martes, 24 de julio de 2018

María Luisa La China Mendoza (1930-2018): historias de liberación y desencanto

22/Julio/2018
Jornada Semanal
José María Espinasa

En los primeros años setenta del siglo pasado, una periodista de talento, que había llamado la atención, irrumpe en el panorama de la novela con una sensibilidad a flor de piel, más cercana a la poesía que a la narrativa, y con un lirismo menos asfixiado que el que habían puesto sobre la mesa Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila e Inés Arredondo. Si las mencionadas habían abrevado ampliamente en la veta abierta por Katherine Mansfield en el cuento, Mendoza ha leído con atención a Marcel Proust y a Virginia Woolf, y toma de los poetas sus claves para encontrar el tono –Gorostiza, Sabines, sor Juana– y además desplaza el peso del entorno familiar y lo centra en sus protagonistas femeninas, claramente trasuntos de un yo personal, y en su relación con la familia y el terruño, de una manera muy distinta de la de Jorge Ibargüengoitia, ambos oriundos de Guanajuato.
Su primera novela, Con él, conmigo, con nosotros tres (1972), tomado de José Gorostiza, plantea de otra manera una idea de la convivencia en esa santísima trinidad con algo de profano, y como había hecho Elena Poniatowska con Lilus Kikus y Hasta no verte Jesús mío, abre el cerrado y enrarecido universo que parecía ser el ámbito femenino, y como en ella, aunque de manera muy distinta, Mendoza se interesa en el contexto político. Y en la novela, la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas se volverá una especie de leitmotiv de la narración, una especie de monólogo interior en el que se avanza y se avanza sin aparentemente moverse del lugar o, mejor dicho, del momento pesadillesco en que se desata la represión, pero todo interiorizado, sin ninguna intención épica o heroica.
Así, esta autora despliega los temas y registros que narradoras como Arredondo y Dávila plantean, pero les da un ritmo diferente, heredero de algunos pasajes de Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, y emparentado con el tono vertiginoso de Andamos huyendo Lola. Se trata, el conjunto de los tres libros –Con él, conmigo, con nosotros tres, De ausencia, El perro de la escribana– de una extraordinaria trilogía en la que el sentimiento femenino asfixiado en la mojigatería y los sobreentendidos de la provincia respetable, las convenciones de una burguesía que le confiere un lugar más que secundario extraño a la mujer y a su sexualidad. La más lograda –De ausencia– se centra en un solo personaje que está poseída más que por el amor por el deseo sexual y en el que la muerte irrumpe como un elemento que cierra el dilema. En realidad el tema, en cierta manera, de las tres novelas, es el envejecimiento de la mujer como un infierno al que la condena ese deseo, porque no se trata de la irrupción de la enfermedad sino del deterioro de la belleza, como si la ventaja que tuviera una mujer fea o envejecida fuera no sentir de la misma manera ese paso del tiempo.
La narradora usa la atmósfera acumulada en la ciudad de su infancia y juventud, los rumores, los dimes y diretes, las leyendas, la relación con los objetos –telas, muebles, casas– y las costumbres casi vueltas liturgia de la vida diaria. Pero así como el cuerpo se vacía de sentido al envejecer, esa misma sociedad pierde su estructura interna y se derrumba. El contexto es el mismo, por ejemplo, de las novelas de Ibargüengoitia, la mirada está teñida de un cínico escepticismo que les da su tono de aguafuerte. En cambio, en María Luisa Mendoza hay, sin duda, un cariño y una ternura por ese “terruño”, pero eso no hace menos cruel la mirada. La diferencia estriba en que se trata de una mirada femenina asumida por ella y no del humor quirúrgico del autor de Las muertas. Por eso también los estilos son tan distintos –la frase corta y sintética en él, la de ella sinuosa y proliferante, como si nunca fuera a acabar, con una libertada rítmica asombrosa y con una arquitectura casi imperceptible, frente a la muy evidente de su coterráneo.
Hay que aclarar que las novelas son claramente diferentes en su tramado anecdótico, pero que su tono y ritmo es muy similar. En Con él, conmigo, con nosotros tres el disparador es la matanza en Tlatelolco, pero de allí se proyectan vectores al pasado dejando el hecho histórico como un horizonte o como un ancla que impide que se pierda el contacto con la realidad. O como un lastre para el zepelín que sirve de disparador para su segunda novela, De ausencia, en la que el cambio más importante es la acentuación del desencanto en el destino prometido. La muchacha de provincia adquiere un cinismo que era hasta hace poco imaginable que no fuera constitutivo al medio y a ella misma en su origen.
La narrativa escrita por mujeres se construyó en esas anécdotas tópicas que encontraron su verdadera dimensión en el tratamiento literario. Mendoza le otorga un cierto lirismo y digamos que sitúa el punto de vista narrativo y el tono que de él se desprende un poco antes, en el tránsito de la niñez a la juventud. La ronda de amigas, la familia, el impulso amoroso, están menos construidos y eso le permite desatar su lirismo. Otra vez el ’68 es visto como un juego de niños, una travesura, que es castigada de manera excesiva por el padre autoritario. Por eso la prosa toma a veces un tono de canción infantil en la repetición de palabras, tiene el juego como horizonte, la seguridad de un mundo intocable por el mal que, sin embargo, es el blanco de esa oscuridad que lo hace posible: lo crea para malversarlo. La ausencia de hijos en la vida de la autora se refleja en una angustia central en sus novelas.
De hecho, las dos últimas –De ausencia y El perro de la escribana– serán como una variación de esta primera formando una trilogía realmente fascinante de una de las apuestas más personales de nuestra narrativa. A pesar de que fueron bien recibidas por los lectores, en la obra de esta escritora perjudicó su militancia política en el pri –fue diputada federal por Guanajuato en la liii legislatura, 1985-1988– y poco a poco fue dejando de escribir (o al menos de publicar sus textos), limitándose a algunos cuentos y a antologías diversas de sus escritos.
La lucha contra el tiempo es una guerra perdida como lo es contra la muerte –y hay que diferenciar una de otra, son dos luchas distintas–, pero la manera en que se manifiesta –la vejez– la hace terrible y desoladora. Los personajes de sus novelas parecen empezar a ser viejas apenas acaban de ser niñas. La juventud ya es un proceso de deterioro. Por eso De ausencia puede tener mil historias que se reducen a una: envejecer. Y sus amantes –el árabe, el minero– son excusas en que se manifiesta ese envejecimiento. Y todo envejecimiento es tan doloroso porque tiene sobre todo futuro: siempre se puede envejecer más. Por eso, la muerte en todo caso resulta un alivio. Y si llevamos esto hasta el extremo: las mujeres nacen viejas por esa misma condición social que les impone la extrañeza. Por eso la literatura mexicana, que había reconocido en años anteriores la condición de otredad del indio, del rebelde, del revolucionario, del religioso incluso, se encuentra con una otredad doble: la de la mujer, más radical y en cierta manera inexpresable en el lenguaje de los hombres. De allí la distancia que tienen no sólo con la narrativa anterior sino incluso con la de sus propios contemporáneos (pongo un ejemplo: en Juan García Ponce, la mujer es siempre joven, incluso cuando envejece).
En Mendoza, la familia, por ejemplo, es contexto y horizonte, pero pasa a segundo plano, no es un asunto central, mientras que el deseo sí. En eso se diferencia de Luisa Josefina Hernández. Incluso no representa algo que hay que proteger, la considera ya perdida, incluso aunque sus personajes hablen o añoren los hijos, la descendencia. La institución social, religiosa, moral e ideológica que representa la familia en sus novelas ya no tiene una presencia conflictiva y no adquiere su destrucción o derrumbe ningún rasgo trágico.
Mendoza abre una vía que después tendrá sus secuelas en narraciones tan distintas como Arráncame la vida Como agua para chocolate al dar carta de identidad a ese monólogo de conciencia que, sin embargo, suma muchas voces diferentes gracias a la identificación con lo femenino arquetípico, y que tampoco tiene conciencia de sí mismo sino que es un torrente aleatorio, a veces casi surrealista, y con dejos psicoanalíticos, dispuesto al arrebato. De allí que pueda pasar de la ronda infantil al bolero y de allí a la poesía de sor Juana, sin miedo a las cursilerías.
En sus narraciones se ve claramente el dilema entre el arrebato de la intensidad y el dolor del silenciamiento de los impulsos. En esa encrucijada conquista su tono y a la vez accede a la novela (los cuentos de esta autora son piezas bastante menores) y a la mudez. Después de El perro de la escribana, Mendoza guarda un silencio que ha sido poco atendido. ¿Percibió que su tono se agotaba en la repetición de claves nostálgicas y recursos líricos o la angustia la enmudeció? Es probable que el mismo ejercicio de liberación que significó su uso del monólogo interior le limitara los registros. El paso, entre las escritoras mujeres, del cuento, que les cuadró también en un período –Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Elena Garro, Inés Arredondo–, a la novela no fue fácil: el dique lo rompe Los recuerdos del porvenir por su calidad, pero ya antes Luisa Josefina Hernández, y una autora de la generación anterior (Ana Mairena) habían propuesto una nueva sensibilidad narrativa. Mientras la novela de la Revolución desemboca en una dirección en la novela urbana –La región más transparente(Fuentes), Los errores (Revueltas), José Trigo (Del Paso)– en otra lo hace en Los recuerdos del porvenirBalún Canán.
Mendoza se sitúa equidistante de esas corrientes apelando únicamente al universo interior femenino que se manifiesta, sí, en un contexto, pero que va más allá. En palabras de Guadalupe Dueñas, algunas de estas escritoras configuran lo que ella llamó “las viudas de López Velarde”. Y en efecto, Mendoza pertenece a esa línea: la mirada sobre Genoveva o sobre Fuensanta ya no es la de sus admiradores sino que son ellas mismas las que se describen. Ausencia es un personaje arquetípico y su vivencia más que descrita es encarnada en palabras y ritmos. Como el zacatecano, la China presta oído al habla de la calle, a las consejas del vecindario, a los tiempos de las casas señoriales de esos pueblos mineros –San Luis Potosí, Zacatecas, Guanajuato– que conforman un microcosmos diferenciado.
Lo que en los cuentos es veladura, en estas novelas es ya puesto a la luz. Insisto en que esto provoca a la vez una liberación y una angustia, sentimientos simultáneos en que al menos en Mendoza provocan un silencio posterior (ella dijo en diversas ocasiones que se encontraba trabajando sobre otras novelas, incluso señaló que una de ellas es sobre el exilio español en nuestro país, pero es probable que se tratara de otra manifestación de lo que se podría llamar el síndrome de Rulfo con “La cordillera”). Así, Mendoza es heredera más bien de La suave patria que de los poemas de Zozobra. De hecho, hay una voluntad paródica en su retrato social que recuerda el tono de la “gota categórica” o de las “campanadas como centavos”. Incluso en cierto momento su manera de adjetivar y su sintaxis se vuelcan sobre una libertad que resulta más precisa e intensa que el vocablo aceptado

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