domingo, 29 de noviembre de 2015

El libro del año

29/Noviembre/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Hace tiempo que no se publicaba en México tan hermoso y tan llamado a permanecer en su calidad de clásico como los Diarios 1945–1985, de Salvador Elizondo. La fotógrafa Paulina Lavista, su viuda, debe sentirse muy orgullosa de su propio trabajo como custodia de la llama que alumbra la obra de uno de nuestros escritores singulares. También debe estar feliz del espectacular diseño del libro impreso por el FCE, mérito no sólo de los diseñadores, sino de ella misma, que con amor abrió a la vista del lector la enorme y gruesa caligrafía de Elizondo a través de sus legendarios cuadernos, junto al riquísimo material fotográfico, proveniente del archivo familiar del escritor junto a las fotos, numerosísimas, que Paulina le tomó.

De los Diarios elizondianos ya conocíamos fragmentos publicados en Letras Libres durante 2008 pero aquella lectura, por ser fragmentaria en el sentido restrictivo de la palabra, no me dejó tan satisfecho como la del tomo completo, finalizado, por ahora en 1985. No me cabe duda que en pocos años tendremos una segunda entrega de la cual ya existe un precioso adelanto en El mar de iguanas (Atalanta, Girona, 2010) donde se publica la versión nocturna de los diarios de Elizondo, los Noctuarios (1986–1997) que, como su nombre lo indica fueron redactados exclusivamente durante las noches del escritor a espaldas de la Plaza de Santa Catarina y donde están algunas de sus especulaciones más arriesgadas. Siendo indispensables al menos tres de sus ficciones (El hipogeo secreto, tan ninguneado, Farabeuf o la crónica de un instante y el maravilloso Elsinore), pocos autores mexicanos han crecido tanto después de su muerte como él. Finalmente, en 2012, también el FCE publicó la poesía de juventud de la cual él renegaba y que es sorprendente. Sobre todo en las formas breves, Contubernio de espejos (poemas 1960–1964), del joven Elizondo, jeune amateur oscilante entre la pintura, el cine y la literatura, escribió una poesía del todo ajena a su época. A veces parece “postmodernista” en el sentido de Enrique González Martínez y otras, precisa y sentenciosa, parecida a la del último Brodsky o el último Heaney.

Las entradas infantiles pues Elizondo comienza su diario a los doce años en la escuela militar de Los Ángeles, California, que inspirará Elsinore: un cuaderno (1988) y las más propiamente adolescentes, son deliciosas por previsibles: primeras mujeres y primeros deslumbramientos (Dostoievsky, Mozart, Proust, Céline) a los cuales se sumará no sólo su grand tour por las ciudades europeas, en las cuales descubre la extravagancia retrógrada de España, simpatiza con el comunismo, descubre el cine italiano que le enseña a ver México con los ojos de Fellini y encuentra, primero que nadie, que la trabajosa interpretación identitaria emprendida entonces por el grupo Hiperión, ya estaba bien trazada en D.H. Lawrence desde los años veinte, lo cual lo convence, según anota el 22 de noviembre de 1954 que “yo no puedo arrastrar a nadie a los infiernos. Una vida académica requiere cordura de la que carezco y una vida de agitación política requiere contacto con los hombres, lo cual aborrezco”.

Dandy, Elizondo estuvo lejos de ser un maldito aun cuando a Paulina, cuando se fugó con el escritor, en el invierno de 1968, le advirtieron que sería víctima de los martirios chinos diseccionados por el doctor Farabeuf, cosa que fortuna no ocurrió. El 10 de junio de 1971, cuando enterados de la matanza, Paz y sus amigos se fueron a hacer un desplegado de protesta a la casa de Fuentes, Elizondo consigna que allí estuvieron, en efecto, pero para tomarse una copa, lo cual no se contradice con lo otro, pero dibuja al académico de la lengua y miembro del Colegio Nacional, un hombre decente del Antiguo Régimen ligado estrechamente a su familia y a su servidumbre doméstica, caballero respetuoso de literatos en apariencia tan convencionales como su adorado tío don Enrique, Jaime Torres Bodet o el crítico Antonio Castro Leal al mismo tiempo que dirigía la escandalosa revista S.nob e hizo de James Joyce, su lectura permanente e infinita, con Pound, en segundo lugar. Esa contradicción vital entre el conservadurismo y la vanguardia (tomada de otro de sus penates, Valéry) se constata, a cada rato, en sus Diarios pues Elizondo fue el escritor más modernist (en el sentido anglosajón) de su generación. Pero también fue, un mexicanísimo coleccionista de axolotes, aficionado desde niño a la tauromaquia y al futbol, que le parecía el último reducto de un belicismo que echaba de menos. Lector apasionado de Jünger, durante la guerra de las Malvinas fue partidario firme de los ingleses y estudió aquella guerra televisada con maneras de historiador militar, acabando por sugerir que México recuperara por la fuerza las hoy tan publicitadas islas Clipperton. Elizondo, tristemente, no tuvo éxito fuera de México por ser sólo un escritor de su tiempo, autor de una novela como Farabeuf, igual o mejor que las italianas o las francesas de esos días. Pecó de no ser exótico en los dos sentidos de la expresión: ni escribía mexicanadas ni presumía de no escribirlas.

Guardo un último recuerdo muy especial de Elizondo. Antes de que un cáncer pavoroso lo postrara, me los encontré a él y a Paulina en la efímera librería francesa de Altavista (tanto las intervenciones como las librerías francesas, duran poco en México). Salvador, el autor de Camera lucida (1983), no se desprendía de su cámara. Nos sacó una foto a mi padre y a mí, en lo que fue la última visita de éste a una librería pues poco después la arterioesclerosis le borró de manera veloz toda memoria. Ocurre que mi padre había sido su psiquiatra a mediados de los años sesenta y a pesar de haberlo internado dada la gravedad de la situación por la que el escritor atravesaba, Elizondo nunca le guardó rencor, cosa rarísima en esos casos, sino una gratitud y simpatía un tanto extravagante. Aquella foto, para desgracia mía, se perdió. Pero me quedan, como a cientos de lectores, estos Diarios (1945–1985), cuya prosa es la más aguda, precisa y metódica, a la vez empática y metafísica, que narrador alguno haya escrito en México.

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