sábado, 11 de septiembre de 2010

Fernández de Lizardi y la esplendorosa picaresca

11/Septiembre/2010
Laberinto
Iván Ríos Gascón

En una carta fechada el 30 de mayo de 1914 en La Habana, Cuba, Pedro Henríquez Ureña explicó a su querido amigo Alfonso Reyes, sus concordancias y desacuerdos con el ensayo “El Periquillo Sarniento” y la crítica mexicana, que Reyes publicó en la Revue Hispanique.

Henríquez Ureña alabó las tesis sobre Fernández de Lizardi: la moral novelesca, la maestría para recrear el argot de la Nueva España, la liosa profundidad de sus personajes y el ajuste de cuentas con los letrados de la época, digamos la pedantería con la que Altamirano trató a El Periquillo Sarniento, aunque sobre este punto, Henríquez Ureña le enmendó la plana a Alfonso Reyes, recordándole que uno de los detractores más ácidos de Fernández de Lizardi fue el oaxaqueño Carlos María de Bustamante (1774-1848), para quien la historia de Pedro Sarmiento, apodado Periquillo por vestir de verde y Sarniento por la roña que adquirió de niño, era difícil de considerar útil o dañosa. Bustamante definió a El Periquillo como “un curso de tunancia práctica: es verdad que en su lectura triunfa la virtud sobre el vicio; pero también es una escuela práctica de prostitución en México”.

Los desacuerdos eran de índole metodológica. El desinterés de Reyes para explayarse sobre algunos temas, el descuido de la escritura al vuelo (Reyes se refirió a otra obra de El Pensador Mexicano como La Quijotita y su hermana, cuando en realidad era la prima), los supuestos vínculos entre El Quijote y Novelas ejemplares de Cervantes con El Periquillo, que Henríquez Ureña no veía por ningún lado, y la convicción de que en verdad se trataba de la primera novela mexicana, ya que ciertos autores citados por Reyes escribieron cuentos largos, no eran novelistas y tampoco mexicanos. De cualquier modo, aquel ensayo bosquejaba un estudio más profundo que Henríquez Ureña recomendaba al joven Reyes enviar a los intelectuales más ilustres “de toda España” como Azorín, Valle Inclán, Rodríguez Marín, Unamuno, doña Blanca de los Ríos, doña Emilia Pardo Bazán y los Menéndez Pidal, entre muchos otros: la valía de El Periquillo Sarniento debía pregonarse más allá del continente, pues José Joaquín Fernández de Lizardi, testigo incorruptible de su tiempo, incansable promotor del Estado laico, prisionero por dotar de armas a los insurgentes y excomulgado de la Iglesia por su Defensa de los francmasones (1822), había sido la conciencia informativa y literaria más activa del México independiente. Sus periódicos El Pensador Mexicano, Alacena de frioleras, Caxoncito de la alacena y El Conductor Eléctrico, y sus novelas, versos, folletines y obras teatrales plasmaron una radiografía político-social de interpretaciones infinitas.

La escritura proviene del aprendizaje y la experiencia, de la observación aguda y la franqueza intelectual a costa de la maledicencia colectiva. En un espacio de la novela, quizá como respuesta a la persecución y la censura, esa eterna sombra que cercó a Fernández de Lizardi, el Periquillo cita a don Francisco Xavier Peñaranda: “la deshonra ha de nacer de la ociosidad o de los delitos, no de las profesiones”. Y el oficio de la palabra llana, de la recreación y la meditación existencial, fue el pilar de la gloria y las caídas de un creador que, coincidían Reyes y Henríquez Ureña, ilustró a los libres con su esplendorosa picaresca…

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