sábado, 24 de agosto de 2013

Paseos con Álvaro Mutis

24/Agosto/2013
Laberinto
Jorge Bustamante García

Conocí personalmente a Álvaro Mutis hace unos treinta años. Me lo presentó el poeta y traductor luso queretano Francisco Cervantes, un ser que podía ser al mismo tiempo áspero, gruñón y afable, singular e impredecible, en una lectura en la que Mutis participó en el Palacio de Bellas Artes. En esos años yo era un geólogo provinciano dedicado a la exploración en las montañas de Jalisco, que a veces se escapaba al D.F. para intentar entrevistas con escritores que luego aparecían en la edición dominical del diario colombiano Vanguardia Liberal de Bucaramanga o en la revista bogotana Gaceta de Colcultura. Allí aparecieron, entre otras, conversaciones con José Agustín, José Luis González, Luis Cardoza y Aragón, Jaime Labastida, Ernesto Mejía Sánchez y Sergio Pitol. Intenté entrevistar en una ocasión al propio Cervantes, pero el poeta me llevó a un antro donde a su lado se sentó una dama que él conocía y a cada pregunta mía sobre su obra y su trabajo de traductor la desapacible señora siempre metía su cuchara, por lo que la interviú resultó impublicable. Entonces me sugirió buscar a Álvaro Mutis, con quien sin duda —me dijo— se lograría un diálogo sugestivo y encantador.
Yo había leído parte de la poesía de Mutis desde mis años de estudiante de bachillerato en Zipaquirá. A Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos regresaba de manera intermitente en la década de los setenta. No era una poesía que me apasionara sin medida en esos abriles de mi vida, pero había algo en ella que rozaba sin tregua mi apreciación de las cosas y el mundo. Sería, quizá, la peculiar visión sobre la vanidad de las empresas humanas, el absurdo de nuestros esfuerzos y la prisa loca en la que se extravía la vida. El encuentro no fue posible por esa época, tal vez por los constantes viajes de Mutis y porque yo pasaba largos periodos en un yacimiento aurífero al occidente de Jalisco. Sin embargo, cuando empezaron a aparecer sus novelas a finales de los ochenta y principios de los noventa, le di puntual seguimiento a la saga de Maqroll el Gaviero, esa prolongación natural de su poesía. Fue por esa época que empecé a verlo con mayor frecuencia.
Visitó Morelia en varias ocasiones. Le gustaba caminar por las calles del centro histórico mientras conversaba animadamente de las cosas que veía, lo que nos rodeaba, las visiones que le llegaban palpitantes de su memoria andante. Su conversación era firme, su voz vigorosa y sonora siempre impregnaba sus palabras de un cierto espíritu caviloso que le daba diafanidad a su discurso, salpicado de guiños irónicos y dosis imperceptibles de descreimiento. Nos metíamos a algún restaurante, bebíamos una copa de vino tinto antes de las viandas y su conversación se volvía un río. Era un placer escucharlo, sus historias parecían brincar impetuosas sobre los platos y marcharse tranquilas a tropezar con la vida en las calles. Todo en él rezumaba brío, empuje, frescura. Una tarde dio una charla en la Casa de la Cultura de Morelia sobre poesía hispanoamericana que resultó memorable. Nos habló de la obra de Enrique Molina, Vicente Gerbasi, Juan Liscano, Gastón Baquero, Gonzalo Rojas, Jorge Gaytán Durán, Carlos Martínez Rivas, Blanca Varela, Cintio Vitier y muchos otros. Hubo instantes relevantes como cuando leyó con su voz inconfundible de bajo ligero unos versos del venezolano Gerbasi, que se tatuaron en mi imaginación cual impronta indeleble: “Detrás de los árboles secos/ una era nueva/ mueve jardines fluviales./ Entre las hojas/ las mujeres desnudas/ se abren como tulipanes húmedos”. Al día siguiente, en el mismo lugar, hizo una lectura de poemas de Summa de Maqroll el Gaviero que acababa de aparecer en la editorial Visor de España. El público que colmaba la sala escuchaba expectante, mientras a mí me conmovió de manera especial el “Nocturno” que termina con los versos: “Ahora, de repente, en mitad de la noche/ ha regresado la lluvia sobre los cafetales/ y entre el vocerío vegetal de las aguas/ me llega la intacta materia de otros días/ salvada del ajeno trabajo de los años”.
En otra ocasión presentó en Morelia, junto con Vicente Quirarte, mis versiones de poemas de Anna Ajmátova que habían aparecido en la colección Poemas y Ensayos de la Dirección General de Publicaciones de la UNAM. Fui a recibirlo al aeropuerto local y tan pronto pisó tierra me entregó tres cuartillas de un prólogo que le había solicitado unas semanas antes para el libro Cinco poetas rusos que aparecería después en la editorial Norma de Bogotá. Me sorprendió su gesto y la manera ágil y comprometida como abordó en esas tres páginas, que tituló “Las voces de la tormenta”, la poesía de Mandelstam, Sologub, Gumiliov, Blok y la propia Ajmátova. Muchas veces hablamos de estos poetas que a él le fascinaban. En la biblioteca de su casa en San Jerónimo reservaba un estante completo para estos y muchos otros escritores rusos que leía, sobre todo, en versiones francesas. Su interés por los escritores rusos ha sido una constante. A finales del 2001 le envié un cuaderno publicado por filodecaballos con versiones de catorce poetas rusos. A los pocos días me llamó solo para decirme “qué fuertes y recios son esos poetas rusos del siglo de plata” y aclaró que le habían gustado, sobre todo, los poemas de Sologub, Arseni Tarkovski y Tsvetáieva. Apenas hace unos meses atrás lo llamé y noté su voz un poco apagada, pero no fue sino que le recordara a algunos de estos poetas y su voz se animó de nuevo vivamente: “¡qué maravilla son esos poetas rusos!”, exclamó, y se extendió esta vez en Ajmátova y Pushkin.
En el traslado del aeropuerto a Morelia le comenté que había acabado de leer las novelas Amirbar y Abdul Bashur, soñador de navíos. La segunda me gustó mucho, y la primera me inquietaba porque Maqroll se había vuelto buscador de oro en tierra firme, asunto al que yo me dedicaba desde hacía años. Me atreví a preguntarle cómo había ocurrido la transformación de Maqroll, un hombre de mar, en minero. Me parecía fascinante esa osadía. Le comenté que tal vez por su inexperiencia minera, Maqroll al entrar a la mina buscaba la veta en el suelo del socavón, mientras los mineros con colmillo y los geólogos la buscan, por el contrario, en el techo o en la frente de la galería. Mutis me escuchó con atención, sonrió divertido y dijo con toda naturalidad “carajo, tienes razón, no sé qué le pasó al Gaviero”. Años después volví a leer Amirbar en un campamento de exploración en el distrito minero de San Diego Curucupaceo, al sur de Michoacán, y me gustó más que la primera lectura, hasta tal punto que en el levantamiento de las minas y en el respectivo mapa que elaboramos, a uno de los filones lo bautizamos como Amirbar, en honor al Gaviero.
A fines de los años noventa lo visité varias veces en su casa de San Jerónimo. En ocasiones íbamos con el escritor y periodista Eduardo García Aguilar, quien en 1993 publicó Celebraciones y otros fantasmas, una larga y muy completa conversación con el inventor de Maqroll el Gaviero, una biografía intelectual. A Mutis siempre lo encontrábamos alegre, le daba gusto que lo visitáramos, no cesaba de conversar de mil cosas, de sus amigos (en su estudio había una gran cantidad de ellos en fotografías), de los libros que más le gustaban, sacaba botellas de la cava y nos preparaba tragos de su invención, escuchábamos música por horas y siempre había un momento aparentemente contradictorio, pero delicioso, en que ponía en discos de acetato primero “Dios salve al Zar”, interpretado por un coro ortodoxo portentoso, e inmediatamente después el enérgico y melodioso himno de la extinta URSS ejecutado por otro coro igual de maravilloso del ejército rojo.
Siempre me ha parecido que leer a Mutis ha sido una de las buenas cosas que me han sucedido. Hay que leerlo para dudar de todo y no creer sino en la lectura de los libros prodigiosos que prolongan la vida. Solo esos libros nos pueden alimentar eficazmente en medio de los destrozos de un mundo que corre con prisa y sin remedio hacia su propio extravío. La obra de Mutis es la de un esteta atrevido del deterioro, la de aquel que sabe que una palabra es suficiente para que se inicie “la danza de una fértil miseria”. El aparente monarquismo del escritor y su ilusorio desdén de la actualidad (el último hecho histórico que decía le interesaba fue la caída de Constantinopla en 1453), solo puede entenderse como una fina y pícara ironía del inclinado naufragio que vive el mundo contemporáneo.
Lo visité, la última vez, hace apenas tres semanas. Me acompañó el escritor y gran conocedor de su obra, Mario Rey. En una agradable habitación del segundo piso de su casa nos recibieron Carmen y don Álvaro. Los dos se veían de muy buen talante, alegres, conversadores. A sus noventa años el autor del Gaviero luce muy bien. Departimos durante tres horas, recordamos, bebimos whisky Chivas, Mutis tomó tres tragos, nos habló de su infancia en la finca de Coello, cerca de Ibagué, en Colombia, de su llegada a México, de Lecumberri, de su amigo Gabo, a quien ha visto recientemente. Al salir, Carmen nos acompañó y pudimos ver una vez más, en el primer piso, los libros y el estudio del poeta. Reviví por un instante nuestras veladas en ese lugar. Al salir a la calle le comenté a Mario que aunque no lo acepte, de seguro Mutis sigue imaginando nuevas empresas y tribulaciones de su entrañable personaje.

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