domingo, 5 de enero de 2014

Reyertas ejemplares

Enero/2014
Nexos
Armando González Torres

Tal vez mi generación, la nacida en los años sesenta, fue la última que vivió el apogeo polémico de Octavio Paz. Su figura era controvertida en todos los ámbitos, desde los círculos consolidados de la cultura y la política hasta las incubadoras de artistas adolescentes. En mi preparatoria, por ejemplo, Paz era un nombre inflamable: se rumoraba que era un autor cuya poesía gozaba de propiedades afrodisiacas, pero cuyo pensamiento contenía semillas sediciosas. Era, decían algunos mentores, un artífice de la palabra seductora, pero envenenada ideológicamente, ante el que no se valía ser neutral. No recuerdo exactamente qué fue lo primero que conocí del amenazante escritor. No sé si me acerqué al poeta amoroso, que era natural frecuentar en esa edad, o descubrí asombrado al poeta en prosa de Águila o sol o, simplemente, vi en un programa de televisión al tan irascible como deslumbrante expositor. Lo cierto es que, a medida que comencé a leerlo de manera compulsiva, la figura del ogro intelectual se disipó y comenzó a aparecer un autor complejo, revelador y, al mismo tiempo, incómodo y provocador.
Pese a mi entusiasmo por su obra, nunca me atreví a intentar conocerlo personalmente. Más allá de su fachada adusta, Paz solía interesarse en las jóvenes generaciones y varios de mis contemporáneos iniciaron un peregrinaje iniciático a su casa. Algunos presumían, después de las primeras visitas, una familiaridad inmediata con el poeta que había provocado que se les confiara la custodia de la cría de una de sus gatas. Después sospeché, ante la profusión de jóvenes poetas premiados con gatos, que Paz utilizaba a sus numerosos admiradores para fungir como eficaz agencia de adopción de felinos. A mí, la timidez y, sobre todo, cierta reserva “científica” me refrenaron de gestionar algún acercamiento: escribir algo sobre él se me había convertido en una tan difusa como firme aspiración y me preguntaba si sería capaz de resistir la aproximación a una personalidad tan magnética o si podría ser “objetivo” al escribir de alguien que, si tenía suerte, me podría regalar un gato. Me perdí la oportunidad de conocerlo y, acaso, de recibir el respectivo gato. No obstante, ya había establecido una amistad entrañable con su obra y lo admiraba, como decía Nietzsche que hay que hacerlo, con violencia. Años después, intenté pagar un poco mi deuda como lector escribiendo un libro que se asoma a su biografía polémica: las disputas de Paz no sólo son joyas de la inteligencia pugilística, sino una radiografía de su evolución intelectual, de las encrucijadas históricas que le tocó vivir y de la manera en que su obra incide en muchos de nuestros reflejos culturales.

El ente polémico

La vida intelectual, poco sujeta al dictamen público por su sacralidad, tiende con facilidad a anquilosarse en la corrupción y el conformismo. No es bueno que dominen los incentivos para quedarse callado, o para aplaudir en público y denostar en privado. Por eso, la polémica es mucho más que la pimienta de la vida intelectual, es su vitamina, lo que le permite crecer, adquirir madurez y flexibilidad, mantener a raya las arrugas y el sedentarismo.
Acaso nada refleja más a un personaje, a una época o a un país, que su forma de hacer polémica. Por diversas razones, en Hispanoamérica la polémica intelectual es escasa y, tanto en el ámbito político como en el cultural, es más común la maniobra o la intriga silenciosa que el debate abierto. La polémica aflora cuando la forma subterránea de procesar los conflictos y las falsas unanimidades son rebasadas por las tensiones acumuladas o por la iniciativa de individuos insumisos. La disputa pública entonces resulta higiénica e instructiva, pues ayuda a hacer evidentes los antagonismos, obliga a cada parte a afinar sus argumentos (o sus dogmas) y permite un retrato público de las pasiones y los valores. No siempre es sencillo discriminar entre la oposición de discursos y la oposición de personas. Esa tensión entre lo racional y lo emocional, entre la inteligencia y la vehemencia, entre la prueba y el exabrupto, le otorgan especial atractivo e intensidad al género polémico. Por supuesto, la polémica puede degenerar en un diálogo de sordos o en el espectáculo banal y comercializado del insulto; sin embargo, los ecos de la polémica también pueden penetrar auditorios inusitados, hacer dudar e inducir matices, sacar a los convencidos de su espacio de comodidad y promover el acercamiento de posiciones, el consenso, la conversión y toda esa serie de actos prodigiosos del albedrío. Acaso por ello las mejores controversias sobreviven al fragor del enojo, logran superar la caducidad de sus motivaciones y volverse, por decirlo así, reyertas ejemplares.
No hay duda de que Paz fue el mayor polemista hispanoamericano del siglo pasado y que la disputa fue su gimnasia intelectual y su laboratorio de ideas. Prácticamente no hay debate importante del siglo XX en que Paz no haya tomado postura y sus polémicas abarcan desde los temas sobre la función del arte en los años treinta hasta las coyunturas políticas nacionales e internacionales de los noventa. Paz fue un polemista precoz, explosivo y frontal: las anécdotas en torno a su vida literaria están llenas de episodios animados, discusiones acaloradas que casi llegan a las manos, amistades que se terminan por motivos graves o triviales. Es el signo de un siglo de pasiones y antagonismos y, también, de un temperamento personal arrebatado. Desde su adolescencia Paz expresó sus diferencias con sus contemporáneos y antecesores (su revista de párvulos, Barandal, tenía una irreverente sección de pullas a sus mayores que guarda su huella), tuvo rompimientos dolorosos con personajes entrañables para él como Pablo Neruda, y no dudó en discrepar de compañeros de ruta o en mantener, siendo funcionario del servicio diplomático mexicano, visiones muy distintas a la oficial. Sus roces públicos con Daniel Cosío Villegas, Antonio Castro Leal, Rubén Salazar Mallén o Emmanuel Carballo, por mencionar algunos, daban cuenta tanto de la mecha corta del poeta, como del saludable ánimo de ventilar las diferencias en público. Sin embargo, su etapa más atareada como polemista comienza después de 1968. A partir de esa fecha, Paz se convirtió en el interlocutor más controvertido del conjunto de la intelectualidad mexicana y se consolidó como una figura prominente en el debate internacional de la ideas.

El apogeo polémico

La historia es muy conocida: para los años sesenta Paz es una figura en ascenso en el panorama internacional, su poesía ya ha recorrido todos los registros y establece tendencias, mientras que sus ensayos ya han marcado agenda en varias disciplinas y, aunque ha roto por motivos políticos con muchos de sus contemporáneos, tiene un auditorio propicio en parte de las generaciones más jóvenes de artistas mexicanos. Por lo demás, si bien Paz hizo eco a las denuncias al socialismo real en los cincuenta, sigue perteneciendo a la órbita de izquierda y acude a las manifestaciones del movimiento ferrocarrilero al tiempo que en principio saluda, aunque con cautela, acontecimientos como la revolución cubana. En 1968, con su renuncia al servicio exterior por la represión del gobierno a los estudiantes, su figura se distingue en el medio intelectual y genera expectativas políticas en las camadas más nuevas y radicales. Sin embargo, pronto se rompe este flechazo, Paz rechaza subirse al templete de la política partidista y decide emprender su combate por otros caminos.
Por supuesto, en su batalla después del 68, Paz no fue un solitario. Desde su mocedad, aunque se reputaba aislado, supo lograr relaciones estratégicas e impulsar proyectos colectivos. En las décadas de su apogeo encabezó un grupo de espíritus afines en lo político y lo estético, que lo acompañó en sus publicaciones y aportó competencia y tensión al debate de la época. Al regresar a México, a principios de los setenta, tras un breve periodo de exilio académico, Paz reanuda su añeja afición de editor de revistas y, a invitación del director de Excélsior, comienza a dirigir Plural en 1971. Esta revista se convierte en una ventana cosmopolita y en un foro de crítica que crea una amplia agenda de discusión. La lista de autores que difunde Paz es copiosa, también los asuntos polémicos que toca (la función social del escritor, la ausencia de crítica en Hispanoamérica, la política internacional). Cuando en 1976 Excélsior es víctima de una maniobra política desde el poder para desarticular su dirección, Paz y los miembros de Plural se solidarizan con el director y continúan, en Vuelta, su proyecto editorial de manera independiente.
Aunque Paz reparte mandobles a las distintas facciones del espectro político, su diálogo, o disputa fundamental, ocurre con las distintas izquierdas. La actividad de Paz resulta polémica en muchos aspectos: en su apuesta estética que, en una época de renovada militancia y sospecha de la llamada alta cultura, a muchos parece elitista y alejada de los imperativos de la realidad social; en su adscripción a un humanismo literario que invade terrenos especializados y no respeta jerarquías académicas; en su actitud escéptica ante algunas de las corrientes dominantes del pensamiento que adquirían gran influencia en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales; pero, sobre todo, en sus posturas políticas. De entrada, cuando para muchos miembros de las generaciones recientes el cambio revolucionario en México y el mundo es una inminencia histórica y no desdeñan la vía armada para apurarlo, Paz aboga por un gradualismo poco excitante que pasa por la reforma democrática. Pero no sólo eso, Paz reprocha que parte de la izquierda ignore la situación de falta de libertades y violencia selectiva en los países socialistas.
Algunos de sus adversarios más agudos, a su vez, desconfían de la falta de formación teórica y del impresionismo literario del poeta, que es capaz de utilizar audaces metáforas históricas en el análisis político; recelan de la independencia de quien se maneja como pontífice cultural; reprochan su creciente anticomunismo, y piensan que su participación pública, así sea bien intencionada, es distractora de las urgencias y legitimadora para el régimen.
La polarización de la época no favorece las buenas maneras y en las disputas hay frecuente rispidez, simplificaciones y descalificaciones. Paz engloba a su variado espectro de interlocutores, como si fueran parte de una sola cabeza de izquierda dogmática. Sus adversarios, a su vez, tienden a reducir a Paz a una caricatura vanidosa y reaccionaria. Sin embargo, más allá de los excesos, muchos de los debates resultan esclarecedores en temas fundamentales, como los límites y potenciales de la participación del intelectual en la vida política; el papel de las artes en las sociedades y las posibilidades viables de cambio político.
Si Paz tiene una fuerte presencia polémica en la vida mexicana, también adquiere creciente relevancia en el plano cultural internacional, como defensor de un concepto de cultura no instrumental, de una serie de libertades básicas en los países que sufren dictaduras militares y, sobre todo en los países socialistas, y como militante en la Guerra Fría de las ideas.
En los ochenta, aunadas a las viejas diferencias, se establecen nuevas discrepancias con la izquierda, que se centran en el papel del Estado y en la función de la democracia formal en México, así como en los temas de política internacional. Paz critica el gigantismo estatal, aboga por la normalidad y formalidad democrática y fustiga la falta de pragmatismo de la política exterior mexicana. En particular, el tema de los movimientos revolucionarios en Centroamérica se convierte en la manzana de la discordia y la crítica de Paz a las reticencias democráticas del sandinismo culmina con el conocido episodio de la quema en efigie de 1984.
Puede pensarse en otros momentos climáticos, donde se despliega el temperamento polémico de Paz y sus posturas generan tormentas: en 1988 cuando Paz se pronuncia sobre las elecciones y va coincidiendo (lo mismo que muchos adversarios ideológicos) con los propósitos modernizadores del nuevo gobierno; en 1990, cuando Paz celebra la caída del socialismo real como una victoria analítica y moral de las posturas que había hecho patentes cuatro décadas atrás y organiza un encuentro rico en ideas y personalidades, aunque sazonado con el estilo personal del poeta y las ocurrencias incómodas de sus invitados (la famosa dictadura perfecta de Vargas Llosa); en 1992, cuando las añejas diferencias que había tenido con los miembros de la revista nexos se aúnan a una disputa por el mercado y la influencia cultural y se suscita un debate tan acre como aleccionador, alrededor del Coloquio de Invierno, o en 1994, acaso la última aparición polémica sustantiva de Paz, cuando irrumpió el movimiento zapatista ante el cual demostró simpatía por sus orígenes, pero reiteró su rechazo a la vía armada y criticó el entusiasmo fácil y voluble de buena parte de la intelectualidad de izquierda.

Nostalgia de la polémica

A lo largo de su trayectoria, sobre todo a partir de los setenta, Paz ejerce una “jefatura espiritual” que no carece de contradicciones y genera innumerables controversias que, en sus mejores momentos, trascienden el mundo literario y se transforman en debates públicos. Cierto, a menudo en dichos debates se impuso el tono colérico y, más que persuadir, se buscaba descalificar al adversario; con todo, ese cúmulo de discusiones, ya aseadas de sus vociferaciones, constituyen un espléndido legado de educación intelectual e interacción argumentativa. Paz peleó con un amplio elenco de intelectuales de todos los campos y por las más diversas razones, grandes o menudas. Algunos de sus roces más memorables comprenden apellidos como los de Aguilar Mora, Aguilar Camín, Alatorre, Bartra, Castañeda, Del Paso, Krauze, Monsiváis, Pereyra, Semo y Trabulse, entre muchísimos otros. En esta bitácora polémica de Paz hay de todo: fibra moral y bilis, intentos de diálogo y momentos de cerrazón, generosidad y vanidades.
No hay una manera unívoca en que Paz haya enfrentado las coyunturas y dilemas de la época, sus posturas se caracterizan por esa capacidad de sorprender, decepcionar o subvertir lo que esperaría una feligresía. Responden, no a una teoría o a un programa político, sino a una razón en permanente autoescrutinio y, sobre todo, a un temperamento suspicaz, levantisco y libertario. Quizá lo más importante es que Paz conserva su capacidad de señalar vetas de interés en todos los campos: los estudios sobre su obra que siguen surgiendo en muy distintos ámbitos intelectuales demuestran que su figura y su estilo de encaramiento continúan marcando rumbos, planteando preguntas, propiciando, como lo haría un maestro socrático, la irritación, la reflexión o la revelación.



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