domingo, 1 de septiembre de 2013

La tradición germanófila

1/Septiembre/2013
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar


José María Pérez Gay identificaba dos vertientes en la germanística mexicana, disciplina que ha venido construyéndose con no pocas dificultades a lo largo de los últimos 70 años. Una de ellas era una tradición, decía, “secreta”, distante del gran impacto público y  mediático, confinada más a los entornos académicos sin por ello de menor calado que la segunda tradición, dotada de una recepción más perceptible y de mayor vivacidad. A la primera adscribo una amplia lista de grandes eruditos, profesores de lengua alemana, filósofos, abogados, científicos e investigadores en ciencias sociales. Nombres como Marianne Oeste de Bopp, la “Gran Dama de las letras alemanas de la UNAM” —como la bautizó Christian Kloyber— quien por sí sola cubrió toda una etapa pionera; algunos miembros del grupo filosófico Hiperión: Mariana Frenck Westheim, Ilse Heckel, Dieter y Marlene Rall, Ingrid Weickart, Renate von Hanfstengel, Cecilia Tercero, Francisco Gil Villegas, Bolívar Echeverría, Alberto Vital, Elisabeth Siefer, Christine Hüttinger, Silvia Pappe, Ute Seydel y un extenso e injusto etcétera; en la segunda, acaso menos poblada, contaban sobre todo aquellos escritores mexicanos que habían hecho suya la lengua alemana y a través de lecturas, ensayos críticos, traducciones y su propia obra creativa habían dado carta de naturalización a numerosos autores alemanes, austriacos y suizos. Una tradición con la que el propio Pérez Gay se identificaba.

En 1991, año de la aparición de El imperio perdido, y como colaborador de la revista Textual, le propuse a Juan José Reyes, uno de sus directores, hacer una entrevista al doctor Pérez Gay y dedicar un número a la Viena-fin-de-siglo con traducciones de autores inéditos o poco conocidos en español. Compilamos materiales espléndidos, como aforismos de Heimito Von Doderer y Arthur Schnitzler, un fragmento de El gran bestiario de Franz Blei y el relato El busto del emperador, de Joseph Roth, traducido íntegramente por Javier García-Galiano, entre otras cosas.

Un sábado a media mañana Reyes y yo fuimos a conversar con José María en su casa de Las Águilas, donde vivía entonces. A la luz del gran impacto de El imperio, nos interesaba enterarnos de muchas cosas, entre ellas rastrear los orígenes de su pasión germanófila.

—¿Cómo fue el comienzo del interés por los escritores de lengua alemana? —inquirimos.

—Para mí el que inició esto fue García Ponce —nos dijo, después de pensarlo un poco—. Desde luego había una vertiente filosófica en la Universidad Nacional. Había estado José Gaos, una piedra de toque respecto del pensamiento alemán en México. Pero en literatura alemana y austriaca Juan García Ponce es el fundador de una tradición muy breve, muy desgastada, acaso inexistente. Pero él la inició, y él mismo la hizo tradición. Es decir, Juan es un escritor que en 1966 estaba leyendo a Musil en su idioma original. Nadie en México lo hizo. Juan leía a Heimito von Doderer en 1968, 69, cuando no se conocía tal nombre, y tampoco ahora se conoce en México. Ha sido también un lector incomparable de Thomas Mann.

—¿Y a ti, doctor, cómo te seduce esta tradición?

—Me sedujo por el hecho de que llegué a Alemania a los 20 años. Fui con una beca de la Fundación Alexander von Humboldt, que se dio a licenciados en sociología, en filosofía, en letras. Fueron 14 becas para Latinoamérica, una sola para México. El plan desapareció después. La mía era una beca de cinco años para estudiar filosofía y sociología. Implicaba el aprendizaje del alemán; tenía la obligación de pasar ocho meses en los Goethe Institute estudiando alemán; si aprobabas, llegabas a la Universidad. Esto tenía un trasfondo político: no era la Universidad de Fráncfort ni la de Múnich, era la de Berlín, porque en ese momento Berlín representaba el escaparate que mostraba Alemania Occidental al exterior. En aquel momento no había en ella mexicanos. El único mexicano que yo conocí en Berlín en 1966 fue Enrique Semo, que estudiaba del otro lado, en Berlín oriental. Recuerdo que en 1967, 68 —durante el conflicto estudiantil en México—, Enrique y yo nos encontrábamos en la estación del metro contigua al Muro y nos íbamos a conversar, a tomar café. A Múnich llegó un muchacho precedido de una enorme fama no solamente de persona inteligente sino de persona voraz culturalmente, un licenciado en derecho, Armando Morones, quien después hizo una excelente traducción, publicada por el FCE, de La filosofía de la formas simbólicas de Ernst Cassirer, un portento de traducción. Otro de los conocedores secretos no solamente de la filosofía alemana sino de la filosofía austriaca (secreto porque nunca se ha dado a conocer como tal) y quien fuera presidente de la Suprema Corte de Justicia, es Ulises Schmill. Es uno de los pocos, que yo sepa, que conoce bien a Fritz Mauthner, quien tiene libros que apenas se empiezan a republicar en alemán. Schmill es un conocedor de todo el pensamiento austriaco, sobre todo de la época que va de Wittgenstein a 1930. Pero, comparado con todos ellos, que estudiaron en universidades de allá, destaca Juan García Ponce: él nunca vivió allá. Juan representa la tradición viva, no oculta. Desde aquí se leyó todo y entiende perfectamente de qué se trata. Repito: Juan es un caso de una vocación desaforada, tan desaforada que ni la parálisis logró frenarla. Es uno de los grandes críticos de Robert Musil. Su libro El reino milenario está a la altura o es superior a cualquier libro dedicado a Musil. En El imperio perdido mi intención era revelar el aspecto fantasmal de la realidad de Musil: su trabajo como editor, sus textos sobre la guerra, su relación con un grupo anarquista. Darle al lector la sensación de que Musil es un autor que hay que leer. Y lo mismo sucede con los otros autores de mi libro. La intención de El imperio perdido fue abrir ventanas, como lo hicieron García Ponce o Carlos Fuentes, otro que nos reveló mundos insospechados.

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