domingo, 15 de abril de 2012

Cabrera Infante y el cine

15/Abril/2012
Jornada Semanal
Raúl Olvera Mijares

En ese océano que es la historia del cine –un siglo escaso con tanto material que una vida humana no bastaría para abarcarlo– la variedad, la hondura y el carácter original de las propuestas han alcanzado un grado superlativo. ¿Cuál es, pues, el papel que le corresponde a la crítica de cine? Por una parte, la crónica pretende dejar registro de aquello que ocurrió en el ámbito cinematográfico; por otra parte, la crítica se propone discriminar clasificar, elucidar la calidad del material. Crítica es posible hacerla desde enfoques especializados, propios de los técnicos (análisis pormenorizados del tiempo, la luz, el manejo actoral), o bien desde una perspectiva más amplia, puramente informativa que –en el caso de Hollywood– ha degenerado en las columnas de chismes y ese seudoacademicismo teñido de historia política, sociología y delirio estructuralista que ha engendrado esa rara y novísima fauna: los cronistas de cine.

Ya en 1964 Guillermo Cabrera Infante publicó sus reseñas cinematográficas en la revista Carteles, aparecidas entre 1953 y 1960, bajo el revelador título de Un oficio del siglo XX, obra firmada por G. Caín, seudónimo que el escritor cubano debía emplear como medida impuesta por la censura. El título del libro destaca que la crónica de cine es una especialidad periodística cuya aparición es relativamente reciente. Cabrera Infante hermosea su libro, o más bien le confiere dignidad literaria –no conformándose con recopilar sus reseñas– inventando la biografía, los gustos y raras aficiones de su alter ego por medio de tres intervenciones sobre este estrafalario personaje, encajándolas al principio, a la mitad y al final del libro.

Resulta ilustrativo considerar la forma como un escritor y periodista aborda el extraño ejercicio de decir qué impresiones le merece un filme, con el fin de suscitar el interés por parte de un futuro espectador, o bien la adhesión o rechazo de otro que ya ha visto la película. Los métodos empleados por Cabrera Infante son tan poco ortodoxos y variados como comentar la cinta revelando –¡oh pecado nefasto!– el final, caer en la chismografía de Hollywood y su mito de las stars, o bien adentrarse en una exploración cuasi freudiana de la biografía y las motivaciones profundas del realizador, siempre a la sombra de Cannes y otros festivales en el Viejo Mundo. ¡Si ahí quedaran las aportaciones del gran escritor y humorista poco se distinguirían de las cápsulas informativas que todavía hoy llenan los diarios otorgándoles estrellitas a las cintas, como otrora en la escuela de párvulos a los niños! Cabrera Infante –menos pueril de lo que presagia su apelativo– va más allá, adentrándose en terreno áspero y montañoso, el de desentrañar el sentido último o la esencia del filme, echando mano de valoraciones estéticas generales, o bien poniendo la obra en relación con otros hitos relevantes en la historia de la cultura. Así su agudeza de ingenio, su hondura humana y su buen sentido de hombre común, solidario con sus iguales, se vuelven manifiestos.

Es verdad, si la actividad de Cabrera Infante se extendió hasta 1960, viéndose restringida a los filmes que podía tener acceso en su nativa y remota isla, la vastedad y completitud de sus comentarios está hasta cierto punto circunscrita. Sus apreciaciones un tanto obtusas del cine mudo, haciéndolo un remedo del verdadero cine, o arte incompleto, parecen desdeñar las aportaciones del expresionismo alemán con obras tan señeras como Metrópolis, de Fritz Lang; Nosferatu, una sinfonía del horror,de Friedrich Wilhelm Murnau, o El infierno blanco de Piz Palü, de Georg Wilhelm Pabst y Arnold Fank, que no se hacen acreedoras por cierto a comentario alguno. El cine inglés es despachado de manera sumaria con las empolvadas versiones del teatro shakespeariano de Laurence Olivier. Wajda y Bergman –basten dos nombres– aparecen apenas en comentarios incidentales, ni qué decir de Tarkovsky, Godard, el último Fellini, el último Visconti y, por supuesto, Greenaway, realizadores cuyas obras magistrales en esa temprana fecha ni siquiera existían.

Parcialidades y criterios severos se suceden: como con Buñuel, de quien defendió Nazarín ante Los 400 golpes, de Truffaut, que acabó con todo por derrotarla en Cannes en 1959, pero del cual se empeña en alabar Robinson Crusoe, una realización francamente dudosa como otras con las que en ocasiones el director español, avecindado en México, se procuró su diario sustento. En contraste, de un rigor rayano en el perfeccionismo más acendrado se muestra con Federico Fellini, de quien Las noches de Cabiria le parece una obra mediocre, centrada sobre su mujer, la Masina, ridícula payasita metida a piruja, Harpo Marx haciendo la calle, en sus propias palabras. Ante La strada, sin embargo, su actitud es muy otra: una de las reseñas más emotivas y hondas de las que aparecen en el volumen se la dedicó a este filme, especie de ejemplificación, naturalista y moderna, nada menos y nada más que de los Evangelios.

Pocos escritores –y mucho menos cronistas en periódicos– han mostrado el amor, la dedicación y a la vez la hondura perceptiva de Guillermo Cabrera Infante. Su manera particular de abordar la reseña haciendo uso de todo el arsenal de recursos, bondades y trucos de un narrador, es un ejemplo de la libertad y la variedad que puede adoptar un artículo hecho sobre obra ajena, ecos de otros ecos cuyas reverberaciones son aún perceptibles después de tanto tiempo. Un oficio del siglo XX es una historia del cine en breves y expresivos retazos, prosa que, por sus distintos valores musicales y humorísticos, se yergue como un extraño monumento que aspira a ser más perenne que el bronce o, al menos, tan resistente al tiempo como él. Todo escritor o periodista que se precie de conocer de cine debería tener entre sus libros de cabecera esta obra, casi misal romano para un cura de la pantalla.


No hay comentarios: