domingo, 5 de enero de 2014

El ensayista en su centenario

Enero/2013
Nexos
Claudio Lomnitz

Lo que sigue es una apreciación del sentido de Octavio Paz en mi persona. No pretendo ofrecer un acercamiento objetivo a la obra de Paz, ni mucho menos juzgar el sentido de su vida. Pertenezco a una generación que creció a la sombra de Octavio Paz. Para parafrasear el famoso cuentito de Monterroso, desde que era muy joven, cuando amanecía, Paz seguía ahí. Era un punto de referencia en la vida intelectual de México como podrían ser para un paseante los volcanes. O quizá valdría mejor una metáfora urbana más falocéntrica que el yin y yang de nuestros volcanes: era como la Torre Eiffel.
Claro, eso no significa que quien se orientara cotidianamente en referencia a Octavio Paz conociera cabalmente su obra. Es mi caso. Conozco mal la poesía de Octavio Paz —siempre me interesaron más sus ensayos— y Paz se pensaba a sí mismo en primer lugar como poeta. Por otra parte, tampoco puedo decir que sea yo un gran experto en sus ensayos —leí acuciosamente El laberinto de la soledad y Posdata. El Sor Juana me impactó fuertemente cuando apareció; y tengo por ahí una colección casi completa de Vuelta —aunque reconozco también que cada vez que me llegaba un número de la revista (era suscriptor), leía sólo uno o dos de sus artículos, y nunca me comía todo un número, como sí me pasaba en esa época con el New York Review of Books.
Muchos de los temas de Paz me quedaban un poco lejos. No me refiero a su interés por la India, por ejemplo, ni por Claude Levi-Strauss, ni tampoco a su interés por el arte, que compartía con él en alguna medida, porque mi mujer, Elena Climent, es pintora. Pero, no sé… Pienso que sus cosas a veces me quedaban lejos simplemente porque no compartía suficientes referentes literarios —no tenía una cultura suficientemente densa, ni en español ni en francés o letras clásicas. También en ese entonces estaba yo más alejado que ahora de la historia mexicana de la que forma parte Octavio Paz. Realmente no sabía quién había sido Ireneo Paz, más allá de que era un personaje famoso, ni entendía demasiado el linaje intelectual del que provenía don Octavio.
Y como tampoco lo conocí personalmente, no puedo hablar con la autoridad que a veces otorga la intimidad. Le estreché la mano una vez y me presenté. Fue todo. Se puede haber crecido en París sin haber subido nunca a la Torre Eiffel.

El problema del cronotopo

Fue Mijail Bakhtin quien propuso el concepto del cronotopo para estudiar los diversos géneros de la literatura. Cada género ocurre en una relación entre tiempo y lugar que le es característico, y cada pieza literaria tiene lugares que son a la vez tiempos, y tiempos que son a la vez lugares. Me parece que Octavio Paz tuvo como uno de sus méritos más relevantes la formulación de un cronotopo muy potente: “México” en la fórmula de Paz era a la vez un lugar y un tiempo.
¿Cuales son las características de esa fórmula? Primero, México en la obra de Paz es una figura en transición —un país cuyo lugar en el mundo está en tránsito. La idea de soledad en Paz refiere a un momento que tiene algún parentesco, pienso, con la idea de Eric Erickson de “identidad”, que refería a un proceso que se desarrollaba en ciertos momentos privilegiados —típicamente durante la adolescencia, por ejemplo. El laberinto de la soledad figura a México como un lugar que está en un momento explosivo de autorreconocimiento; en el umbral de la autoconciencia y de la cosmópolis.
No es que Octavio Paz haya sido el primero en figurar a México como un lugar y un tiempo de transición hacia una contemporaneidad radical. Los principales intelectuales del Porfiriato habían adelantado construcciones de este tipo desde la década de los 1880 —Justo Sierra, por ejemplo. Y en su entrevista con James Creelman de 1908, el propio Porfirio Díaz adoptó ese cronotopo, y dejó que Creelman lo presentara ante sus lectores como “el educador y héroe del México moderno” cuyo cuerpo viril de caudillo mestizo encarnaba la épica triunfal del pueblo mexicano, que ingresaba gracias a él al mundo moderno.
La lucha por conseguir que México participara como igual en el “concierto de las naciones” venía desde el siglo XIX y, con ella, el esfuerzo por crear imágenes de México que dieran cuenta a la vez de la grandeza pretérita de la nación como de su capacidad de ser contemporánea. Esa tensión recibió nuevas recargas, nueva energía, con la Revolución: la habilitación de la ciudad de México como un lugar de vanguardias y, con ellas, del pensamiento universal y de punta; la fórmula del cosmopolitismo vasconcelista como proyecto cultural y educativo para la nación mexicana entera; y el interés cardenista en la Revolucíon como simultaneidad —representada no sólo en el fetiche de la red de carreteras, sino también, y quizá sobre todo, en la electrificación del país y en la promesa unificadora del radio.
O sea que la “soledad” figurada por Octavio Paz era una variación sobre un tema —al menos a nivel de cronotopo. ¡Pero qué variación! Me parece que además de lo brillante del lenguaje del Laberinto de la soledad —que todos comentan, pero que no por eso deja de ser relevante— hay acentos en ese ensayo que lo hicieron significativo y diferente (casi como si hubiera inventado algo enteramente nuevo). Lo primero es el grado de creatividad y dedicación intelectual que en Paz merece el mundo tradicional. Aquí sí que hay un contraste con el mundo intelectual porfiriano, no tanto porque los científicos y demás intelectuales de ese tiempo hayan desdeñado la importancia del mundo precolombino ni de la etnografía, sino porque lo tenían mucho más apartado y compartamentalizado que Paz, y porque en ese tiempo no se había dado aún la fusión característica del modernismo entre formas clásicas (que en este caso podían ser precolombinas), formas de la estética popular, y estética moderna. Cuando Paz escribe El laberinto, esa potencia del modernismo está ya demostrada en pleno, en primer lugar en la pintura mexicana; pero también se está abriendo campo en la literatura —Yáñez había publicado Al filo del agua dos años antes, y Rulfo publicaría sus cuentos y su novela un par de años después de la aparición de El laberinto de la soledad. Por último, Paz escribe su ensayo en París, donde recibe la influencia de la escuela de Marcel Mauss y de los surrealistas, a través de autores como Georges Bataille, que ofrecen otra clase de profundidad para el análisis de las fiestas mexicanas, del culto a los muertos y a la muerte, etcétera.
El cronotopo mexicano de Paz permite, entonces, una exploración profunda —incluso un regodeo— en el México popular e histórico que está ausente en los escritores porfirianos, cosa que facilitó, además, que México retuviera su fascinación como espacio cultural alternativo y de vanguardia, al mismo tiempo que Paz —como sus grandes antecesores porfirianos y también revolucionarios— demostraba con gran lujo de intimidad su familiaridad con la cultura “universal”. En esto Paz compartía con Vasconcelos y Alfonso Reyes, y aun con Sierra o con Bulnes, un cosmopolitismo que relativizaba a Estados Unidos como referente cultural. Más todavía que ellos, Paz buscó puntos de conexión con otras tradiciones y con otras modernidades —con la India, sobre todo, y Japón— y todo eso también arraigó todavía más su adhesión a un adagio de Justo Sierra que decía que “todos los latinos tenemos dos patrias, y la segunda es siempre Francia”.
En resumen el cronotopo mexicano de Paz era fuertemente performativo —es decir, tenía que estar arraigado y defendido en personas que pudieran a la vez representar lo que Bonfil después llamaría el “México profundo” y una contemporaneidad radical y vanguardista que no fuera simplemente una repetición de una fórmula de desarrollo made in USA. El cronotopo mexicano requería de un virtuosismo interpretativo hecho a la medida del propio Octavio Paz.

Encantamiento del hermetismo

La lectura que Paz hace de sor Juana —anacrónica o no; filológicamente correcta o incorrecta— tiene un componente muy poderoso que frecuentemente hace falta en la historiografía de la época colonial, y es su capacidad de hacer presente el encantamiento del mundo mexicano, y de ver en el trabajo de sor Juana un esfuerzo sostenido por darle sentido al mundo desde la Nueva España, y aun desde su claustro. Se trata, en otras palabras, de una especie de contribución a la genealogía del intelectual marginal, encarnado en la creación sublime de sor Juana.
El otro aspecto contemporáneo de la Sor Juana de Paz —el de las trampas de la política y del poder y, sobre todo, el de la complejidad de la cultura aristocratizante de la corte— me parece quizá un tanto menos actual.
Corrijo. Este segundo aspecto —el estudio de la formación de espacios de pensamiento en la Nueva España— se extiende en sus implicaciones no sólo al mundo del que formó parte el propio Octavio Paz, sino también a un pensamiento crítico en torno de las condiciones actuales de producción intelectual y literaria. Obviamente, el aspecto cortesano de la vida intelectual explorado en Sor Juana importaba también en tiempos de Paz —con toda la propensidad al cenáculo de los tiempos del PRI de antaño, y dado que la idea de México paceana requería de un verdadero virtuosismo para ser escenificada, cosa que acercaba siempre a intelectuales y políticos. Además, la relación entre la vida sinuosa de la corte y el espacio de creación intelectual sigue siendo relevante, aunque seguramente no tanto como en tiempos de Paz (ni de sor Juana).
El otro aspecto de la lectura política de las trampas de la fe —el modo en que el mundo de la fe en que se movía la ilustre monja prefigura el silencio del autoritarismo totalitario— interesa menos hoy que cuando Paz publicó su Sor Juana (1982). Quizá ese aspecto del ensayo vuelva a tener algo de vigencia en un momento futuro (ojalá que no), pero por ahora parece menos interesante.
La parte más impresionante para mí de ese libro se relaciona más bien con el análisis que Paz hace del hermetismo en sor Juana y del papel de la filosofía neoplatónica en su época. Había en aquello algo que me emocionó, porque en manos de Paz sor Juana prefigura al intelectual periférico que busca darle sentido al mundo desde donde está, desde donde vive. Ese darle sentido al mundo con los elementos que el intelectual tiene a la mano se emparenta con el trabajo del contador de mitos descrito por Claude Levi-Strauss,  que usa retazos de narrativas preexistentes para crear nuevas historias que sirvan para pensar el momento presente. Pero hay en el intelectual periférico algo más, que es cierta inyección de una ciencia positiva que desestabiliza el ejercicio mitológico, dando y quitando prestigio a datos e interpretaciones.
El mundo de sor Juana es a la vez un  mundo de indagación científica y  un mundo encantado, donde todos los datos del universo son parte de un mensaje cifrado que puede ser legible de pronto, como en un momento de epifanía. Hay en esa postura, que Paz explora tan bien, algo que hace de la investigación poesía, y de la poesía una explosión existencial. En este sentido, me parece, el trabajo intelectual de sor Juana —y el de Paz sobre sor Juana— tiene algo que demuestra cierto aspecto revolucionario de la indagación racional y de la literatura en el mundo hispanoamericano: se trata de darle sentido presente y subjetivo a los datos del mundo, y se trata también de fabricar nuevos mitos, nuevas narrativas que puedan articular ese sentido y traducirlo en acción. El intelectual periférico aparece aquí no sólo como una figura marginal sino también como un poeta y un revolucionario. Eso me impresionó en su momento, y me sigue impresionando.

El terremoto

Termino estos apuntes con un breve señalamiento de lo que pienso que marcó la crisis del modo de representación que llevó a que por tantos años la situación de Octavio Paz fuera preponderante en la cultura mexicana. Nombro al terremoto del 85 como fecha emblemática, pero desde luego la causa de esta crisis no tiene a un solo evento local como causa ni como referente, sino que responde a un cambio de época. Resumiría el tema de la siguiente forma: el virtuosismo interpretativo de Octavio Paz dejó de ser necesario o convincente, debido a que el cronotopo mexicano que él había contribuido a crear dejó de ser también predominante.
En los años ochenta hubo una crisis económica (1982), que llevó a un cambio de modelo económico (hacia el llamado neoliberalismo), y a una fractura correspondiente del sistema político. Esos cambios minaron también al sistema de representación dominante y las grandes narrativas de los escritores mexicanos —las de los Octavio Paz, los Carlos Fuentes, etcétera— entraron en un momento franco y público de caducidad.
Esto venía prefigurado desde antes. La generación de escritores llamada de “la onda” ya era síntoma de un distanciamiento con esa clase de narrativa. También Carlos Monsiváis, con su interés por la cultura de masas, lanzaba una mirada de sospecha frente a aquella dialéctica de la historia que animaba la narrativa tanto de Fuentes como de Paz. Sin embargo, todo eso convivía en mayor o menor armonía o conflicto, hasta la crisis de los ochenta, con el terremoto como primer momento de quiebre interpretativo, seguido por la elección del 88. Incluso un gran ensayo crítico de la ensayística de Paz, como el que escribió Jorge Aguilar Mora, tuvo relativamente poca resonancia, pese a la seriedad de su estudio.
Creo que lo que sucedió en los ochenta es que hubo necesidad de ir explorando los contornos de una sociedad que estaba transformándose a pasos acelerados, y de representarla ante un sistema de gobierno que también estaba cambiando rápidamente. En ese contexto, empezaron a irrumpir los datos de encuesta como una verdadera marejada, sin ton ni son, pero que cuestionaban pregunta por pregunta la pertinencia del grand récit paceano. Y Paz, con la energía prodigiosa que lo caracterizó siempre, pasó a tener que reaccionar ante hechos y a usar su situación de Patriarca de la Iglesia de Interpretación Mexicana para dar o restarle importancia a los hechos (ya fuera el terremoto, las elecciones del 88, o la revuelta zapatista). En este sentido, me parece —espero no ser injusto— que en esos años Octavio Paz pasó a tener un papel de consagración de hechos  y personajes, y su papel en la crítica se  redujo principalmente a la crítica de los peligros del totalitarismo, que eran todavía relevantes, dado lo que ocurría en el este de Europa y dados los procesos de transición democrática en América Latina, pero hablaban menos de la condición cultural de México.
La sociedad mexicana es muy dada a la celebración de personajes, y los últimos años de Octavio Paz fueron también años en que el personaje recibió grandes homenajes y reconocimientos (así como también repudios verdaderamente hirientes y frecuentemente odiosos). El hombre ganó el Premio Nobel —cosa que no deja de agradecerse en un país en que tanto futbolistas como intelectuales parecían obsesionados por demostrar que sabían dominar el balón, pero no se les ocurría nunca meter un gol. Estuvo cerca de los grandes poderes de México de la época: el presidente, los medios… En esos trances no dejó de tener nunca una capacidad crítica, pero había, según mi punto de vista, ya cierto anacronismo respecto de su situación.
Un mundo de cifras y estadísticas, de encuestas y de opiniones comenzó a florecer al tiempo que recedía el cronotopo mexicano de Paz. La ciencia mexicana entraba en una lógica de productividad y de puntos, con algo de duda respecto de quién o quiénes eran su verdadero público. Los escritores se abocaron a crónicas más o menos sentimentales y frecuentemente chiquitas. La crítica confundió ironía con análisis. El iconoclasmo se convirtió en gesto fácil.
Un día amanecí, y Paz ya no estaba ahí. Esto sucedió estando todavía el hombre en vida. Sin embargo, el anacronismo en que se había transformado para mí su figura me dejó un resabio de admiración por la energía crítica y por la capacidad de fabulación del hombre. Durante muchos años resentí las funciones litúrgicas de Octavio Paz —su papel mágico de consagrador de todo lo que podía importar de México, o de la cultura universal en México. Pero reconozco que a pesar de aquella propensidad litúrgica —que no era casual, sino que era parte esencial de su representación de lo que era “México”— Paz para mí fue siempre fabuloso. Un poeta genuino.


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