domingo, 22 de marzo de 2015

Quiroga y la influencia bien asumida

22/Marzo/2015
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Pocos son los autores que aceptan abiertamente la influencia de sus antecesores. Horacio Quiroga, famoso por sus cuentos de la selva y sus historias de amor y locura, fue más allá: escribió seis novelas cortas haciendo alusión de sus autores favoritos. Estas obras de Quiroga sirven para comprender el proceso creativo de un autor con textos que, además de hacernos disfrutar por su lectura, nos ayudan a hacer que afloren partes profundas de la psique.
¿En qué momento madura la capacidad creativa de un escritor? ¿A quién tiene que leer para cohesionar su forma de pensar y escribir? La lectura siempre es buena. Incluso el más nefasto contenido de un libro logra despertar al lector, por lo menos, la esperanza de que mejorará al escoger el siguiente libro o profundizará en su asimilación: no es necesario, tampoco, conocer al autor o el resto de la obra para apreciar un texto. Existen los lectores “completistas”, que desean saber todo del autor y su obra, para establecer el peso de cada etapa. Y es tan válido como quienes no quieren ni conocer en persona al escritor para no prejuiciarse sobre la obra (hay autores insoportables que logran ahuyentar de su trabajo incluso a quienes ya lo habían apreciado).
Para quienes admiramos a Quiroga, nos resulta informativo saber de sus aficiones y verlas traducidas en pequeños homenajes: conoce al autor, lo asimila y lo imita, confiado, suponemos, en dejarlo atrás para seguir su propio camino. Al publicar estas seis novelas cortas entre 1908 y 1913, Quiroga no pretendía más que lograr un personal divertimento: tal vez un exorcismo literario, pues hay lecturas que nos corroen para toda la vida y, al escribir, son dulces demonios que susurran caminos inconscientes. Y, según los apuntes del autor y por el hecho de haberlas firmado con seudónimo (S. Fragoso Lima), en apariencia sólo eran una forma de conseguir dinero. Quiroga resuelve con estas novelas la clásica disyuntiva del escribano entre lograr su producción más subjetiva y, además, vivir de eso: se divertía, cobraba y se permitía trabajar en las obras que le importaban. Pero, al paso de los años, tampoco puede dejar de advertirse cómo para el autor también eran un placer culpable: el que se ocultara bajo el seudónimo no impide ver cómo se solazó y cómo logró entretener a sus lectores: el que se lo pagaran y le pidieran más, lo evidencia.
Comparar las novelas cortas con los autores homenajeados o con la obra “directa” de Quiroga sería limitar el efecto de su lectura. Son amenas, están bien escritas y nos remiten a diversos momentos de la literatura: ¿se puede pedir más a un trabajo “intrascendente” de un escritor señero? Sin embargo, no son totalmente ajenas al resto de su obra. Quiroga ya había escrito obra fantástica.
No es difícil establecer la afinidad entre Quiroga y Kipling por sus libros sobre la selva. Cierto que son selvas distintas, pero la relación del hombre con las bestias y su entorno a veces impenetrable e indomable, es evidente. En El devorador de hombres, estamos ante la narración hecha por el tigre de Bengala, Rajá, sobre el engaño hecho a su domador. El autor plantea el centro del problema, en voz de ese tigre: “¿por qué vinieron a la selva? Nosotros no íbamos a los campos.” El hombre y su afán rapaz llevó a la casi extinción del tigre en India. Más que el cachorro y la fiera, el texto inicia con el hijo orgulloso del padre que enfrenta y devasta a los hombres implacables. Cuando sus padres son muertos en la cueva, el cachorro es recogido por el joven cazador y llevado al circo, donde por cinco años lo entrenan a golpes y torturas para los espectáculos. Ahí, el matador de sus padres salvará una vez al domador de perecer en las fauces de Rajá, quien lo recuerda perfectamente y lo admira por su belleza y su porte. Como los animales de Kipling admiraban a los ingleses y despreciaban a los indios, así actúan los protagonistas del homenaje: al final, Rajá decapitará a su torturador, pero quedará feliz como mascota del lord inglés: más importa obtener un héroe inglés, que sancionar al torturador de animales.
Además de la trama, Quiroga evidencia el homenaje a Kipling al mencionar la presencia en el circo de un leopardo de Penjab (provincia británica de India donde vivió Kipling y ambientó varios relatos).
Pero las demás novelas cortas no son tan claras en su homenajeado. En El remate del imperio romano, Quiroga decía guiarse por Conan Doyle en sus muchas novelas históricas, pero también recuerda al Nobel polaco Henryk Sienkiewicz. El remate narra el peculiar momento del imperio romano donde los militares, los pretorianos, pusieron a la venta el imperio y lo compró un mercader milanés. Insultados los generales romanos por tal compra, fueron por el usurpador para matarlo. ¿Y cómo no lo hicieron con los pretorianos vendedores?, pensaría el lector. El toque de Doyle reside en los personajes secundarios: la emperatriz desea a un joven patricio, quien se niega a entregarse, cierto de que eso sólo lo acercará a una muerte temprana. Cuando los militares han ultimado al comprador milanés y van por la emperatriz, el patricio intenta salvarla y perecen los dos. Logrado homenaje que habla más de la calidad de Quiroga, por definir a los personajes y obtener su desarrollo al margen de la trama y alcanzar, al final, darles más importancia que la trama central: la muerte anunciada del comprador que apenas habría hecho sorpresivo el cierre del texto.
El mono que asesinó, Las fieras cómplices, El hombre artificial y Una cacería humana en África dan nota directa de Poe, en palabras del propio Quiroga: “Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo”, pero también se cuelan Lugones, Verne y el cienciaficcionero Eduardo Ladislao Holmberg.
Un autor tan singular como Horacio Quiroga acusa recibo de varios clásicos, pero termina por ser tan famoso como ellos y los mezcla en estas pequeñas novelas que de intrascendentes, como él decía, tienen muy poco. Ya quisieran muchos contemporáneos famosos hacer estos divertimentos literarios.

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