptación solapada de una complicidad.

La parodia, el collage, la paráfrasis, la glosa, la cita, son medios de apropiación conocidos, entre otras razones porque no ocultan sus referencias. No sucede lo mismo en la calca, la transcripción literal, o el maquillaje de cambios superfluos —sinónimos, omisiones y añadidos, algún pastiche o giro en la sintaxis— que los plagiarios aplican con el único fin de encubrir el despojo: el denominador común es el procedimiento de usurpar un texto ajeno.

¿De dónde surge esta coincidencia —o connivencia— de grupos particulares, jurados que en el plazo de unos meses y sin mayores reservas otorgan premios literarios a plagiarios comprobados? Para llegar a esto, hace falta ignorar la intención del presunto “autor” que se propone engañar a un lector al firmar como propio un texto escrito por otro. Es decir, que para estas premiaciones ha sido un requisito soslayar esa mezcla que compone el plagio: esa combinación del robo, el fraude, la estafa, la simulación, la falsificación, la impostura, todos esos factores desaparecidos de la escena —mediante los oficios del jurado— como puntos irrelevantes para la valoración de un escritor.

El esplendor del plagio

No se trata de rasgarse las vestiduras ante la desfachatez o el cinismo del plagiario, sino tan sólo de precisar la línea que separa a un escritor de un simulador. La noción del autor como el dueño de una expresión propia, el productor de una obra original, data quizá de la modernidad baudeleriana. De modo que la vara para medir el préstamo, inclusive en el plagio “innovador”, no puede ser la misma; las copias e imitaciones a mansalva que alimentaron los orígenes no implicaban la acción clandestina de engañar a un lector mediante la falsificación.

A estas alturas, sin duda resulta más o menos anticuado defender la dudosa originalidad. Transitamos por la avalancha y mezcolanza de la información —indiscriminada, promiscua— que circula y explota en internet, por no mencionar los flujos comunicantes de la intertextualidad, la hipertextualidad y demás, o las posibilidades donde el plagio puede ser un recurso para subvertir, con el estatus del autor, el fetiche caduco de la originalidad.

En la dimensión literaria, una lectura primordial avanza en el sentido que comprende al plagio como un dispositivo, un recurso creador: una potencia distinta —ajena y superior a la trapacería de la copia sin imaginación, de la reproducción mecánica— que lo relaciona y comunica con los antecesores y contemporáneos: con esa tradición que se renueva, adapta y actualiza —el consabido make it new de Pound.

Hace ya algunos lustros, en la Revista de la Universidad (abril de 1977), un Luis Miguel Aguilar que rondaba los 20 años abordó el tema en un ensayo que la portada anunció como “La creatividad del plagio”. Desde ese ángulo, mencionaba la idea de Carlyle: “la historia de la literatura se resuelve en la historia de un inmenso plagio, que todos los escritores perpetran y tratan de evitar, y en la que también los plagian”. Abundaba en esa “casi paráfrasis perfecta” de T. S. Eliot, La tierra baldía, que “puede ser, además, una guía de lectura de los clásicos”: 403 versos y siete páginas de notas (luego de las que suprimió el autor) que integran, con Edmund Wilson,

... citas de, alusiones a, o imitaciones sobre, cuando menos 35 escritores diferentes (algunos de ellos, como Shakespeare y Dante, contribuyendo muchas veces), así como varias canciones populares; asimismo, introduce pasajes en seis lenguas extranjeras, contando el sánscrito.

Cierto, en la gran tradición literaria, de Platón a Shakespeare —quien no tuvo reparos para explotar a placer sus fuentes y modelos—, de Lawrence Sterne a T. S. Eliot, de Montaigne a Lautréamont (“el plagio es necesario”) y George Pérec —por ejemplo—, hay dosis mayores de apropiaciones que hoy están a la vista de todos. Son obras sostenidas por la certeza de que imitar no equivale a copiar sino a extender, a diversificar las resonancias de la tradición, rupturas incluidas. Con el filtro que impone el tiempo, los plagios imaginativos se consolidan como obras propias, diferenciadas. Su resistencia es en parte la medida de su autenticidad.

Figuras primordiales de la literatura mexicana del siglo XX, entre ellos Alfonso Reyes y Octavio Paz, rebasaron por mucho la frontera de los préstamos al cometer expropiaciones diversas. Lo documentó en nexos Evodio Escalante (quien además polemizó en torno al plagio con el autor del Premio de Poesía Aguascalientes 2009, Javier Sicilia). También fue señalado Carlos Fuentes, como tantos otros. Sucede tal vez que el veredicto del canon —de la mano del establishment— valida el conjunto de algunas obras primordiales, sin cancelar por obligación sus altibajos o caídas, y su volumen constituye un corpus que al final, de alguna forma, resiste a las pautas del mercado.

La miseria del plagio
Al revés, en los premios y episodios recientes, la calca, el hurto literal, desfiguran y degradan el oficio de escribir —y la exigencia de la literatura—: obedecen, de modo casi tangible, a la búsqueda de los dividendos del caso, desde el comercio y la paga de colaboraciones o servicios de prensa, hasta la ilusión de fama, prestigio, vigencia, you name it: todos los ingredientes que alimentan la tentación y usurpación plagiaria.

En cuanto a los jurados, queda la marca penosa de esa baja exigencia —trasplantada a una baja moral— que devalúa el propósito original de celebrar a la literatura y en su lugar privilegia el tráfico de las prebendas, los cálculos de las relaciones públicas o la mercadotecnia.

De acuerdo con El Universal, Bryce Echenique fue sancionado en 2009 por el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual de Perú; la suma fue de 57 mil dólares; la causa fue la publicación de 16 textos plagiados. Tres años después lo compensa el premio de la FIL, que multiplica la sanción y le atribuye 150 mil dólares (de los contribuyentes mexicanos, vale la pena recordar). La aberración del jurado y su defensa implícita (¿qué importa, si antes pudo escribir libros notables?) lleva el asunto a terrenos movedizos, proclives a la farsa, y los costos para la FIL quedan por verse. Con un recuerdo de Gerardo Deniz: ¿a quiénes beneficia tamaño gatuperio?

El corazón de García Márquez

17/Octubre/2012
La Jornada
Javier Aranda Luna

El 10 de diciembre de 1982 en una Suecia festiva a pesar del frío Gabriel García Márquez hizo uno de los más emotivos brindis dedicados a la poesía, la única prueba concreta de la existencia del hombre. Prueba que cualquiera reconoce a simple vista desde hace centurias pero que muy pocos han podido definir.
Se refirió a la poesía que le permitió al viejo Homero registrar el viento que hizo navegar las numerosas naves inventariadas en la Ilíada, o la que se encuentra en los tercetos de la Divina Comedia que condensaron esa fábrica alucinante que fue el medievo o la que escuchamos en la voz de Pablo Neruda, el grande, el más grande donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida.
Brindis, en fin, por esa energía secreta de la vida cotidiana que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
Gabo, según reportes de prensa, simplemente estaba feliz. Parecía vivir un segundo nacimiento en aquel 1982 que para él no inició el primer día de enero sino el jueves 21 de octubre a las seis de la mañana cuando su amigo Pierre Snorri le telefoneaba en su calidad de viceministro de Relaciones Exteriores de Suecia, para informarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura.
Esa es la razón por la que se encontrababa ese 10 de diciembre hablando de poesía en aquel país nórdico ante un público ávido de escuchar nuevos sortilegios de aquel mago tropical que como en el Génesis bíblico parecía destinado a nombrar las cosas por primera vez.
No es imposible que entonces, presionado por la curiosidad de miles de personas por conocer los orígenes de este escritor que parecía y parece más mago y poeta que novelista se obligara a recuperar del pasado a su abuelo, platero de oficio, que con sus historias trepidantes hiciera arder como pocos la imaginación del escritor siendo niño, como cuando lo llevó a conocer el hielo por primera vez o como cuando le contó una escalofriante matanza en las bananeras perpetrada por militares.
Si en 1967 Cien años de soledad lo había sacado de la semiclandestinidad de unos cuantos lectores agradecidos para convertirlo en un bestseller, 1982 coronaba el éxito de su carrera. Éxito que le saturaba el teléfono y le impedia comer en cualquier parte por la cegadora luz de flashes y reflectores que desde entonces lo persiguen.
El solitario placer de la escritura desembocó en una perpetua plaza pública llena de bullicio. Si escribía para que lo quisieran como dijo alguna vez, a Gabo, como le llaman sus amigos, se le pasó la mano.
Treinta años han pasado de aquel premio tan celebrado por todo el mundo. Premio que hizo que algunas estaciones de radio en Colombia transmitieran el himno nacional después de dar cuenta de la noticia que lanzó a los jóvenes a las calles y especialmente en ese Aracataca mítico que García Márquez ha llevado a todos los rincones del planeta.
Los griegos de la antigüedad recordaban con el corazón, no con la mente. Traían de nueva cuenta algo de su pasado a su agitado pecho y ya después cer-nían sus razones con la razón de ese órgano definitivo.
No es una locura afirmar que Cien años de soledad es el corazón de García Márquez, esa tierra donde sólo se cultivan emociones y se da continuidad a la vida. Tampoco que su bombeo de sístoles y diástoles habrá de sobrevivirlo. Pablo Neruda encontró en ese libro que es muchos libros lo más original escrito después del Quijote y los lectores comunes, la siempre nueva voz de un poeta que nombra al mundo por primera vez. Hace 30 años le otorgaron el Nobel y hace 45 García Marquez nos sorprendió al regalarnos la inverosímil saga de los Buendía dueños de un Macondo donde el viento de la poesía sopla y brama y nos corta el aliento con sus historias que se desbarrancan en sueños.

domingo, 14 de octubre de 2012

Transparencias de Fuentes

14/Octubre/2012
Jornada Semanal
Bárbara Jacobs

A mis diecisiete años, en 1964 leí Aura en un par de viajes en autobús de mi casa de familia en San Ángel al banco en el que trabajaba, en la esquina de Uruguay con Isabel La Católica. Hace poco recuperé mi ejemplar, que es de la segunda edición, está subrayado con tinta azul y en los márgenes tiene anotaciones intelectual y materialmente convulsas y temblorosas, tanto las notas como las líneas de los subrayados. Se estaba deshojando. VR, que fue su primer editor, me lo reparó, ahora que él mismo ha acompañado con nuevas imágenes la edición que en 2012 conmemora sus primeros cincuenta años. (Todo este tiempo, mi ejemplar estuvo entre los libros que mi hermana, hermanos y yo dejamos atrás cuando crecimos y nos dispersamos por la ciudad y por el mundo, y quien me guió hacia el estante en el que se encontraba mi Aura, desvencijándose y empolvado, pero aguardándome, fue mi mamá, desde su invalidez en la silla de ruedas y desde sus noventa años.)
Asocio la impresión que me dejó la lectura de esta novela breve de Carlos Fuentes a las casas viejas de piedra en el centro de Ciudad de México, y al ambiente, a la atmósfera de temores y silencios, que a partir de ese relato yo imaginaba detrás de las altas puertas de madera gruesa que recorría de ida y vuelta a lo largo de aquella época, cuando de día supervisaba bilingüemente a los investigadores del departamento de crédito del First National City Bank y por la tarde era estudiante en la preparatoria Maestro Isaac Ochoterena, en la calle de Lucerna, y en donde se derramó la gota que hizo estallar el Movimiento Estudiantil de 1968, pero también la institución en la que estudió el Tibio Muñoz (Felipe Muñoz Kapamas, de padre de Aguascalientes y madre de origen griego, nacida en Río Frío), que en las Olimpiadas de 1968 ganó la medalla de oro en no sé qué predestinada categoría de nado.
Cerca de ahí, en la calle de Londres, en la Embajada de España en el Exilio, un 14 de abril de aquellos años, durante la celebración que se hacía en esa fecha del Día de la República, y en la que entre los invitados se contaba mi familia, por mi papá, como miembro que había sido de la Brigada Lincoln de las Brigadas Internacionales, que lucharon contra el fascismo en la Guerra civil de España, por primera vez vi a Carlos Fuentes en persona. Igual que a toda la gente, lo admita o no, que lo llegó a ver alguna vez o a tratar, a mí me deslumbró su presencia, y me deslumbró siempre, no nada más aquella primera vez que lo vi, y por buena fortuna llegué a verlo y a tratarlo en innumerables ocasiones. Me pareció un hombre, como diría mi tía abuela, de cortar la respiración y trabar la lengua, si es así como se dice cuando alguien te deja sin aliento y provoca que la luenga te se trabe. Era muy guapo, muy elegante, con perfectas maneras sociales, completamente seguro de sí mismo: o esa fue la personalidad con la que se desenvolvió ante los demás, capaz de observar en una cena de embajada, y hacerlo con gracia, frente a los doce o catorce otros concurrentes alrededor de los anfitriones, que eran los embajadores, que él y fulano de tal –otro hijo de embajador ahí presente y embajador él mismo, igual que Fuentes– eran los únicos mexicanos perfectamente trilingües, en español, inglés y francés, y demostrarlo. No sólo hablaba, cantaba, contaba, leía y probablemente pensaba y soñaba en los tres idiomas, sino que también escribía en las tres lenguas. De hecho, y sin pretender ser más que una lectora tímida de su literatura, el libro suyo que más me gusta, en el que siento que escribió como un escritor inseguro y apasionado, o como un verdadero artista, que son así porque así es la cosa, incierta y pasional, es Myself with Others, que escribió directamente en inglés.
En muchos sentidos, aquel primer encuentro personal marcaría gran parte de los innumerables que le siguieron. Habría querido acercarme a él por mi propia iniciativa y mis propios medios, aunque no hubiera sido más que para observarlo de cerca, estudiarlo de la manera más directa a mi alcance, tratar de retener alguna de sus frases al pie de la letra. Pero, dados mis impedimentos naturales (nacidos todos de la inseguridad y el miedo), permití que me acercaran hacia él los dos o tres amigos con los que me encontraba, para limitarme a ser admiradora y testigo dócil e inactiva de lo capaces que eran ellos, jóvenes prometedores, sin duda, pero entonces unos torpes desconocidos, de molestar a Fuentes con alguna crítica, según ellos, o cualquier temeraria observación. El asunto a mí me puso muy nerviosa, tanto así que no recuerdo sino que Fuentes permaneció impávido con los brazos cruzados contra el pecho delante de mis valientes amigos, apretando un poco los labios, quizás aguantando el impulso de reírse, hasta que se acercó a él alguien más, que podía haber sido Siqueiros, cuya sola presencia hizo a un lado la nuestra, que a los ojos de Fuentes habrá pasado, como un mosquito, apenas si advertida, o este fue siempre mi deseo, que nos espantó antes de que llegáramos a rozarlo, no digamos picarlo.
Me pregunto, ¿pasar inadvertida por Fuentes fue siempre mi deseo? ¡Hasta dónde es uno capaz de engañarse! El tiempo fue revelando, más bien, que lo que siempre quise fue lo contrario: que Fuentes advirtiera mi existencia. Pero también admito que no hice nada por propiciar que se cumpliera este anhelo, insegura y temerosa como he sido, pasiva y carente de iniciativa.
Me instalé detrás de otros, descansé en que los otros, am, mi esposo, por ejemplo, durante más de treinta años, o cuando él murió, VR, mi pareja, fueran quienes determinaran la relación. Ver a Fuentes o no, con el deseo de que, si lo veíamos, o si los veíamos, a él y a su esposa, pues Silvia Lemus, a quien aprecio independientemente de Fuentes, por paradójico que parezca, es consubstancial con mi apreciación de Fuentes, el encuentro no resultara desafortunado, lo que sólo rara vez no nos fue concedido por las circunstancias.
Podría puntualizar uno tras otro los episodios en mi relación, un tanto a la sombra, pero de unas cuatro décadas, con Fuentes, incidentes en los que pasé inadvertida o casi inadvertida por él, oculta, velada, pasiva ante situaciones que pueden considerarse desprendibles de él, como cuando las palabras que un periódico me pidió de pésame tras su muerte no aparecieron en el reportaje a la mañana siguiente, o que en una revista de circulación internacional dedicada in memoriam íntegramente a Fuentes, se publicara una fotografía conmigo a su lado pero sin mi nombre al pie. Pero mejor que esto, voy a optar por la oportunidad de referirme a la ocasión en que Fuentes advirtió y hasta con énfasis mi existencia, tan abiertamente que no hubo duda, no sólo de que yo no fuera alguien que le pasara inadvertido, sino que nunca le había pasado inadvertida. Mis velos y mis ocultamientos fueron en todo momento completamente transparentes para él.
Fue en ocasión del Premio Formentor de las Letras, cuando él, como su presidente, me invitó a formar parte del jurado, que para esta segunda emisión se reunió en Ciudad de México, en el mes de marzo de 2012, es decir, a dos meses de que Fuentes muriera. Y de todo el acontecimiento no voy a tocar sino los escasos instantes, por fugaces que hubieran sido, en los que me transmitió que a sus ojos yo no era, ni había sido nunca, invisible, ni para sus consideraciones mi existencia espantable a la manera en la que es y debe ser la de un mosquito.
Horas después de la deliberación, en lo que, para cenar, nos volvíamos a reunir otra vez los jurados, sólo que ahora con las autoridades del premio recién llegadas de Formentor y de Madrid, más uno que otro invitado especial, que incluía a Silvia Lemus y los embajadores de España, quedé en contraesquina pero muy cerca de Fuentes, en dos sillones en un ángulo de una mesa larga y, no sé por qué, repito, no sé por qué, vacilantemente y en voz baja, pero audible para Fuentes, cité la frase de Thoreau, como si buscara que Fuentes precisara para mí si dicha oración empezaba con Most men..., o con The mass of men..., porque lo que no dudaba yo era que la reflexión continuaba con estas palabras: “Most men/The mass of men lead lives of quiet desperation and go to the grave with the song still in them...” (La mayoría de los hombres lleva vidas de silenciosa desesperación y llegan a la tumba con la canción todavía en su interior...) Fuentes puntualizó: Most men... (¿o fue The mass of men...), pero lo que retuve, lo que contenía el verdadero significado de ese instante de mi relación con Fuentes, fue que al oírme alzó muy ligeramente la ceja y despegó apenas los labios antes de pronunciar Most men... o The mass of men, porque fue el gesto de un maestro que finalmente, después de años y toda una vida de lecciones, advierte que el alumno algo ha aprendido, y al maestro esto es lo que más gusto le da, piensa que todo su esfuerzo valió la pena y que la respuesta del alumno, si lo sorprendió, fue sólo de pronto, pues la esperaba de un momento a otro, de un momento a otro a lo largo de algo más de cuatro décadas de trato, ¿o me atreveré, sin abusar, sin darme aires, a llamarla amistad?
A la mañana siguiente, antes de anunciar el premio ante los medios de información, entré temprano en la sala indicada y me encontré con Fuentes solo, había sido el primero en llegar y estaba esperando que diera la hora para empezar. Yo llevaba conmigo el ejemplar conmemorativo de los primeros cincuenta años de Aura. Le pedí que me lo firmara. (Antes de salir de casa, VR me recordó que a fin de año, en el cumpleaños de Fuentes, se celebraría una gran presentación del libro cincuentenario, pero yo insistí en que prefería que Fuentes me lo firmara de una vez.)
Unos meses atrás, en una librería VR y yo nos habíamos abierto paso en una cola que llevaba horas esperando la firma de Fuentes. VR le tendió su ejemplar de la primera edición de Aura, y Fuentes se sorprendió de que la tuviera y de que la conservara en tan buen estado.
Detrás de VR me acerqué a darle un abrazo a Fuentes y felicitarlo. Me sonrió y me preguntó, como viejos amigos, qué estaba escribiendo ahora. Me sentí tan existente para él como cuando en su casa en San Jerónimo, en ocasión de la muerte de su hija, al acercarme a darle mis condolencias, abrió los brazos y exclamó “¡Qué gusto me da verte en esta casa!”
Fueron muchos años de encuentros (incluidos algunos dramáticos y uno que otro no menos afortunado), como digo, y muchas clases de ocasiones, como digo también, aunque por otra parte fueron relativamente pocas las instantáneas en que yo llegué a saber vívidamente que para Fuentes no pasaba inadvertida. Él pudo no haberse enterado de un texto que yo escribí con él en mente como lector, pues ni él ni nosotros –AM y yo– llegamos a ir a no sé qué encuentro de escritores en Suecia en el que yo lo iba a leer como ponencia, pues se trató de una ocasión a la que él tampoco llegó. Pero sí se enteró, y plenamente, y esto es lo que más gusto me da a mí, de que yo lo admiraba y lo conocía y lo reconocía, aun si el sol o la luz me daban de frente y me cegaban.
Acumulé, quiero decir, el deseo de agradecerle a Carlos Fuentes haberme dado tiempo, el tiempo que yo necesitaba, para atreverme a darle las gracias.
De niña, el título de uno de los libros de mi papá me llamaba especialmente la atención. The Long Goodbye, una novela de intriga de Raymond Chandler, el libro que la crítica consideró el mejor de Chandler, como lo consideraba el propio autor. No la leí entonces y no la he leído ahora, de modo que no sé exactamente a qué pueda referirse la expresión que, literalmente, en español se traduciría como El largo adiós. Se presta a la imaginación. Pero yo la asocio directamente a una observación que hacía mi papá cuando mi mamá despedía a los invitados a sus fiestas. Mi papá se refería a esas despedidas dilatadas, demoradas, retardadas, aplazadas, postergadas, como Mexican goodbyes, porque duraban más que la reunión que las hubiera antecedido o, en otras palabras, porque ¡no terminaban nunca! Ni los amigos querían irse, ni mi mamá quería que sus amigos se fueran del todo.
Por otra parte, The Beatles tienen una canción que no recuerdo cómo se titula, pero que en un momento dado dice, “Hello Hello, I don’t know why you say goodbye, I say Hello” (Hola, hola, no sé por qué dices adiós, yo digo hola), que expresa lo que yo le habría dicho al oído en su féretro, en la sala de su casa en San Jerónimo. No sé por qué te despides, Carlos Fuentes; yo a ti te saludo.

sábado, 13 de octubre de 2012

El combustible Bryce

13/Octubre/2012
Laberinto
Armando González Torres

El tema del premio FIL a Bryce se ha vuelto inflamable: provoca tensas sobremesas llenas de disputas o silencios incómodos.  Las posturas son claras: muchos se han pronunciado contra la premiación con dinero público a un escritor que practica compulsivamente el acto por definición más anti-creativo, el plagio; otros han manifestado, con razones atendibles, su fascinación por la obra narrativa del escritor y consideran que sus plagios no la empañan. De hecho, basados en la noción de extraterritorialidad de la literatura, señalan que el juicio literario está más allá de cualquier consideración moral o judicial y tachan de moralistas a quienes se escandalizan.  Yo no concuerdo con ningún linchamiento, pero me asombra que un premio, patrocinado por importantes instituciones educativas y culturales, reviva a un cadáver literario y avale un ilícito creativo. Por lo demás, repudiar a un plagiario no es un acto de moralina: ya se ha dicho hasta el cansancio, el delito de Bryce no es extraliterario, sino que atañe directamente al oficio creativo. ¿Quién pondría en duda, por ejemplo, los valores y la integridad literaria de la obra de Celine, Pound, Brasillach, Drieu La Rochelle, Borges, Genet, Hamsun y tantos otros personajes controvertidos, satanizados por la moral convencional o el culto a lo políticamente correcto de su tiempo?  Sin embargo, Bryce no es, a diferencia de esos autores, un gran transgresor o chivo expiatorio de las convenciones; es, simplemente, un escritor tramposo que ha incurrido en delitos de plagio nocivos para el acto y el pacto creativo. 
Bryce representa un caso extremo de esa economía de la impostura con que la industria editorial busca perpetuar el prestigio de un autor que ya no produce, nutriéndolo con lo que se pueda: maquinazos, publicidad, bufonerías, premios y presencia en las páginas de opinión.  Los valores de libertad expresiva, imaginación y humor que esgrimió en algún momento Bryce se contrarrestan con esa actitud de profundo desprecio a la creación que lo llevó a apropiarse de  textos de otros para mantenerse vigente.  Más que una víctima del puritanismo, Bryce es el ejemplo de un escritor famoso que ha aprendido que, en virtud de su celebridad e influencias, puede pasarse de listo, estafar autores modestos y defraudar publicaciones y lectores. Algunos piden comprensión para la travesura senil de un artista exhausto que ya no guarda energía o talento para responder a la desmesurada demanda,  y al que sólo le queda el recurso de robar textos. Nadie es quien para juzgar ese drama, pero lo cierto es que no todos los escritores que enfrentan esa encrucijada roban textos.  De cualquier manera, como no me gusta ser considerado un moralista anacrónico, me sumo al piadoso entusiasmo con que se reconoce la dignidad del plagio: será emocionante ver las gesticulaciones de los presentes en la ceremonia de premiación cuando, entre aplausos grabados, intercambien abrazos y elogios.

Tengo orgullo de ser del norte

13/Octubre/2012
Laberinto
David Toscana

Hace veinte años, cuando publiqué mi primera novela, comenzaba a hablarse de un supuesto fenómeno llamado “Literatura del norte”. Nunca supe bien de qué se trataba. Por supuesto Monterrey estaba en el septentrión mexicano, pero ¿qué tiene que ver la geografía con la palabra?
Si hay más distancia entre Monterrey y Tijuana, que entre Monterrey y el D.F., ¿por qué nos gusta la división norte-sur y no la oriente-occidente?
¿Que yo soy escritor del norte? ¿Qué significa eso? ¿Acaso significa que me he de poner un sombrero vaquero, una cuera tamaulipeca y gritar “ajúa” cada vez que me sale una buena frase?
Sin embargo acepté el mote de escritor del norte, pues eso me llevaba a encuentros y congresos donde bebíamos mucha cerveza y la pasábamos bien.
Nos hacía gracia cuando alguien mencionaba que la norteñés era una estrategia comercial, ya que no solemos agotar las primeras ediciones ni ganar premios de relumbre. Otros lo tomaban como un intento del centro de decir que éramos regionalistas, de pocos alcances, pues siempre había que cargar con una etiqueta que minimizaba el cosmos. Los escritores del centro eran mexicanos; nosotros éramos meramente tijuanenses o regiomontanos o culichis. A Jesús Gardea, un narrador excepcional, lo sepultó la crítica al llamarlo “narrador del desierto”.
Si bien, luego de mucho repasarlo, acabé por aceptar una característica en los narradores del norte: somos bárbaros y primitivos, como el resto de los norteños. Esta revelación me llegó con la anécdota que ahora cuento:
En cierta ocasión leía el libro de un célebre narrador capitalino. En una de las páginas me topé con este enunciado: “una puerta de cristal biselado”.
Hube de interrumpir mi lectura para llamar a Felipe Montes. Ni siquiera tuve que hacerle una pregunta. Tan sólo dije: “Puerta de cristal biselado”, y él de inmediato me respondió: “Puerta de vidrio”. Claro que sí, le dije, no hace falta más. Y colgamos.
A los dos minutos me llamó para preguntar: “¿Por qué no simplemente puerta?”.
Le expliqué que quienes estaban fuera, miraban hacia dentro; y los de dentro miraban hacia fuera. Colgamos.
Volvió a llamarme a los dos minutos. “Pues deja la puerta abierta”.
En el contraste entre una puerta abierta y otra de cristal biselado, entre echarse un trago y degustar un Château La Fleur-Pétrus 82, entre ponerse los zapatos y calzarse unos botines Salvatore Ferragamo de piel de becerro, entre simplemente “ir”, y “abordar una Cadillac Escalade color negro para dirigirse a”, está la esencia de la diferencia entre la narrativa del norte y la del centro.
¿Que somos bárbaros? Sí. ¿Poco sofisticados? ¿Secos? También. La frase es bien conocida: “Donde comienza la carne asada termina la civilización”.
Tal vez sea verdad; pero ¿a quién no se le hace agua la boca nomás de pensar en una arrachera con aguacate, chiles toreados, tortilla de harina y una cerveza bien helada?

viernes, 12 de octubre de 2012

Encuentro de nuevos cronistas de Indias

12/Octubre/2012
La Jornada
Elena Poniatowska

La crónica en América Latina responde a una necesidad: manifestar lo oculto, denunciar lo indecible, observar lo que nadie quiere ver, escribir la historia de quienes aparentemente no la tienen, de los que no cuentan con la menor oportunidad de hacerse oír. La crónica refleja más que ningún otro género los problemas sociales, la corrupción de un país, la situación de los olvidados de siempre. Sus hallazgos bien pueden saltar a la novela y, por tanto, resultan muy difíciles de encasillar. ¿No es ficción o es ficción o es las dos cosas? Monsiváis nunca se preocupó por encontrarle solución a este rompecabezas.
Carlos Monsiváis es, sin lugar a dudas, el mayor cronista del país y, en lo particular, de esta ciudad (prueba de ello es el dominio que logra al describirla en Los rituales del caos, que también habría podido llamar Compendio de catástrofes mexicanas. Con él, los lectores encuentran un nuevo lenguaje, Monsiváis le pone casa nueva a un periodismo anquilosado y tramposo. Logra integrar a los maestros, a los trabajadores electricistas, petroleros, a los empleados bancarios, a los jóvenes que lo leen en un país analfabeta que aún no cuenta con una clase media.
Monsiváis nunca quiso ser novelista, aunque en sus principios escribió alguna que otra poesía, alguno que otro cuento que probablemente conserve José Emilio Pacheco. Monsiváis influye de manera significativa en la opinión pública al pitorrearse de las declaraciones de políticos, empresarios, obispos, embajadores, diputados y demás personajes de la llamada vida nacional a quienes su lucidez endemoniada exhibió con sus propias palabras.
Crítico, analista de los acontecimientos políticos y sociales, biógrafo tanto de celebridades (de Salvador Novo a Luis Miguel, pasando por Spencer Tunick y Octavio Paz), Monsiváis es el testigo de todo evento: terremoto, masacre, inundación, protesta, marcha, coloquio, conferencia, mesa redonda, simposio o manifestación pública. Siempre he pensado que si a él le gustó tanto que Tunick desnudara a los mexicanos en el Zócalo y a las mexicanas viejas y jóvenes en la Casa Azul en honor a Frida Kahlo, es porque él habría querido hacerlo (así como se disfrazaba de obispo), pero su protestantismo no se lo permitió. Durante los pasados 30 años resultó indispensable tanto en los actos universitarios como en los multitudinarios porque reseñaba las tragedias nacionales como las glorias de la farándula y si comía con el rector Juan Ramón de la Fuente, en la torre de Rectoría, cenaba con Madonna. Salir en la foto con Monsi era una consagración, salir con Madonna, una muy probable excomunión.
Hoy ya no nos acompaña la risa de Carlos y su despeinada cabellera blanca. No por nada José Luis Cuevas lo dibuja como un Quevedo posmoderno, que puede darse el lujo de burlarse de quien le dé la gana o deshacer a su mejor amigo sin que se enoje. Sus juicios definieron a los grandes acontecimientos y por lo general tenían que ver con la buena conducta política y con la moral. Lo llamaban para ser el comentarista de cuanto suceso importante en México, porque sin él no quedaban consignados. En el concierto de Pavarotti en el Palacio de Bellas Artes, al referirse a quienes lo vieron en una pantalla gigante en la calle a pesar de la lluvia, sentenció: Este es el mejor público porque viene a ver, no a que lo vean.
–Yo ya no leo novelas –me dijo hace años– pero haré un esfuerzo sobrehumano para tu Tinísima.
–¿Sólo lees crónicas?
–Sí, el documento es el arte del futuro.
Monsiváis ponderó a Tom Wolfe, a Norman Mailer, a Truman Capote. Analizó el New Journalism, porque lo que él hacía tenía mucho que ver con el nuevo periodismo y con el modo en el que utilizaba su información que al final de cuentas era una forma de denuncia y sobre todo de lucha. Él tenía a sus informantes (entre otros yo, a ver, dime qué sabes, qué viste, qué te dijeron), pero a todo le daba un nuevo tratamiento y los burdos informes se transformaban en sus crónicas en materia memorable.
Alguna vez hablamos de Studs Terkel, ganador del premio Pulitzer por su The Good War: An Oral History of World War Two y autor de Working, porque Hugo Hiriart me aconsejó: Deberías hacer un libro sobre el trabajo en México, entrevistar a una enfermera y a un minero, a un cantinero y a un taxista, los grandes sujetos de la llamada oral history o literatura oral, como habría de hacerlo más tarde Oscar Lewis con Los hijos de Sánchez. La voz de los llamados sin voz es una fuente formidable de enriquecimiento. Remiten a una historia colectiva y permiten hacer –claro, dentro de las limitaciones de cada escritor– periodismo de investigación, de denuncia, de resistencia que suele llamarse político. Durante toda su vida, Monsiváis fue un periodista-denunciante, o si a alguien le molesta lo de periodista, un escritor-denunciante.
Reunió a quienes consideraba cronistas y rindió homenaje a sus colegas en A ustedes les consta: antología de la crónica en México, lanzada por la Edciones Era en 1980 (aunque la Universidad Nacional Autónoma de México publicó una primera versión en 1979), en la que recoge y juzga a la crónica en México a través de dos siglos, desde 1806 hasta 1979 y va de Manuel Payno, Guillermo Prieto, Francisco Zarco hasta Hermann Bellinghausen, José Joaquín Blanco, Jaime Avilés y, el más joven, Fabrizio Mejía Madrid.
Todos estos escritores fogueados por la escuela del periodismo, a decir de Federico Campbell; además de reseñar acontecimientos de nuestra vida diaria, reflejan a su época y, en algunos casos, han sido factores de cambio como en el dibujante o monero Gabriel Vargas, quien marcó a los mexicanos con su historieta La familia Burrón. Doña Borola y Cristeta Tacuche son mis heroínas. Por cierto que el apoyo de Monsiváis a los caricaturistas resultó tan valioso como la reciprocidad, por ejemplo, de un artista como Rafael Barajas, El Fisgón, quien resultó definitivo en la creación del Museo del Estanquillo, el de las colecciones monsivaisianas. Finalmente, los caricaturistas son grandes historiadores y les aconsejo a todos leer a El Fisgón, quien es más elocuente que cualquier cuentista.
* Texto de la escritora y periodista leído en el Encuentro Nuevos Cronistas de Indias 2, en el Museo Nacional de Antropología, donde dictó la conferencia De Tlatelolco a #YoSoy132: crónicas de la resistencia

domingo, 7 de octubre de 2012

Una amistad ejemplar: Westphalen y Arguedas

7/Octubre/2012
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hay autores que uno recuerda perfectamente cuándo empezó a leerlos. Pero con José María Arguedas y Emilio Adolfo Westphalen no, de pronto estaban ahí como si siempre lo hubieran estado. Al primero lo leí entusiasmado en los finales setenta, como uno de esos enormes narradores que antecedieron al Boom, como Guimarães Rosa, Rulfo, Carpentier o Borges, con el vano intento de agotarlo; al segundo lo leí y releí primero en fotocopias, luego en aquella edición del FCE, Otra imagen deleznable, luego en una poesía reunida que publicó Alianza, y que alguien me pidió prestada y no me devolvió.
No sé quien lo introdujo entre nosotros (me refiero a mi generación), sí fue Adolfo Castañón quien nos habló de él, o si Carlos Gaitán nos recitaba sus poemas a voz en cuello y altas horas de la noche, o Rafael Vargas nos prestaba libros que traía o le llegaban milagrosamente desde Lima. En todo caso, Westphalen y Arguedas, como el dinosaurio de Monterroso, todavía estaban ahí, y sentíamos que habían estado siempre. Pero nunca, yo al menos sentí, que estuvieran juntos, sólo hasta ahora que leo El río y el mar, la correspondencia entre ambos.

Arguedas fue el novelista capaz de recrear la voz de la tierra y las raíces ancestrales indígenas; Westphalen el poeta que nos abría a los registros más profundos del surrealismo y la vanguardia. No puedo dejar de señalar que ahora me emociona saber que fueron tan amigos y se admiraron tanto el uno al otro. Unos años después de mis primeras lecturas, el azar con sus buenos oficios, y la amistad de Marcos Límenes e Inés Westphalen, me dio la oportunidad de publicar Ha vuelto la diosa ambarina, así como una traducción del propio Westphalen de una escritora italiana, María Venezia. Y de organizar una pequeña exposición sobre César Moro en la Galería de la Casa del Tiempo. Con ese motivo vi y traté al autor de Las ínsulas extrañas durante algunos días, unas cuantas horas. He de decir que nunca he conocido a ningún escritor que se correspondiera tan precisamente con su escritura como él. Diría que se había escrito a sí mismo. A Arguedas no lo conocí y apenas recuerdo fotos suyas.
El río y el mar es uno de esos libros que no se escriben en sentido estricto, sino que se hacen y se viven. Las cartas son un género muy personal, muchas veces, como las que nos convocan hoy, de carácter íntimo, que no buscan más que un lector. Cuando esas cartas son también escritura y admiten sin menoscabo la lectura de un entrometido lector se vuelven admirables. Hay algunas que son un simple documento. Pero las reunidas por Inés Westphalen conforman un verdadero libro literario, una novela de la amistad.
Es a eso a lo que aspiran los epistolarios de este tipo, sean los de carácter intelectual, como las cartas entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, o los más declaradamente amistosos. Ambos cobran importancia por ser los corresponsales quienes son. ¿Habría que preguntarse si sin esa referencia tienen algún valor? Una pregunta sobre la pregunta misma es, dirían los profesores de retórica, una trampa. Y en efecto lo es, pues no habrían escrito estas cartas si no fueran quienes son. Por eso me gusta esa especie de novela polifónica que a veces se arma en las correspondencias, las pequeñas anécdotas, incluso hasta los chismes, esa densidad cotidiana de los viajes, las lecturas, los amores, las bromas, los sobreentendidos. Los epistolarios –y éste en especial– suelen dar un espacio enorme a esa condición: “te encargo una tela, dile a fulanito que me mande tal cosa, vamos a celebrar tu cumpleaños, nos veremos en verano”, etcétera.
En Westphalen uno percibía una absoluta seguridad en lo que era su escritura, a la vez que un desprecio absoluto por los fastos que un escritor podía y merecía haber recibido. No le quedaba duda de que la poesía, como los ríos de su amigo Arguedas, era subterránea. Diría que fue el poeta, aunque lo traté apenas unas horas, que mejor encarna la absoluta indiferencia que le producía la fama. Quería tener lectores, pero no a ese precio. Uno sentía en su presencia que la poesía sí es de veras un universo ajeno, aunque paralelo, a éste que vivimos.
Por eso no me sorprende que cada vez que leo y releo sus poemas me queda la sensación de no entender nada, de no estar a la altura, de percibir, sí, que allí está la médula de la experiencia poética, pero que apenas quiero darle alcance se me escapa, como el gato de Lezama Lima. Y esto me permite tocar, aunque sea brevemente, el asunto del surrealismo latinoamericano y peruano en especial. No vayamos a caer en el lugar común de que la poesía no se explica: claro que se explica. Si después de explicarla seguimos encontrando que es inexplicable, es otro asunto. Los poemas de este autor duelen en el pecho, provocan desazón, angustia y vértigo de estar ante la revelación y no poder asirla. Saber que los escribió un ser humano como el que se refleja en El río y el mar es verdaderamente emocionante.
Si cambiamos Westphalen por Arguedas, poesía por novela, las palabras siguen siendo igualmente válidas. La relación entre ambos en la correspondencia no es, ya lo dije, una relación intelectual sino afectiva, es decir amistosa, y si bien es inevitable que haya también elementos intelectuales –ambos son hombres de palabras– lo que importa es ver cómo dos autores enormes, dos monstruos literarios, se reconocen entre sí más allá de sus diferencias, el narrador con preocupaciones sociales e indigenistas junto al poeta de los abismos expresivos. El río y el mar: un testimonio de una amistad.