domingo, 16 de octubre de 2016

Maestros entrañables

16/Octubre/2016
Confabulario
Huberto Batis

Uno de los maestros que recuerdo con más aprecio es el poeta español Luis Cernuda. Era muy puntual en su clase de Literatura Francesa. Llegaba a las cuatro de la tarde, con el sol entrando al salón por las ventanas que abarcaban de piso a techo, al estilo Le Corbusier. Se plantaba frente a la ventana con el sol bronceándole el rostro cetrino. Así daba su clase, mirando al jardín sin mirar a sus tres únicos alumnos. Eran clases maravillosas, a la altura del mejor auditorio. Comenzaba a hablar cuando su reloj sonaba y dejaba de hablar cuando volvía a sonar, a la hora en punto.
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Muchas veces nos hablaba en francés, de tal manera que no entendíamos nada, así que nos metimos a clase de francés simultáneamente para entenderle. Le preguntábamos: “Maestro: ¿Qué significa lo que dijo?” Y no se dignaba a contestarte. Quizá no quería volverse para no ver a los pocos alumnos que asistíamos a su clase. Se hubiera llevado una gran decepción. Aun así, era ejemplar el respeto que tenía con su pequeño auditorio, totalmente inmerecido, formado por tres muchachos ignorantes, no sólo de la literatura francesa sino del idioma. Don Luis había dado clases en Inglaterra, en Estados Unidos y finalmente vino a México, a donde llegó a vivir en casa de un poeta amigo suyo que vivía en la calle de Tres Cruces, en Coyoacán: Manuel Altolaguirre.
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En una ocasión mi amigo, el maestro nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, me invitó porque iba a ver a Cernuda en su casa de Tres Cruces. Tocamos el enorme portón y Cernuda entreabrió la puerta, vio a Ernesto y le dijo: “Pase usted solo.” Mejía Sánchez me dijo: “Ni modo”. Me cerraron la puerta en la nariz; se metieron a hablar y me dejaron en la calle. No le hacía la menor gracia que lo fuera a visitar nadie que no estuviera invitado. Cuando Altolaguirre se fue a España, Cernuda se quedó a vivir al lado de su esposa y su hija Paloma. Tengo un cuadro de una de ellas, que me regaló un sobrino: Manuel Ulacia, mi alumno.
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En otra ocasión encontré a Cernuda en una reunión de amigos de la facultad, y nunca me miró ni me habló. Cuando quise saludarlo se fue, sin más. Yo, tercamente, en otra ocasión que pasaba en coche por Avenida Universidad a un lado de los Viveros, vi a Cernuda paseando rápidamente. Me adelanté y me estacioné. Bajé del auto y lo esperé para saludarlo. Llegó adonde yo estaba y le dije: “¿Qué tal don Luis?” Pero me rodeó y siguió su camino sin decir una palabra.
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En otra ocasión le pedí a Joaquín Díez-Canedo que me consiguiera un poema de Cernuda para mi revistaCuadernos del Viento. Me dio el poema y me dijo que Cernuda le respondió que me lo daría con mucho gusto. Ahí comprendí que era un hombre generoso, pero inalcanzable. Nunca pude hablar con él ni una sola palabra. En el examen que le entregué no puso ni un comentario, ni una sola palabra, nada.
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Luis Cernuda era un solitario. A su muerte, lo encontraron tirado en el suelo en 1963.
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María del Carmen Millán
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María del Carmen Millán era una mujer bajita y tenía una cabeza que parecía no corresponder al tamaño de su cuerpo. Creíamos que cada año se le hacía más grande. Era enérgica, pero muy bondadosa, protectora de sus alumnos, nos guiaba y nos ayudaba. Ella fue mi directora en el Centro de Estudios Literarios y me dio la idea de mi tesis, que consistía en analizar los índices de la revista El Renacimiento, de Ignacio Manuel Altamirano, a los que añadí un prólogo. Esa experiencia marcó mi idea de publicar en las revistas y suplementos que después dirigí, sin importar ideología o gustos literarios, así como hizo Altamirano en el año de la amnistía de Benito Juárez a los conservadores, en 1869.
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Ella fue mi sinodal en mi examen profesional. Mi director de tesis fue Agustín Yáñez, quien presidió el examen. Además, también estuvieron Sergio Fernández, Ernesto Mejía Sánchez y Rubén Bonifaz Nuño.
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María del Carmen Millán comenzó su réplica diciendo: “¡Por fin llegamos al término!”, como si me hubiera tardado mucho… y sí, me tardé como cinco años pero hice un tomazo. Sergio Fernández me hizo preguntas muy pícaras. Me preguntó: “¿Con qué escribía Altamirano?” Yo le respondí: “Supongo que con plumilla y tintero”. “¡No! -me decía-, los pintores dicen que pintan con el sexo. Así debía de escribir Altamirano”. Y agregaba: “¿Usted con qué escribe?” Mejía Sánchez me hizo notar varios errores capitales que traía mi tesis. Por ejemplo, hice dominicano al cubano José María Heredia. Me reclamó que cómo podía escribir esa barbaridad. Bonifaz Nuño se puso de acuerdo conmigo. Yo sabía qué me iba a preguntar y él sabía qué le iba a responder. Así era: muy buena gente. En cambio, Agustín Yáñez no quiso intervenir porque ya se le hacía tarde para irse a una reunión porque en esas fechas era consejero de la Presidencia.
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Después, María del Carmen me llevó con ella a trabajar en la SEP cuando dejó el Centro de Estudios Literarios. Ahí editamos libros y revistas en la Dirección de Publicaciones que en un principio coordinó Sergio Galindo, al que después se llevaron para dirigir el Instituto Nacional de Bellas Artes.
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Ahí, Gustavo Sainz, Alí Chumacero y yo hicimos los Cuadernos de López Velarde, que luego se publicaron empastados en dos tomos, pero que salían como revistas mensuales. Luego Gustavo Sainz y yo ideamos la colección SEP 70. Al principio hubo textos magníficos, pero luego cambió su perfil cuando Víctor Bravo Ahuja, titular de la SEP, nombró a María del Carmen como directora de Radio Educación. Cuando ella se fue entró un subsecretario que influyó enormemente en la publicación de libros de sociología, politología, economía. Al inicio logramos publicar Magia de la risa, libro de Octavio Paz y otros autores. María del Carmen terminó dirigiendo los canales de la SEP: Canal 13 y 7.
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María del Carmen murió en 1982 de una enfermedad muy rara. Primero se atendió en el Instituto de Cardiología, pero después la mandaron al de Nutrición. No pudieron hacer nada. No tenía síntomas. Por mucho tiempo convivimos, dimos clases en salones contiguos. Nunca noté algo raro en su salud.

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