lunes, 15 de diciembre de 2014

Recuerdos de nuestro porvenir

23/Noviembre/2014
Confabulario
Lucía Melgar

En Los recuerdos del porvenir un pueblo queda arruinado y mudo tras años o siglos, de violencia política, social y personal. La violencia que sufre Ixtepec es cíclica, ciega, inútil. Arrasa con víctimas y victimarios, con personas de todas las clases y grupos sociales y con el pueblo mismo, del que quedan sólo una memoria y una voz. Si la memoria aparente es contradictoria, atravesada por discursos oficiales y falsas interpretaciones del pasado, la voz que la autora le otorga al pueblo para narrar su historia devela lo que los falsos memoriales ( la “piedra aparente” del inicio y del final), los silencios y el discurso oficial, ocultan.

Al recrear su pasado, la voz del pueblo condena a las fuerzas políticas que invadieron su territorio a través del tiempo y, en la década de 1920, quisieron imponer una visión ajena, centralista y autoritaria; señala la culpa de los terratenientes que se enriquecieron mediante el despojo y que, con la complicidad del ejército invasor, tramaron el asesinato en serie de agraristas; devela las fisuras que al interior de la sociedad pueblerina facilitaron su derrota a manos de los militares de la posrevolución, y muestra cómo las violencias cotidianas, casi invisibles para muchos, minan también la convivencia, la vida y las posibilidades de futuro.

Escrita hace más de seis décadas y publicada en 1963, la primera novela de Elena Garro destaca por la honda textura poética de su prosa, por la sabia disposición de su estructura en espejo que entrelaza los claroscuros de la posrevolución y los desgarros de la rebelión cristera derrotada; por el trastrueque mágico del tiempo; por la configuración de personajes extravagantes o comunes, marcados por la ilusión, la locura, la aspiración a “otro mundo” por demás inalcanzable. Destaca también, en estos tiempos obscuros, por su lúcida visión de la violencia como maquinaria destructiva, como fuerza ciega (mas no natural) en cuyos círculos concéntricos van desapareciendo amores, esperanzas, ambiciones, la vida misma.

Novela histórica y de la microhistoria, novela de amor y desamor, Los recuerdos del porvenir es también una novela de la violencia, de las violencias que carcomen el mundo público y privado, de la violencia como construcción humana, producto de siglos de guerras, invasiones y revoluciones; consecuencia también de cientos de gestos de humillación, discriminación, dominación y acallamiento que a menudo pasan desapercibidos, sin obvia significación histórica, pero que día a día minan la posibilidad de convivir y sobrevivir.

Si bien hay en este universo narrativo una visión básica de la violencia política como fuerza arrasadora que, en una invasión tras otras, va devastando la tierra y el horizonte del pueblo, su presente y su futuro, la mirada se centra en un periodo en que la violencia externa potencia las pequeñas violencias internas, en que la violencia política favorece, encubre, justifica el secuestro y la violación, el encierro y la dominación de mujeres jóvenes por militares más o menos soberbios y crueles; donde la violencia de los dominantes encarna tanto en los jóvenes ahorcados en los márgenes del pueblo como en el hombre humillado y burlado en el centro.

La violencia —muestra la voz de Ixtepec— no está sólo en los grandes gestos, en las gestas cantadas por corridos y discursos hueros, se percibe también en los silencios de los humillados, en los pies callosos de los campesinos, en los murmullos de los criados que saben las desgracias del futuro porque viven las del presente. Así, aun cuando la historia de este pueblo pueda leerse como parte de la historia de una revolución traicionada o como versión popular y católica de una rebelión aplastada, es también un relato de un proceso de normalización de la violencia extrema y cotidiana, que culmina en la implosión, en la petrificación de un pueblo entero.

En el contexto actual, la voz de Ixtepec cobra particular vigencia cuando reflexiona acerca de la violencia inútil que cíclicamente surge, se justifica, amplía y, en su estéril dinámica circular, arrasa vidas y tierras y desgasta el sentido del vivir mismo. Así, por ejemplo, ante el reinicio de asesinatos y conspiraciones, esta voz, escarmentada podría decirse, no se lamenta: comenta y en cierta medida advierte a las generaciones futuras (las que hoy leemos, por ejemplo) el vacío y hasta el absurdo que conlleva ese juego sangriento:

“Así volvimos a los días oscuros. El juego de la muerte se jugaba con minuciosidad: vecinos y militares no hacían sino urdir muertes e intrigas. Yo miraba sus idas y venidas con tristeza. Hubiera querido llevarlos a pasear por mi memoria para que vieran a las generaciones ya muertas: nada quedaba de sus lágrimas y duelos. Extraviados en sí mismos ignoraban que una vida no basta para descubrir los infinitos sabores de la menta, las luces de una noche o la multitud de colores de que están hechos los colores. Una generación sucede a la otra y cada una repite los actos de la anterior. Sólo un instante antes de morir descubren que es posible soñar y dibujar el mundo a su manera, para luego despertar y empezar un dibujo diferente”.

Lejos de trivializar lo cotidiano, el relato de Ixtepec lo destaca en este y otros pasajes, a contrapelo de la historia oficial que tiende a borrar los horrores que supone el triunfo revolucionario o los sacrificios que se imponen a nombre del progreso, en aras de una historia gloriosa, contada desde la perspectiva de los vencedores.

Para Garro la historia es microhistoria, la historiografía no es relato de hechos, sino mirada crítica sobre ellos. De ahí que en novelas como esta y en su obra teatral Felipe Ángeles, sobre todo, denuncie —mostrándolos— los efectos de la violencia y del terror, en el territorio nacional y local, en lo político y en lo personal. Desde esta visión crítica que hace decir al Felipe Ángeles teatral que los vencedores de la revolución de 1910-1917 en su gran soberbia y afán de poder han convertido a México en “un cementerio donde sólo se oyen gritos y disparos”, la re-creadora de Ixtepec le da cara al horror que se impone en el campo y muestra cómo, a fuerza de repetición, la barbarie se va normalizando.

Así, tras el asesinato y mutilación de cinco jóvenes agraristas, colgados (como otros antes) en las trancas de Cocula, la gente del pueblo primero reacciona con indignación y al poco tiempo calla:

“Pasaron unos días y la figura de Ignacio tal como la veo ahora, colgada de la rama alta de un árbol, rompiendo la luz de la mañana como un rayo de sol estrella la luz adentro de un espejo, se separó de nosotros poco a poco. No volvimos a mentarlo. Después de todo sólo era un indio menos. De sus cuatro amigos ni siquiera recordábamos los nombres. Sabíamos que dentro de poco otros indios anónimos ocuparían sus lugares en las altas ramas”.

El tiempo, sin embargo, queda abollado, fisurado por ese crimen, que se ha repetido y se repetirá. A lo largo del relato, las discontinuidades que impone la violencia quiebran tanto el tiempo público como los tiempos y espacios privados. Si el asesinato de Ignacio, hermano de la panadera, rompe la rutina cotidiana ese día, otras muertes, humillaciones y agravios fisuran muchos días más.

Al mismo tiempo, en el centro y en los márgenes de Ixtepec se da otra circularidad opresiva en que el tiempo queda estancado: ahí donde las mujeres son vapuleadas y acalladas, en otra forma de dominación que rara vez se percibe y pronto queda también naturalizada.

Lo que podríamos llamar retrospectivamente la construcción del infierno circular de Ixtepec no puede entenderse en toda su profundidad si no se mira y destaca la configuración de la violencia contra las mujeres, como parte integral y clave del mecanismo de violencia que mina el presente y el futuro.

La violencia contra las llamadas “amantes” de los militares, contra las “cuscas” , y, en menor grado, contra las “hijas de familia” se expone desde la perspectiva del pueblo que no suele ser sensible a ella y que con frecuencia se contagia del discurso amoroso o del chisme para encubrirla y minimizarla. Así, aunque se sabe que Julia y las demás “amantes” de los militares son de hecho sus cautivas y que estos las maltratan, se les rodea de un aura de amor y belleza (a Julia en particular) o se devanan sus vidas en chismes circulares. A las “cuscas”, a su vez, se les desprecia como seres ajenos: su casa en las orillas del pueblo parece pertenecer a otro espacio, tienen prohibido caminar por el centro; ellas mismas se perciben como seres al margen cuya vida no tiene ningún valor… A Isabel, la única rebelde, fracasada, el pueblo no la comprende, la voz popular la reduce a una protagonista de traición y amor desdichado.

Como sugiere la imagen final de la novela, la violencia misógina está tan normalizada que llega a formar parte del paisaje. La re-lectura entre líneas, sin embargo, permite hilar las escenas de humillación y acallamiento, captar el impacto del secuestro, la violación y el encierro en el silencio impuesto y en la falta de imaginación. Permite también trazar un hilo de resistencia y rebeldía, así sea mínima o fallida, que reivindica el potencial de agencia femenina, así la aplasten el poder machista y la tolerancia social. En el desafío de las “cuscas” que caminan a la comisaría, en la huida fantástica de Julia, en el intento de huida de las gemelas, en el papel de juez e intercesora de Isabel, hay un deseo de otra vida, un rechazo de la condición siempre subordinada. En su recuperación narrativa hay una denuncia de la discriminación y la violencia que las asfixian, y que están ligadas a otras manifestaciones de brutalidad.

La muerte progresiva del pueblo, sin embargo, no se explica del todo sin considerar que el racismo es otra forma de violencia que fisura a la sociedad desde dentro: aquí el ninguneo de lo indígena escinde a los blancos y mestizos de la mayoría y contribuye a la derrota de los “notables” frente a los militares. El pueblo que acaba por ser indiferente a los ahorcados, no entiende a Isabel ni reconoce su potencial heroico. Los notables que transforman en chisme la vida de mujeres sometidas no reconocen la humanidad de las indígenas y asumen que “el pueblo” comparte sus intereses. Su ceguera determina la derrota de la conspiración contra el poder militar y su falta de solidaridad contribuye a la disgregación. En este sentido, la voz narrativa recuerda y muestra las contradicciones internas que explican también el fracaso de Ixtepec. Quienes no conocen los matices de la mente, quienes han perdido la imaginación y la ilusión, quienes no saben reconocerse en un mundo común, pierden, o tal vez nunca han tenido, la capacidad de actuar.

Si recordamos que para Hannah Arendt el poder es “la capacidad de actuar en conjunto”, lo que Ixtepec también devela es esa ausencia de poder de una sociedad agobiada por la violencia, carente de imaginación, y atravesada por sus propios prejuicios y limitaciones.

El tiempo de las mujeres, ha señalado Adriana Méndez Ródenas, al comentar esta obra, es un tiempo abierto a la posibilidad, a la sensualidad, a la imaginación. Aquí es un tiempo abierto que queda, pese a todo, atrapado en el estruendo de la guerra, en la repetición circular de ahorcados, en el silencio asfixiante de la opresión. El tiempo circular de las cosmovisiones indígenas queda asimismo aplastado en la mediocridad lineal de un falso progreso: las voces de los criados indígenas, con sus hondos saberes, se transforman en voces de un destino nefasto. El tiempo alterno, del cambio, aquel que rompe la repetición, se difumina en la ilusión perdida y la impotencia.

A la larga, la serie de disrupciones y fracturas que provoca la violencia, cotidiana y extrema, acabará con el tiempo lineal de la historia oficial y la muerte violenta, y con los tiempos circulares. Acabará también con los tiempos paralelos, los tiempos alternos donde brillarían la ilusión, la libertad y la transformación.

Si recordamos que Los recuerdos del porvenir se inspira en la infancia de la Elena Garro en Iguala, a su vigencia literaria se añade hoy una aguda y dolorosa vigencia política. La violencia extrema que ha vivido y vive esa región es la que vive el país. Hoy, la voz del pueblo de Ixtepec es a la vez testigo del pasado y admonición para ese porvenir que es ya nuestro presente.

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