sábado, 20 de mayo de 2017

Un escritor en la imaginación

20/Mayo/2017
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Nunca lo conocí. Tal vez pude haberlo hecho, pues para cuando murió, hace poco más de tres décadas, andaba yo internándome en el oficio de escritor y había leído sus dos libros por lo menos un par de veces cada uno. Pero en ese entonces las distancias eran difíciles de salvar y, de haberme trasladado de Monterrey a la Ciudad de México, la verdad es que no habría sabido dónde buscarlo. Tampoco había leído ninguna biografía —no sé si ya circulaban las que existen—, así que en lo que respecta a su vida tuve que atenerme, como la mayoría de las personas, a lo que los demás decían de él. Chismes, comentarios de segunda, tercera o cuarta mano, incluso chascarrillos; todo lo que tratan de eliminar de la memoria colectiva quienes ahora pretenden santificarlo argumentando que es su propiedad, que les pertenece, que nadie más tiene derecho, que ellos registraron su marca. Se les olvida que los dos volúmenes que escribió han convocado a millones de lectores, y que cada uno puede imaginarlo como le dé su real gana, sin versiones “oficiales” de por medio. Se les olvida, sobre todo, que en “el país del rumor” lo que prevalece son las impresiones de la gente, fundamentadas o no. Ya lo dijo José Emilio Pacheco en un texto de 1973, refiriéndose a los amores de Rosario, la de Manuel Acuña: “El paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia”.
Uno de los primeros que escuché —chisme, habladuría, invención, da igual— fue que cuando su novela estuvo terminada se la llevó a Salvador Novo, el gran mandarín del mundillo literario mexicano de la época, y que tras unos días regresó por la opinión del poeta. Novo, desde la altura de los consagrados, le devolvió el manuscrito con gesto de desaprobación mientras le decía lleno de sarcasmo que para escribir una novela primero debió haber leído muchas. Nuestro autor, en ese tiempo un escritor novel, se fue a su casa rumiando: “Leer novelas... si no he hecho otra cosa en toda mi vida...”.
No sé quién haya armado este pequeño relato ni de dónde lo sacó, y ahora más bien tiendo a creer que es falso, aunque reconozco que posee cierta lógica, sobre todo si se toma en cuenta la dificultad estructural de Pedro Páramo, la disolución del tiempo en el relato, la aparente falta de un esqueleto que sostenga las escenas; o lo que es lo mismo, esa dificultad de ciertos lectores para aceptar algo de verdad nuevo en el panorama de las estructuras literarias que hizo que alguien como Alí Chumacero, publicada ya la novela, escribiera una reseña donde sugería que en ella no había una estructura definida.
Tal vez fue esa novedad radical, la forma por completo desconocida entonces —y aun hoy— en la que vertió su historia del cacique y los habitantes de Comala, el acicate para que desde el momento de su publicación se desataran las leyendas en torno al escritor y su obra. Acaso quienes lo trataban antes de ser el creador de Pedro Páramo no alcanzaban a concebir cómo un hombre tan retraído, de pocas palabras, que evitaba los reflectores, había podido crear la novela más sólida e inquietante de nuestras letras. Siempre sucede. Aquellos que convivieron en sus inicios con grandes hombres —negociantes, artistas, políticos—, que los vieron en su periodo de formación y de lucha con el oficio y el entorno, suelen negarse a aceptar que el principiante lleno de titubeos y el experto respetado por todos sean la misma persona. Lo único que al parecer se les ocurre es: “¿Cómo va a ser famoso, si yo lo conozco?” Y tratan de explicarse el triunfo del otro atribuyéndolo al amiguismo, a las palancas, a la suerte. Nunca al verdadero talento ni a la dedicación. Y entonces surgen la envidia, la maledicencia, el humor agresivo.
Uno más de los relatos —apócrifo, por supuesto— que escuché en mis años juveniles acerca de cómo nuestro escritor consiguió darle a su libro esa estructura tan peculiar, tiene que ver con otro aspecto de los que sus ahora dueños pretenden olvidar, o que todos olvidemos, con el fin de que su “proceso de beatificación” prospere: su relación con el alcohol. En este cuento se decía que, cuando el autor al fin se decidió a entregarla al Fondo de Cultura Económica, el tiempo narrativo de la novela estaba estructurado de manera lineal, desde la infancia del protagonista hasta su muerte, y después la muerte de los habitantes del pueblo hasta que devinieron espectros deambulando por las calles. Sin embargo, ese día nuestro hombre había bebido algunas copas de más por lo que, poco antes de llegar a las puertas de la editorial, tropezó en su paso tambaleante; el manuscrito se desparramó por la calle e incluso algunas páginas salieron volando al impulso del viento. Con esfuerzos, él volvió a reunirlas en la carpeta donde las llevaba, mas la hora de la cita con el editor había llegado y no tuvo tiempo de acomodarlas en el orden que había establecido. Entregó el ejemplar tal como lo recogió del suelo y, al ser publicada, la novela sorprendió a los lectores.
Fuera de envidias y gracejadas, el dibujo estructural de la novela ha suscitado otros rumores que, no importa que en su oportunidad hayan sido desmentidos una y otra vez por los implicados, parecen contar con un blindaje contra el paso del tiempo. Uno de ellos afirma que fue Juan José Arreola, paisano de nuestro autor y cómplice literario en sus años de formación, quien durante una tarde de copas en una de las tantas cantinas de la Ciudad de México trazó la estructura de la novela luego de esparcir, para visualizarlos bien, los fragmentos que la integran en la superficie de una mesa de billar. Hay quien dice que no fue Arreola, sino Alí Chumacero quien le dio la secuencia que ahora presenta. Aunque el poeta Chumacero, en una comida hace años, nos contó de viva voz a los comensales que él, como editor del fce, sólo metió mano en el original para corregir —“como con cualquier otro libro a mi cargo”— algo de puntuación y de ortografía, y para sugerir el cambio de un par de palabras. Al respecto, José Emilio Pacheco escribe en un “Inventario” de agosto de 1977:
Unas cincuenta veces este redactor ha escuchado, en labios de interlocutores que pretenden hacerle la gran revelación, la teoría delirante de que en 1955 Rulfo entregó al Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe y cercano a las mil cuartillas. De ellas, se dice, el poeta Alí Chumacero extrajo Pedro Páramo a base de recortes, tachaduras y collages.
Otras cincuenta veces la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra. Las bases para la administrativa calumnia son: a) en efecto, como funcionario del fce, Alí Chumacero ordenó los cuentos de El llano en llamas en la disposición que conservaron en ediciones posteriores; b) por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de reescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo.
Por lo demás, como se sabe, las editoriales mexicanas no hacen ni han hecho nunca trabajos de “edición” en el sentido que posee el término en lengua inglesa. Si Alí Chumacero hubiese sido el Maxwell Perkins de este Scott Fitzgerald, no hubiera reprochado a Pedro Páramo, en la reseña inicial que se escribió de este libro, precisamente “una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir a una obra de esta naturaleza”.
Entre las reacciones que suscitan la perfección y la grandeza, una de las más constantes es la incredulidad. Las personas, sobre todo quienes ejercen un mismo oficio, tienen dificultades para concebir que un colega se alce por encima de los demás de modo tan evidente. Eso ocurre sobre todo en países como el nuestro, donde para gozar de simpatías uno debe mantenerse dentro de un rango mediano, sin alejarse demasiado de los otros. Cuando ocurre lo contrario, como tras la publicación de Pedro Páramo, los resentidos enfilan sus baterías, si no contra la obra indiscutible, contra su creador, quien seguro sí tiene puntos débiles. Y si no los tiene, se le inventan. En este sentido, varias veces escuché que, cuando ambos aún eran aprendices de escritores, Juan José Arreola —no sé si alguien lo oyó en labios de él— anunciaba la inminente aparición de Rulfo y su obra diciendo algo así como: “Tengo un amigo que escribe como los mismos ángeles, nomás que avienta comas y acentos como si echara maiz pa los pollos”. Tal vez Arreola nunca dijo éstas ni palabras parecidas, a pesar de que según dicen era bastante maledicente, pero la especie se repitió y se sigue repitiendo debido a que detectar un defecto risible en un gran hombre hace que lo sintamos un poco más cerca de nosotros, más humano pues.
Las leyendas y rumores que han rodeado desde hace décadas a nuestro escritor y su obra tal vez hubieran disminuido y perdido fuerza con el paso del tiempo si él se hubiera transformado en lo que se conoce como “un escritor profesional”, es decir, si hubiera publicado un libro cada año o cada dos, mostrando una calidad desigual en su producción, un corpus lleno de altibajos, como cualquier narrador hijo de vecino. Pero no. Él decidió no publicar más después de un único libro de relatos y una novela: los treinta y un años restantes que duró su vida colegas, críticos, académicos y lectores intentaron descifrar las causas de ese silencio editorial. Con ello, en vez de amainar, los chismes se recrudecieron y multiplicaron. Ahora al pasmo provocado por las virtudes narrativas de Pedro Páramo se añadía una suspicacia brutal, producto de “la esterilidad” del autor. Hubo, por supuesto, quienes comprendieron su actitud y su vocación de silencio, como puede advertirse por ejemplo en la fábula que le dedica Augusto Monterroso, donde equipara su astucia con la de un zorro. Pero también, en susurros y lejos de la letra impresa, hubo quien se atrevió a poner en duda su paternidad sobre el libro de relatos y la novela publicados, argumentando que si él los hubiera escrito habría publicado más tarde otros volúmenes. Para bien o para mal, nuestro autor se fue convirtiendo en un escritor mítico.
Él mismo contribuía a su propio mito. Cuando los periodistas se le acercaban —y se le acercaron decenas a lo largo de los años, acaso cientos, de diversos países del mundo— para preguntarle por qué no daba a la imprenta un nuevo volumen, él reviraba con respuestas siempre distintas, imagino que según el estado de ánimo que lo dominaba en el momento. Esas respuestas podían ser, desde que se hallaba enfrascado en una larga novela con el título de La cordillera, hasta que ya se había muerto el tío que le contaba las historias que plasmó en El llano en llamas y Pedro Páramo (al dar esta última, me lo imagino con el rostro triste y una amplia sonrisa interior). En consecuencia La cordillera, como antes su creador, se convirtió también en algo legendario, al grado de que se han escrito ficciones en torno a ella, entre las cuales destaca un excelente relato de Vicente Leñero. Según los decires él trabajó en esa historia hasta sus últimos días, pero después de su muerte no se volvió a saber de ella ni fueron encontrados los manuscritos. En cuanto a la existencia de un tío que le contaba las historias, además de que todos hemos tenido familiares así, lo que muestra es una de las facetas menos conocidas, o menos comentadas del autor: su sentido del humor.
Vuelvo a José Emilio Pacheco, quien en el ya mencionado “Inventario” de agosto de 1977 —cuando al creador de Pedro Páramo aún le quedaban unos nueve años de existencia— aborda el tema del silencio rulfiano y lo relaciona con las causas de su genialidad:
¿Dijo Rulfo cuanto tenía qué decir y prefirió callarse a repetirse? ¿No ha dicho aún su última palabra? Imposible responder a estas interrogantes. El talento de un escritor constituye un recurso natural no renovable. ¿Qué debe hacer con ellos una sociedad? Es un problema irresoluble como la educación de nuestros hijos. Entre el niño golpeado y el niño mimado, entre las facilidades y dificultades que se presentan a un escritor, hay un terreno que aún desconocemos. A juzgar por la evidencia todavía queda un espacio posible para las grandes obras aisladas. Lo que difícilmente volveremos a tener son condiciones que permitan a nuestros escritores madurar, alcanzar la continuidad y mantener de principio a fin su excelencia literaria.
El párrafo anterior se abre a la posibilidad de múltiples comentarios, pues Pacheco no sólo se pregunta, aún en vida de nuestro autor, si su silencio será definitivo, sino además pone en la mesa de debates la relación de la sociedad con sus escritores, y las últimas dos frases sugieren que el tiempo de las grandes obras literarias se terminó cuando las grandes editoriales y el mercado tomaron el control de la literatura en el país. En lo que respecta al silencio rulfiano, ahora sabemos que sí fue definitivo. Sobre las condiciones y el contexto de existencia en que se dio la obra de este autor genial, es difícil, si no imposible, precisarlo. Sin embargo, tratando de interpretar su línea de pensamiento, podría pensarse que José Emilio Pacheco atribuye, al menos en parte, el silencio del escritor a las presiones externas, ya fueran de los editores, de los críticos o del público lector que con seguridad lo atosigaban día a día con preguntas como ¿en qué está trabajando ahora, maestro?, o ¿cuándo nos entrega otro libro maravilloso? Sin contar con las ofertas monetarias que sin duda le ponían enfrente para animarlo a escribir. Hay artistas que se paralizan ante la presión y, según como lo recuerdan quienes lo conocieron, o como lo han retratado sus biógrafos, nuestro autor era de ese tipo de creadores.
Desde mi punto de vista, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo fueron concebidos, escritos y trabajados en la libertad absoluta que ofrecen el retraimiento personal, la despreocupación por el dinero, la soledad voluntaria y una relativa ausencia de necesidades. También, acaso, la inmersión en la vida bohemia de bares y cantinas, donde el escritor —principiante o experto— suele intercambiar impresiones de lecturas y proyectos con su pares, animado por los tragos y el ambiente. No por nada muchos colegas afirman que “se aprende mucho más de literatura en torno de una mesa de cantina que en cualquier facultad de Letras”. Así, imagino sin problema al joven aspirante a escritor saliendo de su trabajo en el archivo de la Secretaría de Gobernación junto con su amigo Efrén Hernández, el otro archivista de la instancia, para dirigirse con paso calmo al tugurio de su preferencia mientras ambos discuten sin cesar en el camino los mismos temas literarios que habían abordado ya durante las ocho horas de la jornada laboral en la soledad del sótano de la secretaría, entre papeles polvorientos y carpetas más o menos desordenadas. Los imagino tratando de responder algunos interrogantes como ¿de qué manera plasmar nuestra realidad sin caer en lo manido?, ¿cómo encontrar una forma que sea lo más original, dentro de lo posible, y que al mismo tiempo refleje de un modo fiel la vida que nos ha tocado vivir en este tiempo y este país?, ¿qué lenguaje es el que corresponde al México actual? Supongo que estas cuestiones eran ineludibles para ambos, y que volvían a ellas una y otra vez, en el tiempo de la chamba, en las caminatas por el centro de la ciudad, en las interminables horas de cantina, donde se les sumaban otros aprendices de escritor.
Esta libertad creativa, la del autor aún inédito y sin editores ni lectores que esperen su obra, dura tan sólo unos cuantos años, por lo general los de formación que son los mismos de la juventud. Es una suerte de etapa paradisiaca que casi todos los escritores de cierta edad recuerdan con nostalgia. Después viene la publicación y, si hay suerte y la obra cuenta con calidad, la respuesta crítica, el reconocimiento y el prestigio. Y todo cambia. Empieza la época del asedio, de las presiones, de las exigencias familiares, de la angustia del creador. No es difícil pensar en las consecuencias que un cambio de tal naturaleza provoca en quien no está hecho para los reflectores ni para los ajetreos de la fama. Por eso puedo imaginar a nuestro autor paralizado por la timidez, sobre todo al principio, sintiendo cómo sus manos se llenaban de humedad y de temblores, tratando de dominar el impulso de escurrir el bulto a la hora de las presentaciones y entrevistas y salir disparado en busca de la cantina más cercana para refugiarse detrás de una botella. Y a causa de lo anterior, lo imagino también reviviendo una y otra vez ese terror, que él ya creía vencido, ante la nueva página en blanco.
Pero, ¿es posible que alguien con tanto talento deje de escribir sólo por miedo a los reflectores y al asedio de la gente? No lo creo. Además, en el caso de nuestro escritor, un nuevo libro no hubiera modificado mucho la situación: él ya era famoso y siguió siéndolo hasta su último día. Creo más bien que ese terror renacido ante la nueva página en blanco pudo haberse generado por la presión de tener que competir consigo mismo, en lo que tal vez él consideraba una competencia por completo desigual: la de un hombre maduro, lleno de compromisos y responsabilidades, con los ojos de miles de lectores fijos en él, que se mide en el tiempo con un joven lleno de anhelos artísticos, despreocupado de su entorno, cuya única ambición es, como diría Joaquín Sabina, “escribir la canción más hermosa del mundo”. En otras palabras, el talento propio y ya demostrado ante el mundo se convirtió para él en una pesada losa sobre los hombros. Una losa que lo inmovilizaba. Que le paralizaba la mano que sostenía la pluma. Y al mismo tiempo le ofrecía una coartada plena de una lógica irrefutable: si ya di lo que tenía que dar, ¿qué necesidad hay de ofrecer más? Y, como sabemos, no lo hizo.
Alguna vez escuché un comentario bastante maléfico acerca de que nuestro autor había preferido beber a escribir. La verdad, jamás lo creí. En la historia de la literatura hay suficientes ejemplos, tanto en nuestro país como en el resto del mundo, de escritores que supieron combinar muy bien su afición al alcohol o a las drogas o a cualquier otro vicio con su talento literario. Desde Edgar Allan Poe hasta Malcolm Lowry, desde Dostoyevski hasta José Revueltas entre nosotros, desde Ernest Hemingway hasta William Burroughs, todos ellos han demostrado que no es necesario optar por una u otra actividad sino que, al contrario, en ocasiones ambas se complementan, incluso se enriquecen. Pero, ¿y si fuera al revés? ¿Si dejar de beber desactivara algún mecanismo interno que antes permitía que la escritura fluyera con naturalidad? Nuestro autor bebía, y mucho, pese a que en la actualidad intenten ocultarlo quienes se ostentan como dueños de su marca. Los testimonios orales y escritos acerca de sus tardes y noches de tragos son innumerables. Eso sí, todos parecen coincidir en que cuando se pasaba de copas seguía siendo tranquilo y callado, que no era escandaloso ni pendenciero.
Al respecto existen anécdotas —como todas, tal vez inventadas— cargadas de humor, como aquella en la que se dice que, cuando pasaba por periodos de borracheras consuetudinarias, alguien de su familia, harto como todos los familiares en situación semejante, solía dejarlo solo y encerrado con llave en su departamento, sin dinero y sin alcohol, con el fin de impedirle que tomara. Y que sin embargo, cuando ese alguien volvía, lo encontraba completamente bebido. ¿La razón? No, no se trata de que nuestro hombre fuera brujo, ni de que tuviera —como sí lo hacía, dicen, Malcolm Lowry— pomos ocultos en los sitios más recónditos de su casa, sino de que su vecino del departamento de arriba, un pintor amigo, se había puesto de acuerdo con él y, en cuanto lo dejaban solo y escuchaba girar la cerradura que lo encerraba, nuestro hombre corría por la escoba y con el palo golpeaba el techo:
la señal convenida para que el vecino hiciera descender por la ventana una botella de tequila amarrada por un cordel. La sorpresa, y el coraje, de quien volvía de fuera debió ser, pues, mayúscula.
Bebía, pero en algún momento dejó de hacerlo y cambió el alcohol por el café. Sin embargo, la sobriedad no lo empujó a la escritura, o por lo menos no lo llevó a publicar un nuevo volumen, lo que tal vez demuestre que su afición por la bebida no tenía que ver con su silencio. ¿Y la falta de? Quizá tampoco, aunque sobre este tema también circulaba hace años, no muchos, un rumor algo peliagudo o cuento o habladuría. El relato decía que, con el fin de arrancarlo de las garras del alcoholismo, nuestro autor fue internado, ya fuera contra su voluntad o con su consentimiento, en un sanatorio situado en Tlalpan. El nombre del lugar variaba según las versiones o la memoria de quienes repetían la especie, pero en lo que todos coincidían era en que, como en aquellos tiempos —la década del sesenta— aún no existían las llamadas clínicas de desintoxicación como ahora, aquella institución era más bien un hospital mental, un manicomio. Si ya de por sí la sola idea de que uno de nuestros mayores genios literarios haya sido internado en un sitio así provoca indignación, y ello a pesar de que la historia de la literatura esté llena de casos semejantes de escritores ilustres, más indignación causaría, en caso de ser verdad, que su tratamiento hubiera sido con base en electrochoques. ¿Invención? ¿Realidad? Quienes repetían la historia, eso sí, aseguraban que nuestro escritor jamás habló de esto, aunque esgrimían el argumento como una posible explicación al silencio literario en que se instaló el resto de sus días.
En una versión inicial, él había titulado a su obra maestra Los murmullos. Aunque el significado de “murmullo” es en una de sus acepciones, en sentido estricto, distinto del significado de “rumor”, a mí siempre me han parecido sinónimos. Acaso al poner un primer título tentativo a su gran novela, nuestro autor profetizaba que después de publicarla su vida se daría a conocer a través de los murmullos, de los rumores, de esas “noticias” cuyo origen es impreciso y nunca son confirmadas ni comprobadas por nadie, pero a las que la gente, en especial en nuestro país, suele otorgar mayor credibilidad que a las investigaciones más rigurosas. O tal vez no haya en ello nada profético y se trate tan sólo de una ironía del destino. Sin embargo, lo cierto es que, como ya se mencionó líneas arriba, él mismo contribuyó a la proliferación de versiones sobre su vida, al surgimiento indiscriminado de interpretaciones sobre su actitud de escritor después de haber publicado sus dos volúmenes de narrativa. Lo hizo con su silencio, con sus respuestas cambiantes ante preguntas iguales, con su peculiar sentido del humor, con su carácter retraído y con su genialidad de narrador.
Tengo para mí que disfrutaba ser un escritor-mito. Así como puedo verlo lleno de gozo al mirar la expresión sorprendida de los periodistas después de responderles que ya no le era posible escribir más porque se había muerto el tío que le contaba las historias, lo imagino sonriendo, incluso carcajeándose interiormente al enterarse de los rumores y chismes que corrían entre la gente acerca de su persona y de su obra. Verdades o mentiras, se trataba de chismes y relatos que, al circular por todos lados, no hacían sino proteger su intimidad, sus verdades más hondas. ¿Y qué es lo que busca un hombre callado y retraído sino guardarse por completo nomás para sí mismo? Por eso azuzaba los misterios en torno suyo. Por eso y porque como todo verdadero creador, como todo verdadero amante de la literatura, debió estar convencido de que lo único que en realidad importa en un escritor es su obra, donde está volcada y sublimada su vida, su modo de pensar, su visión del mundo; de que la biografía es una suerte de fetiche contemporáneo que existe para uso de críticos, académicos, editores y administradores de marcas. También lo imagino, o quiero imaginarlo, haciendo una serie de muecas desdeñosas ante cualquier tipo de “verdades oficiales” o de “biografías autorizadas”. Lo suyo era el mito, la multiplicación del misterio. Los rumores. Los murmullos.
Por eso cuando pienso en él, que es casi siempre al terminar de releer cualquiera de sus relatos ejemplares, lo veo joven y huraño, sentado ante una mesa de cantina con un libro abierto, la copa de tequila a medio vaciar y el cigarro humeando entre sus dedos, siguiendo con la vista las líneas del relato en busca de una frase inolvidable, un ritmo musical que encierre el canto del mundo, una técnica narrativa susceptible de ser adaptada a su universo personal, seguro de leer como nadie más lo hace, pues sabe que cada lector es dueño absoluto de lo que lee y que lo que transcurre en su imaginación mientras devora las palabras impresas representa un espectáculo único, una puesta en escena que su mente en combinación con el autor del libro han creado nomás para su placer. O lo veo también sentado pero ahora ante un escritorio con un cuaderno enfrente y papeles llenos de tachaduras desperdigados alrededor, en una mano el cigarro y en la otra la pluma, la piel entera sudando a causa del esfuerzo de concentración, tratando de arrancarle a la nada los rasgos sonoros que harán de sus personajes seres vivos y de sus historias símbolos-espejo donde una nación, una cultura, un continente, una lengua, sean capaces de encontrarse y reconocerse. Mientras escribe, despacio, como saboreando cada roce de la pluma con el papel, visualiza un pueblo o varios, una región y a sus habitantes, elementos configurados con recuerdos vívidos, muchos dolorosos, otros felices, en mezcla con relatos escuchados y leídos, con imágenes capturadas a lo largo de los años en cientos de desplazamientos, con entes imaginados por completo o modificados con ayuda de la imaginación, hasta que en el papel memoria e imaginario se confunden y sintetizan en palabra viva y ya son sólo sonidos los que fluyen de la pluma, sonidos armónicos, ritmos, cadencias, contrapuntos, y nuestro hombre tiene la sensación clara de ser más músico que escritor pues en su mente todo se ha vuelto un tanto abstracto, con esa abstracción artística que va mucho más allá de los significados, aunque los contiene, pero que facilita la fluidez y al irse estructurando afecta el interior del hombre —el suyo y el de quien leerá más tarde el texto publicado—, despierta las sensaciones y excita las emociones hasta provocar verdadera devoción, una devoción desinteresada, la devoción por la obra de arte.
Y lo veo, un poco después, agotado, vaciado por completo, levantarse del escritorio y caminar hacia la cama tambaleante por el cansancio o por los tragos ingeridos, para tumbarse en el colchón inmerso en su soledad total, no importa si duerme acompañado o no, en su soledad de creador consumado y consumido, y encender el último cigarro de la madrugada antes de apagar la lámpara del buró, y fumar contemplando la brasa entre las sombras en un intento por limpiar su mente de las imágenes que la han ocupado durante las últimas horas. Un intento vano, porque no consigue deshacerse de ellas. No lo conseguirá, lo sabe. Aunque fume con avidez, con desesperación, esas imágenes seguirán en él, obsesivas, incluso en sueños, hasta que la obra esté terminada.
Lo veo entonces cerrar los ojos y sonreír en la oscuridad seguro de que, poco a poco, está alcanzando lo que anhela: el relato redondo, la obra maestra que le hará saber a los demás que ya no es un aprendiz sino un oficial entero.
La obra que le traerá, no el éxito pues no es lo que desea, sino la gloria, el reconocimiento, el respeto. La obra que llegará a otros lectores, no sabe cuántos ni le interesa, que serán tocados, transformados por sus palabras, por sus ritmos, por sus cadencias e imágenes. Un puñado de lectores que en el futuro, cuando él ya no esté y su persona y sus libros sean indisolubles, serán sus verdaderos dueños y continuarán imaginándolo tal como ellos quieran.
RULFO: TRES PREGUNTAS PARA ANTONIO ORTUÑO*
—¿Cuánto influyó la literatura de Rulfo en la conformación de su imaginario sobre México? —No mucho, realmente. No veo a Rulfo como un heraldo de lo mexicano sino como un narrador habilísimo con el lenguaje. —¿A qué cree que se debe la atención que ha suscitado la obra de Rulfo para los estudiosos extranjeros? —Hay que poner en perspectiva eso: Rulfo ha sido muy estudiado por ser un autor extraordinario, pero también porque algunos decidieron “leer” al país con sus pequeños y perfectos libros como guía, cosa que me parece ajena a la voluntad del autor. —¿Cuáles son los mayores logros o méritos en la obra de Rulfo? —Su lenguaje inimitable. Rulfo creó una estética particular y un mundo literario singular. A Rulfo se le seguirá leyendo porque sus obras son estupendas. Ignoro el devenir de las modas críticas. Defiendo la idea de que a un buen autor hay que leerlo de muchos modos y ninguno está totalmente equivocado.
Roberto García Bonilla

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