martes, 24 de septiembre de 2013

Endemia del raro

Septiembre/2013
Nexos
Javier Perucho

Un catálogo de escritores olvidados por la literatura mexicana

Concelebrar el natalicio de un escritor, festejar el centenario de una vida, saludar el jubileo de una obra constituyen acciones afirmativas en un sistema cultural que procuran absorber al patrimonio de una comunidad los bienes simbólicos de sus integrantes. Aunque superficiales, estas formas simbólicas de la canonización festiva suelen ser frecuentes y habituales, digamos que hasta exigibles en el ámbito de la cultura para su permanencia, pero no siempre se cumplen en cuanto se trata de la heterodoxia artística. La tradición cultural ahí encuentra un punto de quiebre. Al mismo tiempo, en este punto aparecen las interrogantes: cuándo sí se santifica al artista; cuándo se destierra al artista hereje. Cómo operan las formas de su inclusión, en qué momento se realizan; cuándo se condena al ostracismo y en qué casos. ¿Tales procedimientos actúan como norma o excepción? La fijación o el destierro de las obras son las caras del mismo espejo en que se contemplan los escritores canónicos, las rosas blancas de la cultura; o los heterodoxos, esas flores negras de la literatura y el arte. En la república literaria el escritor canónico ocupa una silla vinculante; los escritores raros yacen tirados sobre las banquetas.

Como especie endémica de la literatura, los escritores raros forman una estirpe en extinción o en vías de desaparecer de los recipientes naturales —diccionarios, antologías, historias— que deben dar cuenta de su tránsito vital, tareas, aportes, ciclo artístico y naturaleza de su invención. Aunque me corrijo de inmediato: en ninguno de estos recipientes se da noticia de un raro, el desamparo informativo ha sido su condición natural, por la misma razón tanto su herencia artística como aportes literarios endémicamente no han recibido un diagnóstico, pues carecen de una ponderación. El análisis que fielmente acompaña al escritor canónico, en tratándose de esa extraña flor negra se abandona en el ostracismo.

Un escritor raro se perfila por su naturaleza y se define por sus ámbitos de competencia artística, circunstancia de recepción, temperamento, así como por su biografía y predicado estético, aunque las relaciones públicas alimentan las piezas del peón en la cuadrícula moteada del ajedrez sociocultural.

Francisco Tario, esa rara avis de la narrativa mexicana del siglo pasado, para los propósitos de este escolio servirá como caso ejemplificante para ilustrar cada una de las características anunciadas en los parágrafos anteriores. Tario, un narrador que al cumplirse en noviembre de 2011 su natalicio centenario, se vio beneficiado con homenajes, tesis universitarias, publicación de cuentalia completa, rescate de obra rezagada e iconografía. De este modo su patrimonio literario acumuló los bienes de la recepción cultural. La difusión de su obra y preliminar exégesis literaria pueden considerarse como vías para su canonización, o al menos para asimilarlos a los patrimonios simbólicos, fin último de todo rescate artístico emprendido en una comunidad.

Hasta donde sabemos hoy, Francisco Peláez Vega, el nombre ciudadano oculto tras el seudónimo de Tario, no promulgó ideas contrarias al antiguo régimen, sus predicados políticos no marcaron su tránsito vital ni influyeron en la aceptación de su obra, aunque se infieren con exactitud en su narrativa, tampoco la prohibición o el escándalo de sus libros señalaron el manifiesto de su destino. Tal como fue el caso de algunos raros, ciertos extravagantes que comulgaron con la excentricidad ideológica. La excepción y la regla obligan a mencionarlos: por ejemplo, el de Ramón Martínez Ocaranza, poeta michoacano cuya filiación comunista podría explicar las formas de exclusión en que se encontraba relegado de las historias y antologías literarias, así como de la difusión y absorción culturales a que obligan el trabajo artístico, orfandad que abandonó hasta que su poesía completa fue compilada por la Secretaría de Cultura del gobierno estatal. También podría mencionar a José Revueltas, pero me resisto a considerarlo un escritor raro, aunque la cárcel por su militancia política, la proclamación de su ideario comunista, la heterodoxia de sus arquitecturas narrativas, vida franciscana y condición de escritor católico lo prefiguran como un inminente raro para las futuras o presentes generaciones.

Ni en Tario o Martínez Ocaranza el exilio fue una razón de trashumancia, ninguno de ellos fue escritor perseguido por circunstancias sociales, familiares o políticas, como sí lo fue en los casos de José Revueltas o un epígono de la rareza, Pedro F. Miret, quien arribó con su familia, expulsada por la guerra civil española, al puerto de Veracruz el 13 de junio de 1939, donde desembarcaron del Sinaia. En la patria adoptiva, Pere se educa, trabaja, publica sus libros y escribe guiones de cine, varios de ellos atalaya de sendas películas. De él ni siquiera conocemos fotografías que documenten su identidad, al contrario de Revueltas o Tario, de quienes existe una variada iconografía, incluso fílmica, en el caso del duranguense. Por lo demás las imágenes divulgadas de los epígonos del fracaso son muy escasas, otro rasgo habitual de los raros, a pesar de que están disponibles e inéditas ricas iconografías en acervos públicos y archivos familiares. Creo que el primer paso para su recuperación justamente se encuentra ahí, divulgando su identidad, poniéndole rostro al escritor desconocido, a través de las imágenes fotográficas que se conservan. Otros procesos mayores de reclutamiento sería la publicación de su obra completa en volúmenes que acogieran su novelística, periodismo, cuento, dramaturgia, inéditos, lírica y demás trabajos que resulten en las labores de rescate y recuperación. La inclusión y divulgación son deberes posteriores, como su estudio y ponderación analítica. Expongo estas tareas con la claridad de que se trata de un planteamiento idealista, meramente desiderativo, pero también con la certeza de que el estudio de la literatura mexicana, y la configuración de su historia, seguirá incompleta sin la presencia de los escritores desterrados del canon, que forman una legión por cierto.

Como distinción de cada raro, ni de Miret ni de Tario o cualquier otro afiliado a la nomenclatura de los extraños y ajenos a los circuitos culturales habituales, nada sabemos sobre su vida. Su biografía es un espantoso hoyo negro del que será difícil compensar la carencia. De Tario apenas se disponían de algunas imágenes fotográficas, pero esta incipiente y pobre iconografía sólo nos informa sobre su calidad de paseante en la urbe o de su condición sedente en un espacio doméstico. Tenemos noticia de algunas aficiones suyas: al futbol, el piano, la astronomía, el cine, la vida empresarial, las literaturas fantástica y de ciencia ficción. Sexteto temático presente en su narrativa y aforística. Como se ha ejemplificado, la versatilidad es un rasgo peculiar del escritor raro.

Por su parte, la prosa de Francisco Tario lo revela como habitual paseante citadino, así lo constata el rescate reciente de su novela Aquí abajo (2011) y la exposición itinerante que promueve el INBA en los estados. La caminata lo une con otro excéntrico en la república literaria, con el autor de Tachas, quien a su vez practicaba el excursionismo al lado de Juan Rulfo y de Marco Antonio Millán, quien confiesa: “Si con otros amigos nos dejamos de ver, Efrén [Hernández], Juan [Rulfo] y yo decidimos pasar los domingos juntos. Íbamos de paseo a Chapultepec, a las fuentes brotantes de Tlalpan, al Desierto de los Leones, a La Marquesa…” (Marco Antonio Millán, La invención de sí mismo, p. 83).

Dicha afición los une con Gerardo Deniz, otro raro en nuestras letras, feliz caminante en su época de compinche juvenil de Miret. La ejecución del piano enlaza a Tario con Felisberto Hernández, ese raro argentino que al igual que Peláez Vega, poco a poco salen del claustro en que el olvido los había cobijado.

En la misma situación se encuentra otro extravagante: Efrén Hernández, de quien gota a gota se han ido conociendo parcelas de su biografía, ya por la generosidad de Martín Hernández, su hijo primogénito, ya por los afanes de sus comentaristas o la revelación de detalles biográficos por alguno de sus contemporáneos, mencionemos por ejemplo, el de Marco Antonio Millán, La invención de sí mismo, donde se conserva una selecta iconografía y una memorabilia no exenta de mala sangre contra Hernández.

El perfil que dibuja Millán sobre Efrén Hernández permite trazar el temperamento y condición de vida de un raro, bocetaje que admite extenderlo a los demás: “Él, un estudiante pobre que llega a la capital, vive siempre con angustia por obtener sustento aunque en el fondo no le importa demasiado conseguirlo […] Efrén hacía gala de pobreza; no le quedaba otro remedio. Alguna vez se le quebró uno de los cristales de sus anteojos junto con la parte inferior del armazón; remendó la avería con trozos de cinta de aislar: en el lente las grietas dibujaban una cruz. A la pregunta de ‘¿Cómo puedes ver con eso?’, respondía: ‘Hago de cuenta que estoy en la cárcel’ ”  (Marco Antonio Millán, La invención de sí mismo, pp. 70-71).

En cualquier caso, la pobreza mendicante fue el sino de los escritores distinguidos con la cruz de la raridad. Y su profesión de fe —la escritura—, ejercida en el periodismo, la literatura, el cine, la traducción, la publicidad y demás oficios de conservación de la palabra. Ellos sí vivieron para contar ese credo de la escritura. Aunque profesionales de su oficio, la angustia por la conquista del pan y las viandas sobre la mesa fue un ingrediente más de sus pesadillas cotidianas. Las memorias de Revueltas y la autobiografía de Martínez Ocaranza atestiguan esa pobreza inexplicable. Austeridad republicana, edición autofinanciada. Vivir en la miseria, arropado por el ostracismo y morir en la periferia de la rotonda de los literatos ilustres. Su legado perdido o en ruta del naufragio. Como cada raro, nada o casi nada sabemos de sus vidas, menos aún de sus obras o aportaciones, y apenas la crítica pone atención en sus acervos para clarificarse el valor estético y cultural del patrimonio literario de los no canonizados.

Otro elemento singular que distingue el ejercicio literario de esta tribu descalza fue el recurrente método de financiar sus publicaciones. Sus ingresos, cotidianamente depauperados, fueron el soporte económico que facilitó la publicación de sus libros. La edición de autor se convirtió en la forma usual de presentarse ante la sociedad de los poetas vivos, aunque tal empresa personal no se compensó en la república literaria con los debidos reconocimientos sociales o culturales. La autoedición entonces y ahora no garantizan al autor asiento entre sus pares.

Aunque se dispone de más de un caso memorable, recordemos que Miret financió sus publicaciones, sobre todo el volumen que inauguró su cuentística, Esta noche… vienen rojos y azules (edición de autor, México, 1964), en cuyo colofón quedó asentado el domicilio de sus padres. Con la misma estrategia editorial se amparó Tario. Entre sus seguidores es sabido que invirtió recursos personales en la edición de muchos de sus libros, por ejemplo en la impresión de los aforismos de Equinoccio (edición de autor, México, 1946) en cuya portada o página legal no aparece consignada ninguna casa editorial. Algunos amigos de Miret participaron en la confección de Esta noche… —el fotógrafo…—; nada sabemos de los procesos tipográficos de la plaquette aforística de Tario. Sí, en cambio, estamos enterados de sus procesos de escritura, revelados por Julio Farell, el hijo menor: “No era muy productivo en sus libros porque era minucioso, corregía y volvía a corregir. Después nos lo daba a leer: cuando éramos adolescentes, a nosotros; cuando éramos chicos, a mi mamá. Quería sentir cómo sonaba el texto. A veces con un libro tardaba mucho tiempo. Con la novela [Jardín secreto] ocurrió eso; de pronto trabajaba en ella dos años y luego, como los vinos, la dejaba reposar […] Era muy exigente en su escritura” (Alejandro Toledo, “Recuerdo de Francisco Tario [Entrevista con Julio Farell]”, Casa del Tiempo, núm. 26, marzo, 2001, p. 53).

La autoedición no se convierte automáticamente en rasgo distintivo de los escritores raros, aunque fue un mecanismo de difusión muy usual en el siglo pasado y se mantiene en el transcurso de la década presente, la cual permite al creador adelantar la publicación de su obra para promocionarla entre los editores, la burocracia cultural o universitaria, los amigos y la tertulia, aparte de convertirse en estímulo máximo de la autoestima del creador.

Sin embargo, recuerden el tiraje de los 666 ejemplares con que salió de las prensas el volumen Las vocales malditas (1988), cuya primera edición fue financiada por Óscar de la Borbolla, su autor, en la que intervinieron también sus amigos —el pintor José Luis Cuevas, por ejemplo, autor de los dibujos de la portada y las ilustraciones de los interiores—. Con esta afirmación no pretendo sostener que De la Borbolla sea o pertenezca a la casta de los raros y malditos; no, al contrario, él es un escritor satírico que ya disfruta de un asentamiento en las antologías cuentísticas, la historia de la literatura mexicana y en los censos que han levantado los críticos adelantados. Las tesis universitarias, los congresos académicos y de mexicanistas, ya dieron cuenta de su invención prosística singular, además de que críticos y analistas literarios cumplieron su tarea de canonización. De hecho, una editorial mexicana promueve sus obras completas desde la metrópoli. En este caso, su proceso de canonización arrancó desde hace tiempo con esas encomiendas culturales, educativas y de difusión. Ningún raro ha recibido nunca atenciones tan corteses.

Tanto de Miret como de Tario sus primeras obras aparecieron en modestas ediciones de autor, hoy harto difíciles de rastrear en bibliotecas públicas, remate de saldos o librerías de viejo. Incluso los ejemplares de sus libros impresos con sellos comerciales también se convirtieron en verdaderos rebeldes de localizar, auténticas joyas bibliográficas entre sus fanáticos numerarios.

Por la edición de autor, conjeturo en mi ilusión, la estirpe de los raros ha sobrevivido. Y a mantenerlos vivos, pretendo decir en circulación, han colaborado sus fans, pues los conservan en el circuito de lectura, pepenando en las librerías de segunda para encontrar las polvosas ediciones de sus libros. Dada la escasez de dichos envejecidos libros, también sus admiradores, de fotocopia en fotocopia o en el mejor de los casos trasegando sus ejemplares, han logrado su permanencia no en el canon —tarea de beatificación que les es ajena—, pero sí en el gusto selecto y refinado de ciertos lectores. A ellos debemos que esa especie endémica de la literatura no haya fenecido. La permanencia o desaparición de la especie de los raros nos compete.

Por otra parte, la biografía, el temperamento y la estética del fracaso tienden, a su vez, los rieles por los cuales transcurre la vida de un escritor raro. Esta tríada de elementos administra también su inserción o rechazo culturales. Ahora paso a explicar en qué consiste cada vía, previamente aclaro que, para cierta teoría literaria, el trayecto biográfico del individuo no importa, destaca solamente su obra. Sin embargo, en el caso de los escritores no canonizados, vida y literatura amarran un binomio indisoluble. Con ellos la estética enlaza un trinomio que no admite divorcios.

Para exponer esta conjetura sobre los raros es necesario conocer previamente el trayecto vital de un escritor, su carácter y temperamento artístico, rasgos que colaboran para permitirnos un acercamiento a lo que he denominado aquí estética del fracaso, porque en otros lares y con otros acercamientos la designan con la figura sinonímica de “poética del fracaso”. La trayectoria vital y la conjunción de rasgos psicológicos pespuntan no sólo la intención de una vida, sino también la expresión simbólica y una voluntad de trascendencia.

Por sus características literarias y psicotípicas, aquéllos bien cabrían en los censos que Rubén Darío o Pere Gimferrer levantaron para ejemplificar la literatura del fracaso propugnada por la “oscura turba”, de la que se deriva una estética de lo extravagante. Una literatura, la de los raros, teñida con un indeleble aire de romanticismo, es verdad, impulsada con ese vitalismo pesimista que distinguió a los poetas del crepúsculo. Y asumido ese padecer, este comentarista se pregunta si aquel que es hoy no fue en su ayer un desaforado romántico.  Aquí abajo es el testimonio fehaciente de esa inclinación por los valores del romanticismo y la sujeción narrativa al imperio del realismo. Sin embargo, dice Alberto Manguel que “En los cuentos fantásticos de Tario lo imposible convive con lo rutinario, lo trágico se vuelve agriamente cómico, lo absurdo irremediablemente lógico. Sus protagonistas son objetos, animales, cosas indefinidas: un féretro enamorado de una jovencita en duelo, un barco que recuerda el ebrio de Rimbaud, una gallina vengadora, un perro fiel hasta la muerte, un traje gris con veleidades metafísicas, un antropófago convincente, un incestuoso y erudito soñador, un niño inocente y aterrador, una caterva de seres monstruosos o fantasmagóricos” (Alberto Manguel, “El unicornio es tímido”, en Babelia, núm. 1060, 17 de marzo, 2012, p. 8). En Aquí abajo sucede justamente lo contrario, lo posible convive con lo rutinario, pues trata de las cuitas domésticas, conyugales y laborales de un periodista ebrio.

Antes de abordar aquella estética, me pregunto, ¿por qué si Tario convivió tan estrechamente con Octavio Paz sigue siendo un escritor de los confines? Entonces vivir a la sombra del caudillo cultural garantizaba presencia en los medios, asiento en la república literaria y micrófono abierto. Dadas sus aficiones musicales, ¿por qué no se encuentran registros públicos de sus interpretaciones? Y considerando sus aficiones deportivas, ¿por qué ni en la historia del futbol mexicano se localizan rastros de su sagaz portería, siendo él uno de los guardametas que instauró la moda de los uniformes coloridos? Ninguna información podemos pedir sobre su inclinación a la astronomía, aunque sus aforismos registran ese método de escudriñar el Universo: “Hay en mí constantemente una curiosidad incurable por aquella Tierra silenciosa, nocturna, llena de pisadas celestes; aquella Tierra sin hombres, color violeta, de hace setecientos billones de años” (Equinoccio, 11).

Ya en el ejercicio estricto de su labor literaria, siendo Tario un cultivador esmerado del relato, ¿por qué su cuentalia sigue fuera del mercado?, igual sucede con su novelística y dramaturgia, no sólo imposible de conseguir, sino descatalogadas y sin registro en los espacios ideales de la historiografía literaria. Con sus aforismos sucede lo mismo y si no se realiza una edición facsimilar o una impresión contemporánea de Equinoccio, seguramente este libro se perderá entre las cenizas, el polvo y los gusanos.

Ninguna de tales interrogantes será contestada por la literatura, la historia o la psicología, tal vez apenas logremos vislumbrar una triste respuesta con el testimonio de sus contemporáneos —¿pero quiénes son?—, con el rescate de sus memorias —de atesorarse en algún cajón doméstico—, o con la inédita novela familiar que rindan sus hijos y herederos. La vida de Francisco Tario y su estética se mantienen como incógnitas por despejar. En su caso no se trató de un icono generacional ni de un fenómeno masivo, menos aún de un éxito comercial, hechos que explicarían en su conjunto el origen de los raros, pues navegan a contracorriente tanto de la cultura masificada como del mercado. E incluso contra la Historia, como sostiene José de la Colina.

Ese mismo fenómeno se repite en el caso de Miret y demás escritores de su misma estirpe, al igual que en la mayoría de los escritores raros cuya maldición compurgan justamente ahí, en los recintos del olvido, la ignorancia, el ninguneo y nuestro fracaso.

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