sábado, 17 de julio de 2010

Esbozo sobre el ensayo

Abril/2010
Revista Malpensante
José Antonio de Ory

Se confunde ensayo y texto académico. Similares ambos, claro, aparentemente al menos, uno y otro textos de no ficción y en los que se habla de algo real; algo, digamos, con existencia previa al momento de la escritura y a la mera imaginación del escritor, pero distintos en el resto, en lo fundamental, ejercicios diferentes movidos por impulsos y empeños diferentes.

Cada vez más, por cierto. La práctica universitaria que, para obtener puntos en el cursus honorum académico, ha impuesto la necesidad de publicar libros y textos indexados que a menudo nada aportan y a nadie interesan ha demostrado ser perversa y ha convertido la publicación universitaria en un fin en sí mismo: lo importante no es qué se escribe, sino publicarlo. Y por eso casi todo lo que se publica está mal escrito: por interesante que sea el asunto, el resultado no atrae por lo mal escrito que queda. Más importante, mucho más, que escribir bien es justificar lo que se escribe, esa exigencia irritante de motivar cualquier afirmación, basarla en algo, dar la referencia exacta y detallada hasta el más nimio dato (Madrid, capital de España –como decía Fulanito, y a continuación la referencia completa de la cita...). Lo que está muy bien para el rigor, sí, pero muy mal para el aporte intelectual. Y para el disfrute, sobre todo: no hay lectura más ingrata hoy, más plúmbea, más molesta, que la de tesis doctorales y otros textos académicos.
El ensayo, en cambio, no necesita justificarse. El autor escribe su texto en nombre propio y dice lo que quiere decir, lo que piensa o cree o siente o ve u oye o todo a la vez, o lo contrario. Y ese texto se basa más en quién lo escribe, y cómo, que en qué dice.
El ensayo, es claro, ensaya. Adorno hablaba “de la experiencia del tanteo que siempre sugiere la palabra ensayo”. Y el que ensaya, y tantea, arriesga. Arriesga con lo que dice y se arriesga él entero. Su exposición no se basa en que lo hayan dicho otros o en el prestigio, incorporado en una cita, de un tercero: se sostiene sola. O no, sola no, se apoya en él, en el autor. Si cita es porque al hilo de lo que escribe viene a cuento algo que alguien ha pensado antes –como yo cito aquí a Adorno, a Barthes, a Paz...–, no porque necesite apoyar lo que dice en el hecho de que ya otro lo dijera. No hay una colección de citas, un collage de argumentos, un enhebramiento más torpe o más brillante de ideas ajenas. En el ensayo hay solo una idea, un solo argumento: el del autor. Él sabe qué quiere decir, lo dice él, con su lenguaje –placer del texto–, y se responsabiliza en su propio nombre de eso que dice. Se arriesga y se expone en cada frase como el torero se arriesga en cada pase.
No hay en el ensayo voluntad sistemática. No es un tratado, no busca la totalidad. No es siquiera un esbozo o un índice en el camino hacia algo mayor. No pretende ser más de lo que es: texto fragmentario. “El ensayista –dice Lukács– es un Schopenhauer que escribe los Parerga a la espera de su Mundo como voluntad y representación”.
Tampoco se basa, es claro, en datos, estadísticas –eso nunca; jamás en estadísticas: literatura y cifras, más aún porcentuales, mal pueden ir juntas–, gráficos, tablas, aparatos críticos... Si hay notas a pie de página es para reforzar el argumento, para dar la referencia acaso de una cita pertinente, nunca para que el lector amplíe: no cabe ampliar lo que dice un ensayo porque su límite está en sí mismo, en cómo dice lo que dice.
El tema de un ensayo no tiene por qué ser de actualidad. Es más, es mejor que no lo sea. A Montaigne, el padre del ensayo –hora era ya de nombrarlo–, cuando le preguntaron por qué no escribía sobre las guerras civiles en Francia, de las que podía ser víctima, dijo que también se le podía caer en la cabeza la teja de algún techo pero no por eso iba a hacerle el honor de pensar en ello. El ensayo incorpora su propia actualidad. La crea. Su autor está pensando y escribiendo en un momento determinado de la historia y el ensayo refleja ese momento, da cuenta del estado de las cosas. Un ensayo de hoy sobre Shakespeare puede decirnos más de la vida, de la nuestra, de lo que somos o de cómo es la sociedad en que se produce, que sobre el propio Shakespeare y su tiempo.
Hay en el ensayo una voluntad de trascender. No busca mostrar algo que se ha sabido, un conocimiento al que se acaba de llegar, no tiene por qué resultar de una investigación, de un análisis, del estudio de algo. Hay mucho más en juego en el ensayo: todo lo que el autor sabe, eso que ha permanecido y se ha sedimentado de lo que con el tiempo ha aprendido de su disciplina y del resto del mundo. José Carlos Mariátegui decía: “Ninguno de estos ensayos está acabado: no lo estarán mientras yo viva y piense y tenga algo que añadir a lo por mí escrito, vivido y pensado”.
Voluntad de trascender implica ir más allá de lo individual. No es que se hable de lo genérico –el ensayo es mejor cuanto más pequeño y concreto sea aquello de que habla–, pero desde lo individual se muestra el mundo. He ahí el verdadero ensayo, el que es capaz de desbordar conocimientos, disciplinas, ámbitos. El que construye y muestra algo grande a partir de lo pequeño y concreto.
No cabe hablar de verdadero o falso en un ensayo. No cabe, afortunadamente, decir que faltan fuentes o que el autor ha desconocido determinada bibliografía. No cabe estar en desacuerdo. No se escribe un ensayo para aportar nada –o sí, para aportar la visión de uno, el autor, la suya propia, su forma de ver algo concreto y, con ello, el mundo; no se lee para aprender –o sí, para aprender cómo el autor ve las cosas, para aprehender de él y, en últimas, sobre él–. El ensayo no dice “esto es así”, dice, “yo esto lo veo así”. Por eso podían reprochar a Ortega ser solo un ensayista: porque escribía lo que quería para decir lo que quería. “Ainsi, lecteur, je suis moy-mesmes la matière de mon livre” dijo Montaigne.
Cuando Octavio Paz afirma, por ejemplo: “Entre el uno y el cero, combate incesante y abrazo instantáneo, se despliega la historia del pensamiento indio” no cabe refutación, ni siquiera de quien conozca a fondo la cultura india. ¿Quién puede decir si eso es así o no? Paz lo ve así y así es, entonces. Así es lo que ve Paz, aclaremos, que es lo que estamos leyendo: cómo ve Paz la India. Si queremos saber datos del país o su cultura, vayamos a la Británica o a Wikipedia. Cuando Barthes habla del studium y el punctum en la fotografía, no habla de algo preexistente, no está interpretando ninguna realidad, sino creándola. Dos categorías nuevas fundamentales, desde entonces, cuando hablamos de fotografía, que parten de un ensayo. El ensayo crea, es creación como lo son la narrativa o la poesía.
Pero está más cerca de ésta que de aquélla, más de la poesía que de la novela. Fundamental en el ensayo es la contención, la síntesis, el understatement. El ensayo es corto. Muchos libros largos de ensayo o no son ensayo o son una recopilación de varios. Conectados, como lo están los poemas de un mismo poemario, pero distinto cada uno, independiente, hasta separables. El texto sobre Las meninas de Foucault puede escindirse de Las palabras y las cosas, como podrían escindirse cada uno de los textos que integran Sobre la fotografía de Susan Sontag o Mil mesetas de Deleuze y Guattari.
El ensayo, digo, nos interesa menos por lo que dice que por quién lo dice. Y cómo lo dice. La forma es tan o más importante que el contenido. ¿Por qué leemos ensayo?, preguntaba Lukács, y responde Cerda en La palabra quebrada: “El interés o, más exactamente, la fascinación que produce el ensayo no reside tanto en su virtual valor educativo o informativo, sino, más bien, en ciertas cualidades tangibles que motivan eso que Roland Barthes llamó certeramente el placer del texto”. Ésa es la clave del ensayo, el placer del texto, que queramos leerlo como leemos literatura, por el gozo de leer y no, o no solo, por voluntad de aprender. Por eso seguimos leyendo ensayos con que no estamos de acuerdo, que ni nos interesan o cuyos argumentos han sido superados y vueltos obsoletos. No importa: el placer del texto permanece.

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