martes, 3 de abril de 2012

3/Abril/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

De acuerdo a las estadísticas nacionales, durante marzo del 2012 se registró el número más alto de ejecutados en 10 meses. Según el recuento de Milenio, “el total de ejecuciones en lo que va del sexenio asciende a 50 mil 93, de los cuales 3 mil 138 corresponden al primer trimestre de 2012”. En lo que fue calificado como un “repunte significativo de la violencia”, hubo un promedio de 36.8 muertos al día durante el mes de marzo. Uno de ellos, acaecido el último día el mes, fue Guillermo Fernández, el poeta y traductor tapatío que radicaba en Toluca, la ciudad más alta de la República mexicana, desde hacía una veintena de años. Aunque las condiciones de su deceso todavía no se esclarecen del todo, las escuetas notas periodísticas al respecto hacen hincapié en la violencia del crimen perpetrado de noche, dentro de su propia casa. El sustantivo y el adjetivo: cinta canela. El verbo: maniatado. El punto final: un golpe en la cabeza. ¿Cuántas veces no hemos leído ya descripciones así? Detesto escribir notas sobre amigos y/o maestros recién fallecidos, sobre todo porque escribir sobre uno tendría que comprometerme a escribir sobre todos, pero en esta ocasión lo hago para unir mi voz a la de tantos escritores y amigos que, ya desde el Estado de México como desde otros estados de la República, han demandado el esclarecimiento puntual de los hechos y la impartición de justicia. Yo tampoco deseo que este crimen, este otro crimen, quede impune. Yo tampoco deseo que Guillermo Fernández, ni nadie más, se convierta en otra cifra horrorífica en este país que se nos cae a pedazos, ¿no es cierto, Agripina? Yo también pido justicia.

Qué difícil es escribir esto.

No fui, ni con mucho, una amiga cercana de Guillermo Fernández, pero sí tuve el privilegio, como residente esporádica de esa ciudad en las tierras más altas, de convivir en ocasiones con él. Como bastantes más en la capital de un estado que poca atención le ha puesto a su vida cultural, asistí en algunas ocasiones a los talleres tanto de poesía como de traducción que impartía en la Casa de la Cultura como quien encuentra algo de oxígeno en una zona de aire muy enrarecido. Los que saben lo cruenta que suele ser la vida en ciertas ciudades industriales de la provincia mexicana, deben imaginarse con cierta facilidad el aura de último refugio y el tono de festejo que adquirían esas reuniones. Conservando siempre y a pesar de los años sus posición como recién llegado, Guillermo Fernández contribuyó así a mantener y expandir un medio cultural muchas veces maniatado ya por falta de recursos o ya por rencillas internas. Su ironía, su continuo desmarcarse y, sobre todo, su trabajo constante, propiciaron la aproximación de los más rebeldes hacia los vericuetos de la poesía.

Guillermo Fernández fue, en efecto, un apasionado y devoto traductor del italiano. Como cualquiera que haya leído a Italo Calvino o a Eros Alessi en español, yo también le debo mucho a su labor infatigable, disciplinada, cuidadosa, mal pagada. Pero le debo más. Mi amor por el Xinantécatl, ese Nevado de Toluca que desde hace tiempo insisto en visitar al menos una vez al año, es algo que aprendí en las largas travesías que organizaba Guillermo para oír, en una de las cimas del mundo, su música favorita. Gracias a él también adquirí la bendita costumbre de añadir cardamomo a los granos de café. Fue bastante la música que descubrí o redescubrí gracias a sus sugerencias, pero de entre todas recuerdo horas deliciosas discutiendo en detalle la voz de Lucha Reyes, especialmente su manera de enunciar los versos de “La mensa” —esa canción en que una mujer se vuelve lacia, lacia, lacia. Alguna vez en una charla sobre política llegó a la definición exacta del poder: poder es no poder salir a la calle. Recuerdo que de inmediato tuiteé esa máxima. Nos sacábamos de nuestras casillas con facilidad él y yo pero, para qué más que la verdad, nunca dejamos de hablar en esos encuentros en las tierras altas. Alguna vez llegó a mi casa de Metepec sin invitación, cosa que él rara vez hacía, y se sentó a la mesa (en una esquina de la mesa) y se puso a platicar de su vida. Más que en ninguna otra ocasión, Guillermo fue ahí no el hombre de 80 (o casi) sino esos míticos 4 jóvenes de 20. Nunca supe qué era verdad y qué no en ese relato que ahora se me confunde con la resolana de la tarde: el niño que se escapa de su casa a los 9 años, el joven que conoce en persona a Eugenio Montale, el hombre mayor que continuamente descubre que, ante todo, prefiere la soledad y la poesía. Entre una cosa y otra saqué la botella de tequila —hasta donde sé, su bebida favorita. Y lo escuché. Debió haber sido sábado o domingo. Nunca supe por qué hizo aquello; qué lo conminó a tocar a la puerta y, luego, a quedarse. Esa tarde maravillosa y clara, esa tarde que seguramente fue de un sábado de primavera, está toda entera ahora, aquí.

Dentro de esa tarde, bajo su resolana que no cesa, pido como tantos otros que se esclarezcan los hechos y que se haga justicia.

Aquí había unos versitos, maestrín.

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