sábado, 7 de septiembre de 2013

La poesía y el Arca de Noé

7/Septiembre/2013
Laberinto
Ernesto Lumbreras

Revisando la Biblioteca de Andrés Henestrosa, ubicada en el Museo de la Ciudad de Oaxaca, me encontré con un ejemplar de La mala hora (1956) y otro de La sangre en general (1959). Asimismo, hurgando en esos estantes apareció La tierra de Caín (1959), libro que reunía poemas de tres jóvenes poetas de aquellos años: Enrique González Rojo, Raúl Leyva y Eduardo Lizalde. Salvo algunos poemas de la etapa poeticista, citados aquí y allá en artículos, desconocía de cuerpo entero algunos libros “olvidados” por el propio autor en sus reuniones de Memoria del tigre (1983) y Nueva memoria del tigre (1993, 2005). Además de constatar la experiencia de un fracaso —expresión demoledora dada por el mismo Lizalde—, ese periodo de análisis casi científico en torno del lenguaje poético revelaba, en paralelo, las destrezas de un dibujante con futuro. En esos ejemplares de su prehistoria lírica, se pueden admirar una serie de dibujos trazados con soltura y humor cáustico, con un acento personal no obstante las deudas de época, con el Taller de la Gráfica Popular, por ejemplo.
En los años finales a la década de los cincuenta, las pasiones del todavía veinteañero Eduardo Lizalde se dividían en varias pistas, la militancia política, la escritura literaria, el bel canto, la pintura y el trabajo editorial que realizaba en esos años en la UNAM. En parecida diversidad renacentista se encontraba, también en esa misma temporada, Salvador Elizondo. Bajo la tutela de José Revueltas y Juan José Arreola, dos figuras en varios puntos antípodas, el futuro autor de La zorra enferma (1974) conversaba y debatía temas de actualidad, lecturas y proyectos. A la par que escribía los relatos de La cámara (1960), Lizalde comenzó una revisión a fondo del laboratorio del poeticismo y puso en la práctica —en su nueva aventura poética que concluiría en 1962— sus aprendizajes formales ya sin el abuso de oscuridades gongorinas ni radicalismos retóricos. Al mismo tiempo, esta obra en trance —sí, de transición y despojamiento— se distanciaba de los tópicos sociales, tan presentes en sus publicaciones anteriores. Por caprichos editoriales, el libro en cuestión, que no es otro que Cada cosa es Babel, se demoraría en publicarse hasta 1966. Con este volumen de amplios referentes filosóficos, lingüísticos y poéticos nacía el verdadero poeta que, una década atrás, se negaba a aparecer ocultándose entre brumas culteranas e ideológicas.
Cuando Carmen Villoro, Luis Armenta Malpica, Víctor Ortiz Partida y el que escribe estos apuntes, consejeros del Verano de la Poesía —festival animado por la Universidad de Guadalajara—, propusimos a Eduardo Lizalde para el Premio Juan de Mairena 2013, comenzamos a enumerar el vasto y extraordinario perfil del candidato: poeta estelar de la poesía de lengua castellana, traductor exigente de varios poetas del alemán, editor de colecciones de arte, de suplementos culturales y de revistas literarias, promotor cultural de múltiples empresas caracterizadas todas ellas por su excelente desempeño, incansable difusor de la poesía y de la música en sus programas de radio y de televisión, maestro sin cátedra fija pero siempre presente en las lecturas y reflexiones de las nuevas generaciones de poetas. Dado que el reconocimiento no tiene una bolsa económica y apenas cuenta con un lustro en su historial, la aceptación del premio por parte del autor de Caza mayor (1979) nos confirmó su espíritu machadiano, todo nobleza en el compromiso “con la palabra en el tiempo” y en la comunión con la tribu.
Con el pretexto del premio, emprendí una relectura de la obra lizaldeana con la lámpara puesta en los posibles cruces, diálogos o simples referencias con la literatura de Antonio Machado. En alguna entrevista, Lizalde cuenta que primero leyó la poesía del hermano, Manuel Machado, y tiempo después se las vería con la del poeta de Campos de Castilla (1912). Realmente, el rastro de la poesía del español es nulo en los poemas del mexicano; con temperamentos y estéticas distintas, las posibles correspondencias se diluían de origen. Sin embargo, ambas poéticas rezuman un hálito filosófico esencial y, por lo mismo, inocultable en sus versos y en sus ensayos. En varios momentos de su vida, Machado viajó a París para asistir a las clases de Henri Bergson, tal vez el filósofo de mayor influencia en las tres primeras décadas del siglo XX; además, el mundo de las ideas tuvo entre sus contemporáneos —Unamuno y Ortega y Gasset entre los primeros— una preocupación vital a la que se sumaría de manera discreta y sesgada con su Juan de Mairena (1936) y Los complementarios (1949, 1950). En el caso de Lizalde, alumno peripatético de José Gaos —el “reticente domador académico”—, su militancia juvenil no lo estancó en las arenas del marxismo–leninismo; con un basamento grecolatino leyó y anotó a los románticos, a los racionalistas y a los empíricos para solazarse con algunos “agonistas” del pensamiento occidental de la centuria pasada, Heidegger y Wittgenstein para mayores señas.
Donde sí observo afinidades es, justamente, en las lecciones, aforismos y notas de los heterónimos de Machado. Para empezar, uno de los dos epígrafes de Cada cosa es Babel proviene justamente de Los complementarios; la cita de esas líneas es propiciatoria de la tentativa lizaldeana —todo un tour de force en las relaciones entre lenguaje y realidady que, con la complicidad de Mallarmé allana el territorio de vacuos silogismos a la hora de hacer algunas excepciones. Por eso, la línea final del referido epígrafe dice: “hay hondas realidades que carecen de nombre.” Entre el moralista que habita los poemas de Eduardo Lizalde y el que lanza burlas y veras políticamente incorrectas en la prosa de Antonio Machado hay múltiples simpatías: la misoginia y la misantropía al momento de pasar a revista a las glorias del amor y de la civilización, el escepticismo y el milenarismo cuando toca el turno de las utopías y del futuro de la humanidad. Pero también, en una zona menos decrépita y amarga, pienso en los varios ensayos de Machado sobre el Don Juan o en las lúcidas y amenas disertaciones en torno de la poesía y del poeta, el mexicano comparte trazos para su erótica desencantada que comenzó a figurar en El tigre en su casa (1970) o advertencias en torno a las imposibilidades de la palabra para nombrar el mundo, amén de la desconfianza ante los fuegos fatuos de ciertas escuelas o movimientos literarios en boga.
El título del Juan de Mairena de Machado se completa con estas especificaciones: Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo. Es posible que Lizalde tomara en cuenta tal ejemplo a la hora de poner rótulo a su libro más machadiano: La zorra enferma. Malignidades, epigramas, incluso poemas. Si el exorcismo ideológico obligó al mexicano a la parodia extrema de credos y mártires de la utopía comunista —con sus anexos latinoamericanos—, el español, aunque republicano en la hora crucial, se mantuvo desde el principio escéptico y burlón de la parafernalia de la dictadura del proletariado. Cabe consignar que Eduardo Lizalde rescata del juicio final a unas cuantas figuras, Karl Marx, entre otros, al que llama “santo camarada” y “Cristo enorme”. Desde el humor de su Mairena, el mismo personaje lo representa Antonio Machado bajo ridículas coordenadas: “Carl Marx —decía mi maestro— fue la criada que le salió respondona a Nicolás de Maquiavelo.”

El viaje a Guadalajara para recibir el “franciscano” galardón me sirve de pretexto para anotar algunos afectos de Eduardo Lizalde con creadores y temas vinculados a Jalisco. El primero lo encarna el magisterio de Juan José Arreola, editor de su obra juvenil, guía literario, compañero de lides ajedrecísticas y de cataduras báquicas. También, de su época temprana, data su cercanía con un octogenario Enrique González Martínez, en cuya biblioteca Lizalde realizaría lecturas fundacionales además de tomarla como cuartel de la revuelta poeticista en complicidad con el nieto del sobreviviente del modernismo mexicano. Finalmente, de la toponimia jalisciense, el poema “Costa careyes” nos ofrece un espécimen más para la verdadera Arca de Noé que resulta su poesía entera; se trata del cangrejo de caminar sesgado, todo él “oro y azul” y que según el poeta: “Avanza contra la historia/ contra el mito/ de que su especie recula.”

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