domingo, 14 de julio de 2013

2666 y el rostro del narco

14/Julio/2013
Confabulario
Oswaldo Zavala

En 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño, hay una escena en un bar de Santa Teresa —como se sabe, basada en la fronteriza Ciudad Juárez— en la que un policía judicial llamado Juan de Dios Martínez observa en la terraza del local a un hombre vestido de ranchero, sentado de espaldas, y cuyo rostro nunca puede ver directamente. El policía especula que se trata de un narcotraficante. Frente al ranchero está un joven acordeonista y una violinista, quienes intentan atraer su atención:
Lo más triste de todo, pensó Juan de Dios Martínez, era que el narcotraficante o la espalda trajeada del supuesto narcotraficante, apenas se fijaba en ellos, ocupado en conversar con un tipo con perfil de mangosta y con una fulana con perfil de gata.

Cuando los músicos por fin llaman la atención del supuesto narco y sus acompañantes, algo ocurre que intriga al policía:

El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas. La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático. ¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.

El supuesto narco permanece siempre anónimo, sin rostro, y es el único que no se distingue por un atributo animal (mangosta, gata). Su identidad imaginada le confiere de inmediato una función social específica que excede a la persona convencional y despliega violencia y poder sin tener que moverse de la mesa: es un narco. Cuando aparece su perfil por un instante, el judicial piensa en la aristocracia, en una élite que no consigue situar dentro del esquema de la sociedad conocida. La escena ilustra así la problemática manera en que se articula el imaginario del narco que predomina en la mayoría de las llamadas “narconovelas” en México: historias basadas en reflejos limitados de un fenómeno cuya realidad nos resulta inaccesible, lo real del narco únicamente posible a través de la construcción imaginaria de ciertos trazos de su violencia vista a una distancia infranqueable, donde la sensación del poder de una élite se intuye pero no puede conocerse.

A casi una década de su primera edición, 2666, la novela más ambiciosa y compleja de Bolaño, ha sido leída por la crítica académica a través de modelos teóricos que intentan rebasar la noción de una tradición literaria nacional. Con ello, algunos críticos sugieren entender la novela como una reflexión sobre procesos históricos mundiales que revela el violento fracaso de la modernidad occidental que experimentan en común, en el contexto del libro, México, Estados Unidos y Europa. Sharae Deckard, por ejemplo, propone comprender la estructura de 2666 como “sistemáticamente histórico-mundial, uniendo una semiperiferia particular (Ciudad Juárez) y una coyuntura histórica particular (el capitalismo tardío del milenio) con un vasto alcance geopolítico”. De modo análogo, Sergio Villalobos analiza 2666 como una “articulación planetaria del mundo a través de la guerra global”, siguiendo aquí la noción propuesta por el historiador italiano Carlo Galli para comprender las dinámicas mundiales que desactivan los conceptos decimonónicos de soberanía, territorio y nación. Estos acercamientos, desde luego válidos y productivos, se preocupan por trazar el arco histórico con el que Bolaño vincula la esclavitud africana, el holocausto y los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, fenómeno que Jean Franco, en su reciente libro Cruel Modernity, estudia como “un incidente en un colapso mundial”.

No obstante, 2666 ofrece también una aguda representación crítica de los primeros años del siglo XXI en México que la crítica encandilada por la globalización ha pasado por alto. Como explica el sociólogo Luis Astorga, la máquina presidencial del PRI sometió durante siete décadas a generaciones enteras de narcotraficantes. No se trató de una relación de complicidad o de tolerancia, sino de una total subordinación del crimen organizado al poder político. Con la caída del PRI en el 2000, el narco dejó de ser parte de la agenda oficial de Los Pinos. Y mientras Bolaño escribía, el país ya se despeñaba hacia una profunda crisis de gobernabilidad con la fragmentación del poder político y el debilitamiento del Estado que trajo la consolidación del neoliberalismo como única estructura aceptable de gobierno. Esta crisis alcanzó su punto álgido con la presidencia de Vicente Fox, que se distinguió, según Astorga, por “la inexistencia de una política de seguridad de Estado” que permitió “un mayor grado de autonomía de policías, militares y traficantes respecto del poder político”. Entre sus muchos aciertos, 2666 da cuenta de esa fragmentación del poder. En ese sentido y contra el juego de temporalidades sugeridas por su título, la novela es el fiel reflejo de su época, en particular con su representación del norte de México en “La parte de los crímenes”. Esa sección —la más abundante de las cinco que integran el libro— se estructura alrededor de los dos fenómenos de violencia sistémica más importantes de la frontera: los cientos de asesinatos de mujeres que comenzaron a reportarse desde 1993 —el último año de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari— y el narcotráfico. En 2666, ambos fenómenos surgen de las mismas condiciones de posibilidad en un país post-PRI: las redes locales de complicidades oficiales y extraoficiales que en Santa Teresa regulan el flujo de drogas y disciplinan la violencia sin la intervención de fuerzas federales. Consideremos, por ejemplo, el episodio en que Pedro Negrete, jefe de la policía de Santa Teresa, contrata al joven Lalo Cura para trabajar como “hombre de confianza” de su “compadre” Pedro Rengifo, un prominente empresario local. Cuando Lalo Cura salva la vida de la esposa de Rengifo durante un atentado perpetrado por dos sicarios, entre ellos un policía estatal, Negrete reclama al empresario el haber expuesto al joven pistolero de un modo innecesario. Negrete decide entonces convertir a Lalo en detective, pero es hasta mucho después que este último se entera de que el empresario Rengifo es también un narcotraficante.

Esta íntima relación entre policías locales, empresarios y narcos reaparece más adelante cuando otro policía comenta con Lalo Cura el asesinato de la reportera de radio Isabel Urrea, cuya agenda personal confirma el orden político local en la investigación del crimen:

Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos? Misterio.

En 2666, el negocio del narco opera ahora entre gobernadores, procuradurías estatales y empresarios que construyeron fueros semiautónomos e independientes del poder federal central, reconfigurado en el vacío de poder que inauguró la elección presidencial de 2000.

La cuidadosa representación del narco que Bolaño lleva a cabo en su novela sólo es comparable a un puñado de novelas. Destaco entre ellas Contrabando (2008), de Víctor Hugo Rascón Banda, en la que el poder del narco y el poder del estado son uno y el mismo. En la misma década, sin embargo, el campo literario mexicano ha celebrado el éxito comercial de numerosas narconovelas que independientemente de su nivel de realismo promueven la narrativa oficial que explica el fenómeno del narco a partir de una sempiterna lucha de cárteles y la mitológica vida y muerte de capos como Joaquín El Chapo Guzmán. Novelas como Fiesta en la madriguera (2010) de Juan Pablo Villalobos, Perra brava (2010) de Orfa Alarcón o Trabajos del reino (2008) de Yuri Herrera, imaginan al narcotráfico en México exactamente del modo en que el Estado describe el fenómeno: como una apocalíptica infestación de cárteles de la droga que en ciertos territorios periféricos del país actúan desde un afuera hipotético del Estado mexicano. Lo que estos libros denominan “narco” en México está constantemente mediado por discursos hegemónicos generados por el Estado, por estrategias de representación que mitifican a las organizaciones criminales y que son visibles en estudios académicos, investigaciones periodísticas y textos literarios que poco se diferencian entre sí pero que describen reiteradamente un mismo conjunto limitado de imágenes que opera a su vez como el paradigma de representación dominante en toda discusión sobre el tema.

Para articular una representación crítica sobre el narco no basta, como suponen algunos, con abandonar el léxico recurrente (“sicario”, “plaza”, “cártel”, el “narco” mismo). Es necesario, como hace Bolaño, producir narrativas que relocalicen al Estado y a sus lógicas de poder en el centro de esas discusiones, es decir, reposicionar al Estado como el significante central del narco. 2666 se adentra en los laberintos del poder oficial y descubre al narco siempre inscrito bajo el nombre de los empresarios, de los policías y de los políticos gobernantes, siempre adentro de las estructuras de Estado. Como con el personaje de Lalo Cura, el lector se sorprende de encontrar narcos que no buscan apagar una insaciable sed de sangre y que no viven de modos excéntricos y ridículos en búnkers amurallados. El arquetipo oficial del narco se disuelve en 2666 con el personaje de ese empresario que entre sus múltiples negocios además invierte en el comercio de la droga, siempre vigilado y controlado por la policía y la política local.

Resistir la tentación de la complaciente mitología del narco que ha dado fama y fortuna a tantos novelistas mexicanos que sueñan con alcanzar el éxito de La reina del sur, es una de las muchas enseñanzas de la obra de Bolaño. Al volver a la escena sobre el narcotraficante cuyo rostro nunca vemos en 2666, se advierte la dramática imposibilidad de observar lo real del narcotráfico, que siguiendo a Lacan, está apenas insinuado en el orden de lo simbólico. Como intenta el policía de Bolaño, es necesario asumir una imaginación crítica que nos permita narrar el narco más allá de las vestimentas y las acciones que lo vuelven igual a sí mismo, es decir, idéntico a su recurrente cliché. Es imprescindible esclarecer las redes de poder en las que opera, elucidar desde lo literario las coyunturas políticas y económicas que lo condicionan, y finalmente preguntarse, con ese personaje de Bolaño, qué aristocracia representan, a que élite, en verdad, pertenecen.

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