domingo, 1 de septiembre de 2013

En la biblioteca del homo legens

1/Septiembre/2013
Confabulario
Raquel Serur

Saludo a Rafael, Mariana y Pablo Pérez Gay y dedico
estas palabras a Lilia Rossbach
Agradezco al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y al INBA el que hayan organizado este homenaje a José María Pérez Gay. Es para mí un honor participar en esta mesa por múltiples razones: primero porque Pérez Gay era muy querible como lo es nuestra entrañable Lilia Rossbach; porque admiré en él sus dotes de conversador y su apertura y entrega a la amistad, una dimensión humana cada vez más escasa en un mundo donde prevalece el utilitarismo; porque quedé siempre atónita frente a la biblioteca del homo legens; porque me conmovió el Pérez Gay entregado en las últimas décadas a la causa lópezobradorista y, desde luego, porque disfruté y aprendí de sus escritos. Destaco dos de estas vetas.
 Del homo legens y las afinidades electivas: José María Pérez Gay y Bolívar Echeverría, testimonio de una amistad


En un ensayo que publicó Bolívar Echeverría en Vuelta de siglo y que lleva por título “Homo legens”, trata de situar una forma peculiar de ser lector en el mundo moderno y dice:

El homo legens no lee para “superarse”, como lo hace el lector de la Ilustración,
pero tampoco lo hace para matar el tiempo o para curarse algún mal del alma, como
el lector “sentimental” o de empatía; el homo legens lee “por puro placer”. Para él, la
lectura no es un medio que vaya a llevarlo a alcanzar un fin, sino un fin en sí mismo.
(p. 35)
Es difícil entender lo que dice Bolívar si uno no ha tenido la suerte de formarse como homo legens o al menos tener cerca a alguien que lo haya hecho. Para el homo legens la biblioteca es su hábitat y es donde se proyecta su interior. Por más grande que sea la biblioteca del homo legens, él sabe dónde está cada uno de sus libros porque cada uno de ellos es para él una pieza de una pasión que no disminuye con el tiempo sino que, por el contrario, se acrecienta y refina y está por ser descifrada cada vez. El homo legens, en el centro de su biblioteca, como una suerte de araña, teje sus hilos invisibles que lo conectan con cada volumen. José María Pérez Gay es para mí el ejemplo más claro de este tipo de lector. Su biblioteca no solamente refleja una vasta erudición sino que da cuenta de sus obsesiones y de su formación intelectual, sino sobre todo de su curiosidad sin límites que lo llevaron a esa búsqueda del encuentro con el otro, con lo otro y con los otros, en la lectura. En esta biblioteca percibimos a un José María libre de ataduras y podemos constatar el inmenso placer que le da el completar un libro desde su mirada singular, la de aquel que desde muy joven supo que, para él, leer no era una tarea ni un requerimiento para algo, sino la mejor forma estar en el mundo y participar de él.

El homo legens requiere de un altísimo potencial intelectual y no tiene otro fin que el del disfrute del entendimiento y, a través de él, del conocimiento del mundo. Para el homo legens no existe la dificultad porque está dispuesto siempre a vencerla y dedicarle el tiempo necesario por el puro placer de hacerlo, sin ningún fin ulterior. Si de este disfrute se decide escribir un libro que ocupe un lugar en esa biblioteca, ese es ya otro asunto.

Del homo legens Pérez Gay dan cuenta también sus libros de ensayos en su biblioteca tanto como los de ficción. Un ensayo sobre Benjamin, incluido en su libro La profecía de la memoria (p. 17), inicia así:


Al atardecer de un domingo —el 4 de julio de 1966— Rüdiger Safranski
apareció en mi habitación de la Residencia de Estudiantes de la Universidad
Libre de Berlín —donde fuimos vecinos durante más de tres años— y me dejó
un libro sobre el escritorio: Walter Benjamin, Iluminationen.
—No pierdas el tiempo con otros autores: Walter Benjamin es quizá el crítico
más importante de nuestro siglo —me dijo y, como Safranski acostumbraba,
desapareció.

No me detengo en el contenido del ensayo pero quiero subrayar el final: “Antes que una biografía de Walter Benjamin y un retrato de su época, este ensayo es el testimonio de una lectura que ha perdurado durante más de cuarenta años” (p. 20).

Y cuarenta años o más, al homo legens Pérez Gay lo acompañaron Benjamin y Karl Kraus y Robert Musil, Herman Broch, Joseph Roth, Elias Canetti, … y tantos otros.

Es desde la cultura en lengua alemana que con Bolívar Echeverría se dio, de ida y vuelta, una afinidad electiva, que si bien sólo se volvió cotidiana en la última década de la vida de ambos, data de su juventud cuando los dos fueron estudiantes en la Freie Universität en el Berlín de la posguerra. Estos años de estudiantes marcaron en Chema y en Bolívar un destino intelectual compartido. Los asuntos que fueron tema de estudio entonces se convirtieron en una suerte de obsesión-pasión para ambos. De ello dan prueba sus bibliotecas personales y los vasos comunicantes entre ambas pasiones decantan en sendos compromisos político-intelectuales.

Juan García Ponce decía que la muerte convierte a la vida individual en destino. En términos intelectuales, en las bibliotecas de José María y de Bolívar se puede trazar un destino intelectual que, en sus inicios, se dio cita en el Berlín de los años sesenta, el Berlín de Rudi Dutschke y del movimiento estudiantil de 1967, el Berlín interesado en la Cuba revolucionaria y en el Che Guevara, en el destino de los pueblos latinoamericanos; el Berlín herido por la guerra y escindido entre su juventud pensante y autocrítica y los detractores de ésta simbolizados por aquel hombre que le dio un tiro en la cabeza a Rudi el rojo, a Rudi Dutschke. Este golpe de gatillo también dispara en José María y en Bolívar una necesidad intelectual que permaneció toda su vida, la necesidad de explicarse la historia reciente de Alemania que produjo el exterminio de judíos, homosexuales, gitanos, comunistas, en nombre de una pureza racial. De esa suerte de locura colectiva dan cuenta sus bibliotecas que acuden obsesivamente a temas y autores que abren un debate poco frecuentado en el México y en la América Latina de entonces. El homo legens Pérez Gay empezó ahí su gestación. El intelectual que forma su biblioteca por la necesidad de dar respuesta a preguntas concretas que surgieron en un mundo que no tenía nada que ver con ellos.

Nada más distante del México priísta de principios de los sesenta y del Ecuador provinciano que el Berlín testigo de una historia incomprensible y cuyas paredes, calles, parques, estaciones de tren urbano, etcétera, hablaban de muerte, de aniquilación y de ausencia. La Historia con mayúscula confrontó y unió para siempre a estos dos jóvenes, José María y Bolívar que cuando conversaban, sobre todo en la biblioteca de Chema, se sabían cómplices, testigos de una historia llena de interrogantes y que cada uno de los libros ahí reunidos intentaba llenar un vacío, dar una respuesta.

Si bien la trayectoria de vida de Bolívar y de Chema fue muy distinta, la construcción de sus bibliotecas tiene vasos comunicantes de gran interés. Ahí se forjó el revolucionario que cada uno llevó dentro de sí. En Bolívar, su voluntad de leer la realidad en clave marxista lo llevó a teorizar sobre la modernidad y sobre una serie de temas que surgen en el Berlín de entonces y que nos sirven a nosotros para mirar la realidad actual de América Latina. En Chema, el camino es más sinuoso. Muchos de sus escritos peinan la historia con el asombro del que quiere entender el procesos histórico y a ciertos seres individuales dentro de este, pero el revolucionario que llevó Chema dentro salió a la luz en el encuentro con López Obrador. José María ve en López Obrador la oportunidad de cambiar, para mejor, el rumbo de México y se compromete con él. Le abre las puertas de su casa y le brinda la óptica del intelectual sólido y cabalmente formado que fue, que es, José María Pérez Gay.

El amigo

Chema empezaba sus frases diciendo: “Lilia no me dejará mentir”… Lo cito y digo: “Lilia no me dejará mentir” si les cuento que a lo largo de muchos años nos reunimos un domingo sí y otro no, en su casa, con la generosísima hospitalidad de los Pérez Gay, para disfrutar de dos artes, el de la amistad y el de la conversación. Nunca un domingo se pareció al otro porque, si algo distinguía a estos domingos es que, quienes participábamos de estas tertulias, teníamos una necesidad común: la de conversar sobre lecturas, libros, artículos, noticias, vida política, recuerdos y muchas otras cosas más, por el puro goce de la inteligencia en la convivencia amistosa.

Ahora que pasó el tiempo y que ya no están entre nosotros tres de los integrantes de la mesa dominguera, Bolívar Echeverría, mi compañero de vida, Carlos Monsiváis, el inigualable Carlos y, ahora nos falta Chema, nuestro insustituible homenajeado, me doy cuenta de que aquello que me parecía normal por cotidiano era algo del orden de lo extraordinario. Con qué gusto esperábamos esos domingos que ahora se superponen en mi memoria y que no logro asir para rendir cuenta de ellos. Se empalman uno con otro y se diluyen en carcajadas que explotan al unísono, en gestos corporales que se escurren en la memoria y que regresan de golpe cuando no los evoco, en miradas cómplices, en ruidos de platos y copas y en José María Pérez Gay quien recorre el largo pasillo que va del comedor a la biblioteca y de regreso con un volumen del que lee algo que ilustra o completa una u otra conversación. Todos miramos el volumen con azoro, como si fuera un acto de magia el que lo hizo aparecer ante nosotros y Chema lo abre pausadamente, busca y rebusca la cita precisa que después lee con esa voz llena de matices que acarician cada palabra, con una lectura perfecta en voz alta que da con el tono exacto y, de manera natural, nos hace partícipes del texto. Es como si su voz iluminara su rostro de hombre guapo, interesante, de ojos grandes que lo eran todavía más a través de sus anteojos, con su cabello blanco plata y brillante que lo hace aparecer como transplantado de la Europa central que tanto acaparó su atención y que moldeó la sensibilidad de un tipo de intelectual en el que devino Chema.

Esos domingos fueron lo que fueron: el placer del encuentro, el vivir el momento sin pensar, sin siquiera imaginar que era algo único e irrepetible y que los íbamos a echar de menos porque con ellos se iría toda una forma única de ser, de cultivar el intelecto y de cultivar la inteligencia y el ingenio en el arte de la conversación. Quisiera ilustrar lo que les cuento pero la memoria me lo impide, se rebela ante lo que seguramente percibe como una profanación de la intimidad. Baste dar constancia de que a lo largo de varios años cumplimos puntualmente con la cita Marta, Elena, Rolando, Jenaro, Jesús, Bolívar y yo, quienes al pasar el umbral de la casa de Chema y Lilia, sabíamos que el tiempo real se ponía entre paréntesis para dar lugar a otro tiempo, al infinito, laberíntico, rico en posibilidades y habitado por la peculiar erudición de cada uno que reverberaba y se potenciaba en la del otro.

El tiempo, cuya sustancia es ahora la del dolor, me hace pensar que seguramente, desde donde estén, se habrán dado cita Monsi, Bolívar y tú, José María, en este domingo, para mirarnos de lejos, no sin burlas y bromas de por medio, escuchándonos hablar como siempre, haciendo patente el que nos jugaron una mala pasada al adelantarse y dejarnos, con su partida temprana, huérfanos de una insustituible presencia.

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