domingo, 30 de octubre de 2016

Maestros fundamentales

30/Octubre/2016
Confabulario
Huberto Batis

Cuando llegué de Guadalajara tuve dos maestros muy cercanos y muy influyentes en mi persona: Antonio Alatorre y Sergio Fernández. Al primero lo conocí cuando don Alfonso Reyes lo designó mi tutor cuando me dio la beca de El Colegio de México. Después fue mi maestro de Teoría Literaria en la UNAM cuando Agustín Yáñez se fue de gobernador a Jalisco. Alatorre seguía el texto clásico de Teoría Literaria de René Wellek y Austin Warren y abarcaba desde Aristóteles hasta nuestros días. Era una tarea imposible. Además, nos ponía a estudiar la literatura clásica, neoclásica, romanticismo, de nuevo el neoclasicismo y la época actual. Ese era el plan de Alatorre. Nos daba a leer textos ilegibles, porque estaban llenos de datos. Alatorre era una enciclopedia, todo un índice de lecturas comentadas.
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Tiempo después, cuando Agustín Yáñez regresó a la Facultad de Filosofía y Letras se fue como secretario de Educación me encargaron dar su curso. Mis alumnos eran de todas las carreras: Letras Hispánicas, Italianas, Francesas, Inglesas, Alemanas (ahora hay hasta Portuguesas). Tenía una cantidad de alumnos muy numerosa, tanto que no había salón que los recibiera, por eso me tocó el Auditorio, en donde dictaba mis clases con micrófono. Por esas fechas me tocó organizar en el Justo Sierra la visita de un director de teatro europeo: Jerzy Grotowski. Tuvo un Auditorio repleto y nos dio la media noche hasta que los empleados apagaron la luz para obligarnos a salir. Nadie se salió y Grotowski siguió hablando en voz alta, sin micrófono. Así era el interés que causaban esas figuras que nos visitaban del extranjero. Sin embargo, una mañana invitaron a Lawrence Doctorow, pero nadie acudió a recibirlo.
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Antonio Alatorre era el clásico filólogo, lleno de referencias eruditas con las que transmitía un interés por las cosas importantes y bellas. Un día le dio un cambio de derrotero a mi vida. Me dijo que su hermano Enrique necesitaba un redactor para ayudarle a hacer la revista de El Banco de México, donde aparecían publicaciones de investigadores en economía e industria. Me propuso que me entrevistara con su hermano para ver si me arreglaba con él. Y nos arreglamos con gran éxito.
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En el Banco de México conocí a una muchacha que me flechó: Estela Muñoz Reinier. La vi un día en una de las jaulas que había en el sótano en donde las empleadas vigilaban la perforación y quema e los billetes antiguos que llegaban al Banco Central. Luego la buscaba en el comedor y a partir de ese momento buscaba sentarme en su mesa y cortejarla. Ella vivía en la colonia Santa María la Ribera, cerca del Museo del Chopo. Un día la invité a salir por la tarde. La llevé a la Universidad, la llevé al departamento que compartía con Carlos Valdés en la calle de Detroit, a media cuadre de Insurgentes. Un día mi papá vino de Guadalajara a una convención que hubo en Toluca. Fui por él y me lo traje para que me la pidiera en matrimonio. Estela era huérfana de padre, pero su madre y unas tías nos recibieron.
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Así me cambió la vida Antonio Alatorre. De su hermano Enrique sólo puedo decir maravillas. Me enseñó a fotografiar, a redactar, mejor de lo que ya sabía; me enseñó a formar y a editar una revista. Tuvimos una buena amistad, nosotros y nuestras mujeres: Yolanda Iris y Estela Muñoz. Ellos tuvieron un hijo y una hija. Nosotros tuvimos dos hijas: Gabriela, la primogénita y Ana Irene. Vivimos mil aventuras juntos, nos íbamos a acampar. Era un México muy distinto. Podías acampar donde quisieras con la seguridad de que nadie te iba a molestar, nadie te iba a robar, mucho menos a matar como hoy.
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Antonio y Enrique tenían también un grupo de canto con el que interpretaban letrillas líricas de la España medieval. La esposa de Antonio, Margit Frenk, era una experta en lírica popular. Cuando me casé en la Iglesia de la Coronación, cerca del Parque México, ellos se ofrecieron a cantar en mi boda, durante la liturgia. Una de las que recuerdo decía: “Teresita, hermana de la fara-liru-la”. Hoy, ambos hermanos Alatorre han muerto. Enrique no soportó la muerte de Yolanda Iris. La siguió unos cuantos meses después de su muerte. Antonio y Margit se separaron porque él descubrió su homosexualidad en el psicoanálisis del doctor Roquet.
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Un sabio
Otro maestro que recuerdo con mucho aprecio fue Sergio Fernández, profesor de Literatura Española clásica. También me tocó tomar el curso de Ernesto Mejía Sánchez porque éste dejó de darlo un año para hacer un viaje de estudio a España. Sergio sabía envolver a sus alumnos, parecía que nos hechizaba. Generaciones de alumnos tomaban todos sus cursos.
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Sergio hacía muchas reuniones en su casa, que construyó cerca de la escuela militar que estaba en la carretera del Desierto de los Leones. Tenía muy buen gusto para las artes. Te enseñaba música, pintura y teatro. Se casó con una alumna mía y suya: Josefina Iturralde. Ahora están separados y ella vive en Roma con su hija, Paula, de quien se decía era hija de otra persona. Sergio se casó con mujeres embarazadas a las que no les respondían los padres. Lo hacía para darles un patrimonio y un apellido. Académicamente fue uno de los mejores maestros de la Facultad de Filosofía y Letras.
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Mi maestro era también un excelente novelista: Los pecesLos signos perdidos, y En tela de juicioSegundo sueño y Olvídame. Novelas de amor para la monja portuguesaTenía la entrada a su casa en una subida a la montaña, en la que después hizo un garage, una biblioteca y un elevador. Cuando se cambió a esa casa guardó sus muebles en mi sótano y sus macetas en mi jardín. En una de esas mudanzas se rompió una que tenía un árbol del hule. Lo planté en un rincón de mi jardín y creció muchísimo, tan alto como cinco pisos. Es una belleza.
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Un día Sergio me dijo: “Invítame a cenar a tu casa con unos amigos”. Y llevó a Martha Chapa y a su marido. Es muy bella y muy simpática. Se ha dedicado a pintar manzanas. Me llamaron hace poco para invitarme a cenar con Sergio. Dijeron que era una invitación de él. Uno sabe que cuando prestas los libros es una pérdida para siempre, pero Sergio siempre ha mantenido el sentido del honor: te regresaba los libros. Hoy quedan muy pocas personas así.

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