sábado, 27 de marzo de 2010

Jaime Sabines: uno es el deseo

27/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
Marco Antonio Campos

En dos famosos poemas del primer libro de Jaime Sabines (Horal, 1950), “Yo no lo sé de cierto” y “Los amorosos”, por diversas vías dicen en algún momento lo mismo. En el primero leemos: “Yo no lo sé de cierto, pero supongo,/ que una mujer y un hombre/ algún día se quieren,/ se van quedando solos poco a poco,/ algo en corazón les dice que están solos,/ solos sobre la tierra se penetran,/ se van matando el uno al otro”. En el otro: “Los amorosos andan como locos/ porque están solos, solos, solos,/ entregándose, dándose a cada rato,/ llorando porque no salvan al amor”. Uno en otra y una en otro en una soledad en la que son uno. O como dice Sabines en cartas a Josefa de otra manera: “Yo te quiero así: mía pero tuya al mismo tiempo”. O: “Eres ya mía, sin palabras, sin giros, sin metáforas; mía ya sin ti misma, como tuyo sin mí: los dos en uno, sin nosotros”. A su vez ella podría haber repetido lo que Madame Butterfly al lugarteniente Pinkerton: “Nosotros dos, afuera el mundo”. El noviazgo de Jaime Sabines y Josefa Rodríguez empezó en 1947 y culminó cuando se casaron en mayo de 1953. Ambos poemas, escritos antes de 1950, en algo o mucho tiene que ver ella y tienen que ver con el contenido de este libro, Cartas a Chepita: Los amorosos, editado por la editorial Planeta, con prólogos de la propia Josefa Rodríguez, Carlos Monsiváis y Bárbara Jacobs.

Dos tercios de las misivas y poemas incluidos son de 1946-1949 y el otro tercio de 1950-1952, es decir, los seis años del periodo miguelalemanista. Sin embargo, no deja de sorprender que en los seis años Sabines no escriba una opinión política, ni hable de lo que sucede en Ciudad de México, ni de la situación del país, y apenas si describa paisajes o lugares urbanos. Principalmente Sabines escribe las cartas cuando está en Ciudad de México y Chepita en Tuxtla o al revés. “Las razones para estas separaciones abundaban: uno de los dos tenía exámenes y no iba de vacaciones, o se enfermaba y no podía viajar, o cambiaba de carrera, como Jaime, que pasó a la Facultad de Filosofía y Letras después de casi tres años de Medicina. A veces también faltaba el dinero o un problema familiar no nos dejaba compartir la vida en donde estuviésemos. Eran estas cartas lo que nos unía en la distancia”, dice Josefa Rodríguez (Chepita) en un primer prólogo muy bien escrito. En Ciudad de México Chepita estudiaba Odontología y una vez recibida ejerció su profesión en Salubridad y el ISSSTE.

Hasta donde sabemos Sabines guardó pocas cartas de la novia; debieron ser cientos, porque hubo temporadas en que ella escribía una diaria. Una de las mejores pruebas del amor de Sabines es la asiduidad con que le escribía, él, a quien no le gustaba escribir cartas. Que yo sepa, salvo envíos aislados, Sabines nunca tuvo una verdadera correspondencia con nadie más. Casi todas las cartas a Josefa son manuscritas, incluso a lápiz o a varias tintas, si bien hay algunas redactadas en máquina mecánica. Si se quiere conocer más al joven Sabines y su primera poesía, o mejor dicho, si se quiere ahondar en el corazón de Sabines, deben leerse estas cartas.

Como en toda relación larga de pareja, se hallan en las cartas la alegría del amor próximo, la tristeza y desesperación de la lejanía, los breves pleitos, las ganas de pelear, las cursilerías a las que ningún enamorado escapa, las dudas, los celos, la molestia ante los entrometimientos de la familia de la novia, el estallido de quien piensa que la mujer sólo es de él y a él le pertenece. “Me importa(n) un pito tu profesión y tus relaciones sociales”, dice en una carta llena de enfado. No falta también el detalle misógino: “A una mujer que se pone a pensar no hay que tomarla en serio”. Más allá de eso se puede concluir que en conjunto el libro llega a parecer, o lo es, una sola carta de amor sin desamor.

En estas cartas de lejanía Sabines reitera una y otra vez a la novia cuánto la desea a fuego vivo y aun llega a decir en un momento que se siente vencido por “una lujuria enferma y agotadora”; no conocemos las cartas de Chepita, pero dos frases de ella que Jaime reproduce en una carta, parecen dignas de la monja portuguesa, o más cerca de nosotros, de Rosario a Manuel M. Flores: “Mi sangre quema” o “Te siento a mi lado, en mi carne, a todas horas…”

En torno de los amorosos que van quedándose solos, encontramos que las personas más mencionadas, casi siempre con diminutivos, son miembros de la familia Rodríguez, en especial dos hermanas: Elvira (Villita) y Elisa (Chita) y el hermano Jorge (Jorgito); para las dos primeras Jaime siempre tiene expresiones de afecto, si bien a Elisa la tilda informal, y del varón, a quien ve mucho en Ciudad de México, no deja de reflejar, su atolondramiento e irresponsabilidad juvenil. Son mencionados, pero mucho menos, miembros de la familia Sabines: los hermanos Juan y Jorge, y los padres Julio y Doña Luz, quizá porque Jaime comprendía o intuía que a la novia le interesaba saber más de su familia. En torno de ellos giran (son mencionados en las cartas) numerosos primos, tíos, amigos y ex compañeros de escuela chiapanecos. Chiapas, para ellos, era el centro del mundo.

Con el tiempo las personas no cambian de manera esencial, sino se adaptan o abren partes de su personalidad que se les desconocía o que aun ellos mismos desconocían. El carácter de Sabines, para quienes pudimos tratarlo un poco, se retrata muy bien aquí: amoroso, aburrido, fastidiado, enojado, tierno, regañón, exigente, alegre, triste, explosivo, sereno, desdeñoso, quejoso, compasivo, tan directo y franco en momentos que podía parecer grosero, y vanidoso hasta la ingenuidad cuando (se) trata de ameritar su poesía.

Sabines dibuja en las cartas los periodos de su vida en Tuxtla a fines de los cuarenta y principios de los cincuenta: los días monótonos y escuetos; la sustancial falta de dinero; el trabajo soporífero en la mueblería de la que eran propietarios su padre y su hermano Juan en la 1ª Poniente 6; el calor enfebrecido que puede llegar a los 40º; las idas a bailes en el Casino, en el Teatro Madero, en el hotel Bonampak, en el club Tispas, en casas; el gusto por el cine y los paseos en el parque; las reuniones en el café Mayab a las siete de la noche, donde, además de las conversaciones sobre cosas de aquella capital de estado con vida de pueblo, jugaba ajedrez, hablaba de poesía y leía versos; las recitaciones públicas y visitas a casas de familiares y amigos.

Respecto a Ciudad de México, al llegar, muy al principio, habitó en un departamento de calle Santo Domingo, pero todas las cartas a Chepita tienen el remitente de República de Cuba 43-8. Alquilaba el cuarto. Menos que un edificio era de hecho una vecindad. Jaime vivía en la quinta chilla y sufría casi siempre para completar siquiera el mes. Su vida transcurre en casi su totalidad, o al menos es lo que se ve en las cartas, en el Centro Histórico. La inmensa mayoría de los barrios de la Ciudad —salvo Azcapotzalco— se hallan desaparecidos del epistolario como por arte de ausencia. ¡Es increíble, pero no hay en seis años una sola línea en las misivas donde mencione, pese a morar en pleno Centro Histórico, ni el Zócalo, ni la plaza Santo Domingo, ni la calle Madero, ni Bellas Artes, ni la Alameda, ni el Teatro Lírico —que estaba enfrente del edificio donde habitaba—, es más, ni un solo nombre de una calle! Muchas veces escribe de que está en su cuarto, escribiendo, leyendo o tirado en la cama, o que lo visitó fulano y zutano, y en algunas que ha bebido o beberá, pero cuida no decir que se emborracha. Parece fumar y tomar café todo el tiempo. Oye constantemente la radio. De lo más desesperante son los domingos tristes, inútiles, malogrados.

Según el lugar donde escriba puede hartarse de esa ciudad. En noviembre de 1948 con hartazgo dice, por ejemplo, que en Tuxtla “todo es tonto, vacío, superficial”, y en noviembre de 1951 despotrica contra la capital: “Ahora estoy cansado de [la Ciudad de] México, de esta vida agitada, revuelta, sin sentido. Aunque tú no estuvieses lejos, ya estuviera cansado. Han sido muchos años. Ahora deseo irme, vivir, vegetar en Tuxtla, estar un poco equilibrado. Todo esto es prostitución, enfermedad y artificio. Quiero ver árboles, animales, gente sana, simple, tonta, no importa”.

Después de la poesía el arte que le gustó más fue el cine. No hay lugar público al que más acuda en México y Tuxtla. Sin embargo, jamás comenta las películas que vio, y más, ni siquiera cómo se titulaban. En las ausencias de Josefa en México solía ir solo o con la cuñada Elisa a los cinemas Río, Venus y ocasionalmente al Rex, donde daban dos o tres películas.

Si el muy joven Sabines, al principio nerudeaba en ocasiones al escribir las cartas, o más concretamente adaptaba versos de los Veinte poemas de amor, después, ya con un lenguaje inimitable, dándose cuenta o no, sabineaba, y muchos pasajes de las cartas podrían ser fragmentos de poemas en prosa, y si se tuviera un poco de paciencia, aislando y reuniendo esos fragmentos, se podría hacer un magnífico poema en prosa. Pongamos algunos fragmentos de cuando tenía 21 y 22 años que podrían caber en cualquiera de sus espléndidos libros de poesía: “Qué tontas me parecen en este momento la luna y las rosas y las palabras tiernas, cuando estás aquí tan ausente, tan ausente, a media hora de mis labios y tan lejos, a media hora de mi corazón y tan distante” (...) “Te digo que te quiero, te repito que estás en mí como yo mismo, te confieso otra vez que estoy enfermo de ti, que me eres necesaria como un vicio tremendo, imprescindible, exacta, insoportable” (…) “El dolor es pan diario, ineludible; es una cosa como el aire, de ayer, de hoy, de siempre; no hay que darle importancia; déjalo entrar a tu casa, y arréglale un rincón por allí, en donde no estorbe mucho y pase inadvertido, un pequeño rincón de miseria y de esperanza” (…) “Somos un accidente en el amor; nomás un accidente —una caída de piedra, el vuelo de una hoja, un lamento” (…) “Cualquiera diría, yo diría que es imposible que no estés a mi lado, que tú estás en el aire a un paso mío, que alrededor de mí tu imagen habla y siente, pero no, no te tocan mis ojos, no te advierten mis labios, no estás, no eres, no existes “ (…) “Ahora estoy yo también para mandar al diablo todo. Tengo sueño y estoy cansado —ya nada me preocupa y todo me aflige” (…).

Salvo una o dos cartas, Sabines habla muy poco de la vida literaria, de sus propios libros y aun si dice estar escribiendo poemas, sólo menciona una vez los títulos (“A Tuxtla” e “Introducción a la muerte”), poemas que nunca llevó a un libro.

En entrevistas Sabines declaró varias veces que no temía los periodos largos de esterilidad, porque la escritura ineludiblemente volvería; a principios de abril de 1949 fue una de esas veces que la poesía llegó como en ráfagas: “Y luego he estado haciendo poesías como una máquina. Algún día te enviaré lo que me guste. Así voy a terminar en un industrial del verso. ‘Sabines y Cía. Versificación S.A.’”. Sabines solía escribir sus poemas en horas de la noche y de la madrugada.

En años consecutivos (1950, 1951 y 1952), publica Horal, La señal y Adán y Eva. “Estoy preparando mi libro”, escribe en noviembre de 1949 desde Ciudad de México. Es la primera referencia de lo que sería pocos meses después la publicación de Horal. “Hoy empezaron a imprimirlo. Yo creo que en estos días que esté aquí podré corregir más o menos la mitad. No esperaré más”, escribe a la novia desde Tuxtla el 8 de mayo de 1950. Y nueve días después: “Todos los días me los paso en la imprenta; cuando menos voy a dejar corregido todo el libro”.

En 1951 publica en Ciudad de México en edición de autor La señal. Entre noviembre y diciembre se le vuelven una pesadilla los avatares para que aparezca. Una y otra vez habla de que estuvo en la imprenta, comenta los avances de la edición y se queja de la feroz lentitud de los impresores. No quiere regresar a Tuxtla sin llevar ejemplares. Al fin, a mediados de diciembre le entregan el tiraje. Respecto al poema-libro Adán y Eva (1952), dice a principios de noviembre de 1951 que ya ha escrito algo, “y esto me alegra”.

Por las cartas se sabe que leía mucho. Como Alí Chumacero, Sabines fue un frecuente lector de la Biblia, pero a diferencia de Alí, no la utilizaba sólo como fuente de imágenes y metáforas, sino vivía con intensidad sus páginas, y aun con Josefa le gustaba leer los Salmos, el Cantar de los cantares, el Eclesiastés e incesantemente el libro de Ezequiel.

En una carta de septiembre de 1949, comenta a Josefa que con un periodista (Carlos Ruiseñor) y un pintor (Humberto Maldonado), ambos chiapanecos, piensan sacar pronto un “periodiquito” que se llamará Yuria. El impreso jamás salió, pero 18 años más tarde (quizá no lo imaginaba en aquel 1949), Sabines publicaría un hermoso libro con ese título y también le pondría Yuria al rancho que compró en su estado nativo, situado en el camino de Comitán a las lagunas de Montebello.

De publicaciones periódicas se refiere a Amanecer, periódico estudiantil chiapaneco, y a la revista América, en los que publica poemas, pero no comenta de los colaboradores ni de las colaboraciones, y nunca menciona, salvo a Fernando Salmerón, a sus amigos escritores y dramaturgos, que eran también compañeros de la facultad de Filosofía y Letras: Sergio Galindo, Jesús Arellano, Sergio Magaña, Miguel Guardia, Ramón Xirau, Dolores Castro… En dos o tres ocasiones le informa que irá a ver a Chayito (Rosario) Castellanos, de quien al parecer, en algún momento, Josefa tuvo celos. De la escuela de Letras sólo nombra a un maestro, el “Viejito” [Julio] Torri, quien la daba clases de Historia y Español. Sin embargo, cuenta en una carta de julio de 1949 que algunos sábados viene a su departamento un caudal de pintores y escritores, y con una deliciosa vanidad no exenta de ingenuidad, el muchacho de 23 años, que aún no publica un libro, anota: “Todos escuchan y aplauden mis versos y se van convencidos de que soy el mejor poeta de México; convencimiento que es necesario reforzar el sábado siguiente, ‘no estando en mi casa’ y culpándolos de no haber ido a tiempo.” Y pasa a decir de inmediato, ubicándose mejor, que ha conocido en los últimos meses: “Escritores que gozan de prestigio, pintores famosos, periodistas, gente de teatro, artistas de toda clase. Gentes de ésas a las que yo creía muy lejos en Tuxtla, y que aquí me tratan como a uno de los suyos, y con cierta consideración especial, con cierto respeto, no sé si debido a mi figura incomunicable o a estima espiritual”.

A fines de 1951 está a punto de actuar “en un papel principal” en una comedia del director de teatro Fernando Wagner, quien iba a llevarla a Tuxtla. No sabemos qué papel tendría Jaime, pero acabó casi de inmediato desechando la idea.

Jaime no terminaría la carrera de Letras en la UNAM debido a un accidente que tiene su padre en 1952. Debió quedarse en Tuxtla. Sólo le faltó pagar la materia de Latín. La última carta de este ciclo, enviada desde Tapachula, está fechada el 20 de abril de 1952. En giras por el estado acompaña como orador al futuro gobernador priista (Efraín Aranda Osorio). “Todo es ir de un lado a otro, mítines, banquetes, bailes, visitas a obras públicas, baños en el mar de Tonalá, calor, barbacoa hoy en San Benito, viaje en armón al vivo sol, más calor, [agua mineral de] Tehuacán, discursos, etc.” Ya viviendo la pareja en Tuxtla la correspondencia se corta. En mayo del año siguiente se casan. Terminarían para siempre las lejanías y asesinarían la palabra esperar.

Mientras leía las cartas que Jaime Sabines escribió a Josefa Rodríguez (Chepita) entre los 21 y los 26 años, no dejaba de volverme de continuo un verso del gran poeta quebequense Gaston Miron: “Que je t’attends dans la station de nous-deux” (“Que yo te espero en la estación de nosotros dos”), el cual, me parece, podría haberlo escrito Sabines a la novia en los momentos de más honda congoja y de tristeza de las separaciones.




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