sábado, 11 de febrero de 2012

Cartas de amor

Seis escritoras practican uno de los géneros más propensos a la intimidad, el de la epístola dirigida a una persona real o imaginaria. Con este ejercicio festejamos a todos aquellos que, como escribió el poeta Jaime Sabines, “son la hidra del cuento”.

11/Febrero/2012
Laberinto

22 años

Querido H:

Tú pensabas que esto era el infierno y de aquí te escapaste declarando a los cuatro vientos que desertabas, cubriendo de política y silencio el espacio que a los 17 yo tendía desnuda para ti en el alegre y simple boceto del amor.

Te fuiste abandonándome en el infierno, dejé de ser tuya para convertirme en propiedad de todos. Aquí estuve estos años, saltando entre ruinas y restauraciones. Así esperé valiente tus señales que se veían como lejanos fuegos; en un lugar de París dibujado por tu mano imprimían invitaciones y catálogos para galerías que años más tarde yo sola recorrí.

Aquí, a tu espera, entre interrogatorios y llanto, aprendí la peligrosidad de una letra disfrazando la ira o el dolor con una frase serenada, traducida con guante blanco al lenguaje del socialismo. No delaté tus planes porque nunca los supe, no describí tu cuerpo y tus escondrijos porque nadie puede descifrar con sutileza la belleza de tu desnudez. Mucho menos la seda que nos unió, untó, embriagó como opio en la línea que el arte y la virginidad dibuja cercando con deseo cualquier suceso ajeno a la pasión.

Escribí un libro donde apareces como héroe, cambié tu nombre para no levantar el polvo, y en los espejos de las tiendas aún elijo ropas con las que te gustaría verme pasar, recuerdo el lugar exacto de la costa donde nos bañábamos los veranos, y allí voy cada día, a zambullirme en ti. No tuve hijos y mis compromisos de esposa parecen no serlo ante todo lo que siento cuando mi cuerpo busca tu olor a paloma de río. Tú te fuiste de esta isla pero nadie huele a Cuba como tú.

Entre las fiebres y la censura, la desesperanza y las muertes que me han atravesado me he refugiado en ti, tú fuiste mi in-xilio, te he suplicado que vuelvas para despedirnos, no rompimos, nos rompió una ley y un amorfo ideal que aún me trae desnuda y con maletas.

Escribo tu inicial sobre los muros porque la H es muda.

Vuelves en las noches tú, entre las lanzas de mis ojos, cuando cierro el cuaderno emborronado, vuelves a mí joven y pleno como el San Sebastián del Giotto, entre el olor a Picuala te descubro en el salitre que nubla el cristal, pero no te logro definir. No me parezco a tu hija ni sé cómo llegar a tu nueva casa, país, idioma de adopción. Hablas en la televisión y en los periódicos e intento reconocerte poco a poco desde el fondo de tus carcajadas. Cada primer domingo de julio voy al museo a ver tu obra; y ciertos días de diciembre vuelves a la jaula de mi cuerpo dormido para irte atolondrado al amanecer, con miedo a quedar preso de mi cuerpo… huyes de ti.

Esta es mi carta de despedida, 22 años después debo decirte adiós y enterrar la niña que he sido para poder encontrar el camino al paraíso, hay un hombre en un nido que no deserta, que no escapa, yo no lo conozco, aún no se me presenta, pero si te dejo ir aparecerá entre las ruinas de mi patria para dejarme ser, por fin…

Wendy [Guerra]

Las violetas son para el invierno

Urbi:

Esta mañana regué las plantas de la casa, observé cómo en algunas macetas han brotado hojitas minúsculas que alegre y desesperadamente buscan la luz. Como un milagro, las violetas florecen en invierno. Luego, a sorbitos, empecé a tomar el café y recordé que me esperaban cuartillas por corregir. Tomé el plumín rojo. Mi intención era retomar la cotidianidad, ser la persona de hace un mes, inútil. Soy como las violetas en medio del frío, tras la ventana, los botones asoman lentamente a través de los días y despuntan en tonalidades cárdenas, rosas y granas.

Con el plumín en una mano y un cigarro en la otra, empecé a leer, a revisar las trescientas y tantas planas… ¿Sabías que el cuerpo humano aproximadamente tiene 650 músculos?, ¿y en un beso se utilizan sólo 34? Por supuesto me refiero a esos besos con los que te sube la presión sanguínea y el pulso se acelera a 150 pulsaciones, eso es lo que indica el libro de fisiología que estoy revisando. El músculo orbicularis oris es el más importante para besar.

Pienso en el póster de “El beso” de Robert Doisneau que tenemos colgado en la habitación. Doisneau retrató la perfecta utilización de 34 músculos, inmortalizó el orbicularis oris. Hace unos años me enteré que fue una puesta en escena del fotógrafo para la revista America’s Life, esa imagen es tan bella que qué importa. Deberíamos tener esa imagen en nuestras casas, en la oficina o llevarla en la cartera. Con el tiempo las parejas se besan menos y, sin embargo, gente que apenas conoces te orilla instintivamente para que la beses en la mejilla. Es una convención social que no entiendo. El beso es el inicio de todo, el principio de la intimidad y el deseo, cuando buscas con apremio rozar los labios y la piel del otro. El beso lleva a la caricia.

¿Te besé en la mejilla cuando nos conocimos? Estoy casi segura que no. Sabemos que la capacidad de la memoria es relativa, que tus cien mil millones de neuronas y cien billones de interconexiones pueden disentir o conciliar con las mías sobre un momento preciso, una misma experiencia compartida. La certeza es que hemos sido amigos de tantas maneras, hemos reído, guardado silencio y abrazado en momentos cruciales. Es extraño pero la vida nos une en momentos decisivos, con naturalidad volvemos a una conversación donde la última frase se verbalizó unos años antes, volvemos, quizá con distinta madurez, bordando nuestra complicidad.

Quisiera recordar todo tal cual sucedió-sucede, Urbi, persistir en la premura del primer beso, la suavidad de la primera caricia. El olor de tu nuca en la funda de la almohada, el modo de tomar la taza del café, las maneras de acomodarte en el sillón cuando lees, esa forma peculiar de decirme: “Ven…”. Mientras escribo esta carta, me percato nuevamente de que las violetas han floreado en invierno sin evocar la alegoría de la primavera y no por ello el color de sus pétalos son menos intensos y su forma perfecta. Mientras escribo, escucho tu llave girar en la cerradura, me percato que amo al que conocí, amo al que estoy conociendo y entra en la casa.
Enzia [Verduchi]

Manuscrito hallado en el mostrador de una aerolínea

Tengo que confesarlo: te he amado desde toda la eternidad… aunque apenas acabo de conocerte. Recuerdo que intentabas sentarte a mi lado en el avión con tu portafolios incluido y ya suponía la gravedad con que te tomas las cosas importantes, tus trabajos de Hércules contemporáneo, cuando tu corbata preguntó: “¿Puedo aterrizar a su lado?” Te sonreí apenada porque tendría que quitar todo mi tinglado del asiento y apresurarme para que no descubrieras un pedazo de pan que había dejado envuelto en una servilleta por si me asaltaba el hambre. ¿Aterrizar, dijiste? (Dudé un instante porque yo sabía que debajo del traje siempre llevas alas.) ¿Empleaste la palabra para el asiento o para mi cuerpo?

Tu sonrisa me convenció. Entre ambos pusimos orden, recogimos las migas y por fin te calaste el cinturón de seguridad. Apenas a tiempo antes de las turbulencias. Entonces tu mirada se volvió un naufragio que urgía mi mano. Súbitamente, te transformaste: de héroe disfrazado con traje de oficina pasaste a ser un chiquillo. Te tendí la mano y comenzaste a apretarme como si fuera yo tu única salvación. Cerré los ojos mientras el vértigo me creaba remolinos por dentro. En el bamboleo, rozaste tus labios en mi oído. Abrí los ojos: tu nariz me apuntaba excitada. Seguiste apretándome la mano, ahora con mayor urgencia. Casi grité cuando un tumbo del avión nos hizo brincar de los asientos.

Por fin regresó la calma. El avión se deslizaba para aterrizar. Cuando la azafata nos comunicó que ya podíamos quitarnos los cinturones, me plantaste un beso precipitado en la mejilla y me diste las gracias. Tomaste tu portafolios y te alejaste antes que los otros pasajeros comenzaran a levantarse. Tu figura se perdió en el pasillo.

Contemplé tu asiento vacío a mi lado. Descubrí una pluma fuente que debió de salirse de tu saco en la refriega. La acaricié y la hice manar tinta sobre mi palma.

Era todo lo que me restaba de ti, el mítico hombre a quien he amado desde toda la eternidad.
Ana [Clavel]

Dos cartas para un mismo naufragio1
(Y para un solo destinatario: siempre A.)

I

No necesitamos palabras para llegar al amor. Al amor gozoso, al de la fiesta en la sangre cada noche, al del nombre de la persona amada tatuado en la piel. No necesitamos palabras para alejarnos de la seguridad de los puertos. Navegar é preciso. Viver não é preciso. Para soltar amarras con un pequeño escalofrío en la mirada. No necesitamos palabras para querer perdernos para siempre en el cuerpo deseado, para mirarnos en su mirada, para sabernos entre sus dedos.

El sol recorta tu silueta contra la ventana. Tus movimientos sobre la tela, mientras pintas, marcan el ritmo de la tarde dibujando una partitura secreta. Yo te miro aún con la sorpresa de este encuentro acariciando las horas.

No necesitamos palabras para sembrar olvidos en altamar, dibujos de sal en el horizonte; conjuros todos para sentir la tibieza añorada, la voz que ha inventado nuestro nombre.

Cada uno de tus pliegues se ha vuelto mi hogar. El pincel inventa gotas de silencio, mientras en el horizonte una franja del color del mercurio deshila violencias secretas.

No necesitamos palabras para inventar complicidades, para fundar gestos y murmullos en los amaneceres anaranjados. No necesitamos palabras para volvernos náufragos enloquecidos que buscan su madero al borde de un único ombligo. “No conoce el arte de la navegación quien no ha bogado en el vientre de una mujer”.2

Y una sonrisa aparece también dibujada en tus pupilas, entre tus ausencias, entre los vestigios de memorias que nos miran desde las paredes. La luz tamiza el secreto de los cuerpos.

No necesitamos palabras para trenzar nuestro aliento en la orilla misma del día, lejos de los muelles conocidos. No necesitamos palabras para celebrar rituales que tengan el sonido exacto del nombre amado.

Convocas el misterio de las pieles en cada trazo mientras el sol recorta tu silueta contra la ventana. Navegar é preciso. Viver não é preciso.

II

Me siento frente al Douro, río de uva y de oro, hoy rodeado de bruma y del silencio de la tarde. Me sirven un oporto rojo, oscuro, dulce como el ponto que cantara el poeta. Me siento frente al Douro, Amor, y me faltas. Me falta el perfume a naranjas de tu piel y el manto de tu voz protegiéndome en las madrugadas. Me falta la ternura de tu aliento y la espiral de tu deseo. Pasa un barco de contornos desdibujados por la niebla, pero Ítaca no existe ya en los mapas, y el violoncello quedó solo en cualquier puerto. Me faltas en el silencio de una tarde tan oscura como las aguas que se nombran al paso de las naves. “Es A.” me comentó alguien. Te miré. Vértigo. Desde ese instante sólo he querido perderme en tu tibieza. El descubrimiento de tu cuerpo fue una fiesta; la madrugada pintaba las ventanas del color de los abrazos y la ciudad era un murmullo que nos recorría lentamente. Atravesamos largos siglos de desasosiego para llegar a esa mirada de la hora violeta en que gritó la entrañable memoria de los sentidos. No hubo más. Nos supimos en el gesto primigenio del reconocimiento. Hoy sigo tus huellas por estas geografías ajenas, y me faltas. Sé que busco tus rostros antiguos, las palabras que fuiste dejando caer para que te guiaran en el regreso, pero Ítaca no existe ya en los mapas. Navegar é preciso. Te escribo frente a este paisaje que hiciste parte de tu historia y que se asoma en el sabor afrutado de tus axilas. Te escribo mientras te pienso con menos de veinte años; los lápices, un libro leído y releído, y unas pocas fotos en la mochila. “Cuando llegamos a Francia, después del cruce de los Pirineos, nos dimos cuenta de que en la maleta venía una botella de champaña... vacía...”, contaba aquel abuelo riéndose y con una nostalgia que tenía ya más de cincuenta años. ¿Qué se guarda en las valijas del destierro? El licor es espeso. Un trago en cada uno de tus pliegues. Las gotas resbalan invitándome, desafiándome; somos cómplices de unos versos. Celebrarte es descubrir la eternidad toda bogando en tu vientre; mar milenario, rastro incandescente, ceremonia inaugural en que te bautizo. Pero me faltas hoy frente a un barco desdibujado que se desliza por el Douro sabiendo que no hay regreso posible. Pierdo mi nombre y mi rostro en tus ausencias. Vestigios de otros silencios bajan por mi garganta con cada trago, y me faltas. La tarde se consume tras la bruma. Eres el único puerto que reconocen mis pasos, el agua que envuelve mis naufragios. O mar sem fin.

Sandra [Lorenzano]

1 Fragmentos (transformados) de la novela Saudades, publicada por el Fondo
de Cultura Económica (disponible también en versión electrónica en Amazon.com).
2 Cristina Peri-Rossi, “Bitácora”, en Lingüística general.

Del lado izquierdo

Querido C:

Quizá te resultará algo extraño que ahora extienda las palabras hasta esta forma: una carta de amor. ¿Quién puede a estas alturas desdoblarse en este formato cuando todo es veloz y sintético, qué implica sentarse frente a una ventana a contemplar su propio corazón? Tratar de ponerle cuerpo a esto llamado escritura y más aún, a darle sonido a estas emociones cuando todo nuestro entrenamiento intelectual nos lleva con insistencia a mostrar que el ingenio mejor recibido es aquel alejado de los sentimientos, más cercano al cinismo.

No deja de ser curioso, pienso en las pequeñas contradicciones vislumbradas como una línea de hormigas persistentes, aunque mucho me temo que la palabra persistencia está en algo implícita a la presencia de los insectos, ¿qué es sino persistencia lo que los mantiene aquí, vivos, en este planeta?, eso que los lleva a convertirse en una metáfora del agobio, eso que nos trae a cuenta que precisamente lo mínimo, lo aparentemente oculto, lo no resuelto, siempre terminará cobrando una forma punzante. Esa línea de hormigas que me insiste en señalar los residuos de un primer momento de escritura adolescente, cuando por quién sabe qué razones llevaron a una de mis mejores amigas a nombrarme la autora oficial de las cartas de amor al novio en turno durante unos dos o tres años. No recuerdo nada de aquellas cartas pero tengo todavía en mi memoria el gozo de sentirme hábil y cómoda en aquella natación de un amor de voz prestada. Sin tener un compromiso real. Una especie de sobrepuesta vida emocional que me hacía más intensa y al mismo tiempo fantasmagórica. No lo sé, pero vuelvo a esta imagen ahora que quiero justificarme al escribirte. No dejo de escuchar, en un loop sonoro, las famosas palabras de Pessoa: “las cartas de amor son ridículas”. Y así, puedo seguir muy campante, justificándome y sintiendo que no está de más explorar estas formas. Y digo todo esto cuando de lo que en realidad quiero hablar es de la distancia que se impone entre nosotros, esa realidad que se vuelve insoslayable; no hay forma de escritura que contenga esa distancia y el mito que ésta todo lo corroe.

Estoy aquí enfrentada ante mi propia idea de escribir una carta para decirte que la lejanía sigue pesando, que me paraliza y no sé bien a bien por dónde, ni cómo. Que la férrea voluntad de oprimir la tecla delete no es una salida o una conclusión sino un acto que me regresa a la imagen repetida: la fila de hormigas que cada día llega, quién sabe desde dónde, al residuo casi invisible que accidentalmente se quedó en algún azulejo de la cocina; a demostrarme que ese detalle mínimo que creí oculto no está en el fondo del cajón ennegrecido en el que quisiera meter las cosas que no deseo ver nunca más. Sino que están aquí, presentes, en el reflejo tembloroso de esa organización entomológica, llevando la carga de un lado a otro sin lograr exiliarla para siempre.

Aquí estoy en este espacio que alguna vez tuvo tu presencia, que alguna vez imaginé imposiblemente vacío y que ahora se extiende o se recorta. Como una blancura incómoda, un nuevo comienzo, hasta que descubrir que esa perfección blancuzca no existe porque está signada por la línea de volutas andantes. Así estoy, a medio camino entre el vacío y la totalidad, entre queriendo dejar tu imagen, en dar vuelta a la página, empezar y aferrada como una extraña espectadora de primera fila. Imagíname así: en una cocina, apenas iluminada, esperando la aparición de lo nimio. La imposibilidad de borrar los restos. Así funciona el corazón finalmente, esas palabras dichas que se quedan y reverberan, esa compañía nocturna que añoro cuando me despierto con la sensación del lado izquierdo de mi cuerpo descubierto, helado.

Aquí estoy sin poder decir renuncio, me voy, cancelo. Aquí estoy ante las migajas, y la línea negra. Esperando un insólito final que no llega; con el lado izquierdo de mi cuerpo frío, con la ausencia cubriéndolo, y la tenue luz que apenas ilumina el cuadro hiperrealista de este ejercicio, frente a la ventana, percibiendo mi latido, aguardando algo que no sé bien qué es.

Mónica [Nepote]

Tres

N:

Estamos mal por tu ausencia. La cama. Lamentarás, lamentamos tu partida. La casa. No olvidaremos jamás esas noches. Esos días. Recuerda. Tres nuestra plenitud, dos, tajadura. Sentir, pensar, amar, era nuestra oración. Los tres preceptos de un orden que nos rebasa. Fuiste feliz, los tres lo fuimos. Y nos dejaste solos. Y la noche. Siente. Apenas hacía falta tocarte, eras un camino de saliva encendida por nuestro aliento. Y lo truncaste. No hay esfera que se sostenga entre dos. No podremos seguir, pronto caeremos. Y vamos a rodar con nuestro sol hasta la eternidad sin haber muerto de paz. El cosmos perderá su equilibrio. Te fuiste y contigo el movimiento de mi viento, él agua. Éramos el tridente dorado que se hunde en la luna, la cresta que proyectaba el horizonte. Regresa. Recuerda. Somos el cielo, la tierra y el infierno. Somos los tres. Ayer lloramos. Tu olor. Pensamos en el cono que formamos y que hacía luz en nuestros gestos. Ven. Ardamos en la pira, en ese fuego sostenido por seis tibias. No te alejes. La estructura primordial, tres, la unidad esencial. Nos haces falta. El calor no existe en los dos polos. Recoge de nuevo los sudores, no te olvides. Un elíxir cuyo sabor es ser tres gustos. No olvidarás jamás. El dibujo de secreciones y el paisaje de pieles. Éramos un universo de texturas. Cierra los ojos. Te tardabas enredando nuestros tonos de pelo. Tus manos en nuestra multitud de manos. Tantos ojos brillando en la oscuridad. Ayer aullamos como una criatura desolada, como un animal incompleto. El cuello de tu cabeza cercenada destila. Tu cuerpo ha rodado por las escalinatas de la pirámide más transparente. La que habíamos levantado tres, entre tres, por tres. Opacos están sus lados. Sentir, pensar, amar, era nuestra oración. Como si repitiéramos la terna primigenia. Haz camino de nuevo, piensa. Las pautas superiores: alto, medio, bajo. Alma, cerebro, corazón. Hoy desajuste, oquedad, descompostura. ¿Quién era el rojo, el negro, el blanco? Éramos todo los tres al mismo tiempo. Nuestros ojos en blanco. No olvides la explosión, oye tus llamas. Recuerda, abre tu boca. No hay otro lugar para estos dientes y su camino de cera, la quemante que quieres que te queme. No habrá para tus muslos otras ramas. La rama será siempre un retoñar de tercetos. Avanza, ven, regresa, enrédate de nuevo en nuestras venas. Así tú lo prefieres, lo sabemos. Tormenta tres, decías: nubes, viento y marea. Como si en el mareo te ofuscas y quieres de repente encontrar ancla. Pero si es en deriva que tu deseo se cumple. Escapa. Vuelve. Toca. Levántanos de nuevo en nuestras astas. Que no te haga la sombra un aliado en su dos. Pues dos no hacen surgir eso que calla entre el día y la noche. Hay algo más que los planetas dibujan. Su trayectoria hoy rota. Haznos salir el sol. Recuerda que son tres: Oriente, Zenit, Poniente. No destruyas los ciclos necesarios. Lo necesario es tres. Tres las espaldas. Las urgentes gargantas. No revientes el enredo de labios, no diluyas el hervor de las bocas. Nos encerraste en una jaula de huesos. No queremos abrir la dualidad. Los extremos no existen sin su medio. Mi pelo entre tu barba y sus cejas. Recuerda. Una complicación de pies, una ecuación de órganos. Tres los que hacíamos gemido. El juego de poleas que levanta el clamor que nos partía. Un destrozo de sillas, un torrente de trizas hacia adentro. Quiero los dos, no quiero sólo uno. Y tú quieres sí, dos, no quieres sólo uno. Y él desea también el ramillete de brazos. Falta el rosario de vértebras de esa tercera, tu columna. La lengua que logra que se trencen las tres lenguas. Juguemos, anda, en esta terna jugosa. Ayer sí, te extrañamos. Él empezó con miel y yo seguí su curso. Hasta encontrar tu preferido. No puedes olvidar cómo tus poros. Tus oídos. Tu sentir que en el túnel oías que el crepitar de células te abría. Huele, de nuevo, cómo mi pubis y sus nalgas. Mis senos y sus piernas. Que te raspe su empuje, mi cadencia, que no te dé sosiego nuestro exceso de ojos, ese color de axilas desdobladas. Vuelve. Tu ausencia, una evaporación de armonía. La simultaneidad trabada. No ignores las coordenadas exactas. No hay dónde vivir sin el estruendo silencio. Necesitamos reconstruirnos. Ya en ruinas, somos las tres columnas dañadas de un templo devastado. Regresa. Queremos saber que todavía existe un cosmos trifurcado que arde justo antes de morir.

Carla [Faesler]



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