domingo, 13 de diciembre de 2015

Manuel Puig a un cuarto de siglo de su muerte

13/Diciembre/2015
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hace veinticinco años, en 1990, murió en Cuernavaca Manuel Puig (1932). El autor de Boquitas pintadashabía escrito con su obra maestra El beso de la mujer araña en 1983, el cerrojazo de la época dorada delBoom latinoamericano, iniciado en 1963, con La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa (1936), él único sobreviviente de ese período dorado en el que abundaron las obras extraordinarias. Los cinco lustros transcurridos desde su fallecimiento, a la vez que han señalado el papel que Puig tuvo en aquel momento narrativo, también han hecho que nos olvidemos un poco de él. Algunos libreros y editores me dicen que tiene lectores constantes y que sus libros siguen circulando; mi sensación es sin embargo que se le lee poco y está un tanto olvidado.
Puig, discretamente, había buscado en nuestro país refugio contra las amenazas que pendían sobre él en la Argentina de la violencia y la dictadura, y en el clima benigno de la ciudad de la eterna primavera una defensa contra su frágil salud. Debió ser doloroso para él sentir que no podía ni vivir en ni regresar a su país, pues es evidente que más allá de su actitud y formación cosmopolita estaba muy ligado a su tierra.
La muerte temprana de Puig, cuando aún no cumplía sesenta años, lo ha hecho conservarse como elautor joven del Boom, con una frescura admirable en sus libros y una condición de niño travieso permanente, algo que comparte con un amigo y compañero de aventuras cinematográficas, Fernando Vallejo, outsider fascinante del período posterior a El beso de la mujer araña. Para los autores del Boom, el cine es una fascinación y un espejismo, un camelo y una trampa, una vocación imposible que sin embargo condiciona y fertiliza su escritura. Vargas Llosa tuvo en algún momento la tentación, desafortunada, de dirigir la adaptación de Pantaleón y las visitadoras; Gabriel García Márquez intentó una y otra vez ver en la pantalla sus ficciones con la misma calidad que en el texto y lo consiguió a cuentagotas; Cabrera Infante, como Puig, pero de manera muy distinta, hizo del celuloide y su trivia la savia vital de sus libros y su vida. Bioy Casares, Carlos Fuentes, José Donoso…, quién no tuvo un momento de idilio con el cine que condicionó sus novelas.
Puig estudió cine en Roma para descubrirse novelista y El beso... es uno de los homenajes literarios más profundos al invento de los hermanos Lumière. Qué admiraban esos novelistas en la pantalla: ¿las posibilidades técnicas de otra forma de la narrativa, los arquetipos que creaba en el imaginario popular en su breve existencia, las posibilidades de alcanzar un público de enormes proporciones, el placer recuperado de una Scherezada colectiva? De todo un mucho.
Para el narrador argentino el cine clásico de Hollywood, pero también el cine de rumberas, el tango y la canción ranchera daban un tono delirante al sentido trágico que muchas veces se perfila en las películas y en las canciones. Hay en esa cultura popular una retórica que entusiasma y dota de colores y anécdotas al escritor que busca sin duda esa condición, en palabras de José Alfredo Jiménez, de un mundo raro.
No entenderíamos la literatura, y en especial la escrita en español, sin esa fascinación cinematográfica. Y, sin embargo, el tiempo, su manera de ocurrir y de durar no era la misma, de allí que sea muy difícil llevar sus novelas a la pantalla. Tal vez la mejor adaptación de obras del Boom sea El lugar sin límites, dirigido por Arturo Ripstein, en la que Manuel Puig colaboró como guionista. Lo que hace una buena película, como una buena novela, no son las virtudes de su anécdota, sino la elección de un tiempo narrativo, de una forma de la duración. Así, la pregunta que no nos han respondido ambas formas narrativas –cine y texto– es cómo abordar el guión cinematográfico. Su carácter de instrumento subsidiario de una obra futura (la película) lo condena a tener un carácter embrionario y no poder ser juzgado en sí mismo.
A la vez, guionistas como Hugo Argüelles o Rafael Azcona es evidente que tienen una condición de autor en sus libretos, por no hablar de Dalton Trumbo en inglés o de Marguerite Duras en francés. Si un buen guión da una mala película, nos obliga a olvidarnos de la última para recuperar el primero como obra autónoma. Y si un guión da una buena película solemos olvidarnos de él. Complejo callejón sin salida. Y hay además un problema adicional: los guiones no filmados, peculiar trastienda de los escritores que no alcanza el interés sino en muy contados casos, de los diarios, cartas y borradores de novelas no concluidas.
En algunos casos es natural: Josefina Vicens es autora de dos novelas y los muchos guiones que firmó es probable que no los escribiera ella sino acaso sólo los supervisaba. José Revueltas trabajó en el cine y si bien esa cercanía influyó en algunas técnicas narrativas de sus novelas, siempre lo consideró un trabajo alimenticio y por eso no forman parte de sus “obras completas”. Puig, en cambio, sí tuvo en sus trabajos para el cine una relación vocacional muy intensa en la que se jugaba no sólo su anhelo juvenil, sino toda una estética formada por la frecuentación de la sala de cine. Es decir: una mitología.
El guión es entonces un estado larvario de la obra, un acto en potencia de aquello que le dará cumplimiento, pero cuando ese guión no se filma o cambia de estatus por la muerte del autor y se vuelve texto póstumo, su potencia implota y nos permite vislumbrar qué es lo que buscaba un autor en su obra futura y ya no escrita, pero también en la escrita previamente. El carácter provisional del guión hace que el escritor esté más expuesto, más visible, más desnudo en sus intenciones.
¿Ha cambiado la actitud de los escritores ante el cine? No en realidad, aunque la fascinación ha tomado otros rasgos. Sigue siendo, sin duda, una referencia inmediata de los múltiples cauces narrativos contemporáneos. Se mantiene también, aunque de manera restringida, como un espacio laboral, aunque son menos los escritores que aspiran a dirigir películas. También ha cambiado la manera de mirar sus mitologías. Pueden ser incluso los mismos referentes, por ejemplo, Rita Hayworth. En 1968, Puig se dio a conocer como novelista con La traición de Rita Hayworth. Hoy, casi cincuenta años después, Sandra Lorenzano publica La estirpe del silencio. Dos espléndidas novelas con el mismo referente y un tono y una actitud absolutamente distintos.
Estas desordenadas reflexiones sobre el cine, la literatura y el guión responden a la reciente lectura deAmor del bueno y otras tramas mexicanas, guiones que la Secretaría de Cultura de Morelos y el Conaculta han puesto a circular en estos días en libro. Y como una manera de recordar a uno de los grandes narradores de nuestra lengua a veinticinco años de su muerte 

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