sábado, 30 de julio de 2011

Las batallas en la memoria

30/Julio/2011
Laberinto
Diego José • Vicente Alfonso • Eduardo Huchín Sosa

El discurso de la memoria

Diego José*

La literatura no tiene que señalar el error histórico, pero nos permite sentir la palpitación del tiempo para leer nuestra realidad con otra lente, no sé si correcta o pretenciosa, en todo caso diversa. Quisiera recordar que leí Las batallas en el desierto hacia 1991. Entonces tuve dieciocho años y, no sólo México empezaba a ser aquello que no quisimos que fuera, también el mundo aceleró sus mutaciones: habían derribado el Muro de Berlín y la trastienda de hierro se quemaba entre conflictos étnicos, religiosos y económicos como prefiguración de las crisis contemporáneas.

El país cambió con más prisa que con voluntad de transformación. En el transcurso de tres décadas de obstinado escarceo con la cultura norteamericana se produjo una idea del mexicano civilizado que, lejos de comprender la experiencia modernizante del vecino del norte, erigió su sueño en el enajenamiento del consumismo: nuestro rechazo a lo “gringo” es proporcional al deseo de poseer su chatarra.

En aquella época descubrí uno de los encantos de Las batallas en el desierto, su manera de convertir a la ciudad en un sentimiento que protagonizara un relato, o bien, en esa dimensión literaria capaz de perdurar en la memoria más allá de sus referentes temporales. Por paradójico que parezca, la ciudad de Las batallas en el desierto no se acabó como afirma el narrador, más bien, persiste. Tal vez aumentó su mezquindad y su violencia, pero se aferró al conservadurismo pujante que delata la novela de José Emilio Pacheco.

En esos años me dejé llevar por la seducción de una nostalgia que no era propia, y leí Las batallas... como el testimonio de un México que se perdió tras el arribo de una modernidad disfrazada de Mickey Mouse. Con el tiempo, he preferido —sobre el tema de la supremacía del pasado como referente— entender la memoria como región predilecta de lo literario: si la poesía surge de un estado anterior a la noción lineal del tiempo, y por ello su proximidad con el mito, la narración pertenece al instante inaugurado por la pérdida de la inocencia. El personaje-narrador resulta atractivo, no sólo por lo que cuenta, sino porque necesita de la narración para retornar al estado previo a su ruptura. En este sentido, Ignacio Trejo Fuentes acierta al señalarla como “la novela mexicana donde mejor se plantea el rescate de la ingenuidad como elemento de soporte en un mundo caótico y devastador, por devastado”.

El narrador pone en duda sus recuerdos para producir en el lector la sensación de autenticidad de lo narrado, invitándolo a recorrer el periodo en que experimentó la escisión de su infancia —parece habitual referir el sentimiento de la pérdida a los objetos, los sonidos y las imágenes que componen el entramado de una época— y a recuperar, si no la pureza, al menos la limpidez de aquella mirada. Lo interesante es que, en su aparente sencillez, el narrador logra recrear ese mundo, supuestamente perdido, mediante la recuperación paulatina de la voz de su infancia, como bien apuntó Hugo J. Verani: “Carlos rememora actitudes y sucesos de la adolescencia que han dejado una marca profunda en la etapa formativa de su vida. En su discurso se intercala la voz del niño que nos transporta, sin transición, al mundo rememorado”.

La reconstrucción de esa ciudad remota sirve como pretexto para narrar el episodio en que un niño atestigua la erradicación de su pueril capacidad para enamorarse de lo inalcanzable, puesto que una moral torcida señala a sus fantasías y deseos como insanos. La duda del comienzo que determina el tono de la narración, facilita el desarrollo de esa suerte de “recuerdos encubridores” que el narrador comienza a deshebrar, partiendo de elementos contextuales —incluso nimios— pero que sirven para detonar la elaboración del discurso de la memoria, donde la voz del adulto busca encontrarse con la mirada del niño. Sin embargo, una lectura dominante de Las batallas en el desierto insiste en plantear esta idea al revés: el conflicto, señalado muchas veces como meramente anecdótico, serviría para pretextar el relato de la desaparición de un México pregringo, identificado con la ciudad que fue.

Leer Las batallas en el desierto, sólo como el deterioro de un país primordial, obliga al lector a refugiarse en la apreciación tradicionalista de que todo pasado fue mejor... Carlitos perdió la batalla contra la doble moral y la perversidad de los adultos; la guerra que intenta luchar Carlos es contra la continuidad de los prejuicios y los señalamientos morales de una sociedad superficialmente moderna, que es incapaz de aceptar lo que no entiende. Asunto que no sólo perdura, si no que se ha recrudecido en nuestro tiempo.

¿Qué tiene mayor peso: la nostalgia de una época que se amarillenta como fotografías en viejos álbumes, o la necesidad que siente el personaje de narrarse a sí mismo para restaurar su identidad e historia? El narrador adulto no ha perdido la ciudad que añora, más bien, la idealización de una infancia que requiere de la significación de aquella ciudad como espacio simbólico, donde los boleros, los automóviles, los programas de radio, la evocación de ciertas marcas y el cine de aquellos años —sus años—, lo remiten a ese episodio que marcó de manera decisiva su historia personal, brindándole la posibilidad de descubrir y reconstruir su memoria.
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*Diego José (Ciudad de México, 1973). Narrador, poeta y ensayista, es autor, entre otros libros, de Volverás al odio, El camino del té y Nuevos salvajismos: la perversión civilizada.


Prácticamente desde 1972, cuando apareció El principio del placer, José Emilio Pacheco no había vuelto a publicar un libro nuevo de narrativa, salvo, si se le quiere considerar así, la versión corregida de su novela Morirás lejos (1967-1968). La espera, y nos dio gusto, no desilusionó: Pacheco ha publicado hace unos días una brillante y redonda noveleta que, casi nos atrevemos a creer, será el libro suyo que se venderá más a la larga. Y Las batallas en el desierto, si se me permite, podemos considerarla primordialmente como una bella e imposible historia de amor de un niño por la madre del mejor amigo, con los pormenores de la cristalización y las consecuencias grotescas y dolorosas.
Marco Antonio Campos
Proceso, 4 de mayo de 1981

Amor por Mariana

Vicente Alfonso*

De niño pensaba que José Emilio Pacheco era un escritor prohibido cuya obra circulaba a escondidas, de mano en mano, evadiendo las flamas de la censura. En esa época aprendí a leer. Entonces, como hoy, los puestos de periódicos ofrecían novelitas de bolsillo impresas en papel revolución, con portadas muy vistosas e interiores ilustrados en una tinta, llenos de muchachas voluptuosas, pistoleros malencarados e indios hostiles. El chofer de mi abuela las consumía en cantidades preocupantes. Recuerdo a mi abuela regañándome por ver “esas vulgaridades”, tentándome con los tomos verdes, empolvados, de El tesoro de la juventud.

En aquella época se publicaba, en un formato muy parecido, una colección llamada Novelas Mexicanas Ilustradas. En lugar de pistoleros y muchachas, la serie ofrecía en cada número una obra clave de la narrativa mexicana: La muerte de Artemio Cruz, Balún Canán, El agua envenenada, Ulises Criollo… Mi favorito era el número 53: Las batallas en el desierto. Acostumbraba subirme a una higuera para hojearlo, para ver a una mujer que se paseaba por sus páginas en una bata que, entreabierta, revelaba unas piernas deliciosas. En esa época aún no podía descifrar textos y me limitaba a ver los dibujos, a reconstruir la historia que involucraba a niños como yo, además de algunos adultos a quienes les asignaba arbitrariamente roles de héroes o de villanos según sus gestos.

De tanto visitar aquellos trazos, fui aprendiendo a entenderlos: ensamblando sílabas comprendí que el nombre de la mujer era Mariana y que Carlos, el niño protagonista, se escapaba de la escuela para confesarle que estaba enamorado de ella. Leí y releí esa novela hasta aprenderme muchas frases de memoria, frases que dejé de evocar por culpa de otras que me imponía la escuela. De esas frases escolares hoy no quiero o no puedo acordarme. De Las batallas en el desierto sí me acuerdo, claro que me acuerdo. Mariana, Carlos, Jim, Rosales. Un mundo muy parecido al mío, en la medida en que pueden parecerse la capitalina colonia Roma de los años cuarenta y el desértico Torreón de inicios de los ochenta.

No coincido con quienes han visto en la nostalgia el motor que impulsa las historias de José Emilio Pacheco. La nostalgia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, o una “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. No hay felicidades disipadas en la obra de Pacheco: sus historias son viajes al pasado, pero al horror del pasado. Al narrar, los personajes no añoran tiempos diluidos, por el contrario: tratan de exorcizar los fantasmas que aún quedan de entonces. Carlos, el personaje-narrador de Las batallas en el desierto, dice al final de la novela: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”.

¿Si no hay nostalgia, qué hay en la obra de Pacheco? La violenta belleza del despertar al mundo adulto. Los personajes-niño (Carlos en Las batallas en el desierto, Jorge en El principio del placer, muchos protagonistas de El viento distante) son tildados de menores precoces y curiosos, pero ¿qué niño no lo es? Yo, al menos, lo fui. Por la obra de Pacheco hice conciencia de realidades como la corrupción, el despertar sexual, la literatura, el desafío ante la figura paterna. Éstos y otros temas son constantes en su narrativa.

¿Qué provocó que niños como Carlos, como yo, convirtiéramos a Mariana en nuestra primera fuente de deseo? Como en la vida, en la narrativa de Pacheco el deseo despierta desde un sitio ajeno a la razón. El sexo es un enigma que se resuelve en el cuerpo y con el cuerpo, un misterio que duele hasta el gozo. Carlos describe a Mariana: “Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el misterioso sexo escondido”. Por mi ejemplar ilustrado de Las batallas en el desierto supe lo que era “tener derrames”. Aprendí lo que eran los actos impuros y los tocamientos. Por Mariana empecé a explorar, con la vista y la imaginación, las delicias de la geografía femenina: rodillas, muslos, cintura, pechos, el misterioso sexo escondido.

Tuvieron que pasar muchos años para que me percatara de que, además de desearla, Carlos y yo amábamos a Mariana porque podíamos llamarla por su nombre. La amábamos porque no teníamos que hablarle de usted o pronunciar solemnemente su apellido, como debíamos hacerlo con nuestros padres o con el maestro Mondragón. Nombrar a Mariana era poseerla, paladearla y sentir su esencia palpitando en la lengua. Mariana. Tal vez por eso, en la novela, Carlos no escuchaba razones. Por eso “únicamente repetía su nombre como si el pronunciarlo fuera a acercarla”.

Hay un punto en el que jamás coincidí con el protagonista de Las batallas en el desierto. A él le gustaba compartir sus lecturas: “en el recreo le mostraba a Jim uno de mis Pequeños Grandes Libros, novelas ilustradas”. A mí, en cambio, nunca me gustó la idea de compartir a Mariana.
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*Vicente Alfonso (Torreón, 1977). Narrador y periodista, es autor de la novela Partitura para mujer muerta, por la que recibió el Premio Nacional de Novela Policiaca.


Las batallas en el desierto es una historia de amor nada común. De un amor absurdo e infortunado, pero creíble y respetable: un adolescente que se enamora de la madre de un compañero. Ella no es una madre mexicana típica de la clase media, esto es, casada por la Iglesia, abnegada e intolerante —como la madre del protagonista—, sino lo contrario: una mujer atractiva, sin prejuicios, inteligente, aunque también muy desdichada. Apenas si se entera del amor que ha inspirado al chamaco y tiene trágico fin. Esta circunstancia provoca un trauma en el adolescente; y es de ese trauma jamás comprendido por los familiares, del que José Emilio extrae conclusiones humanas colmadas de ternura y profundidad.
María Elena Bermúdez
Revista Mexicana de Cultura, 21 de junio de 1981

Me acuerdo, no me acuerdo

Eduardo Huchín Sosa*

Recuerdo Las batallas en el desierto con mayor nitidez que las condiciones en que apareció en mi biografía. A estas alturas ni siquiera puedo asegurar si robé la novela de la biblioteca porque era un ejemplar delgado (y años después pedí al autor que firmara debajo del sello oficial), o si la compré porque me proporcionó los códigos idóneos para platicar con mi papá (un señor que puede reconstruir palabra a palabra una crónica radial del mago Septién pero es incapaz de memorizar la lista del súper). Incluso hoy día no puedo decir con exactitud si para llegar a José Emilio Pacheco tuvo algo que ver Adriana la mormona, Amanda la heroinómana o cualquiera de esas chicas de las que me he enamorado tan sólo porque daban la impresión de saber algo que yo ignoraba.

Ahora que lo pienso, pudo haber sido en la preparatoria, con aquel maestro que había propuesto dos títulos para el trabajo final: El laberinto de la soledad o Las batallas en el desierto. Ganó Pacheco, el grupo leyó su novela y el profesor nos puso diez a todos, consciente acaso de que lo único que sabríamos de José Emilio Pacheco para el resto de nuestras existencias es que “había escrito un libro de 79 páginas”. O quizás todo eso haya sido mentira, y compré Las batallas hasta el primer año de la licenciatura, cuando, en un ataque de pudor, me dije un día: “No he leído suficiente literatura mexicana, ¿por qué, Dios, por qué me siento tan culpable?”

Como puede notarse, Las batallas ronda por varios momentos de mi vida como si se tratara de una experiencia a la que es difícil dejar de lado porque sirve para ubicar otras experiencias. La explicación se torna evidente: el de Pacheco es uno de esos libros que nos descubren maneras de escribir. ¿Recuerdas la primera vez que leíste Piedra de Sol e intentaste reproducir los que creías que eran sus trucos? De ese tipo de lección literaria estoy hablando. Copiar palabras al azar, dejar metáforas aquí y allá, o enumerar imágenes no sirvió de mucho: desde el principio fue bastante claro que Paz poseía un genio del que tú carecías (y bueno, de esa clase de frustraciones está hecha la vida, como cuando quisiste imitar la “doble bicicleta” de Robinho). Es lo que sucede con Pacheco, con la aparente sencillez de su narrativa. No son pocas las formas de afrontar el pasado y el mayor engaño de Las batallas en el desierto está en hacernos creer que se trata de un mero logro de la añoranza: listar antiguos programas de radio, situar un contexto político, describir a la familia, retratar los cambios generacionales. Y sin embargo, algo funciona con José Emilio Pacheco y fracasa en la última vez que pretendiste relatar tu vida escolar para el anuario.

Sin lugar a dudas, eso se debe a lo que conocemos como técnica narrativa, pero la suma de los recursos —y aquí acudiré a una de esas frases hechas— no soluciona el misterio. Tampoco tiene que ver con que un escritor se proponga contar la transición de un país al mismo tiempo que la historia sentimental de un niño de ocho años. Eso es lo fácil: el plan, equiparar las pequeñas y las grandes transformaciones. Pero hay más: aprender a fotografiar el movimiento, convencidos de que nada deja de agitarse. En todo momento y para todas las personas se están derrumbando infancias, terminando realidades significativas. La ciudad se está perdiendo cada día, a diversas intensidades. Un mundo va diciendo adiós al pasajero en turno y, sin embargo, la hazaña entrañable de Las batallas está en hacernos creer que todos somos —o podemos ser— el pasajero en turno.

Eso es lo que quisimos construir a base de copiar la prosa, el plan o los recursos de Pacheco: un lugar para pensar en lo que se ha ido.

Pasan los años. Sucede que uno llega a cierta edad, confiado en que su nostalgia puede interesarle a alguien. Cualquiera de nosotros supone que unas cuantas circunstancias personales pueden otorgarle sentido a libros leídos por otras mil personas, a sucesos vividos por otras cientos de miles, al soundtrack de toda una generación. Entonces, con el lenguaje de un arqueólogo que detalla una vasija, termina uno hablando de sus propios mundos destruidos: el Nickelodeon de ayer, la vez en que nos enamoramos de la mamá de un amigo, la música dance de los noventa.

Y el texto que escribimos comienza invariablemente: Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?
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*Eduardo Huchín Sosa (Campeche, 1979) es autor del libro ¿Escribes o trabajas?



Dice Pacheco en el final de [Las batallas en el desierto] que esa ciudad y ese país desaparecieron y que nadie podrá sentir nostalgia de ese horror, y sin embargo la sola mención de algunos hechos obliga a la nostalgia forzosamente. Una nostalgia en ocasiones avergonzada, como la que sin duda producirá en el tiempo por venir, el presente que día con día nos pasa por el frente de la casa.
Y uno se pregunta, cuáles de las cosas que suceden ahora nos conmoverán o nos moverán a la nostalgia o al arrepentimiento en el futuro. ¿Podremos ver con nostalgia la cirujía urbana que nos tasajeó la ciudad en nombre de una no lograda eficiencia? ¿Alguien recordará dentro de treinta años quién transmitía los partidos de futbol por televisión, quién las corridas de toros? ¿Sabremos recordar cómo se originó la Zona Rosa, cómo se prostituyeron las costumbres y se abandonaron las tradiciones? […]
La obra de Pacheco […] es, más que una llamada al recuerdo, un aviso ante la inminencia de un futuro cuya simiente hemos dejado ya, mal sepultada de seguro, no en la tierra, sino en el gris asfalto de la ciudad sin ojos.
Rafael Cardona
Unomásuno, 18 de mayo de 1981


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