sábado, 17 de junio de 2017

Vivir en prosa

17/Junio/2017
Babelia
Antonio Muñoz Molina

La poesía puede existir sin escritura, y así es como debió de crearse y transmitirse durante la mayor parte de la historia humana. La prosa, que no puede memorizarse con facilidad por carecer de las pautas métricas y rítmicas del verso, está vinculada necesariamente al acto de escribir y al de leer, aunque no se haya desprendido nunca de su origen en la oralidad. Los textos se escribían sin puntuación ni separaciones entre las palabras: solo leyéndolos en voz alta se podía determinar su sentido. Como muy pocas personas sabían leer, las historias escritas llegaban a través de la voz a la mayor parte de quienes tenían algún acceso a ellas. En la venta manchega de Don Quijote, las mujeres de la familia del ventero y los campesinos y los viajeros que se albergan en ella escuchan con una avidez de trance las historias que vienen impresas en los libros y las que se han copiado a mano. La prosa debió de nacer no de los cuentos populares que al fin y al cabo conocía todo el mundo, y que pasaban con naturalidad de unas generaciones a otras, sino de los relatos de los viajeros que regresaban de lugares a los que no había ido nadie más, en mundos de vidas ancladas a la tierra y muy escasos de caminos practicables y seguros. También en Don Quijote hay un ejemplo espléndido de eso en la historia del Cautivo que ha regresado a España después de más de 20 años de aventuras.
La prosa es una invención de viajeros: traslada por escrito el acto de contar en voz alta. Leemos a Herodoto y reconocemos a un semejante a pesar de la distancia de 25 siglos que nos separa de él. La prosa es una forma pero sobre todo una actitud, una cierta manera de observar, de contar y de reflexionar. Los hexámetros de las tragedias y de los poemas épicos dan cuenta de las historias fabulosas de los dioses y los héroes. La prosa trata de la realidad terrenal y de los seres humanos. Herodoto cuenta lo que ha visto y lo que otros le han contado, y, aunque no renuncia a los prodigios ni a las explicaciones mitológicas, añade siempre una nota escrupulosa de escepticismo, incluso de racionalidad. Se ocupa de distinguir entre lo que él ha visto y lo que le han contado, y en evaluar la credibilidad de los testimonios que usa.
Esa voz remota nos llega con una vividez de narración oral: desde su origen, la prosa tiene la música del habla, el ritmo enérgico y a la vez sosegado de una buena caminata, el fluir de la reflexión y el razonamiento y de la asociación de ideas. En la buena prosa hay una cualidad de instrumento óptico: las palabras, cuanto más efectivas, más alcanzan una invisibilidad de pura transparencia. Nacida del habla, la prosa no se apartará demasiado de ella, por muy sofisticada que se vuelva. Cervantes es tan claro y oral en sus periodos de mayor envergadura sintáctica como en los de inmediatez coloquial; en él, la complicación y el adorno suelen ser paródicos. Por muy largas y sinuosas que sean, las frases de Proust siempre son respirables, porque siempre están hechas con una arquitectura rigurosa. Exigen, desde luego, mucha atención: pero es la misma atención que requiere cualquier obra de arte para ser percibida, o la que merece la persona con la que estamos conversando.
La atención se educa y se fortalece, con beneficios inmediatos. El oído para la prosa se educa exactamente igual que el oído para la música. Un músico avezado puede juzgar una composición leyendo en silencio una partitura. Un escritor tiene la oportunidad de juzgar su propio trabajo con un grado necesario de distancia leyéndolo en voz alta, convirtiéndose así en lector desde fuera de sí mismo. Desde el otro lado, el lector participa activamente en la escritura al someterla a su propio escrutinio oral: le da vida poniéndola a prueba. La prosa, como la fotografía, está tan anclada en el mundo real que solo puede apartarse con éxito de él hasta cierto punto, igual que no puede apartarse demasiado de los límites gramaticales del habla común, una ciudadanía igualitaria en la que al escritor se le reconocen muy pocos privilegios. Que el margen de libertad sea estrecho no quiere decir que frustre las facultades expresivas. La libertad de los arquitectos, la de los bailarines y la de los acróbatas también está muy restringida por la ley de la gravedad.
Le doy más vueltas de lo normal estos días a las propiedades de la prosa porque estoy leyendo a Carson McCullers, ahora que Seix Barral vuelve a editar metódicamente en español toda su obra. Para un prosista, Carson McCullers es un modelo de naturalidad y poesía en la escritura, aparte de una invitación inapelable a la humildad. Quien lea El corazón es un cazador solitario teniendo en cuenta que es la primera novela de una chica de provincias de poco más de 20 años encontrará tantas razones para la admiración como para la envidia. Entre nosotros, la prosa que se celebra es la que tiende a la orfebrería, no la que propone un limpio espejo stendhaliano, una lente bien pulida para observar las cosas. Nuestros lujos verbales se convierten con frecuencia en pedrería aparatosa y proliferación churrigueresca en cuanto se les somete a la prueba de la lectura en voz alta. Carson McCullers escribe con tanta fluidez y tanta precisión que uno se olvida con facilidad de que está leyendo literatura; de pronto un breve quiebro poético, un adjetivo bien situado, aunque no chocante, una frase resulta con la brevedad sintética de un haiku, nos vuelven conscientes de la presencia del estilo. El habla de los personajes está hecha con tanta sofisticación que uno cree simplemente escucharla. No hablo ahora de la ambición constructiva, de la furia política, de la agudeza psicológica, de la variedad de los lugares, las vidas, las voces: quiero concentrarme en lo material de la prosa, como si repasara con los dedos la piedra o la madera de la que está hecha una escultura. Carson McCullers enseña que se puede ser poético sin circunloquios ni adornos y coloquial sin vulgaridades expresivas, y comprometido sin sectarismo y sin jerga ideológica. A través de su voz nos llega el espíritu inmemorial de la prosa, su capacidad para invocar mundos que de otro modo no conoceríamos.

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