domingo, 5 de enero de 2014

Vuelta a Paz

Enero/2014
Nexos
José Antonio Aguilar Rivera 

Se podría trazar una genealogía de los encuentros y desencuentros de varias generaciones de intelectuales mexicanos con la figura de Octavio Paz. Frente al mandarín de la cultura mexicana uno podía ser muchas cosas, menos indiferente. La generación de mi padre, la que llegó a la mayoría de edad en 1968, aplaudió el gesto digno de Paz de renunciar a la embajada en la India después de la matanza del 2 de octubre. Leyó con reverencia Piedra de sol
a la salida de mi frente busco,
busco sin encontrar, busco un instante,
un rostro de relámpago y tormenta
corriendo entre los árboles nocturnos
Fue esa misma generación que primero se desencantó de él y después lo convirtió en un enemigo íntimo. Un santón descarriado. “Paz: gran poeta, hombre deleznable”, escuché en una ocasión cuando tenía 12 años. Para la generación de mi padre, como ha señalado lúcidamente Armando González Torres, “el apoyo tácito o explícito a Echeverría por parte de diversos intelectuales produjo un significativo debate entre las generaciones más jóvenes de la izquierda en torno a los vicios y limitaciones del intelectual liberal, en el cual, aun sin mencionarlo, se aludía inevitablemente al perfil de Paz”.1 Carlos Pereyra, entre otros, criticó la apertura inicial de Paz hacia el gobierno del siniestro Echeverría. Pensaba que la crítica al poder de intelectuales como Paz cumplía una “función” ideológica, pues esas críticas limitadas eran “presa del horizonte ideológico en que se producían”. La ausencia de un instrumental teórico adecuado “propiciaba la incapacidad del pensamiento liberal para captar las estructuras que lo condicionaban”.2 Para una buena parte de la izquierda de entonces Paz era un intelectual anacrónico, inclinado a las generalizaciones, falto de conciencia histórica y anclado en el moralismo.3 A la distancia el uso del adjetivo liberal para calificar el aperturismo algo ingenuo de Paz y algunos otros intelectuales me parece extraño. Tampoco creo que Pereyra tuviera razón. Su alegato pecaba del funcionalismo tautológico y la hybris academicista que tan a menudo aquejó a la crítica marxista.
Sin embargo, mis encuentros y desencuentros con Paz no pasan por las filias y las fobias de la generación de mi padre. Cuando la ilusión del socialismo llegó a su fin en 1989, durante mi segundo año en El Colegio de México, seguí con detenimiento la polémica producida por el encuentro Vuelta, “La experiencia de la libertad”, y pensé que, en lo general, el grupo de Paz había tenido razón en su crítica acerba a los regímenes comunistas. Había acertado al elegir el bando ganador de la historia. Con todo, me pareció que el celo y la pasión ideológica de los debates en torno al socialismo estaban fuera de lugar. Denotaban una colonización de la Guerra Fría del medio intelectual mexicano. Después de todo, México no era una de las fronteras de ese conflicto. A ratos los contendientes sonaban en ambos bandos como si estuvieran en Cuba o en Vietnam y no en San Ángel o Coyoacán. Me pareció un debate subsidiario.
Para mí Paz fue, ante todo, un polemista, un modelo de la impugnación moral e intelectual. No es necesario creer en su hagiografía, que lo consagra como una solitaria voz en el desierto, para reconocer en él un valor moral inusual para enfrentarse a una opinión mayoritaria adversa. Leí sus polémicas con la izquierda cuando ya estaban frías. Y me parecieron ejemplares. El despliegue de la inteligencia, el ejercicio de la razón crítica, fueron una revelación. En cambio, el Paz de la tele, que pontificaba, me parecía aburrido.
Más adelante, cuando indagaba las relaciones de los intelectuales mexicanos con el mundo, me percaté de que Paz era en verdad una rara avis: para los noventa Paz era uno de los últimos, y el más importante, de los intelectuales cosmopolitas mexicanos. Un hombre realmente universal. El poeta podría repetir para México lo que Kipling escribió sobre Inglaterra: “y qué saben de Inglaterra quienes sólo Inglaterra conocen”. La mirada de Paz iba del mundo a su país y de vuelta:
Camino hacia atrás
hacia lo que dejé
o me dejó
Memoria
inminencia de precipicio
balcón
sobre el vacío
Camino sin avanzar
estoy rodeado de ciudad
Me falta aire.
Cuando los sandinistas perdieron las elecciones en Nicaragua, después del triunfo de la revolución, pensé que las críticas de Paz a ese régimen y a las guerrillas centroamericanas (que le ganaron ser quemado en efigie frente a la embajada de Estados Unidos: “Reagan rapaz, tu amigo es Octavio Paz”) no estaban tan equivocadas después de todo.
En los noventa las guerras culturales de Paz se volvieron guerrillas, escaramuzas sin el peso e importancia de sus batallas anteriores. Así leí, todavía a la distancia, el affaire sobre el Coloquio de Invierno de 1992. Paz denunció la existencia de una conspiración para copar los centros de poder intelectual. El episodio me pareció entonces un asunto discutible y ciertamente menor. Los debates en torno al socialismo de la década anterior tal vez fueran subsidiarios, pero al menos eran importantes. Las rencillas y pleitos de los grupos culturales, en cambio, eran guerritas de artificio en la república de las letras. Una pérdida de tiempo, sigo pensando hoy.
No, mis desencuentros con Paz son otros, pero no menos profundos que los de las generaciones que me precedieron. A mí el poeta no me parecía anacrónico, inclinado a las generalizaciones ni anclado en el moralismo. Tampoco me pareció un lacayo de Televisa ni una comparsa del gobierno de Carlos Salinas. Experimentó, sí, las tensiones inevitables de una figura de su peso al lidiar con el poder de un régimen autoritario como el mexicano de ese momento. Y, ciertamente, algunas de sus decisiones y pronunciamientos como hombre público son criticables.
Mi desencuentro es con el Paz romántico que ha descrito muy bien Yvon Grenier.4 Paz fue presa del Mito. Como Rousseau, desconfió siempre de la modernidad. En El laberinto de la soledad Paz afirmó: “El liberalismo es una crítica del orden antiguo y un proyecto de pacto social. No es una religión, sino una ideología utópica; no consuela, combate; sustituye la noción del más allá por la de un futuro terrestre. Afirma al hombre pero ignora una mitad del hombre: ésa que se expresa en los mitos, la comunión, el festín, el sueño, el erotismo. La Reforma es, ante todo, una negación y en ella reside su grandeza. Pero lo que afirmaba esa negación —los principios del liberalismo europeo— eran ideas de una hermosura precisa, estéril y, a la postre, vacía. La geometría no sustituye a los mitos”. Tenía razón: el liberalismo combate.
Durante décadas Paz combatió en la misma trinchera que los liberales, luchó contra los mismos enemigos, pero como los comunistas y los anarquistas en la guerra civil española, no eran la misma cosa. Paz defendió causas liberales, porque lúcidamente comprendió que era una necesidad hacerlo, pero no fue un liberal. Lo dice él mismo. En una entrevista de 1989 con Tetsuji Yamamoto y Yumio Awa, Paz afirmó: “no me siento liberal aunque creo que es imperativo, sobre todo en México, rescatar la gran herencia liberal de los Montesquieu y los Tocqueville. No soy liberal porque el liberalismo deja sin respuesta a más de la mitad de las grandes interrogaciones humanas”, pero “es una filosofía que nos puede guiar moral y políticamente, en nuestro trato con los otros pues nos enseña la tolerancia. Además, es un pensamiento fundado en la libertad, un valor irrenunciable”.5
Ese mismo año repetiría, palabras más, palabras menos, la misma tesis en el discurso de aceptación del premio Alexis de Tocqueville: “El liberalismo democrático es un modo civilizado de convivencia. Para mí el mejor entre todos los que ha concebido la filosofía política. No obstante, deja sin respuesta la mitad de las preguntas que los hombres nos hacemos: la fraternidad, la cuestión del origen y la del fin, la del sentido y el valor de la existencia”. Derrotado el comunismo, esa religión bastarda, Paz encontraba fallas de origen, casi irremediables, en las ideas y las instituciones victoriosas: la democracia, la economía de mercado, la sociedad de consumo. En 1993 en una entrevista con Julio Scherer afirmó: “en el tercer mundo… aparte de las injusticias y las desigualdades que produce, el mercado daña moral y espiritualmente a los hombres pues sustituye la antigua noción de valor por la de precio. Ahora bien, las cosas más altas y mejores —la virtud, la verdad, el amor, la fraternidad, la libertad, el arte, la caridad, la solidaridad— no tienen precio. El mercado no tiene dirección: su fin es producir y consumir. Es un mecanismo y los mecanismos son ciegos. Convertir a un mecanismo en el eje y el motor de la sociedad es una gigantesca aberración política y moral”.6
Tampoco la triunfante democracia liberal, con sus vicios, era satisfactoria. En efecto, “en muchos aspectos la democracia moderna es inferior a la antigua”, porque en Atenas la democracia era directa, los partidos eran “formaciones fluctuantes, no asociaciones dirigidas por burocracias poderosas, como ahora”. Se pronunciaba, en cambio, por una nueva filosofía política. Ésta tendría “que recoger la doble herencia del pensamiento moderno de Occidente: el liberalismo y el socialismo, la libertad y la justicia”. Como si no pudiera existir justicia sin socialismo. Esta filosofía tendría una doble finalidad: “la primera: la reconciliación entre la libertad y la igualdad por el puente de la fraternidad. La segunda: la reconciliación entre el hombre y la naturaleza”.7 Está aquí el anhelo de comunión de Paz, de reintegrar las piezas rotas de una felicidad primigenia. Nunca pudo escapar al mito del eterno retorno. La historia lineal, que progresa, era una impiedad. En su poética de la historia el liberalismo mexicano del siglo XIX fue una ruptura: “se propuso modernizar al país por la reforma política pero interrumpió la continuidad histórica de México”.8 De ahí su convicción sobre la misión espiritual de la Revolución mexicana: restaurar la continuidad histórica interrumpida. Paz descreyó de las revoluciones, en especial de la soviética, pero nunca se emancipó del mito de la Revolución como restaurador de un tiempo roto. Eso lo hizo incapaz de aceptar cabalmente el presente democrático: mediocre, insulso, burgués, filisteo y antiheroico. Eso es lo que lo separa críticamente de Tocqueville, a quien admiraba profundamente. Tocqueville tenía la misma sensibilidad aristocrática de Paz, pero no se dejó conquistar por ella. Aceptó el nuevo mundo democrático sin aplausos, pero con aplomo. Vale la pena citar en extenso las conclusiones al segundo volumen de la Democracia en América. Ahí Tocqueville describió la sociedad democrática: “las almas no son vigorosas, pero las costumbres son suaves y las leyes humanas. Si bien no hay grandes devociones y hay pocas virtudes que sean muy altas, brillantes y puras, en cambio los hábitos son constantes, la violencia es rara y la crueldad es casi desconocida. Los hombres viven vidas más largas y su propiedad está más segura. La vida no es muy vistosa, pero es muy cómoda y pacífica. Hay pocos placeres que sean muy groseros o muy delicados. Hay poca cortesía en los modales pero muy poca brutalidad en los gustos. Uno raramente encuentra hombres muy ilustrados o poblaciones muy ignorantes. El genio se vuelve escaso y la ilustración más común. La mente humana se desarrolla a través de los pequeños esfuerzos combinados de todos los hombres y no por el impulso poderoso de unos cuantos de ellos. Hay menos perfección, pero más fecundidad en los trabajos… casi todos los extremos se vuelven suaves y romos, casi todos los picos se desgastan para transitar a la medianía, que es a la vez menos alta y menos baja, menos brillante y menos oscura que lo que se había visto en el mundo. Veo esa masa innumerable compuesta de seres similares, en donde nada se eleva o cae. El espectáculo de esta uniformidad universal (y de esta mediocridad) me entristece y me asusta, y estoy tentado a lamentar la sociedad que ya no existe. Cuando el mundo estaba lleno de hombres muy grandes y muy pequeños, muy ricos y muy pobres, muy ilustrados y muy ignorantes (muy afortunados y muy miserables), volteaba la vista de los segundos para fijarme en los primeros y éstos deleitaban mi mirada. Pero entiendo que este placer surgía de mi debilidad; puedo discriminar y escoger de entre tantos objetos aquellos que me placen porque no puedo ver todo lo que me rodea a la vez. No le ocurre así al Ser eterno y todopoderoso, cuyos ojos necesariamente abarcan, a la vez, a toda la humanidad y a cada hombre en particular. Es natural creer que lo que más satisface la vista del creador y preservador de la humanidad no es la prosperidad singular de unos cuantos sino el mayor bienestar de todos, así que lo que me parece decadencia a sus ojos es progreso; lo que me lastima, a él le place. La igualdad es, tal vez, menos alta, pero es más justa y su justicia conforma su grandeza y su hermosura”. Paz, a diferencia de Tocqueville, se dejó seducir por las promesas redentoras del Mito revolucionario. Nunca dejó de anhelar una revolución que prometiera restaurar la comunión, la fraternidad, la virtud, el amor y la Verdad.
El romanticismo hizo a Paz vulnerable a la fascinación del poeta armado de mediados de los noventa. Después de un inicial recibimiento hostil, y con el paso del tiempo, los artículos de Paz de la época fueron revelando una sutil simpatía por lo que ocurría en Chiapas. El subcomandante Marcos, reconocía Paz, había creado un “personaje memorable”: el escarabajo Durito. El sub Guillén era un sacerdote que ofrecía la comunión a los creyentes. Chiapas mostró una debilidad toral en el universo intelectual de Octavio Paz. En efecto, el poeta había sido seducido no sólo por Marcos sino por su propia historia. No la historia del país, que pronto le hizo saber al EZLN y al mundo que la vía armada era un expediente del pasado que no deseaba revivir. Enfrentado a un movimiento romántico en el ocaso del siglo XX, arcaico, autoritario, acaudillado por un simpático sofista enmascarado, Paz no pudo articular una crítica clara y contundente a esa aparición inverosímil: el espectro de la Revolución, la gran Puta, ahora encarnada en los mitos más queridos de la imaginación romántica.
No conocí a Octavio Paz. En 1997 Adolfo Castañón, amigo común y mentor del programa de Jóvenes Creadores del FONCA, le hizo llegar un fragmento inédito de mi ensayo ficción sobre un viaje de Alexis de Tocqueville a México. A Paz le gustó el texto y decidió publicarlo en Vuelta. Lo que no sabía es que pondría mi nombre en la portada del número de abril, junto al suyo y al de Daniel Bell. Todavía me ruborizo. Un año más tarde había muerto. No es un exceso afirmar que su pérdida, la del último gran Mandarín de la cultura mexicana, fue inmensa. Perdimos al polemista feroz, al crítico y al gran poeta. Su muerte marcó un fin de época. Una parte del legado de Paz está atada a un tiempo irrecuperable de la historia del país. El poeta fue un hijo cabal del ogro filantrópico, un hijo respondón y con vocación parricida, pero, al final, un vástago que nunca negó su apellido, un apellido que olía a pólvora. Hijo de su padre zapatista y nieto de su abuelo liberal. Pero en su caso la pólvora era un cuento de sobremesa, no un recuerdo propio de un tiempo violento. Eso pertenece a la historia. Otras herencias de Paz nos acompañarán en el futuro, en un mundo que él apenas atisbó (y no le gustó). Para bien y para mal Paz está con nosotros. Me quedo con el polemista filoso, con el heterodoxo lector de Sade y sor Juana y con el intelectual que pensaba que el mundo era suyo por derecho propio. A él siempre volveré.

No hay comentarios: