viernes, 9 de julio de 2010

Así escribo (Eduardo Antonio Parra)

Julio/2010
Nexos
Eduardo Antonio Parra

Con todo el cuerpo
Espacio e instrumentos
Lo esencial es una superficie amplia para distribuir en ella libros, plumas, plumones y cuaderno: una mesa o, aún mejor, una barra de café. Lo anterior debe incluir un asiento cómodo, de preferencia acojinado. Como escribo a mano, en cuadernos profesionales de cuadro pequeño, nunca he podido trazar letras legibles en otra posición. No me seduce la experiencia de Onetti, de quien se dice que no salió de la cama en años (salvo para aliviar sus necesidades corporales), ni la de los que lo hacen de pie (para sentir correr la sangre por las arterias). Creo que si estoy cómodo mi imaginación se activa, puedo viajar lejísimos o sumergirme en lo más hondo de mí. En fin, sentado. Y debe haber al alcance una cafetera, o una mesera para mantener la taza siempre llena y caliente. También, y esto es lo más importante, cenicero, encendedor y una o varias cajetillas de cigarros, y si son de diferentes marcas, mejor.

Mirador

Escribo en sitios llenos de gente. Ver rostros anónimos representa un descanso cuando levanto la vista. Es por eso que prefiero los extremos de la barra, desde ahí se domina la mayoría de las mesas. Si en esos recesos mis ojos topan con un rostro femenino, la cosa marcha; si ese rostro posee algo de belleza, ya es reconfortante, y no sería difícil que su descripción entrara en el texto. Si no hay suerte al respecto, tampoco importa: casi siempre estoy tan inmerso en la escritura que ni cuenta me doy. El ruido tampoco interfiere: prefiero el rumor difuso de decenas de conversaciones, a los murmullos aislados que se escuchan, por ejemplo, en cualquier biblioteca pública. El rumor constante me aísla del verdadero ruido, dejándome entrar en una dimensión distinta.

Trance
¿Cómo llego a ese grado de inmersión? Los libros, ya lo dije, son esenciales: cuando intentaba mis primeros relatos, descubrí que para escribir necesitaba entrar en una suerte de estado hipnótico. Pero no fue sencillo de alcanzar. Miraba la página en blanco largos ratos sin conseguir nada (salvo una sensación de impotencia) y cuando, ya desesperado, forzaba la escritura, salían de la pluma frases vanas, huecas, sin sentido ni densidad. Ocurrió una y otra vez. Un día abandoné el intento de escritura y abrí un libro que traía. No recuerdo si era prosa o poesía; no importa. Leí. De pronto, alguna frase prendió una chispa en mí y, sin estar consciente, cerré el libro, abrí el cuaderno y tomé la pluma: las palabras caían sobre el papel con naturalidad, firmeza, sentido y cuerpo (o al menos así me pareció). La lectura me había llevado al trance. Nunca volví a intentar escribir sin antes leer por lo menos una o dos horas. Incluso hoy. Por eso los libros (narrativa, ensayo o poesía) son parte de mis instrumentos esenciales.

Sangre
Me gusta ver correr la tinta sobre la cuadrícula, llenar poco a poco los renglones apretados. Alguien dijo (no recuerdo quién; seguro era de los antiguos) que, al salir de la pluma, la tinta es como la sangre de quien moldea las palabras: se escribe como quien se desangra. Cursi o no, la imagen me atrae. Tenga uno letra ilegible o clara, escribir a mano genera la sensación de estar practicando dos artes a la vez: literatura y caligrafía. Así, con lo que brota del interior la página se colma, la mancha oscura crece sobre el fondo blanco hasta llegar a la última línea. Pero, como todo lo que proviene de adentro es imperfecto, al llegar al fin de la página algo me impulsa a arrancarla del cuaderno (la primera vez fue un acto automático; ahora es asumido) para volver a escribirla de inmediato; o, lo que es lo mismo, para “copiarla” en limpio. Sólo que al hacerlo el texto siempre crece o se encoge (¿por eso dirán que el lenguaje es “algo vivo”?). Sí, se trata de una costumbre que demora la escritura, pero ¿acaso la dilatación indefinida no es la mejor parte del placer?

Cuerpo
Reescribo cada página hasta el fin de la jornada. El tiempo pasa rápido. Cuando vuelvo al texto —no siempre al día siguiente—, todo se repite. Tras la lectura, ya “hipnotizado”, arranco la última hoja y la reescribo de nuevo para instalarme en el tono, en la atmósfera, y así hasta el final, cepillando primero, puliendo después. Lo que aguante el texto. Hasta que no haya ruido en él y las frases fluyan. Es un buen ejercicio. De eso se trata. Y siempre, al final, cuando ya no hay frases que agregar ni palabras que suprimir, sentado, sin moverme, incluso sumergido en el clima artificial de la cafetería, me descubro con el ritmo cardiaco acelerado, sudando, con el rostro enrojecido. Ya lo dijo alguien: se escribe con todo el cuerpo.

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