lunes, 16 de septiembre de 2013

La polifonía de Los detectives salvajes

Agosto/2013
Nexos
Ignacio Ortiz Monasterio


Formalmente, Los detectives salvajes es un expediente organizado de testimonios. En sus páginas muchos narradores se alternan para hablar de Ulises Lima y Arturo Belano, fundadores del realismo visceral y protagonistas anómalos de la novela. Hablan también de sí mismos y de otros personajes, o sencillamente exponen sus ideas. El común denominador de esta abundante recopilación de fragmentos, el vínculo, a veces potente, a veces débil, son Lima y Belano y su movimiento poético.

Semánticamente, Los detectives salvajes es una novela de persecuciones —y de ahí tal vez su nombre—. En la tercera parte, Juan García Madero, uno de los narradores, cuenta el viaje que realiza con los protagonistas hacia el norte de México y a lo ancho del desierto de Sonora. Lima y Belano están buscando a Cesárea Tinajero, escritora desaparecida y mítica fundadora de la revista Caborca. Esta búsqueda es literal y por lo tanto no requiere de mayor explicación. Quieren encontrarla porque su poesía cifra el origen y acaso la razón de ser del movimiento literario que ellos encabezan.

Los narradores, a su vez, persiguen a Ulises Lima y Arturo Belano. Me valgo de una disección árida para intentar explicar esta actividad. Si Los detectives salvajes es una colección ordenada de testimonios, alguien debió recabar y organizar la información; un biógrafo o un editor invisible (una figura más cuya discreta identidad, por cierto, no corresponde a la del autor del libro, Bolaño) reunió los documentos y las declaraciones. Cada pieza fue identificada metódicamente con el nombre del narrador (por supuesto) pero también con la fecha y el lugar en que declaró. (Lo anterior no fue menester en el caso Juan García Madero, cuya contribución consiste en el diario personal, necesariamente datado, que ocupa la primera y tercera partes del libro, pero sí lo fue en el resto de los casos, por tratarse de entrevistas grabadas o narraciones vertidas en soledad.) De acuerdo con las fechas que los preceden, los testimonios fueron recogidos entre noviembre de 1975 y diciembre de 1996, y se refieren a cosas que ocurrieron entre 1970 y 1996. Es decir, el biógrafo hipotético registraba los hechos conforme éstos ocurrían —eso sí, con desfases que varían de un caso a otro—. Los narradores, así, hacen las veces de informantes, gente del círculo de Lima y Belano (o de sus distintos círculos) que habla sin reservas de ellos: qué hacían, qué llegaban a decir, cómo se conducían, adónde iban, con quién, con qué fines posibles. Refieren lo que saben, sin que Lima y Belano se enteren. Los oídos atentos, la grabadora encendida, el papel en blanco los estimula y ellos dan su versión de los acontecimientos. Satisfechos de opinar, de confesar, de poner en palabras para así poder entender, los narradores también persiguen a Lima y Belano con el recuerdo, con la voz y la memoria. Por cada paso que éstos dan, hay un testigo-informante que cuenta lo sucedido. Lima y Belano se mueven en el tiempo y el espacio, y los narradores se mueven detrás de ellos. El efecto general es el de un tropel de personajes a la zaga de los protagonistas.

Nosotros, finalmente, los lectores, seguimos muy de cerca a los narradores. Vamos en pos del tropel y vamos en pos de los informantes individuales. Aparece el primero y desaparece, resurge seis o siete fragmentos después, lo identificamos, retomamos su historia, vuelve a ocultarse, aguardamos, lo cazamos. Algunos no regresan. Y es una lástima. Otros entran y salen por cientos de páginas. Nos familiarizamos así con ellos, sabemos quiénes son y reconocemos sus voces, los oímos ávidamente, los auscultamos, entramos en la intimidad de sus vidas, observamos sus secretos. Esperamos, también, que irrumpan nuevas voces. Al mismo tiempo —entre líneas o del otro lado de una celosía— están Lima y Belano. Examinamos los testimonios de los narradores en busca de información. Cualquier dato sobre los movimientos y el paradero de los protagonistas es bien recibido, queremos armar el cuadro completo, acumular las piezas necesarias, saciar el morbo, no dejar cabos sueltos. Seguimos a los narradores para conocer sus propias historias —nos las prometieron y ahora debemos poseerlas a cabalidad— y para dilucidar el universo de las relaciones y los actos de Ulises Lima y Arturo Belano. En la cadena de comunicación que produce la obra, nosotros somos un componente vital. Los hechos ocurren, las voces hablan de ellos, un editor aséptico dispone las narraciones sobre una superficie y así nos las encontramos. En nosotros está entenderlas, tejer correspondencias, procurar llenar huecos, crear sentido si ello cabe. Somos detectives también y seguimos de cerca a los informantes.

¿Adónde se dirigen los detectives salvajes? En mi opinión, Lima y Belano descienden hacia su propia muerte, hacia la noche perpetua. Los fundadores del realismo visceral desaparecen físicamente y lo que queda de ellos, el recuerdo que albergamos de sus vidas, se extingue.

La desaparición física es parte de la historia. Conforme se suceden los hechos, conforme nos movemos de 1970 a 1996, Lima y Belano son vistos un poco menos cada vez. Los testimonios recogidos en 1976 son cerca de 30. En ágil sucesión, los narradores dicen mucho de lo ocurrido en ese año. Dos décadas después, en 1995, se vierten solamente tres testimonios. En 1996, dos. Lima y Belano se alejan hasta esfumarse. La novela lo relata. Lima se pierde en Managua y si regresa es sólo para demostrar que se ha ido definitivamente —a veces las visitas y los reencuentros sirven para eso—. Su súbito rendez-vous con Octavio Paz en el Parque Hundido del D.F. es como un pulso último, un ejemplo de la emanación vital que ofrecen ciertas personas justo antes de expirar. Por su parte, Belano se aparta cada vez más del que sin duda es, en una obra polifocal, el centro emocional de la historia, la ciudad de México (después de todo, es desde ahí que se da la diáspora de quienes se quisieron). Belano parte a Europa, vive algunos años en España y cuando su situación parece más inestable que nunca se desplaza a África, donde se le verá por última vez. Quienes conocieron a Lima y Belano terminan por perderles el rastro.

La otra desaparición, la extinción de las huellas de los protagonistas, aún no ha ocurrido, pero está anunciada. El manejo del tiempo en Los detectives salvajes sugiere que Lima y Belano abandonarán también la región de los recuerdos. Bolaño concibe su historia como una fuga (del latín: “vuelo” o “huida”). En la fuga musical, una voz (humana, instrumental) propone un tema para que a continuación, detrás de ella, otras voces sucesivas la imiten, como si la persiguieran: cellos que van en pos de los ligeros violines, contrabajos que van en pos de esos cellos. En el libro de Bolaño, los protagonistas establecen un tema, el de sus propias vidas, y otras voces, en rápida secuencia, lo retoman. La polifonía de Los detectives salvajes consta de al menos tres líneas sonoras. La principal, dijimos, fue la existencia misma de Ulises Lima y Arturo Belano: el paso del primero por la prepa Porvenir, los años de ambos de la UNAM, el encuentro con Monsiváis, la matriz de relaciones con los Font, la tertulia en casa de Amadeo Salvatierra, etcétera. La segunda línea sonora arranca poco después, en clara imitación de la primera. Es la línea que producen las figuras secundarias conforme van rindiendo testimonio: la voz viva de Amadeo Salvatierra en calle República de Venezuela un día de enero de 1976, más la voz de Perla Avilés en calle Leonardo da Vinci el mismo mes, más la de Laura Jáuregui en Tlalpan por los mismos días, más la de Fabio Ernesto Logiacomo en la redacción de La chispa, en marzo del mismo año, y así sucesivamente. La materia sonora de la tercera línea son los registros, los informes que leemos. Comienza, por tanto, con nuestra lectura, y su avance resulta del correr de las páginas. Si en la línea anterior estaban las voces y sus emisores —los amigos de Lima y Belano: sus entonaciones, sus olores, sus gestos, sus miradas—, en esta línea está sólo el registro de esas voces. Son palabras escritas, disecadas si se quiere.

En la fuga musical hay imitación, no necesariamente réplica exacta. Los intervalos y los valores rítmicos de las voces secundarias, por ejemplo, pueden ser distintos de los de la línea principal. Se habla así de imitación fiel o canon pero también de inversión, aumentación y disminución. En el libro de Bolaño, me parece, la imitación supone una degradación. Las narraciones de los personajes secundarios no son sino un reflejo oscuro e incompleto de las vidas de Lima y Belano. Rescatan sólo algunos episodios, de ninguna manera el conjunto de los hechos, y la imagen que dan de esos episodios es por necesidad limitada, apenas una sombra de la experiencia original. De igual modo, los registros que leemos son versiones deslavadas de las entrevistas y las declaraciones reales; no tenemos enfrente a Amadeo Salvatierra en su departamento, a Quim Font en el hospital psiquiátrico. No sentimos su pulso ni nos alcanza su aliento. Es tinta sobre papel, sin los signos vitales. Así, el tránsito que propone Los detectives salvajes desde los hechos hasta el repaso de esos hechos (o de una versión de ellos) supone una merma, una pérdida sustancial. El rastro de Lima y Belano —recia impronta en la piel y los espíritus de los personajes secundarios, marca de tinta oscura en el papel, recuerdo vago en la cabeza del lector, ¿qué, después?— se borra gradualmente, tiende a la desaparición, cumple el destino de toda la materia histórica. Recordar y consignar los recuerdos es apostar por la Historia, por la preservación y la evocación de los hechos, pero en el producto parco de esos actos, en las memorias y registros, por necesidad modestos respecto de los hechos, y en el deterioro implacable al que los condena el tiempo, está la negación de la Historia. Empezamos a olvidar mientras vivimos, en cada acto está el germen insaciable de su pérdida. De ahí el afán de registrar, el ansia de capturar reflejos visuales, sonoros, olfativos. De crear a partir de la memoria: representaciones verbales, plásticas, musicales. De inscribir, si no el hecho, su imagen. Pero la impronta —mental, material— no es perpetua. Es persistencia, no es permanencia. El tiempo, como a todo, la erosiona. Deslava, desdibuja, difumina, desintegra, esparce: polvo. Cambia ligeramente, altera, deforma, trastoca, trastorna: caos. Tiempo es extinción y no hay dios en quien grabar nuestros nombres.

En Los detectives salvajes, por supuesto, no están desarrolladas a cabalidad las tres líneas sonoras. Sólo una de ellas se escucha bien, la tercera, como si en un auditorio precario nos halláramos demasiado cerca de una de las secciones de instrumentos y su parte ofuscara las otras, o como si una cinta reprodujera apropiadamente los sonidos de uno de los canales de grabación, más no así los restantes.* La primera línea es la principal pero, por razones de perspectiva, domina la tercera. Asistimos a la fuga entera, reconocemos las tres fases de Lima y Belano (vida en el mundo, pervivencia en el ánimo ajeno, residencia en el papel), pero seguimos de cerca sólo uno de los temas. Bolaño así nos coloca en una fase avanzada de la extinción de sus héroes. Y de ahí la melancolía, la pérdida que gravita en Los detectives salvajes. Para cuando nosotros aparecemos, Lima y Belano lucen ya enrarecidos, fantasmales. Están en todas partes pero de manera hueca, vaga y sombríamente, como en un segundo plano. Jamás, en el espacio de 700 páginas, los miramos con nuestros propios ojos, ni metemos nuestros dedos en sus llagas. Media siempre el espacio que interponen los mensajeros. Más que por comparecencia, son protagonistas por alusión e insinuación. Son antiprotagonistas. No les es ajena la naturaleza de King Hamlet, de Godot, de Páramo. “Yo les notaba algo raro —dice Fabio Ernesto Logiacomo—, como si estuvieran allí y al mismo tiempo no estuvieran”. Como si se mantuvieran en el lado menos iluminado de una calle, de un parque, de una habitación. No donde hay luz suficiente y los cuerpos cobran volumen y naturalidad, sino en sitios de luz baja, donde no hay identidades plenas ni desnudez posible sino formas, contornos, sugerencias, preguntas. Distinguimos sus figuras, las siluetas de sus personalidades son precisas, pero no podemos ver bien dentro de ellos. Sus voces, sus intenciones, su pasado, el universo de sus circunstancias están ausentes. Lima y Belano parecen hechos del grano grueso de la media luz y de las sombras.
Tenemos así las dos premisas de un silogismo. La primera dice que Los detectives salvajes es una novela de persecuciones. Lima y Belano van en pos de Cesárea Tinajero, desde el D.F. hasta Sonora y a lo ancho de un desierto; los narradores, por su parte, siguen de cerca a los protagonistas, con el recuerdo y el verbo; nosotros, los lectores, vamos tras los pasos de los narradores. (¿Quién nos persigue a nosotros? Alguien, muchos, sin duda.) Se trata, por lo demás, de persecuciones proliferantes. De un eslabón a otro, los perseguidores se multiplican de forma exponencial. Sirva el dibujo de arriba como representación gráfica de esta proposición.

La segunda premisa dice que Lima y Belano —la Tinajero se les ha adelantado en la misma dirección— corren sin demora hacia la muerte. Han desaparecido físicamente y ahora bajan hacia la noche perpetua, van camino del olvido y la extinción.

¿Hace falta enunciar la conclusión? Si estas premisas son ciertas, entonces los narradores y nosotros y quienes, a su vez, siguen nuestros pasos somos parte de una gran persecución que conduce sin demora a la muerte. Decir que un día moriremos y que nuestros rastros desaparecerán es un cliché. Sugerir que nos movemos decididamente en esa dirección, y que los perseguidores tienden a multiplicarse, es distinto. No intentaré contestar por qué lo hacemos, por qué avanzan audazmente Ulises Lima y Arturo Belano, por qué van detrás sus amigos queridos y, no muy lejos, nosotros (los lectores) y ¿quién después?, en la lógica musical de la fuga. Sólo diré que un vislumbre, el discernimiento de la muerte (de la ausencia absoluta) como la suerte que en verdad nos espera, puede liberarnos de otras búsquedas, por necesidad ociosas, y empujarnos intrépidamente hacia esa suerte, o que la muerte es el último misterio y la última aventura. Diré eso y —en espera tal vez de otras respuestas— citaré un fragmento de la novela:
Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

* A las líneas sonoras anteriores —a las experiencias originales de Lima y Belano y a las entrevistas o declaraciones en tanto sucesos— podemos asomarnos porque, tal como lo impone la lógica imitativa de la fuga, tienen presencia inmanente en la tercera; de la segunda, además, hay claras indicaciones: las identidades de los testigos, las fechas y lugares en que dieron testimonio.

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